Lo increíble de semejantes alucinaciones es que su sustancia corresponde a la realidad. Cuando Osmanli cayó boca abajo sobre la acera, simplemente estaba representando una escena de mi vida por adelantado. Saltemos unos años… hasta el caldero del horror.
Los condenados siempre tienen una mesa en que sentarse, sobre la que apoyan los codos para sostener la plúmbea carga de sus sesos. Los condenados están siempre ciegos y miran el mundo con ojos en blanco. Los condenados están siempre petrificados, y, en el centro de su petrificación, hay un vacío inconmensurable. Los condenados siempre tienen la misma excusa: la pérdida de la amada.
Es de noche y estoy sentado en un sótano. Es nuestro hogar. La espero noche tras noche, como un prisionero encadenado al suelo de su celda. Hay una mujer con ella a la que llama su amiga. Han conspirado para traicionarme y derrotarme. Me dejan sin comida, sin calor, sin luz. Me dicen que me divierta hasta que regresen.
Al cabo de meses de vergüenza y humillación, he llegado a amar mi soledad. Ya no busco ayuda del mundo exterior. Ya no respondo, cuando llaman al timbre. Vivo solo, en el tumulto de mis propios temores. Cogido en la trampa de mis propios fantasmas, espero a que suba la marea y me ahogue.
Cuando vuelven a torturarme, me comporto como el animal en que me he convertido. Me abalanzo sobre la comida con hambre canina. Como con los dedos. Y, mientras devoro la comida, les hago una mueca despiadada, como si fuera un zar loco y celoso. Finjo estar enojado: les lanzo insultos soeces, las amenazo con los puños, gruño y escupo de rabia.
Lo hago noche tras noche, para estimular mis emociones casi extintas. He perdido la capacidad de sentir. Para ocultar ese defecto simulo todas las pasiones. Hay noches en que las divierto extraordinariamente rugiendo como un león herido. A veces las derribo con garra de terciopelo. Hasta les he meado encima, cuando rodaban por el suelo histéricas y desternillándose de risa.
Dicen que tengo auténtico talento de payaso. Dicen que una noche traerán a algunos amigos y me harán actuar para ellos. Rechino los dientes y muevo el cuero cabelludo hacia adelante y hacia atrás para dar a entender aprobación. Estoy aprendiendo todos los trucos del zoo.
Mi número más sensacional es el de fingir celos. Celos por cosas pequeñas, en particular. Nunca preguntar si se acostó con éste o con aquél, sino sólo saber si él le besó la mano. Puedo ponerme furioso por un gesto insignificante como ése. Soy capaz de coger el cuchillo y amenazarla con cortarle el cuello. En algunas ocasiones llego hasta el extremo de dar un tierno pinchazo en el trasero a su inseparable amiga. Traigo yodo y esparadrapo y beso el culo a su inseparable amiga.
Supongamos que llegan a casa una noche y encuentran el fuego apagado. Supongamos que esa noche estoy de excelente humor, por haber vencido las punzadas del hambre con voluntad férrea, por haber resistido a solas la embestida de la demencia en la oscuridad, por haberme casi convencido de que sólo el egotismo puede producir dolor y miseria. Supongamos, además, que, al entrar en la celda de la prisión, parezcan indiferentes a la victoria que he obtenido. Sólo sienten el peligroso frío de la habitación. No preguntan si tengo frío; se limitan a decir: hace frío aquí.
¿Frío, mis reinas? Entonces habrá que encender un fuego colosal. Cojo la silla y la hago añicos contra la pared de piedra. Salto sobre ella y la rompo en pedazos pequeños. Enciendo una llamita en el hogar con papeles y astillas. Tuesto la silla trozo a trozo.
Un gesto encantador, piensan ellas. Por ahora todo va bien. Ahora un poco de comida, una botella de cerveza fría. Conque, ¿lo habéis pasado bien esta noche? Hacía frío afuera, ¿verdad? ¿Habéis juntado algo de dinero? Excelente, ¡depositadlo mañana en la Caja de Ahorros! Tú, Hegoroboru, ¡corre a comprar una botella de ron! Me marcho mañana… salgo de viaje.
El fuego pierde fuerza. Cojo la silla libre y le rompo la crisma contra la pared. Las llamas se elevan. Hegoroboru vuelve sonriente y ofrece la botella. En cuestión de un minuto se descorcha, se bebe un buen trago. Me brotan llamas en las entrañas. ¡Ponte de pie!, grito. ¡Dame esa otra silla! Protestas, lamentos, gritos. Eso es pasarse de la raya. Pero ¿no decís que hace frío afuera? Entonces necesitamos más calor. ¡Fuera! Tiro los platos al suelo de un manotazo y agarro la mesa. Intentan apartarme. Salgo a buscar el hacha afuera, donde está la basura. Me pongo a dar hachazos sin parar, dejo la mesa hecha astillas, luego la cómoda, y tiro todo al suelo. Les advierto que voy a hacer añicos todo, hasta la loza. Vamos a calentarnos como no nos hemos calentado nunca.
