El día del juicio me presenté ante el tribunal con talante alegre y altanero. Todo había quedado acordado de antemano. Lo único que tenía que hacer era alzar la mano, pronunciar un juramento estúpido, reconocer mi culpabilidad y aceptar el castigo. El juez parecía un espantapájaros con prismáticos lunares; sus negras alas aleteaban lúgubres en el silencio de la sala. Parecía ligeramente molesto con mi serena complacencia; no reforzaba la ilusión de su importancia, que era absolutamente nula. Yo no podía distinguirlo de la barandilla de metal ni de la escupidera. La barandilla de metal, la Biblia, la escupidera, la bandera americana, el secante de su mesa, los matones de uniforme que preservaban el orden y el decoro, los conocimientos que estaban escondidos en las células de su cerebro, los mohosos libros de su despacho, la filosofía en que se basaba toda la estructura de la ley, las gafas que llevaba, sus calzoncillos, su persona y su personalidad, todo el conjunto era una colaboración absurda en nombre de una máquina ciega que me importaba tres cojones. Lo único que deseaba era saber que estaba libre definitivamente para meter la nariz en la trampa otra vez.
Todo se sucedía como en el juego de las tres en raya, una cosa anulando otra, y al final, naturalmente, la ley aplastándote, como si fueras una chinche gruesa y jugosa, cuando de pronto advertí que me estaba preguntando si estaba dispuesto a pagar regularmente determinada cantidad de pensión para el resto de mis días.
«¿Cómo es eso?», pregunté. La perspectiva de encontrar por fin alguna oposición le hizo animarse apreciablemente. Se puso a farfullar un galimatías en relación con la conformidad de pagar no sé qué cantidad.
«No estoy conforme con semejante cosa», dije enfáticamente. «Tengo intención de pagar»… y entonces cité una suma que era el doble de la cantidad que él había estipulado.
Ahora le tocaba a él decir: «¿Cómo es eso?».
Se lo repetí. Me miró como si hubiera perdido el juicio; después, rápidamente, como si estuviese cogiéndome en una trampa, dijo bruscamente: «¡Muy bien! Se hará como usted desea. Es su entierro».
«Es mi gusto y privilegio», repliqué.
«¿Cómo?».
Se lo repetí. Me lanzó una mirada fulminante, hizo señas al abogado para que se acercara, se inclinó y le susurró algo al oído. Tuve la clara impresión de que estaba preguntando al abogado si estaba en mi sano juicio. Asegurado al parecer de que lo estaba, alzó la vista y, fijando una mirada dura en mí, dijo: «Joven, ¿sabe usted cuál es la sanción por no cumplir con sus obligaciones?».
«No, señor», dije, «ni lo sé ni quiero saberlo. ¿Hemos acabado ya? Tengo que volver a mi trabajo».
Fuera hacía un día espléndido. Me puse a caminar sin rumbo. Pronto estuve en el Puente de Brooklyn. Empecé a andar sobre el puente, pero al cabo de unos minutos me desanimé, di la vuelta y me metí en el metro. No tenía intención de volver a la oficina; me habían dado día libre y estaba decidido a aprovecharlo al máximo.
En Times Square me apeé y me dirigí instintivamente al restaurante francoitaliano cerca de la Tercera Avenida. En la trastienda del establecimiento de ultramarinos, donde servían la comida, hacía fresco y estaba oscuro. Al mediodía nunca había muchos clientes. Al cabo de poco sólo estábamos yo y una chica irlandesa, alta y desgarbada, que ya había cogido una buena cogorza. Entablamos una extraña conversación sobre la Iglesia católica durante la cual repetía como un estribillo: «El Papa es buen tío, pero me niego a besarle el culo».
Finalmente empujó su silla hacia atrás, se levantó con muchos esfuerzos e intentó dirigirse al servicio. (El servicio era usado tanto por hombres como por mujeres y estaba en el pasillo). Comprendí que nunca lo conseguiría sola. Me levanté y la cogí del brazo. Estaba como una cuba y se tambaleaba como un barco sacudido por la tempestad.
Cuando llegamos a la puerta del servicio, me rogó que la ayudara a sentarse. La sostuve junto a la taza para que lo único que tuviera que hacer fuese sentarse. Se alzó las faldas e intentó bajarse las bragas, pero el esfuerzo era excesivo. «Bájamelas, ¿quieres?», me rogó con una sonrisa somnolienta. Hice lo que me pedía, le acaricié el coño cariñosamente y la senté en la taza. Después me volví para marcharme.
«¡No te vayas!», dijo con voz lastimera, al tiempo que me agarraba la mano, y, acto seguido, empezó a vaciar el vientre. Esperé mientras hacía aguas mayores y menores con bombas fétidas y demás. Durante toda la operación repetía una y otra vez: «¡No, no voy a besarle el culo al Papa!». Parecía tan absolutamente desvalida, que pensé que quizá tendría que limpiarle el culo yo. Sin embargo, gracias a años de entrenamiento, consiguió hacerlo sin ayuda, aunque tardó un rato increíblemente largo. Yo ya estaba a punto de vomitar, cuando por fin me pidió que la levantara. Cuando estaba subiéndole las bragas, no pude por menos de restregarle la mano por la mata de rosas. Era tentador, pero el hedor era demasiado fuerte como para acariciar esa idea.
Mientras la ayudaba a salir del servicio, la patronne nos vio y movió la cabeza con tristeza. Me pregunté si se daría cuenta de la caballerosidad que necesité para realizar aquella acción. El caso es que volvimos a la mesa, pedimos cafés solos y nos quedamos hablando un rato más. Al serenarse, se volvió casi desagradablemente agradecida. Dijo que si la llevaba a casa, podía poseerla: quería compensarme. «Me daré un baño y me cambiaré de ropa», dijo. «Me siento sucia. Bueno, es que ha sido un asco, ¡la verdad!».
Le dije que la acompañaría hasta su casa en taxi, pero que no podría quedarme con ella.
