Acababa de salir del despacho de Clancy. Clancy era el director general de la Corporación Cosmodemónica de Soplapollas. Él era el Soplapollas en Jefe, por decirlo así. Trataba de «señor» tanto a sus subalternos como a sus superiores.
Mi respeto hacia Clancy había bajado a cero. Durante más de seis meses había evitado ir a verlo, a pesar de que habíamos quedado en que debía pasarme por allí una vez al mes o así… para charlar un poco. Aquel día me había llamado a su despacho. Había manifestado decepción con respecto a mí. Prácticamente había insinuado que le había fallado.
¡Pobre idiota! Si no hubiera estado tan asqueado, podría haber sentido lástima de él. Estaba en un apuro, de eso me daba cuenta. Pero durante veinte años o más había maniobrado todo lo posible para llegar a esa situación.
El modelo de comportamiento para Clancy era el del soldado, el hombre que puede recibir órdenes y darlas, en caso necesario. La obediencia ciega era su lema. Estaba claro que yo era un mal soldado. Había sido un instrumento excelente, mientras me habían dado carta blanca, pero, ahora que me apretaban las riendas, recibía el disgusto de enterarse de que yo no obedecía las órdenes de aquellos ante quienes él mismo, Clancy, el director general, tenía que inclinarse con deferencia. Le dolió enterarse de que yo había insultado a uno de los secuaces del señor Twilliger. Éste era el vicepresidente, un hombre con corazón de cemento que de soldado raso había llegado a oficial, igual que el propio Clancy.
Había tragado tanta mierda en aquella breve entrevista con mi superior, que estaba devolviéndola. La conversación había acabado con una nota de lo más desagradable: que tenía que aprender a cooperar con el señor Spivak, quien ahora había pasado a ser definitivamente el correveidile del señor Twilliger.
¿Cómo se puede colaborar con un soplón? ¿Sobre todo con un soplón cuya única función es espiarle a uno?
La entrada en escena de Spivak, reflexioné al meterme en un bar a tomar una copa, sólo había precedido unos meses a mi resolución de abandonar la antigua vida. Ahora me parecía que su llegada había precipitado ese acontecimiento, o conspirado para producirlo. El punto critico en mi vida cosmocócica había llegado en el momento de plenitud. Justo cuando había puesto todo en orden, cuando la máquina estaba funcionando como un reloj, Twilliger había hecho venir a Spivak de otra ciudad y lo había colocado en el cargo de experto en eficacia. Y Spivak había tomado el pulso a la máquina cosmocócica y le había parecido que latía demasiado despacio.
Desde aquel día fatal, me habían movido de un lado para otro como a un peón de ajedrez. Como para amenazarme, primero habían trasladado mi despacho a la oficina principal. Twilliger tenía su santuario en el mismo edificio, unos quince pisos más arriba del mío. Nada de tonterías, ahora, como en la antigua oficina de repartidores con los vestuarios al fondo y la mesa revestida de zinc, donde de vez en cuando echaba un polvo fugaz. Ahora estaba en una jaula sin aire, rodeado de artefactos infernales que zumbaban, sonaban y brillaban cada vez que un cliente pedía un repartidor. En un espacio en que sólo había sitio para un escritorio doble y una silla a cada lado (para los candidatos), tenía que gritar y gritar a pleno pulmón para hacerme oír. Tres veces, por espacio de pocos meses, había perdido la voz. Todas las veces me presenté ante el médico de la compañía en el piso de arriba. Todas las veces sacudió la cabeza perplejo.
«¡Diga “A”!».
«¡A!».
«¡Diga “E-e-e-e”!».
«¡E-e-e-e!».
Me metía hasta la garganta una varilla pulida, como un pulverizador de espuma.
«¡Abra bien la boca!».
Yo abría la boca todo lo que podía. Él me la limpiaba y a veces la rociaba con un vaporizador, si le parecía oportuno.
«¿Se siente mejor ahora?».
Intentaba decir que sí, pero lo mejor que conseguía hacer era ofrecerle un ejemplo de flema vocal. ¡Ooog!
«No veo que le ocurra nada en la garganta», decía. «Vuelva dentro de unos días y volveré a examinársela. Puede ser el tiempo».
Nunca se le ocurría preguntarme qué hacía con la garganta todo el día. Y, naturalmente, una vez que comprendí que perder la voz era disfrutar de unos días de vacaciones, pensé que lo mismo daba dejarlo en la ignorancia de la causa de mi aflicción.
Sin embargo, Spivak pensaba que estaba fingiendo. Disfrutaba hablando con él en un susurro casi inaudible mucho después de que hubiera recobrado la voz.
«¿Qué ha dicho?», decía con voz áspera.
Escogiendo el momento en que el alboroto era más intenso, repetía una información de lo más insignificante en el mismo susurro inaudible.
«¡Ah, eso!», decía, sumamente irritado, exasperado de que yo no hiciera el menor intento de forzar la voz.
«¿Cuándo cree que recuperará la voz?».
«No sé», decía yo, mirándolo fijamente a los ojos y dejando expirar mi voz.
Después él hablaba con el telefonista, le sonsacaba a mi espalda para averiguar si le estaba tomando el pelo. En cuanto se marchaba, recuperaba mi tono de voz natural. Sin embargo, si sonaba el teléfono, ordenaba contestar a mi ayudante. «El señor Miller no puede hablar por teléfono: se ha quedado sin voz». Me mantenía en mis trece para contrarrestar los esfuerzos de Spivak. Era muy propio de él salir de mi despacho, irse por la puerta principal, dirigirse a una cabina y llamarme. Habría sentido júbilo, si me hubiera cogido desprevenido.
