Capítulo XIV

Decisión repentina de largamos de Cockroach Hall. ¿Por qué? Porque había conocido a Rebecca…

Rebecca era la segunda mujer de mi viejo amigo Arthur Raymond. Ahora estaban viviendo en un piso enorme en Riverside Drive; querían realquilar habitaciones. Fue Kronski quien me habló de ello; dijo que iba a coger una de las habitaciones.

«¿Por qué no vienes a conocer a su mujer…? Te gustará. Podría ser la hermana de Mona».

«¿Cómo se llama?», pregunté.

«Rebecca. Rebecca Valentine».

El nombre Rebecca me animó. Siempre había deseado conocer a una mujer que se llamara Rebecca. Rebecca… y no Becky.

(Rebecca, Ruth, Roxane, Rosalind, Frederika, Ursula, Sheila, Norma, Guinevere, Leonora, Sabina, Malvina, Solange, Deirdre. ¡Qué nombres más maravillosos tenían las mujeres! Como las flores, las estrellas, las constelaciones…).

A Mona no le hacía tanta gracia el traslado, pero, cuando fuimos a la casa de Arthur Raymond y lo oyó practicar, cambió de opinión.

Fue Renée, la hermana menor de Arthur Raymond, la que abrió la puerta. Tenía unos diecinueve años, una cascarrabias llena de vitalidad y con cabellera abundante y rizada. Su voz era como la de un ruiseñor: dijera lo que dijese sentías deseos de darle la razón.

Por fin, apareció Rebecca. Parecía salida directamente del Antiguo Testamento: morena y risueña de pies a cabeza. Mona simpatizó con ella inmediatamente, como si se tratara de una hermana perdida. Ambas eran bellas. Rebecca era más madura, más sólida, más equilibrada. Notabas instintivamente que siempre prefería la verdad. Me gustó su firme apretón de mano, la mirada directa y brillante con que te saludaba. No parecía tener ni pizca de la trivialidad femenina habitual.

Arthur no tardó en reunirse con nosotros. Era bajo, musculoso, hablaba con acento nasal, recio y firme, y se estremecía a menudo con espasmos de risa explosivos. Se reía con la misma sinceridad de sus ocurrencias que de las de los demás. Era extraordinariamente sano, vital, jovial, efusivo. Siempre había sido así y en los viejos tiempos, cuando Maude y yo nos trasladamos a su barrio, yo lo apreciaba mucho. Solía visitarlo sin avisar a todas horas del día y de la noche y resumirle durante tres y cuatro horas los libros que acababa de leer. Recuerdo haber pasado tardes enteras hablando de Smerdyakov y Pavel Pavlovitch, o del General Ivolgin, o de los fantasmas angélicos que rodeaban al Idiota, o a la Filipovna. Entonces estaba casado con Irma, que más adelante pasó a ser una de mis compañeras en la Compañía Cosmodemónica Telefleco. En aquellos viejos tiempos, cuando conocí a Arthur Raymond, ocurrían cosas tremendas… en la mente, debo añadir. Nuestras conversaciones eran como pasajes de La montaña mágica, sólo que más virulentas, más exaltadas, más continuadas, más provocativas, más inflamables, más peligrosas, más amenazadoras… y mucho, pero que mucho, más agotadoras.

Mientras lo observaba hablar, yo estada dando un rápido repaso retrospectivo. Su hermana Renée estaba intentando mantener con la mujer de Kronski una conversación que decaía. (Esta última se quedaba siempre muda, por absorbente que fuera el tema). Me pregunté cómo nos llevaríamos todo el grupo bajo el mismo techo. De las dos habitaciones desocupadas, Kronski ya se había apropiado de la mayor. Ahora los seis atestábamos la otra habitación, que no era más que un cuchitril.

«Oh, podréis arreglaros», estaba diciendo Arthur Raymond. «Señor, no necesitáis demasiado sitio: tenéis toda la casa. Quiero que vengáis a vivir aquí. Lo vamos a pasar en grande aquí, ¡qué caramba!». Volvió a estallar en carcajadas.

Yo sabía que estaba desesperado. Sin embargo, era demasiado orgulloso como para reconocer que necesitaba dinero. Rebecca me miró en espera de mi decisión. Leí con toda claridad lo que estaba escrito en su cara. De repente, Mona intervino: «Desde luego, que la cogeremos». Kronski se frotó las manos alegremente. «Pues, ¡claro! Ya veréis qué cocido más maravilloso vamos a preparar». Y después se puso a regatear con ellos sobre el precio. Pero Arthur Raymond se negó a hablar de dinero. «Fijad las condiciones vosotros mismos», dijo, escabullándose hacia la habitación grande en que se encontraba el piano. Lo oí aporrear el piano. Intenté escuchar, pero Rebecca se quedó delante de mí acosándome a preguntas.

Unos días después estábamos instalados. La primera cosa que notamos del nuevo domicilio fue que todo el mundo intentaba usar el cuarto de baño a la vez. Llegabas a saber quién había sido el último ocupante por el olor que dejaba tras sí. El lavabo estaba siempre atascado con largos pelos, y Arthur Raymond, que nunca tenía cepillo de dientes propio, usaba el primero que encontraba. Otra cosa era que había demasiadas mujeres por la casa. La hermana mayor, Jessica, que era actriz venía con frecuencia y muchas noches se quedaba a dormir. También había que contar a la madre de Rebecca, que siempre estaba entrando y saliendo de la casa, siempre arropada en su pena, siempre arrastrándose como un cadáver. Y también los amigos de Kronski y los amigos de Rebecca y los amigos de Arthur y los amigos de Renée, por no hablar de las alumnas que acudían a todas las horas del día y de la noche. Al principio era encantador oír tocar el piano: fragmentos de Bach, Ravel, Debussy, Mozart, y demás. Después llegaba a ser exasperante, sobre todo cuando el propio Arthur Raymond practicaba. Repetía una y otra vez una frase con la tenacidad y persistencia de un loco. Primero con una mano, firme y lentamente; después con la otra, firme y lentamente. Luego con las dos, muy firme, muy lentamente, después cada vez más rápido, hasta que alcanzaba el compás normal. Veinte veces, cincuenta veces, cien veces. Avanzaba un poco: unos cuantos compases más. Ídem de ídem. Después vuelta a empezar, como un cangrejo, desde el principio. Luego lo dejaba de repente, empezaba algo nuevo, algo que le gustaba. Lo tocaba con toda el alma, como si estuviera dando un concierto. Pero, al llegar a la tercera parte tal vez, vacilaba. Repetía unos compases, los analizaba, los desarrollaba, despacio, deprisa, una mano, dos manos, todo a la vez, manos, pies, codos, nudillos, avanzando como una unidad de tanques, barriendo todo lo que encontrara por delante, arrasando árboles, vallas, graneros, cercas, muros. Era doloroso seguirlo. No tocaba por placer: tocaba para perfeccionar su técnica. Se desgastaba las yemas de los dedos, se frotaba el culo hasta dejarlo liso. Siempre avanzando, adelantando, atacando, conquistando, aniquilando, liquidando, reagrupando sus fuerzas, eliminando centinelas, cubriendo su retaguardia, atrincherándose, haciendo prisioneros, separando a los heridos, haciendo reconocimientos, emboscando a sus hombres, lanzando llamaradas, cohetes, volando fábricas de municiones, centros ferroviarios, inventando nuevos torpedos, dinamos, lanzallamas, cifrando y descifrando los mensajes que llegaban…

Sin embargo, era un gran maestro. Un maestro encantador. Se movía por la habitación con su camisa caqui, siempre con el cuello abierto, como una pantera inquieta. Se quedaba parado en un rincón, escuchando, con la barbilla en la palma de la mano y la otra mano sujetando el codo. Se dirigía a la ventana y miraba afuera, tarareando bajito mientras seguía los valientes intentos de llegar a la perfección que Arthur exigía a todas sus alumnas. Si se trataba de una alumna muy joven, podía ser tan tierno como un cordero; hacía reír a la niña, la cogía en sus brazos y la alzaba de la banqueta. «¿Ves…?», y muy lenta, muy amable, muy cuidadosamente, indicaba cómo debía hacerse. Tenía una paciencia infinita con las alumnas jóvenes: un espectáculo hermoso. Las cuidaba como si fueran flores. Intentaba llegar a sus almas, intentaba calmarlas o enardecerlas, según los casos. Con las mayores era todavía más emocionante observar su técnica. Con éstas era todo atención, alerta como un puercoespín, con las piernas separadas, oscilando, balanceándose, alzando los talones y volviendo a bajarlos, con los músculos de la cara moviéndose rápidamente, mientras seguía con chispeante impaciencia la transición de un pasaje a otro. A ésas les hablaba como si ya fueran maestras. Sugería tal o cual manipulación, tal o cual interpretación. A veces, interrumpiendo la actuación diez o quince minutos, se lanzaba a brillantes exposiciones de técnicas dominantes, comparando una con otra, valorándolas, comparando una partitura con un libro, a un autor con otro, una paleta con una textura, un tono con un modismo personal, etcétera. Hacía vivir la música. Oía música en todo. Las jóvenes, al acabar una sesión, se desvanecían por el vestíbulo, inconscientes de todo lo que no fueran las llamas del genio. Sí, era vivificador, un dios-sol: las enviaba a la calle tambaleantes de vértigo.

