Aquella excursión fue un domingo. No vi a Mona hasta el martes cerca del amanecer. No es que me quedara con Maude… no. El lunes por la mañana fui derecho a la oficina. Hacia mediodía telefoneé a Mona y me dijeron que estaba durmiendo. Fue Rebecca quien contestó al teléfono. Dijo que Mona no había estado en casa en toda la noche, que había estado ensayando. «¿Y dónde estuviste tú toda la noche?», me preguntó, casi con interés de propietaria. Le expliqué que la niña se había puesto enferma y que me había tenido que quedar con ella toda la noche.
«Será mejor que inventes algo mejor que eso», se echó a reír, «antes de hablar con Mona. Ha estado telefoneando toda la noche. Estaba furiosa contigo».
«Será por eso por lo que no ha venido a casa, supongo».
«No esperarás que nadie crea tus historias, ¿verdad?», dijo Rebecca, soltando otra carcajada débil y ronca. «¿Vendrás esta noche?», añadió. «Te hemos echado de menos… ¿Sabes una cosa, Henry? No deberías casarte nunca…».
La interrumpí. «Iré a casa a cenar, sí. Díselo cuando se despierte, ¿quieres? Y no te rías cuando le cuentes lo que te he dicho… me refiero a lo de la niña».
Se echó a reír otra vez.
«Oye, Rebecca. Confío en ti. No me compliques las cosas. Ya sabes que te aprecio mucho. Si alguna vez me caso con otra mujer, será contigo, ya lo sabes…».
Más risas. Después: «Por el amor de Dios, Henry, ¡no sigas! Pero ven a casa esta noche… Quiero que me lo cuentes todo. Arthur no va a estar en casa. Te ayudaré… aunque no lo mereces».
Así, que me fui a casa después de echar una siestecita en la sala de patinaje. Además, al llegar estaba bastante animado gracias a una entrevista en el último momento con un egiptólogo que quería trabajar de repartidor nocturno. Una afirmación que había dejado caer sobre la probable edad de las pirámides me había arrancado de la rutina tan violentamente, que la cuestión de cómo reaccionaría Mona ante mi historia había pasado a serme completamente indiferente. Según había dicho, y estaba seguro de haberle oído correctamente, había razones para creer que las pirámides podían tener sesenta mil años… por lo menos. Si eso fuera cierto, podía desecharse toda la puñetera concepción de la civilización egipcia… y muchas otras concepciones científicas también. En el metro me sentí inconmensurablemente más viejo de lo que había pensado nunca que pudiera uno sentirse. Estaba intentando remontarme veinte o treinta mil años, en algún punto intermedio entre la erección de aquellos monolitos enigmáticos y el supuesto amanecer de esa remota civilización del Nilo. Estaba suspendido en el tiempo y en el espacio. La palabra «edad» empezó a adquirir un nuevo significado. Al mismo tiempo se me ocurrió una idea fantástica: ¿y si viviera hasta los ciento cuarenta años o hasta los ciento cincuenta y cinco? ¿Qué tal quedaría en una comparación el pequeño incidente que estaba intentando encubrir —el asunto de Organza Friganza— a la luz de ciento cincuenta años de experiencia? ¿Qué importaría que Mona me dejara? ¿Qué importaría dentro de tres generaciones cómo me hubiese comportado la noche del catorce del tal mes y tal año? ¿Y suponiendo que conservara la virilidad a los noventa y cinco años y que hubiese sobrevivido a la muerte de seis esposas, u ocho, o diez? ¿Y suponiendo que en el siglo XXI se diese una vuelta al mormonismo? ¿O que empezáramos a comprender, y no sólo a comprender, sino también a practicar, la lógica sexual de los esquimales? ¿Y suponiendo que se aboliese la idea de propiedad y que se acabara con la institución del matrimonio? Dentro de setenta u ochenta años podrían producirse revoluciones tremendas. Dentro de setenta u ochenta años yo sólo contaría cien años de edad más o menos… relativamente joven todavía. Probablemente habría olvidado los nombres de la mayoría de mis esposas, por no decir nada de las efímeras compañeras de una noche… Cuando entré, estaba casi exaltado.
Rebecca acudió al instante a mi habitación. La casa estaba vacía. Me dijo que Mona había telefoneado para decir que estaba en otro ensayo. No sabía cuándo volvería a casa.
«Excelente», dije. «¿Has hecho cena?».
«Dios mío, Henry, eres adorable». Me rodeó con los brazos afectuosamente y me dio un abrazo de camarada. «Ojalá fuera así Arthur. Sería más fácil perdonarle a veces».
