Capítulo XIII

Hay días en que el regreso a la vida es penoso y angustioso. Abandonas el reino de los sueños contra tu voluntad. Nada ha ocurrido, excepto la comprensión de que la realidad más profunda y auténtica pertenece al mundo del inconsciente.

Así, una mañana abrí los ojos involuntariamente, al tiempo que me esforzaba frenéticamente por recaer en ese estado de felicidad en que el sueño me había envuelto. Me sentía tan afligido de encontrarme despierto, que estaba a punto de llorar. Cerré los ojos e intenté sumergirme de nuevo en el mundo del que me había visto expulsado tan cruelmente. Fue inútil. Probé todos los recursos de que hubiera oído hablar alguna vez, pero no lo conseguí, de igual modo que no se puede detener una bala en el aire ni devolverla a la recámara vacía de un revólver.

Sin embargo, lo que permanecía era el aura del sueño: en ella me entretuve voluptuosamente. Algún objetivo profundo se había cumplido, pero, antes de tener tiempo de interpretar su significado, habían borrado la pizarra y me habían lanzado fuera, a un mundo cuya única solución para todo era la muerte.

Sólo me quedaban en las manos unos cuantos jirones tangibles y, como las migajas que se supone recogen los pobres de las mesas de los ricos, me aferré a ellos ávidamente. Pero las migajas caídas de la mesa del sueño son como los escasos datos de un crimen cuya solución ha de seguir siendo un enigma para siempre. Las imágenes rezumantes que, al despertar, pasamos a hurtadillas por el umbral, como un contrabandista místico, tienen la virtud de experimentar las más desconsoladoras transformaciones de este lado. Se derriten como un helado en un día sofocante de agosto. Y, sin embargo, mientras se funden en el magma incipiente que es la sustancia misma del alma, un nudo confuso del recuerdo mantiene vivo —para siempre, da la impresión— el opaco y aterciopelado contorno de un continuum palpable y sensible en el que se mueven y tienen su realidad, ya que no su ser. ¡La realidad! Lo que abraza, sostiene y exalta la vida. A esa corriente es a la que anhelas regresar para permanecer inmerso en ella para siempre.

Entonces, ¿qué quedaba de aquel mundo inextinguible del que desperté una mañana lleno de heridas tiernas que habían sido restañadas tan diestramente por la noche? ¡El rostro de la que había amado y perdido! Una Gifford. No la Una que había conocido, sino una Una a la que años de dolor y separación habían magnificado hasta convertirla en una belleza aterradora. Su rostro había pasado a ser como una pesada flor atrapada en las tinieblas; parecía traspasada por su propio resplandor difuso. Todos aquellos recuerdos que yo había conservado celosamente y que habían sido apretados ligeramente, como el tabaco fino bajo el dedo de un fumador de pipa, habían producido un embellecimiento espontáneamente combustible. La palidez de su piel se veía intensificada por el brillo marmóreo que las brasas en rescoldo del recuerdo avivaban. La cabeza giraba despacio sobre el tronco casi imperceptible. Los labios estaban abiertos por la sed; eran extraordinariamente vividos y vulnerables. Parecía la cabeza separada de un soñador intentando recibir los labios hambrientos de alguien convocado desde un lugar remoto. Y, como los repliegues de las plantas exóticas que se retuercen y agitan por la noche, nuestros labios en búsqueda incesante se encontraron por fin, se cerraron y sellaron la herida que había sangrado sin cesar hasta entonces. Fue un beso que borró el recuerdo de todas las penas; restañó y curó la herida. Duró un tiempo infinito, un período olvidado, como entre dos sueños no recordados. Y después, como si los pliegues de la noche se hubieran interpuesto suavemente entre nosotros, quedamos separados y mirándonos, traspasando los colgantes velos de la oscuridad con una sola mirada hipnótica. Así como antes los húmedos labios se habían juntado —como pétalos esponjosos y frágiles sacudidos por una tormenta—, así también se unieron los ojos entonces, reunidos por la corriente eléctrica de un reconocimiento contenido por mucho tiempo. En ninguno de ambos casos pareció haber la menor intervención de las facultades mentales: todo fue independiente de la mente y de la voluntad. Fue como la unión de dos imanes, de sus opacos y grises términos; las partes que no habían cesado nunca de buscarse se habían juntado por fin. En aquella unión inmóvil y cargada, otra sensación se hizo sentir gradualmente: el sonido de nuestra antigua voz. Una sola voz que hablaba y respondía simultáneamente: una nota bifurcada que al principio sonaba como una interrogación, pero que siempre se extinguía como el agradable lamido de una ola. Resultaba difícil al principio que ese monólogo fuera realmente el enlace de dos voces distintas; era como el juego de dos fuentes que enviaran y recibiesen el agua desde el mismo origen y con el mismo chorro.

Luego todo se interrumpió de repente, un cambio como de arena mojada que se deslizara del montículo más elevado, una sustancia profunda y oscura extraída repentinamente, que dejase una fina y engañosa capa de fulgor blanco en la que el pie desprevenido pisaría y se precipitaría a su perdición.

Un intervalo de pequeñas muertes, todas indoloras, como si los sentidos fueran otros tantos registros de órgano y una mano, invisible y caritativa, hubiese sofocado el aire.

Ahora ella está leyendo en voz alta: pasajes conocidos de un libro que debo de haber leído. Está tumbada boca abajo, con los codos doblados y la cabeza apoyada en las dos palmas. Me ofrece el perfil de su cara y la blanca opacidad de la carne está enguantada y perfumada. Los labios son como geranios machacados, dos pétalos perfectamente enquiciados que se abren y se cierran. Las palabras están disimuladas melodiosamente; salen de una caja acústica hecha de tela aterciopelada.

Hasta que no reconozco que son mis propias palabras, palabras que nunca puse por escrito, sino que escribí en la cabeza, no me doy cuenta de que no está leyendo para mí, sino para un joven que está tumbado a su lado. Está echado boca arriba y le mira la cara con la atención de un devoto. Están los dos solos, y el mundo no tiene existencia para ellos. No es una cuestión de espacio lo que me separa de ellos, sino un abismo entre mundos. Ya no hay posibilidad alguna de comunicación; flotan por el espacio en una hoja de loto. Estamos desconectados. Intento desesperadamente enviar un mensaje a través del vacío, hacerle saber por lo menos que las palabras encantadoras proceden del libro embrionario de mi vida. Pero ella está más allá de los límites. La lectura continúa y su éxtasis asciende. Estoy perdido y olvidado.