«Ahora te estás poniendo delicado», dijo. «¿Qué pasa? ¿Es que no valgo bastante para ti? No es culpa mía, ¿no?, que tuviera que ir al retrete. Tú también vas al retrete, ¿no? Espera a que me dé un baño… y verás qué aspecto tengo. Oye, ¡dame la mano!». Le di la mano y se la metió bajo la falda, en pleno coño tupido. «Pruébalo», me instó. «¿Te gusta? Pues es tuyo. Lo restregaré y perfumaré para ti. Puedes disfrutarlo cuanto quieras. No tengo un mal polvo. Y no soy una fulana tampoco, ¿entiendes? He cogido una toña, nada más. Un tipo me ha dejado, y he sido tan loca como para tomármelo a pecho. No te preocupes, no tardará en volver arrastrándose. Pero, joder, qué chalada estaba por él. Le dije que no iba a besar el culo al Papa… y eso le hizo disgustarse. Soy buena católica, igual que él, pero no puedo ver al Papa como Cristo Todopoderoso, ¿y tú?».
Siguió con su monólogo, saltando de una cosa a otra como una cabra. Me pareció entender que trabajaba de telefonista en un gran hotel. No estaba mal tampoco, bajo su piel irlandesa. Me di cuenta de que podía ser muy atractiva, una vez que se disiparan los vapores del alcohol. Tenía ojos muy azules y pelo negro azabache, y una sonrisa que siempre era traviesa y maliciosa. Tal vez subiera y la ayudase a bañarse. En último caso, podía largarme, si algo salía mal. Lo que me preocupaba era que tenía que encontrarme con Mona para cenar. Debía esperarla en el Salón Rosa del MacAlpin Hotel.
Subimos a un taxi y nos dirigimos hacia la parte alta de la ciudad. En el taxi apoyó la cabeza en mi hombro. «Eres muy bueno conmigo», dijo con voz somnolienta. «No sé quién eres, pero conmigo eres estupendo. La Virgen, ¡ojalá pudiera echar un sueñecito antes! ¿Me esperarías?».
«Pues ¡claro!», dije. «Puede que me eche una siesta yo también».
El piso era acogedor y atractivo, mejor de lo que había esperado. Apenas había abierto la puerta, se quitó los zapatos. La ayudé a desnudarse.
Cuando estaba delante del espejo, vestida sólo con las bragas, tuve que reconocer que tenía una figura hermosa. Los pechos eran blancos y llenos, redondos y firmes, con radiantes pezones color fresa.
«¿Por qué no te quitas eso también?», dije, señalando las bragas.
«No, ahora no», dijo, mostrándose cohibida de repente y enrojeciendo ligeramente.
«Te las he quitado antes», dije. «¿Qué más da ahora?». Le puse la mano en la cintura como para bajárselas. «¡No hagas eso, por favor!», suplicó. «Espera a que me bañe». Se detuvo un momento y después añadió: «Se me está acabando el período».
Eso zanjó la cuestión por mi parte. Volví a ver florecer el anillo de llagas. Me entró pánico.
«De acuerdo», dije, «¡báñate! Me echaré aquí mientras lo haces».
«¿No quieres frotarme la espalda?», dijo, con los labios torciéndosele en su sonrisa traviesa.
«Pues, claro que sí… desde luego», dije. La llevé hasta el cuarto de baño, medio empujándola con mi prisa por librarme de ella.
Cuando se quitó las bragas, advertí una mancha de sangre negra. En mi vida, pensé para mis adentros. No, señor, no mientras esté en mi sano juicio. ¿Besar el culo al Papa?… ¡nunca!
Pero cuando se tumbó a enjabonarse, sentí que me ablandaba. Le cogí el jabón de la mano y le froté el matorral. Se retorcía de placer, mientras mis dedos jabonosos se enredaban en su pelo.
«Creo que se ha acabado», dijo, arqueando la pelvis y exhibiendo el coño abierto con las dos manos. «Mira… ¿ves algo?».
Le metí el dedo corazón de la mano derecha coño arriba y le di suaves masajes. Volvió a tumbarse con las manos enlazadas bajo la nuca y giró la pelvis despacio. «La Virgen, qué gusto da», dijo. «Sigue, hazlo un poco más. Quizá no necesite echar una siesta».
A medida que se excitaba, se puso a moverse más violentamente. De repente, se separó las manos y con los dedos me desabrochó la bragueta, me sacó la picha y se lanzó a por ella con la boca. Lo hizo como una profesional, haciéndole de rabiar, atormentándola, adelantando los labios y después asfixiándose con ella; se lo tragó como si fuera néctar y ambrosía.
Entonces volvió a recostarse en la bañera, suspiró pesadamente y cerró los ojos.
Ahora es el momento de guillárselas, me dije, y, fingiendo que iba a coger un cigarrillo cogí el sombrero y salí disparado. Mientras corría escaleras abajo me llevé el dedo a la nariz y lo olí. No era mal olor. Olía a jabón más que a otra cosa.
Unas noches más adelante, en el teatro dieron una representación privada. Mona me rogó que no asistiera, diciendo que la pondría nerviosa saber que yo estaba mirándola. Debía encontrarme con ella después en la entrada del teatro de los artistas. Especificó la hora exacta.
Llegué antes de tiempo, no a la puerta de entrada de los artistas, sino a la entrada del teatro. Miré los anuncios una y mil veces, emocionado de ver su nombre en letras grandes y claras. Cuando empezó a salir la multitud, crucé a la acera de enfrente y miré. No sabía por qué estaba mirando: simplemente estaba clavado en aquel sitio. Estaba bastante oscuro enfrente del teatro y había un embotellamiento de taxis.
De repente, vi que alguien se precipitaba impulsivamente hacia la acera en que un hombre bajito estaba esperando un taxi. Era Mona. La vi besar al hombre y después, cuando el taxi se alejaba, la vi decir adiós con la mano. Después la mano le cayó inerte a su lado, y se quedó allí parada unos minutos, como absorta en sus pensamientos. Finalmente, volvió corriendo al teatro por la puerta principal.
Cuando me reuní con ella en la puerta de los artistas unos minutos después, parecía sobreexcitada. Le conté lo que había presenciado.
«Entonces, ¿lo has visto?», dijo, cogiéndome la mano.
«Sí, pero ¿quién era?».
«Pues, era mi padre. Se ha levantado de la cama para venir. No va a durar mucho».
Mientras hablaba, se le saltaron las lágrimas. «Ha dicho que ahora ya puede morir tranquilo». Dicho eso, se detuvo bruscamente y, escondiendo la cara en las manos, se echó a llorar. «Debería haberlo acompañado a casa», dijo deshecha.
