Capítulo XXI

Con la muerte de su padre. Mona llegó a obsesionarse cada vez más con la idea de que nos casáramos. Quizá en su lecho de muerte le hubiera hecho una promesa que estaba intentando cumplir. Cada vez que se planteaba el tema, el resultado era una pequeña riña. (Al parecer, yo me tomaba el tema demasiado a la ligera). Un día, tras una de aquellas discusiones, se puso a recoger sus cosas. No iba a quedarse ni un día más. Como no teníamos maleta, tuvo que envolver sus cosas en un papel de embalar. Era un bulto muy voluminoso y difícil de manejar.

«Vas a parecer una inmigrante caminando por la calle con eso», dije. Yo había estado sentado en la cama observando la maniobra durante media hora o más. No sé por qué, pero no podía convencerme de que se marchaba. Esperaba el hundimiento habitual del último momento: un arrebato de cólera, un acceso de llanto y después una reconciliación tierna y cálida.

Sin embargo, aquella vez parecía determinada a llevar adelante la representación. Yo seguía sentado en la cama, cuando arrastró el bulto por el vestíbulo y abrió la puerta de la calle. Ni siquiera nos dijimos adiós.

Cuando la puerta se cerró de un portazo, Arthur Raymond apareció en el umbral y dijo: «No irás a dejarla marchar así, ¿verdad? Es un poco inhumano, ¿no?».

«¿Tú crees?», respondí. Le lancé una mirada débil y bastante acongojada.

«No te entiendo en absoluto», dijo. Hablaba como si estuviera controlando su irritación.

«Probablemente esté de vuelta mañana», dije.

«Yo no estaría tan seguro de eso, si fuera tú. Es una chica sensible… y tú eres un cabrón desalmado».

Arthur Raymond estaba excitándose hasta un arrebato moral. La verdad era que había llegado a tomar mucho cariño a Mona. Si hubiera sido sincero consigo mismo, habría tenido que reconocer que estaba enamorado de ella.

«¿Por qué no vas tras ella?», dijo de repente, después de una pausa embarazosa. «Iré yo, si quieres. Joder, ¡no puedes dejar que se marche así!».

No respondí. Arthur Raymond se me acercó y me colocó una mano en el hombro. «Vamos, vamos», dijo, «esto es absurdo. Tú quédate aquí… Yo correré tras ella y la haré volver».

Salió corriendo al vestíbulo y abrió la puerta de la calle. Le oí exclamar: «¡Bien, bien! Iba a ir a buscarte ahora mismo. ¡Perfecto! Entra, entra. A ver, déjame que coja eso. ¡Bien hecho!». Le oí reír, con aquella risa jovial y animada, que a veces le ponía a uno los nervios de punta. «Ven aquí… te está esperando. Pues, claro, todos estamos esperándote. ¿Por qué has hecho una cosa así? No tienes que salir corriendo así. Todos somos amigos, ¿no? No puedes dejamos así…».

Por el tono de voz era como para pensar que el marido era Arthur Raymond, no yo. Era casi como si estuviese dándome la indicación de apuntador.

Fue sólo cosa de segundos, todo aquello, pero en aquel intervalo, a pesar de su brevedad, volví a ver a Arthur Raymond como lo había visto cuando lo conocí. Ed Gavarni me había llevado a su casa. Durante semanas había estado hablándome de su amigo Arthur Raymond y de su genialidad. Parecía pensar que se le había concedido un raro privilegio al tener la oportunidad de ponernos en contacto, porque en opinión de Ed Gavarni yo también era un genio. Allí estaba sentado, Arthur Raymond, en la penumbra de un sótano en una de esas casas de piedra de aspecto solemne de la zona de Prospect Park. Era mucho más bajo de lo que me esperaba, pero su voz era potente, cordial, alegre, como su apretón de mano, como toda su personalidad. Irradiaba vitalidad.

Tuve la impresión al instante de encontrarme ante una persona excepcional. Además, se encontraba en uno de sus peores momentos, como descubrí más adelante. Había estado en un baile toda la noche, había dormido con la ropa puesta, y estaba bastante nervioso e irritable. Tras unas palabras, se sentó al piano, con una colilla apagada colgando de los labios; mientras hablaba, tamborileaba unas teclas en el registro alto. Había estado forzándose a sí mismo a practicar porque el tiempo apremiaba: al cabo de unos días iba a dar un concierto, el primer concierto con pantalones largos, podríamos decir. Ed Gavarni me explicó que Arthur Raymond había sido un niño prodigio, que su madre lo había vestido como Ford Launtleroy y lo había paseado por todo el continente, de concierto en concierto. Y entonces, un día, Arthur Raymond se había plantado y se había negado a seguir haciendo el chimpancé. Le había entrado fobia a tocar en público. Quiso llevar su propia vida. Y lo hizo. Se había vuelto loco. Había hecho todo lo posible para destruir al virtuoso que su madre había creado.

Arthur Raymond escuchó aquel relato impaciente. Finalmente lo interrumpió, girando en el taburete y tocando con dos manos mientras hablaba. Acababa de encender otro cigarrillo y, mientras recorría el piano con los dedos, el humo le subía a los ojos en espirales. Estaba intentando disipar su embarazo. Al mismo tiempo, sentí que estaba esperando a que yo abriera la boca. Cuando Ed Gavarni le informó de que yo también era músico, Arthur Raymond se puso en pie de un brinco y me pidió que tocara algo. «Adelante, adelante…», dijo, casi brutalmente. «Me gustaría oírlo. Señor, llego a hartarme de oírme a mí mismo tocar».

Me senté, muy a regañadientes, y toqué una cosilla. Comprendí más que nunca antes lo deficiente que era mi forma de tocar. Me sentí bastante avergonzado de mí mismo y me disculpé profusamente por mi pobre interpretación.

«¡En absoluto, en absoluto!», dijo, con una risita débil y agradable. «Debe usted continuar… tiene talento».

«La verdad es que ya apenas toco el piano», confesé.

«¿Cómo es eso? ¿Qué hace, entonces?».

Ed Gavarni ofreció las explicaciones acostumbradas. «En realidad, es escritor», concluyó.

Los ojos de Arthur Raymond centellearon. «¡Escritor! Vaya, vaya…». Y acto seguido volvió a ocupar su asiento al piano y se puso a tocar. Una expresión seria que no sólo me gustó, sino que iba a recordar toda mi vida. Su interpretación me subyugó. Era una sonata de Brahms. Al cabo de unos minutos se detuvo de repente y después, antes de que pudiéramos abrir la boca, ya estaba tocando algo de Debussy, y de eso pasó a Ravel y a Chopin. Durante el preludio de Chopin, Ed Gavarni me guiñó el ojo. Cuando hubo acabado, instó a Arthur Raymond a que tocara el «Estudio Revolucionario». «¡Oh, ese rollo! ¡Al diablo! ¡Señor, ¿cómo puede gustarte esa bazofia?». Tocó unos compases, lo dejó, volvió a la parte central, se detuvo, se quitó el cigarrillo de los labios, y se lanzó a un ¡fragmento de Mozart!

Mientras tanto, yo había pasado por una revolución interior. Al escuchar la interpretación de Arthur Raymond, comprendí que, para llegar a ser pianista alguna vez, tendría que empezar desde el principio. Tenía la sensación de no haber tocado nunca el piano de verdad: había jugado con él. Algo semejante me había sucedido, al leer a Dostoyevski por primera vez. Había barrido toda la literatura restante. («¡Ahora estoy oyendo hablar de verdad a seres humanos!», me había dicho a mí mismo). Lo mismo ocurrió con la interpretación de Arthur Raymond: por primera vez me parecía entender lo que los compositores estaban diciendo. Cuando se interrumpía para repetir una frase una y otra vez, era como si los oyera hablar, hablar ese idioma del sonido con el que todo el mundo está familiarizado, pero que en realidad para la mayoría de nosotros es griego. Recordé de pronto que el profesor de latín, tras escuchar nuestras lamentables traducciones, nos quitaba el libro de las manos y se ponía a leernos en voz alta… en latín. Lo leía como si significara algo para él, mientras que para nosotros, por buenas que fuesen nuestras traducciones, sólo era latín y el latín era una lengua muerta y los hombres que escribieron en latín estaban todavía más muertos para nosotros que la lengua en que escribieron. Sí, al escuchar la interpretación de Arthur Raymond, ya fuera de Bach, Brahms o Chopin, no quedaban espacios vacíos entre los pasajes. Todo adquiría forma, dimensión, significado. No había partes aburridas, ni lentas, ni preliminares.

Hubo otra cosa en aquella visita que me pasó como un rayo por la mente: Irma. Irma era entonces su esposa, y se trataba de una muñeca muy encantadora y bonita. Más parecida a una porcelana de Dresde que a una esposa. En el instante mismo en que nos presentaron supe que algo no iba bien entre ellos. La voz de él era demasiado áspera, sus gestos demasiado rudos; ella lo rehuía como si temiera que la hiciese añicos con un movimiento descuidado. Al estrecharle la mano, noté que las palmas de ella estaban húmedas… húmedas y calientes. Ella también era consciente de ello y sonrojándose hizo una observación sobre que sus glándulas no funcionaban bien. Pero, mientras decía eso, yo tenía la impresión de que el auténtico motivo del desequilibrio de ella era Arthur Raymond, que era el «genio» de él lo que la había alterado. O’Mara estaba en lo cierto con respecto a ella: era totalmente felina, le gustaba que la acariciaran y mimasen. Y uno sabía que Arthur Raymond no perdía tiempo con esas insignificancias. Se daba uno cuenta inmediatamente de que era la clase de hombre que iba derecho al objeto. La estaba violando, eso fue lo que sentí. Y no me equivocaba. Posteriormente ella me lo confesó.