Una noche en el suelo, los tres dando vueltas como leños ardiendo. Burlas y sarcasmos van y vienen.
«No se va a ir nunca… está fingiendo».
Una voz que me susurra al oído: «¿De verdad te vas a ir?».
«Sí, te lo prometo».
«Pero no quiero que te vayas».
«Ya no me importa lo que quieras o dejes de querer».
«Pero te amo».
«No lo creo».
«Pero debes creerme».
«No creo nada ni a nadie».
«Estás enfermo. No sabes lo que haces. No dejaré que te vayas».
«¿Cómo vas a impedírmelo?».
«Por favor, por favor, Val, no hables así… me tienes preocupada».
Silencio.
Un tímido susurro: «¿Cómo vas a vivir sin mí?».
«No sé, no me importa».
«Pero me necesitas a mi. No sabes cuidarte».
«No necesito a nadie».
«Tengo miedo, Val. Temo que le ocurro algo».
Por la mañana me marcho furtivamente, mientras ellas duermen como unas benditas. Tras robarle unos centavos a un vendedor de periódicos ciego, llego hasta la orilla de Jersey y me dirijo a la carretera. Me siento fantásticamente ligero y libre. En Filadelfia me paseo como si fuera un turista. Me entra hambre. Pido diez centavos a un transeúnte y me los da. Pruebo con otro y con otro… sólo por divertirme. Entro en un bar, me tomo una señora comida con una jarra de cerveza, y me pongo en camino hacia la carretera otra vez.
Alguien me coge en dirección a Pittsburg. El conductor es poco comunicativo. Yo también. Es como si tuviera chófer particular. Al cabo de un rato me pregunto adonde voy. ¿Quiero trabajo? No. ¿Quiero empezar una nueva vida? No. ¿Quiero unas vacaciones? No. No quiero nada.
Entonces, ¿qué quieres?, me digo. La respuesta es siempre la misma: nada.
El diálogo se extingue poco a poco. Centro la atención en el encendedor eléctrico que va enchufado en el tablero de instrumentos. Me viene a la cabeza la palabra «cuña». Me entretengo con ella un buen rato, después la desecho terminantemente, como se rechazaría a un niño que todo el día quisiera jugar a la pelota con uno.
Carreteras y arterias que se ramifican en todas las direcciones. ¿Qué sería la tierra sin carreteras? Un océano sin huellas. Una jungla. El primer camino a través de la selva debió de parecer una gran realización. Dirección, orientación, comunicación. Después dos caminos, tres caminos… Después millones de caminos. Una tela de araña y en el centro de ella el hombre, el creador, atrapado como una mosca.
Marchamos a cien por hora, o quizá lo imagino. No cambiamos ni una palabra. Debe de tener miedo de oírme decir que tengo hambre o de que no tengo dónde dormir. Debe de estar pensando dónde deshacerse de mí, si empiezo a comportarme de forma sospechosa. De vez en cuando enciende un cigarrillo en el encendedor eléctrico. Ese artilugio me fascina. Es como una silla eléctrica en pequeño.
«Yo giro aquí», dice el conductor de repente. «¿Dónde va usted?».
«Puede dejarme aquí… gracias».
Bajo y está lloviznando. Oscurece. Carreteras que no conducen a ninguna parte. Debo decidir adonde quiero ir. Debo tener un objetivo.
Me sumo en un trance tan profundo, que dejo pasar cien coches sin levantar la vista. Descubro que ni siquiera tengo pañuelo de sobra. Iba a limpiarme las gafas, pero es que, ¿para qué sirve? No tengo que ver demasiado bien ni sentir demasiado bien ni pensar demasiado bien. No voy a ninguna parte. Cuando me canse, puedo dejarme caer y quedarme dormido. Los animales duermen bajo la lluvia, ¿por qué no el hombre? Si pudiera convertirme en un animal, llegaría a alguna parte.
Un camión se detiene a mi lado; el conductor necesita una cerilla.
«¿Quiere subir?», me pregunta.
Monto sin preguntar adónde va. La lluvia arrecia, de repente ha caído una oscuridad de boca de lobo. No tengo ni idea de adónde nos dirigimos ni quiero tenerla. Me siento satisfecho con estar protegido de la lluvia y sentado al calor de un cuerpo.
Este tipo es más sociable. Habla mucho de cerillas, de lo importante que son cuando las necesitas, de lo difícil que es perderlas, y demás. Encuentra pretexto en cualquier cosa para entablar conversación. Parece extraño hablar tan en serio sobre cualquier cosa, cuando en realidad están sin resolver los problemas más tremendos. Salvo por el detalle de que estamos hablando de naderías materiales, ésta es la clase de conversación que podría sostenerse en un salón francés. Las carreteras han conectado todo tan maravillosamente, que hasta la futilidad puede transportarse fácilmente.