Al discutir con Kronski, era una persona diferente. Aquella manía de perfección, aquella furia pedagógica que era un don tan poderoso para él como maestro de música, lo reducían a proporciones ridículas, cuando se lanzaba al mundo de las ideas. Kronski jugaba con él como un gato con un ratón. Se recreaba poniendo zancadillas a su adversario. No defendía otra cosa que su ingeniosa seguridad. En una discusión acalorada Arthur Raymond tenía algo del estilo de Jack Dempsey. Cargaba firmemente, siempre con estocadas cortas y rápidas, como un tajo de cortar carne dotado de piernas danzarinas. De vez en cuando lanzaba una embestida, una embestida brillante, para simplemente descubrir que estaba forcejeando con el espacio. Kronski tenía el truco de esfumarse completamente, justo cuando parecía estar contra las cuerdas. Un segundo después lo encontrabas colgando de la araña. No tenía una estrategia reconocible, a no ser la de eludir, cambiar de dirección y provocar con burlas, la de enfurecer a su oponente, y después usar el truco de desaparecer. Arthur Raymond parecía decirle todo el tiempo: «¡Saca los puños! ¡Lucha! ¡Pelea, cabrón!». Pero Kronski no tenía intención de convertirse en una pelota de boxeo.

Nunca sorprendí a Arthur Raymond leyendo un libro. No creo que leyera muchos libros, y, sin embargo, tenía un conocimiento asombroso de muchas cosas. Lo que quiera que leyese lo recordaba con claridad y exactitud pasmosas. De todas las personas que he conocido, exceptuando a mi amigo Roy Hamilton, era quien más podía sacar de un libro. Destripaba el texto literalmente. Roy Hamilton avanzaba milímetro a milímetro, por decirlo así, deteniéndose en una frase durante días o semanas. A veces tardaba un año o dos en acabar un libro breve, pero, cuando lo había acabado, parecía haber aumentado un codo de estatura. Para él, media docena de libros eran suficientes para suministrarle alimento espiritual para el resto de su vida. Para él, las ideas eran cosas vivas, como lo eran para Louis Lambert. Tras haber acabado de leer un libro, daba la impresión absolutamente real de conocer todos los libros. Pensaba y vivía un libro desde la primera página hasta la última, y emergía de la experiencia con un ser nuevo y exaltado. Era lo contrario mismo del erudito, cuya estatura disminuye con cada libro que lee. Para él, los libros eran lo que el yoga es para quien busca en serio la verdad: le ayudaban a unirse con Dios.

En cambio, Arthur Raymond daba la falsa impresión de devorar el contenido de un libro. Leía con atención muscular. Al menos eso era lo que yo imaginaba, al observar el efecto que surtía en él. Leía como una esponja, atento a observar los pensamientos del autor. Su única preocupación era absorber, asimilar, redistribuir. Era un vándalo. Cada libro nuevo era una nueva conquista. Los libros fortalecían su yo. No crecía, se henchía de orgullo y arrogancia. Buscaba corroboraciones para lanzarse con ímpetu y dar batalla. No se permitía a sí mismo darse por vencido. Puede que rindiera homenaje al autor que admiraba, pero nunca doblaba la rodilla. Se mantenía inquebrantable e inflexible; su concha se volvía cada vez más espesa.

Era el tipo de persona que, después de acabar un libro, no puede hablar de otra cosa durante semanas. Fuera lo que fuese lo que uno tratara al conversar con él, lo relacionaba con el libro que acababa de devorar. Lo curioso de aquellas resacas era que cuanto más hablaba del libro, más sentía uno su deseo inconsciente de destruirlo. En el fondo, siempre me parecía que en realidad estaba avergonzado de haber permitido a otra mente subyugarlo. Su charla no era sobre el libro, sino sobre lo completa y penetrantemente que él, Arthur Raymond, lo había entendido. Esperar que diera un resumen del libro era inútil. Te daba justo la información necesaria sobre su tema para permitirte seguir sus análisis y elaboraciones inteligentemente. Aunque no dejaba de decirte: «Tienes que leerlo. Es maravilloso», lo que quería decir era: «Puedes hacerme caso: es una obra importante; si no, no estaría perdiendo el tiempo hablándote de él». Y lo que daba a entender, además, era que era igual que no lo hubieras leído, porque nunca serías capaz por tus propios esfuerzos de desenterrar las gemas que él, Arthur Raymond, había encontrado en él. «Cuando acabe de contártelo», parecía decir, «no vas a necesitar leerlo. Sé no sólo lo que el autor dijo, sino también lo que quería decir y no dijo».

En la época de que estoy hablando, una de sus pasiones era Sigmund Freud. No quiero decir que sólo conociera a Freud. No, hablaba como si estuviese familiarizado con todo el grupo, desde Krafft-Elbing y Stekee en adelante. Consideraba a Freud no sólo un pensador, sino también un poeta. En cambio, Kronski, cuyas lecturas eran más amplias y profundas en su dominio, que además tenía la ventaja de la experiencia clínica, que entonces estaba haciendo un estudio comparativo del psicoanálisis y no simplemente intentando asimilar una contribución tras otra, irritaba a Arthur Raymond indeciblemente por lo que a este último le gustaba llamar «su escepticismo corrosivo».

En nuestro cubículo era donde se celebraban aquellas discusiones, que no sólo eran encarnizadas, sino también interminables. Mona había dejado el empleo en el baile y buscaba trabajo en el teatro. A menudo comíamos juntos en la cocina, procurando dispersarnos hacia medianoche y volver a nuestras habitaciones respectivas. Pero a Arthur Raymond no le importaba la hora en absoluto; cuando estaba interesado en un tema, no pensaba en comer, ni en dormir, ni en el sexo. Si se acostaba a las cinco de la mañana, se levantaba a las ocho, si quería, o se quedaba en la cama dieciocho horas. Dejaba para Rebecca la tarea de arreglar de nuevo su horario. Naturalmente, aquella clase de vida creaba una atmósfera de caos y aplazamientos. Cuando las cosas se complicaban mucho, Arthur Raymond alzaba las manos al cielo y abandonaba la cuestión, a veces ausentándose durante varios días. Tras esos períodos de ausencia, llegaban extraños rumores, historias que arrojaban una luz muy diferente sobre su carácter. Al parecer, aquellas excursiones eran necesarias para completar su ser físico; la vida de un músico no podía satisfacer en modo alguno su robusta naturaleza. Tenía que escapar en ocasiones y juntarse con sus camaradas: la colección de personajes más incongruentes, dicho sea de paso. Algunas de sus escapadas eran inocentes y divertidas, otras eran sórdidas y feas. Como lo habían criado como a un mariquita, había sentido la imperiosa necesidad de desarrollar el aspecto brutal de su naturaleza. Disfrutaba buscando pelea con algún idiota corpulento y bravucón mucho más alto que él y rompiéndole el brazo o la pierna a sangre fría. Había hecho lo que muchos tipos bajitos sueñan con hacer: dominar el jiu-jitsu. Lo había hecho para darse el placer de insultar a los gigantes amenazadores que componen el mundo de los pendencieros a quienes el hombre bajito teme. Cuanto más altos eran, más disfrutaba Arthur Raymond. No se atrevía a usar los puños por miedo a herirse las manos, sino que —bastante vilmente, me parecía a mí— fingía pelear y después, naturalmente, cogía por sorpresa a su adversario. «No admiro nada eso en ti», le dije una vez. «Si me hicieras una jugada de ésas, te rompería una botella en la cabeza». Me miró asombrado. Él sabía que no me gustaba pelear ni luchar. «No me importaría», añadí, «si recurrieras a esos trucos en casos de apuro. Pero lo que quieres simplemente es alardear. Eres un bravucón bajito, y un bravucón bajito es aún más odioso que uno alto. Un día te vas a tropezar con alguien que te dé para el pelo…».

Se echó a reír. Dijo que yo siempre interpretaba las cosas de modo extraño.