Pero ¡qué cantidad de mierda era todo aquello! Juegos de niños. En todas las empresas se dan esos juegos. Es la única salida para nuestro aspecto humano. Es como la civilización. Todo engranado para que funcione suavemente con el fin de destruirla con una pequeña hoguera. Cuando te acaban de dar lustre a los impulsos, de hacerles la manicura y un traje a medida, te ponen un rifle en la mano y confían en que en seis semanas aprendas el arte de clavar una bayoneta en un saco de trigo. Te quedas estupefacto, por no decir otra cosa. Y, si no hay pánico, ni guerra, ni revolución, sigues subiendo de un puesto de soplapollas a otro hasta que llegas al ser el Gran Capullo en persona y te vuelas la tapa de los sesos.
Tomé otro trago y eché una mirada al gran reloj de la Metropolitan Tower. Era gracioso que ese reloj hubiese inspirado el único poema que yo había escrito en toda mi vida. Fue poco después de que me hubieran trasladado de la oficina principal a una sucursal. La torre se recortaba en la ventana desde la que yo miraba a la calle. Frente a mí se sentaba Valeska. Por ella había escrito el poema. Recordé la excitación que me entró el domingo por la mañana que empecé el poema. Era increíble… un poema. Tuve que llamar por teléfono a Valeska y contarle la buena noticia. Dos meses después, ella había muerto.
Ésa fue una época en que Curley había conseguido mojar el churro. Hacía poco que me había enterado de eso. Al parecer, solía llevársela a la playa. Lo hizo, ¡por Dios!, en el agua, de pie. Es decir, la primera vez. Después fue un polvo tras otro: en el coche, en el baño, a la orilla del mar, en el barco de las excursiones.
En plenos recuerdos agradables vi una figura alta vestida de uniforme que pasaba por delante de la ventana. Salí corriendo y le saludé.
«No sé si debería entrar, señor Miller. Estoy de servicio, ya sabe».
«Eso es igual. Venga, venga un momento y tome una copa conmigo. Me alegro de verlo».
Era el coronel Sheridan, el jefe de la brigada de repartidores que Spivak había organizado. Sheridan era de Arizona. Había acudido a mí en busca de trabajo y yo lo había metido en el cuerpo nocturno. Me gustaba Sheridan. Era una de las pocas personas decentes que había conocido entre los miles que había puesto a trabajar en el cuerpo de repartidores. Gustaba a todo el mundo, incluso a ese bloque de cemento animado que era el señor Twilliger.
Sheridan era absolutamente cándido. Había nacido en un ambiente limpio, no había recibido más educación que la que necesitaba, que era muy poca, y no tenía otra ambición que la de ser el que era, un individuo llano, sencillo, corriente, que aceptaba la vida como le venía. Por lo que se desprendía de mi observación de la naturaleza humana, había uno como él por cada millón.
Le pregunté cómo le iba de instructor militar. Dijo que era deprimente. Estaba desilusionado: los chicos no mostraban ánimo ni interés por la formación militar.
«Señor Miller», exclamó. «En toda mi vida no he conocido chicos como éstos. No tienen sentido del honor…».
Me eché a reír. ¡La leche… sentido del honor!
«Sheridan», dije, «¿Todavía no se ha dado cuenta de que está tratando con la escoria de la tierra? Además, los chicos no nacen con sentido del honor. Sobre todo, los chicos de ciudad. Esos chicos son gángsteres incipientes. ¿No ha estado nunca en el despacho del alcalde? ¿No ha visto la multitud que anda por allí? Ésos son repartidores adultos. Si los pusieran tras los barrotes, no se los podría distinguir de los auténticos presidiarios. Toda la ciudad de los cojones se compone de ladrones y gángsteres. Eso es lo que una ciudad es: un criadero de criminales».
Sheridan me miró perplejo.
«Pero usted no es así, señor Miller», dijo, sonriendo tímidamente.
No pude por menos de reírme otra vez. «Ya lo sé, Sheridan. Soy una de las excepciones. Simplemente estoy matando el tiempo aquí. Algún día me iré a Arizona, o a algún lugar tranquilo y solitario. Ya le dije, ¿verdad?, que estuve en Arizona hace años. Ojalá hubiera tenido juicio y me hubiese quedado allí… Dígame, ¿qué hacía usted allí?… no era pastor, ¿verdad?».
Ahora le tocaba sonreír a Sheridan. «No, señor Miller, ya le dije, ¿no se acuerda?, que era barbero».
«¡Barbero!».
«Sí», dijo Sheridan, «y, además, de los buenos».
«Pero sabe usted montar a caballo, ¿verdad? Supongo que no habrá pasado usted toda su vida en una barbería».
«¡Oh, no!», respondió rápidamente. «He hecho un poco de todo. Me he ganado la vida desde que tenía siete años».
«¿Qué le hizo venir a Nueva York?».
«Quería ver cómo era una gran ciudad. Había estado en Denver y en Los Angeles… y también en Chicago. Todo el mundo me decía constantemente que tenía que ver Nueva York; así, que decidí venir. Le diré, señor Miller, que Nueva York es un lugar hermoso… pero no me gusta la gente… Será que no entiendo sus modales».
«¿Se refiere al modo como te empujan de un lado para otro?».
«Sí, y a su modo de mentir y engañar. Hasta las mujeres son diferentes aquí. Parece que no puedo encontrar una chica que me guste».
«Es usted demasiado bueno, Sheridan. No sabe tratarlas».
«Ya lo sé, señor Miller». Bajó la cabeza. Se comportaba como un fauno tímido.
«¿Sabe lo que le digo?», dijo titubeando. «Debe de ser que me pasa algo raro. Se ríen a mi espalda… todo el mundo, hasta los muchachos. Puede que sea por mi forma de hablar».