«¿No hay nadie por aquí?», pregunté. Era de lo más inhabitual que la casa estuviese tan desierta.
«No, todo el mundo se ha ido», dijo Rebecca, examinando el asado en el horno. «Ahora puedes contarme sobre el gran amor de que me estabas hablando por teléfono». Volvió a reír, con una risa débil y natural que hizo que un estremecimiento me recorriera el cuerpo.
«Sabes que no hablaba en serio», dije. «A veces digo cualquier cosa… aunque en cierto modo también hablaba en serio. Entiendes, ¿verdad?».
«¡Perfectamente! Por eso me gustas. Eres totalmente infiel y sincero. Es una combinación irresistible».
«Sabes que estás segura conmigo, ¿no es eso?», dije, acercándome y rodeándola con un brazo.
Se escabulló riéndose. «No creo tal cosa… ¡y tú lo sabes!», exclamó.
«Te estoy adulando sólo por cortesía», dije, con una amplia sonrisa. «Ahora vamos a darnos una comida íntima… Señor, ¡qué bien huele!… ¿Qué es? ¿Pollo?».
«¡Cerdo!», dijo. «Pollo… ¿qué te has creído? ¿Que la he hecho especialmente para ti? Sigue, cuéntame. Olvídate de la comida por un rato más. Di algo agradable, si puedes. Pero no te acerques a mí, o te clavaré un tenedor… Cuéntame lo que ocurrió anoche. A ver si te atreves a decirme la verdad…».
«Eso no es difícil, mi maravillosa Rebecca. Sobre todo estando solos. Es una larga historia: ¿estás segura de que te gustaría escucharla?».
Estaba riéndose de nuevo.
«Joder, tienes una risa maliciosa», dije. «Bueno, en fin, ¿qué estaba diciendo? Ah, sí, la verdad… Mira, la verdad es que me acosté con mi mujer…».
«Eso ya me lo imaginaba», dijo Rebecca.
«Pero espera, eso no es todo. Además, había otra mujer…».
«¿Quieres decir después de que te acostaras con tu mujer… o antes?».
«Al mismo tiempo», dije, sonriendo afablemente.
«¡No, no! ¡No me digas eso!». Dejó caer el cuchillo de trinchar y se quedó con los brazos en jarras mirándome escrutadora. «No sé… contigo todo es posible. Espera un momento. Espera a que ponga la mesa. Quiero enterarme de todo, desde el principio hasta el fin».
«¿No tienes un poco de ginebra?», dije.
«Tengo un poco de vino tinto… tendrás que conformarte con eso».
«¡Bien, bien! Por supuesto, que me conformo. ¿Dónde está?».
Mientras yo descorchaba la botella, se me acercó y me cogió del brazo. «Oye, dime la verdad», dijo. «No te delataré».
«Pero ¡si te estoy diciendo la verdad!».
«Muy bien, calla, entonces. Espera a que nos sentemos… ¿Te gusta la coliflor? No tengo ninguna otra verdura».
«Me gusta cualquier clase de comida. Me gusta todo. Me gustas tú, me gusta Mona, me gusta mi mujer, me gustan los caballos, las vacas, las gallinas, el pinochle, la tapioca, Bach, la bencina, la urticaria…».
«Te gusta… Eso eres tú, enteramente. Es maravilloso escucharte. Me haces sentir hambre a mí también. Te gusta todo, sí… pero no amas».
«También amo. Amo la comida, el vino, a las mujeres. Claro que amo. ¿Qué te hace pensar que no? Si algo te gusta, lo amas. El amor sólo es el grado superlativo. Amo como Dios ama… sin distinción de tiempo, lugar, raza, color, sexo, etc. También te amo a ti… de ese modo. Supongo que no es bastante».
«Querrás decir que es demasiado. Eres un exagerado… Oye, cálmate un momento. Trincha la carne, ¿quieres? Voy a preparar la salsa».
«Salsa… oh, oh. Amo la salsa».
«Igual que amas a tu mujer y a mí y a Mona, ¿no es eso?».
«Más todavía. Ahora mismo todo es salsa. Podría bebérmela a cucharadas del cazo. La rica salsa espesa, pesada y negra… es maravillosa. Por cierto, acabo de hablar con un egiptólogo: quería trabajar de repartidor».
«Aquí está la salsa. No cambies de tema. Ibas a hablarme de tu mujer».
«Claro, claro, te hablaré de ella. Te hablaré de eso también. Te lo contaré todo. Antes que nada, quiero decirte lo guapa que estás… con la salsa en la mano».