«Por eso me gustas», decía. «Eres caprichoso. No tienes normas fijas. De verdad, Henry», y soltaba una fuerte carcajada, «eres esencialmente traicionero. Si alguna vez llegamos a hacer un mundo nuevo, no habrá sitio para ti en él. No pareces entender lo que significa dar y tomar. Eres un vagabundo intelectual… A veces no te entiendo en absoluto. Siempre estás alegre y afable, eres casi sociable, y, sin embargo… pues, no tienes lealtades. Intento ser amigo tuyo… hubo un tiempo en que fuimos amigos, recuerda… pero has cambiado… eres duro por dentro… eres intocable. Señor, crees que soy duro… soy simplemente presumido, pendenciero, estoy lleno de energía. Tú sí que eres duro. Eres un gángster, ¿lo sabías?». Se rió entre dientes. «Sí, Henry, eso es lo que eres: un gángster espiritual. No me fío de ti…».

Le irritaba observar la relación natural que existía entre Rebecca y yo. No estaba celoso, ni tenía motivos para estarlo, pero envidiaba mi capacidad para crear una relación serena con su mujer. Él siempre me hablaba de las habilidades intelectuales de ella, como si ésa debiera ser la base de atracción entre nosotros, pero en una discusión, si Rebecca estaba presente, se comportaba con ella como si sus opiniones no tuvieran la menor importancia. A Mona la escuchaba con una seriedad que era casi cómica. Desde luego, escuchaba hasta el final, y decía: «Sí, sí, por supuesto», pero en realidad no prestaba la menor atención a lo que estaba diciendo.

A solas con Rebecca, mientras la observaba hacer una comida o planchar, yo tenía la clase de conversaciones que sólo se pueden tener con una mujer, si pertenece a otro hombre. En esos casos era en los que había ese espíritu del «dar y tomar» que Arthur se quejaba de no encontrar en mí. Rebecca era natural y sencilla y no tenía nada de intelectual. Le gustaba que la trataran como a una mujer y no como a una inteligencia. A veces hablábamos de las cosas más sencillas y domésticas, cosas en las que el maestro de música no encontraba el menor interés.

La conversación sólo es un pretexto para otras formas más sutiles de comunicación. Cuando éstas no funcionan, la conversación es algo muerto. Si dos personas tienen interés en comunicar mutuamente, no importa lo más mínimo lo confusa que llegue a ser la conversación. Las personas que insisten en la claridad y la lógica con frecuencia no consiguen hacerse entender. Siempre están buscando un transmisor más perfecto, engañadas por la suposición de que la mente es el único instrumento para la transmisión del pensamiento. Cuando empiezas a hablar de verdad, te entregas. Arrojas las palabras precipitadamente, no las cuentas como monedas. No te preocupas de los errores gramaticales o factuales, de las contradicciones, de las mentiras, etc. Hablas. Si hablas con alguien que sepa escuchar, entiende perfectamente, aun cuando las palabras carezcan de sentido. Cuando esa clase de conversación se pone en marcha, se produce un enlace, independientemente de que hables con un hombre o una mujer. Los hombres hablando con otros hombres necesitan esa clase de conversación tanto como las mujeres hablando con otras mujeres. Las parejas casadas raras veces disfrutan de esa clase de conversación, por razones que son más que evidentes.

La conversación, la conversación auténtica, es una de las manifestaciones más expresivas del anhelo de enlace ilimitado que siente el hombre. Las personas sensibles, las personas que sienten, desean unirse de modo más profundo, sutil y duradero de lo que permiten la costumbre y la convención. Me refiero a formas que superan los sueños de los utopistas sociales y políticos. La fraternidad del hombre, en caso de que alguna vez se realice, sólo es la etapa de jardín de infancia en el drama de las relaciones humanas. Cuando el hombre empiece a permitirse expresión plena, cuando pueda expresarse sin miedo al ridículo, el ostracismo o la persecución, lo primero que hará será soltar su amor a borbotones. En la historia del amor humano todavía estamos en el primer capítulo. Aun ahí, aun en el dominio de lo puramente personal, es un relato bastante vulgar. ¿Acaso tenemos más de una docena de héroes y heroínas del amor para mostrar como ejemplos? Dudo de que tengamos incluso tantos amantes como santos ilustres. Tenemos eruditos en abundancia, y reyes y emperadores, y estadistas y militares, y artistas en profusión, e inventores, descubridores, exploradores… pero ¿dónde están los grandes amantes? Después de un momento de reflexión, volvemos a Abelardo y Eloísa, o a Antonio y Cleopatra, o a la historia del Taj Mahal. Una gran parte es ficticia, hinchada y glorificada por los amantes insatisfechos a cuyas plegarias responden sólo el mito y la leyenda. Tristán e Isolda… ¡qué poderoso hechizo ejerce todavía sobre el mundo moderno esa leyenda! En el paisaje de los amores novelescos destaca como el pico nevado del Fujiyama.

Había una observación que me hacía a mí mismo una y otra vez, al escuchar las interminables discusiones entre Arthur Raymond y Kronski. Se refería a que el conocimiento divorciado de la acción conduce a la esterilidad. Allí tenía a dos jóvenes vivaces, los dos brillantes a su modo, discutiendo apasionadamente noche tras noche sobre un nuevo enfoque de los problemas de la vida. Un individuo austero, que llevaba una vida disciplinada, modesta y sobria, en la lejana ciudad de Viena, era el responsable de aquellas discordias. Por todo el mundo occidental estaban produciéndose esas disputas. Al parecer, una de dos: o se hablaba apasionadamente de aquellas teorías de Sigmund Freud o no se hablaba de ellas. Ese simple hecho tiene importancia, mucha más importancia que las teorías discutidas. En el transcurso de los veinte años siguientes unos miles de personas —¡no centenares de miles!— iban a someterse al proceso llamado psicoanálisis. El término «psicoanálisis» iba a perder gradualmente su magia y a convertirse en moneda corriente. Su valor terapéutico iba a disminuir en proporción con la difusión de su comprensión popular. La sabiduría subyacente a las exploraciones e interpretaciones de Freud iba a disminuir en eficacia con el deseo en aumento por parte del neurótico de readaptarse a la vida.

En el caso de mis dos jóvenes amigos, uno de ellos no iba a encontrar más adelante otra solución satisfactoria a los problemas del momento que la ofrecida por el comunismo; el otro, que me habría considerado loco, si entonces hubiera insinuado semejante eventualidad, iba a llegar a ser paciente mío. El maestro de música abandonó su música para corregir el mundo y fracasó. Fracasó incluso a la hora de volver su vida más interesante, más satisfactoria, más rica. El otro abandonó su práctica médica y finalmente se puso en manos de un charlatán, vuestro seguro servidor. Lo hizo deliberadamente, sabiendo que yo no tenía otras cualidades que mi sinceridad y mi entusiasmo. Incluso le agradó el resultado, que fue nulo, y que él había previsto por adelantado.

Ahora han pasado unos veinte años desde la época de que hablo. El otro día, cuando andaba paseando sin rumbo fijo, me encontré con Arthur Raymond por la calle. Podría haber pasado de largo, si no me hubiera llamado. Había cambiado, había echado una barriga casi comparable con la de Kronski. Ahora es un hombre maduro con una hilera de dientes negros como el carbón. Después de unas palabras, se puso a hablar de su hijo… el hijo mayor, que ahora está en la universidad y es miembro del equipo de rugby. Había traspasado todas sus esperanzas a su hijo. Me sentí asqueado. En vano traté de que me diera alguna idea sobre su propia vida. No, prefirió hablar de su hijo. ¡Él iba a ser alguien! (Un atleta, un escritor, un músico: Dios sabe qué). Me importaba tres cojones el hijo. Lo único que conseguí comprender de aquel parloteo efusivo fue que él, Arthur Raymond, había entregado el alma. Vivía en el hijo. Era lastimoso. Me faltó tiempo para escapar de su lado.

«Tienes que venir a vernos pronto». (Estaba intentando retenerme). «Tenemos que celebrar una sesión de las de antes. ¡Ya sabes cuánto me gusta hablar!». Lanzó una de aquellas carcajadas desenfrenadas de otros tiempos.

«¿Dónde vives ahora?», añadió, cogiéndome con fuerza del brazo.

Saqué un trozo de papel del bolsillo y escribí una dirección falsa y un número de teléfono. Pensé para mis adentros: «La próxima vez que nos veamos será probablemente en el limbo».

Cuando me alejaba, advertí de repente que no había demostrado interés por lo que me había ocurrido durante estos años. Sabía que había estado en el extranjero, que había escrito algunos libros. «¿Sabes? He leído algunas de tus cosas», había observado. Y después se había echado a reír confusamente, como diciendo: «Pero te conozco, viejo tunante… ¡a mí no me engañas!». Por mi parte, podría haber respondido: «Sí, y yo sé todo lo referente a ti. Conozco las decepciones y humillaciones que has sufrido».