Al llegar a las afueras de una gran ciudad, le pregunto dónde estamos.
«En Filadelfia», dice. «¿Dónde va a ser?».
«No sé», dije. «No tenía ni idea… Supongo que irá usted a Nueva York».
Gruñó. Después añadió: «No parece importarle mucho una cosa o la otra. Parece como si estuviera usted dando vueltas en la oscuridad».
«Usted lo ha dicho. Eso es exactamente lo que estoy haciendo… dando vueltas en la oscuridad».
Me arrellané y le escuché hablar de tipos que daban vueltas en la oscuridad buscando un lugar donde echarse a dormir. Hablaba de ellos de modo muy parecido a como un horticultor hablaría de ciertas especies de arbustos. Era «enlace espacial», como dice Korzybski, un tipo que recorría las carreteras generales y secundarias sin otra compañía que su soledad. Lo que quedaba a ambos lados de las vías de tránsito era la estepa, y los seres que habitaban ese vacío eran vagabundos hambrientos que suplicaban les dejases montar.
Cuanto más hablaba él con mayor añoranza pensaba yo en el significado del refugio. Al fin y al cabo, el sótano no había estado tan mal. Por ahí, en el mundo, la gente era igual de pobre. La única diferencia entre ellos y yo era que ellos salían y obtenían lo que necesitaban; sudaban para conseguirlo, se engañaban unos a otros, luchaban unos con otros a brazo partido. Yo no tenía ninguno de esos problemas. Mi único problema era el de cómo vivir conmigo mismo día tras día.
Pensaba en lo ridículo y patético que sería colarme de rondón en el sótano y buscarme un rinconcito para mí solito, donde pudiera acurrucarme y calarme el techo hasta las orejas. Podría entrar a gatas como un perro con la cola entre las piernas. No las volvería a molestar con escenas de celos. Les agradecería cualquier migaja que me ofrecieran. Si ella quisiese traerse a sus amantes a casa y hacer el amor con ellos delante de mí, tampoco me opondría. No hay que morder la mano que te da de comer. Ahora que había visto el mundo, no iba a volver a quejarme nunca. Cualquier cosa era mejor que quedarte parado bajo la lluvia y no saber adónde quieres ir. Al fin y al cabo, todavía tenía inteligencia. Podía tumbarme a oscuras y pensar, pensar todo lo mucho, o lo poco, que desease. Afuera la gente iría corriendo de un lado para otro, trasladando cosas, comprando, vendiendo, poniendo dinero en el banco y sacándolo otra vez. Eso era horrible. No quisiera hacerlo nunca. Preferiría con mucho fingir ser un animal, un perro, pongamos por caso, y que me arrojasen un hueso de vez en cuando. Si me comportaba decentemente, me mimarían y acariciarían. Podría encontrar un amo bueno que me pusiera una correa y me dejase hacer pipí por todas partes. Podría conocer a otro perro, uno del sexo opuesto, y echar un palete rápido de vez en cuando. Oh, ahora sabía estar tranquilo y obedecer. Había aprendido mi leccioncita. Me acurrucaría en un rincón cerca del hogar, tan tranquilo y dócil como desearan. Tendrían que ser terriblemente miserables para echarme a patadas. Además, si demostraba que no necesitaba nada, que no quería favor alguno, si les dejaba seguir su vida como si estuvieran solas, ¿qué molestia podía representar hacerme un sitio en el rincón?
Lo importante era colarse a hurtadillas, mientras estuviesen fuera, para que no pudieran cerrarme la puerta en las narices.
En aquel punto de mi cavilación, se apoderó de mí la idea más inquietante. ¿Y si hubieran huido? ¿Y si la casa estuviese abandonada?
Cerca de Elizabeth nos detuvimos. Algo fallaba en el motor. Me pareció más sensato bajar y parar otro coche que esperar toda la noche. Caminé hasta la estación de servicio más cercana y anduve rondando por allí en busca de un coche que me llevara a Nueva York. Esperé más de una hora y entonces me entró impaciencia y me puse en camino a patita por la sombría carretera.
La lluvia había disminuido; era una fina llovizna. De vez en cuando, al pensar lo delicioso que sería arrastrarme hasta la perrera, echaba a correr al trote. Elizabeth quedaba a unos veinte kilómetros.
En cierto momento me entró tal alegría, que me puse a cantar. Cada vez más alto cantaba, como para hacerle saber que llegaba. Desde luego no iba a entrar en la casa cantando: eso les daría un susto de muerte.
Cantando me entró hambre. Compré una tableta de chocolate en un puesto junto a la carretera. Era deliciosa. ¿Ves? No te va tan mal, me dije. Todavía no estás comiendo huesos ni desperdicios. Puede que consigas algunos platos buenos antes de que te mueras. ¿En qué estás pensando? ¿En estofado de cordero? No tienes que pensar en cosas apetitosas, piensa sólo en huesos y desperdicios. A partir de ahora es una vida de perro.
