Capítulo XV

Todo el mundo tomaba a Mona y a Rebecca por hermanas. Exteriormente parecían tener todo en común; interiormente no había la menor relación entre ellas Rebecca, que nunca negaba su sangre judía, vivía completamente en el presente; era normal, sana, inteligente, disfrutaba comiendo, se reía con ganas, hablaba con facilidad y me imagino que follaba y dormía bien. Estaba totalmente adaptada, sólidamente anclada, era capaz de vivir en cualquier plano y sacar el mejor partido de él. Tenía todo lo que un hombre puede desear en una esposa. Era una mujer de verdad. Delante de ella la mujer americana media parecía un manojo de defectos.

Su cualidad especial era la naturalidad. Por haber nacido en el sur de Rusia y haberse librado de los horrores de la vida del ghetto, reflejaba la grandeza de la gente rusa sencilla entre la que se había criado. Su espíritu era amplio y flexible, robusto y ágil a un tiempo, sano y de una pieza.

Aunque era hija de un rabino, se había emancipado a edad temprana. De su padre había heredado la agudeza e integridad que desde tiempo inmemorial han dado al judío piadoso ese aura de pureza y fuerza. La sumisión y la hipocresía no han sido nunca atributos del judío devoto; su debilidad, como en el caso de los chinos, ha sido una reverencia desmedida hacia la palabra escrita. Para ellos, la Palabra tiene un significado casi desconocido para los gentiles. Cuando se exaltan, resplandecen como letras de fuego.

Por lo que a Mona se refiere, era imposible adivinar sus orígenes. Durante mucho tiempo había sostenido haber nacido en New Hampshire y haberse educado en una universidad de Nueva Inglaterra. Habría podido pasar por portuguesa, vasca, cíngara, rumana, húngara, georgiana, cualquier cosa que quisiera hacerte creer. Su inglés era impecable y, para la mayoría de los observadores, sin el menor rastro de acento. Podría haber nacido en cualquier parte, porque el inglés que hablaba era, evidentemente, un inglés que había dominado para frustrar todas las preguntas referentes a los orígenes y antecedentes. En su presencia la habitación vibraba. Tenía su propia longitud de onda: era corta, potente, demoledora. Servía para desbaratar otras transmisiones, sobre todo las que amenazaban con establecer una comunicación real con ella. Se agitaba como los rayos sobre un mar tempestuoso.

Había algo inquietante para ella en la atmósfera creada por la reunión de personalidades tan fuertes como las que componían la nueva vida en común. Sentía un desafío que no era del todo capaz de afrontar. Su pasaporte estaba en orden, pero su equipaje despertaba sospechas. Al final de cada encuentro, tenía que reagrupar sus fuerzas, pero era evidente, hasta para ella misma, que las fuerzas estaban agotándose y disminuyendo. A solas en nuestro cuartito —el cubículo—, yo le cuidaba las heridas y trataba de armarla para el próximo encuentro. Naturalmente, tenía que fingir que había salido admirablemente bien parada. Con frecuencia yo repetía algunas de sus declaraciones, alterándolas sutilmente o amplificándolas de forma inesperada, para ofrecerle la pista que estaba buscando. Procuraba no humillarla nunca forzándola a responder a una pregunta directa. Sabía dónde era fino el hielo y patinaba por esas zonas peligrosas con la destreza y agilidad de un profesional. De ese modo, intentaba llenar pacientemente las lagunas que eran penosamente flagrantes en alguien que, en teoría, se había graduado por una institución del saber tan venerable como Wellesley.

Era un juego extraño, desagradable y embarazoso. Me sorprendía detectar en mí la germinación de un nuevo sentimiento hacia ella: la compasión. Me resultaba incomprensible que, forzada a descubrir su juego, no se hubiera refugiado en la franqueza. Sabía que yo estaba al corriente, pero insistía en mantener las apariencias. ¿Por qué? ¿Por qué conmigo? ¿Qué podía temer? Mi amor no había disminuido lo más mínimo por haber descubierto su debilidad. Al contrario, había aumentado. Su secreto había pasado a ser mío, y, al protegerla, me protegía también a mí. ¿Es que no veía que nos unía? Pero quizá no fuera eso lo que más le preocupara; tal vez diese por sentado que el lazo se fortalecería con los años.

Volverse invulnerable: ésa era su preocupación obsesiva. Al descubrirlo, mi compasión aumentó ilimitadamente. Fue casi como si hubiese descubierto que era una inválida. Son cosas que ocurren de vez en cuando, cuando dos personas se enamoran. Y, si lo que ha unido a dos personas es el amor, en ese caso un descubrimiento de esa clase para lo único que sirve es para intensificar el amor. No sólo estás deseoso de pasar por alto la duplicidad de la infortunada, sino que, además, haces un esfuerzo violento y forzado para identificarte con ella. «¡Déjame cargar con el peso de tu dulce defecto!». Ése es el grito del corazón enfermo de amor. Sólo un egotista innato puede eludir los grilletes impuestos por una unión desigual. El que ama se estremece ante la idea de pruebas más severas; suplica en silencio que se le permita poner la mano en el fuego. Y si la adorable inválida insiste en jugar el juego de la apariencia, en ese caso el corazón ya abierto y acogedor bosteza con el doloroso vacío de la tumba. En ese caso no sólo el defecto, sino también el cuerpo, el alma y el espíritu de la amada se ven devorados en lo que es una auténtica tumba viviente.

Rebecca era quien de verdad colocaba a Mona en el potro de la tortura. Mejor dicho, permitía a Mona colocarse en él. Nada podía inducirla a jugar el juego como Mona exigía que se jugara. Se mantenía firme como una roca, sin ceder ni un centímetro ni en un sentido ni en el otro. No daba muestras ni de compasión ni de crueldad; se oponía inflexiblemente a todas las tretas y seducciones que Mona sabía emplear tanto con las mujeres como con los hombres. El contraste fundamental entre las dos «hermanas» llegó a ser cada vez más evidente. El antagonismo, mudo con mayor frecuencia que declarado, revelaba con dramática claridad las dos facetas del alma femenina. Superficialmente, Mona se parecía al tipo del eterno femenino. Pero Rebecca, cuya amplia naturaleza carecía de superficies, tenía la plasticidad y la fluidez de la mujer auténtica, que, a lo largo de las épocas y sin abdicar de su individualidad, ha transformado los rasgos de su alma de acuerdo con la imagen cambiante que el hombre crea para enfocar el imperfecto instrumento de sus deseos.

La faceta creativa de la mujer funciona imperceptiblemente: su esfera es el hombre potencial. Cuando su juego no conoce restricciones, el nivel de la raza sube. Siempre se puede apreciar el nivel de una época por la condición de sus mujeres. En eso interviene algo más que la libertad y la oportunidad, porque la auténtica naturaleza de la mujer nunca se expresa en exigencias. Como el agua, la mujer siempre encuentra su propio nivel. Y, también como el agua, refleja fielmente todo lo que pasa por el alma del hombre.