«Si no dejas ese tema», dijo, «te clavaré un cuchillo. ¿Qué te ha pasado, de todos modos? ¿Es que tu mujer ejerce tanto efecto sobre ti, cada vez que la ves? Debiste de pasártelo bomba». Se sentó, no enfrente de mí, sino a un lado.
«Sí, me lo pasé bomba», dije. «Y luego que hoy ha venido ese egiptólogo…».
«¡Oh, al diablo con el egiptólogo! Quiero oír lo de tu mujer… y de esa otra mujer. Señor, como estés inventándotelo, ¡te mato!».
Por un rato me ocupé del cerdo y la coliflor. Eché unos tragos de vino para pasarlos. Una comida suculenta. No podía sentirme mejor. Necesitaba recuperar fuerzas.
«Fue así», empecé, después de haber tragado unos bocados.
Ella se echó a reír entre dientes.
«¿Qué pasa? ¿Qué he dicho ahora?».
«No es lo que dices, sino la forma como lo dices. Pareces tan sereno y despreocupado, tan inocente. Señor, sí, eso es: inocente. Si se hubiera tratado de un asesinato en lugar de un adulterio, o una fornicación, habrías empezado del mismo modo. Te diviertes, ¿verdad?».
«Naturalmente… ¿por qué no? ¿Por qué no habría de hacerlo? ¿Acaso es tan extraño?».
«No-o-o», dijo, arrastrando los sonidos. «Supongo que no… o que no debería serlo, en cualquier caso. Pero haces que todo parezca un poco demencial a veces. Eres demasiado exagerado. ¡Deberías haber nacido en Rusia!».
«¡Sí, Rusia! Eso es… ¡Amo a Rusia!».
«Y amas el cerdo y la coliflor… y la salsa y a mí. Dime, ¿qué es lo que no amas? ¡Piensa primero! De verdad, que me gustaría saberlo».
Engullí un jugoso pedazo de cerdo grasiento bañado en salsa y la miré. «Pues, para empezar, no me gusta el trabajo». Me detuve un momento a pensar qué otra cosa no me gustaba. «Oh, sí», dije, absolutamente en serio, «y no me gustan las moscas».
Se echó a reír. «El trabajo y las moscas… conque ¿eso es? Debo recordarlo. Señor, ¿eso es todo lo que no te gusta?».
«De momento, eso es todo lo que se me ocurre».
«¿Y qué me dices del crimen, la injusticia, la tiranía y cosas así?».
«¿Y qué quieres que te diga?», dije. «¿Qué puede uno hacer con respecto a cosas así? Lo mismo podrías preguntarme: ¿qué me dices del tiempo?».
«¿Lo dices en serio?».
«Naturalmente que sí».
«¡Contigo no se puede! O quizá sea que no puedes pensar cuando estás comiendo».
«Eso es cierto», dije. «No pienso muy bien cuando estoy comiendo. ¿Y tú? En realidad, no quiero. En fin, nunca he sido un gran pensador. En cualquier caso, pensar no te lleva a ninguna parte. Es una falsa ilusión. Pensar te vuelve morboso… Por cierto, ¿tienes algún postre… un poco de ese Liederkranz? Es un queso maravilloso, ¿no crees?».
«Supongo que parece gracioso», continué, «oír a alguien decir “Me encanta, es maravilloso, es bueno, es magnífico” refiriéndose a todo. Desde luego, no me siento así todos los días… pero me gustaría. Y me siento así cuando estoy normal, cuando soy yo. A todo el mundo le sucede, si se le da una oportunidad. Es el estado natural del corazón. El problema es que la mayor parte del tiempo estamos aterrorizados. Digo “estamos aterrorizados”, pero quiero decir que nos aterrorizamos a nosotros mismos. Anoche, por ejemplo. No puedes imaginarte lo extraordinario que fue. Nada externo lo creó… a no ser que fueran los truenos. De repente, todo era diferente… y, sin embargo, era la misma casa, la misma atmósfera, la misma esposa, la misma cama. Era como si de pronto hubiese desaparecido la presión… quiero decir la presión psíquica, ese incomprensible aguafiestas que nos sofoca desde el momento en que nacemos… Has hablado de la tiranía, la injusticia y cosas así. Naturalmente, sé lo que quieres decir. Solía ocuparme de esos problemas, cuando era más joven… cuando tenía quince o dieciséis años. Lo entendía todo, muy claramente… es decir, en la medida en que la mente le permite a uno entender las cosas. Era más puro, más desinteresado, por decirlo así. No tenía que defender ni apoyar nada, y mucho menos un sistema en el que nunca creí, ni siquiera de niño. Creé todo un universo ideal, mío propio. Era muy sencillo: ni dinero, ni propiedad, ni leyes, ni policía, ni gobierno, ni soldados, ni verdugos, ni cárceles, ni escuelas. Eliminé todos los elementos perturbadores y represivos. La libertad perfecta. Era un vacío… y en él exploté. Mira, lo que deseaba en realidad era que todo el mundo se comportara como yo me comportaba, o creía comportarme. Quería un mundo hecho a mi propia imagen, un mundo que respirase mi espíritu. Me convertí a mí mismo en Dios, puesto que no había nada que me lo impidiera…».