Estaba en una gran roca antes de llegar a Elizabeth, cuando vi que se acercaba un gran camión. Era el tipo que había dejado atrás. Monté. Se puso a hablar de motores, de lo que los avería, de lo que les hace funcionar, y cosas así. «Ya falta poco», dijo de repente, sin que viniera a cuento.
«¿Para dónde?», pregunté.
«Pues, para Nueva York… ¿para dónde va a ser?».
«Ah, Nueva York, sí. Había olvidado».
«Oiga, ¿qué demonios va usted a hacer en Nueva York, si no es mucho preguntar?».
«Voy a reunirme con mi familia».
«¿Ha estado usted fuera mucho tiempo?».
«Unos diez años», dije, arrastrando las palabras caviloso.
«¡Diez años! Eso es la tira de tiempo. ¿Qué ha estado haciendo? ¿Simplemente vagabundeando por ahí?».
«Sí, simplemente eso».
«Supongo que se alegrarán de verlo… su familia».
«Supongo que sí».
«No parece usted estar tan seguro de ello», dijo, lanzándome una mirada inquisitiva.
«Es verdad. En fin, ya sabe como son las cosas».
«Creo que sí», respondió. «Me encuentro con muchos tipos como usted. Siempre vuelven al nido tarde o temprano».
Él dijo nido, yo dije perrera… para mis adentros, naturalmente. Prefería perrera. Nido era para gallos, palomas, aves con plumas que ponen huevos. ¡Y una leche iba yo a poner huevos! Huesos y desperdicios, huesos y desperdicios, huesos y desperdicios. Lo repetí una y mil veces, a fin de darme valor para volver arrastrándome como un perro apaleado.
Le pedí prestados unos centavos al marcharme y me metí en el metro. Me sentía cansado, hambriento, deshecho de estar a la intemperie. Los pasajeros me parecían enfermos. Como si alguien acabara de soltarlos de la cárcel o del hospicio. Yo había andado por el mundo, lejos, muy lejos. Había pasado diez años vagando y ahora volvía a casa. ¡Bienvenido a casa, hijo pródigo! ¡Bienvenido a casa! ¡Dios mío, qué historias había oído, qué ciudades había visto! ¡Qué maravillosas aventuras! Diez años de vida, desde la mañana a la medianoche. ¿Estaría la familia todavía en casa?
Entré de puntillas en el patio y miré a ver si veía luz. No había señal de vida. La verdad es que nunca volvían a casa temprano. Subiría al piso de arriba por el porche. Quizá estuviesen en la parte trasera de la casa. A veces se sentaban en el cuartito de Hegoroboru al fondo del pasillo, donde la cisterna del retrete goteaba día y noche.
Abrí la puerta despacito, fui hasta el comienzo de la escalera interior y despacio, muy despacito, bajé escalón a escalón. Había una puerta al final de la escalera. Me encontraba completamente a oscuras.
Cerca del final de la escalera oí voces apagadas. ¡Estaban en casa! Me sentí profundamente feliz, jubiloso. Quería entrar corriendo, meneando la colita, y arrojarme a sus pies. Pero ése no era el programa que había proyectado seguir.
Después de haber pegado al oído al entrepaño varios minutos, puse la mano en el pomo de la puerta y lo giré muy lenta y silenciosamente. Las voces me llegaron mucho más claras, ahora que había abierto la puerta unos centímetros. Estaba hablando la mayor, Hegoroboru. El tono de su voz era sensiblero, histérico, como si hubiese bebido. La otra voz era baja, más suave y acariciadora que nunca. Parecía estar discutiendo con la mayor. También había pausas extrañas, como si estuvieran abrazándose. De vez en cuando podía jurar que la mayor lanzaba un gruñido, como si estuviese restregando la piel a la otra. Después soltó de repente un gemido de placer, pero vengativo. De pronto gritó.
«Entonces, ¿todavía lo amas? ¡Estabas mintiéndome!».
«¡No, no! Te juro que no. Debes creerme, por favor. Nunca lo he amado».
«¡Eso es mentira!».
«Te lo juro… te juro que nunca lo he amado. Era simplemente un niño para mí».
A eso siguió una explosión de risa chillona. Luego una ligera agitación, como si estuvieran forcejeando. Después un silencio de muerte, como si se hubiesen pegado los labios. Luego pareció que se estaban desnudando la una a la otra, lamiéndose por todo el cuerpo como terneras en el prado. La cama chirrió. Profanar el nido, eso era lo que estaban haciendo. Se habían librado de mí, como si fuese un leproso, y ahora estaban intentando hacer de marido y mujer. Era una suerte no haber estado echado en el rincón observando aquello con la cabeza entre las patas. Habría ladrado furioso, tal vez las habría mordido. Y entonces me habrían pateado como a un chucho asqueroso.