Y, además, había que contar a Ed Gavarni. Por la forma como Arthur Raymond se dirigía a él, no le cabía a uno duda de que estaba acostumbrado a esa clase de adulación. Todos sus amigos eran serviles. Indudablemente, lo asqueaban, y, aun así, la necesitaba. Su madre lo había iniciado mal: casi lo había destruido. Cada concierto que había dado había debilitado su confianza en sí mismo. Eran interpretaciones posthipnóticas, éxitos porque su madre había querido que lo fueran. Él la odiaba. Necesitaba una mujer que creyese en él —como hombre, como ser humano—, no como oso amaestrado.

Irma odiaba también a la madre de él. Eso tuvo un efecto desastroso sobre Arthur Raymond. Se sintió obligado a defender a su madre contra los ataques de su esposa. ¡Pobre Irma! Estaba entre la espada y la pared. Y en el fondo no le interesaba demasiado la música. En el fondo no le interesaba nada demasiado. Era suave, dúctil, graciosa, semejante a un sauce: su única respuesta era un ronroneo. No creo que tampoco le gustara mucho follar. No estaba mal de vez en cuando, cuando estaba en celo, pero en conjunto era demasiado directo, demasiado brutal, demasiado humillante. Si se podía uno correr al mismo tiempo, como azucenas, sí, entonces podría ser diferente. Rozarse, una especie de entrelazamiento suave, tierno, acariciador: eso era lo que le gustaba. Había algo ligeramente nauseabundo en una picha tiesa, sobre todo goteando esperma. ¡Y las posiciones que había que adoptar! De verdad, a veces se sentía absolutamente degradada por ese acto. Arthur Raymond tenía una picha corta y tenaz: era el Carnero. Se lanzaba al asunto como un bruto, como si estuviera cortando carne en un tajo. Acababa antes de que ella tuviese oportunidad de sentir nada. Estocadas cortas y rápidas, a veces en el suelo, en cualquier sitio, dondequiera y cuando quiera que le viniesen las ganas. Ni siquiera le daba tiempo para quitarse la ropa. Se limitaba a levantarle la falda y a metérsela. No, realmente era «horrendo». Ésa era una de sus palabras favoritas: «horrendo».

En cambio, O’Mara era como una serpiente experta. Tenía un pene largo y curvado que se deslizaba como un rayo lubricado y abría la puerta de la matriz. Sabía controlarse. Pero a ella tampoco le gustaba su forma de darle al asunto. Usaba el pene como si fuera un aparato desmontable. Lo que le encantaba era quedarse de pie sobre ella —tumbada con las piernas abiertas y suspirando por él—, obligarla a admirarlo, a tomarlo con la boca, a metérselo en el sobaco. La hacía sentir a su merced… o, mejor, a merced de aquel chisme largo y viscoso que llevaba entre las piernas. Podía conseguir una erección en cualquier momento… a voluntad, por decirlo así. No se dejaba arrebatar por la pasión: su pasión se concentraba en la picha. A pesar de su actitud de experto, sabía ser tierno, pero por alguna razón no era una ternura que la conmoviese: era estudiada, parte de su técnica. No era «romántico»: así se expresaba ella. Estaba demasiado orgulloso de su puñetera pericia sexual. Aun así, como era una picha excepcional, como era larga y curvada, como podía contenerse indefinidamente, como podía hacerla olvidarse de sí misma, ella era incapaz de resistirse. Bastaba con que la sacase y se la pusiera en la mano para que se sintiese vencida. También era repugnante que a veces, cuando la sacaba, estuviese semierecta. Aun entonces era mayor, más suave, más serpentina que la picha de Arthur Raymond, hasta cuando más excitado estaba éste. O’Mara tenía un tipo de picha adusta. Su signo era escorpión. Era como un ser primitivo que esperara emboscado, un enorme reptil paciente y reptante que se escondiese en las ciénagas. Era frío y fecundo; vivía sólo para follar, pero podía esperar su oportunidad, podía esperar años entre polvos, si fuera necesario. Después, cuando te tenía, cuando cerraba sus mandíbulas sobre ti, te devoraba pedazo a pedazo. Así era O’Mara…

Alcé la vista para ver a Mona parada en el umbral, con la cara cubierta de lágrimas. Arthur Raymond estaba detrás de ella, sosteniendo el enorme bulto incómodo con las dos manos. Una gran sonrisa se le había extendido por la cara. Estaba satisfecho de sí mismo, tremendamente satisfecho.

No era propio de mi carácter levantarme y hacer demostraciones, sobre todo delante de Arthur Raymond.

«Bien», dijo Mona, «¿no tienes nada que decir? ¿No estás arrepentido?».

«Pues, claro que lo está», dijo Arthur Raymond, temeroso de que se largase otra vez.

«No te lo pregunto a ti», dijo bruscamente, «se lo pregunto a él».

Me levanté de la cama y me acerqué a ella. Arthur Raymond miraba con timidez. Habría dado cualquier cosa por estar en mi posición: yo lo sabía. Cuando nos abrazamos, Mona volvió la cabeza y murmuró por encima del hombro: «¿Por qué no te marchas?». Se puso colorado como un tomate. Intentó balbucear una disculpa, pero las palabras se le atascaron en la garganta. Cuando se fue, Mona cerró la puerta de un portazo. «¡Qué imbécil!», dijo. «¡Estoy harta de este sitio!».

Al apretar su cuerpo contra el mío, sentí en ella un deseo y una desesperación nuevos. La separación, a pesar de lo breve que había sido, había sido real para ella. Y también la había asustado. Nadie le había permitido nunca marcharse así. No soló se había visto humillada, también le había entrado curiosidad.

Es interesante observar lo repetitivo que es el comportamiento de la mujer en semejantes situaciones. Casi invariablemente llega la pregunta: «¿Por qué has hecho una cosa así?». O: «¿Cómo has podido tratarme así?». Si es el hombre el que habla, dice: «No hablemos de eso… ¡olvidémoslo!». Pero la mujer reacciona como si hubiera recibido una sacudida en sus centros vitales, como si quizá no fuese a recuperarse nunca de la estocada mortal. En su caso todo se basa en lo puramente personal. Habla como una ególatra, pero no es el yo el que le inspira sus respuestas: es la MUJER. Que el hombre al que ama, el hombre al que se ha unido, el hombre que está creando a su imagen, deje de pertenecerle de repente es algo inconcebible. Si hubiera por medio otra mujer, una rival, sí, en ese caso podría entender. Pero que se desencadene uno sin motivo, que renuncie con tanta facilidad —¡por un simple truquito femenino!— eso la desconcierta. Entonces habrá que construir todo sobre arena… en ese caso no hay asidero firme en ninguna parte.

«Sabías que volvería, ¿verdad?», estaba diciendo, a medias sonriendo y a medias llorando.

Responder sí o no era igualmente comprometedor. De cualquier modo, lo único que haría sería provocar una larga discusión. Así, que dije: «Él creía que volverías. Yo no sabía. He pensado que quizá te hubiera perdido».

La última frase la impresionó favorablemente. «Perderla»: eso significaba que era preciosa. También daba a entender que, al volver por su propia voluntad, estaba entregando el don de su persona, el don más precioso que podía ofrecerme.

«¿Cómo iba a poder hacerlo?», dijo con ternura, lanzándome una mirada enternecedora. «Lo único que deseo saber es que me quieres. A veces hago tonterías… parece como si necesitara pruebas de tu amor… es tan ridículo». Me apretó con fuerza, eclipsándose literalmente contra mí. Al cabo de un momento estaba apasionada y me andaba con la mano en la bragueta. «Querías que volviera, ¿verdad?», murmuró, sacándome la polla y colocándola contra su cálido coño. «¡Dilo! ¡Quiero oírte decirlo!».

Lo dije. Lo dije con toda la convicción de que pude hacer acopio.

«Ahora, ¡fóllame!», susurró, y la boca se le torció salvajemente. Se tumbó de través en la cama, con la falda en tomo al cuello. «¡Sácala!», me suplicó, demasiado febril como para encontrar los broches. «Quiero que me folies como si nunca lo hubieras hecho».

«Espera un momento», dije, retirándome. «Primero voy a quitarme esta maldita ropa».

«¡Rápido, rápido!», imploró. «Métela hasta dentro. La Virgen, Val, nunca podría vivir sin ti… Sí, bien, bien… eso es». Se retorcía como una anguila. «Oh, Val, no debes dejarme marchar nunca. ¡Fuerte, apriétame fuerte! Oh, Dios, me corro… sujétame, sujétame». Esperé a que se apagara el espasmo. «No te has corrido, ¿verdad?», dijo. «No te corras todavía. Déjala dentro. No te muevas». Hice lo que deseaba; estaba metida y bien apretada y sentía dentro los pendones de seda ondeando como aves hambrientas. «Espera un momento, querido… espera». Estaba reuniendo sus fuerzas para otra explosión. Los ojos se le habían agrandado y humedecido, se habían relajado, podríamos decir. A medida que se acercaba el orgasmo, se concentraban, corriendo desenfrenados de un extremo al otro, como si buscaran frenéticamente algo en que fijarse. «Hazlo, hazlo ahora», me pidió con voz ronca. «¡Vamos, dámelo!». Su boca volvía a estar crispada salvajemente, con ese rictus obsceno que, más que los movimientos del cuerpo, desencadena el orgasmo masculino. Al descargarle dentro el esperma caliente, le dieron convulsiones. Era como una artista de trapecio que se soltara al llegar cerca del techo. Y, como le ocurría con frecuencia, los orgasmos se sucedían en rápida sucesión. Yo estaba casi a punto de abofetearla, para arrancarla de aquel estado.

A continuación un cigarrillo, naturalmente. Se quedó tumbada bajo la sábana y daba caladas profundas, como si estuviera usando un pulmón de acero.

«A veces pienso que el corazón se me va a parar… que me voy a morir antes de acabar». Se relajaba con la facilidad de una pantera, con las piernas bien separadas, como para dejar salir el esperma. «Señor», dijo, colocándose las manos sobre las piernas, «todavía sigue saliendo… Dame una toalla, ¿quieres?».

Cuando estaba inclinándome sobre ella con la toalla, le pasé los dedos coño arriba. Me gustaba tocarlo justo después de un polvo. Me daba escalofríos de emoción.