Así pues, lo que se llama «verdaderamente femenino» sólo es el disfraz engañoso que el hombre no creativo acepta a ciegas como exhibición auténtica. Es el substitutivo lisonjero que la mujer frustrada ofrece en defensa propia. Es el juego homosexual que el narcisismo exige. Se revela de la forma más descarada, cuando los integrantes de la pareja son extremadamente masculino y femenino. Puede remedarse con el mayor éxito en el juego de sombras de los homosexuales declarados. Y llega a la culminación ciega en el Don Juan. En este caso la persecución de lo inalcanzable alcanza las burlescas proporciones de una persecución chaplinesca. El fin es siempre el mismo: Narciso ahogándose en su propia imagen.

Un hombre sólo puede empezar a entender las profundidades de la naturaleza de la mujer, cuando entrega su alma inequívocamente. Sólo entonces empieza a crecer y a fecundarla de verdad. Entonces no hay límites para lo que puede esperar de ella, porque, al entregarse, él ha delimitado sus propios poderes. En esa clase de unión, que es de verdad un enlace de espíritu con espíritu, un hombre se enfrenta al significado de la creación. Participa en un experimento que, según entiende, siempre superará su comprensión. Siente el drama del ser atado a la tierra y el papel que la mujer desempeña en él. La propia posesividad de la mujer se le revela con luz nueva. Se vuelve tan encantadora y misteriosa como la ley de la gravedad.

Estábamos librando una extraña batalla en cuatro frentes, en la que Kronski hacía de árbitro y acicate. Mientras Mona trataba en vano de calumniar y seducir a Rebecca, Arthur Raymond hacía todo lo posible para convertirme a mí a su forma de pensar. Aunque ninguno de nosotros hacía alusión directa alguna al tema, era evidente que, según él, yo no me ocupaba lo suficiente de Mona y que, en mi opinión, él no valoraba lo suficiente a Rebecca. En todas nuestras discusiones yo siempre apoyaba a Rebecca o ella a mí, y Mona y él hacían lo mismo, por supuesto. Kronski, con el auténtico espíritu de un árbitro, procuraba que nos mantuviéramos alerta. A su mujer, que nunca tenía nada que aportar, solía entrarle sueño y se retiraba de la escena lo más rápido posible. Yo tenía la impresión de que pasaba el tiempo tumbada en la cama, despierta y escuchando, porque tan pronto como Kronski se reunía con ella se abalanzaba sobre él y lo atormentaba por haberse desentendido de ella tan vergonzosamente. La riña solía acabar con gruñidos y chillidos seguidos de repetidas visitas al lavabo que compartíamos.

Muchas veces, después de que Mona y yo nos hubiéramos retirado, Arthur Raymond se quedaba parado delante de nuestra puerta, y, después de preguntar si todavía estábamos despiertos, nos hablaba a través del montante. Yo mantenía la puerta cerrada deliberadamente porque al principio había cometido el error de ser educado e invitarlo a entrar, proceder fatal en caso de que tuvieras la menor intención de descansar por la noche. Después cometí otro error, el estúpido error de ser semieducado, de contestar a intervalos con monosílabos somnolientos: Sí… No… Sí… No. Mientras tuviera la menor sensación de conciencia en su oyente, Arthur Raymond seguía con su cháchara despiadadamente. Como un Niágara, desgastaba las rocas y piedras que se oponían a su corriente torrencial. Sencillamente ahogaba cualquier oposición… Sin embargo, existe una forma de protegerse contra esas fuerzas irresistibles. Se puede aprender el truco yendo a la cataratas del Niágara y observando esas figuras espectaculares que se encuentran con la espalda contra la pared de roca y contemplan el poderoso río proyectarse y caer con estruendo ensordecedor al estrecho cauce de la garganta. El hormigueo que les produce el rocío que les cae encima estimula sus sentidos desfallecientes.

Arthur Raymond parecía ser consciente de que yo había descubierto algún tipo de protección análoga a esa imagen descriptiva. En consecuencia, su único recurso era desgastar a fondo el lecho superior del río y arrancarme de mi precario lugar de refugio. Había algo de obstinación ridícula en aquella persistencia ciega y tozuda, algo que por su monumentalidad se parecía a la estrategia gargantuesca que más adelante iba a emplear como novelista Thomas Wolfe y que él mismo debió de reconocer como defecto de la máquina del perpetuum mobile al dar a su gran obra el título de Of Time and the River[6].

Si Arthur Raymond hubiera sido un libro, yo habría podido dejarlo de lado. Pero era un río encarnado, y el cauce por el que latía como una dinamo estaba a sólo unos pasos del saliente en que habíamos tallado el rincón que nos servía de refugio. Hasta en el sueño el bramido de su voz estaba presente; salíamos de nuestro sueño con la expresión de aturdimiento de quienes han quedado ensordecidos mientras dormían. Esa fuerza, que nadie había podido canalizar ni transformar, se convirtió en una amenaza omnipresente. Pensando en él años más tarde, lo comparaba con frecuencia con esos ríos turbulentos que se escapan de sus orillas, vuelven sobre sus pasos y forman meandros tremendos como las contorsiones de una serpiente, intentando en vano agotar sus incontrolables energías, y acaban su agonía lanzándose hacia el mar con una docena de desembocaduras furiosas.

Pero la fuerza que estaba arrastrando a Arthur Raymond hacia la anulación era en aquella época, en razón de su propio aspecto amenazador, sedante e hipnótica. Como mandrágoras bajo un techo de cristal. Mona y yo yacíamos enraizados en nuestra cama, que era una cama estrictamente humana, y fertilizábamos el huevo del amor hermafrodita. Cuando el tintinear del rocío dejaba de salpicar en el techo de cristal de nuestra indiferencia, gorgoteábamos desde las raíces con esa lastimera salmodia de la flor que es humanizada por el esperma del criminal agonizante. El maestro de la toccata y la fuga se habría sentido consternado, si hubiera oído las reverberaciones que su bramido engendraba.

Hacía poco que estábamos instalados en el Palacio del Tiempo y del Río, cuando una mañana, mientras me daba una ducha, descubrí que tenía el capullo rodeado de llagas sanguinolentas. Huelga decir que me llevé un buen susto. Inmediatamente pensé que había contraído la sífilis. Y, como había sido fiel a mi modo, no me quedaba más remedio que suponer que Mona me había contagiado.

Sin embargo, no soy de los que corren al médico al instante. Entre nosotros siempre se ha considerado al médico un charlatán, si no un puro y simple criminal. Solemos esperar al cirujano, quien naturalmente está conchabado con el empresario de pompas fúnebres. Siempre pagamos espléndidamente por el cuidado perpetuo de la tumba.