«Pero ¿por qué no me has dejado conocerlo?», dije. «Podríamos haberlo acompañado a casa juntos».
Se negó a hablar de eso. Quería irse a casa… irse a casa sola y llorar. ¿Qué podía yo hacer? Tenía que asentir: parecía lo más delicado.
La puse en un taxi y la vi alejarse. Me sentía profundamente emocionado. Entonces me puse en marcha, decidido a hundirme en la muchedumbre. En la esquina de Broadway oí a una mujer llamarme por mi nombre. Se me acercó corriendo.
«Has pasado por mi lado», dijo, «sin reconocerme. ¿Qué te pasa? Pareces deprimido». Me tendió las dos manos para que se las cogiese.
Era la exesposa de Arthur Raymond, Irma.
«Es curioso», dijo, «acabo de ver a Mona hace unos segundos. Ha salido de un taxi y ha bajado la calle corriendo. Parecía enloquecida. Iba a hablarle, pero ha salido corriendo demasiado deprisa. Tampoco creo que me haya visto… ¿Ya no vivís juntos? Pensaba que vivíais todos en casa de Arthur».
«¿Dónde la has visto exactamente?». Me preguntaba si podría haberse equivocado.
«Pues, a la vuelta de la esquina».
«¿Estás absolutamente segura?».
Sonrió de forma extraña. «¿Te parece que puedo confundirla con otra persona?».
«No sé», mascullé, más que nada para mis adentros… «parece imposible. ¿Cómo iba vestida?».
La describió con exactitud. Cuando dijo «una pequeña capa de terciopelo», supe que no podía haber sido otra persona.
«¿Habéis reñido?».
«No-o-o, no precisamente…».
«Bueno, a estas alturas ya deberías conocer a Mona», dijo Irma, intentando abandonar el tema. Me había cogido del brazo y me guiaba, como si tal vez yo no estuviera en pleno dominio de mis facultades.
«Me alegro mucho de verte», dijo. «Dolores y yo siempre estamos hablando de ti… ¿No quieres subir un momento? Dolores va a estar encantada de verte. Tenemos un piso juntas. Está aquí al lado. Ven, sube… me gustaría hablar contigo un rato. Debe de hacer un año desde que te vi por última vez. Acababas de dejar a tu mujer, ¿te acuerdas? Y ahora estás viviendo con Arthur… es extraño. ¿Cómo le va? ¿Está bien? Me han dicho que tiene una mujer muy guapa».
No hizo falta que me engatusara más para convencerme de subir y tomar una copa tranquilo con ellas. Irma parecía rebosante de alegría. Siempre había sido muy cordial conmigo, pero nunca tan efusiva. Me pregunté qué le había pasado.
Cuando llegamos arriba, la casa estaba a oscuras. «Es curioso», dijo Irma. «Había dicho que iba a venir pronto esta noche. Bueno, seguro que no tardará. Ponte cómodo… siéntate… te preparo una copa en un instante».
Me senté, sintiéndome algo aturdido. Años atrás, cuando conocí a Arthur Raymond, había apreciado mucho a Irma. Cuando se separaron, se había enamorado de mi amigo O’Mara, y éste la había hecho tan desgraciada como Arthur. Se quejaba de que era fría… no frígida, sino egoísta. En aquella época yo no le había prestado demasiada atención, porque estaba interesado por Dolores. Sólo una vez había habido algo que se pareciera a la intimidad entre nosotros. Había sido una pura casualidad y ninguno de los dos le había atribuido importancia. Nos habíamos encontrado en la calle frente a un cine barato una tarde y, después de cambiar unas palabras, como los dos estábamos bastante apáticos y aburridos, nos habíamos metido dentro. La película era insoportablemente tediosa, la sala estaba casi vacía. Nos habíamos echado los abrigos sobre las rodillas y después, más que nada por aburrimiento y por necesidad de contacto humano, nuestras manos se habían encontrado y nos quedamos así un rato mirando la pantalla distraídos. Al cabo de un rato, la rodeé con el brazo y la atraje hacia mí. Unos momentos después, me soltó la mano y me colocó la suya en la picha. No hice nada, curioso por ver qué haría en aquella situación. Recordé a O’Mara diciendo que era fría e indiferente. Así, que me quedé así esperando. Sólo tenía una erección a medias, cuando me tocó. La dejé crecer bajo su mano, que descansaba inmóvil. Gradualmente sentí la presión de sus dedos, después un apretón firme, luego una caricia, todo ello muy tranquila, delicadamente, como si estuviera dormida y haciéndolo inconscientemente. Cuando empezó a estremecerse y a saltar, me desabrochó la bragueta lenta y deliberadamente, metió la mano y me cogió los cojones. Seguí sin hacer movimiento alguno para tocarla. Tenía un deseo perverso de obligarla a hacerlo todo. Recordé la forma y el tacto de sus dedos; eran sensibles y expertos. Se me había arrimado como una gata y había dejado de mirar a la pantalla. Naturalmente, yo tenía la picha fuera, pero todavía cubierta bajo el abrigo. La vi echar el abrigo atrás y fijar la vista en mi picha. Entonces, con mayor audacia, se puso a darle masajes, cada vez con mayor firmeza y rapidez. Por fin me corrí en su mano. «Lo siento», murmuró, cogiendo el bolso para sacar un pañuelo. La dejé que me limpiara con su pañuelo de seda. No pronuncié palabra. No hice movimiento alguno para abrazarla. Nada. Exactamente como si la hubiera visto hacérselo a otra persona. Después de que se hubiese puesto polvos en la cara, y de que hubiera vuelto a meter todo en el bolso, la atraje hacia mí y pegué mi lengua a la suya. Después le quité el abrigo de encima del regazo, le alcé las piernas y las coloqué sobre mis rodillas. No llevaba nada bajo la falda, y estaba mojada. Le pagué con la misma moneda, haciéndolo casi despiadadamente, hasta que se corrió. Cuando abandonamos el cine, tomamos un café y unas pastas juntos en una pastelería y, después de una conversación intrascendente, nos separamos como si no hubiera ocurrido nada.
«Perdóname», dijo. «Por haber tardado tanto. Tenía ganas de ponerme algo cómodo».