Después, por un simple instante, vuelve la cabeza hacia mí, sin que los ojos revelen señal alguna de reconocimiento. Los ojos están dirigidos hacia dentro, como en profunda meditación. La plenitud del rostro ha desaparecido; el contorno del cráneo se vuelve más pronunciado. Sigue siendo bella, pero ya no es el encanto del astro y de la carne; es la belleza fantasmal del alma sofocada que emerge con la cresta y el tinte del prisma de la muerte. Una fugaz nube de recuerdos pasa sobre el mapa vacío de sus angulosas facciones Ella, que estaba viva, encamada, que era una flor atormentada en la hendidura de la memoria, se desvanece ahora como el humo del imperio del sueño. No podría decir si ella había muerto durmiendo, tal vez soñando, o si yo mismo había muerto y la había encontrado al otro lado, dormida y soñando. Por un instante interminable de tiempo nuestros senderos se habían cruzado, la unión se había consumado, la herida del pasado se había curado. Encarnados o desencarnados, ahora rodábamos en el espacio, cada cual por su órbita, cada cual acompañado de su propia música. El tiempo, con su rastro interminable de dolor, pena y separación, se había plegado; volvíamos a estar en el azul intemporal, distantes uno del otro, pero ya no separados. Estábamos rodando como las constelaciones, rodando en las dóciles praderas de las estrellas. Sólo había el son mudo de los rayos estelares, las luminosas colisiones de plumas que flotan agitadas con centelleante brillantez en el ígneo rastro sonoro de los dominios angélicos.

Entonces supe que había encontrado la dicha, y que la dicha es el mundo, o estado del mundo, en que reina la creación. Supe otra cosa que, si fuera un simple sueño, acabaría, y, si no fuese un sueño…

Tenía los ojos abiertos y estaba en una habitación, la misma habitación en que me había acostado la noche anterior.

Otros se contentarían con llamarlo sueño. Pero ¿qué es un sueño? ¿Quién experimentó? ¿Y qué cosa? ¿Y dónde? ¿Y cuándo?

Estaba drogado por los esplendores esfumados de mi fantasmal viaje. No podía regresar ni partir. Me quedé en la cama con los ojos ligeramente cerrados y volví a contemplar la procesión de imágenes hipnagógicas que pasaban como centinelas espectrales de estación a estación a lo largo de las tenues fronteras del sueño. Recuerdos de otras imágenes en estado de vela se arremolinaban, dejando manchas oscuras a lo largo del brillante rastro formado por el paso de los fantasmas autóctonos. Una era Una, a quien había dicho adiós con la mano un día de verano, la Una a quien había dado la espalda, la Una cuyos ojos me siguieron calle abajo, y en la esquina, cuando me volví, había sentido aquellos ojos traspasándome… y supe que, fuera donde fuese o por mucho que intentara olvidar, aquellos dos ojos suplicantes permanecerían enterrados para siempre entre mis omóplatos. Hubo otra Una que me enseñó su dormitorio… años después, cuando nos encontramos por casualidad en la calle frente a su casa. Una Una cambiada, que florecía sólo en sueños. La Una que pertenecía a otro hombre, la Una rodeada por los vástagos del matrimonio. Ése era un sueño recurrente, agradable, trivial, consolador. Reaparecía obsesivamente en una configuración casi matemáticamente exacta. Guiado por mi doble, George Marshall, me quedaba parado frente a su casa y, como un voyeur, esperaba a que saliera de ella con las mangas recogidas y respirase una bocanada de aire. Ella nunca era consciente de nuestra presencia, a pesar de que estábamos allí, de tamaño natural y a unos pasos sólo de ella. Eso significaba que yo tenía el privilegio de observarla cómodamente, de discutir incluso los detalles con mi compañero y guía. Siempre tenía el mismo aspecto: la matrona en todo su esplendor. La observaba hasta saciarme y después me marchaba en silencio. Estaba oscuro y hacía un esfuerzo desesperado para recordar el nombre de la calle que, no sé por qué, nunca podía encontrar sin ayuda. Pero en la esquina, al buscar el rótulo de la calle, la oscuridad se convertía en una capa espesa de tinieblas. Sabía que entonces George Marshall me cogería del brazo y diría, como siempre: «No te preocupes, yo dónde es… te volveré a traer algún día». Y entonces, George Marshall, mi propio doble, mi amigo y traidor, me daba esquinazo de repente, y yo me quedaba dando traspiés en las sucias inmediaciones de un barrio odioso que apestaba a crimen y vicio.

Erraba de bar en bar, siempre mirando de reojo, siempre insultado y humillado, con frecuencia golpeado y pateado como un saco de patatas. Una vez tras otra me encontraba tirado en el pavimento, echando sangre por la boca y las orejas, con las manos cortadas y hechas jirones, con el cuerpo cubierto de magulladuras y contusiones. Era un precio terrible el que tenía que pagar siempre por el privilegio de verla respirar una bocanada de aire. Pero ¡valía la pena! Y cuando en mis sueños veía acercarse a George Marshall, cuando oía la promesa que sus tranquilizadoras palabras de saludo contenían siempre, el corazón se me ponía a latir con violencia y apretaba el paso para llegar frente a su casa en el momento oportuno. Es extraño que nunca pudiera encontrar el camino yo solo. Extraño que George Marshall tuviese que ser el que me guiara hasta ella, pues George Marshall nunca había visto en ella otra cosa que un simple fardo de carne agradable. Pero George Marshall, atado a mí por una cuerda invisible, había sido el testigo mudo de un drama que sus incrédulos ojos habían rechazado. Y así, en sueños, George Marshall podía volver a mirar con ojos maravillados; también él podía encontrar cierta satisfacción al redescubrir la bifurcación en que nuestros caminos se habían separado.