«No se puede ser demasiado tolerante con los chicos, Sheridan», le interrumpí. «Ya le avisé: ¡sea duro con ellos! Deles una bofetada de vez en cuando. Écheles una buena bronca. No les haga pensar que es usted blando. Si lo hace, le pisarán».
Alzó la vista tranquilamente y me enseñó la mano. «¿Ve? Aquí me mordió un chico el otro día. ¿Se imagina?».
«¿Qué le hizo usted?».
Sheridan volvió a mirarse los pies. «Lo envié a casa», dijo.
«¿Nada más? ¿Se limitó a enviarlo a casa? ¿No le dio una zurra?».
Guardó silencio. Al cabo de unos minutos, habló con calma y sencilla dignidad.
«No creo en los castigos, señor Miller. Si un hombre me pega, nunca le devuelvo el golpe. Intento hablar con él, averiguar qué le pasa. Mire, de niño me dieron para el pelo de lo lindo. No tuve una vida fácil…».
Se detuvo de pronto, cambió el peso de un pie al otro.
«Siempre he querido contarle una cosa», prosiguió, haciendo acopio de todo su valor. «Usted es el único hombre a quien se lo puedo contar, señor Miller. Sé que puedo confiar en usted…».
Volvió a hacer una pausa. Esperé atentamente, preguntándome qué sería lo que iba a desembuchar.
«Cuando llegué a la compañía telegráfica», continuó, «no tenía un céntimo en el bolsillo. Recordará, señor Miller… tuvo usted que ayudarme. Y le agradezco todo lo que hizo por mí».
Pausa.
«Hace un momento he dicho que vine a Nueva York para ver la gran ciudad. Eso sólo es verdad a medias. Escapaba de algo. Mire, señor Miller, estaba profundamente enamorado de una mujer de allí. Era una mujer que significaba todo para mí. Me entendía, y yo la entendía. Pero estaba casada con mi hermano. No quería quitársela a mi hermano, pero no podía vivir sin ella…».
«¿Sabía su hermano que estaba usted enamorado de ella?».
«Al principio, no», dijo Sheridan. «Pero al cabo de un tiempo tuvo por fuerza que enterarse. Mire, vivíamos todos juntos. Él era el dueño de la barbería y yo le ayudaba. Además, nos iba de maravilla».
Otra pausa embarazosa.
«Los problemas comenzaron un día, un domingo, que fuimos de excursión al campo. Habíamos estado enamorados todo el tiempo, pero no habíamos hecho nada. Yo no quería herir a mi hermano, como le he dicho. El caso es que sucedió. Estábamos durmiendo al aire libre y ella estaba tumbada entre los dos. Me desperté de repente y sentí su mano sobre mí. Estaba completamente despierta, mirándome con ojos muy abiertos. Se inclinó y me besó en la boca. Y allí mismo, con mi hermano tumbado a nuestro lado, la poseí».
«Tómese otra copa», le insté.
«Creo que aceptaré», dijo Sheridan. «Gracias».
Continuó lento y vacilante, con mucha delicadeza, y, evidentemente, turbado de verdad. Era casi como si estuviera hablando de sí mismo.
«En fin, para abreviar, señor Miller, un día se volvió completamente loco de celos: vino detrás de mí con una navaja de afeitar. ¿Ve usted esta cicatriz?». Volvió la cabeza ligeramente hacia un lado. «Aquí es donde me dio, al intentar esquivarlo. Si no hubiera bajado la cabeza, supongo que me habría rebanado la mitad de la cara».
Sheridan sorbió su copa despacio, mirando pensativo el espejo empañado que tenía delante.
«Por fin, lo calmé», dijo. «Naturalmente, cuando vio la sangre que me corría por el cuello y la oreja casi colgando, se asustó. Y entonces, señor Miller, ocurrió algo terrible. Se echó a llorar, igual que un niño. Me dijo que no valía para nada, pero yo sabía que no era cierto. Dijo que no debía haberse casado con Ella: así se llamaba ella. Dijo que se divorciaría, que se iría a otro sitio, que empezaría todo de nuevo… y que yo debía casarme con Ella. Me rogó dijera que lo iba a hacer. Incluso intentó dejarme algo de dinero. Quería marcharse inmediatamente… dijo que no podía soportarlo más. Naturalmente, yo no quería ni oír hablar de eso. Le pedí que no dijese nada a Ella. Dije que sería yo quien hiciera un pequeño viaje, para dejar que se olvidasen las cosas. No quería ni oír hablar de eso… pero, al final, después de que le demostré que era la única cosa sensata que se podía hacer, accedió a dejarme marchar…».
«¿Y así es como llegó usted a Nueva York?».
«Sí, pero eso no es todo. Mire, intenté hacer lo más correcto. Usted habría hecho lo mismo, si hubiera sido su hermano, ¿verdad? Hice todo lo que pude…».
«Bien», dije, «¿y qué es lo que le preocupa ahora?».
Miró el espejo con ojos en blanco.
«Ella», dijo, tras una larga pausa. «Lo ha abandonado. Al principio, no sabía dónde estaba yo. De vez en cuando les enviaba una postal desde un lugar u otro, pero nunca les daba mi dirección. El otro día recibí una carta de mi hermano, en la que me decía que ella le había escrito… desde Texas. Le pedía que le diera mi dirección. Decía que, si no sabía algo de mí pronto, se suicidaría».
«¿Le ha escrito usted?».
«No», dijo, «todavía no le he escrito. No sé qué hacer exactamente».
«Pero, por el amor de Dios, usted la ama, ¿no? Y ella le ama a usted. Y su hermano… no pondría objeciones. ¿Qué diablos está usted esperando?».
«No quiero quitarle la esposa a mi hermano. Además, sé que ella lo ama. Nos ama a los dos: eso es lo que pasa».