Salí de mi ensueño para mirar a una aparición encantadora que me ofrecía un vaso largo. Se había transformado en una muñeca japonesa. Apenas nos habíamos sentado en el diván, cuando se levantó y se dirigió al armario empotrado de la ropa. La oí mover las maletas y después una pequeña exclamación, una señal de frustración, como si estuviera llamándome en voz muda.
Me levanté y me precipité hacia el armario, donde la encontré de pie, encima de una maleta que se movía, intentando coger algo del último estante. Le cogí las piernas un momento para mantenerla en equilibrio, justo cuando se volvía para bajar. Le deslicé la mano bajo el quimono de seda. Cayó en mis brazos, con mi mano firmemente fija entre sus piernas. Nos quedamos así, en un abrazo apasionado, envueltos en sus femeninos volantes. Entonces se abrió la puerta y entró Dolores. Se sobresaltó al encontrarnos metidos en el armario.
«¡Vaya!», exclamó con un pequeño suspiro, «¡quién iba a decir que te encontraría aquí!».
Solté a Irma y abracé a Dolores, que sólo protestó débilmente. Parecía más bella que nunca.
Al soltarse, se echó a reír con su risita habitual, que siempre era ligeramente irónica. «No tenemos que quedarnos en el armario, ¿verdad?», dijo, cogiéndome de la mano. Entretanto, Irma me había rodeado con un brazo.
«¿Por qué no nos quedamos aquí?», dije. «Es acogedor como una matriz». Mientras hablaba, estaba apretándole el culo a Irma.
«Señor, no has cambiado nada», dijo Dolores. «Nunca te cansas de eso, ¿verdad? Creí que estabas locamente enamorado de… de… he olvidado su nombre».
«Mona».
«Sí, Mona… ¿cómo está? ¿Todavía seguís en serio? ¡Pensaba que no ibas a mirar nunca más a una mujer!».
«Exactamente», dije. «Esto es un accidente, como puedes ver».
«Ya sé», dijo, revelando cada vez más sus celos encubiertos, «ya conozco esos accidentes tuyos. Siempre alerta, ¿no?».
Pasamos a la sala de estar, donde Dolores tiró sus cosas… con bastante vehemencia, me pareció, como preparándose para una lucha.
«¿Quieres que te sirva un trago?», preguntó Irma.
«Sí, uno fuerte», dijo Dolores. «Lo necesito… Oh, no tiene nada que ver contigo», observando que yo la miraba extrañado. «Es ese amigo tuyo, Ulric».
«¿Qué pasa? ¿No te trata bien?».
Guardó silencio. Me lanzó una mirada afligida, como diciendo: sabes muy bien de qué hablo.
Irma consideró que las luces eran demasiado intensas; apagó todas menos la lamparita de lectura junto al diván.
«Parece como si estuvieras preparando la escena», dijo Dolores burlona. Al mismo tiempo se le sentía una secreta emoción en la boca. Yo sabía que sería con Dolores con la que tendría que habérmelas. En cambio, Irma era como una gata; se movía por la habitación suavemente, casi ronroneando. No estaba turbada lo más mínimo; estaba preparándose para cualquier eventualidad.
«Es agradable tenerte aquí a solas», dijo Irma, como si hubiera encontrado a un hermano perdido desde hacía mucho tiempo. Se había estirado en el diván, contra la pared. Dolores y yo estábamos sentados casi a sus pies. Tras la espalda de Dolores yo tenía la mano sobre el muslo de Irma; un calor seco emanaba de su cuerpo.
«Debe de vigilarte bastante estrechamente», dijo Dolores, refiriéndose a Mona. «¿Es que teme perderte… o qué?».
«Tal vez», dije, ofreciéndole una sonrisa provocativa. «Y quizá tema yo perderla a ella».
«Entonces, ¿va en serio?».
«Muy en serio», respondí. «He encontrado a la mujer que necesito, y voy a conservarla».
«¿Estás casado con ella?».
«No, todavía no… pero pronto».
«¿Y tendréis hijos y demás?».
«No sé si tendremos hijos… ¿por qué? ¿Tan importante es eso?».
«Ya que lo hacéis, podríais hacerlo del todo», dijo Dolores.
«¡Oh, basta!», dijo Irma. «Parece como si estuvieras celosa. ¡Yo, no! Me alegro de que haya encontrado a la mujer que le conviene. Se lo merece». Me apretó la mano; al aflojar la presión, me deslizó la mano hábilmente hasta su chichi.
Dolores, consciente de lo que estaba sucediendo, pero fingiendo no notarlo, se levantó y se fue al baño.
«Se comporta de forma extraña», dijo Irma. «Parece morirse de celos».
«¿Quieres decir que está celosa de ti?», dije, algo perplejo yo también.
«No, no de mí… ¡naturalmente que no! Celosa de Mona».
«Es extraño», dije. «Creí que estaba enamorada de Ulric».
«Y lo está, pero no te ha olvidado. Ella…».
La interrumpí con un beso. Me echó los brazos en torno al cuello y se arrimó a mí, retorciéndose y culebreando como una gran gata. «Me alegro de no sentirme así», murmuró. «No quisiera estar enamorada de ti. Me gustas más de este modo».
Volví a pasarle la mano bajo el quimono. Respondió tierna y deseosa.
Dolores volvió y se excusó débilmente por interrumpir el juego. Estaba de pie junto a nosotros, mirando con ojos brillantes y maliciosos.
«Alcánzame mi vaso, ¿quieres?», dije.
«Quizá te gustaría que te abanicara también», dijo, al tiempo que me ponía el vaso en los labios.
La hice sentarse a nuestro lado, acariciándole la pierna medio al descubierto que sobresalía por entre su bata. También ella se había quitado la ropa.
«¿No tenéis algo cómodo para que yo me lo ponga?».
«Pues, claro que sí», dijo Irma, poniéndose en pie con presteza.
«Oh, no lo mimes así», dijo Dolores, con una sonrisa enfurruñada. «Eso es lo que le gusta… quiere que le hagan fiestas. Y después se pondrá a contarte lo fiel que es a su esposa».
«Todavía no es mi esposa», dije, en tono sarcástico, al tiempo que aceptaba la bata que me ofrecía Irma.
«Ah, ¿no?», dijo Dolores. «Pues, entonces es peor».
«Peor, ¿cómo que peor? Todavía no he hecho nada, ¿no?».
«No, pero vas a intentarlo».