No quise oír más. Cerré la puerta con suavidad y me senté en los escalones en completa oscuridad. La fatiga y el hambre habían pasado. Estaba extraordinariamente despierto. Podría haber caminado hasta San Francisco en tres horas.
¡Ahora debo ir a alguna parte! Debo decidirme claramente… o me volveré loco. Sé que no soy un niño. No sé si soy un hombre —me siento demasiado magullado y apaleado—, pero desde luego, ¡no soy un niño!
Entonces se produjo una curiosa comedia fisiológica. Empecé a menstruar. Menstruaba por todos los agujeros de mi cuerpo.
Cuando un hombre menstrua, acaba en unos minutos. Y no deja rastro.
Subí la escalera a cuatro patas y abandoné la casa tan silenciosamente como había entrado. Había dejado de llover, se veían las estrellas en todo su esplendor. Soplaba una brisa ligera. La iglesia luterana de la acera de enfrente, que de día era de color caca de niño, había adquirido ahora un tono ocre suave que armonizaba serenamente con el negro del asfalto. Todavía no estaba del todo decidido sobre el futuro. En la esquina me quedé parado unos minutos mirando de un extremo a otro de la calle, como si la observara por primera vez.
Cuando has sufrido mucho en determinado lugar, tienes la impresión de que el recuerdo está grabado en la calle. Pero, no sé si habéis notado que, curiosamente, a las calles no parecen afectarlas los sufrimientos de los individuos particulares. Si sales de una casa por la noche, después de perder a un amigo querido, la verdad es que la calle parece muy discreta. Si el exterior llegara a estar como el interior, sería irresistible. Las calles son lugares para respirar mejor…
Echo a andar, intentando decidirme sin desarrollar una idea fija. Paso por delante de cubos de basura abarrotados de huesos y desperdicios. Algunas personas han dejado zapatos viejos, zapatillas rotas, sombreros, tirantes, y otros artículos gastados delante de sus casas. No hay duda de que, si me dedicara a rondar de noche, podría vivir espléndidamente con las migajas tiradas.
La vida en la perrera queda descartada, eso es seguro. En cualquier caso, ya no me siento como un perro, me siento más como un gato. El gato es independiente, anarquista, libre. El gato es el que domina en el nido por la noche.
Me está entrando hambre de nuevo. Voy bajando hacia las luces brillantes de Borough Hall, donde resplandecen los restaurantes de autoservicio. Miro por los ventanales para ver si puedo descubrir alguna cara cordial. Voy pasando, de escaparate en escaparate, observando zapatos, artículos de mercería, tabacos de pipa, etcétera. Después me quedo parado un rato en la entrada del metro, esperando desesperanzado que alguien deje caer una moneda sin darse cuenta. Recorro con la mirada los puestos de periódicos para ver si hay algún ciego al que robar unos centavos.
Al cabo de un rato voy caminando por el acantilado de Columbia. Paso por delante de una tranquila casa de piedra en la que recuerdo haber entrado hace muchos años para entregar un traje a uno de los clientes de mi padre. Recuerdo haber esperado en el gran salón del fondo con miradores que daban al río. Era un día en que brillaba el sol, al final de la tarde, y la habitación era como un Vermeer. Tuve que ayudar al viejo a vestirse. Estaba herniado. Parado en el centro de la habitación con su ropa interior de algodón, tenía un aspecto absolutamente obsceno.
Bajo el acantilado había una calle llena de almacenes. Las terrazas de las casas ricas eran como jardines colgantes, que acababan abruptamente unos cinco o diez metros por encima de aquella calle deprimente, con sus ventanas muertas y sus tétricos pasajes que desembocan en los muelles. Al final de la calle me paré ante una pared para cambiar el agua al canario. Llega un borracho y se para a mi lado. Se mea encima y después se dobla de repente y empieza a vomitar. Al marcharme, lo oigo caer sobre sus zapatos.
Bajo corriendo una larga escalera que conduce a los muelles y me encuentro de frente con un hombre de uniforme que blande una gran porra. Me pregunta qué busco, pero antes de que pueda contestar se pone a empujarme y a agitar la porra.
Vuelvo a subir la larga escalera y me siento en un banco. Frente a mí se encuentra un hotel anticuado en el que vive una maestra que era muy buena conmigo. La última vez que la vi la había llevado a cenar a un restaurante y, cuando me estaba despidiendo, tuve que pedirle cinco centavos. Me los dio —sólo cinco centavos— con una mirada que nunca olvidaré. Había puesto grandes esperanzas en mí, cuando era estudiante. Pero aquella mirada me decía con la mayor claridad que había cambiado definitivamente de opinión con respecto a mí. Igual podría haber dicho: «¡Nunca vas a ser capaz de afrontar el mundo!».