Me detuve a tomar aliento. Noté que estaba escuchando con la mayor seriedad.
«¿Sigo? Probablemente hayas oído este tipo de cosas mil veces».
«Sí, sigue», dijo suavemente, poniéndome una mano en el brazo. «Estoy empezando a ver otro ser en ti. Me gustas más en esta vena».
«¿No has olvidado el queso? Por cierto, el vino no está nada mal. Quizá un poco áspero, pero no es malo».
«Oye, Henry, come, bebe, fuma, haz lo que quieras, hasta hartarte. Pero no dejes de hablar ahora… por favor».
Estaba a punto de sentarse. Me levanté de repente, con los ojos llenos de lágrimas, y la rodeé con los brazos. «Ahora puedo decirte honrada y sinceramente», dije, «que te amo». No intenté besarla… me limité a abrazarla. Me separé de ella por mi propia voluntad, me senté, cogí el vaso de vino y lo acabé de un trago.
«Eres un actor», dijo. «En el sentido auténtico de la palabra, desde luego. No me sorprende que la gente te tema a veces».
«Ya lo sé, a veces me temo a mí mismo. Sobre todo cuando la otra persona responde. No sé dónde quedan los límites justos. Supongo que no hay límites. Nada sería malo ni feo ni perverso… si de verdad siguiéramos nuestros impulsos. Pero es difícil hacer entender eso a la gente. En cualquier caso, ésa es la diferencia entre el mundo de la imaginación y el mundo del sentido común, que no es sentido común en absoluto, sino pura bestialidad y demencia. Si te paras a mirar las cosas… digo mirar, no pensar, no criticar… el mundo te parece absolutamente demencial. ¡Y, por Dios, que es demencial! Es tan demencial, cuando las cosas son normales y pacíficas como en épocas de guerra o revolución. Los males son males demenciales, y las panaceas son panaceas demenciales. Porque nos vemos conducidos como perros. Estamos huyendo. ¿De qué? No lo sabemos. De un millón de cosas sin nombre. Es una huida desordenada, un pánico. No hay un lugar definitivo donde retirarse… a no ser que, como te digo, te quedes inmóvil. Si eres capaz de hacerlo, sin perder el equilibrio, sin dejarte llevar por la embestida, puede que también seas capaz de controlarte, de actuar, no sé si me explico. Ya sabes lo que quiero decir… Desde el momento en que te despiertas hasta el momento en que te vas a la cama, todo es una mentira, una vergüenza y una estafa. Todo el mundo lo sabe, y todo el mundo colabora en la perpetuación del fraude. Por eso es por lo que parecemos más desagradables que la hostia unos a otros. Por eso es por lo que es tan fácil organizar una guerra, o un pogrom, o una cruzada contra el vacío, o cualquier puñetera cosa que desees. Siempre es más fácil ceder, partir la cara a alguien, porque por lo que todos rezamos es por acabar, pero acabar de verdad y sin retorno. Si todavía pudiéramos creer en un dios, lo convertiríamos en un dios de venganza. Pondríamos en sus manos de todo corazón la tarea de limpiar las cosas a fondo. Es demasiado tarde para que aspiremos a limpiar el desbarajuste. Estamos metidos en él hasta los ojos. No queremos un mundo nuevo… queremos poner fin al desbarajuste que hemos creado. A los dieciséis años puedes creer en un mundo nuevo… puedes creer en cualquier cosa, de hecho… pero a los veinte estás condenado, y lo sabes. A los veinte estamos bien sujetos, y lo máximo a que podemos aspirar es a librarnos con las manos y las piernas intactas. No es que se desvanezca la esperanza… La esperanza es un signo funesto; significa impotencia. El valor tampoco sirve: todo el mundo puede hacer acopio de valor para lo que no debe. No sé qué decir… a no ser que use una palabra como visión. Y con eso no me refiero a una imagen proyectada del futuro, de algún ideal vuelto real. Me refiero a algo más flexible, más constante: una supervista permanente, por decirlo así… algo así como un tercer ojo. En tiempos lo tuvimos. Había una especie de clarividencia que era natural y común a todos los hombres. Entonces sobrevino la mente, y ese ojo que nos permitía ver la totalidad y alrededor y más allá quedó absorbido por el cerebro, y pasamos a tener conciencia del mundo, y unos de otros, de una forma nueva. Nuestros lindos e insignificantes yoes florecieron; tomamos conciencia de nosotros mismos, y con ello apareció el engreimiento, la arrogancia, la ceguera, una ceguera como nunca antes se había conocido, ni siquiera los ciegos».