«Se irá solo», me decía, sacando la picha para mirarla veinte o treinta veces al día.

También podría haber sido consecuencia de aquellos polvos en el puré de guisantes menstrual. Con frecuencia, con fatuo orgullo masculino, confunde uno el jugo de tomate del período con el flujo que precede al coito. Más de un nabo orgulloso ha naufragado en esa Scapa Flow…

Desde luego, lo más sencillo era preguntar a Mona, cosa que me apresuré a hacer.

«Oye, mira», dije, todavía con buen humor, «si has pescado unas purgaciones, lo mejor es que me lo digas. No voy a preguntarte cómo ha sido… quiero la verdad, nada más».

La franqueza de la pregunta le hizo soltar una carcajada. Se reía con demasiadas ganas, pensé.

«Se pueden pescar unas purgaciones de sentarse en el retrete», dije.

Eso le hizo reírse todavía con más ganas… casi histéricamente.

«O podría ser una recaída de unas purgaciones antiguas. No me importa dónde o cuándo fuese… lo único que quiero saber es si las tienes».

La respuesta fue No. ¡No, no Y NO! Se estaba serenando y con el cambio empezó a dar muestras de irritación. ¿Cómo podía ocurrírseme semejante acusación? ¿Por quién la tomaba? ¿Por una furcia?

«Bueno, si es así», dije, poniendo a mal tiempo buena cara, «no hay por qué preocuparse. No se pescan las purgaciones en el aire. Olvidémoslo…».

Pero es que no era tan fácil olvidar… así como así. En primer lugar, follar era tabú. Había pasado una semana, y una semana es mucho tiempo cuando estás acostumbrado a follar todas las noches y entre medias un palete de vez en cuando… al vuelo, por decirlo así.

Todas las noches se me ponía tiesa como un poste. Llegué hasta el absurdo extremo de usar un condón —una sola vez—, porque me hizo un daño de la hostia. La única alternativa era usar el dedo o hacerle una mamada. Sobre esto último me mostraba receloso, a pesar de sus protestas profilácticas.

La masturbación era el mejor sustitutivo. En realidad, abría una nueva zona de exploración. Psicológicamente, quiero decir. Tumbado allí, rodeándola con un brazo y con los dedos entrepierna arriba, se volvía extrañamente confidencial. Era como si mis dedos le cosquillearan la zona erógena de la mente. El jugo empezaba a manarle… «las malas noticias»… como lo había llamado en cierta ocasión.

¡Es interesante la forma como las mujeres sirven la verdad! Muchas veces empiezan con un embuste, una mentirijilla inofensiva, que es un mero sondeo. Simplemente para ver de qué parte sopla el viento, verdad. Si tienen la impresión de que no te sientes demasiado herido, demasiado ofendido, aventuran una pizca de verdad, unas migajas hábilmente envueltas en una trama de mentiras.

Por ejemplo, aquel alocado paseo en automóvil que está contando en voz baja. No había que pensar ni por un momento que disfrutara saliendo con tres extraños… y dos cabezas de chorlito del baile. Había consentido sólo porque en el último momento no se pudo encontrar a otra chica. Y, naturalmente, aunque no lo sabía en aquel momento, puede que tuviera la esperanza de que uno de los hombres fuese humano, escuchara su historia y la ayudase… tal vez con un billete de cincuenta dólares. (Siempre podía recurrir al pretexto de su madre: la madre, causa primordial y motivación de todos los crímenes…).

Y después, como ocurre siempre en los paseos en automóvil, empezaron a achisparse. Sin las otras chicas, el resultado podría haber sido distinto; apenas habían arrancado el coche, cuando ya tenían las faldas alzadas por encima de las rodillas. También tuvieron que beber: eso fue lo peor. Naturalmente, ella se limitaba a fingir que bebía… tragaba sólo unas gotas… lo suficiente para mojarse el gaznate… las otras trincaban de lo lindo. Tampoco le importaba demasiado besar a aquellos hombres —eso no era nada—, pero sí la forma como la agarraron inmediatamente… sacándole las tetas y subiéndole las manos piernas arriba… los dos a la vez. Debían de ser italianos, pensó. Brutos lascivos.

Entonces confesó algo que yo sabía era una puñetera mentira, pero, aun así, interesante. Una de esas «deformaciones» o «trasposiciones», como en sueños. Sí, cosa bastante curiosa, las otras chicas, verdad, sintieron lástima de ella… lástima de haberla metido en aquel fregado. Sabían que no estaba acostumbrada a acostarse con todo quisquí. Así, que pararon el coche y cambiaron de asiento, dejándola sentarse delante con el tipo peludo, que hasta entonces había parecido decente y tranquilo. Se sentaron detrás en las rodillas de aquellos hombres, con las faldas alzadas, mirando hacia adelante y, mientras fumaban sus cigarrillos y reían y bebían, les dejaban ponerse las botas.

«¿Y qué hizo el otro tipo, mientras sucedía eso?», me sentí obligado a preguntar finalmente.

«No hizo nada», dijo. «Le dejé que me cogiera la mano y le hablé lo más rápido que pude para distraerlo».

«Venga, hombre», dije, «déjate de cuentos. A ver, ¿qué hizo…? ¡Cuenta! ¡Cuenta!».

Bueno, el caso es que le tuvo cogida la mano mucho rato, lo creáis o no. Además, ¿qué podía hacer?… ¿es que no iba conduciendo el coche?

«¿Quieres decir que en ningún momento se le ocurrió parar el coche?».

Claro que sí. Lo intentó varias veces, pero ella lo convenció para que no lo hiciera… Ése era el rollo. Estaba pensando desesperadamente cómo pasar a la verdad.

«¿Y al cabo de un rato?», dije, para allanar el terreno.

«Pues, de repente me soltó la mano…». Hizo una pausa.

«¡Sigue!».

«Y después volvió a cogerla y se la colocó sobre la pierna. Llevaba la bragueta abierta y tenía el aparato tieso… y estremeciéndose. Era un aparato tremendo. Era enorme. Me asusté terriblemente. Pero no me dejaba retirar la mano. Tuve que hacerle una paja. Después paró el coche e intentó arrojarme fuera. Le rogué que no lo hiciese. “Sigue conduciendo despacio”, dije. “Haré lo que quieras… después. Estoy asustada”. Se limpió con un pañuelo y reanudó la marcha. Entonces empezó a decir las guarrerías más soeces…».

«¿Como por ejemplo? ¿Qué dijo exactamente? ¿Lo recuerdas?».

«Oh, no quiero hablar de eso… era repugnante».

«Después de lo que me has contado, no veo por qué vacilas por unas palabras», dije. «¿Qué diferencia hay?… Igual podrías…».