«No hagas eso», me rogó débilmente, «o empezaré de nuevo». Mientras hablaba, movía la pelvis lascivamente. «No demasiado fuerte, Val… es delicado. Eso es». Me puso la mano en la muñeca y me la sostuvo, dirigiendo mis movimientos con diestra y delicada presión de los dedos. Finalmente, conseguí retirar la mano, y rápidamente le pegué la boca a la raja. «Esto es maravilloso», suspiró. Había cerrado los ojos. Estaba recayendo en el oscuro hueco de su ser.

Estábamos tumbados de costado, con sus piernas en torno a mi cuello. Al cabo de poco sentí sus labios tocándome la picha. Estaba separándole los carrillos con las dos manos, y tenía el ojo que me quedaba libre clavado en el botón marrón de encima de su coño. «Ése es el ojo del culo», me dije. Daba gusto mirarlo. Tan pequeño, tan apretado, como si sólo pudieran salir por él cagaditas negras de oveja.

Estando tumbados entre las sábanas y dormitando tranquilamente, después de habernos dado un hartazgo, llamaron imperiosamente a la puerta. Era Rebecca. Preguntaba si habíamos acabado: iba a hacer té y quería que fuéramos a tomarlo con ellos.

Le dije que estábamos echando una siesta, que no sabía cuándo nos levantaríamos.

«¿Puedo entrar un momento?». Dicho esto, entornó la puerta ligeramente.

«Pues, claro, ¡entra!», dije, abriendo sólo un ojo para mirarla.

«Señor, desde luego vosotros dos sois un par de tórtolos», dijo, lanzando una risita baja, agradable, natural. «¿Es que no os cansáis nunca? Os estaba oyendo desde el otro extremo del pasillo. Me ponéis celosa».

Se había quedado parada junto a la cama mirándome. Mona tenía la mano sobre mi picha, gesto instintivo de autoprotección. Los ojos de Rebecca parecían concentrados en ese punto.

«Por el amor de Dios, deja de jugar con eso, mientras hablo, ¿quieres?», dijo.

«¿Por qué no nos dejas en paz?», dijo Mona. «Nosotros no entramos en tu habitación, ¿no? ¿Es que no se puede tener un poco de intimidad aquí?».

Rebecca lanzó una carcajada sana y gutural. «Es porque nuestra habitación no es tan atractiva como la vuestra. Sois como una pareja de recién casados: ponéis febril la casa entera».

«Vamos a marchamos pronto», dijo Mona. «Quiero tener una casa propia. Esto es demasiado incestuoso para mí. ¡La Virgen! Ni siquiera se puede menstruar sin que se entere todo el mundo».

Me sentí obligado a decir algo para aplacar los ánimos. Si Rebecca se enojaba, podía hacer pedazos a Mona.

«Vamos a casarnos la semana que viene», intervine. «Probablemente nos mudemos a Brooklyn, a algún sitio tranquilo y apacible. Esto queda un poco a trasmano».

«Comprendo», dijo Rebecca. «Desde luego, habéis estado casándoos desde que llegasteis aquí. Estoy segura de que no os lo hemos impedido… ¿o sí?». Hablaba como si se sintiera herida.

Después de unas palabras más se fue. Volvimos a quedarnos dormidos y nos despertamos tarde. Estábamos hambrientos como lobos. Cuando salimos a la calle, cogimos un taxi y fuimos a la tienda de ultramarinos francoitaliana. Era hacia las diez de la noche y el local estaba todavía atestado. A un lado teníamos a un teniente de policía y al otro a un detective. Nos sentamos en la mesa larga. Enfrente de mí, colgada de un clavo, había una pistola en su funda. A la izquierda quedaba la cocina abierta, que era el feudo del hermano alto y grueso del propietario. Era un oso maravilloso y mudo que chorreaba grasa y sudor. Siempre medio borracho, al parecer. Luego, después de que hubiéramos comido, nos invitaba a tomar una copa con él. Su hermano, que servía la comida y cobraba, era totalmente diferente. Era apuesto, suave, cortés y hablaba inglés con nosotros. La mayor parte del tiempo hablaba de Europa, de lo diferente que era de este país, de lo «civilizada», de lo agradable que era la vida. A veces se ponía a hablar de las mujeres rubias del norte de Italia, de donde él procedía. Las describía minuciosamente: el color del pelo y de los ojos, la textura de la piel, las bocas voluptuosas y sensuales que tenían, el contoneo de las caderas al andar, etc. Decía que nunca había visto mujeres así en América. Hablaba de las mujeres americanas con un rictus de desprecio, casi de asco, en los labios. «No sé por qué se queda usted aquí, señor Miller», solía decirme. «Su mujer es tan bella… ¿por qué no se van a Italia? Sólo por unos meses. Le aseguro que no volverán nunca». Y entonces pedía otra copa para nosotros y nos decía que nos quedáramos otro ratito… tal vez viniese un amigo suyo… un cantante de la Metropolitan Opera House.

No tardamos en entablar conversación con un hombre y una mujer sentados enfrente de nosotros. Estaban de buen humor y ya habían pasado al café y los licores. Por sus observaciones deduje que eran gente de teatro.

Era bastante difícil sostener una conversación por la presencia de los rufianes sentados a ambos lados de nosotros. Se sentían defraudados, simplemente porque estábamos hablando de cosas que superaban su comprensión. De vez en cuando el teniente hacía un comentario estúpido sobre la «escena». El otro, el detective, ya estaba borracho y se estaba poniendo pesado. Los detestaba a los dos y lo demostré a las claras no haciendo el menor caso de sus comentarios. Finalmente, no sabiendo qué hacer, se pusieron a molestarnos.

«Vámonos a la otra habitación», dije haciendo una seña al propietario. «¿Puede darnos una mesa ahí dentro?», le pregunté.

«¿Qué ocurre?», dijo. «¿Algo no va bien?».

«No», dije, «no nos gusta esta mesa, nada más».

«Querrá decir que no le gustamos nosotros», dijo el detective, gruñendo.

«Eso es», le contesté, también gruñendo.

«No somos dignos de usted, ¿eh? ¿Quién demonios se cree que es, a todo esto?».

«Soy el presidente McKinley… ¿y usted?».

«Se cree muy listo, ¿eh?». Se volvió hacia el propietario. «Oiga, ¿quién es este tipo?… ¿a qué se dedica? ¿Me toma por un lelo?».

«¡Calle la boca!», dijo el propietario. «Está usted borracho».

«¡Borracho! ¿Quién ha dicho que estoy borracho?». Intentó ponerse en pie tambaleándose, pero volvió a desplomarse sobre la silla.

«Más vale que se vaya de aquí… está armando escándalo. No quiero escándalo en mi casa, ¿entiende?».

«¿Qué he hecho para que me grite?». Empezaba a comportarse como un niño maltratado.

«No quiero que me ahuyente a los clientes», dijo el propietario.

«¿Quién está ahuyentando a sus clientes? Éste es un país libre, ¿no? Puedo hablar, si me da la gana, ¿no? ¿Qué he dicho?… ¡a ver! No he dicho nada insultante. Yo también puedo ser un caballero, si quiero…».

«Usted nunca será un caballero», dijo el propietario. «Venga, coja sus cosas y salga de aquí. ¡Váyase a casa a dormir la mona!». Se volvió hacia el teniente con mirada expresiva, como diciendo: esto es asunto suyo, ¡sáquelo de aquí!

Después nos llevó del brazo y nos condujo a la otra habitación. El hombre y la mujer que estaban sentados enfrente de nosotros nos siguieron. «Me voy a deshacer de esos borrachos en un momento», dijo, al tiempo que nos indicaba nuestros sitios. «Lo siento mucho, señor Miller. Esto es lo que tengo que soportar a causa de esa maldita ley antialcohólica. En Italia no tenemos estas cosas. Cada cual se ocupa de sus asuntos… ¿Qué van a beber? Espere, voy a traerles algo bueno…».

La habitación a la que nos había llevado era la del banquete privado de un grupo de artistas: la mayoría gente de teatro, aunque había algunos músicos, escultores y pintores. Uno del grupo se nos acercó y, después de presentarse, hizo lo propio con los otros miembros. Parecían complacidos de tenernos entre ellos. No tardaron en persuadirnos de que abandonáramos nuestra mesa y nos uniésemos al grupo de la gran mesa, que estaba abarrotada de garrafas, agua de Seltz, quesos, pastas, cafeteras y qué sé yo.

El propietario volvió rebosante de alegría. «Se está mejor aquí, ¿eh?», dijo. Traía dos botellas de licor en las manos. «¿Por qué no tocan algo de música?», dijo, sentándose en la mesa. «Arturo, coge tu guitarra… vamos, ¡toca algo! Quizá la señora cante algo para ti».

No tardamos en cantar todos: canciones italianas, alemanas, francesas, rusas. El hermano, el cocinero, vino con una fuente de fiambres variados, fruta y frutos secos. Se movía por la habitación tambaleándose, como un oso piripi, gruñendo, chillando, riendo solo. No tenía ni pizca de materia gris en la chola, pero era un cocinero maravilloso. No creo que fuera nunca a dar un paseo. Pasaba toda su vida en la cocina. Sólo manejaba comestibles… dinero nunca. ¿Para qué necesitaba el dinero? No se podía cocinar con dinero. Eso era asunto de su hermano, hacer malabarismos con el dinero. Él se ocupaba de lo que la gente comía y bebía: no le importaba lo que su hermano cobrara. «¿Estaba bueno?»: eso era lo único que le interesaba saber. De lo que hubieran comido, sólo tenía una idea aproximada, nebulosa. Era fácil engañarle, si tenías intención de hacerlo. Pero nadie lo hacía nunca. «No tengo dinero… le pagaré la próxima vez». «Pues claro, ¡la próxima vez!», respondía, sin la menor señal de temor o preocupación en el grasiento semblante. «La próxima vez traiga también a su amigo, ¿eh?». Y entonces te daba una palmada en la espalda con su peluda manota… un golpe tan sonoro, que los huesos se te estremecían como dados. ¡Era un auténtico grifo! En cambio, su mujer era una mujercita frágil de ojos grandes y confiados, una persona que no hacía el menor ruido, que hablaba y escuchaba con grandes ojos dolorosos.