Si nos hubiéramos puesto a intercambiar experiencias, podríamos haber tenido una conversación agradable. Podríamos habernos entendido mutuamente mejor de lo que nos habíamos entendido antes. Con sólo que me hubiera dado una oportunidad, podría haberle demostrado que el Arthur Raymond que había fracasado era para mí tan querido como el joven prometedor que en otro tiempo había yo admirado ciegamente. Ambos éramos rebeldes, a nuestro modo. Y los dos habíamos luchado por construir un mundo nuevo.

«Naturalmente, sigo creyendo [en el comunismo]», me había dicho al separamos. Lo dijo como si le diese pena reconocer que el movimiento no era lo suficientemente grande como para incluirlo a él con todas sus idiosincrasias. De igual modo podía imaginarlo diciéndose a sí mismo que todavía creía en la música, o en la vida al aire libre, o en el jiu-jitsu. Me pregunté si se daba cuenta de lo que había hecho con abandonar un camino tras otro. Si se hubiera detenido en algún punto y hubiese luchado por abrirse paso, la vida habría valido la pena. ¡Aunque sólo hubiera llegado a ser un campeón de lucha libre! Recuerdo la noche que me indujo a acompañarlo a una pelea entre Earl Caddock y Strangler Lewis. (Y otra ocasión en que fuimos juntos a presenciar el combate Dempsey-Carpentier). Entonces era un poeta. Veía a dos dioses en un combate mortal. Sabía que era más que un forcejeo hasta el fin entre dos brutos. Hablaba de aquellas dos grandes figuras de la liza como habría hablado de los grandes compositores o de los grandes dramaturgos. Era una parte consciente de la multitud que asistía a esos espectáculos. Era como un griego en los días de Eurípides. Era un artista que aplaudía a otros artistas. Estaba en su elemento en el anfiteatro.

Recordé otra ocasión en que estábamos esperando en el andén de una estación de tren. De repente, mientras nos paseábamos para arriba y para abajo, me coge del brazo y me dice: «¡Dios mío, Henry! ¿Sabes quién es ése? ¡Es Jack Dempsey!». Y se va disparado de mi lado y corre hacia su querido ídolo. «¡Hola, Jack!», va y dice, en voz alta y sonora. «Tienes buen aspecto. Quiero estrecharte la mano. Quiero decirte que eres un auténtico campeón».

Me parecía volver a oír la voz chillona y aguda de Dempsey al responder al saludo. Dempsey, que era mucho más alto que Arthur Raymond, parecía en aquel momento como un niño. Era Arthur Raymond el que era audaz y agresivo. No parecía intimidado lo más mínimo por la presencia de Dempsey. Casi esperaba yo que diera una palmada en el hombro al campeón.

«Es como un espléndido caballo de carreras», dijo Arthur Raymond, con voz tensa de emoción. «Una persona de lo más sensible». Probablemente pensara en sí mismo, en la impresión que causaría a los demás, si de repente se convirtiese en el campeón del mundo. «Un tipo inteligente, además. Nadie puede pelear con ese estilo brillante sin poseer un alto grado de inteligencia. Es un tipo excelente, de verdad. Mira, es como un niño enteramente. ¿Sabes que se ha sonrojado?». Seguía y seguía así, cantando a su héroe como un rapsoda.

Pero era sobre Earl Caddock sobre el que decía las cosas más maravillosas. Creo que Earl Caddock estaba más próximo todavía a su ideal que Dempsey. «El hombre de las mil llaves», así es como llamaban a Dempsey. Un cuerpo como de un dios, demasiado frágil, podía parecer, para los combates prolongados y agotadores de esa prueba mortal que es la lucha. Recuerdo claramente el aspecto que ofrecía aquella noche junto a Strangler Lewis, más corpulento y robusto. Arthur Raymond estaba seguro de que Lewis iba a ganar… pero su corazón estaba con Earl Caddock. Gritaba a pleno pulmón para animar a Caddock. Después, en un establecimiento de delicatessen judío del East Side, me volvió a contar la pelea detalladamente. Tenía una memoria extraordinaria para cualquier cosa que lo apasionara. Creo que disfruté todavía más con el combate visto con sus ojos y retrospectivamente. En realidad, habló de él tan maravillosamente, que el día siguiente me senté a escribir un poema en prosa sobre dos luchadores. Me lo llevé al consultorio del dentista el día siguiente. Al dentista le pareció un chef-d’oeuvre. El resultado fue que no llegó a empastarme la muela. Me llevó al piso de arriba para que conociera a la familia —eran de Odesa— y, antes de que quisiese darme cuenta, estaba absorto en una partida de ajedrez que duró hasta las dos de la mañana. Y entonces se inició una amistad que duró hasta que me hubo tratado todas las muelas… se prolongó por espacio de catorce o quince meses. Cuando llegó la cuenta me esfumé. Hasta cinco o seis años más tarde, supongo, no volvimos a vernos, y en circunstancias singulares. Pero de eso hablaremos más adelante…

Freud, Freud… Muchas cosas podrían atribuírsele. Tomemos el caso del doctor Kronski, unos diez años después de nuestra semántica vida en Riverside Drive. Grande como un delfín, resoplando como una morsa, emitiendo palabras como vapor echa una locomotora. Una herida en la cabeza ha trastornado todo su organismo. Se ha convertido en una anomalía glandular, un estudio sobre objetos opuestos.

Hacía unos años que no nos veíamos. Volvemos a vernos en Nueva York. Charlas febriles. Se entera de que he tenido algo más que un conocimiento superficial del psicoanálisis durante mi ausencia en el extranjero. Le cito ciertas figuras de ese mundo que conoce muy bien… por sus escritos. Le asombra que yo los conozca, que me hayan aceptado… como amigo. Empieza a preguntarse si no habrá cometido un error con su viejo amigo Henry Miller. Quiere hablar de eso, hablar y hablar y hablar. Me niego. Eso le impresiona. Sabe que hablar es su debilidad, su vicio.

Después de vernos varias veces, me doy cuenta de que está tramando algo. No acepta así como así que yo sepa algo sobre el psicoanálisis: quiere pruebas. «¿Qué estás haciendo ahora… en Nueva York?», pregunta. Le respondo que no hago nada, de verdad.

«¿No escribes?».

«No».

Larga pausa. Después desembucha. Un experimento… un experimento grandioso. Yo soy el hombre indicado para llevarlo a cabo. Ya me lo explicará.

La esencia del asunto es que le gustaría que yo experimentara con algunos de sus pacientes… sus expacientes debería decir, pues ha abandonado la práctica. Está seguro de que puedo hacerlo tan bien como cualquier hijo de vecino… mejor incluso. «No voy a decirles que eres escritor. Fuiste escritor, pero durante tu estancia en Europa te hiciste psicoanalista. ¿Qué te parece?».

Sonreí. No parecía nada mal, a primera vista. En realidad, yo llevaba mucho tiempo acariciando esa misma idea. Acepté en el acto. De acuerdo, entonces. Mañana, a las cuatro en punto, iba a presentarme a uno de sus pacientes.

Así empezó la cosa. Al cabo de poco ya tenía siete u ocho pacientes. Parecían satisfechos con mis esfuerzos. Así se lo dijeron al Dr. Kronski. Naturalmente, él había esperado que resultara así. Pensaba que también él podría hacerse analista. ¿Por qué no? Tuve que confesar que no veía razón para que no fuese así. Cualquier persona con encanto, inteligencia y sensibilidad podía hacerse analista. Mucho antes de que se oyera hablar de Mary Baker Eddy o de Sigmund Freud, hubo curadores. El sentido común también intervenía.

«No obstante, para ser analista», dije, sin intención de hablar en serio, «primero tiene que analizarse uno, a su vez, como bien sabes».

«¿Y ?», dijo.

Fingí haberme analizado. Le dije que lo había hecho con Otto Rank.

«No me lo habías dicho», dijo, visiblemente impresionado de nuevo. Sentía un respeto reverente por Otto Rank.

«¿Cuánto duró?», preguntó.

«Unos tres meses. Rank no cree en los análisis prolongados, como supongo sabrás».

«Es verdad», dijo, quedándose muy pensativo. Un momento después saltó. «¿Qué tal si me analizaras a mí? No, en serio. Sé que se considera un gran riesgo, cuando las personas se conocen tan íntimamente como nosotros, pero es igual…».

«Sí», dije despacio, con cautela, «quizá podríamos refutar hasta ese prejuicio estúpido. Al fin y al cabo, Freud tuvo que analizar a Rank, ¿no?». (Eso era mentira, porque Rank no se había analizado nunca, ni siquiera con el Padre Freud).

«Entonces, ¡mañana, a las diez!».

«Bien», dije, «y sé puntual. Te voy a cobrar por horas. Sesenta minutos, no más. Si no llegas a tiempo, tú eres el que pierdes…».

«¿Vas a cobrarme?», repitió, mirándome como si yo hubiera perdido el juicio.