«Muy bien, si lo deseas… “Eres la clase de tía que me gusta follar”, dijo. “Hace mucho tiempo que tengo ganas de joderte. Me gusta la forma de tu culo. Me gustan tus tetas. No eres virgen: ¿a qué vienen tantos remilgos? Como si no te hubieran jodido más que a una gallina… como si no tuvieses un coño que te llega hasta los ojos”… y cosas así».

«Me estás poniendo cachondo», dije. «Vamos, cuéntamelo todo».

Ahora veía que le encantaba desembuchar. Ya no teníamos que seguir disimulando: estábamos disfrutando los dos.

Al parecer, los hombres del asiento trasero querían cambiar de pareja. Eso la asustó de verdad. «Lo único que podía hacer era fingir que quería que me jodiera el otro primero. Éste quería parar al instante y salir del coche. “Conduce despacio”, lo engatusé, “luego podrás hacer lo que quieras conmigo… no quiero tenerlos a todos encima a la vez”. Le cogí la picha y empecé a darle masajes. Al cabo de un instante estaba tiesa… mayor incluso que antes. ¡La Virgen! Te lo aseguro, Val, nunca había tocado una herramienta como aquélla. Debía de ser un animal. Me obligó a cogerle los huevos también: eran pesados y estaban hinchados. Se la meneé de prisa, con la esperanza de hacerle correrse en seguida…».

«Oye», le interrumpí, excitándome con el cuento de la gran polla de caballo, «hablemos claro. Debías de morirte de ganas de follar, con aquel aparato en la mano…».

«Espera», dijo, con los ojos brillantes. Ya estaba tan mojada como una gansa, con los masajes que le había estado dando…

«No me hagas correrme ahora», suplicó, «o no podré acabar la historia. ¡La Virgen! Nunca pensé que querrías oír todo esto». Cerró las piernas bajo mi mano, para no excitarse demasiado. «Oye, bésame…» y me metió la lengua hasta la garganta. «Ay, señor, ¡ojalá pudiéramos follar ahora! Esto es una tortura. Tienes que curarte eso pronto… me voy a volver loca…».

«No te distraigas… ¿Qué más ocurrió? ¿Qué hizo él?».

«Me cogió por la nuca y me metió la cabeza a la fuerza en su entrepierna. “Voy a conducir despacio como has dicho”, susurró, “quiero que me la chupes. Después de eso, estaré listo para echarte un polvo, un polvo como Dios manda”. Era tan enorme, que creía que iba a asfixiarme. Sentí ganas de morderlo. De verdad, Val, nunca había visto una cosa igual. Me obligó a hacerle de todo. “Ya sabes lo que quiero”, dijo. “Usa la lengua. No es la primera vez que te metes una picha en la boca”. Finalmente empezó a moverse hacia arriba y hacia abajo, a meterla y sacarla. Me tuvo todo el tiempo cogida de la nuca. Estaba a punto de volverme loca. Entonces se corrió… ¡pufff! ¡Qué asco! Creí que no acabaría nunca de correrse. Aparté la cabeza rápidamente y me echó un chorro en la cara… como un toro».

Para entonces estaba a punto de correrme yo también. La picha me bailaba como una vela mojada. «Con purgaciones o sin ellas, esta noche follo», pensé para mis adentros.

Después de una pausa, reanudó el relato. Que si la hizo acurrucarse en el rincón del coche con las piernas levantadas y le anduvo hurgando por dentro, mientras conducía con una mano y el coche iba haciendo eses por la carretera. Que si le hizo abrirse el coño con las dos manos y después lo enfocó con la linterna. Que si le metió el cigarrillo y la obligó a intentar chupar con el coño. Que si uno de ellos intentó ponerse de pie y meterle la picha en la boca, pero que estaba demasiado borracho como para lograrlo. Y las chicas… para entonces en pelotas y cantando canciones verdes. Sin saber adónde se dirigía ni qué vendría después. «No», dijo, «tenía demasiado miedo como para sentirme apasionada. Eran capaces de cualquier cosa. Eran unos matones. En lo único que podía pensar era en cómo escapar. Estaba aterrorizada. Y lo único que él seguía diciendo era: “Espera, preciosa… te voy a joder hasta las entrañas. ¿Qué edad tienes? Espera…”. Y entonces se la cogía y la blandía como una porra. “Cuando te meta esto dentro de ese chochito tan mono que tienes, vas a sentir algo. Te voy a hacer correrte por la boca. ¿Cuántas veces crees que puedo hacerlo? ¡Adivina!”. Tuve que responderle. “¿Dos veces… tres veces?”. “Supongo que nunca te han echado un polvo de verdad. ¡Tócala!”. Y me hizo cogerla otra vez, mientras se movía hacia delante y hacia atrás. Estaba viscosa y resbaladiza… debió de estar corriéndose todo el tiempo. “¿Qué tal sienta, amiga? Puedo alargarla dos o tres centímetros más, cuando te barrene el agujero con ella. Por cierto, ¿qué tal, si te la metiera por el otro agujero? Mira, cuando acabe contigo, no vas a poder ni pensar en follar durante un mes”. Así es como hablaba…».

«¡Por el amor de Dios, no te detengas ahora!», dije. «¿Qué más?».

Pues, paró el coche, junto a un campo. Se habían acabado las contemplaciones. Las chicas estaban intentando vestirse, pero los tipos las sacaron desnudas. Estaban gritando. Una de ellas se ganó un guantazo en la mandíbula para que fuera aprendiendo y cayó como un tronco junto a la carretera. La otra se puso a apretar las manos, como si estuviese rezando, pero no podía emitir sonido alguno, de tan paralizada como estaba por el miedo.