Se llamaba Louis, nombre que le cuadraba perfectamente. ¡Luis el gordo! Y su hermano se llamaba Joe… Joe Sabbatini. Joe trataba al imbécil de su hermano de forma muy parecida a como un caballerizo trataría a su caballo favorito. Le daba palmaditas cariñosas, cuando quería que preparara un plato especialmente bueno para un parroquiano. Y Louis respondía con un gruñido o un relincho, y tan complacido como una yegua sensible, cuando le acarician la suave grupa. Se ponía un poco coquetón incluso, como si la caricia de su hermano hubiera revelado en él un oculto instinto femenino. A pesar de su fuerza de oso, nunca pensaba uno en las inclinaciones sexuales de Louis. Era neutro y epiceno. Si tenía picha, era para hacer aguas con ella, nada más. Tenías la sensación de que, en caso necesario, sacrificaría la picha para disponer de algunas rodajas más de saucisson. Preferiría perder la picha a entregarte un hors d’oeuvre raquítico.

«En Italia se comen cosas mejores que esto», estaba explicándonos Joe a Mona y a mí. «Mejor carne, mejores verduras, mejor fruta. En Italia brilla el sol todos los días. ¡Y la música! Todo el mundo canta. Aquí todo el mundo tiene expresión triste. No lo entiendo. Dinero en abundancia, trabajo en abundancia, pero todo el mundo triste. Éste no es un país para vivir… sólo es bueno para hacer dinero. Otros dos o tres años y me vuelvo para Italia. Me llevo a Louis conmigo y abrimos un restaurante pequeño. No por el dinero… simplemente por tener algo que hacer. En Italia nadie hace dinero. Todo el mundo pobre. Pero, joder, señor Miller… discúlpeme… ¡lo pasamos bomba! La tira de mujeres guapas… ¡la tira! Tiene usted suerte de tener una mujer tan bella. Es como Italia, su esposa. Los italianos son gente muy buena. Todo el mundo te trata correctamente. Todo el mundo hace amigos al instante…».

Aquella noche en la cama fue cuando empezamos a hablar de ir a Europa. «Tenemos que ir a Europa», estaba diciendo Mona.

«Sí, pero ¿cómo?».

«No sé, Val, pero encontraremos algún modo».

«¿Te das cuenta del dinero que hace falta para ir a Europa?».

«Eso no importa. Si queremos ir, juntaremos el dinero de algún modo…».

Estábamos tumbados boca arriba, con las manos enlazadas bajo la nuca, mirando a la oscuridad… y viajando como locos. Yo me había montado en el Orient Express con destino a Bagdad. Era un trayecto familiar para mí, porque había leído una descripción de ese viaje en uno de los libros de Dos Passos, Viena, Budapest, Sofía, Belgrado, Atenas, Constantinopla… Quizá, si íbamos tan lejos, podríamos llegamos también hasta Timbuctú. Yo sabía mucho también sobre Timbuctú… por los libros. ¡No había que olvidar Taormina! Ni aquel cementerio de Estambul sobre el que había escrito Pierre Loti. Ni Jerusalén…

«¿En qué estás pensando ahora?», le pregunté, dándole un suave codazo.

«Estaba visitando a mis parientes en Rumanía».

«¿En Rumanía? ¿En qué parte de Rumanía?».

«No sé exactamente. En algún lugar de los Montes Cárpatos».

«Tuve una vez un repartidor, un holandés loco, que solía escribirme cartas largas desde los Montes Cárpatos. Vivía en el palacio de la Reina…».

«¿No te gustaría ir a África también… Marruecos, Argelia, Egipto?».

«Con eso precisamente estaba soñando hace un momento».

«Siempre he deseado ir al desierto… y echar un vistazo por allí».

«Es curioso, yo también. Me enloquece el desierto».

Silencio. Perdidos en el desierto…

Alguien me está hablando. Hemos sostenido una larga conversación. Y ya no estoy en el desierto, sino en la Sexta Avenida bajo una estación del ferrocarril elevado. Mi amigo Ulric me está colocando la mano en el hombro y sonriéndome tranquilizador. Está repitiendo lo que ha dicho hace un momento: que seré feliz en Europa. Vuelve a hablar del Monte Etna, de las uvas, del ocio, de la pereza, de la buena comida, del brillo del sol. Arroja una semilla en mí.

Dieciséis años después, un domingo por la mañana, acompañado de un argentino y de una puta francesa de Montmartre, estoy paseando tranquilamente por una catedral en Nápoles. Tengo la sensación de haber visto por fin una casa de devoción en que disfrutaría orando. No pertenece a Dios ni al Papa, sino al pueblo italiano. Es un lugar enorme, semejante a un granero, decorado con pésimo gusto, con todos los adornos a que tan aficionada es la Iglesia Católica. Hay mucho espacio, espacio vacío, quiero decir. La gente entra por los diferentes pórticos y se pasea con la mayor libertad. Dan la impresión de estar en día de fiesta. Los niños retozan por allí como corderos, algunos con ramilletes de flores en la mano. Las personas se acercan unas a otras y se saludan, exactamente igual que si estuvieran en las calles. A lo largo de las paredes hay estatuas de los mártires en diferentes posturas. Trasudan sufrimiento. Siento un deseo imperioso de pasar la mano por el frío mármol, como para instarles a no sufrir demasiado, es indecente. Al acercarme a una de las estatuas, percibo por el rabillo del ojo a una mujer vestida enteramente de negro y arrodillada ante un objeto sagrado. Es la imagen de la piedad. Pero no puedo por menos de notar que también es poseedora de un culo exquisito, un culo musical, podríamos decir. (El culo te dice todo lo relativo a una mujer, su carácter, su temperamento, si es sanguínea, morbosa, alegre o voluble, si es sensible o no, si es maternal o amante del placer, si es sincera o mentirosa por naturaleza).

Me interesaba aquel culo, así como la piedad que lo sofocaba Lo miré tan intensamente, que por fin la propietaria se dio la vuelta, con las manos todavía alzadas para orar, con los labios moviéndose como si estuvieran masticando avena en sueños. Me lanzó una mirada de reproche, se ruborizó intensamente, y después volvió la mirada hacia el objeto de adoración, que, como observaba yo ahora, era uno de los santos, un mártir acongojado y lisiado que parecía estar subiendo una colina con el espinazo roto.

Me alejé respetuosamente en busca de mis compañeros. La actividad de la multitud me recordaba el vestíbulo del Hotel Astor… y las pinturas de Uccello (¡ese mundo fascinante de perspectiva!). También me recordaba el Caledonian Market de Londres con su barahúnda de baratijas. Estaba empezando a recordarme muchas cosas, todo, en realidad, menos la casa de devoción que era. Casi esperaba ver entrar a Malvolio o a Mercurio vestidos con mallas. Vi a un hombre evidentemente un barbero, que me recordó a Wemer Krause en Otelo. Reconocí a un organillero de Nueva York a quien en cierta ocasión había seguido hasta su cubil, detrás del Ayuntamiento.

Sobre todo, me fascinaban las tremendas cabezas, como de Gorgona, de los ancianos de Nápoles. Parecían salir enteramente del Renacimiento: grandes coles letales con carbones ardiendo en la frente. Como los Urizens de la imaginación de William Blake. Aquellas cabezas animadas se paseaban con aire de superioridad, como auspiciando los atroces Misterios de la Iglesia mundana y su vómito de proxenetas vestidos de escarlata.

Me sentía como en casa. Era un bazar que tenía sentido. Era operístico, mercurial, barberil. El cuchicheo en el altar era discreto y elegante, una especie de atmósfera velada de tocador en que el sacerdote, asistido por sus castrados acólitos, lavaba sus calcetines en agua bendita. Bajo las brillantes sobrepellices había puertecitas con enrejado, como las utilizadas por los saltimbanquis en los espectáculos callejeros medievales. De esas misteriosas puertecitas podía saltarte cualquier cosa. Ahí estaba el altar de la confusión, adornado con brazaletes y diademas de cascabeles, oliendo a cosméticos, incienso, sudor y abandono. Era como el último acto de un sainete, una obra vulgar que tratara de la prostitución y acabase con preservativos. Los actores inspiraban afecto y simpatía; no eran pecadores, eran vagabundos. Dos mil años de fraude e hipocresía habían culminado en ese espectáculo de segunda categoría. Todo se reducía a vueltas de campana y tutti-frutti, un carnaval grotesco y obsceno en que el Redentor, hecho de yeso blanco, adoptaba la apariencia de un eunuco en enagua. Las mujeres rezaban por hijos y los hombres por comida con que llenar las bocas hambrientas. Afuera, en el alar, había pilas de verduras, fruta, flores y dulces. Las barberías estaban abiertas de par en par y niños pequeños, parecidos a la progenie de Fra Angélico, sostenían enormes abanicos y espantaban a las moscas. Una bella ciudad, viva en cada habitante y bañada por los rayos del sol. En el fondo el Vesubio, un cono somnoliento que emitía una perezosa espiral de humo. Yo estaba en Italia: estaba seguro de eso. Todo era exactamente como esperaba. Y de repente me di cuenta de que ella no estaba conmigo, y por un momento me sentí triste. Después me pregunté… me pregunté por la semilla y su fructificación. Pues aquella noche, en que nos acostamos con el anhelo de Europa, algo se avivó en mí. Los años habían pasado… años cortos, terribles, en que cada semilla que hubiera germinado alguna vez parecía haber sido machacada y reducida a pulpa. Nuestro ritmo se había acelerado, el de ella en sentido físico, el mío en un sentido más sutil. Ella saltaba hacia delante febrilmente, y sus propios andares se convertían en el galope de un antílope. Yo parecía permanecer inmóvil, no avanzar, sino girar como una peonza. Ella tenía los ojos puestos en la meta, pero cuanto más rápido avanzaba más alejada llegaba a estar la meta. Yo sabía que nunca alcanzaría la meta de ese modo. Movía el cuerpo obediente, pero siempre con un ojo puesto en la semilla de dentro. Cuando resbalaba y caía, lo hacía suavemente, como un gato, como una mujer preñada, siempre atento a lo que estaba creciendo dentro de mí. Europa, Europa… la llevaba conmigo siempre, hasta cuando reñíamos, y nos dábamos voces mutuamente como maniacos. Como un obseso, hacía converger todas las conversaciones en el único tema que me interesaba: Europa. Las noches que vagábamos por la ciudad, buscando en la mente las ciudades y pueblos de Europa. Era como un esclavo que sueña con la libertad, cuyo entero ser está saturado con una idea: escapar. Nadie habría podido convencerme entonces de que, si me hubieran ofrecido la elección entre ella y mi sueño de Europa, habría escogido este último. Me habría parecido totalmente fantástico, entonces, suponer que sería ella quien me ofrecería la alternativa. Y quizá más fantástico todavía que el día que me embarcara para Europa iba a tener que pedir a mi amigo Ulric diez dólares para llevar algo en el bolsillo al desembarcar en mi amada Europa.

