Capítulo XX

Durante siete días y siete noches estuve solo. Empecé a pensar que Mona me había dejado. Telefoneé dos veces, pero su voz sonaba lejana, perdida, consumida por la pena. Recordé las palabras del señor Eisenstein. Me preguntaba, me preguntaba si la habrían hecho volver al redil.

Después, un día, hacia la hora de cerrar, salió del ascensor y se detuvo ante mí. Iba vestida de negro, excepto un turbán malva que le daba un aspecto exótico. Se había producido una transformación. Los ojos se habían vuelto todavía más apacibles, la piel más traslúcida. Su figura se había vuelto seductoramente suave, su porte más majestuoso. Tenía el aplomo de una sonámbula.

Por un momento, apenas si podía dar crédito a mis ojos. Había algo hipnótico en ella. Irradiaba poder, magnetismo, encantamiento. Era como una de esas mujeres del Renacimiento que te miran fijamente con una sonrisa enigmática desde un cuadro que retrocede hasta el infinito. En los pocos pasos que dio antes de arrojarse en mis brazos sentí un abismo, como no había sabido nunca que pudiera existir entre dos personas, que se cerraba. Era como si la tierra se hubiese abierto entre nosotros, como si, mediante un esfuerzo supremo y mágico de la voluntad, hubiera salvado el vacío de un salto y se hubiese reunido conmigo. El suelo sobre el que estaba hacía un momento desapareció, se deslizó hasta un pasado completamente desconocido para mí, de igual modo que la plataforma continental se desliza en el mar. Nada tan claro y tangible como esto se formuló en mi mente entonces; hasta después —porque reviví aquel momento una y otra vez posteriormente— no entendí la naturaleza de nuestra reunión.

Todo su cuerpo me transmitía una sensación extraña al tacto, al apretarla contra mí. Era el cuerpo de un ser que había renacido. Era un cuerpo enteramente nuevo el que me entregaba, nuevo porque contenía algún elemento que hasta entonces había faltado. Por extraño que pueda parecer decirlo así, era como si hubiese regresado con su alma… y no su alma privada, individual, sino el alma de su raza. Parecía estar ofreciéndomela, como un talismán.

Las palabras nos llegaban con dificultad a los labios. Simplemente hacíamos gorgoritos y nos mirábamos. Después vi su mirada errar por el local, observando todo con ojos despiadados, y finalmente detenerse en mi escritorio y en mí. «¿Qué haces aquí?», parecía decir. Y después, como ablandada, mientras me cubría con los pliegues de su tribu: «¿Qué te han hecho?». Sí, sentí el poder y el orgullo de su pueblo. No te he escogido, decía, para que te sientes entre los humildes. Te voy a sacar de este mundo. Te voy a entronizar.

Y ésa era Mona, la Mona que había llegado hasta mí desde el centro de la pista de baile y se me había ofrecido, como se había ofrecido a cientos y quizá miles de hombres antes que a mí. ¡El ser humano es una flor tan extraña y maravillosa! La sostienes en la mano y, mientras duermes, crece, se transforma, exhala una fragancia narcótica.

En unos segundos me había convertido en un adorador. Era casi insoportable mirarla fijamente. Pensar que me seguiría a casa, que aceptaría la vida que podía ofrecerle, parecía increíble. Había pedido una mujer y me habían dado una reina.

Lo que ocurrió en la cena se me ha borrado por completo. Debimos de comer en un restaurante, debimos de hablar, debimos de hacer planes. No recuerdo nada de todo aquello. Recuerdo su rostro, su nueva mirada espiritual, el brillo y magnetismo de los ojos, el tono traslúcido de la carne.

Recuerdo que caminamos un rato por calles desiertas. Y quizá, escuchando sólo el sonido de su voz, quizá entonces me contara todo, todo lo que siempre había anhelado saber sobre ella. No recuerdo ni una palabra. Nada tenía la menor importancia ni significado salvo el futuro. Le cogí la mano, la apreté firmemente, con los dedos entrelazados, caminando con ella hacia el futuro sobreabundante. Nada podía ser en modo alguno lo que había sido antes. El suelo se había abierto, el pasado había quedado barrido, sumergido tan profundamente como un continente perdido. Y milagrosamente —¡cuán milagrosamente sólo lo comprendía a medida que los momentos se prolongaban!— había sido salvada, me la habían restituido. Era mi deber, mi misión, mi destino en esta vida quererla y protegerla. Mientras pensaba en todo lo que nos reservaba el futuro, empecé a crecer, desde dentro, como a partir de una pequeña semilla. Crecí varios centímetros en el espacio de una manzana. En mi corazón era donde sentía reventar la semilla.

Y entonces, estando parados en una esquina, pasó un autobús. Montamos y subimos al piso de arriba. Nos sentamos en el asiento del fondo. En cuanto hubimos pagado el billete, la cogí en mis brazos y la colmé de besos. Estábamos solos y el autobús corría a toda velocidad sobre el pavimento lleno de baches.

De repente la vi lanzar una mirada salvaje a su alrededor, alzarse el vestido febrilmente, y un momento después ya estaba a horcajadas sobre mí. Follamos como locos en el espacio de unas manzanas ebrias. Se sentó en mis rodillas, aun después de haber acabado, y seguía acariciándome apasionadamente.

Cuando entramos en casa de Arthur Raymond, todo estaba iluminado. Era como si hubieran estado esperando su regreso. Estaba Kronski y las dos hermanas de Arthur, Rebecca y algunas de sus amigas. Saludaron a Mona con la mayor efusión y afecto. Casi lloraron por ella.

Era el momento de celebrarlo. Trajeron botellas, pusieron la mesa, conectaron el fonógrafo. «Sí, sí, ¡regocijémonos!», parecían decir todos. Nos lanzábamos unos en los brazos de los otros, literalmente. Bailamos, cantamos, charlamos, comimos, bebimos. La alegría aumentaba cada vez más. Todo el mundo se amaba. Unión y reunión. Así hasta las tantas de la noche, y hasta Kronski cantó a pleno pulmón. Era como una fiesta de bodas. La novia había vuelto de la tumba. La novia volvía a ser joven. La novia había florecido.

Sí, era una boda. Aquella noche supe que estábamos unidos en las cenizas del pasado.

«¡Mi esposa, mi esposa!», susurré, al quedamos dormidos.