«¿De dónde sacas esas ideas?», dijo Rebecca de repente. «¿O las estás inventando en el momento? Espera un instante… quiero que me digas una cosa. ¿Pones por escrito alguna vez tus pensamientos? En fin, ¿de qué escribes? Nunca me has enseñado nada. No tengo la menor idea de lo que estás haciendo».
«Ah, eso», dije, «da igual que no hayas leído nada. Todavía no he dicho nada. Parece que no puedo comenzar. No sé qué demonios escribir primero, hay tanto que decir».
«Pero ¿escribes como hablas? Eso es lo que quiero saber».
«Creo que no», dije, ruborizándome. «Todavía no sé nada sobre el arte de escribir. Supongo que tengo miedo al ridículo».
«No deberías tenerlo», dijo Rebecca. «No lo tienes, cuando hablas, ni tampoco cuando actúas».
«Rebecca», dije, hablando lenta y decididamente, «si supiera de lo que soy capaz de hacer, no estaría aquí sentado hablando contigo. A veces tengo la sensación de que voy a explotar. La verdad es que me importa un pito la miseria del mundo. La doy por sentada. Lo que quiero es abrirme. Quiero saber lo que hay dentro de mí. Quiero que todo el mundo se abra. Soy como un imbécil con un abrelatas en la mano, preguntándome por dónde empezar… para abrir la tierra. Sé que por debajo del desbarajuste todo es maravilloso. Estoy seguro de ello. Lo sé porque la mayoría de las veces me siento maravillosamente. Y cuando me siento así, todo el mundo me parece maravilloso… todo el mundo y todas las cosas… hasta los guijarros y los trozos de cartón… la barba de un chivo, si prefieres. Sobre eso es sobre lo que quiero escribir… pero no sé cómo… no sé por dónde empezar. Quizá sea algo demasiado personal. Tal vez parecieran puros disparates… Mira, a mí me parece como si los artistas, los científicos, los filósofos estuviesen puliendo lentes. Todo es una gran preparación para algo que nunca llega. Un día la lente va a estar perfecta y entonces todos vamos a ver claro, vamos a ver que se trata de un mundo asombroso, maravilloso, bello. Pero entretanto vamos sin gafas, por decirlo así. Andamos a tientas como idiotas miopes entornando los ojos. No vemos lo que tenemos delante de las narices, porque estamos tan empeñados en ver las estrellas o lo que queda más allá de las estrellas. Estamos intentando ver con la mente, pero la mente sólo ve lo que se le dice que vea. La mente no puede abrir los ojos y mirar por el simple placer de mirar. ¿No has notado nunca que, cuando dejas de mirar, cuando no intentas ver, ves de repente? ¿Qué es lo que ves? ¿Quién es el que ve? ¿Por qué es todo tan diferente —tan maravillosamente diferente— en esos momentos? ¿Y cuál es más real: esa clase de visión o la otra? Ya sabes lo que quiero decir… Cuando te sientes inspirado, la mente se te queda en suspenso; se la entregas a alguien, a un poder invisible e incognoscible que toma posesión de ti, como solemos decir con toda propiedad. ¿Qué demonios significa eso… en caso de que signifique algo? ¿Qué sucede cuando el mecanismo de la mente afloja el ritmo o se queda inmóvil? Sea lo que fuere lo que escojas —o comoquiera que lo hagas— para examinarlo, ese otro modus operandi es de un orden diferente. La máquina funciona perfectamente, pero su objeto y fin parecen puramente gratuitos. Tiene otra clase de sentido… un sentido grandioso, si lo aceptas incondicionalmente, y sinsentido —o, mejor, no sinsentido, sino locura—, si intentas examinarlo con el otro mecanismo… Joder, me parece que me estoy yendo por las ramas».