De repente recordé algo que había olvidado completamente. Abrí los ojos como para mirar a través del trecho del pasado distante y capturar el ángulo de una visión vacía. Veo el patio de atrás tal como era durante el largo invierno, las negras ramas de los olmos adornados con el encaje de la nieve, el suelo duro y árido, el cielo manchado de zinc y láudano. Soy el prisionero en la casa del amor extraviado. Soy August Angst dejándose crecer una barba de melancolía. Soy un zángano cuya única función es descargar espermatozoos en la escupidera de la angustia. Provoco orgasmos con furia cigomática. Muerdo la barba que cubre la boca de ella como musgo. Mastico gruesos pedazos de mi propia melancolía y los escupo como cucarachas.

Las cosas siguen así todo el invierno… hasta el día en que llego a casa y la encuentro tumbada en la cama en medio de un charco de sangre. En la cómoda el doctor ha dejado el cuerpo del dolor de muelas de siete meses envuelto en una toalla. Es como un homúnculo, la piel de rojo oscuro, y tiene cabello y uñas. Yace exánime en el cajón de la cómoda, una vida arrancada de un tirón a las tinieblas y devuelta a las tinieblas. No tiene nombre, ni ha sido amado, ni será llorado. Ha sido arrancado de raíz, y, si ha gritado, nadie lo ha oído. La vida que tuviera la ha vivido y perdido en sueños. Su muerte ha sido simplemente otra zambullida, más profunda, en ese sueño del que nunca ha despertado.

Estoy parado en la ventana, mirando sin expresión, a través del patio desolado, a la ventana de enfrente. Una forma revolotea de aquí para allá. Al seguirla con mirada vacía, un débil recuerdo se despierta, aletea y después se apaga. Me quedo revoleándome en la ciénaga de excentricidades pantanosas. Me quedo de pie, taciturno y rígido, como el propio Rigor Mortis. Soy el Rey del Silicio y mi reino incluye todo lo deslucido y corroído.

Carlotta está tumbada en la cama de través, con los pies colgando del borde. Permanecerá así hasta que acuda el doctor y la devuelva a la vida. La patrona acudirá y cambiará las sábanas. Se desharán del cuerpo al modo habitual. Nos dirán que nos mudemos, fumigarán la habitación, el crimen se mantendrá en secreto. Encontraremos otro lugar con una cama, una estufa, una cómoda. Pasaremos por la misma rutina de comer, dormir, engendrar y enterrar. Augusto Angst dejará paso a Tracy le Créve-coeur. Será un caballero árabe con pene de frío jade. No comerá sino especias y condimentos y derramará su semen atolondradamente. Pondrá pie a tierra, doblará su pene como una navaja de bolsillo, y ocupará su lugar junto a los otros sementales.

La forma que revoloteaba de acá para allá… era Una Gifford. Semanas después de que Carlotta y yo nos hubiéramos mudado a otro piso, nos encontramos en la calle frente a su casa. Subí con ella y puede que me quedase media hora, tal vez algo más, pero lo único que consigo recordar de esa visita es que me llevó al dormitorio y me enseñó la cama, la cama de ellos, en que ya había nacido un hijo.

No mucho después conseguí escapar de las garras devoradoras de Carlotta. Hacia el final había estado poniéndole los cuernos con Maude. Cuando llevábamos unos tres meses casados, se produjo el encuentro más inesperado. Una noche había ido al cine solo. Es decir, que había comprado mi localidad y había entrado en la sala. Tuve que esperar unos minutos en la parte trasera hasta encontrar un asiento. En la mortecina luz se me acercó una acomodadora con una linterna. Era Carlotta. «¡Harry!», dijo, dando un gritito, como una cierva herida. Estaba demasiado abrumada para decir gran cosa. No dejaba de mirarme, al tiempo que me escuchaba, con ojos que se le habían abierto y humedecido. En seguida quedé abatido ante aquella acusación firme y silenciosa. «Voy a buscarte una butaca», dijo por fin, y, al tiempo que me acomodaba en una localidad, me susurró al oído: «Intentaré reunirme contigo después».

Mantuve los ojos clavados en la pantalla, pero mis pensamientos corrían como un reguero de pólvora. Debí de permanecer horas sentado allí, aturdido por los recuerdos. De repente, noté que se deslizaba en el asiento de al lado y me cogía el brazo. Rápidamente me puso la mano sobre la mía y, mientras la apretaba, la miré y vi que las lágrimas le corrían por las mejillas. «Dios mío, Harry, ha pasado tanto tiempo», susurró, y acto seguido su mano descendió hasta mi pierna y me la cogió fervorosamente justo por encima de la rodilla. Al instante, hice lo mismo, y nos quedamos así un rato, con los labios sellados y los ojos mirando en blanco la pantalla titilante.

Pronto una ola de pasión nos arrebató y nuestras manos buscaron a tientas la carne abrasadora. Apenas habíamos acabado la búsqueda, cuando acabó la película y se encendieron las luces.

«Te acompaño a casa», dije, mientras salíamos al pasillo dando traspiés. Yo tenía la voz apagada y ronca, la garganta seca, los labios resecos. Me cogió del brazo, al tiempo que restregaba su muslo contra el mío. Nos dirigimos tambaleándonos hacia la salida. En el vestíbulo se detuvo un momento a empolvarse la cara. No había cambiado demasiado; los ojos se le habían agrandado y entristecido. Eran brillantes y obsesivos. Un vestido malva de tela ligera y adherente realzaba su figura. Le miré los pies y de pronto recordé que habían sido pequeños y flexibles, los pies ligeros de alguien que nunca envejecería.

En el taxi me puse a contarle lo que había ocurrido desde que yo había huido, pero me puso la mano en la boca y en voz baja y ronca me pidió que no dijera nada hasta que no llegásemos a casa. Después, sin apartarme la mano de la boca, dijo: «Estás casado, ¿verdad?». Asentí con la cabeza. «Lo sabía», murmuró, y después retiró la mano.

Un instante después me echó los brazos al cuello. Mientras me besaba frenéticamente, dijo sollozando: «Harry, Harry, no deberías haberme tratado nunca así. Podrías haberme contado todo. Fuiste terriblemente cruel, Harry. Mataste todo».