«Quieres decir que te gustaría. No seas impaciente… ya tendrás tu oportunidad».
«Conmigo, no», dijo Dolores, «me voy a la cama. Vosotros dos podéis hacer lo que os apetezca».
Como respuesta cerré la puerta y empecé a desnudarme. Cuando volví, encontré a Dolores tumbada en el sofá y a Irma sentada a su lado con las piernas cruzadas, enseñándolo todo.
«No te preocupes por nada de lo que diga», dijo Irma. «Le gustas tanto como a mí… tal vez más. Lo que pasa es que no le gusta Mona».
«¿Es eso cierto?». Miré primero a Irma y luego a Dolores. Esta última guardaba silencio, pero era un silencio de asentimiento.
«No sé por qué habías de estar tan resentida con ella», me apresuré a continuar. «Nunca te ha hecho nada. Y no puedes estar celosa de ella porque… en fin, porque no estabas enamorada de mí… entonces».
«¿Entonces? ¿Qué quieres decir? Nunca he estado enamorada de ti, ¡gracias a Dios!», dijo Dolores.
«No me pareces muy convincente», dijo Irma, en broma. «Oye, si nunca has estado enamorada de él, no te muestres tan apasionada al respecto». Se dirigió a mí y en su alegre tono habitual dijo: «¿Por qué no la besas, para acabar con estas tonterías?».
«De acuerdo, lo haré», dije, y, acto seguido, me incliné y abracé a Dolores. Al principio mantuvo los labios cerrados firmemente, mirándome desafiante. Después, poco a poco, cedió, y, cuando por fin se retiró, estaba mordiéndome los labios. Al retirar la boca, me dio un empujoncito. «¡Dile que se vaya!», dijo. Le lancé una mirada de reproche en que había algo de lástima y asco. Al instante se mostró arrepentida y volvió a ceder. Volví a inclinarme sobre ella, tiernamente esa vez, y, al meterle la lengua en la boca, le puse la mano entre las piernas. Intentó apartarme la mano, pero era un esfuerzo excesivo.
«¡Huy! Ya falta poco», oí decir a Irma, y después me apartó. «Yo estoy aquí también, no lo olvides». Me estaba ofreciendo los labios y los pechos.
Estaba empezando a haber competencia. Me levanté para servirme una copa. El albornoz quedó abierto como una tienda extendida.
«¿Es necesario que nos enseñes eso?», dijo Dolores, fingiendo estar violenta.
«No es necesario, pero voy a hacerlo, ya que lo pides», dije, abriendo el albornoz del todo y descubriéndome completamente.
Dolores volvió la cabeza hacia la pared, mascullando algo en voz pseudohistérica sobre el espectáculo «asqueroso y obsceno». En cambio, Irma la miró de buen humor. Finalmente, alargó la mano y la apretó cariñosamente. Al levantarse para aceptar la copa que le había servido, le abrí la bata y le coloqué la polla entre las piernas. Bebimos juntos con mi trabuco llamando a la puerta.
«Yo también quiero un trago», dijo Dolores de mal humor. Nos volvimos simultáneamente y la miramos. Tenía la cara colorada, los ojos grandes y brillantes, como si les hubiese puesto belladona. «Parecéis degenerados», dijo, con los ojos pasando rápidamente de Irma a mí una y otra vez.
Le tendí un vaso y echó un buen trago. Estaba haciendo esfuerzos para conseguir la libertad que Irma ostentaba como una bandera.
Su voz se volvió desafiante entonces. «¿Por qué no lo hacéis y acabáis de una vez?», dijo, como arrojándonos las palabras. Al moverse se le había abierto la bata; lo sabía perfectamente y no hizo el menor esfuerzo para ocultar su desnudez.
«Échate ahí», dije, empujando suavemente a Irma hacia el diván otra vez.
Irma me cogió la mano y tiró. «Echate tú también», dijo.
Me llevé el vaso a los labios y, mientras la bebida me pasaba por la garganta, se apagó la luz. Oí a Dolores decir: «¡No, no hagas eso, por favor!». Pero la luz siguió apagada y, mientras acababa la bebida de pie, sentí que la mano de Irma me apretaba la picha convulsivamente. Dejé el vaso y me eché entre las dos. Casi al instante se apretaron contra mí. Dolores me besaba apasionadamente, e Irma, como una gata, se había puesto en cuclillas y me había aplicado la boca a la picha. Fue una dicha agonizante que duró unos segundos y después exploté en la boca de Irma.
Cuando llegué a Riverside Drive, estaba casi amaneciendo. Mona no había regresado. Me tumbé a esperar oír sus pasos. Empecé a temer que hubiese tenido un accidente… peor, que tal vez se hubiera matado, o lo hubiese intentado, por lo menos. También podía ser que hubiera ido a casa de sus padres. Pero, entonces, ¿por qué había salido del taxi? Quizá para correr al metro. Pero es que el metro no iba en esa dirección. Desde luego, podía telefonearla a casa de sus padres, pero sabía que lo interpretaría mal. Me pregunté si habría telefoneado durante la noche. Ni Rebecca ni Arthur se molestaban nunca en dejarme una nota; siempre esperaban hasta que me veían.
Hacia las ocho llamé a su puerta. Todavía estaban dormidos. Tuve que llamar fuerte antes de que respondieran. Y luego no me enteré de nada: también ellos habían llegado a casa muy tarde.
Desesperado, fui a la habitación de Kronski. También él estaba completamente dormido. Parecía no entender lo que yo quería decir.
Por fin dijo: «¿Qué pasa? ¿Ha vuelto a faltar toda la noche? No, no ha habido ninguna llamada para ti. Sal de aquí… ¡déjame en paz!».
Yo no había pegado ojo. Me sentía exhausto. Pero entonces se me ocurrió la idea tranquilizadora de que podría telefonearme a la oficina. Casi tenía la esperanza de que hubiera una nota esperándome sobre la mesa.
Pasé la mayor parte del día echando siestas como un gato. Dormía en la mesa, con la cabeza hundida entre los brazos cruzados. Varias veces llamé a Rebecca para ver si había recibido algún recado, pero siempre me daba la misma respuesta. Cuando llegó la hora de cerrar, me quedé un rato más. Fuera lo que fuese lo que hubiera ocurrido, no podía creer que dejase pasar el día sin telefonearme. Era sencillamente increíble.
