Unos minutos después, cuando deambulábamos a la luz violeta del crepúsculo, vi el ghetto con ojos nuevos. Hay noches de verano en Nueva York en que el cielo es azul puro, en que los edificios son inmediatos y palpables, no sólo en su sustancia, sino también en su esencia. Esa luz sucia y estirada que sólo revela la fealdad de las fábricas y de las viviendas sórdidas desaparece muchas veces con el crepúsculo, el polvo se posa, los contornos de los edificios se vuelven más claros, como el perfil de un ogro a la luz de un reflector de calcio. Aparecen palomas en el cielo moviéndose por encima de los tejados. Surge una cúpula, a veces de una casa de baños turcos. Siempre está la majestuosa sencillez de St. Marks-on-the-Bouwery, la gran plaza extranjera en que desemboca la Avenida A, los bajos edificios holandeses sobre los que asoman los rojizos depósitos de gas, las íntimas calles laterales con sus incongruentes nombres americanos, los triángulos que llevan el sello de señales antiguas, la zona portuaria con la ribera de Brooklyn tan cercana, que casi puede uno reconocer a la gente que camina por el otro lado. Todo el encanto de Nueva York se concentra en esa zona pululante, delimitada por formaldehído y sudor y lágrimas. Nada es tan familiar, tan íntimo, tan nostálgico para el neoyorquino como ese distrito que menosprecia y rechaza. Todo Nueva York debería haber sido un vasto ghetto: se habría drenado el veneno, se habría repartido la miseria; se habría comunicado la alegría por todas las venas y arterias. El resto de Nueva York es una abstracción; es frío, geométrico, rígido como rigor mortis y, podría también añadir, demencial… en caso de que pueda uno quedarse aparte y mirarlo impertérrito. Sólo en la colmena puede encontrarse el contacto humano, encontrarse esa ciudad de vistas, sonidos, olores que uno busca afanosamente y en vano más allá de los límites del ghetto. Vivir fuera de ese recinto es languidecer y morir. Más allá de sus límites sólo hay cadáveres endomingados. Cada día les dan cuerda, como a los despertadores. Actúan como focas; mueren como recaudaciones de taquilla. Pero en el hirviente panal hay un crecimiento como de plantas, un calor animal casi sofocante, una vitalidad que aumenta con tanto rozarse y aglutinarse, una esperanza que es tan física como espiritual, una contaminación que es peligrosa pero saludable. Almas pequeñas quizá, ardiendo como cirios, pero ardiendo constantemente… y capaces de arrojar sombras portentosas sobre los muros que las confinan.
Camina por cualquier calle a la suave luz violeta. Deja la mente en blanco. Mil sensaciones te asaltan al instante desde todas las direcciones. Aquí el hombre todavía lleva pieles y plumas; aquí el quiste y el cuarzo todavía hablan. Hay edificios audibles, volubles, con viseras de palastro y ventanas que sudan; lugares de adoración también donde los niños se cuelgan por los atrios como contorsionistas; calles rodantes, ambulantes, en que nada permanece inmóvil, nada está fijo, nada es comprensible excepto con los ojos y la mente de un soñador. Calles alucinantes también, en que repentinamente todo es silencio, todo está desierto, como si acabara de pasar una plaga. Calles que tosen, que palpitan como una sien febril, calles para morir en ellas y que ni un alma se dé cuenta. Calles extrañas, aromáticas, en que la esencia de rosas se mezcla con el acre olor del puerto y la escalonia. Calles con zapatillas, que reverberan con las palmadas y palmetazos de pies perezosos. Calles procedentes de Euclides, que sólo pueden explicarse con lógica y teoremas…
Invadiéndolo todo, suspendido entre las capas de piel como un destilado de vapor rojizo, está el sudor sexual secundario —púbico, órfico, mamífero—, un incienso espeso metido de contrabando por la noche en aterciopeladas almohadillas de almizcle. Nadie es inmune, ni siquiera el idiota mongólico. Te baña como el roce y el paso de pechos en camisón. Cuando cae una lluvia fina, forma un lodo etéreo e invisible. Es de todas las horas, hasta cuando se guisan los conejos. Brilla en los canalones, los folículos, las papilas. A medida que la tierra gira lentamente, giran los porches y las barandas y los niños con ellos; en la sombría neblina de las noches bochornosas todo lo terrenal, voluptuoso y fatídico zumba como una cítara. Una rueda pesada revestida de forraje y lechos de plumas, de lamparitas de aceite y gotas de puro sudor animal. Todo gira y gira, crujiendo, bamboleándose, retumbando, gimoteando a veces, pero girando y girando y girando. Entonces, si te quedas muy quieto, parado en un porche, por ejemplo, y procuras no pensar, una claridad miope, bestial, te estorba la visión. Hay una rueda, con sus radios y su cubo. Y en el centro del cubo hay… exactamente nada. Es donde va la grasa, y el eje. Y tú estás ahí, en el centro de una nada, todo sensibilidad, todo expansión, zumbando con el zumbido de ruedas planetarias. Todo se vuelve vivo y significativo, hasta el moco de ayer, pegado al pomo de la puerta. Todo se hunde y flaquea, está mohoso con el uso y el cuidado; todo ha sido mirado mil veces, frotado y acariciado por el ojo occipital.