La atraje hacia mí, colocando su pierna sobre la mía y deslizándole rápidamente la mano piernas arriba hasta la entrepierna. El taxi se paró de repente y nos separamos. La seguí temblando por la escalera del porche, sin saber qué esperar una vez que estuviéramos dentro. Al cerrarse la puerta tras nosotros, me susurró al oído que debía avanzar en silencio sin hacer ruido. «No debe oírte Georgie. Está muy enfermo… me temo que se está muriendo».

El vestíbulo estaba oscuro como boca de lobo. Tuve que cogerle la mano, mientras me guiaba por las escaleras largas y tortuosas hasta la buhardilla, donde ella y su hijo estaban acabando sus días.

Encendió una luz mortecina y con el índice en los labios indicó el sofá. Después se quedó parada con la oreja en la puerta de la habitación contigua y escuchando atentamente para asegurarse de que Georgie estaba dormido. Por último se me acercó de puntillas y se sentó con cuidado en el borde del sofá. «Ten cuidado», susurró, «que cruje».

Yo estaba tan perplejo, que ni cuchicheé ni moví un músculo. No me atrevía a pensar en lo que haría Georgie, si me descubriera allí sentado. Y ya estaba muriéndose, por fin. Un fin horrible. Y allí estábamos nosotros, sentados como momias culpables en una buhardilla miserable. Y, sin embargo, pensé, quizá fuera una suerte que aquella escena sólo pudiese representarse en sordina. Sólo Dios sabe las terribles palabras de reproche que podría haberme dirigido, si hubiera podido alzar la voz.

«¡Apaga la luz!», le pedí en muda pantomima. Cuando se alzó para hacerlo, señalé el suelo, queriendo decir que me iba a tumbar junto al sofá. Tardó unos momentos en reunirse conmigo en el suelo. Estaba en un rincón desnudándose a escondidas. La vi con la tenue luz que se filtraba por las ventanas. Cuando alcanzó una bata para echársela sobre su desnuda figura, me desabroché la bragueta rápidamente.

Era difícil moverse sin hacer ruido. Parecía aterrorizada ante la idea de que Georgie pudiera oírnos. Supuse que le habría parecido más fácil culparme a mí de su sufrimiento. Supuse que ella habría asentido en silencio y que el terror que ahora sentía era una reacción ante el horror máximo de la traición.

Moverse sin respirar, entrelazarnos como dos tirabuzones, follar con una pasión como jamás habíamos experimentado antes y, aun así, no hacer ruido, requería una habilidad y una paciencia que se habrían prestado a admirables meditaciones, si no hubiera sido porque algo estaba sucediendo que me afectaba profundamente… Ella estaba llorando sin lágrimas. Yo lo oía gorgotear en su interior como una cisterna de retrete que no dejase de correr. Y, aunque me había pedido con un susurro espantado que no me corriera, pues no podía lavarse a causa de Georgie, que estaba en la habitación contigua, aunque sabía que era la clase de mujer que se queda preñada con sólo mirarla, y que, si se quedaba preñada, sería muy duro para ella, aun así, y quizá más aún a causa del llanto mudo, más aún porque quería poner fin al gorgoteo, me corrí una y otra vez. Ella también pasó de un orgasmo a otro, sabiendo todas las veces que iba a soltarle una descarga en la matriz, pero sin poderlo evitar. Ni siquiera una vez saqué la polla. Esperaba tranquilamente el baño de agujas de respuesta, la apretaba bien prieta como un cartucho, y después estallaba en la oscuridad eléctricamente húmeda de una boca con los suaves labios de una alcachofa. Había un distanciamiento perverso en todo aquello, casi como si fuera un pirómano sentado en un cómodo sillón en mi propia casa, que hubiese incendiado con mis propias manos, sabiendo que no me movería hasta que el propio sillón en que estaba sentado empezara a chisporrotear y a tostarme el culo.