Poco a poco fue dirigiéndome a la historia que quería oír. Sentía una curiosidad ávida por los detalles. Se rió mucho… con aquella risa débil y natural, que era provocativa y aprobadora a un tiempo.
«Escoges las mujeres más extrañas», dijo. «Pareces elegir con los ojos cerrados. ¿Es que nunca piensas por adelantado lo que va a significar vivir con ellas?».
Siguió así por un rato y después me di cuenta de repente de que había centrado la conversación en Mona. Mona: era un misterio para ella. Me preguntó qué teníamos en común. ¿Cómo podía soportar sus mentiras, sus simulaciones… o es que no me importaban esas cosas? Seguro que tenía que haber terreno firme en alguna parte… no se podía construir sobre arenas movedizas. Había pensado mucho en nosotros, antes incluso de conocer a Mona. Había oído hablar de ella, a personas diferentes, había sentido curiosidad por conocerla, por entender cuál era su gran atracción… Mona era bella, sí —cautivadoramente bella—, y tal vez inteligente también. Pero, señor, ¡tan teatral! No había por dónde cogerla; te eludía como un fantasma.
«¿Qué sabes de ella realmente?», preguntó desafiante. «¿Has conocido a sus padres? ¿Sabes algo de su vida antes de conocerla?».
Confesé que no sabía casi nada. Quizá fuera mejor no saber, declaré. Había algo atractivo en el misterio que la envolvía.
«¡Oh, tonterías!», dijo Rebecca mordaz. «No creo que haya ningún gran misterio en eso. Probablemente su padre sea un rabino».
«¿Cómo? ¿Qué te hace decir eso? ¿Cómo sabes que es judía? Ni siquiera lo sé yo».
«Querrás decir que no quieres saberlo. Naturalmente, yo tampoco lo sé; sólo sé que lo niega tan vehementemente: eso siempre le hace sospechar a uno. Además, ¿acaso tiene aspecto de americana media? Vamos, vamos, no me digas que no sospechas lo mismo: no eres tan tonto».
Lo que me sorprendía más que nada, en relación con aquellas observaciones, era que Rebecca hubiese conseguido tratar el tema con Mona. Ni la menor alusión a ello había llegado a mis oídos. Habría dado cualquier cosa por estar detrás de una cortina durante ese encuentro.
«Si de verdad quieres saberlo», dije, «preferiría que fuera judía a cualquier otra cosa. Nunca la he sondeado con respecto a eso, desde luego. Evidentemente, es un tema delicado. Un día se destapará con respecto a eso, ya verás…».
«Eres un jodío romántico», dijo Rebecca. «En realidad, eres incurable. ¿Por qué había de ser una chica judía diferente de una gentil? Yo vivo en los dos mundos… no encuentro nada extraño o maravilloso en ninguno de los dos».
«Naturalmente», dije. «Siempre eres la misma persona. Tú no cambias de un ambiente a otro. Eres sincera y abierta. Podrías llevarte bien en cualquier parte con cualquier grupo o raza. Pero la mayoría de la gente no es así. La mayoría de la gente es consciente de la raza, el color, la religión, la nacionalidad, y demás. Para mí, todas las personas son misteriosas, cuando las observo detenidamente. Puedo percibir sus diferencias con mayor facilidad que su parentesco. En realidad, me gustan las distinciones que las separan tanto como lo que las une. Creo que es absurdo fingir que todos somos bastante parecidos. Sólo los grandes individuos, los verdaderamente característicos, se parecen. La hermandad no comienza por abajo, sino por arriba. Cuanto más nos acercamos a Dios, más nos parecemos. Abajo es como un montón de basura… es decir, que desde lejos todo parece basura, pero, cuando te acercas, adviertes que esa llamada “basura” se compone de miles de millones de partículas diferentes. Y, aun así, por diferente que sea un trozo de “basura” de otro, la auténtica diferencia sólo se manifiesta, cuando observas algo que no sea “basura”. Aun cuando los elementos que componen el universo puedan reducirse a una sola sustancia vital… bueno, no sé qué iba a decir exactamente… tal vez esto… que mientras haya vida, habrá diferenciación, valores, jerarquías. La vida siempre está formando estructuras piramidales, en todos los dominios. Si estás en la base, recalcas la semejanza de las cosas; si estás en la cúspide, o cerca de ella, tomas conciencia de la diferencia entre las cosas. Y si algo es oscuro —sobre todo una persona—, te sientes atraído por encima de tu voluntad. Puede que descubras que era una búsqueda vacía, que no había nada en eso, nada más que una interrogación, pero aun así…».