Ahora me tocaba a mí sorprenderme otra vez. Di un silbido bajito. «Así ¿que es eso?», me reí entre dientes. «Vaya, eso es diferente».
«Sí», dijo Sheridan rápidamente, «ella nos ama a los dos igual. No se fue de su lado porque lo odiara o porque me quisiese a mí. Me quiere a mí, sí. Pero se fue para obligarle a hacer algo, para obligarle a encontrarme y llevarme a casa otra vez».
«¿Sabe él eso?», pregunté, con la vaga sospecha de que Sheridan hubiera imaginado cosas.
«Sí, lo sabe y está dispuesto a vivir así, si eso es lo que ella quiere. Creo que también se sentiría mejor, si se pudiese arreglar así».
«¿Entonces?», dije. «Ahora, ¿qué? ¿Cuáles son sus planes?».
«No sé. No se me ocurre nada. ¿Qué haría usted en mi lugar? Le he contado todo, señor Miller».
Y después, como hablándose a sí mismo: «Un hombre no puede resistir siempre. Sé que no está bien vivir así… pero, si no hago algo rápidamente, Ella podría suicidarse. No quisiera que ocurriese eso. Haría cualquier cosa por evitarlo».
«Mire, Sheridan… antes su hermano estuvo celoso. Pero lo ha superado, me imagino. Quiere que regrese tanto como usted. Ahora bien… ¿ha pensado alguna vez si tendría usted celos de su hermano… con el tiempo? No es fácil compartir la mujer que amas con otro, aunque sea tu hermano. Lo sabe usted, ¿verdad?».
Sheridan no vaciló al responder a aquello.
«Lo he considerado todo detenidamente, señor Miller. Sé que yo no sería el celoso. Y tampoco me preocupa mi hermano. Nos entendemos. Es Ella. A veces me pregunto si sabe lo que quiere de verdad. Los tres crecimos juntos, ¿sabe usted? Por eso pudimos vivir juntos tan pacíficamente… hasta que… en fin, era lo más natural del mundo, ¿no cree? Pero, si ahora vuelvo, y la compartimos abiertamente, podría empezar a querernos de forma diferente. Esto ha separado a la familia feliz. Y pronto la gente empezaría a notar cosas. Allí vivimos en un círculo muy reducido, y nuestra gente no hace esas cosas. No sé qué ocurriría al cabo de un tiempo…».
Volvió a hacer una pausa y jugó nervioso con su vaso.
«He pensado otra cosa, señor Miller… Supongamos que tuviera un hijo. Puede que no sepamos nunca cuál de nosotros era el padre. Oh, lo he considerado desde todos los ángulos. No es fácil decidir».
«No», convine, «no lo es. Estoy confuso, Sheridan. Tendré que pensarlo».
«Gracias, señor Miller. Sé que me ayudará, si puede. Creo que debería irme ahora. Spivak debe de estar buscándome. Adiós, señor Miller», y salió corriendo.
Cuando regresé a la oficina, me dijeron que Clancy había telefoneado. Había pedido la solicitud de una muchacha repartidora que yo había contratado hacía poco.
«¿Qué ocurre?», pregunté. «¿Qué ha hecho?».
Nadie me daba una información precisa.
«Bueno, ¿dónde estaba trabajando?».
Descubrí que la habíamos enviado a uno de los edificios de oficinas del centro. Se llamaba Nina Andrews. Hymie había tomado nota de todos los detalles. Ya había telefoneado al director de la oficina en que trabajaba la muchacha, pero no pudo averiguar nada. La directora, que era también joven, tenía la impresión de que la chica era satisfactoria en todos los sentidos.
Decidí que lo mejor era llamar a Clancy y acabar de una vez. Su voz era áspera e irritable. Evidentemente, el señor Twilliger le había dado un buen rapapolvos. Y ahora me tocaba a mí.
«Pero ¿qué ha hecho?», pregunté con la mayor inocencia.
«¿Que qué ha hecho?», repitió furiosa la voz de Clancy. «Señor Miller, ¿no le he advertido una y mil veces que sólo queremos mujeres jóvenes y finas en nuestro cuerpo de repartidores?».
«Sí, señor», tuve que decir, maldiciéndolo para mis adentros por lo rematadamente estúpido que era.
«Señor Miller», y su voz adoptó una solemnidad desoladora, «la mujer que dice llamarse Nina Andrews no es sino una vulgar prostituta. Nos lo ha comunicado uno de nuestros clientes importantes. Ha dicho al señor Twilliger que esa mujer le ha hecho insinuaciones. El señor Twilliger va a hacer una investigación. Sospecha que puede que tengamos otras mujeres indeseables en nuestro personal. No hace falta que le diga, señor Miller, que se trata de un asunto muy grave. Un asunto muy grave. Confío en que sabrá hacer frente a la situación. Me entregará un informe mañana o pasado mañana… ¿está claro?». Colgó.
Permanecí sentado intentando recordar a la joven en cuestión.
«¿Dónde está ahora?», pregunté.
«La han enviado a su casa», dijo Hymie.
«Envíale un telegrama», dije, «y pídele que me llame. Quiero hablar con ella».
Me quedé allí hasta las siete esperando que me llamara. O’Rourke acababa de llegar. Tuve una idea. Quizá pidiese a O’Rourke…
Sonó el teléfono. Era Nina Andrews. Tenía una voz muy agradable, una voz que despertó mi simpatía inmediatamente.
«Siento no haber podido llamarle antes», dijo. «He estado fuera toda la tarde».
«Señorita Andrews», dije. «Quisiera saber si podría hacerme un favor. Me gustaría pasar por su casa por unos minutos y charlar con usted».
«Oh, no quiero recuperar el empleo», dijo en tono alegre. «Ya he encontrado otro: uno mucho mejor. Ha sido usted muy amable…».