Aquel sueño a media voz en la oscuridad, aquella noche a solas en el desierto, la voz de Ulric consolándome, los Montes Cárpatos elevándose bajo la luna, Timbuctú, las campanillas de los camellos, el olor a cuero y a excrementos secos y tostados por el sol («¿En qué estás pensando?». «¡Yo también!»), el silencio tenso y cargado, las paredes vacías y muertas de la vivienda de enfrente, que Arthur Raymond estuviera dormido, que por la mañana fuese a continuar sus ejercicios, por siempre jamás, pero que yo hubiera cambiado, que existiesen salidas, escapatorias, aunque sólo fuera en la imaginación, todo eso actuaba como un fermento y daba dinamismo a los días, a los meses, a los años que había por delante. Daba dinamismo a mi amor por ella. Me hacía creer que lo que pudiera realizar solo lo podía realizar con ella, para ella, gracias a ella, a causa de ella. Mona se convirtió en la regadera, el fertilizante, el invernadero, la manada de mulas, la exploradora, el sostén de la familia, el giroscopio, la vitamina de refuerzo, el lanzallamas, la buscavida.

Desde aquel día las cosas fueron sobre ruedas bien engrasadas. ¿Casarnos? Pues, claro, ¿por qué no? En seguida. ¿Tienes el dinero para la licencia? No, pero lo pediré prestado. Estupendo. Nos encontramos en la esquina…

Vamos en el ferrocarril de Nueva Jersey camino de Hoboken. Allí vamos a casarnos. ¿Por qué Hoboken? No recuerdo. Quizá para ocultar que yo ya había estado casado, tal vez estuviéramos adelantándonos al plazo legal. El caso es que íbamos a Hoboken.

En el tren tenemos una pequeña riña. La misma historia de siempre: no está segura de que quiera casarme con ella. Piensa que lo hago simplemente para complacerla.

Una estación antes de Hoboken salta del tren. Yo también salto y corro detrás de ella.

«¿Qué te pasa? ¿Estás loca?».

«Tú no me amas. No me voy a casar contigo».

«¡Eso vamos a verlo! ¡Huy, la Virgen!».

La cojo y tiro de ella hasta el extremo del andén. Al entrar el siguiente tren, la abrazo.

«¿Estás seguro. Val? ¿Estás seguro de que quieres casarte conmigo?».

Vuelvo a besarla. «Vamos, ¡basta ya! Sabes perfectamente que vamos a casarnos». Subimos.

Hoboken. Un lugar demencial, deprimente. Una ciudad más extraña para mí que Pekín o Lhasa. A buscar el Ayuntamiento. A buscar un par de vagabundos que hagan de testigos.

La ceremonia. ¿Cómo se llama usted? ¿Y usted? ¿Y este señor? Y demás. ¿Cuánto hace que conoce a este hombre? ¿Y este hombre es amigo de usted? Sí, señor. ¿Dónde lo ha encontrado? ¿En el cubo de la basura? Muy bien. Firme aquí. ¡Bang, bang! ¡Levante la mano derecha! Juro solemnemente, etcétera. Casados. Cinco dólares, por favor. Bese a la novia. El siguiente, por favor

¿Todo el mundo contento?

Tengo ganas de escupir.

En el tren… Le cojo la mano en la mía. Los dos nos sentimos deprimidos, humillados. «Lo siento, Mona… no deberíamos haberlo hecho así».

«No tiene importancia, Val». Está muy tranquila ahora. Como si acabáramos de enterrar a alguien.

«Pero es que sí que tiene importancia. Me cago en la leche puta. Estoy disgustado. Estoy asqueado. Ésta no es forma de casarse. Nunca más voy a…».

Me contuve. Ella me miró asombrada.

«¿Qué ibas a, decir?».

Mentí. Dije: «Nunca voy a perdonarme por haberlo hecho de este modo».

Me quedé silencioso. A ella le temblaban los labios.

«No quiero volver a la casa ahora mismo», dijo.

«Yo tampoco».

Silencio.

«Voy a llamar a Ulric», dije. «Cenaremos con él, ¿de acuerdo?».

«Sí», dijo, casi dócilmente.

Nos metimos juntos en la cabina de teléfonos para llamar a Ulric. Tenía el brazo en torno a su cintura. «Ahora eres la señora Miller», dije. «¿Cómo te sientes?».

Se echó a llorar. «¡Hola! ¿Eres tú, Ulric?».

«No, soy yo, Ned».

Ulric no estaba: había ido a algún sitio para todo el día.

«Oye, Ned, acabamos de casarnos».

«¿Quién se ha casado?», dijo.

«Mona y yo, naturalmente… ¿quién te creías?».

Estaba intentando bromear, como diciendo que no podía estar seguro de con quién me casaría yo.

«Oye, Ned, hablo en serio. Puede que tú no te hayas casado nunca. Estamos deprimidos. Mona está llorando. Yo también estoy a punto de echarme a llorar. ¿Podemos ir a tu casa un rato? Nos sentimos solos. ¿Vas a darnos algo de beber?».

Ned estaba riéndose de nuevo. Desde luego, que fuéramos… en seguida. Estaba esperando a su gachí, Marcelle. Pero eso no importaría. Estaba empezando a hartarse de ella. Era demasiado buena para él. Le estaba quitando la vida de tanto follar. Sí, venid en seguida… beberemos todos para olvidar nuestras penas.

«Bueno, no te preocupes. Ned tendrá algo de dinero. Le haremos que nos lleve a cenar. Supongo que a nadie se le ocurrirá hacernos un regalo de boda. Eso es lo malo de casarse así, sin ceremonias. Mira, cuando Maude y yo nos casamos, empeñamos algunos de los regalos de boda el día siguiente. Nunca los desempeñamos. ¿Para qué queríamos un montón de cuchillos y tenedores de plata?».

«Por favor, no hables así, Val».

«Lo siento. Me parece que estoy un poco chiflado hoy. La ceremonia me ha dejado chafado. Podría haber asesinado a aquel tipo».

«Basta, Val, ¡te lo suplico!».

«De acuerdo, no vamos a hablar más de eso. Vamos a alegramos, ¿eh? Vamos a reír…».

Ned tenía una sonrisa cordial. Me gustaba Ned. Era débil. Débil y adorable. Egoísta en el fondo. Muy egoísta. Por eso no iba a poder casarse nunca. También tenía talento, mucho talento, pero no genio, no poderes sustentadores. Era un artista que nunca había descubierto su medio de expresión. Su mejor medio era la bebida. Cuando bebía, se volvía expansivo. En físico recordaba a John Barrymore en sus mejores tiempos. Su papel era Don Juan, sobre todo con traje de Finchley y chalina. Tenía una espléndida voz de barítono, llena de modulaciones encantadoras. Todo lo que decía sonaba suave e importante, aunque no decía ni una palabra que valiera la pena recordar. Pero, al hablar, parecía acariciarte con la lengua; te lamía de arriba abajo, como un perro contento.

«Vaya, vaya», dijo, sonriendo de oreja a oreja, y ya medio mamado, como pude ver. «Conque ¿habéis ido y lo habéis hecho? Bueno, adelante. Hola, Mona, ¿cómo estás? ¡Enhorabuena! Marcelle no ha llegado todavía. Espero que no venga. No me siento tremendamente vital hoy».

Seguía sonriendo, cuando se sentó en una gran silla parecida a un trono, junto al caballete.

«La verdad es que Ulric va a sentir mucho haberse perdido esto», dijo. «¿Vais a tomar whisky… o queréis ginebra?».

«Ginebra».

«Bueno, contadme. ¿Cuándo ha sido? ¿Ahora mismo? ¿Por qué no me lo dijisteis?… Habría hecho de testigo…». Se dirigió a Mona. «No estás encinta, ¿verdad?».

«¡Huy, por Dios! Vamos a hablar de otra cosa», dijo Mona. «Juro que no volveré a casarme nunca… es horrible».

«Oye, Ned, antes de que te emborraches, dime una cosa… ¿cuánto dinero tienes aquí?».

Sacó sesenta centavos. «Oh, no importa», dijo. «Marcelle tendrá algo».

«Si viene».

«Oh, vendrá, no os preocupéis. Eso es lo malo. No sé qué es peor: si estar sin un céntimo o tener que aguantar a Marcelle».

«No creí que fuera tan terrible», dije.

«No, si en realidad no lo es», dijo Ned. «Es una chica cojonuda. Pero es demasiado afectuosa. Se te pega. Mira, no estoy hecho para la dicha conyugal. Me canso de ver la misma cara, aunque sea una Madonna. Soy voluble. Y ella es constante. No para de protegerme. No quiero que me protejan… por lo menos no todo el tiempo».

«No sabes lo que quieres», dijo Mona. «No sabes apreciar lo que tienes».