«Esperé a que abriera su puerta», dijo Mona. «Entonces salí de un brinco y eché a correr por el campo. Se me salieron los zapatos. Me corté los pies con los espesos rastrojos. Corrí como una loca y él tras mí. Me alcanzó y me arrancó el vestido: lo desgarró de un tirón. Después le vi alzar la mano y el momento siguiente vi las estrellas. Tenía agujas en la espalda y veía agujas en el cielo. Él estaba encima de mí cabalgándome como un animal. Me hacía un daño terrible. Quería gritar, pero sabía que lo único que haría sería volver a pegarme. Me quedé tumbada y rígida de miedo y le dejé magullarme. Me mordió por todo el cuerpo —los labios y las orejas, el cuello, los hombros, los pechos— y no dejó de moverse ni por un instante: no paraba de follar, como un animal enloquecido. Pensé que se me había roto todo por dentro. Cuando se retiró, creí que había acabado. Me eché a llorar. “Calla”, dijo, “o te doy una patada en la mandíbula”. Sentía la espalda como si hubiera estado rodando entre cristales. Él se quedó tumbado boca arriba y me dijo que se la chupase. Todavía la tenía grande y viscosa. Creo que debía tener una erección perpetua. Tuve que obedecer. “Usa la lengua”, dijo. “¡Lámela!”. Se quedó tumbado respirando pesadamente, con los ojos en blanco y la boca completamente abierta. Después me puso encima de él, haciéndome saltar como si fuera una pluma, girándome y retorciéndome, como si estuviese hecha de goma. “Así está mejor, ¿eh?”, dijo. “Ahora dale tú, ¡zorra!”, y me sostuvo ligeramente de la cintura con las dos manos, mientras yo follaba con todas mis fuerzas. Te lo juro, Val, no me quedaba ni pizca de sentimiento… excepto un dolor abrasador, como si me hubieran metido por el cuerpo una espada al rojo vivo. “Ya está bien”, dijo. “Ahora ponte a cuatro patas… y levanta bien el culo”. Entonces lo hizo todo… la sacaba de un sitio y la metía en el otro. Me tema con la cabeza enterrada en el suelo, en pleno lodo, y me obligó a cogerle los cojones con las dos manos. “¡Apriétalos!”, dijo, “pero no demasiado fuerte, ¡o te parto la boca!”. El lodo me estaba entrando en los ojos… apestaba horriblemente. De repente, sentí que apretaba con todas sus fuerzas… estaba corriéndose otra vez… era caliente y espesa. No podía resistir ni un momento más. Me desplomé de cara contra el suelo y sentí derramárseme la lefa por la espalda. Le oí decir: “¡Maldita sea tu estampa!”, y después debió de golpearme otra vez, porque no recuerdo nada hasta que me desperté tiritando de frío y me vi cubierta de cortes y magulladuras. El suelo estaba mojado y yo estaba sola…».

En ese punto la historia siguió otra dirección. Y después otra y otra. Con mi afán por seguir sus divagaciones, casi me olvidé del sentido de la historia, que era el de que había contraído una enfermedad. Al principio no se dio cuenta de lo que era, porque se había manifestado primero como un grave acceso de hemorroides. La causa había sido haber permanecido tumbada en el suelo mojado, afirmó. Al menos, ésa había sido la opinión del médico. Después vino lo otro… pero había ido al médico a tiempo y la había curado.

Para mí, por interesante que fuera eso, teniendo en cuenta que seguía preocupado por las llagas, había surgido otro hecho que lo trascendía en importancia. No sé por qué, no había prestado tanta atención a los detalles de lo que había ocurrido después: se había levantado, había rogado a alguien que pasó en coche que la llevara a Nueva York, había pedido prestada ropa a Florrie, y cosas así. Recuerdo haberle interrumpido para preguntarle cuánto hacía que había ocurrido la violación y tuve la impresión de que la respuesta era bastante vaga. Pero, de repente, mientras intentaba atar cabos, me di cuenta de que estaba hablando de Carruthers, de que vivía con él y le hacía las comidas y cosas así. ¿Cómo había sido?

«Pero, si acabo de contártelo», dijo. «Fui a su casa porque no me atrevía a ir a la mía con aquel aspecto. Fue muy amable. Me trató como si fuera su propia hija. El médico al que fui era el suyo: me llevó él mismo».

Supuse que se refería a que había estado viviendo con Carruthers en la casa en que me había citado en cierta ocasión, donde Carruthers nos había cogido desprevenidos y había hecho una escena de celos. Pero estaba equivocado.

«Fue mucho antes de eso», dijo. «Entonces él vivía en la parte alta de la ciudad», y mencionó el nombre de un famoso humorista americano con quien Carruthers compartía un piso.

«Pero, bueno, si entonces eras casi una niña… a no ser que mientas sobre la edad que tienes».

«Tenía diecisiete años. Me había escapado de casa durante la guerra. Fui a Nueva Jersey y cogí un empleo en una fábrica de municiones. Sólo me quedé unos meses. Carruthers me hizo dejar el trabajo y volver a la universidad».

«Entonces, ¿sí que acabaste los estudios?», dije un poco confuso con todas las contradicciones.

«Pues, ¡claro que sí! Ojalá dejaras de insin…».

«¿Y conociste a Carruthers en la fábrica de municiones?».

«En la fábrica, no. Trabajaba en una empresa de tintes cercana. Solía llevarme a Nueva York de vez en cuando. Creo que era el vicepresidente. El caso es que podía hacer lo que quisiera. Solía llevarme al teatro y a salas de fiestas… Le gustaba bailar».

«¿Y no estabas viviendo con él entonces?».

«No, eso fue más adelante. Ni siquiera en la parte alta de la ciudad, después de la violación, viví con él. Le hacía la comida y las tareas de la casa para demostrarle mi agradecimiento por todo lo que había hecho. Nunca me pidió que fuera su amante. Quería casarse conmigo… pero no tenía valor para abandonar a su esposa. Estaba inválida…».

«¿Quieres decir sexualmente?».

«Ya te he contado todo sobre ella. ¿Qué más da?».

«Estoy hecho un lío», dije.

«Pero te estoy diciendo la verdad. Me has pedido que te contara todo. Y ahora no me crees».

En aquel momento me pasó por la mente como un relámpago la horrible sospecha de que la «violación» (¡y quizá no hubiese sido una violación!), había ocurrido en un pasado más que reciente. Quizás el «italiano» de la picha insaciable no hubiera sido sino un leñador cariñoso de los bosques del norte. Sin lugar a dudas había habido más de una «violación» en esos paseos nocturnos en automóvil a que se entregan las chicas apasionadas después de haber estado pimplando. La imagen de ella de pie, sola y desnuda en un campo mojado al amanecer, con el cuerpo cubierto de cortes y magulladuras, la pared uterina deshecha, el recto herido, los zapatos perdidos, los ojos amoratados… en fin, era la clase de historia que una joven romántica podía inventar para encubrir un alegre desliz que acaba con gonorrea y hemorroides, si bien lo de las hemorroides parecía un poco gratuit.

«Creo que lo mejor es que vayamos al médico mañana, los dos, y nos hagan un análisis de sangre», dije tranquilamente.

«Desde luego, iré contigo», respondió.

Nos abrazamos en silencio y pasamos a un largo polvo.

Una idea inquietante estaba tomando cuerpo en mi cabeza. Tenía el presentimiento de que ella encontraría una excusa para aplazar la visita al médico unos días. En ese tiempo, si fuera una enfermedad lo que yo tenía, se la podía haber pegado yo. Deseché la idea por considerarla absurda. Probablemente un doctor podría decir, mediante un examen, si ella me la había pegado a mí o yo a ella. ¿Y cómo podía yo haber pescado unas purgaciones, excepto a través de ella?