«Señorita Andrews», insistí. «Me gustaría verla, de todos modos… sólo por unos minutos. ¿Le importaría?».
«No, en absoluto. Pues, claro, venga usted. Sólo quería evitarle la molestia…».
«Bien, gracias… Estaré ahí dentro de unos minutos».
Me acerqué a O’Rourke y le expliqué el caso en pocas palabras. «A lo mejor le gustaría a usted acompañarme», dije. «Mire, no creo que esa chica sea una puta. Estoy empezando a recordarla ahora. Creo que sé…».
Montamos en un taxi y fuimos hasta la calle Setenta y Dos, donde vivía. Era una típica casa de huéspedes pasada de moda. Vivía en una habitación interior del cuarto piso.
Se sorprendió un poco al verme llegar con O’Rourke. Pero no se asustó: un punto a su favor, pensé.
«No sabía que iba a traer a un amigo», dijo, mirándome con ojos azules y francos. «Tendrá que perdonar el aspecto de la habitación».
«No se preocupe por eso, señorita Andrews». Fue O’Rourke el que habló. «Se llama usted Nina, ¿verdad?».
«Sí», dijo. «¿Por qué?».
«Es un nombre bonito», dijo. «Ya no se oye con frecuencia. No será usted de origen español, ¿verdad?».
«¡Oh, no, español, no!», dijo, viva y rápida, y en un tono absolutamente cautivador. «Mi madre era danesa, y mi padre es inglés. ¿Por qué? ¿Parezco española?».
O’Rourke sonrió. «Para ser sinceros, señorita Andrews… señorita Nina… ¿puedo llamarla así?… no, no parece usted española en absoluto. Pero Nina es nombre español, ¿no?».
«¿Quieren sentarse?», dijo, arreglando los cojines del diván. Y después, con tono de voz perfectamente natural: «Supongo que se habrán enterado de que me han despedido. ¡Así como así! Sin una palabra de explicación. Pero me han dado el salario de dos semanas… y acabo de conseguir un trabajo mejor. Así, que no es tan terrible, ¿verdad?».
Me alegré de haber llevado a O’Rourke. Si hubiera ido solo, me habría marchado sin querer saber más. Para entonces ya estaba absolutamente convencido de que la muchacha era inocente.
La muchacha había dicho que tenía veinticinco años en la solicitud, pero era evidente que no tenía más de diecinueve. Parecía una chica que se hubiera criado en el campo. Una muchachita encantadora, y muy despierta.
Evidentemente, O’Rourke había estado haciendo una valoración semejante. Cuando le habló, quedó claro que en lo único que pensaba era en evitarle disgustos innecesarios.
«Señorita Nina», dijo, hablando como un padre, «el señor Miller me ha pedido que lo acompañara. Soy el inspector nocturno, ¿sabe usted? Ha habido un malentendido con uno de nuestros clientes, uno de los clientes servidos por la oficina de usted. Quizá recuerde usted el nombre: Agencia de Seguros Brooks. ¿Recuerda usted ese nombre, señorita Nina? Piense, porque quizá pueda ayudamos».
«Por supuesto, que conozco el nombre», respondió con presteza. «Habitación 715, señor Harcourt. Sí, lo conozco muy bien. También conozco a su hijo».
O’Rourke aguzó el oído inmediatamente.
«¿Conoce usted a su hijo?», repitió.
«Pues, claro. Eramos novios. Procedemos del mismo pueblo». Citó un pueblecito del norte del Estado de Nueva York. «Supongo que casi no se le puede llamar pueblo». Nos ofreció una sonrisita radiante.
«Comprendo», dijo O’Rourke, arrastrando la palabra para inducirla a continuar.
«Ahora comprendo por qué me han despedido», dijo. «No me considera digna de su hijo. Pero no pensaba que me odiara tanto».
Mientras seguía hablando, fui recordando cada vez mejor las circunstancias de su primera visita a la oficina de empleo. Un detalle destacaba claramente. Al rellenar la solicitud había pedido específicamente que la enviaran a determinado edificio de oficinas. No era una petición inhabitual; los solicitantes expresaban con frecuencia su preferencia por determinadas localidades por una razón u otra. Pero recordé la sonrisa que me había dedicado al agradecerme la cortesía que le había mostrado.
«Señorita Andrews», dije, «¿no me pidió usted que la enviara al Edificio Heckscher cuando solicitó el trabajo?».
«Naturalmente que sí», respondió. «Quería estar cerca de John. Sabía que su padre estaba intentando mantenemos alejados. Por eso me fui de casa».
«Al principio el señor Harcourt intentó ridiculizarme», añadió. «Quiero decir la primera vez que entregué telegramas en su oficina. Pero no me importaba. Tampoco a John».
«Bien», dijo O’Rourke, «entonces, ¿no le importa demasiado perder su empleo? Porque si quisiera recuperarlo, creo que el señor Miller podría arreglarlo». Se volvió a mirarme.
«Oh, de verdad que no quiero recuperarlo», dijo sin aliento. «He encontrado otro mucho mejor… y en el mismo edificio».
Los tres nos echamos a reír.
O’Rourke y yo nos levantamos para marchamos. «Es usted aficionada a la música, ¿verdad?», preguntó O’Rourke.
Ella se ruborizó. «Pues, sí… ¡Caramba! ¿Cómo lo sabe? Soy violinista. Naturalmente, ésa es otra razón por la que decidí venir a Nueva York. Espero dar un recital de aquí a algún tiempo: quizá en el Ayuntamiento. Es emocionante estar en una gran ciudad como ésta, ¿verdad?». Se rió como una colegiala.