«Supongo que tienes razón», dijo Ned. «Ulric es igual. Debemos de ser masoquistas». Sonrió. Se avergonzaba un poco de usar una palabra como ésa con tanta seguridad. Era una palabra intelectual y a Ned no le gustaban las cosas intelectuales.

Sonó el timbre. Era Marcelle. La oí darle un beso sonoro.

«Conoces a Henry y Mona, ¿verdad?».

«Pues, claro», dijo Marcelle con vivacidad. «Te cogí con los pantalones bajados… ¿recuerdas? Parece como si hubiera pasado un siglo».

«Oye», dijo Ned, «¿a que no te imaginas lo que han hecho? Se han casado… sí, hace un rato… en Hoboken».

«¡Eso es maravilloso!», dijo Marcelle. Se acercó a Mona y la besó. Me besó también a mí.

«¿No te parecen tristes?», dijo Ned.

«No», dijo Marcelle, «no me parecen tristes. ¿Por qué habrían de estarlo?». Ned le sirvió una copa. Al ofrecérsela, dijo:

«¿Tienes dinero?».

«Naturalmente que tengo. ¿Por qué? ¿Necesitas algo?».

«No, pero ellos necesitan un poco. Están sin un céntimo».

«Lo siento», dijo Marcelle. «Naturalmente que tengo dinero. ¿Cuánto necesitáis: diez, veinte? Pues, claro; no faltaba más. Y no me lo devolváis: es un regalo de boda».

Mona se acercó a ella y le cogió la mano. «Es muy generoso de tu parte, Marcelle. Gracias».

«Entonces os invitaremos a cenar», dije, intentando expresar mi agradecimiento.

«No, de ningún modo», dijo Marcelle. «Vamos a hacer una cena aquí mismo. Pongámonos cómodos. No creo que se deban celebrar estas cosas en un restaurante… De verdad, estoy muy contenta. Me gusta ver a la gente casarse… y permanecer casados. Quizá sea anticuada, pero creo en el amor. Quiero seguir enamorada toda mi vida».

«Marcelle», dije, «¿de dónde demonios eres?».

«De Utah. ¿Por qué?».

«No sé, pero me gustas. Eres como un soplo de aire puro. También me gusta cómo repartes el dinero».

«¡Te estás burlando de mí!».

«No, en absoluto. Hablo en serio. Eres una mujer buena. Eres demasiado buena para ese holgazán. ¿Por qué no te casas con él? ¡Anda! Se iba a morir de miedo, pero podría sentarle muy bien».

«¿Oyes eso?», dijo con un gorgorito y dirigiéndose a Ned. «¿No te lo he estado diciendo todo el tiempo? Eres un vago, eso es lo que te pasa. No sabes apreciar lo que valgo».

En ese momento a Mona le dio un ataque de risa. Se reía como si fuera a tronchase. «No puedo evitarlo», dijo. «Es demasiado gracioso».

«No estarás ya borracha, ¿verdad?», dijo Ned.

«No, no es eso», dije yo. «Está relajándose. Es una reacción simplemente. No deberíamos haber esperado tanto, eso es lo que pasa. ¿Verdad, Mona?».

Otra carcajada.

«Además», dije, «siempre se siente violenta, cuando pido dinero prestado. ¿No es así, Mona?».

Marcelle se acercó a ella, le habló en voz baja y dulce. «Yo me encargo de ella», dijo. «Vosotros emborrachaos. Vamos a salir a comprar algo de comida, ¿eh, Mona?».

«¿Qué es lo que la ha puesto tan histérica?», dijo Ned, después de que se hubieran ido.

«No tengo la menor idea», dije. «Supongo que no está acostumbrada a casarse».

«Oye», dijo Ned, «¿qué es lo que te ha impulsado a hacerlo? ¿No ha sido un poco impulsivo?».

«Tú siéntate», dije. «Te voy a decir unas palabras. No estás demasiado borracho para comprender lo que digo, ¿verdad?».

«No irás a darme una conferencia, ¿eh?», dijo, con expresión algo tímida.

«Te voy a hablar claro. Ahora, escúchame… Acabamos de casarnos, ¿no? Tú crees que es un error, ¿eh? Permíteme decirte lo siguiente… nunca en mi vida he hecho algo mejor. La amo. La amo lo suficiente como para hacer cualquier cosa que me pida. Si me pidiera que te cortase el cuello… lo haría. ¿Que por qué se reía tan histéricamente? Eres un pobre tío, no sé lo que te pasa. Has dejado de sentir. Simplemente estás intentando protegerte. Pues, mira, yo no quiero protegerme. Quiero hacer disparates, cosas pequeñas, cosas corrientes, cualquier cosa y todo lo que haga feliz a una mujer. ¿Entiendes eso? Tú —y también Ulric— considerabas una broma este amor nuestro. Henry no volverá a casarse nunca. ¡Oh, no! Una simple pasión pasajera. Se disiparía al cabo de un tiempo. Así lo veíais. Bueno, pues, os equivocabais. Lo que siento por ella es tan acojonantemente intenso, que no sé cómo expresarlo. Ahora está ahí fuera, en la calle. Mona. Podría atropellarla un camión. Podría ocurrir cualquier cosa. Tiemblo al pensar lo que me pasaría, si me enterase de que algo le había ocurrido. Creo que me volvería loco de remate. Creo que te mataría al instante, eso es lo primero que haría… Tú no sabes lo que significa amar de ese modo, ¿verdad? Tú sólo piensas en que vas a ver la misma cara a la hora del desayuno. Yo pienso en lo maravillosa que es su cara, en cómo cambia a cada minuto. Nunca la veo dos veces del mismo modo. Sólo veo una infinitud de adoración. Ahí tienes una buena palabra: adoración. Apuesto a que no la has usado nunca. Ahora empezamos a entendernos… la adoro. Voy a decirlo otra vez. ¡La adoro! Joder, es maravilloso decirlo. La adoro y me postro a sus pies. La venero. Digo mis oraciones por ella. La idolatro… ¿Qué te parece? Cuando la traje aquí la primera vez, en ningún momento pensaste que algún día te hablaría así, ¿verdad? Y, sin embargo, os lo advertí a los dos. Os dije que algo había ocurrido. Os reísteis. Creíais saberlo todo. Bueno, pues no sabéis nada, ninguno de los dos. No sabéis quién soy ni de dónde vengo. Sólo veis lo que os enseño. Nunca miráis bajo mi chaleco. Si me río, creéis que estoy contento. No sabéis que, cuando me río con tantas ganas, a veces estoy al borde de la desesperación. Por lo menos, así era antes. Ya no. Cuando me río ahora, estoy riendo, no llorando por dentro y riendo por fuera. He vuelto a ser completo. Entero. Un hombre enamorado. Un hombre que se ha casado por su propia voluntad. Un hombre que antes no había estado casado de verdad. Un hombre que conocía a mujeres, pero no el amor… Ahora voy a cantar para ti. O recitar, si prefieres. ¿Qué quieres? Dilo y lo tendrás… Oye, cuando vuelva —y, por Dios, que es maravilloso saber simplemente que va a volver, que no ha salido por esa puerta y ha desaparecido—, cuando vuelva, quiero que estés alegre… quiero que estés alegre con naturalidad. Dile cosas agradables… cosas buenas… cosas en serio… cosas que te resulte difícil decir normalmente. Prométele cosas. Dile que le vas a comprar un regalo de boda. Dile que esperas que tenga hijos. Miéntele, si es necesario. Pero hazla feliz. No la dejes reír de ese modo otra vez, ¿me oyes? No quiero oírla reír así… ¡nunca! ¡Ríe , cabrón! Haz el payaso, haz el idiota. Pero hazle creer que piensas que todo va bien… que todo es bello… bello y espléndido… y que va a durar siempre…».

Hice una pausa para tomar aliento y eché otro trago de ginebra. Ned me miraba con la boca abierta.

«¡Sigue!», dijo. «¡Adelante!».

«Te gusta, ¿verdad?».

«Es maravilloso», dijo. «Pasión auténtica. Daría cualquier cosa por alcanzar ese tono… Continúa, di lo que quieras. No temas herir mis sentimientos. No soy nadie…».

«Por amor de Dios, no hables así… me quitas energías. No estoy haciendo teatro… Hablo en serio».

«Ya lo sé… por eso digo que continúes. La gente ya no habla así… por lo menos la gente que yo conozco».

Se puso de pie, me pasó el brazo bajo el mío y me ofreció su encantadora sonrisa fluorescente. Tenía los ojos grandes y húmedos; los párpados eran como platillos desportillados. Era asombrosa la ilusión de simpatía y comprensión que podía ofrecer. Por un momento me pregunté si no lo habría subestimado. No se debe desdeñar ni rechazar a nadie que dé aunque sólo sea la falsa ilusión de tener sentimiento. ¿Cómo podía yo saber los esfuerzos que había hecho, y quizá seguía haciendo, para elevarse hasta la superficie? ¿Qué derecho tenía yo a juzgarlo a él… ni a nadie? Si la gente te sonríe, te coge del brazo, irradia ardor, debe de ser que hay algo en ella que responde. Nadie está del todo muerto.

«No te preocupes de lo que pienso», estaba diciendo aquella voz modulada, de pastor. «Lo único que deseo es que Ulric estuviera aquí… lo apreciaría más aún que yo».

«Por el amor de Dios, ¡no digas eso, Ned! Lo que uno quiere no es apreciación… sino respuesta. A decir verdad, no sé lo que quiero de ti, ni de nadie, si vamos al caso. Quiero más de lo que recibo, eso es lo único que sé. Quiero que salgas de tu pellejo. Quiero que todo el mundo se desnude, no para enseñar la carne sólo, sino también el alma. A veces me siento tan hambriento, tan voraz, que sería capaz de comerme a la gente. No puedo esperar a que me digan cosas… cómo se sienten… lo que quieren… y demás. Quiero masticarlos crudos… averiguar por mi cuenta… rápido, al instante. Oye…».

Cogí un dibujo de Ulric que había sobre la mesa. «¿Ves esto? ¿Y si me lo como?». Me puse a masticar el papel.