Antes de que nos quedáramos dormidos me enteré de que la habían desvirgado a los quince años. Eso también fue culpa de su madre. Sí, la habían estado volviendo loca en casa con tanto hablar de dinero, dinero, dinero todo el tiempo. Así, que había cogido un empleo de taquillera en un cine. No pasó mucho tiempo antes de que el propietario, que poseía una cadena de cines en todo el país, se fijara en ella. Tenía un Rolls-Royce, llevaba los trajes más caros, botines, guantes color limón, una flor en el ojal y todo lo que lleva esa clase de personas. Nadaba en dinero. No paraba de sacar billetes de cien dólares del fajo. Llevaba los dedos cubiertos de anillos de diamantes. Las uñas magníficamente arregladas por manicura. Un hombre de edad indefinible, probablemente próximo a cumplir los cincuenta. Un hombre desocupado y muy interesado por el sexo, que siempre estaba al acecho. Naturalmente, ella había aceptado sus regalos… pero nada de indecencias. Sabía que podía manejarlo con un dedo.

Pero hay que tener en cuenta lo que la apremiaban en casa. Por mucho que arrojara sobre la mesa nunca era bastante.

Así, que, cuando él le preguntó un día si le gustaría ir a Chicago con él para inaugurar una nueva sala, aceptó. Estaba segura de poder manejarlo perfectamente. Además, se moría por salir de Nueva York, lejos de sus padres, y demás.

Él se comportó como un caballero. Todo estaba saliendo a las mil maravillas: le había concedido un aumento sustancial del sueldo, le había comprado vestidos, la había llevado a los sitios mejores, todo exactamente como ella había imaginado que sería. Luego, una noche después de cenar (había comprado localidades para el teatro), se destapó bruscamente: quería saber si todavía era virgen. Ella se había apresurado a decirle que sí, pensando que su virginidad era su protección. Pero, para su asombro, él inició entonces una confesión de lo más franca y brutal en la que reveló que su única y exclusiva obsesión era desflorar a chicas jóvenes. Confesó incluso que le había costado un ojo de la cara y le había creado graves apuros. Sin embargo, parecía ser que no podía hacer nada para refrenar su pasión Reconoció que era perverso, pero, como tenía medios para entregarse a su vicio, no se había preocupado de curarse. Insinuó que no había nada brutal en su proceder. Siempre había tratado a sus víctimas con amabilidad y consideración. Al fin y al cabo, más adelante podrían perfectamente considerarlo un benefactor. Tarde o temprano toda joven tiene que entregar su virginidad. Llegaba hasta el extremo de decir que, puesto que tenía que hacerse, era mejor encomendar la operación a un profesional, a un entendido, por decirlo así. Muchos maridos jóvenes eran tan torpes e inútiles, que con frecuencia provocaban la frigidez de sus mujeres. Más de un fracaso matrimonial podía atribuirse a esa primera noche, insistía suavemente y con innegable razón.

En resumen, según relataba ella el incidente, se trataba de un argumentador excelente, diestro no sólo en el arte de la desfloración, sino también en el de la seducción.

«Yo pensé para mis adentros», dijo Mona, «que, si sólo iba a ser una vez, podía dejar que lo hiciera. Me había dicho que me pagaría mil dólares, y yo sabía lo que significaban mil dólares para mi madre y mi padre. Tuve la impresión de que podía fiarme de él».

«Así ¿que no fuisteis al teatro aquella noche?».

«Sí, fuimos… pero ya le había prometido que accedería a lo que él deseaba. Dijo que no había prisa. No debía preocuparme. Me aseguró que no iba a ser demasiado doloroso. Dijo que podía fiarse de mí; había estado observándome durante mucho tiempo y sabía que yo me comportaría sensiblemente. Para probar su sinceridad, se ofreció a darme el dinero primero. Yo me negué a aceptarlo. Había sido muy bueno conmigo y pensé que debía cumplir el trato antes de aceptar el dinero. En realidad, Val, empecé a cogerle cariño. Fue astuto al no apremiarme. Si lo hubiera hecho, podría haberlo odiado después. Así, le estoy bastante agradecida… a pesar de que resultó ser peor de lo que había imaginado».

Estaba preguntándome para mis adentros qué quería decir con esto último, cuando para mi sorpresa la oí decir:

«Mira, yo tenía un himen muy duro. A veces tienen que operar, ya sabes. Yo no sabía nada de esas cosas entonces. Pensaba que sería un poco doloroso y que saldría sangre… unos minutos… y después… El caso es que no fue así en absoluto. Pasó una semana antes de que pudiese romperlo. Debo decir que se lo pasaba en grande. ¡Y qué tierno era! Quizás estuviese mintiendo sobre lo de que fuera tan duro. Tal vez fuese un cuento para prolongar el asunto. Además, no estaba muy dotado. Tenía un aparato corto y grueso. A mí me parecía que lo metía hasta dentro, pero es que estaba tan nerviosa, que no podía decir con seguridad. Lo dejaba dentro de mí mucho tiempo, sin apenas moverse, pero duro como una roca y saltando como un bailarín. A veces lo sacaba y jugaba con él por fuera. Eso me sentaba maravillosamente. Podía hacerlo durante un rato increíblemente largo sin correrse. Decía que yo tenía un tipo perfecto… que, una vez que tuviera la piel perforada, sería maravilloso acostarse conmigo. No usaba palabras indecentes… como aquel otro bruto. Era un sensualista. Me contemplaba, me decía cómo debía moverme, me enseñaba toda clase de trucos… Dios sabe que podría haberse prolongado mucho más, si una noche no me hubiera excitado terriblemente. Me estaba volviendo loca, sobre todo cuando la sacó y se puso a restregarla en torno a los labios…».

«¿Entonces disfrutaste de verdad?».

«¿Disfrutar? Estaba fuera de mí. Sé que lo escandalicé tremendamente, cuando, por fin no pude resistirlo más y lo cogí y lo atraje hacia mí con todas mis fuerzas. “¡Maldita sea! ¿Vas a follar de una vez?”, y lo apreté contra mí y le mordí los labios. Entonces perdió el control y empezó a darle al asunto con toda el alma. Aun después de que lo hubiera perforado, a pesar de que me dolía, yo seguía empujando. Debí de tener cuatro o cinco orgasmos. Quería sentirle penetrar hasta dentro. El caso es que no sentía vergüenza ni embarazo. Quería que me follaran y ya no me importaba lo que doliese».

Estaba preguntándome si me diría sinceramente cuánto había durado aquella relación… una vez acabado el aspecto técnico. Recibí respuesta casi inmediatamente. Se mostró asombrosamente franca al respecto. Me pareció que había una ternura inhabitual en sus reminiscencias. Me hizo comprender lo agradecidas que son las mujeres, cuando se las ha manejado con comprensión.