Sentí deseos de añadir algo más. «Y también se da lo opuesto a todo esto», continué. «Como, por ejemplo, mi exmujer. Naturalmente, debería haber sospechado que tenía otra faceta, al odiarla tanto por ser tan puñeteramente mojigata y decente. Está muy bien decir que una persona recatada en exceso es extraordinariamente impúdica, como hacen los analistas, pero sorprender a alguien pasando de lo uno a lo otro, eso es algo que no tienes oportunidad de presenciar con frecuencia. O si la tienes, la transformación suele producirse con otra persona. Pero ayer la vi producirse ante mis ojos, y no con otra persona, sino, ¡conmigo! Por mucho que creas conocer los pensamientos secretos de una persona, aun sus impulsos inconscientes y todo eso, aun así, cuando la conversión se produce ante tus ojos, empiezas a preguntarte si has conocido alguna vez a la persona con la que has estado viviendo toda tu vida. Está muy bien que te digas, a propósito de un amigo querido: “Tiene todos los instintos de un criminal”, pero, cuando lo ves dirigirse hacia ti con un cuchillo, eso es otra cosa. No sé por qué, pero no estás del todo preparado para eso, por muy listo que seas. Como máximo, podrías considerarlo capaz de hacerlo a otra persona… pero nunca a ti… ¡oh. Dios mío, no! Ahora siento que debo estar preparado para esperar cualquier cosa de quienes pueda sospechar lo más mínimo. No quiero decir que haya que estar angustiado, no, eso no… no hay que sorprenderse, nada más. La única sorpresa debería ser que todavía puedas sorprenderte. Eso es. Eso es jesuítico, ¿eh? Oh, sí, cuando me lanzo, no puedo parar… Rabino, has dicho hace un momento. ¿Has pensado alguna vez que yo podría ser un buen rabino? Lo digo en serio. ¿Por qué no? ¿Por qué no podría ser un rabino, si lo deseara? ¿O un pope, o un mandarín, o un Dalai Lama? Si puedes ser un gusano, también puedes ser un dios».
La conversación siguió así durante varias horas, y no se interrumpió hasta la llegada de Arthur Raymond. La prolongué un poco más para disipar cualquier sospecha por su parte, y después me retiré. Hacia el amanecer regresó Mona, muy despierta, más encantadora que nunca, con la piel brillante como calcio. Apenas escuchó mis explicaciones sobre la noche anterior; estaba exaltada, pagada de sí misma. Tantas cosas habían ocurrido desde entonces: no sabía por dónde empezar. En primer lugar, le habían prometido el papel suplente de la protagonista en la próxima producción. Es decir, se lo había prometido el director: nadie más tenía noticias todavía. Estaba enamorado de ella… locamente enamorado. Había sido él quien había estado preparándola todo el tiempo. Le había estado enseñando a respirar, a relajarse, a mantenerse de pie, a andar, a usar la voz. Era maravilloso. Era una persona nueva, con poderes desconocidos. Tenía fe en sí misma, una fe ilimitada. Pronto iba a tener el mundo a sus pies. Iba a tomar Nueva York al asalto, hacer giras por el país, ir al extranjero tal vez… ¿Quién podía predecir lo que le reservaba el futuro? Aun así, también estaba un poco asustada de todo aquello. Quería que yo la ayudara; debía escucharla leer el guión de su nuevo papel. Había tantas cosas que no sabía… y no quería revelar su ignorancia ante sus amartelados adoradores. Tal vez fuera a ver al viejo fósil del Ritz-Carlton, a hacer que le comprase un nuevo vestuario. Necesitaba sombreros, zapatos, vestidos, blusas, guantes, medias… tantas, tantas cosas. Ahora era importante cuidar la apariencia. También iba a peinarse de otro modo. Tuve que ir con ella al salón y observar el nuevo porte, los nuevos andares que había adoptado. ¿No había yo notado el cambio en su voz? Bueno, pues, pronto lo notaría. Iba a estar completamente transformada… y yo iba a amarla todavía más. Ahora iba a ser cien mujeres diferentes para mí. De repente se acordó de un antiguo admirador al que había olvidado, un empleado del Imperial Hotel. Ése le compraría todo lo que necesitaba… sin decir palabra. Sí, tenía que telefonearle por la mañana. Yo podría reunirme con ella para cenar, con su nuevo atuendo. No iba a estar celoso, ¿verdad? Era joven, el empleado, pero un perfecto idiota, un simplón, un lelo. La única razón por la que ahorraba dinero era para que ella pudiese gastarlo. No le servía para nada más; era demasiado estúpido como para saber qué hacer con él. Con sólo que pudiese cogerle la mano furtivamente, se sentía agradecido. Tal vez le diera un beso alguna vez… cuando necesitase algún favor extraordinario.