Un hombre de una antigua raza, de pie, petrificado en trance. Huele la comida que sus antepasados cocinaban en el pasado milenario: el pollo, el pâté de hígado, el pescado relleno, los arenques, el pato de flojel. Ha vivido con ellos y ellos han vivido en él. Plumas flotan por el aire, las plumas de seres alados y enjaulados en canastas… como en Ur, en Babilonia, en Egipto y Palestina. Las mismas sedas brillantes, negras y volviéndose verdes con el tiempo: las sedas de otros tiempos, de otras ciudades, otros ghettos, otros pogroms. De vez en cuando un molinillo de café o un samovar, una cajita de madera para las especias, para la mirra y los áloes de Oriente. Pequeñas tiras de alfombras: de los zocos y bazares, de los emporios de Levante; trozos de astracán, cintas, mantones y enaguas de volantes de color rojo llameante. Algunos traen aves, sus mascotas; seres cálidos, tiernos, que laten temblorosos, que no aprenden un lenguaje nuevo, ni melodías nuevas, sino que desfallecen, flojos, apáticos, que languidecen en sus recalentadas jaulas sobre las escaleras de emergencia. Los balcones de hierro están festoneados de carne y ropa de cama, de plantas y animales domésticos: un bodegón hormigueante en que hasta el moho es devorado. Con el frescor de la tarde exponen a los pequeños como berenjenas; se tumban bajo las estrellas y sueñan arrullados por la obscena jerigonza de la calle americana. Abajo, en barriles de madera, están los encurtidos flotando en salmuera. Sin los encurtidos, las galletas saladas, los dulces turcos, el ghetto carecería de sabor. Pan de todas las variedades, con anís y sin él. Blanco, negro, moreno, hasta pan gris… de todos los pesos, de todas las consistencias…
¡El ghetto! Una mesa de mármol con una cesta de pan. Una botella de agua de Seltz, preferentemente azul. Una sopa de huevo. Y dos hombres hablando. Hablando, hablando, hablando, con cigarrillos encendidos colgando de los labios blanquecinos. Cerca una bodega con música: instrumentos extraños, trajes extraños, tonadas extrañas. Los pájaros se ponen a gorjear, la atmósfera se vuelve recalentada, el pan se amontona, las botellas de agua de Seltz humean y sudan. Las palabras son arrastradas como armiño por el serrín lleno de escupitajos; perros que lanzan gruñidos guturales escarban en el aire. Mujeres adornadas con lentejuelas, asfixiadas con diademas, dormitan pesadamente en sus ataúdes de carne ricamente tapizados. La magnética furia del deseo se concentra en ojos color caoba oscuro.
En otra bodega un viejo está sentado en su abrigo sobre una pila de leña, contando su carbón. Está sentado a oscuras, como hacía en Cracovia, acariciándose la barba. Su vida es toda carbón y leña, pequeños viajes de la oscuridad a la luz. En sus oídos resuenan todavía los cascos sobre los adoquines, los alaridos y chillidos, el estruendo de los sables, el impacto de las balas contra una pared desnuda. En el cine, en la sinagoga, en el café, dondequiera que te sientes, dos tipos de música sonando: una amarga, otra dulce. Te sientas en medio de un río llamado Nostalgia. Un río lleno de recuerdos recogidos entre los restos del naufragio del mundo. Recuerdos de los sin hogar, de aves fugitivas que construyen una y otra vez con palitos y ramitas. Por todas partes nidos destruidos, cáscaras de huevo, pajarillos con el cuello retorcido y ojos muertos clavados en el espacio. Sueños de río nostálgico bajo albardillas de hojalata, bajo cobertizos herrumbrosos, bajo barcas volcadas. Un mundo de esperanzas mutiladas, de aspiraciones sofocadas, de inanición a prueba de balas. Un mundo en que hasta el cálido hálito de la vida tiene que pasarse de contrabando, en que se trocan gemas del tamaño del corazón de una paloma por un metro de espacio, por una onza de libertad. Todo se combina en un pâté de hígado familiar que se traga en una hostia insípida. En un bocado se tragan cinco mil años de amargura, cinco mil años de cenizas, cinco mil años de ramitas rotas, de cáscaras de huevo aplastadas, de pajarillos estrangulados…
En el profundo sótano del corazón humano suena el doloroso tañido del arpa de hierro.
Construid vuestras ciudades altivas y elevadas. Disponed vuestras cantarillas. Trabajad febrilmente. Dormid sin sueños. Cantad enloquecidos como el ruiseñor persa. Por debajo, bajo los cimientos más profundos, vive otra raza de hombres. Son morenos, sombríos, apasionados. Se abren paso hasta las entrañas de la tierra. Esperan con una paciencia aterradora. Son los basureros, los devoradores, los vengadores. Emergen cuando todo se viene abajo y queda reducido a polvo.