Cuando por fin salí al descansillo de fuera y la abracé por última vez, susurró que necesitaba dinero para el alquiler, me rogó que se lo llevase el día siguiente. Y después, cuando estaba a punto de bajar las escaleras, me atrajo hacia sí y me dijo con los labios pegados en mi oído: «¡No va a durar otra semana!». Aquellas palabras me llegaron como a través de un amplificador. Aun hoy, al repetírmelas, oigo el suave soplo silbante que acompañó al sonido de su voz casi inaudible. Era como si mi oído fuese un diente de león y cada puntita una antena que captase el mensaje y lo transmitiera al techo de mi cerebro, donde explotaba con el opaco chapoteo de un obús. «¡No durará otra semana!», fui diciendo todo el camino hasta casa, mil veces o más. Y cada vez que comentaba ese estribillo veía una imagen fotogénica del espanto: la cabeza de una mujer cortada por el marco del cuadro justo por debajo del cuero cabelludo. Siempre lo veía igual: un rostro que salía de la oscuridad, con la parte superior de la cabeza cogida como en una trampa. Un rostro con un resplandor de calcio alrededor, suspendido por su propio esfuerzo, como en sueños, por encima de una masa imperceptible de seres serpenteantes de los que infestan las regiones pantanosas de los tenebrosos miedos de la mente. Y entonces vi nacer a Georgie… tal como ella me lo había contado en cierta ocasión. Nacer en el suelo de una dependencia fuera de la casa donde ella se había encerrado para escapar del padre del niño, que estaba borracho perdido. La vi tumbada y hecha un ovillo con Georgie entre las piernas. Tumbada así hasta que la luna los bañó con sus misteriosas olas de platino. ¡Cómo amaba a Georgie! ¡Cómo se aferraba a él! Nada era demasiado bueno para Georgie. Después por el norte en el tren nocturno con su ovejita negra. Muriéndose de hambre para alimentar a Georgie, vendiéndose para que Georgie fuera al colegio. Todo para Georgie. «Estabas llorando», decía yo, al cogerla desprevenida. «¿Qué pasa? ¿Te ha vuelto a tratar mal?». No había nada bueno en Georgie: estaba lleno de pus negro. «¡Tararea esa canción!», decía él a veces, estando los tres sentados a oscuras. Y se ponían a tararear y canturrear, y, al cabo de un rato, Georgie se le acercaba, la rodeaba con el brazo, y lloraba como un niño. «Soy un puñetero inútil», decía una y otra vez. Y después se ponía a toser y toser y parecía que la tos no cesaba nunca. Sus ojos, como los de ella, eran grandes y negros; asomaban por su rostro descamado como dos agujeros ardientes. Después se marchó —a un rancho— y pensé que quizás se curase. Le perforaron un pulmón, y cuando ése curó, le perforaron el otro. Y antes de que los médicos hubiesen acabado sus experimentos, yo era como un manojo de tumores malignos, a punto de explotar, de romper las cadenas, de matar a su madre, si fuera necesario, cualquier cosa, cualquier cosa, pero no más dolores de cabeza, no más miseria, no más sufrimiento en silencio. ¿Cuándo la había yo amado de verdad? ¿Cuándo? No podía recordarlo. Había estado buscando una matriz acogedora y había quedado atrapado en una dependencia exterior, me había encerrado en ella, había visto salir y ocultarse la luna, había visto caerle una pulpa sangrante tras otra de entre las piernas. ¡Febo! ¡Sí, ése era el lugar! Cerca del Asilo de Soldados Retirados. Y él, el padre y seductor, estaba a buen recaudo tras los barrotes en el Fuerte Monroe. Estaba. Y después, cuando ya nadie mencionaba su nombre, un cadáver que yacía en un ataúd varias manzanas más allá y, antes de que me diera cuenta, ya habían despachado su cuerpo hacia el norte, ella lo había enterrado… ¡con honores militares! ¡La hostia! ¡Qué de cosas pueden ocurrir a tus espaldas… mientras estás dando un paseo o vas a la biblioteca a consultar un libro importante! Un pulmón, dos pulmones, un aborto, un parto con el feto muerto, edemas puerperales, sin trabajo, huéspedes, cargar cubos de basura, empeñar bicicletas, sentarse en la calle a mirar las palomas: esos objetos y acontecimientos fantasmales llenan la pantalla, después se esfuman como el humo, se olvidan, se esconden en los cubos de basura como tumores podridos, hasta que… dos labios apretados contra el céreo oído explotan con un estruendo de diente de león ensordecedor, tras lo cual August Angst, Tracy le Créve-coeur y Rigor Mortis navegan inclinados a través del techo del cerebro para colgar suspendidos de un cielo que brilla con rayos ultravioleta.

El día siguiente a ese episodio no volví a verla con el dinero ni aparecí diez días después en el funeral. Pero unas tres semanas después me sentí obligado a desahogarme con Maude. Desde luego, no le dije nada del polvo de aquella noche, en el suelo y entre susurros, pero sí que le confesé que la había acompañado hasta su casa. A otra mujer le habría confesado todo, pero no a Maude. Con lo que le conté, con lo poquito que le conté, ya se puso tan tensa como una yegua espantada. Ya no me escuchaba… simplemente esperaba que concluyera para poder decir del modo más tajante: ¡NO!

Para ser justos con ella, hay que reconocer que era bastante locura esperar que accediese a mi sugerencia. Sería rara la mujer que dijera que sí. ¿Qué quería que hiciese? Pues, hombre, invitar a Carlotta a vivir con nosotros. Sí, al final había yo llegado a la extraordinaria conclusión de que la única cosa decente que podía hacer era pedir a Carlotta que compartiese su vida con nosotros. Estaba intentando hacer comprender a Maude que nunca había amado a Carlotta, que sólo la había compadecido, y que, por lo tanto, le debía algo. ¡Singular lógica masculina! ¡Loco! Loco de remate. Pero me creía todas las palabras que pronunciaba. Carlotta vendría y ocuparía una habitación y viviría su vida. La trataríamos amablemente, como a una reina destronada. A Maude debió de parecerle terriblemente hueco y falso. Pero, al oír las reverberaciones de mi propia voz, tuve la clara sensación de oír que aquellas ondas sonoras apagaban el horrible gorgoteo de la cisterna del retrete. Como Maude ya había tomado una decisión, como sólo yo estaba escuchando, como las palabras rebotaban cual berenjenas contra una calabaza, continué con mi transmisión, poniéndome cada vez más serio, volviéndome cada vez más convencido, cada vez más decidido a salirme con la mía. Una ola encima de otra, un ritmo contra otro: silenciamiento contra clamor, oleada contra explosión, confesión contra compulsión, océano contra arroyo. ¡Derríbalo, húndelo, ahógalo, mételo bajo tierra, ponle una montaña encima! Seguí y seguí, con amore, con furioso, con connectibusque, con abulia, con estesia, con Silesia… Y ella escuchaba todo el tiempo como una rosa, revistiendo con material incombustible su corazoncito en camisola, su lata de galletas, sus entrañas de carne picada, su fumigada matriz.

La respuesta fue: ¡No! Ayer, hoy, mañana… ¡NO! ¡Rotundamente no! Todo su desarrollo físico, mental, moral y espiritual la había conducido al gran momento en que podía responder triunfalmente: ¡NO! ¡Rotundamente no!

Si al menos me hubiera dicho: «Mira, ¡no puedes pedirme que haga una cosa así! Es una locura, ¿es que no lo ves? ¿Cómo nos llevaríamos los tres? Sé que te gustaría ayudarla… y a mí también me gustaría pero…».

Si hubiera hablado así, me habría acercado al espejo, me habría echado una mirada prolongada y serena a mí mismo y habría convenido en que era una completa locura. No sólo eso, sino más aún… habría reconocido su mérito por desear hacer de verdad algo que yo sabía que su pobre espíritu era incapaz de imaginar. Sí, habría marcado un punto a su favor con tiza y lo habría rematado con un polvo tranquilo y demente à la Huysmans. La habría subido a mis rodillas, como su padre, que en Gloria esté, solía hacer, y, entre ternezas y caricias y fingiendo que 986 más 2 son menos 69, le habría alzado delicadamente el camisón de organdí y habría apagado el fuego con un extintor etéreo.