Una vitalidad extraña y nerviosa se apoderó de mí. De repente, estaba completamente despierto, más despierto que si hubiera descansado en la cama durante tres días. Iba a esperar otra media hora y, si no telefoneaba, iría derecho a casa de sus padres.
Mientras me paseaba para arriba y para abajo con zancadas de pantera, se abrió la puerta y entró un chaval de piel oscura. Cerró la puerta tras sí rápidamente, como si alguien lo persiguiera. Había algo jovial y misterioso en él, que su acento cubano exageraba.
«Va usted a darme trabajo, ¿verdad, señor Miller?», exclamó. «Tengo que trabajar de repartidor para acabar mis estudios. Todo el mundo me ha dicho que es usted un hombre bondadoso… y yo también lo veo… tiene usted cara de bueno. Soy experto en muchas cosas, como descubrirá cuando me conozca mejor. Me llamo Juan Rico. Tengo dieciocho años. Además, soy poeta».
«Vaya, vaya», dije, riéndome entre dientes y acariciándolo bajo la barbilla —tenía la talla y el aspecto de un enano—, «conque ¿eres poeta? Entonces seguro que te voy a dar trabajo».
«También soy acróbata», dijo. «Mi padre tuvo un circo en tiempos. Ya verá que soy muy rápido de piernas. Me encanta ir de acá para allá con gusto y presteza. Además, soy extraordinariamente cortés y, al entregar un telegrama, diré: “Gracias, señor”, y me quitaré la gorra respetuosamente. Conozco todas las calles de memoria, incluido el Bronx. Y, si me destina al barrio hispánico, le resultaré muy eficaz. ¿Soy de su agrado, señor?». Me dedicó una sonrisa encantadora, que daba a entender que sabía perfectamente vender su mercancía.
«Ve ahí y siéntate», dije. «Te voy a dar una instancia para que la rellenes. Puedes empezar mañana por la mañana temprano… con una sonrisa».
«Oh, sé sonreír, señor… maravillosamente», y lo hizo.
«¿Estás seguro de que tienes dieciocho años?».
«Oh, sí, señor, eso puedo demostrarlo. He traído todos mis papeles».
Le di una instancia y fui a la habitación de al lado —la pista de patinaje— para dejarlo tranquilo. De repente sonó el teléfono. Volví de un salto hasta la mesa y cogí el aparato. Era Mona la que hablaba, en voz baja, contenida, irreconocible, como si la hubieran vaciado.
«Ha muerto hace un rato», dijo. «He estado a su lado desde que me separé de ti…».
Mascullé unas palabras inadecuadas de consuelo y después le pregunté cuándo volvería. Todavía no estaba segura de cuándo… quería que le hiciese un pequeño favor… ir a unos almacenes y comprarle un traje de luto y unos guantes negros. Talla dieciséis. ¿Qué clase de material? No sabía, lo que yo escogiera… Unas palabras más y colgó.
El pequeño Juan Rico me estaba mirando a los ojos como un perro fiel. Había entendido todo y, con sus delicados modales cubanos, estaba intentando hacerme saber que deseaba compartir mi pena.
«No te preocupes, Juan», dije. «Todo el mundo tiene que morir tarde o temprano».
«¿Era su esposa la que ha llamado?», preguntó. Tenía los ojos húmedos y brillantes.
«Estoy seguro de que debe de ser guapa».
«¿Por qué dices eso?».
«Por la forma como le hablaba usted, casi podía verla. Ojalá pudiera yo casarme algún día con una mujer guapa. Pienso en eso con frecuencia».
«Eres un muchacho gracioso», dije. «Pensar ya en el matrimonio. Pero, bueno, si eres un niño».
«Aquí tiene mi instancia, señor. ¿Quiere hacer el favor de examinarla ahora para estar seguro de que puedo venir mañana?».
Le eché un vistazo rápido y le aseguré que era satisfactoria.
«Entonces estoy a su servicio, señor. Y ahora, señor, si me perdona, ¿puedo sugerirle que me deje quedarme con usted un ratito? No creo que sea bueno que se quede solo en este momento. Cuando el corazón está triste, necesita uno a un amigo».
Me eché a reír. «Buena idea», dije. «Vamos a ir a cenar juntos, ¿qué te parece? Y después al cine… ¿te hace?».
Se levantó y se puso a retozar como un perro amaestrado. De repente, sintió curiosidad por la habitación vacía al fondo. Lo seguí y lo contemplé de buen humor, mientras examinaba los objetos. Los patines le intrigaban. Había cogido un par y estaba examinándolos como si nunca hubiera visto cosa semejante.
«Póntelos», dije, «y da una vuelta. Ésta es la pista de patinaje».
«¿Sabe usted también patinar?», preguntó.
«Claro que sí. ¿Quieres verme patinar?».
«Sí», dijo, «y déjeme patinar con usted. Hace muchos años que no lo he hecho. Es una diversión bastante cómica, ¿no cree?».
Nos pusimos los patines. Me lancé hacia adelante con las manos a la espalda. El pequeño Juan Rico me siguió pegado a mis talones. En el centro de la habitación había unas columnas delgadas; di vueltas en torno a las columnas, como si estuviera dando una exhibición.
«Caramba, es muy estimulante, ¿verdad?», dijo Juan sin aliento. «Se desliza usted como un céfiro».
«¿Como un qué?».
«Como un céfiro… una brisa suave y agradable».
«¡Ah, céfiro!».
«Una vez escribí un poema sobre un céfiro… hace mucho».
Le cogí la mano y le hice girar. Después lo coloqué delante de mí y con las manos en su cintura lo llevé empujándolo, guiándolo ligera y diestramente por la pista. Finalmente, le di un buen empujón y lo envié a toda velocidad hacia el otro extremo de la habitación.
«Ahora te voy a mostrar algunos ejercicios de fantasía que aprendí en el Tirol», dije, enlazando los brazos por delante y alzando una pierna en el aire. La idea de que nunca en su vida sospecharía Mona lo que estaba haciendo en aquel momento me daba una alegría demoníaca. Al pasar una y otra vez delante del pequeño Juan, que ahora estaba sentado en el alféizar de la ventana y absorto en el espectáculo, le hacía muecas: primero triste y apenado, después alegre, luego despreocupado, después divertido, luego meditativo, después severo, luego amenazador, después idiota. Me hacía cosquillas en los sobacos como un mono; bailaba como un oso amaestrado; me ponía en cuclillas como un inválido; cantaba con voz cascada, después gritaba como un maniaco. Una vuelta tras otra, sin cesar, alegremente, libre como un pájaro, Juan se me unió. Nos acechábamos como animales, nos volvíamos ratones danzarines, imitábamos a los sordomudos.