«La hostia, Henry, ¡no hagas eso! Ha estado trabajando en eso los tres últimos días. Es un trabajo». Me arrancó el dibujo de la mano.

«Muy bien», dije. «Dame otra cosa, entonces. Dame una chaqueta… cualquier cosa. A ver, ¡dame la mano!». Le agarré la mano y me la llevé a la boca. La retiró violentamente.

«Te estás volviendo loco», dijo. «Oye, para el carro. Las chicas van a volver pronto… entonces tendrás comida».

«Me comeré cualquier cosa», dije. «No estoy hambriento, estoy exaltado. Simplemente quiero mostrarte cómo me siento. ¿A ti no te pasa nunca?».

«No, la verdad», dijo, enseñando un colmillo. «La Virgen, si llegara a estar tan grave, iría a un médico. Pensaría que tenía el delirium tremens, o algo así. Más vale que dejes le copa… esa ginebra no te sienta bien».

«¿Crees que es la ginebra? Muy bien, tiraré la copa». Me acerqué a la ventana y la arrojé al patio. «¡Ahí tienes! Ahora dame un vaso de agua. Trae una jarra de agua. Vas a ver… Nunca has visto a nadie emborracharse con agua, ¿eh? Bueno, pues, ¡mírame!».

«Ahora bien, antes de que me emborrache con el agua», continué, siguiéndolo hasta el baño, «quiero que observes la diferencia entre exaltación y embriaguez. Las chicas van a volver pronto. Para cuando lleguen, ya estaré borracho. Tú mira. Vas a ver lo que ocurre».

«¡Ni que lo jures!», dijo. «Si pudiera aprender a emborracharme con agua, me evitaría muchos dolores de cabeza. Ten, toma un vaso de agua. Voy a por la jarra».

Cogí el vaso y lo vacié de un trago. Cuando volvió, bebí otro de igual forma. Me miraba como si fuera un fenómeno de circo.

«Después de cinco o seis de éstos, empezaré a notar el efecto», dije.

«¿Estás seguro de que no quieres un chorrito de ginebra dentro? No te acusaré de hacer trampas. El agua es tan insípida y sosa».

«El agua es el elixir de la vida, querido Ned. Si yo gobernara el mundo, daría a la gente creativa una dieta de pan y agua. A los estúpidos les daría toda la comida y bebida que ansían. Los envenenaría satisfaciendo sus deseos. La comida es un veneno para el espíritu. La comida no sacia el hambre, ni la bebida la sed. La comida, sexual o de otro tipo, sólo satisface los apetitos. El hambre es algo diferente. Nadie puede saciar el hambre. El hambre es el barómetro del alma. El éxtasis es la norma. La serenidad es la libertad con respecto a las condiciones atmosféricas: el clima permanente de la estratosfera. Hacia allí es hacia donde nos dirigimos todos… hacia la estratosfera. Ya estoy un poco borracho, ¿ves? Porque, cuando puedes pensar en la serenidad, significa que has cruzado el cénit de la exaltación. Los chinos dicen que a las doce y un minuto del mediodía empieza la noche. Pero en el cénit y en el nadir te quedas inmóvil por un momento o dos. En los dos polos Dios te da la oportunidad de escapar a la regularidad del reloj. En el nadir, que es la embriaguez física, tienes el privilegio de volverte loco… o de suicidarte. En el cénit, que es el éxtasis, puedes pasar satisfecho a la serenidad y la dicha. Ahora son las doce y diez minutos en el reloj espiritual. Ha caído la noche. Ya no tengo hambre. Simplemente tengo un deseo demencial de ser feliz. Eso significa que quiero compartir mi embriaguez contigo y con todo el mundo. Eso es sensiblero. Cuando acabe la jarra de agua, empezaré a creer que todo el mundo es tan bueno como todos los demás: perderé todo el sentido de los valores. Ése es el único modo que tenemos de saber ser felices… creer que somos idénticos. Es la ilusión falsa de los pobres de espíritu. Es como el Purgatorio equipado con abanicos eléctricos y mobiliario aerodinámico. Es la caricatura de la alegría. Alegría significa unidad: felicidad significa pluralidad».

«¿Te importa que vaya a cambiar el agua al canario?», dijo Ned. «Me parece que ahora empiezo a entenderte. Me siento bastante a gusto».

«Eso es felicidad reflejada. Estás viviendo en la Luna. En cuanto yo deje de brillar, quedarás extinto».

«Tú lo has dicho, Henry. Joder, tenerte cerca es como inyectarse una dosis en el brazo».

La jarra estaba casi vacía. «Llénala», dije. «Estoy lúcido, pero todavía no estoy borracho. Ojalá vuelvan las chicas. Necesito un incentivo. Espero que no las hayan atropellado».

«¿Cantas, cuando te emborrachas?», preguntó Ned.

«¿Que si canto? ¿Quieres oírme?». Inicié la obertura de Pagliacci.

En plena interpretación volvieron las chicas, cargadas de paquetes. Yo seguía cantando.

«Debéis de estar bastante amonados», dijo Marcelle, mirándonos primero a uno y luego al otro.

«Se está emborrachando», dijo Ned. «Con agua».

«¿Con agua?», repitieron ellas.

«Sí, con agua. Es lo contrario del éxtasis, según dice».

«No te entiendo», dijo Marcelle. «Déjame olerte el aliento».

«No me lo huelas a mí… huéleselo a él. Yo me conformo con emborracharme con licor. Henry dice que dos minutos después de las doce del mediodía ya es de noche. La felicidad no es otra cosa que una forma de Purgatorio climatizado… ¿no es así, Henry?».

«Oye», dijo Marcelle. «Henry no está borracho, tú eres el que lo está».

«La alegría es unidad; la felicidad sólo la conoce la mayoría, o algo así. Tendrías que haber estado aquí hace un rato. Quería comerme la mano. Cuando me he negado a complacerlo, me ha pedido una chaqueta. Venid aquí… os voy a enseñar lo que ha hecho al dibujo de Ulric».

Miraron el dibujo, una de cuyas esquinas había quedado reducida a jirones de los mordiscos.

«Ahí tenéis: eso es el hambre», explicó Ned. «No se refiere al hambre corriente: se refiere al hambre espiritual. La meta es la estratosfera donde el clima siempre es sereno. ¿No es así, Henry?».

«Así es», dije, con una sonrisa seria. «Ahora, Ned, dile a Mona lo que me estabas haciendo hace un momento…». Le hice un guiño hipnótico y me llevé otro vaso a los labios.

«No creo que debas dejarle beber todo ese agua», dijo Ned, apelando a Mona. «Ya ha acabado una jarra. Temo que le dé hidropesía… o hidrocefalia».

Mona me lanzó una mirada inquisitiva. Decía: «¿Qué significa esto?».

Le puse la mano en el brazo, ligeramente, como si la tocara con una varita mágica. «Tiene algo que decirte. Escúchalo bien. Te hará sentir bien».

Todos los ojos estaban fijos en Ned. Él se sonrojó y tartamudeó.

«¿Qué es?», dijo Marcelle. «¿Qué ha dicho que fuera tan maravilloso?».

«Supongo que tendré que decirlo por él», dije. Cogí las dos manos a Mona y la miré a los ojos. «Ha dicho lo siguiente, Mona… “Nunca imaginé que un ser humano pudiera transformar a otro ser humano como Mona te ha transformado a ti. Hay gente que encuentra la religión; tú has encontrado el amor. Eres el hombre más afortunado del mundo”».

Mona: «¿De verdad has dicho eso, Ned?».

Marcelle: «¿Cómo es que yo no te he transformado nunca a ti?».

Ned se puso a farfullar.

«Supongo que necesita otra copa», dijo Marcelle.

«No, la bebida sólo satisface los apetitos inferiores», dijo Ned. «Yo estoy buscando el elixir de la vida, que es el agua, según Henry».

«Te daré el elixir después», replicó Marcelle. «¿Qué tal un poco de pollo frío ahora?».

«¿Tienes huesos?», pregunté.

Marcelle parecía perpleja.

«Quiero comerlos», dije. «Los huesos dan fósforo y yodo. Mona siempre me alimenta con huesos, cuando estoy exaltado. Es que, cuando estoy animado, despido energía vital. Tú no necesitas huesos: tú necesitas jugo cósmico. Has desgastado tu envoltura celestial hasta dejarla demasiado fina. Irradias desde la esfera sexual».

«¿Qué significa eso en cristiano?».

«Significa que te alimentas con semen en lugar de ambrosía. Tus hormonas espirituales están empobrecidas. Amas a Apis, el toro, en lugar de a Krishna, el auriga. Encontrarás tu Paraíso, pero será en el nivel inferior. Entonces el único escape es la locura».

«Está tan claro como el lodo», dijo Marcelle.

«Que no te dejes coger en el mecanismo de relojería, eso es lo que quiere decir», explicó Ned.

«¿Qué mecanismo de relojería? ¿De qué demonios estáis hablando, vosotros dos?».

«¿No lo entiendes, Marcelle?», dije.

«¿Qué puede proporcionarte el amor que no tengas ya?».

«Lo único que tengo es un montón de responsabilidades», dijo Marcelle. «Él se queda con todo».

«Exactamente, y por eso es tan agradable».

«¡No he dicho eso! Oye, ¿de qué estás hablando? ¿Estás seguro de encontrarte bien?».

«Estoy hablando de tu alma», dije. «Has estado matando tu alma de hambre. Necesita jugos cósmicos, como te he dicho antes».

«Sí, ¿y dónde se compran?».

«No se compran se reza por ellos. ¿Nunca has oído hablar del maná que cayó del cielo? Pide maná esta noche: te tonificará los ligamentos astrales…».

«No sé nada de esos disparates astrales, pero sé algo de mi culo», dijo Marcelle. «Si quieres saberlo, creo que me estás hablando con double-entendre. ¿Por qué no te vas al baño un rato y te la meneas un poco? El matrimonio te produce un efecto raro».