Sin embargo, en lugar de eso, por mear en vano contra una pared de palastro a prueba de fuego, me puse tan furioso, que salí de casa disparado a medianoche y me puse a caminar hacia Coney Island. El tiempo era apacible, y, cuando llegué al paseo marítimo, me senté en una rampa y me eché a llorar. Me puse a pensar en Stanley, en la noche que lo encontré después de que se licenciara de Fort Oglethorpe, en el birlocho que alquilamos y las botellas de cerveza apiladas en el asiento de enfrente. Después de cuatro años en la caballería, Stanley era un hombre de hierro. Era fuerte por dentro y por fuera, como sólo un polaco puede serlo. Me habría arrancado una oreja de un mordisco, si le hubiera retado a hacerlo, y quizá me habría escupido en la cara. Llevaba doscientos dólares en el bolsillo y quería gastarlos todos aquella noche. Y recuerdo que, antes de que acabase la noche, teníamos entre los dos lo justo para compartir una habitación en algún hotel destartalado cerca de Borough Hall. También recuerdo que estaba tan borracho perdido, que no se levantaba de la cama para aliviar la vejiga: se limitaba a volverse y mear con chorro firme contra la pared.

El día siguiente yo seguía furioso. Y el siguiente y el otro. Aquel ¡NO!, me estaba devorando las entrañas. Iban a hacer falta mil síes para enterrarlo. Nada esencial me ocupaba entonces. Simulaba ganarme la vida vendiendo una colección de libros considerada «la mejor literatura del mundo». Todavía no había caído tan bajo como para vender enciclopedias. El canalla que me había metido en el ramo me había hipnotizado. Yo había vendido todo en trance posthipnótico. A veces me despertaba con ideas brillantes, es decir, ligeramente criminales o claramente alucinatorias. El caso es que, todavía loco de cólera, todavía furioso, un día me desperté con aquel ¡NO!, reverberándome en los oídos. Estaba desayunando, cuando recordé de repente que no había probado con la prima Julie. La prima Julie de Maude. Ahora Julie llevaba casada el tiempo suficiente, supuse, como para desear un cambio de ritmo. Julie iba a ser mi primera visita. Me lo tomaría con calma, me presentaría justo un poco antes del mediodía, le vendería una colección de libros, me trincaría una buena comida, mojaría el churro y después me iría al cine.

Julie vivía en el extremo de arriba de Manhattan en una incubadora de paredes empapeladas. Su marido era un bobo, por lo que podía deducir. Es decir, que era un espécimen perfectamente normal que se ganaba la vida honradamente y votaba a la candidatura republicana o a la democrática, según su estado de ánimo. Julie era una tontorrona de buen carácter que nunca leía nada más inquietante que el Saturday Evening Post. Era sencillamente una tía para un polvo con la suficiente inteligencia más o menos como para comprender que después de un palo tienes que darte un lavado y, si eso no da resultado, entonces aplicarte una aguja de zurcir. Lo había aplicado con tanta frecuencia, el truco de la aguja de zurcir, que era una adepta. Podía provocar una hemorragia, aun cuando hubiera sido una concepción inmaculada. Su propósito principal era pasárselo bien como una comadreja borracha y sacárselo del organismo lo más rápidamente posible. No titubearía a la hora de usar un cincel o una llave inglesa, si pensase que cualquiera de esas cosas surtiría efecto.

Me quedé un poco pasmado, cuando abrió la puerta. No había pensado en el cambio que un año más o menos puede producir en una mujer, ni tampoco en el aspecto que ofrecen la mayoría de las mujeres a las once de la mañana, cuando no esperan visita. Para ser cruelmente exactos, ofrecía el aspecto de una albóndiga fría que hubieran rociado de catsup y vuelto a colocar en la nevera. En comparación, la Julie que yo había visto por última vez era un sueño. Tuve que hacer algunas trasposiciones rápidas antes de adaptarme a la situación.

Naturalmente, yo estaba más de humor para vender que para follar. Sin embargo, al cabo de poco comprendí que para vender tendría que follar. Sencillamente, Julie no podía entender qué demonios me pasaba… para presentarme ante ella e intentar endilgarle un montón de libros. No podía decirle que mejorarían su inteligencia, porque no tenía inteligencia, y ella lo sabía y no sentía la menor vergüenza en admitirlo.

Me dejó solo unos minutos para acicalarse. Me puse a leer el prospecto. Me pareció tan interesante, que casi me vendí a mí mismo una colección de libros. Estaba leyendo un fragmento de Coleridge, qué maravillosa inteligencia la suya (¡y yo que siempre lo había considerado una mierda!), cuando la sentí venir hacia mí. Era tan interesante el pasaje, que me excusé sin levantar la vista y seguí leyendo. Se arrodilló detrás de mí, en el sofá, y se puso a leer por encima de mi hombro. Sentí sus fofas tetas rozarme, pero yo estaba demasiado interesado en seguir las ramificaciones de la asombrosa inteligencia de Coleridge como para dejar que sus apéndices vegetales me molestaran.

De repente el precioso prospecto encuadernado escapó volando de mi mano.

«¿Para qué estás leyendo ese disparate?», gritó, haciéndome girar y sujetándome por los codos. «No entiendo ni palabra de eso, y apuesto a que tú tampoco. ¿Qué te pasa? ¿Es que no puedes buscarte un empleo?».

Una sonrisa boba y lela se le extendió por la cara. Parecía un ángel teutónico pensando de verdad. Me levanté, recuperé el prospecto y le pregunté qué pasaba con la comida.

«Señor, ¡qué descaro!», dijo. «Pero, bueno, ¿qué demonios te crees que soy?».

En ese momento tuve que fingir que estaba bromeando simplemente, pero, tras bajarle la mano por el pecho y jugar un rato con el pezón de su teta derecha, volví a centrar hábilmente el tema de conversación en la comida.

«Oye, has cambiado», dijo. «No me gusta tu forma de hablar… ni de actuar». Al decir eso, volvió a poner en su sitio con firmeza la teta, como si fuera una bola de calcetines mojados metidos en una bolsa de ropa de lavar. «Oye, que soy una mujer casada, ¿es que no te das cuenta? ¿Sabes lo que te haría Mike, si te sorprendiera comportándote así?».