Las estrellas brillaban intensamente. Me eché en el banco y las miré fijamente. Todos mis fracasos estaban unidos ahora dentro de mí formando un nudo, un auténtico embrión de frustración. Ahora todo lo que me había ocurrido me parecía extraordinariamente remoto. No tenía otra cosa que hacer que recrearme en mi indiferencia. Me puse a viajar de estrella a estrella…
Una hora después más o menos, helado hasta los huesos, me puse en pie y empecé a caminar enérgicamente. Se apoderó de mí un deseo demencial de volver a pasar por la casa de la que me habían expulsado. Me moría por saber si todavía estaban levantadas.
Las persianas no estaban bajadas del todo y la luz de una vela junto a la cama daba a la habitación del frente un resplandor tranquilo. Me acerqué furtivamente a la ventana y pegué el oído. Estaban cantando una canción rusa que a la mayor le gustaba mucho. Al parecer, todo era dicha allí.
Salí de puntillas del patio y giré por Love Lane, en la primera esquina. Lo más probable era que le hubiesen puesto ese nombre durante la Revolución; ahora era simplemente un callejón salpicado de garajes y talleres de coches. Cubos de basura volcados por todos lados como fichas de ajedrez comidas.
Volví sobre mis pasos hacia el río, hacia esa calle sombría y deprimente que corría como una uretra arrugada bajo las terrazas colgantes de los ricos. Nadie caminaba nunca por esa calle a las tantas de la noche: era demasiado peligroso.
No se veía ni un alma. Los pasadizos entre los almacenes ofrecían vislumbres fascinantes de la vida del río: barcazas que yacían sin vida, remolcadores que se deslizaban como fantasmas humeantes, los rascacielos cuyo perfil destacaba sobre la orilla de Nueva York, enormes postes de hierro con estachas enrolladas en torno a ellos, pilas de ladrillos y tablones, sacos de café. El espectáculo más conmovedor era el del propio cielo. Limpio de nubes y tachonado de racimos de estrellas, brillaba como la túnica de los sumos sacerdotes de la antigüedad.
Por fin me decidí a meterme por un pasaje. A medio camino aproximadamente sentí que una rata enorme me corría por entre los pies. Me detuve estremecido y otra se me deslizó sobre los pies. Entonces fui presa del pánico y volví corriendo a la calle. Al otro lado de ésta, pegado a la pared, había un hombre parado. Me quedé inmóvil, sin saber qué camino seguir, esperando que aquella figura silenciosa diera el primer paso. Pero permaneció inmóvil, mirándome como un halcón. Volví a sentir pánico, pero esta vez me armé de valor para alejarme andando, por miedo a que, si corría, corriera él también. Caminé lo más silenciosamente posible, aguzando el oído para captar el sonido de sus pasos. No me atrevía a volver la cabeza. Caminé despacio, decidido, casi sin apoyar los talones.
Sólo había recorrido unos metros, cuando tuve la sensación cierta de que me estaba siguiendo, no al otro lado de la calle, sino directamente detrás de mí, quizá a sólo unos metros de distancia. Apreté el paso, pero aún sin hacer ruido. Me parecía que avanzaba más rápido que yo, que me estaba alcanzando. Casi podía sentir su aliento en mi cuello. De repente eché una rápida mirada hacia atrás. Allí estaba, casi a mi lado. Sabía que ahora no podía eludirlo. Tuve la sensación de que iba armado y de que usaría el arma, cuchillo o pistola, en cuanto intentara arrojarme a por ella.
Instintivamente me volví como un rayo y me lancé a por sus piernas. Me cayó sobre la espalda y se golpeó la cabeza contra el pavimento. Yo sabía que no tenía fuerza para luchar con él. De nuevo tuve que actuar con rapidez. Estaba dándose la vuelta, ligeramente aturdido, al parecer, cuando me puse en pie de un salto. Buscaba algo con la mano en el bolsillo. Di una patada y le acerté de lleno en el estómago.
Gimió y rodó sobre sí mismo. Salí como una flecha. Corrí con todas mis fuerzas. Pero la calle era empinada, y, mucho antes de que hubiese llegado al extremo, tuve que ponerme a caminar. No oía otra cosa que los desenfrenados latidos de mi corazón, el martilleo de mis sienes. Me recosté en la pared para tomar aliento. Me sentía tremendamente débil, a punto de desmayarme. Me preguntaba si tendría fuerza para llegar hasta el final de la cuesta.
Justo cuando estaba felicitándome de haber escapado por un pelo, vi una sombra que avanzaba cautelosamente junto a la pared allí abajo, donde lo había dejado. Esa vez el miedo me volvió las piernas de plomo. Estaba absolutamente paralizado. Incapaz de mover un músculo, lo vi acercarse y acercarse cautelosamente. Él parecía adivinar lo que había ocurrido; no apretó el paso en ningún momento.