«Mira, Henry», la interrumpió Ned, «así es como ellas devuelven las cosas al plano terrenal. Siempre está preocupada por el asunto, ¿verdad, querida?». La acarició bajo la barbilla. «Estaba pensando», continuó, «que quizá deberíamos ir a ver un strip-tease esta noche. Mirad, sugiere i-de-as».

Marcelle miró a Mona. Era evidente que no les parecía una idea apasionante precisamente.

«Comamos primero», sugerí. «Trae esa chaqueta, o una almohada… por si me apeteciera un suplemento. Hablando de culo», dije, «¿habéis probado alguna vez un bocado… quiero decir, un bocado de verdad? Por ejemplo, Marcelle… es lo que yo llamo un culito tentador».

Marcelle se echó a reír entre dientes. Se puso las manos detrás instintivamente.

«No te preocupes, no voy a morderte todavía. Primero hay un pollo y otras cosas. Pero, sinceramente, a veces siente uno ganas de arrancar un pedazo, ¿eh? Un par de tetas es diferente. Nunca podría dar un mordisco a una mujer en las tetas: un mordisco de verdad, quiero decir. Nunca perdería el miedo a que me salpicase a la cara un chorro de leche. Y todas esas venas… joder, hay tanta sangre. Pero un hermoso culo… no sé por qué, pero no piensas en que haya sangre en un culo de mujer. Es simplemente pura carne blanca. Hay otra golosina justo debajo de la entrepierna, por dentro. Eso es todavía más tierno que un trozo de culo puro. No sé, quizá esté exagerando. En fin, tengo hambre… Esperad a que vacíe este pis. Me ha dado una erección, y no puedo comer con una erección. Guardad un poco de la carne marrón, con la piel. Me encanta la piel. Hacedme un bocadillo de coño curiosito, con un poco de salsa fría. Joder, se me está haciendo la boca agua…».

«¿Te sientes mejor ahora?», dijo Ned, cuando regresé del baño.

«Estoy hambriento. ¿Qué es ese precioso vómito que hay ahí… en la fuente grande?».

«Es mierda de tortuga con huevos podridos y un poco de salsa menstrual», dijo Ned. «¿Te abre el apetito?».

«Me gustaría que cambiarais de tema», dijo Marcelle. «No soy excesivamente delicada, pero el vómito es algo en lo que no me gusta pensar, cuando estoy comiendo. Si tenéis que hablar de guarrerías, prefiero que habléis de sexo».

«¿Qué quieres decir?», dijo Ned. «¿Es que el sexo es una guarrería? ¿Qué te parece, Henry? ¿Es el sexo una guarrería?».

«El sexo es una de las nueve razones para la reencarnación», respondí. «Las ocho restantes carecen de importancia. Si todos fuésemos ángeles, no tendríamos sexo: tendríamos alas. Un aeroplano no tiene sexo; Dios tampoco. El sexo es necesario para la reproducción y la reproducción conduce al fracaso. Según dicen, las personas más sexuales son los dementes. Viven en el Paraíso, pero han perdido su inocencia».

«Para ser una persona inteligente, dices muchos disparates», dijo Marcelle. «¿Por qué no hablas de cosas que todos entendamos? ¿Por qué nos dices todas esas chorradas sobre los ángeles y Dios y el manicomio? Si estuvieras borracho, sería diferente, pero no lo estás… ni siquiera estás fingiendo estar borracho… eres un insolente y un arrogante. Estás faroleando».

«¡Bien dicho, Marcelle! ¡Muy bien dicho! ¿Quieres saber la verdad? Estoy aburrido. Estoy harto. He venido aquí para conseguir una cena y pedir prestado algo de dinero. Sí, hablemos de cosas sencillas, corrientes. ¿Cómo fue tu última operación? ¿Prefieres la carne blanca o la marrón? Hablemos de cualquier cosa que nos impida pensar o sentir. Desde luego, ha sido muy amable de tu parte darnos veinte dólares, así como así, al instante. Pero que muy amable. Pero me pongo nervioso, cuando te oigo hablar. Quiero oír a alguien decir algo… algo original. Sé que tienes buen corazón, que nunca haces daño a nadie. Y supongo que, además, sólo te ocupas de tus asuntos. Pero eso no me interesa. Estoy harto de la gente buena, cordial, generosa. Quiero una demostración de carácter y temperamento. Pero, joder, si ni siquiera puedo emborracharme… en esta atmósfera. Me siento como el Judío Errante. Me gustaría ver la casa en llamas, o algo así. Quizá si te quitaras las bragas y las mojases en el café, me sentiría mejor. O si cogieras una salchicha de Frankfurt y te hicieses una pajita… Seamos sencillos, dices. Bien. ¿Eres capaz de tirarte un pedo sonoro? Mira, hubo un tiempo en que yo tenía inteligencia corriente, sueños corrientes, deseos corrientes. Casi me volví tarumba. Detesto lo corriente. Me da estreñimiento. La muerte es corriente: es lo que le ocurre a todo el mundo. Me niego a morir. He llegado a la conclusión de que voy a vivir eternamente. La muerte es fácil: es como el manicomio, sólo que no puedes seguir masturbándote. Te gusta el asunto, según dice Ned. Pues, claro, como a todo el mundo. Y después, ¿qué? Dentro de diez años tendrás el culo lleno de arrugas y las tetas colgando como bolsas de irrigación vacías. Diez años… veinte años… ¿qué más da? Disfrutaste unos cuantos buenos polvos y después te secaste. ¿Y qué? En cuanto dejas de pasártelo bien, te vuelves melancólica. No regulas tu vida: dejas que lo haga tu coño por ti. Estás a merced de una picha tiesa…».

Me detuve un momento a tomar aliento, bastante sorprendido de no haber recibido una bofetada. Ned tenía un brillo en los ojos que podía interpretarse como amistoso y alentador… o asesino. Yo esperaba que alguien tomara alguna iniciativa, que arrojase una botella, destrozara cosas, gritase, diera alaridos, cualquier cosa menos quedarse sentados como búhos pasmados. No sé por qué me había dado por tomarla con Marcelle, no me había hecho nada. La estaba usando como una marioneta. Mona debería haberme interrumpido… en cierto modo yo contaba con que lo hiciera. Pero, no; estaba extrañamente tranquila, extrañamente imparcial.

«Ahora que me he desahogado», proseguí, «permíteme que me disculpe, Marcelle; no sé qué decirte. Desde luego, no te lo merecías».

«No tiene importancia», dijo ella, despreocupada. «Sé que algo te roe por dentro. No podía ser yo porque… en fin, nadie que me conozca me hablaría nunca así. ¿Por qué no te pasas a la ginebra? Ya ves lo que hace el agua. Toma, echa un buen trago fuerte…». Me bebí medio vaso de una vez y vi herraduras echando chispas. «Lo ves… te hace sentirte humano, ¿verdad? Toma algo más, pollo… y un poco de patatas en ensalada. Lo que te pasa es que eres hipersensible. Mi viejo era así. Quería ser pastor y, en lugar de eso, llegó a ser contable. Cuando se retorcía más de la cuenta, mi madre lo emborrachaba. Entonces él nos daba una paliza… y a ella también. Pero después se sentía mejor. Es mucho mejor dar una paliza a las personas que pensar cosas malas de ellas. No habría sido mejor en absoluto, si hubiera llegado a ser pastor: había nacido con rencor hacia el mundo. No estaba contento, si no estaba criticando algo. Por eso yo no puedo odiar a la gente… vi el daño que le hizo a él. Desde luego, me gusta el asunto. ¿A quién no?, como tú dices. Me gustan las cosas suaves y fáciles. Me gusta hacer feliz a la gente, si puedo. Puede que sea estúpido, pero te hace sentir bien. Mira, mi viejo tenía la idea de que había que destruirlo todo antes de que pudiéramos empezar a vivir bien. Mi filosofía, si es que se puede llamar así, es justo lo contrario. No veo la necesidad de destruir nada. Cultivo lo bueno y no me ocupo de lo malo. Ésa es una forma femenina de ver la vida. Soy conservadora. Creo que las mujeres tienen que hacerse las tontas para que los hombres no se sientan estúpidos…».

«¡Caramba! ¡Quién lo hubiera creído!», exclamó Ned. «Nunca te había oído hablar así».

«Pues claro que no, querido. Nunca habías pensado que yo tuviera ni pizca de inteligencia, ¿verdad? Echas un polvete y después te quedas dormido. He estado un año pidiéndote que te cases conmigo, pero todavía no estás preparado para hacerlo. Tienes otros problemas. Pues, mira, algún día descubrirás que sólo tienes un problema: tú mismo».

«¡Bien! ¡Bien dicho, Marcelle!». Fue Mona la que saltó así, de repente.

«¡Qué demonios!», dijo Ned. «¿Qué es esto? ¿Una conspiración?».

«¿Sabes lo que te digo?», dijo Marcelle, como si se hablara a sí misma. «A veces pienso que soy una boba de verdad. Aquí estoy esperando a que este tipo se case conmigo. Supongamos que lo haga efectivamente: y entonces, ¿qué? No me conocerá mejor después del matrimonio que antes. No está enamorado. Si un tipo está enamorado de ti, no se preocupa del futuro. El amor es una aventura arriesgada, no una póliza de seguros. Supongo que estoy empezando a abrir los ojos… Ned, voy a dejar de preocuparme por ti. Voy a dejar que te preocupes tú de ti mismo. Eres de los que no dejan de preocuparse nunca… y eso no tiene cura. Por un tiempo me tuviste preocupada… preocupada por ti, quiero decir. Estoy harta de preocuparme. Quiero amor, no protección».

«Huy, la Virgen, ¿no nos estamos poniendo demasiado serios?», dijo Ned, desconcertado ante el inesperado giro que había dado la conversación.

«¿Serios?», dijo Marcelle burlona. «Te dejo. Puedes quedarte soltero el resto de tu vida… y resolver todos los graves problemas que te preocupan. Me siento como si me hubieran quitado un gran peso de encima». Se volvió hacia mí con la mano tendida. «Gracias, Henry, por haberme sacudido. Supongo que, al fin y al cabo, no estabas diciendo disparates tan grandes…».