«Fui su amante durante bastante tiempo», prosiguió. «Casi esperaba que se cansara de mí, porque había insistido mucho en que sólo podía apasionarse con una virgen. Desde luego, en cierto sentido yo seguía siendo virgen. Era muy joven, aunque la gente siempre me echaba dieciocho o diecinueve años. Me enseñó muchas cosas. Iba a todas partes con él, por todo el país. Me quería mucho y siempre me trataba con la mayor consideración. Un día noté que estaba celoso. Me sorprendió, porque sabía que había tenido muchas mujeres: no pensaba que me amara. “Pero, claro que te amo”, dijo, cuando lo pinché al respecto. Entonces me entró curiosidad. Quería saber cuánto esperaba que durase aquella relación. Yo siempre estaba previendo el momento en que encontraría a otra chica a la que querría desflorar. Temía conocer a una chica delante de él.

»“Pero no estoy pensando en otra chica”, me dijo. “Te quiero a ti… y te voy a conservar a mi lado”.

»“Pero tú me dijiste…”, empecé a decir, y entonces lo vi reírse… y comprendí al instante lo idiota que había sido. “De modo, que así fue como me conseguiste, ¿eh?”, dije. Y entonces sentí deseos de venganza. Fue un disparate por mi parte, porque no había hecho nada para ofenderme. Pero yo quería humillarlo».

«¿Sabes una cosa? Me desprecio de verdad por lo que hice», prosiguió. «No se merecía ese trato. Pero obtuve una cruel satisfacción haciéndole sufrir. Coqueteaba con todos los hombres que encontraba, ultrajantemente. Hasta me acostaba con algunos de ellos, y después se lo contaba a él y sentía un placer malicioso al ver el daño que le hacía. “Eres joven”, solía decir. “No sabes lo que haces”. Era bastante cierto, pero yo sólo sabía una cosa: que le podía y que, aunque me hubiese vendido a él, era mi esclavo. “Ves a comprarte otra virgen”, le decía. “Probablemente puedas conseguirlas por menos de mil dólares. Yo te habría dicho que sí, si hubieras ofrecido quinientos. Podrías haberme conseguido gratis, si hubieses sido un poco más listo. Si yo tuviera tu dinero, escogería una nueva todas las noches”. Seguía hablándole así hasta que él no podía resistirlo más. Una noche me pidió que me casara con él. Juró que se divorciaría de su mujer al instante… con sólo que le dijese que sí. Dijo que no podía vivir sin mí. “Pero yo puedo vivir sin ti”, respondí. Dio un respingo. “Eres cruel”, dijo. “Eres injusta”. No tenía intención de casarme con él, por muy sincero que fuera. No me importaba su dinero. No sé por qué lo ultrajé así. Luego, después de haberlo dejado, me sentí totalmente avergonzada de mí misma. En cierta ocasión volví ante él y le pedí perdón. Estaba viviendo con otra chica: me lo dijo al instante. “Nunca te habría sido infiel”, dijo. “Te amaba. Quería hacer cosas para ti. No tenía esperanzas de que te quedaras conmigo para siempre. Pero eras demasiado testaruda… eras demasiado orgullosa”. Me habló como me habría hablado mi padre. Sentí ganas de llorar… Entonces hice algo que nunca habría soñado que podría hacer. Le rogué que se acostara conmigo. Él estaba temblando de pasión. Sin embargo, era tan puñeteramente decente, que no tuvo valor para aprovecharse de mí. “Tú no quieres acostarte conmigo”, dijo, “lo único que quieres es demostrarme que estás arrepentida”. Insistí en que deseaba acostarme con él, que me gustaba como amante. Apenas si podía ya resistirse. Pero tenía miedo, supongo, de lo que le ocurriría. No quería empezar de nuevo a desearme vehementemente, eso era. Pero yo sólo pensaba en resarcirme. No sabía de qué otro modo hacerlo. Sabía que me amaba, mi cuerpo y todo. Yo quería hacerle feliz, aun cuando lo trastornara… Todo era muy confuso. El caso es que nos acostamos, pero no pudo tener una erección. Que yo supiese, era la primera vez que le ocurría. Lo intenté todo. Disfruté humillándome. Mientras se la chupaba, sonreía para mis adentros, pensando en lo extraño que era que tuviese que sudar así por un hombre al que despreciaba… No ocurrió nada. Le dije que regresaría el día siguiente y volveríamos a intentarlo. Me miró como si la idea lo consternara. “Tú fuiste paciente conmigo al principio, ¿recuerdas?”, dije. “¿Por qué no habría yo de ser paciente ahora?”. “Es una locura”, dijo él. “Tú no me amas. Simplemente te estás entregando como una puta”. “Eso es lo que soy ahora”, dije… “una puta”. Lo interpretó al pie de la letra. Me miró asustado, completamente asustado…».

Esperé a oír el resto. «¿Volviste?», pregunté.

No, no había vuelto. No volvió a acercarse a él nunca.

«Debió de vivir en ascuas», me dije para mis adentros.

La mañana siguiente le recordé nuestro propósito de ir al médico. Le dije que le llamaría más tarde durante el día y le pediría que se reuniese conmigo en el despacho del médico. Tendría que consultar a Kronski al respecto. Se mostró perfectamente de acuerdo. Como yo quisiera.

Así, que fuimos a ver al médico que Kronski había elegido, nos hicieron análisis de sangre, y hasta cenamos con el médico. Era joven y no del todo seguro de sí mismo, pensé yo. No sabía qué hacer con mi polla. Preguntó si había tenido purgaciones alguna vez… o sífilis. Le dije que había tenido purgaciones dos veces. ¿Habían vuelto alguna vez? No, que yo supiese. Y cosas así. Le pareció que lo mejor era esperar unos días antes de hacer nada. Entretanto recibiría el resultado de los análisis de sangre. Le pareció que los dos teníamos aspecto saludable, si bien el aspecto a veces era engañoso. En resumen, habló de todo un poco, como hacen con frecuencia los médicos jóvenes —y también los viejos—, sin aclaramos gran cosa.

Entre la primera y la segunda visita, tuve que ir a ver a Maude. Le conté lo que pasaba. Naturalmente, estaba convencida de que Mona era la responsable. Había imaginado que sucedería algo así. Era cómico, de verdad, el interés que se tomaba por mi nabo enfermo. Como si todavía fuera de su propiedad. Tuve que sacarlo y enseñárselo, mire usted qué cosas. Al principio lo manipuló cuidadosamente, pero después se despertó su interés profesional y, con el aparato volviéndose cada vez más pesado en su mano, olvidó las precauciones. Yo tenía que tener cuidado de no excitarme demasiado o podría mandar al diablo la cautela. En cualquier caso, antes de permitirme que volviera a guardarlo en la bragueta, me pidió que le dejase bañarlo suavemente en una solución. Estaba segura de que eso no podía hacer daño. Así, que fui al baño con ella, con la picha tiesa como una vara, y la contemplé acariciarla y mimarla.