Y todo el tiempo pensaba en Mona paseándose por la casa del duelo, esperando su traje de luto, sus guantes negros, y yo qué sé.
Una vuelta tras otra, sin la menor preocupación. Un poquito de petróleo, una cerilla, y saltaríamos en llamas, como un carrusel ardiendo. Miré la nuca de Juan: era como yesca. Sentía el deseo demente de incendiarlo, hacerle arder y luego precipitarlo por el hueco del ascensor. Después dos o tres vueltas feroces, a lo Brueghel, ¡y por la ventana!
Me calmé un poco. No Brueghel, sino Hieronymus Bosch. Una temporada en el infierno, entre los cepos y las poleas de la mentalidad medieval. A la primera vuelta arrancaban un brazo. A la segunda vuelta, una pierna. Al final, sólo un torso rodando. Y la música sonaba con tañidos vibrantes. El arpa de hierro de Praga. Una calle hundida cerca de la sinagoga. Un repique doloroso de campanas. El lamento gutural de una mujer.
Ya no Bosch, sino Chagall. Un ángel en traje de paisano bajando inclinado por encima del techo. Nieve en el suelo y en los arroyos trocitos de carne para ratas. Cracovia a la luz violeta del destripamiento. Bodas, nacimientos, entierros. Un hombre con abrigo y una sola cuerda en el violín. La novia ha perdido el juicio; baila con las piernas rotas.
Una vuelta tras otra, llamando a los timbres de las puertas, sonando cascabeles. La rueda cosmocócica de la pena y las bofetadas. En las raíces de mi cabello una pizca de escarcha, en las puntas de los dedos de los pies un fuego. El mundo es un carrusel en llamas, con los caballos quemados hasta los jarretes. Un padre frío y tieso y que yace en una cama de plumas. Una madre verde como la gangrena. Y el novio girando.
Primero lo enterraremos en el frío suelo. Después enterraremos su nombre, su leyenda y a una viuda vienesa. Me casaré con la hija de la viuda… con su traje de luto y sus guantes negros. Haré sacrificios y me ungiré la cabeza de cenizas.
Una vuelta tras otra… Ahora la figura del ocho. Ahora el símbolo del dólar. Ahora el águila con las alas desplegadas. Un poco de petróleo y una cerilla, y arderá como un árbol de Navidad.
«¡Señor Miller! ¡Señor Miller!», llama Juan. «Señor Miller, ¡deténgase! Por favor, ¡deténgase!».
El muchacho parece asustado. ¿Qué puede ser lo que le hace mirarme así?
«Señor Miller», dice, cogiéndome del faldón, «¡no se ría así, por favor! Por favor, tengo miedo por usted».
Me relajé. Una amplia mueca me cubrió la cara, y después se suavizó en una sonrisa amable.
«Así está mejor, señor. Me tenía preocupado. ¿No sería mejor que nos fuéramos ahora?».
«Me parece que sí, Juan. Creo que por hoy ya hemos hecho bastante ejercicio. Mañana tendrás una bicicleta. ¿Tienes hambre?».
«Sí, señor, tengo mucho hambre. Siempre tengo un apetito fabuloso. En cierta ocasión me comí un pollo entero yo solo. Fue cuando murió mi tía».
«Esta noche cenaremos pollo, Juan, hijo. Dos pollos: uno para ti y otro para mí».
«Es usted muy bueno, señor… ¿Está seguro de encontrarse bien ahora?».
«Me encuentro perfectamente, Juan. Vamos a ver, ¿dónde supones que podríamos comprar un traje de luto a estas horas?».
«La verdad es que no lo sé», dijo Juan.
En la calle llamé a un taxi. Tenía la idea de que en el East Side habría tiendas todavía abiertas. El taxista estaba seguro de encontrar alguna.
«Está muy animado por aquí, ¿verdad?», dijo Juan, cuando bajamos frente a una tienda de ropa. «¿Está siempre así?».
«Siempre», dije. «Una fiesta perpetua. Sólo los pobres disfrutan de la vida».
«Me gustaría trabajar por aquí alguna vez», dijo Juan. «¿Qué lengua hablan aquí?».
«Todas las lenguas», dije. «También puedes hablar inglés».
El propietario estaba de pie en la puerta. Dio a Juan una palmada cordial en la cabeza.
«Quisiera un traje de luto, talla dieciséis», dije. «No demasiado caro. Tiene que entregarse esta noche; lo pagarán en destino».
Una judía joven y morena con acento ruso se adelantó. «¿Es para una mujer joven o mayor?», dijo.
«Una mujer joven, de su talla aproximadamente. Mi esposa».
Empezó a enseñar diferentes modelos, le dije que escogiera el que considerase más adecuado. «Que no sea feo», le rogué, «y tampoco demasiado elegante. Ya sabe lo que quiero decir».
«Y los guantes», dijo Juan. «No olvide los guantes».
«¿Qué talla?», preguntó la joven.
«Déjeme ver sus manos», dije. Las estudié un momento. «Un poco más grandes que las de usted».
Le di la dirección y dejé una propina generosa para el recadero. Entonces se acercó el propietario y se puso a hablar con Juan. Parecía haberle caído en gracia.
«¿De dónde eres, hijo?», preguntó. «¿De Puerto Rico?».
«De Cuba», dijo Juan.
«¿Hablas español?».
«Sí, señor, y francés y portugués».
«Eres muy joven para saber tantas lenguas».
«Mi padre me las enseñó. Mi padre era director de un periódico en La Habana».
«Vaya, vaya», dijo el propietario. «Me recuerdas a un muchacho que conocía en Odesa».
«¡Odesa!», dijo Juan. «Yo estuve una vez en Odesa. Era grumete en un barco mercante».
«¿Cómo?», exclamó el propietario. «¿Estuviste en Odesa? Es increíble. ¿Qué edad tienes?».
«Dieciocho años, señor».
El propietario se dirigió a mí. Me preguntó si podía invitarnos a tomar una copa con él en la heladería de al lado.