«Pues ¡claro que sí! Sabes perfectamente lo importante que es para el paciente pagar su análisis».

«Pero ¡yo no soy un paciente!», gritó. «Pero, joder, si te estoy haciendo un favor».

«Tú verás», dije, afectando sang-froid. «Si encuentras a alguien que lo haga gratis, mejor para ti. Te voy a cobrar los honorarios normales, los que tú mismo sugeriste para tus propios pacientes».

«Pero, bueno», dijo, «esto sí que es fantástico. Al fin y al cabo, yo fui quien te lanzó en esta profesión, no lo olvides».

«Debo olvidarlo», insistí. «No es cuestión de sentimientos. En primer lugar, debo recordarte que no sólo necesitas el análisis para hacerte analista, sino que también lo necesitas porque eres un neurótico. No podrías llegar a ser analista en modo alguno, si no fueras neurótico. Antes de poder curar a los demás tienes que curarte a ti mismo. Y, si no eres neurótico, yo haré que lo seas antes de que acabemos. ¿Qué te parece?».

Le pareció una broma tremenda. Pero la mañana siguiente vino, y, además, puntual. Parecía que hubiera pasado la noche en vela para llegar a la hora.

«El dinero», dije, antes incluso de que se hubiese quitado el abrigo.

Intentó tomárselo a risa. Se acomodó en el sofá tan ansioso por el biberón como un niño en pañales.

«Tienes que dármelo ahora», insistí, «o no te trataré». Disfrutaba mostrándome firme con él: también para mí era un papel nuevo.

«Pero ¿cómo podemos saber si resultará?», dijo, intentando dar largas al asunto. «Mira… si me gusta el modo como me tratas, haré lo que pidas… dentro de lo razonable, naturalmente. Pero no te pongas pesado con eso ahora. Venga, al grano».

«No hay nada que hacer», dije. «Esta casa no fía. Si no soy competente, puedes llevarme a juicio, pero si quieres que te ayude, tienes que pagar… y por adelantado… Por cierto, estás desperdiciando el tiempo, ¿sabes? Cada minuto que pasas ahí sentado discutiendo por el dinero, estás desperdiciando tiempo que podrías utilizar de modo más provechoso. Ya son», y entonces consulté el reloj, «ya son las diez y doce minutos. En cuanto estés listo, empezaremos…».

Estaba rabioso como un cachorro, pero yo lo tenía arrinconado y no le quedaba más remedio que aflojar.

Cuando estaba soltándolo —le cobré diez dólares por sesión—, levantó la vista, pero esa vez con la expresión de quien se ha confiado a las manos del doctor. «¿Quieres decir que si un día vengo sin el dinero, si se me olvida por casualidad o me faltan unos dólares, no me admitirías?».

«Exactamente», dije. «Nos entendemos perfectamente. ¿Empezamos… ahora?».

Se echó en el sofá como un cordero listo para el sacrificio. «Tranquilízate», dije suavemente, al tiempo que me sentaba detrás de él y fuera de su ángulo de visión. «Cálmate y relájate. Me vas a contar todo lo relativo a ti… desde el principio mismo. No vayas a pensar que puedes contarlo todo en una sesión. Vamos a tener muchas sesiones como ésta. De ti depende que esta relación sea larga o corta. Recuerda que te está costando diez dólares cada vez. Pero no te dejes obsesionar por eso, porque si sólo piensas en lo que te está costando, te olvidarás de lo que querías decirme. Es un procedimiento doloroso, pero es por tu bien. Si aprendes a adaptarte al papel de paciente, también aprenderás a adaptarte al papel de analista. Sé crítico contigo mismo, no conmigo. Yo sólo soy un instrumento. Estoy aquí para ayudarte… Ahora serénate y relájate. Estaré escuchando en el momento en que estés listo para expresarte…».

Se había estirado cuan largo era, con las manos enlazadas sobre la montaña de carne de su estómago. Estaba muy pálido; tenía la piel blanquecina de quien acaba de volver del retrete después de haber hecho esfuerzos mortales. El cuerpo tenía el aspecto amorfo del obeso indefenso a quien los esfuerzos para reincorporarse y sentarse le resultan casi tan difíciles como para una tortuga ponerse derecha, cuando ha quedado boca arriba. Las energías que tuviera parecían haberlo abandonado. Durante unos minutos se agitó inquieto, un lenguado humano colgando del anzuelo.

Mi exhortación a que hablase le había paralizado la facultad del habla, que era su talento mayor. Para empezar, ya no había un adversario delante de él al que derribar. Se le pedía que usara su agudeza contra sí mismo. Debía expresar y revelar —en una palabra, crear— y eso era algo que no había hecho nunca en su vida. Debía descubrir «el significado del significado» de forma nueva, y era evidente que la idea lo aterraba.

Después de retorcerse, rascarse, moverse de un lado a otro del sofá, restregarse los ojos, toser, escupir, bostezar, abrió la boca como para hablar… pero no salió nada. Tras emitir unos gruñidos, se alzó sobre el codo y volvió la cabeza hacia mí. Había algo lastimoso en la expresión de sus ojos.

«¿No podrías hacerme algunas preguntas?», dijo. «No sé por dónde empezar».

«Sería mejor que no te hiciera preguntas», dije. «Tómate el tiempo que te haga falta, y verás cómo te sale. Una vez que empieces, seguirás como una catarata. No lo olvides».

Volvió a colocarse boca arriba y suspiró profundamente. Sería maravilloso cambiar de sitio con él, pensé para mis adentros. Durante los silencios, con la voluntad en suspenso, yo disfrutaba con el placer de hacer una confesión muda a un superanalista invisible. No sentía la menor timidez ni torpeza ni inexperiencia. En realidad, una vez que decidí desempeñar el papel, me sentí completamente inmerso en él y listo para cualquier eventualidad. Comprendí al instante que por el simple hecho de asumir el papel de curador, te conviertes en curador efectivamente.

Tenía una libreta en la mano lista para usarla, en caso de que soltara algo importante. Como se prolongaba el silencio, tomé unas notas de carácter extraterapéutico. Recuerdo que apunté los nombres de Chesterton y Herriot, dos figuras gargantuescas, que, como Kronski, estaban dotadas de una facilidad verbal extraordinaria. Se me ocurrió que había observado con frecuencia ese fenómeno chez les gros hommes. Eran como las medusas del mundo marino: órganos flotantes que nadaban en el sonido de su propia voz. Por fuera eran pólipos, pero en sus facultades mentales podía observarse una concentración aguda y brillante. Con frecuencia los hombres gruesos eran de lo más dinámicos, de lo más simpáticos, de lo más encantadores y seductores. Su indolencia y dejadez eran engañosas. Muchas veces en el cerebro llevaban un diamante. Y, a diferencia del hombre delgado, después de engullir camiones de comida, sus pensamientos chispeaban y centelleaban. En muchos casos estaban en su elemento, cuando se estimulaban sus apetitos gustativos. En cambio, el hombre delgado, también gran comilón con mucha frecuencia, suele volverse indolente y somnoliento, cuando se pone a trabajar su aparato digestivo. Por lo general, da mucho más de sí con el estómago vacío.

«No importa por dónde empieces», le dije finalmente, temiendo que se quedara dormido en mis narices. «Empieces con lo que empieces, siempre volverás al asunto espinoso». Hice una pausa por un momento. Después, con voz suave dije con toda intención: «Puedes echarte una siestecita también, si te apetece. Quizá te sentaría bien».

En un instante estuvo despierto y hablando. La idea de pagarme por echarse una siesta lo electrizó. Ahora estaba desembuchando en todas las direcciones a la vez. No ha sido mala estratagema, pensé para mis adentros.

Como digo, empezó impetuosamente, impulsado por el miedo frenético a estar desperdiciando el tiempo. Después pareció haber quedado de repente tan impresionado por sus propias revelaciones, que quiso arrastrarme a una discusión de su importancia. Una vez más rechacé el desafío firme y suavemente. «Más adelante», dije, «cuando tengamos algo en qué basarnos. Acabas de empezar… sólo has arañado la superficie».

«¿Estás tomando notas?», preguntó, pagado de sí mismo.

«No te preocupes por mí», respondí. «Piensa en ti, en tus problemas. Tienes que tener confianza implícita en mí, recuerda eso. Cada minuto que pases pensando en el efecto que estás produciendo es minuto desperdiciado. No debes intentar impresionarme: tu misión es sincerarte contigo mismo. Aquí no hay auditorio: yo sólo soy un receptáculo, un gran oído. Puedes llenarlo con sensiblería y disparates, o puedes dejar caer perlas en él. Tu vicio es la falta de naturalidad. Aquí lo único que necesitamos es lo real y verdadero y sentido…».