Siguió así, charla que te charla… el tipo de guantes que le gustaban, el tono de voz que debía adoptar, el modo de andar de los indios, el valor de los ejercicios de yoga, la forma de ejercitar la memoria, el perfume que convenía a su estado de ánimo, el carácter supersticioso de la gente del teatro, su generosidad, sus intrigas, sus amoríos, su orgullo, su vanidad. Lo que sentía al ensayar en una sala vacía, las bromas y jugarretas que ocurrían entre bastidores, la actitud de los tramoyistas, el aroma peculiar de los camerinos. ¡Y los celos! Todo el mundo celoso de todos los demás. Fiebre, agitación, confusión, esplendor. Un mundo dentro de un mundo. Quedaba uno embriagado, drogado, alucinado.
¡Y las discusiones! Una simple menudencia podía provocar una controversia violenta, que a veces acababa en una riña en la que se tiraban de los pelos. Algunos de ellos parecían tener dentro el diablo mismo, sobre todo las mujeres. Sólo había una decente, y era muy joven e inexperta. Las otras eran auténticas ménades, furias, harpías. Juraban como carreteros. Comparadas con ellas, las chicas del baile eran angélicas.
Larga pausa.
Luego, sin venir a cuento, me preguntó cuándo era el juicio del divorcio.
«Esta semana», dije, sorprendido ante el repentino giro de sus pensamientos.
«Nos casaremos en seguida», dijo.
«Desde luego», respondí.
No le gustó la forma como dije «desde luego». «No tienes que casarte conmigo, si no quieres», dijo.
«Pero sí que quiero», dije. «Y después nos iremos de esta casa… buscaremos una para nosotros solos».
«¿Lo dices en serio?», exclamó. «¡Qué alegría me das! He estado esperando oírte decir eso. Quiero empezar una nueva vida contigo. ¡Alejémonos de toda esta gente! Y quiero que dejes ese horrible trabajo. Buscaré un lugar en que puedas escribir. No necesitarás ganar ningún dinero. Pronto estaré yo ganando el dinero a puñados. Podrás tener lo que quieras. Te compraré todos los libros que quieras leer… Quizá escribas una obra de teatro… ¡y yo actuaré en ella! Eso sería maravilloso, ¿verdad?».
Me pregunté qué habría dicho Rebecca de aquella conversación, si hubiera estado escuchando. ¿Habría oído sólo a la actriz, o habría detectado el germen de un nuevo ser que se expresaba? Tal vez ese rasgo misterioso de Mona no radicara en el oscurecimiento, sino en la germinación. Era cierto que los contornos de su personalidad no estaban definidos claramente, pero eso no era razón para acusarla de falsedad. Era mimética, camaleónica, y no por fuera, sino por dentro. Exteriormente todo en ella estaba acentuado y definido; dejaba su marca en uno al instante. Interiormente, era como una columna de humo; la menor presión de su voluntad alteraba la configuración de su personalidad en el acto. Era sensible a las presiones, no a la presión de la voluntad de los otros, sino de sus deseos. El papel histriónico en ella no era algo que se pudiera quitar y poner: era su forma de aproximarse a la realidad. Lo que pensaba lo creía; lo que creía era real; lo que era real lo representaba. Para ella, nada era irreal, excepto aquello en lo que no estuviera pensando. Pero en cuanto centraba su atención en algo, por monstruoso, fantástico o increíble que fuera, se volvía real. En ella las fronteras nunca estaban cerradas. Las personas que le atribuían una voluntad férrea se equivocaban. Tenía voluntad, sí, pero no era la voluntad lo que la lanzaba de cabeza a situaciones nuevas y sorprendentes: era su permanente disposición, su viveza, para representar sus ideas. Podía pasar de un papel a otro con rapidez abrumadora; cambiaba ante los ojos de uno con esa increíble y escurridiza prestidigitación de la estrella del teatro de variedades, que personifica los tipos más diversos. Ahora el teatro le enseñaba a hacer deliberadamente lo que había estado haciendo inconscientemente toda su vida. Estaban haciendo de ella una actriz sólo en el sentido de que estaban revelándole los límites del arte; estaban indicando las limitaciones que rodean a la creación. La única forma de hacer de ella una fracasada era soltándole la brida.