«Es maravilloso vivir en un lugar como Nueva York», dijo O’Rourke, con la voz descendiendo de repente a un registro más serio. «Espero que obtenga todo el éxito que busca…». Hizo una pausa, una pausa tensa, y después cogiéndole las dos manos en las suyas, se colocó frente a ella y dijo:
«¿Me permite que le haga una sugerencia?».
«Pues, ¡claro!», dijo la señorita Andrews, enrojeciendo ligeramente.
«Bueno, pues, cuando dé su primer concierto en Town Hall, pongamos por caso, yo le sugeriría que usara su nombre real. Marjorie Blair suena tan bien exactamente como Nina Andrews… ¿no cree? Bien», y sin pararse a observar el efecto de su réplica, cogiéndome del brazo y dirigiéndose hacia la puerta, «creo que deberíamos ir yéndonos. Buena suerte, señorita Blair. ¡Adiós!».
«¡Caramba! ¡Quién lo hubiera dicho!», dije, cuando salimos a la calle.
«Es una chiquita excelente, ¿verdad?», dijo O’Rourke, tirando de mí. «Clancy me ha llamado esta tarde… me ha mostrado la solicitud. Tengo toda la información sobre ella. Es absolutamente excelente».
«Pero», dije, «¿por qué cambió de nombre?».
«Oh, eso, eso no es nada», dijo O’Rourke. «A la gente joven le resulta excitante cambiar de nombre a veces… Es una suerte que no sepa lo que el señor Harcourt dijo al señor Twilliger, ¿eh? Si alguna vez se supiera eso, tendríamos un caso interesante entre manos».
«Por cierto», añadió, como si no tuviese importancia, «cuando haga mi informe para Twilliger, diré que estaba a punto de cumplir veintidós años. No le importará eso a usted, ¿verdad? Mire, sospechaban que era menor de edad. Naturalmente, no se puede comprobar la edad de todo el mundo. Aun así, tiene que tener cuidado. Me entiende, ¿verdad?…».
«Desde luego», dije, «y estoy muy agradecido de que me ayude».
Caminamos en silencio por unos momentos, abriendo el ojo en busca de un restaurante.
«¿No corría Harcourt un gran riesgo al ofrecer a Twilliger una historia así?».
O’Rourke no respondió al instante.
«Me pone furioso», dije. «Pero, joder, si casi me ha hecho perder el empleo a mí. ¿Se da usted cuenta?».
«El caso de Harcourt es más complicado», dijo O’Rourke despacio. «Le cuento esto como estricta confidencia, ¿entiende? No vamos a decir nada al señor Harcourt. En mi informe contaré al señor Twilliger que el caso se ha resuelto satisfactoriamente. Explicaré que el señor Harcourt estaba en un error respecto al carácter de la chica, que ella ha encontrado inmediatamente otra, posición, y ha recomendado que se olvide el asunto… El señor Harcourt, como supongo habrá usted deducido ya, es un amigo íntimo de Twilliger. Todo lo que la chica ha dicho era cierto, sin lugar a dudas, y además es una chiquita excelente, me gusta. Pero hay una cosa que ha omitido decirnos: naturalmente, el señor Harcourt ordenó que la despidieran porque está celoso de su hijo… ¿Se pregunta usted cómo me he enterado de eso tan rápidamente? Bueno, tenemos nuestra forma de enteramos de las cosas. Podría contarle mucho más sobre ese Harcourt, si le interesase».
Estaba a punto de decir: «Sí, me gustaría», cuando cambió de tema de repente.
«Tengo entendido que ha conocido usted recientemente a un individuo llamado Monahan».
Me sentí como si me hubiera dado un sobresalto.
«Sí, Monahan… desde luego. ¿Por qué? ¿Se lo ha dicho su hermano?».
«Naturalmente, sabrá usted», continuó O’Rourke a su modo suave y natural, «cuál es el trabajo de Monahan, ¿verdad? Me refiero a su cargo».
Mascullé una respuesta, fingiendo saber más de lo que sabía, y esperé pacientemente a que continuara.
«Bueno, pues es curioso en este oficio», prosiguió, «cómo se relacionan las cosas. La señorita Nina Andrews no fue inmediatamente a la oficina de repartidores en busca de trabajo, cuando llegó a Nueva York. Como a todas las chicas jóvenes, la atrajeron las luces potentes. Es joven, inteligente, y sabe cuidarse. No creo que sea tan inocente como parece, para serle sincero. Conociendo a Harcourt, quiero decir. Pero eso no es asunto mío… El caso es que, para abreviar, señor Miller, su primer empleo fue el de taxi-girl en un baile. Puede que lo conozca usted…». Miró directamente al frente al decir esto. «Sí, el mismo lugar que Monahan estaba vigilando. Lo regenta un griego. Buena persona, por cierto. Absolutamente honrado, en mi opinión. Pero hay otros individuos que merodean por allí y que valdría la pena investigar más detenidamente. Sobre todo cuando una chica bonita como Nina Andrews entra en escena… con esas mejillas rojas y esos modales tímidos, de chica de campo».
Confiaba en que dijera algo más sobre Monahan, cuando volvió a cambiar de tema.
«Es curioso un caso como el de Harcourt. Para que vea usted el cuidado que hay que tener cuando se comprueban las cosas…».
«¿Qué quiere usted decir?», dije, preguntándome qué soltaría a continuación.
«Pues esto simplemente», dijo O’Rourke, midiendo sus palabras. «Harcourt tiene toda una cadena de baile aquí, en Nueva York, y en otros lugares también. La agencia de seguros es sólo para despistar. Por eso está adiestrando a su hijo. No le interesa el ramo de seguros. La pasión de Harcourt son las chicas jóvenes… cuanto más jóvenes, mejor. Desde luego, esto no lo sé, señor Miller, pero no me sorprendería que ya hubiera intentado seducir a la señorita Andrews… o Marjorie Blair, por usar su nombre auténtico. Si algo hubiese ocurrido entre ellos, no es probable que la señorita Andrews se lo diga a nadie, ¿no cree? Menos que a nadie al joven del que está enamorada. Sólo tiene diecinueve años ahora, pero probablemente tuviera el mismo aspecto a los dieciséis. Es una chica del campo, no lo olvide. A veces empiezan antes… ya sabe, sangre roja y caliente».