Aceptamos la invitación encantados. Nuestro anfitrión, que se llamaba Eisenstein, se puso a hablar de Rusia. En un principio había sido estudiante de medicina. El muchacho que se parecía a Juan era su hijo, que había muerto. «Era un muchacho extraño», dijo Eisenstein. «No se parecía a nadie de la familia. Y tenía su forma de pensar propia. Quería recorrer el mundo. Le dijeras lo que le dijeses, siempre tenía una idea diferente. Era un poco filósofo. En cierta ocasión se escapó a Egipto… porque quería estudiar las pirámides. Cuando le dijimos que nos íbamos a América, dijo que él se iría a China. Dijo que no quería llegar a ser rico, como los americanos. ¡Un muchacho extraño! ¡Y de una independencia! Nada lo asustaba… ni siquiera los cosacos. A veces casi me daba miedo. ¿De dónde procedía? Ni siquiera tenía aspecto de judío…».
Se lanzó a un monólogo sobre la extraña sangre que se había vertido a las venas de los judíos en sus vagabundeos. Habló de extrañas tribus de Arabia. África, China. Pensaba que hasta los esquimales podían llevar sangre judía. A medida que hablaba, se embriagaba con esa idea de la mezcla de razas y sangres. El mundo habría sido una charca estancada, si no hubiera sido por los judíos. «Somos como semillas arrastradas por el viento», dijo. «Brotamos en todas partes. Plantas resistentes. Hasta que nos arrancan de raíz. Ni siquiera entonces perecemos. Podemos vivir cabeza abajo. Podemos crecer entre las piedras».
Todo el tiempo me había tomado por un judío. Finalmente le expliqué que no era judío, pero que mi mujer lo era.
«¿Y se convirtió al cristianismo?».
«No, yo me estoy convirtiendo al judaísmo».
Juan me miraba con grandes ojos inquisitivos. El señor Eisenstein no sabía si yo hablaba en broma.
«Cuando vengo por aquí», dije, «me siento feliz. No sé qué es, pero me siento más en casa aquí. Quizá tenga sangre judía y no lo sepa».
«Me temo que no», dijo el señor Eisenstein. «Se siente atraído porque no es judío. Le gusta lo que es diferente, nada más. Puede que en tiempos odiara a los judíos. Eso ocurre a veces. De repente un hombre ve que estaba equivocado y entonces se enamora violentamente de lo que en otro tiempo odiaba. Va hasta el otro extremo. Conozco a un gentil que se convirtió al judaísmo. Nosotros no intentamos convertir, ya lo sabe. Si eres un buen cristiano, es mejor que sigas siendo cristiano».
«Pero a mi no me importa la religión», dije.
«La religión lo es todo», dijo. «Si no puedes ser buen cristiano, no puedes ser buen judío. Nosotros no somos un pueblo ni una raza: somos una religión».
«Eso es lo que usted dice, pero no lo creo. Es más como si fueran una especie de bacteria. Nada puede explicar su supervivencia, desde luego no su fe. Por eso siento tanta curiosidad, tanta pasión, cuando estoy con su gente. Me gustaría poseer el secreto».
«Pues, estudie a su esposa», dijo.
«Ya lo hago, pero no la entiendo. Es un misterio».
«Pero ¿la ama usted?».
«Sí», dije, «la amo apasionadamente».
«¿Y por qué no está con ella ahora? ¿Por qué hace que le envíen el vestido? ¿Quién ha muerto?».
«Su padre», respondí. «Pero nunca lo he conocido», añadí rápidamente. «Nunca he estado en su casa».
«Eso está mal», dijo. «Algo falla ahí. Debería usted ir con ella. No le importe que no se lo haya pedido. ¡Vaya con ella! No le deje avergonzarse de sus padres. No hace falta que vaya al entierro, pero debe hacerle ver que le importa su familia. Usted sólo es un accidente en su vida. Cuando usted muera, la familia seguirá. Absorberá la sangre de usted. Nosotros hemos bebido la sangre de todas las razas. Y seguimos nuestro curso como un río. No debe usted pensar que sólo se ha casado con ella: se ha casado con toda la raza judía, con el pueblo judío. Nosotros les damos vida y vigor a ustedes. Los alimentamos. Al final, todos los pueblos se unirán. Tendremos paz. Haremos un mundo nuevo. Y habrá sitio para todos los hombres… No, no la deje sola ahora. Lo lamentará, si lo hace. Es orgullosa, eso es lo que pasa. Debe usted ser suave y tierno. Debe arrullarla como un palomo. Puede que lo ame a usted como un vicio. No hay amor como el de la mujer judía para el hombre al que entrega su corazón. Sobre todo si él es de sangre gentil. Es una victoria para ella. Es mejor que usted ceda que no que sea el señor… Excúseme por hablar de este modo, pero sé de lo que hablo. Y veo que usted no es un gentil corriente. Usted es uno de esos gentiles perdidos: está usted buscando algo… no sabe qué exactamente. Nosotros conocemos a los de su clase. No siempre estamos deseosos de conseguir su amor. Nos hemos visto traicionados con mucha frecuencia. A veces es mejor tener un buen enemigo: entonces sabemos a qué atenemos. Con los de su clase nunca sabemos a qué atenernos. Son ustedes como el agua… y nosotros somos rocas. Nos van royendo poco a poco… no con malicia, sino con bondad. Nos lamen como las olas del mar. Las grandes olas podemos resistirlas… pero el lamido suave es lo que nos quita la fuerza».
Estaba tan excitado con aquella digresión inesperada, que tuve que interrumpir su discurso.
«Sí, ya sé», dijo. «Sé cómo se siente usted. Mire, sabemos todo sobre ustedes… pero ustedes todavía no han aprendido nada de nosotros. Puede usted casarse mil veces, con mil mujeres judías, y aun así no sabrá lo que nosotros sabemos. Estamos dentro de ustedes todo el tiempo. Bacterias, sí, tal vez. Si son ustedes fuertes, los apoyamos; si son débiles, los destruimos. No vivimos en el mundo, como les parece a los gentiles, sino en el espíritu. El mundo pasa, pero el espíritu es eterno. Mi hijo entendía eso. Quería permanecer puro. El mundo no era bueno para él. Murió de vergüenza… de vergüenza del mundo…».