Cuando llegó a unos metros de mí, blandió una pistola. Al verla, alcé las manos instintivamente. Se me acercó y me registró. Después volvió a meterse la pistola en el bolsillo de atrás. No pronunciaba palabra. Me miró los bolsillos, no encontró nada, me dio un bofetón con el revés de la mano y después se retiró hasta el bordillo.
«Baja las manos», dijo, en voz baja y tensa.
Las dejé caer como dos mazas. Estaba petrificado de terror.
Volvió a sacar la pistola, la alzó y dijo, con la misma voz baja y tensa: «¡Te voy a volar las entrañas, perro asqueroso!». Al oír aquello, me desplomé. Al caer, oí rebotar la bala contra la pared. Era el fin. Esperaba una descarga. Recuerdo que intenté encogerme como un feto, torciendo el codo sobre los ojos para protegerlos. Entonces se produjo la descarga. Y después lo oí correr.
Sabía que debía de estar agonizando, pero no sentía dolor.
De repente me di cuenta de que no tenía ni un rasguño. Me incorporé y vi a un hombre con una pistola en la mano corriendo tras el asaltante que huía. Disparó varios tiros mientras corría, pero debió de fallar.
Me puse en pie titubeando, me palpé todo el cuerpo de nuevo para asegurarme de que no estaba herido y esperé a que volviera el guardia.
«¿Podría ayudarme?», le rogué. «Estoy bastante maltrecho».
Me miró con desconfianza, todavía con la pistola en la mano.
«¿Qué demonios anda usted haciendo por aquí a estas horas de la noche?».
«Estoy que no me tengo de debilidad», mascullé. «Se lo diré después. Ayúdeme a llegar a casa, ¿quiere?».
Le dije dónde vivía, que era escritor, que había salido a respirar un poco de aire fresco. «Me ha limpiado todo lo que llevaba», añadí. «Qué suerte que haya aparecido usted…».
Con un poco más de cháchara de ésa, se ablandó lo bastante como para decir: «Tenga, tome esto y coja un taxi. Supongo que no está usted herido». Me puso bruscamente un billete de dólar en la mano.
Encontré un taxi delante de un hotel y ordené al conductor que me llevara a Love Lane. Por el camino me detuve a comprar una cajetilla de tabaco.
Esa vez las luces estaban apagadas. Subí por el porche y me deslicé a paso ligero por el pasillo. No se oía nada. Apliqué el oído a la puerta de la habitación delantera y escuché atentamente. Después volví a hurtadillas hasta el cuartito del extremo del pasillo donde solía dormir la mayor. Tenía la sensación de que la habitación estaba vacía. Giré despacio el pomo de la puerta. Cuando hube abierto la puerta lo suficiente, me puse a gatas y entré cautelosamente sobre las manos y las rodillas, y avancé a tientas y con cautela hasta la cama. Al llegar a ella, alcé la mano y palpé la cama. Estaba vacía. Me desvestí de prisa y me acosté. Al pie de la cama había algunas colillas: bajo las manos parecían escarabajos muertos.
Al cabo de un momento estaba profundamente dormido. Soñé que estaba tumbado en el rincón junto a la chimenea, con una capa de piel, patas peludas y largas orejas. Entre las patas tenía un hueso reluciente de tanto lamerlo. Estaba guardándolo celosamente, aun en sueños. Entró un hombre y me dio una patada en las costillas. Fingí no sentirla. Volvió a patearme, como para hacerme gruñir… o quizá fuera para hacerme soltar el hueso.
«¡Levántate!», dijo, esgrimiendo un látigo que llevaba escondido detrás de la espalda.
Estaba demasiado débil como para moverme. Lo miré con ojos nublados y lastimosos, implorándole en silencio que me dejara en paz.
«¡Vamos, fuera de aquí!», murmuró, alzando el mango del látigo, como para descargármelo encima.
Me incorporé a cuatro patas tambaleándome e intenté largarme renqueando. Mi espinazo parecía roto. Cedí y me derrumbé como un costal agujereado.
El hombre, fríamente, volvió a alzar el látigo y con el mango me golpeó en la cabeza. Lancé un aullido de dolor. Irritado ante eso, empuñó el látigo por el mango y se puso a flagelarme despiadadamente. Intenté alzarme, pero fue inútil: tenía roto el espinazo. Me retorcía por el suelo como un pulpo, recibiendo un latigazo tras otro. La furia de los azotes me había cortado la respiración. Hasta que no se hubo ido, creyendo que me había dejado en el sitio, no me puse a dar rienda suelta a mi agonía. Al principio, empecé a gimotear; después, al recuperar las fuerzas, me puse a berrear y a aullar. La sangre rezumaba de mí como de una esponja. Manaba en todas direcciones, formando una gran mancha oscura, como en los dibujos animados. La voz se me volvía cada vez más débil. De vez en cuando lanzaba un aullido.