Se detuvo, como para estudiar el restaurante, desconocido para mí, hacia el que me había ido conduciendo despacito.
«No está mal este sitio. ¿Probamos? Oh, sólo un instante antes de entrar… En relación con Harcourt… Por supuesto, la muchacha no sospecha que tenga algo que ver con bailes. Eso fue una simple coincidencia, que entrara en ese local. Ya sabe a cuál me refiero, ¿verdad? Justo enfrente de…».
«Sí, lo conozco», dije, un poco molesto con él por lanzarme esas indirectas. «Tengo una amiga que trabaja allí», añadí. Y tú sabes mejor que la hostia lo que quiero decir, pensé para mis adentros.
Estaba preguntándome cuánto le habría revelado Monahan. También me pregunté, de repente, si haría años que Monahan conocía a O’Rourke. ¡Cómo les gustaba representar, igual que en el teatro, con aquellas expresiones de sorpresa, de ignorancia, de asombro, y demás! Supongo que no lo pueden evitar. Son como cajeras que dicen «¡gracias!», en sueños.
Y después, mientras esperaba que continuara, me pasó por la mente otra sospecha. Quizás esos dos billetes de cincuenta dólares que Monahan me había soltado procediesen del bolsillo de O’Rourke. Estaba casi seguro de ello. A no ser que… pero deseché la siguiente ocurrencia: era demasiado traída de los pelos. A no ser que, no pude por menos de repetirme, el dinero hubiera procedido del bolsillo de Harcourt. Era un grueso fajo de billetes el que había ostentado delante de mí aquella noche. Los detectives no suelen andar por ahí con grandes sumas de dinero en los bolsillos. En cualquier caso, si Monahan había dado un sablazo a Harcourt (¡o quizás al griego!), O’Rourke no podía saberlo.
Una observación todavía más alarmante de O’Rourke me sacó de aquellas especulaciones interiores. Estábamos en el vestíbulo, a punto de entrar en el restaurante, cuando le oí claramente decir:
«En ese baile particular es casi imposible que una chica consiga el empleo sin acostarse primero con Harcourt. Al menos, eso es lo que me ha contado Monahan».
«Desde luego, eso no es ningún delito», continuó, haciendo una pausa por un instante para que la observación hiciera efecto.
Nos sentamos en una mesa en un rincón del fondo del restaurante, donde podíamos hablar sin miedo de que acertasen a oírnos. Noté que O’Rourke miraba a su alrededor con su habitual mirada aguda, a la que no se le escapaba nada a pesar de su discreción. Lo hacía instintivamente, igual que un decorador de interiores observa el mobiliario de una habitación, incluido el dibujo del empapelado en la pared.
«Pero el hecho de que la señorita Marjorie Blair tomara el empleo con otro nombre casi lo condujo a cometer una indiscreción».
«Huy, la Virgen, sí», exclamé. «¡No había pensado en eso!».
«Tuvo suerte de haber tomado la precaución de pedirle la fotografía primero…».
No pude por menos de interrumpirle. «Tengo que reconocer que se enteró usted de la tira de cosas en poco tiempo».
«Pura casualidad», dijo O’Rourke modestamente. «Me encontré con Monahan camino del despacho de Clancy».
«Sí, pero ¿cómo consiguió atar cabos tan de prisa?», insistí. «Cuando se encontró a Monahan no sabía usted que la chica había estado trabajando en un baile. No comprendo cómo demonios dio con esa información».
«No la descubrí yo», dijo O’Rourke. «Se la saqué a Harcourt. Mire, cuando estaba charlando con Monahan… éste estaba hablando de su cargo… y de usted, por cierto… sí, dijo que le gustaba usted mucho… a propósito, quiere volver a verlo… debería usted ponerse en contacto con él… bueno, el caso es que, como estaba diciendo, se me ocurrió telefonear a Harcourt. Le hice algunas preguntas rutinarias… entre ellas, dónde había trabajado la chica anteriormente, si es que lo sabía. Dijo que había trabajado en un baile. Lo dijo como dando a entender: “Es una putilla”. Cuando volví a la mesa, le pregunté al tuntún a Monahan si conocía a una chica llamada Andrews… en el baile. Entonces ni siquiera sabía qué baile era. Y entonces, para mi sorpresa, después de explicarle el caso, empezó a hablarme de Harcourt. Así, que ya ve. Es sencillo, ¿verdad? Como le digo, todo se relaciona en este oficio. Tienes una corazonada, haces un sondeo… y a veces aciertas».
«¡Caramba!», fue lo único que pude decir.
O’Rourke estaba estudiando el menú. Yo le eché un vistazo distraído, incapaz de decidir lo que quería comer. En lo único que podía pensar era en Harcourt. ¡Así que Harcourt se las jodía a todas! ¡La madre de Dios, qué furioso me puse! Quería más que nunca hacer algo al respecto. Quizá Monahan fuera el hombre indicado; tal vez ya estuviese tendiendo sus trampas.
Pedí algo al azar y me quedé mirando desconsolado a los comensales.
«¿Qué le pasa?», dijo O’Rourke. «Parece deprimido».
«Lo estoy», respondí. «No es nada. Ya pasará».