Volvió a guardar silencio, se agitó de un lado para otro por unos momentos, y después se quedó completamente inmóvil. Ahora tenía las manos enlazadas bajo la nuca. Había enderezado la almohada para no volver a sumirse en el sueño.

«He estado pensando», dijo con talante más sereno y contemplativo, «en un sueño que tuve la otra noche. Creo que te lo voy a contar. Puede darnos una pista…».

Ese pequeño preámbulo sólo significaba una cosa: que seguía preocupado por mi finalidad en la colaboración. Sabía que en el análisis se espera del paciente que revele sus sueños. Por lo menos de esa parte de la técnica estaba seguro: era ortodoxa. Era curioso, reflexioné, que, por mucho que sepa uno sobre un tema, actuar es harina de otro costal. Él entendía perfectamente lo que ocurría entre el paciente y el analista en el análisis, pero nunca se había enfrentado a la comprensión de su significado. Aun entonces, a pesar de que detestaba desperdiciar su dinero, habría sentido un alivio tremendo, si, en lugar de seguir con su sueño, le hubiera sugerido que discutiésemos el carácter terapéutico de aquellas revelaciones. En realidad, habría preferido inventar un drama y después desmenuzarlo conmigo a desahogarse tranquila y sinceramente. Sentí que estaba maldiciéndose a sí mismo —y a mí, por supuesto— por haber sugerido una situación en la que, según imaginaba, lo único que podía hacer era dejarse torturar.

Sin embargo, después de muchos esfuerzos y sudores, consiguió revelar una descripción coherente del sueño. Cuando hubo acabado, hizo una pausa, como esperando que yo hiciera algún comentario, que le diese alguna señal de aprobación o desaprobación. Como no dije nada, empezó a recrearse con la idea del significado del sueño. En medio de aquellas digresiones intelectuales, se interrumpió de repente y, girando la cabeza ligeramente, murmuró desanimado: «Supongo que yo no debería estar haciendo esto… ésa es tu tarea, ¿no?».

«Puedes hacer lo que te plazca», dije tranquilamente. «Si prefieres analizarte —y pagarme por ello—, no tengo nada que objetar. Supongo que te darás cuenta de que una de las razones por las que has acudido a mí es para adquirir confianza y fe en los demás. Tu incapacidad para reconocer eso es parte de tu enfermedad».

Inmediatamente se puso a fanfarronear. Simplemente, tenía que defenderse de esas imputaciones. No era cierto que careciera de confianza ni de fe. Yo había dicho eso sólo para provocarlo.

«También es completamente inútil», le interrumpí, «arrastrarme a una discusión. Si tu única preocupación es demostrar que sabes más que yo, en ese caso no llegarás a ninguna parte. Reconozco que sabes mucho más que yo —pero también eso es parte de tu enfermedad—, que sabes demasiado. Nunca lo sabrás todo. Si el saber pudiera salvarte, no estarías ahí echado».

«Tienes razón», dijo dócilmente, aceptando mi afirmación como un castigo que merecía. «Ahora veamos… ¿qué estaba yo diciendo? Voy a ir al fondo de las cosas…».

En aquel momento miré por casualidad al reloj y descubrí que había expirado la hora.

«Ha pasado la hora», dije, poniéndome en pie y dirigiéndome hacia él.

«Espera un minuto, ¿quieres?», dijo, mirándome irritado y como si lo hubiera ofendido. «Precisamente se me está ocurriendo ahora lo que te quería decir. Siéntate un momento…».

«No», dije, «no podemos hacer eso. Has tenido tu oportunidad: te he dado toda una hora. La próxima vez probablemente te saldrá mejor. Es la única forma de aprender». Y, dicho eso, lo puse en pie de un tirón.

Se rió a pesar suyo. Me tendió la mano y estrechó la mía efusivamente. «¡Caramba!», dijo, «¡lo haces muy bien! Te sabes la técnica al dedillo. Yo habría hecho exactamente lo mismo en tu lugar».

Le tendí el abrigo y el sombrero, y me dirigí hacia la puerta para acompañarlo.

«No me estarás echando, ¿verdad?», dijo. «¿No podemos charlar un poco antes?».

«Te gustaría discutir la situación, ¿no es eso?», dije, dirigiéndolo hacia la puerta contra su voluntad. «Eso no está permitido, Dr. Kronski. Nada de discusiones. Te espero mañana a la misma hora».

«Pero ¿no vienes a casa esta noche?».

«NO, eso tampoco está permitido. Hasta que no acabes el análisis, no tendremos otra relación que la de doctor y paciente. Es mucho mejor, ya verás». Le estreché la mano, que colgaba floja, la alcé y la agité vigorosamente para despedirme de él. Salió hacia atrás, como aturdido.

Acudió un día sí y otro no durante las primeras semanas, después pidió un horario más escalonado, quejándose de que se le estaba acabando el dinero. Desde luego, yo sabía que era una carga para él, porque, como había abandonado el ejercicio de la medicina, sus únicos ingresos procedían de la compañía de seguros. Probablemente hubiera ahorrado una pequeña suma… antes del accidente. Y, por supuesto, su mujer trabajaba de maestra… yo no podía olvidar eso. Sin embargo, el problema era arrancarlo de su estado de dependencia, sacarle hasta el último céntimo que tuviese y devolverle el deseo de ganarse la vida de nuevo. Costaba trabajo considerar posible que un hombre de sus energías, talentos, capacidades, pudiera castrarse a sí mismo deliberadamente para sacar el mayor partido de una compañía de seguros. Indudablemente, las heridas que había sufrido en el accidente de automóvil habían dañado su salud. Entre otras cosas, se había convertido en un monstruo enteramente. En el fondo, yo estaba convencido de que el accidente simplemente había acelerado la extraña metamorfosis. Cuando lanzó la idea de hacerse analista comprendí que le quedaba una chispa de esperanza. Acepté la proposición en sentido literal, sabiendo que su orgullo nunca le permitiría confesar que se había convertido en un «caso clínico». Yo siempre usaba la palabra «enfermedad» deliberadamente: para sacudirlo, para hacerle reconocer que necesitaba ayuda. También sabía yo que, si se concediera a sí mismo la menor oportunidad, tarde o temprano su resistencia cedería y se pondría en mis manos completamente.

No obstante, era aceptar un riesgo enorme suponer que podría quebrar la resistencia de su orgullo. Había capas de orgullo en él, de igual modo que había capas de grasa en torno a su cintura. Era un vasto sistema defensivo, y sus energías se consumían constantemente reparando las goteras que surgían por todos lados. Al orgullo acompañaba la sospecha. Ante todo, la sospecha de que podía haberse equivocado con respecto a mi capacidad para manejar el «caso». Siempre se había jactado de conocer los puntos débiles de sus amigos. Así era, indudablemente: tampoco es tan difícil. Mantenía vivas las debilidades de sus amigos para reforzar su sensación de superioridad. Cualquier mejora, cualquier avance por parte de un amigo lo consideraba una traición. Revelaba el aspecto envidioso de su carácter… En resumen, toda su actitud hacia los demás era un círculo vicioso.

El accidente no lo había cambiado esencialmente. Simplemente había transformado su aspecto, había exagerado lo que ya estaba latente en su ser. El monstruo que siempre había sido en potencia era ahora de carne y hueso. Podía mirarse todos los días al espejo y ver en sus propios ojos en lo que se había convertido a sí mismo. Podía ver en los ojos de su mujer la aversión que inspiraba a los demás. Pronto sus hijos empezarían a mirarlo de forma extraña: eso iba a ser el tiro de gracia.

Al atribuir todo al accidente, había conseguido recoger algunas migajas de consuelo de los incautos. También consiguió concentrar la atención en su físico y no en su psique. Pero, a solas consigo mismo, sabía que era un juego que pronto acabaría. No podía seguir siempre convirtiendo su enorme masa de carne en una pantalla de humo.

Cuando se echaba en el sofá a desahogarse, era curioso que, partiera del punto del pasado del que partiese, siempre se veía a sí mismo extraño y monstruoso. Condenado, para ser más precisos, era como se sentía. Condenado desde el principio mismo. Una absoluta falta de confianza en su propio destino. Natural e inevitablemente, había comunicado esa sensación a los demás; de un modo o de otro, se las arreglaba para que su amigo o su amada le fallara o lo traicionase. Los escogía con la misma presciencia que Cristo demostró al escoger a Judas.