Cuando abrí los ojos, las dos mujeres estaban inclinadas sobre mí, sacudiéndome.
«¡Basta! ¡Por amor de Dios, basta!», decía la mayor.
La otra decía: «Dios mío, Val. ¿Qué ha ocurrido? ¡Despierta, despierta!».
Me senté y las miré con expresión aturdida. Estaba desnudo y tenía el cuerpo cubierto de sangre y de magulladuras.
«¿Dónde has estado? ¿Qué ha ocurrido?». Ahora sus voces sonaban al mismo tiempo.
«Supongo que estaba soñando». Intenté sonreír, pero la sonrisa se desvaneció en una mueca torcida. «Miradme la espalda», rogué. «Siento como si la tuviera rota».
Me volvieron a tumbar y me dieron la vuelta, como si llevase la marca de «frágil».
«Estás lleno de magulladuras. Deben de haberte dado una paliza».
Cerré los ojos e intenté recordar lo que había ocurrido. De lo único que me acordaba era del sueño, de aquel bruto inclinado sobre mí con un látigo y azotándome. Me había dado patadas en las costillas, como si fuera un chucho sarnoso. («¡Te voy a volar las entrañas, perro asqueroso!»). Tenía la espalda rota, recordé con claridad. Me había desplomado y había quedado tendido en el suelo como un pulpo. Y en esa posición indefensa me había azotado sin parar con una furia inhumana.
«Déjale dormir», oí decir a la mayor.
«Voy a llamar a una ambulancia», dijo la otra.
Se pusieron a discutir.
«Marchaos, dejadme tranquilo», murmuré.
Volvió a hacerse el silencio. Me quedé dormido. Soñé que estaba en una exposición de perros; yo era un pequinés y llevaba una cinta azul en tomo al cuello. En la casilla contigua había otro pequinés; llevaba una cinta rosa en torno al cuello. No se sabía cuál de nosotros dos ganaría el premio.
Dos mujeres a las que me parecía reconocer estaban discutiendo sobre nuestros respectivos méritos y deméritos. Finalmente, se acercó el juez y me acarició la nuca. La mujer más mayor se alejó irritada, escupiendo de asco. Pero la mujer a la que yo pertenecía se inclinó y, cogiéndome de las orejas, me alzó la cabeza y me besó en el hocico. «Sabía que ganarías el premio para mí», susurró. «Eres un sol, un tesoro», y se puso a acariciarme el pelo. «Espera un momento, querido, y te traeré una cosita. Un momentito…».
Cuando regresó, traía un paquetito en la mano; estaba envuelto en papel de seda y atado con una cinta preciosa. La sostuvo delante de mí y yo me alcé sobre las patas traseras y ladré. «¡Guau, guau! ¡Guau, guau!».
«Calma, querido», dijo, abriendo el paquete despacio. «Mamá te ha traído un regalito precioso».
«¡Guau, guau! ¡Guau, guau!».
«¡Huy, qué tesoro!… eso es… calma ahora… calma».
Yo estaba furiosamente impaciente por recibir mi regalo. No podía entender por qué tardaba tanto. Debía de ser algo extraordinariamente precioso, pensaba para mis adentros.
Ahora el paquete estaba ya casi abierto. Ella estaba sosteniendo el regalito tras la espalda.
«¡Arriba, arriba! Eso es… ¡arriba!».
Me alcé sobre las patas traseras y me puse a hacer cabriolas y piruetas.
«Ahora, ¡pídelo! ¡Pídelo!».
«¡Guau, guau! ¡Guau, guau!». No cabía en mí de gozo.
De repente lo suspendió ante mis ojos. Era un magnífico hueso de nudillo, lleno de tuétano, rodeado por un anillo de oro, de matrimonio. Yo estaba furiosamente ansioso por atraparlo, pero ella lo sostenía por encima de su cabeza, sometiéndome despiadadamente al suplicio de Tántalo. Por fin y para mi asombro, sacó la lengua y se puso a chupar el tuétano. Le dio la vuelta y lo chupó por el otro extremo. Cuando hubo abierto un agujero de una punta a la otra, me cogió y se puso a acariciarme. Lo hizo con tal destreza, que al cabo de unos segundos la tenía tiesa como un nabo. Entonces cogió el hueso (rodeado todavía por el anillo de matrimonio) y lo colocó sobre el nabo. «Ahora, amorcito, te voy a llevar a casa y a acostarte». Y, acto seguido, me levantó y salió, mientras todo el mundo reía y aplaudía. Cuando llegamos a la puerta, el hueso resbaló y cayó al suelo. Intenté salir de sus brazos, pero me apretó más fuerte contra su pecho. Me puse a gimotear.
«¡Chsss, chsss!», dijo, y, sacando la lengua, me lamió la cara. «¡Mi sol, mi querido tesoro!».
«¡Guau, guau! ¡Guau, guau, guau!», ladré. «¡Guau, guau, guau!».