Cuando volvimos a visitar al médico, nos enteramos de que todos los resultados de los análisis eran negativos. Sin embargo, según nos explicó, ni siquiera eso constituía una prueba final.

«Mire», dijo —evidentemente, había estado pensándolo antes de nuestra llegada—, «he estado pensando que le convendría circuncidarse. Cuando le quiten el prepucio, todo lo que tiene desaparecerá también. Tiene usted un prepucio extraordinariamente largo: ¿no le ha molestado?».

Le confesé que nunca se me había ocurrido. Uno nace con un prepucio y muere con él. Nadie piensa en su apéndice, hasta que llega el momento de extirparlo.

«Sí», prosiguió, «se encontraría usted mucho mejor sin el prepucio. Naturalmente, tendrá usted que ir al hospital… podría ocuparle una semana más o menos».

«¿Y cuánto costaría?», pregunté, algo mosca.

No podía decir exactamente… tal vez cien dólares.

Le dije que lo pensaría. No me hacía mucha gracia perder mi precioso prepucio, aun cuando presentara ventajas higiénicas. Entonces se me ocurrió una idea graciosa: que en adelante mi capullo quedaría insensible. No me gustaba nada esa idea.

Sin embargo, antes de que abandonara su despacho me había convencido para que concertase una visita con su cirujano para dentro de una semana. «Si se le pasa en ese tiempo, no necesitará operarse… en caso de que no le guste la idea».

«Pero», añadió, «si yo fuera usted, me operaría, aunque no me gustase. Es mucho más higiénico».

En el intervalo las confesiones nocturnas prosiguieron aceleradamente. Hacía varias semanas que Mona no trabajaba en el baile y pasábamos toda la noche juntos. No estaba segura de lo que haría después —siempre era la cuestión del dinero lo que la preocupaba—, pero estaba segura de que no volvería nunca al baile. Parecía tan aliviada como yo de saber que su análisis de sangre había dado negativo.

«Pero no pensabas que tuvieras algo, ¿verdad?».

«Nunca se sabe», dijo. «Era un lugar tan horrible… las chicas eran sucias».

«¿Las chicas?».

«Y también los hombres… No hablemos de eso». Después de un corto silencio, se echó a reír y dijo: «¿Qué te parecería, si me dedicara al teatro?».

«Estaría bien», dije. «¿Crees que sabrías actuar?».

«Estoy segura de que sí. Espera y verás, Val…».

Aquella noche llegamos tarde a casa y nos escabullimos hasta la cama en silencio. Cogida a mi polla, comenzó otra serie de confesiones. Había estado esperando para decirme algo… no debía enfadarme… no debía interrumpirle. Tuve que prometérselo.

Me quedé tumbado y escuché en tensión. De nuevo la cuestión del dinero. Siempre estaba presente, como una herida abierta. «No querrás que vuelva al baile, ¿verdad?». Desde luego que no. ¿Qué más? Me preguntaba yo.

Bueno, pues, naturalmente tenía que encontrar algún modo de juntar los fondos necesarios. ¡Continúa!, pensaba yo para mis adentros. ¡Acaba de una vez! Me administré un anestésico y la escuché sin abrir el pico. Aunque parezca extraño, fue una operación indolora. Estaba hablando de hombres viejos, viejos agradables que había conocido en el baile. Lo que querían era tener la compañía de una joven bella… alguien con quien pudieran comer e ir al teatro. En realidad, no les importaba bailar… ni acostarse, siquiera, con una chica. Querían que los vieran con mujeres jóvenes: les hacía sentirse más jóvenes, más alegres, más esperanzados. Todos ellos eran cabrones adinerados… con dentadura postiza y venas varicosas y cosas así. No sabían qué hacer con su dinero. Uno de ellos, aquel del que estaba hablando, era propietario de una gran lavandería. Tenía más de ochenta años, era frágil, con venas azules y ojos vidriosos. Era casi un niño. Desde luego, ¡yo no podía sentir celos de él! Lo único que le pedía era permiso para gastarse el dinero con ella. No dijo cuánto había apoquinado ya, pero suponía que era una suma respetable. Y ahora se trataba de otro: vivía en el Ritz Carlton. Un fabricante de zapatos. A veces ella comía en su habitación, porque a él le daba placer. Era multimillonario… y estaba un poco chocho, según ella. A lo máximo a que se atrevía era a besarle la mano… Sí, hacía semanas que tenía intención de contarme todo aquello, pero había tenido miedo de que me lo tomara a mal. «No te lo tomas a mal, ¿verdad?», dijo, inclinándose sobre mí. No respondí inmediatamente. Estaba pensando, haciéndome preguntas, buscando soluciones. «¿Por qué no dices algo?», dijo, tocándome suavemente con el codo. «Has dicho que no te enfadarías. Lo has prometido».

«No estoy enfadado», dije. Y después volví a guardar silencio.

«¡Sí que lo estás! Te sientes herido… Oh, Val, eres tan tonto. ¿Crees que te contaría estas cosas si pensara que te sentirías herido?».

«No creo nada», dije. «No tiene importancia, créeme. Haz lo que te parezca mejor. Sólo que lamento que tenga que ser así».

«Pero ¡no va a ser siempre así! Es sólo por un tiempo… Por eso es por lo que quiero meterme en el teatro. Me repugna tanto como a ti».

«De acuerdo», dije. «Olvidémoslo».

La mañana que tenía que presentarme en el hospital me desperté temprano. Mientras tomaba una ducha, me miré la picha y, ¡caracoles!, no había la menor señal de irritación. Apenas podía creer lo que veía. Desperté a Mona y se la enseñé. Ella la besó. Volví a meterme en la cama y echamos un polvete rápido… para probarla. Después fui al teléfono y llamé al médico. «Ya está mejor», dije, «no voy a operarme». Colgué rápidamente para atajar otras posibles persuasiones por su parte.

Al salir de la cabina de teléfonos, se me ocurrió de repente llamar a Maude.

«No puedo creerlo», dijo.

«Pues es una realidad», dije, «y si no lo crees, te lo demostraré, cuando vaya la próxima semana».

Parecía no querer cortar la comunicación. Siguió hablando sobre un montón de cosas sin importancia. «Tengo que marcharme», dije, pues estaba empezando a fastidiarme.

«Un momento», suplicó. «Iba a preguntarte si no podrías venir antes, por ejemplo el domingo, y llevarnos al campo. Podríamos hacer una pequeña excursión, los tres. Yo prepararía una comida…».

Su voz sonaba muy tierna.

«De acuerdo», dije. «Iré temprano… hacia las ocho».

«¿Estás seguro de estar curado?», dijo.

«Absolutamente seguro. Te lo enseñaré… el domingo».

Soltó una risita lasciva. Colgué antes de que hubiera cerrado el pico.