Kronski deseaba un fracaso brillante, un fracaso tan brillante que eclipsara el éxito. Parecía querer probar al mundo que podía saber y ser tanto como el que más, y al mismo tiempo demostrar que era inútil… ser algo o saber algo. Parecía congénitamente incapaz de comprender que en todo hay un significado inherente. Se consumía con el esfuerzo de demostrar que nunca podría haber pruebas finales, nunca consciente por un momento del absurdo de derrotar a la lógica con la lógica. Su actitud me recordaba al Céline joven diciendo con furioso hastío: «Podía mostrarse más encantadora incluso, cien mil veces más sensual, que no por ello iba a conseguir el menor cambio en mí: ni un suspiro, ni una salchicha. Podía probar cualquier truco y treta imaginable, podía desnudarse y mostrarme todas sus prendas para gustarme, quebrarse, o cortarse tres dedos de la mano, podía salpicarse sus cortos cabellos de estrellas… pero yo no hablaría, ¡nunca! Ni el menor suspiro. ¡Siempre me negaría! No había nada más que hablar…».

La variedad de fortificaciones tras las que el ser humano se parapeta es tan asombrosa como los mecanismos de defensa visibles en el mundo de los animales y en el de los insectos. Hasta en las fortificaciones psíquicas hay una textura y una sustancia, como descubres cuando empiezas a penetrar en el recinto prohibido del yo. Los más difíciles no son necesariamente los que se esconden tras una chapa de armadura, ya sea de hierro, acero, estaño o zinc. Tampoco son tan difíciles, aunque ofrezcan mayor resistencia, quienes se envuelven en goma y quienes, mirabile dictu, parecen haber adquirido el arte de vulcanizar las barreras perforadas del alma. Los más difíciles son los que yo llamaría «simuladores tipo pez». Ésos son los yoes fluidos, solubles, que se quedan inmóviles como fetos en las ciénagas uterinas de su estancado ser. Cuando perforas el saco, cuando piensas: «¡Ah! ¡Ya te tengo, por fin!», no encuentras sino mucosidad en la mano. En mi opinión, ésos son los desconcertantes. Son como el «pez soluble» de la metempsicología surrealista. Crecen sin espinazo; se disuelven a voluntad. Lo único que puedes atrapar son los núcleos indisolubles e indestructibles: los gérmenes de enfermedad, por decirlo así. Tienes la sensación de que semejantes individuos no son, en cuerpo, mente y alma, otra cosa que enfermedad. Nacieron para ilustrar las páginas de los libros de texto. En el dominio de la psique son los monstruos ginecológicos, cuya única vida es la del espécimen en salmuera que adorna el estante del laboratorio.

Su disfraz más logrado es la compasión. ¡Qué tiernos pueden llegar a ser! ¡Qué conmovedoramente compasivos! Pero, si se les pudiera echar un vistazo —¡una simple mirada fluorescente!—, menudos egomaníacos contemplaríamos. Sangran con todas las almas que sangran en el universo… pero nunca se deshacen. En la crucifixión te cogen la mano y te aplacan la sed, lloran como vacas borrachas. Son los plañideros profesionales desde tiempos inmemoriales; lo eran incluso en la Edad de Oro, cuando no había nada de qué llorar. La miseria y el sufrimiento son su habitat, y en el equinoccio convierten toda la configuración calidoscópica de la vida en una glauca goma de pegar…

Hay algo en el análisis que te recuerda a la sala de operaciones. Para cuando está uno dispuesto a analizarse suele ser demasiado tarde. Ante una psique deshecha, el único recurso que le queda al analista es hacer Cirugía plástica. El buen analista prefiere dar a su inválido psíquico miembros artificiales antes que muletas; todo se reduce a eso.

Pero a veces el analista no tiene opción, como le ocurre de vez en cuando al cirujano en el campo de batalla. A veces el cirujano tiene que amputar brazos y piernas, fabricar una nueva cara a partir de una masa de pulpa irreconocible, cortar los testículos, idear un ingenioso recto y Dios sabe qué más… en caso de que tenga tiempo. Sería más humano acabar con semejante ruina, pero ésa es una de las ironías de la forma de vida civilizada: se intenta preservar los restos. De vez en cuando, en los horribles anales de la cirugía, te encuentras con asombrosos especímenes de vitalidad que se ven truncados y reducidos a un torso, una especie de pera humana que un Brancusi podría refinar hasta convertirla en un objet d’art. Nos enteramos de que ese chisme humano mantiene a sus ancianos padres con las ganancias de su increíble destreza, en la que el único instrumento es la boca artificial que el bisturí del cirujano esculpió en un rostro en tiempos irreconocible.

Hay especímenes psíquicos de ese tipo que salen de la consulta del analista para ocupar su lugar en las filas del trabajo deshumanizado. Han quedado reducidos a un pequeño manojo de reflejos mutilados. No sólo se ganan la vida, sino que, además, mantienen a sus parientes de edad. Rechazan el nicho de la fama a que tienen derecho en el salón de los horrores, prefieren competir con otras personas en forma casi sentimental. Se resisten a morir, como los nudos en el tronco de un roble gigantesco. Oponen resistencia al hacha, hasta cuando ya no hay remedio.

No me aventuraría a decir que Kronski fuera de ese tipo, pero debo confesar que más de una vez me dio esa impresión. Más de una vez sentí deseos de blandir el hacha y acabar con él. Nadie lo habría echado de menos; nadie habría llorado su pérdida. Había nacido inválido e inválido moriría, eso era lo que me parecía. Yo no veía de qué provecho podía ser para los demás como analista. Como analista sólo vería inválidos por todos lados, hasta entre los divinos. Otros analistas, y yo había conocido personalmente a algunos que tenían mucho éxito, se habían recuperado de su invalidez, por decirlo así, y eran útiles para otros inválidos como ellos, porque por lo menos habían aprendido a usar sus miembros artificiales con facilidad y perfección. Eran buenos ejemplos.

No obstante, había una idea que me horadaba como una barrena durante aquellas sesiones con Kronski. Era la de que todo el mundo, por ido que estuviera, podía ser salvado. Sí, si uno dispusiese de tiempo y paciencia infinitos, se podía conseguir. Empecé a comprender que el arte de curar no era en absoluto lo que la gente se figuraba, que era algo muy sencillo, demasiado sencillo, de hecho, como para que la inteligencia corriente lo entendiera.

Por expresarlo del modo sencillo como se me ocurrió, yo diría que es así: todo el mundo se convierte en curador en el momento en que se olvida de sí mismo. La enfermedad que vemos por todas partes, la amargura y el hastío que la vida inspira en tantos de nosotros, sólo es el reflejo de la enfermedad que llevamos dentro. La profilaxis nunca nos protegerá contra la enfermedad del mundo, porque llevamos el mundo dentro. Por maravillosos que lleguen a ser los seres humanos, la suma total producirá un mundo exterior doloroso e imperfecto. Mientras vivamos cohibidos, siempre fracasaremos a la hora de habérnoslas con el mundo. No es necesario morir para encontrarse cara a cara con la realidad. La realidad está aquí y ahora, en todas partes, brillando a través de cualquier reflejo que llega al ojo. Las prisiones y los manicomios se vacían cuando un peligro mayor amenaza a la comunidad. Cuando se acerca el enemigo, se vuelve a convocar al exiliado político para que participe en la defensa de su país. En la última trinchera empezamos a metemos la idea de que en nuestras obtusas cabezas todos somos parte integrante de la misma carne. Cuando nuestras propias vidas están amenazadas, empezamos a vivir. Hasta el inválido psíquico arroja sus muletas, en semejantes momentos. Para él la mayor alegría consiste en comprender que hay algo más importante que él. Toda su vida ha girado en torno a la imagen de su propio yo. Hizo el fuego con sus propias manos. Gotea en sus propios jugos. Se convierte a sí mismo en un bocado tierno para los demonios que ha liberado con sus propias manos. Ésa es la imagen de la vida humana en este planeta llamado Tierra. Todo el mundo es neurótico, hasta los últimos hombre y mujer. El curador, o el analista, si preferís, no es sino un superneurótico. Nos ha hechizado. Para curarnos, debemos levantamos de nuestras tumbas y tirar las mortajas de los muertos. Nadie puede hacerlo por otro: es un asunto privado que como mejor se hace es colectivamente. Debemos morir como yoes y renacer en el enjambre, no separados y autohipnotizados, sino individuales y relacionados.

Por lo que se refiere a la salvación y a todo eso… Los más grandes maestros, los curadores auténticos, diría yo, siempre han insistido en que sólo pueden señalar el camino. Buda llegó hasta el extremo de decir: «No creáis nada, independientemente de dónde lo leáis o de quién os lo haya dicho, ni aun en el caso de que lo haya dicho yo, a no ser que coincida con vuestra propia razón y vuestro propio sentido común».

Los grandes no abren oficinas, ni cobran honorarios, ni pronuncian conferencias, ni escriben libros. La sabiduría es muda, y la propaganda más eficaz en favor de la verdad es la fuerza del ejemplo personal. Los grandes atraen a discípulos, figuras inferiores cuya misión es predicar y enseñar. Ésos son los evangelistas que, incapacitados para la tarea más alta, pasan la vida convirtiendo a otros. Los grandes son indiferentes, en el sentido más profundo. No te piden que creas; te electrizan con su conducta. Son los concienciadores. Lo que hagas con tu vida sólo te concierne a ti, parecen decir. En resumen, su único objetivo aquí en la tierra es inspirar. ¿Y qué más podemos pedir a un ser humano?