«Tú también has cambiado un poco», dije, poniéndome de pie y olfateando el aire en busca de comida. Lo único que quería ahora era comida. No sé por qué, pero se me había metido en la cabeza que me serviría una buena comida: eso era lo menos que podía hacer por mí, la muy imbécil.

La única forma de sacarle algo era darle marcha. Tuve que fingir apasionarme sobándole los carrillos de su abultado culo. Y, sin embargo, no parecer demasiado apasionado, porque eso significaría un polvo rápido y quedarme sin la comida. Si la comida era buena, podría hacerle una faena rápida… eso era lo que estaba pensando para mis adentros mientras la magreaba.

«Huy, la Virgen, de acuerdo, te prepararé una comida», dijo abruptamente, leyendo mis pensamientos como una polilla ciega.

«Estupendo», casi exclamé. «¿Qué tienes?».

«Ven a verlo tú mismo», respondió, al tiempo que me llevaba hasta la cocina y abría la nevera.

Vi jamón, ensalada de patatas, sardinas, remolachas frías, arroz con leche, compota de manzana, salchichas de Frankfurt, escabeche, tallos de apio, queso de nata y un plato especial de vómito con mayonesa que estaba seguro de no querer.

«Vamos a sacarlo todo», sugerí. «¿Y tienes alguna cerveza?».

«Sí, hombre, sí, y también tengo mostaza», rezongó.

«¿Un poco de pan?».

Me lanzó una mirada de absoluta aversión. Me apresuré a sacar las cosas de la nevera y las coloqué sobre la mesa.

«No estaría mal que hicieras un poco de café también», dije.

«Supongo qué te gustaría un poco de crema de chantilly, ¿no? ¿Sabes lo que te digo? Me dan ganas de envenenarte. Señor, si estás sin blanca, podrías pedirme que te preste algo de dinero… en lugar de presentarte aquí e intentar venderme un montón de mierda. Si hubieras sido un poco más amable, te habría invitado a comer fuera. Tengo localidades para el teatro. Podríamos haberlo pasado bien… hasta puede que te hubiera comprado tus estúpidos libros. Mike no es un mal tipo. Te habría comprado los libros, aun cuando no tuviésemos intención de leerlos. Si pensara que necesitabas ayuda… Entras y me tratas como si fuera una basura. ¿Qué te he hecho yo en mi vida? No lo entiendo. ¡No te rías! Hablo en serio. No veo por qué tengo que aceptarte esto. ¿Quién demonios te crees que eres?».

Colocó violentamente un plato sobre la mesa delante de mí. Después giró sobre sus talones y fue a la cocina. Me quedé allí con toda la comida amontonada delante de mí.

«¡Vamos, vamos, no te lo tomes así!», dije, metiéndome un bocado. «Sabes que no se trata de nada personal». (La palabra «personal» me pareció de lo más incongruente, pero sabía que le gustaría).

«Personal o no, no voy a acompañarte», replicó. «Puedes comer hasta hartarte y largarte. Te haré un poco de café. No quiero volver a verte. Eres asqueroso».

Dejé el cuchillo y el tenedor sobre la mesa y fui a la cocina. De todos modos, la comida estaba fría; así, que no importaría perder unos minutos calmando su malhumor.

«Lo siento, Julie», dije, intentando rodearla con el brazo. Me rechazó enfadada. «Mira», y empecé a poner algo de sentimiento en mis palabras, «Maude y yo no nos llevamos muy bien. Esta mañana hemos tenido una discusión tremenda. Debo de estar fuera de mí…».

«¿Es ésa una razón para pagarlo conmigo?».

«No, no lo es. No sé, estaba desesperado esta mañana. Por eso he venido a verte. Y después, cuando me he puesto a soltarte el rollo para venderte los libros… me he sentido avergonzado de mí mismo. No habría dejado que te los quedaras, aun cuando hubieses fingido que los querías…».

«Sé lo que te pasa», dijo. «Te ha decepcionado mi aspecto. He cambiado, eso es lo que pasa. Y eres mal perdedor. Quieres pagarlo conmigo…, pero es culpa tuya. Tienes una mujer guapa…, ¿por qué no te quedas con ella? Todo el mundo tiene discusiones: no sois la única pareja del mundo. ¿Es que yo corro a por el marido de otra, cuando las cosas van mal? ¿Adónde diablos nos conduciría eso? Mike no es un ángel para vivir con él, nadie lo es, supongo. Te comportas como un niño mimado. ¿Qué te crees que es la vida? ¿Como correrse en sueños?».

No podía reírme ante aquellas palabras. Tuve que rogarle que se sentara a comer conmigo, que me diese una oportunidad de explicarme. Accedió de mala gana.

Fue una historia muy larga la que conté, mientras limpiaba un plato tras otro. Parecía tan impresionada por mi sinceridad, que empecé a acariciar la idea de reintroducir la mejor literatura del mundo. Tenía que andarme con pies de plomo, porque esa vez tenía que aparentar que le estaba haciendo un favor. Intentaba maniobrar para colocarme en la posición de dejarla ayudarme. Al mismo tiempo me preguntaba si valía la pena, si no sería quizá más agradable ir a la sesión de la tarde.

Ella estaba volviendo a la normalidad, recuperando la cordialidad y la confianza. El café era excelente, y acababa de terminar la segunda taza, cuando sentí que me venía un movimiento del vientre. Me excusé y fui al baño. En él disfruté el lujo de una evacuación perfecta. Tiré de la cadena y me quedé sentado unos momentos, dividido entre los sueños y la lascivia, cuando de repente advertí que estaba recibiendo un baño de asiento. Volví a tirar de la cadena. El agua empezó a derramarse entre mis piernas y hasta el suelo. Me puse de pie de un brinco, me sequé el culo con una toalla y examiné desesperado la cisterna del retrete. Probé todo lo que se me ocurrió, pero el agua seguía saliendo y derramándose… y con ella salieron dos hermosos chorizos y un amasijo de papel higiénico.

Presa del pánico, llamé a Julie. Por una rendija de la puerta le pedí que me dijera qué debía hacer.