Estar enfermo, estar neurótico, si preferís, es pedir garantías. El neurótico es el lenguado que se queda en el lecho del río, instalado y a salvo en el barro, en espera de que lo arponeen. Para él la muerte es la única certeza, y el temor a esa siniestra certeza lo inmoviliza en una muerte en vida mucho más horrible que la que imagina sin saber nada sobre ella.

No obstante, el camino de la vida, dondequiera que conduzca, va hacia la realización. Devolver a un ser humano a la corriente de la vida significa no sólo infundirle confianza en sí mismo, sino también una fe duradera en el proceso de la vida. Un hombre que tenga confianza en sí mismo debe tener confianza en los demás, confianza en la corrección y rectitud del universo. Cuando un hombre está anclado así, deja de preocuparse por la corrección de las cosas, por la conducta de sus semejantes, por lo bueno y lo malo y la justicia y la injusticia. Si sus raíces están en la corriente de la vida, flotará en la superficie como un loto y florecerá y dará fruto. Obtendrá su alimento de arriba y de abajo; hundirá sus raíces cada vez más profundamente, sin temer ni las profundidades ni las alturas. La vida que hay en él se manifestará en el crecimiento, y el crecimiento es un proceso inacabable, eterno. No tendrá miedo a marchitarse, porque el deterioro y la muerte son parte del crecimiento. Como semilla comenzó y como semilla regresará. Los comienzos y los finales son sólo etapas parciales del eterno proceso. El proceso lo es todo… el camino… el Tao.

¡El camino de la vida! Una expresión grandiosa. Como decir La verdad. No hay nada más allá de eso… lo es todo.

Y, así, el analista dice: «¡Adáptate!». No quiere decir, como algunos prefieren pensar: «¡Adáptate a este estado de cosas corrompido!». Quiere decir: «¡Adáptate a la vida! ¡Conviértete en un adepto!». Ése es el ajuste supremo: convertirte en un adepto.

Las flores delicadas son las primeras que perecen en una tormenta; el gigante se ve abatido por una honda. Por cada nueva altura que alcanzamos, nuevos y más desconcertantes peligros nos amenazan. Con frecuencia el cobarde queda sepultado bajo la propia pared contra la que se acurrucó con miedo y angustia. La cota de malla más perfecta puede ser penetrada por una hábil estocada. Las mayores armadas acaban hundiéndose, las líneas Maginot siempre son evitadas. El caballo de Troya siempre está esperando que le hagan trotar. Entonces, ¿dónde está la seguridad? ¿Qué protección puedes inventar que no se haya imaginado ya? Es inútil pensar en la seguridad: no existe ni la más mínima. El hombre que busca seguridad, aunque sea mental, es como un hombre que se cortara las piernas para tener otras artificiales que no le provocasen dolor ni trastornos.

En el mundo de los insectos es en el que vemos el sistema defensivo por excelencia. En la vida gregaria del mundo animal vemos otro tipo de sistema defensivo. Comparado con él, el ser humano parece una criatura indefensa. En el sentido de que lleva una vida más expuesta, lo es. Pero esa capacidad de exponerse a todos los riesgos es precisamente su fuerza. Un dios no tendría defensa reconocible alguna. Estaría unido a la vida, moviéndose libremente en todas las dimensiones.

El miedo, el miedo de cabeza de hidra, que se da ferozmente en todos nosotros, es una resaca procedente de formas de vida inferiores. Estamos a caballo entre dos mundos, aquel del que hemos surgido y aquel al que nos dirigimos. Ése es el significado más profundo de la palabra «humano», el de que somos un eslabón, un puente, una promesa. En nosotros es en quienes el proceso de la vida llega a su realización. Tenemos una responsabilidad tremenda, y su gravedad es lo que nos infunde el miedo. Sabemos que, si no avanzamos, si no advertimos nuestro ser potencial, recaeremos, farfullaremos y arrastraremos el mundo con nosotros. Llevamos el Cielo y el Infierno dentro de nosotros; somos los constructores cosmogónicos. Tenemos opción… y nuestra esfera de acción es toda la creación.

Para algunos es una perspectiva aterradora. Piensan que sería mejor que el Cielo estuviera arriba y el Infierno abajo… en cualquier sitio exterior, pero no dentro. Nos han quitado ese consuelo de debajo de los pies. No hay sitios donde ir, ni a por premio ni a por castigo. El lugar es siempre aquí y ahora, en tu propia persona y de acuerdo con tu propia fantasía. El mundo es exactamente lo que imaginas que es, siempre, en todo instante. Es imposible cambiar el decorado y fingir que disfrutarás con otro acto diferente. El decorado es permanente, cambia con la mente y el corazón, no de acuerdo con los dictados de un director de escena invisible. Tú eres el autor, director y autor a un tiempo: el drama va a ser siempre tu propia vida, no la de otro. Un drama bello, terrible, ineluctable, como un traje hecho de tu propia piel. ¿Desearías que fuera de otro modo? ¿Podrías inventar un drama mejor?

Entonces, échate en el blando sofá que el analista te proporciona, e intenta concebir algo diferente. El analista tiene tiempo y paciencia interminables; cada minuto que lo retienes significa dinero en su bolsillo. Es como Dios, en cierto sentido: el Dios de tu creación. Ya gimas, te lamentes, supliques, llores, implores, halagues, reces o maldigas… él escucha. Es sencillamente un gran oído menos un sistema nervioso simpático. Está sordo a todo lo que no sea la verdad. Si crees que vale la pena engañarle, engáñale. ¿Quién perderá? Si crees que él puede ayudarte, y tú no, entonces aférrate a él hasta que te pudras. El no tiene nada que perder. Pero si te das cuenta de que no es un dios, sino un ser humano como tú, con preocupaciones, defectos, ambiciones, flaquezas, que no es el depositario de una sabiduría universal, sino un vagabundo, como tú, por el sendero, quizá dejes de soltar el rollo a borbotones como una alcantarilla, por melodioso que te suene en los oídos, y te alces sobre las dos piernas y cantes con tu voz recibida de Dios. Confesarse, gemir, quejarse, compadecerse, exige siempre un tributo. Cantar no te cuesta ni un céntimo. No sólo no cuesta nada… sino que, además, enriquece a los demás. Canta las alabanzas del Señor, se nos ordena. ¡Sí, canta! ¡Canta, maestro de obras! ¡Canta, guerrero alegre! Pero, te excusas, ¿cómo puedo cantar, cuando el mundo está desintegrándose, cuando todo lo que me rodea está bañado en sangre y lágrimas? ¿Te das cuenta de que los mártires cantaban, mientras los quemaban en la hoguera? No veían desintegrarse nada, no oían alaridos de dolor. Cantaban porque estaban henchidos de fe. ¿Quién puede destruir la fe? ¿Quién puede acabar con la alegría? Los hombres lo han intentado, en todas las épocas. Pero no lo han conseguido. La alegría y la fe son inherentes al universo. En el crecimiento hay dolor y lucha; en el logro hay alegría y exuberancia; en la realización hay paz y serenidad. Entre los planos y esferas de la existencia, terrestre y supraterrestre, hay escaleras y celosías. El que sube canta. Lo embriagan y exaltan las vistas que se le revelan. Sube con pie seguro, sin pensar en lo que queda debajo, en caso de que se escurriera y perdiese el control, sino en lo que queda por delante. Todo queda por delante. El camino es infinito, y cuanto más lejos llegas, más se abre el camino. Las ciénagas y cenagales, los pantanos y sumideros, las trampas y celadas, están todos en la mente. Esperan al acecho, dispuestos para tragarte en el momento en que dejes de avanzar. El mundo fantasmal es el mundo que no se ha conquistado del todo. Es el mundo del pasado, nunca del futuro. Avanzar aferrándose al pasado es como arrastrar una bola y una cadena. El prisionero no es el que ha cometido un crimen, sino el que se aferra a su crimen y lo vive una y mil veces. Todos nosotros somos culpables de un crimen, el gran crimen de no vivir la vida al máximo. Pero todos somos libres en potencia. Podemos dejar de pensar en lo que no hemos hecho y hacer lo que esté en nuestro poder. Nadie se ha atrevido a imaginar de verdad qué pueden ser esos poderes que hay dentro de nosotros. Que son infinitos lo comprenderemos el día en que reconozcamos ante nosotros mismos que la imaginación lo es todo. La imaginación es la voz de los atrevidos. Si hay algo divino en Dios, es eso. Se atrevió a imaginarlo todo.