«Déjame entrar, yo lo arreglaré», dijo.

«Dime lo que debo hacer», le rogué. «Yo lo haré. No puedes entrar todavía».

«No puedo explicarlo», dijo Julie. «Tendrás que dejarme entrar».

No me quedó más remedio, tuve que abrir la puerta. En mi vida me he sentido más violento. El suelo estaba hecho un muladar. Sin embargo, Julie se puso manos a la obra con diligencia, como si fuese una rutina cotidiana. En un santiamén el agua había dejado de correr; sólo faltaba limpiar el muladar.

«Mira, tú ahora salte», le pedí. «Yo me encargo de esto. ¿Tienes un recogedor… y una fregona?».

«¡Sal !», dijo. «Yo lo recogeré». Y, acto seguido, me hizo salir de un empujón y cerró la puerta.

Esperé en ascuas a que saliera. Entonces fui presa de auténtico pavor. Sólo podía hacer una cosa: escapar lo más rápido posible.

Me agité unos momentos, apoyado primero en un pie y después en el otro, sin atreverme a mirar. Sabía que no podría volver a mirarla a la cara. Eché un vistazo a mi alrededor, calculé la distancia hasta la puerta, escuchando atentamente por un segundo, después cogí mis cosas y me marché de puntillas.

Era un edificio de apartamentos con ascensor, pero no esperé al ascensor. Bajé saltando las escaleras de tres en tres, como si me persiguiera el propio diablo.

Lo primero que hice fue ir a un restaurante y lavarme las manos cuidadosamente. Había una máquina que, insertando una moneda, te echaba perfume encima. Me ofrecí unas cuantas rociadas y salí a la radiante luz del sol. Caminé sin rumbo fijo por un rato, al tiempo que ponía en contraste el espléndido tiempo que hacía con mi intranquilo estado de ánimo.

Pronto me encontré caminando cerca del río. Unos metros más allá había un pequeño parque, o por lo menos una franja de hierba y algunos bancos. Me senté y me puse a cavilar. En menos que canta un gallo mis pensamientos habían vuelto a Coleridge. Era un alivio dejar que la mente se entretuviera con problemas puramente estéticos.

Distraídamente, abrí el prospecto y me puse a leer el fragmento que tanto me había embelesado… antes del horrible fracaso con Julie. Salté de un artículo a otro. En el dorso del prospecto había mapas y gráficos y reproducciones de escrituras antiguas encontradas en tablillas y monumentos de diferentes partes del mundo. Me encontré con «la escritura misteriosa» de los uigures, que en tiempos habían invadido Europa desde el pozo rebosante de Asia Central. Me enteré de la existencia de ciudades que se habían elevado hacia el cielo trescientos y cuatrocientos metros, cuando empezaron a formarse las cordilleras; me informé sobre la conversación de Solón con Platón y sobre los grifos de setenta mil años de antigüedad encontrados en el Tíbet, que sugerían con toda claridad la existencia de continentes ahora desconocidos. Me encontré con las fuentes de las concepciones de Pitágoras y me enteré entristecido de la destrucción de la gran biblioteca de Alejandría. Ciertas tablillas mayas me recordaron vivamente los cuadros de Paul Klee. Los escritos de los antiguos, sus símbolos, sus motivos decorativos, sus composiciones, eran extraordinariamente parecidos a las cosas que los niños inventan en los jardines de infancia. Por otro lado, los locos producían las composiciones más intelectuales. Leí sobre Lao zi y Alberto Magno y Cagliostro y Cornelio Agrippa y Yámblico, cada uno de ellos un universo, cada uno de ellos un eslabón de una cadena invisible de mundos ahora desacreditados. Me encontré con un gráfico dispuesto como cuerdas paralelas de trastes de banjo, que lateralmente indicaba los siglos «desde el alborear de la civilización» y verticalmente enumeraba las figuras literarias de las épocas, sus nombres y sus obras. La Era de las Tinieblas resaltaba como una ventana falsa junto a un rascacielos; aquí y allá en el gran muro liso había un rayo de luz emitido por el espíritu de un gigante intelectual que había conseguido hacer oír su voz por encima de los graznidos de los habitantes sumergidos y desalentados de las ciénagas. Cuando Europa estaba en tinieblas, en otro lugar había habido luz: el espíritu del hombre era como un auténtico conmutador, que se revelaba en señales y destellos, muchas veces a través de océanos de tinieblas. Una cosa resaltaba con claridad: en ese conmutador ciertos espíritus grandes seguían enchufados, preparados para una llamada. Cuando la época que los había producido se consumió, surgieron de las tinieblas como los imponentes picos nevados del Himalaya. Y, según me parecía, había motivo para creer que hasta que no ocurriera otra catástrofe atroz, no se extinguiría la luz que emitían. Al cortar la corriente de ensueño en que había yo caído, una imagen semejante a la Esfinge apareció en el telón bajado: era el rostro venerable de uno de los magos de Europa: Leonardo da Vinci. La máscara que llevaba puesta para ocultar su personalidad es uno de los disfraces más desconcertantes jamás adoptados por un emisario de las profundidades. Me estremecí al pensar en lo que habían percibido esos ojos clavados resueltamente en el futuro…

Miré, al otro lado del río, la orilla de Jersey. Me pareció desolada, más desolada todavía que el lecho de cantos de un río seco. Nada de alguna importancia para la raza humana había ocurrido jamás allí. Nada ocurriría durante miles de años tal vez. Los pigmeos eran inmensamente más interesantes de estudiar, inmensamente más edificantes que los habitantes de Nueva Jersey. Miré hacia arriba y hacia abajo el Hudson, río que siempre había detestado, hasta la primera vez que leí algo sobre Henry Hudson y su maldito Half Moon. Detestaba ambas orillas del río por igual. Detestaba las leyendas forjadas en torno a su nombre. El valle entero era como el sueño vacío de un holandés abotargado de cerveza. Siempre me importaron tres cojones Powhatan o Manhattan. Aborrecía al Padre Knickerbocker. Deseaba que hubiera diez mil fábricas de pólvora negra diseminadas a ambas orillas del río y que todas ellas explotaran simultáneamente…