Durante toda la comida sólo escuché a medias la charla de O’Rourke. No podía dejar de pensar en Mona. Me preguntaba qué diría, si le citara el nombre de Harcourt. ¡Ese hijo de puta! Jodiendo todo lo que se pusiese a tiro y, encima, casi me jode el empleo. ¡La hostia! ¡Qué descaro! En fin, otra pista que seguir. Los acontecimientos se precipitaban…
Me costó varias horas conseguir escapar de O’Rourke. Cuando quería retenerte, podía contar historia tras historia, pasando de una a otra con el mayor ingenio y habilidad. Después de pasar una tarde con él, siempre quedaba exhausto. Sólo de oírlo quedaba agotado, porque al final de cada frase yo estaba alerta como un ave de presa en pos de una ocasión para largarme. Además, siempre había largas interrupciones y toda clase de acrobacias. A veces me hacía esperar media hora o más en una oficina de telégrafos, mientras con esa paciencia que me exasperaba, repasaba laboriosamente los archivos en busca de algún detalle trivial. Y siempre, antes de reanudar su relato, daba un rodeo largo y sinuoso, yendo de una oficina a otra, en relación con el oficinista o el director o el telegrafista de la oficina que acabábamos de visitar. Tenía una memoria prodigiosa. En las cien o más oficinas distribuidas por toda la ciudad conocía de nombre a todos los oficinistas, el historial de su ascenso de un empleo a otro, de una oficina a otra y miles de detalles íntimos sobre su vida familiar. No sólo conocía a todo el personal presente… también conocía a los fantasmas que habían ocupado sus lugares antes que ellos. Además, conocía a muchos de los repartidores, tanto del turno de noche como del de día. Sentía afecto especial por los viejos, algunos de los cuales habían servido a la compañía casi tantos años como el propio O’Rourke.
Yo había aprendido mucho en las inspecciones nocturnas, cosas que dudaba supiera el propio Clancy. Buen número de los oficinistas, según descubrí durante aquellas rondas con O’Rourke, habían cometido un desfalco en una época u otra de su miserable carrera cosmocócica. O’Rourke tenía su modo particular de tratar esos casos. Basándose en el buen criterio que había adquirido con su larga experiencia, muchas veces se tomaba asombrosas libertades a la hora de tratar con aquellos desgraciados individuos. Estoy seguro de que la mitad de los casos nunca llegaron a conocimiento de nadie más que de O’Rourke. Cuando tenía confianza en el individuo en cuestión, le permitía restituir el dinero poco a poco, dejando claro, desde luego, que el asunto debía quedar como un secreto entre los dos. Al zanjar el incidente de ese modo irregular, no sólo garantizaba a la compañía la recuperación de todo lo robado, sino que, además, se podía confiar en que la víctima, por gratitud, haría de soplón. Se le podía hacer denunciar y desembuchar, cuando llegara la ocasión. Más de una vez, al principio, cuando me preguntaba por qué se interesaba tanto O’Rourke por ciertos personajes que parecían soplones, descubrí que formaban parte de la tribu de los perdidos, a quienes O’Rourke había convertido en instrumentos útiles. De hecho, descubrí una cosa relativa a O’Rourke que explicaba todo en relación con su comportamiento misterioso: que aquel a quien dedicaba el menor tiempo o atención tenía alguna importancia en el esquema de su vida cosmocócica.
Aunque daba la impresión de dar vueltas sin llegar a ninguna parte, aunque muchas veces se comportaba como un bobo y un ignorante, aunque parecía que lo único que hacía era perder el tiempo, en realidad todo lo que decía o hacía tenía relación de la mayor importancia con el trabajo que estaba realizando. Además, nunca se ocupaba de un caso exclusivamente. Tenía cien cuerdas en su lira. Ningún caso era tan desesperado como para que abandonase. La compañía podía haberlo retirado de los ficheros… pero no O’Rourke. Tenía la paciencia infinita de un artista, y con ella la convicción de que el tiempo trabajaba a su favor. No parecía haber fase de la vida con la que no estuviera familiarizado. Aunque, hablando del artista, debo reconocer que quizá en ese terreno estuviese menos seguro de sí mismo. Podía pararse a mirar la obra de un pompier en el escaparate de unos almacenes con los ojos encandilados. Su conocimiento de la literatura era casi nulo. Pero, si, por ejemplo, le contaba la historia de Raskolnikov, tal como Dostoyevski nos la expuso, podía estar seguro de cosechar las observaciones más penetrantes. Y lo que verdaderamente me hacía apreciar su amistad era su parentesco, humana y espiritualmente, con escritores como Dostoyevski. Su conocimiento del hampa lo había ablandado y lo había vuelto comprensivo. Era detective por su extraordinario interés y compasión por sus semejantes. Nunca hacía sufrir innecesariamente a nadie. Siempre daba beligerancia a todo el mundo. Nunca guardaba rencor a nadie, independientemente de lo que hubieran hecho. Procuraba entender, comprender sus motivos, aun cuando se tratase de las personas más viles. Sobre todo se podía confiar en él absolutamente. Una vez que daba su palabra, se mantenía fiel a ella a toda costa. Tampoco se lo podía sobornar. No puedo imaginar una tentación que pudiera colocarse ante él para desviarlo del cumplimiento de su deber. Otro punto a su favor, en mi opinión, era que carecía totalmente de ambición. No tenía el menor deseo de ser si no lo que era. Se entregaba en cuerpo y alma a su tarea, sabiendo que era ingrata, sabiendo que una organización desalmada y despiadada lo usaba y abusaba de él. Pero, como había observado él mismo más de una vez, fuera cual fuese la actitud de la compañía, no era asunto suyo. Tampoco le importaba que, en caso de que se retirara, deshiciesen todo lo que le había costado tanto trabajo construir. A pesar de carecer de ilusiones, daba cuanto podía a todos los que le pedían algo.
Era una persona excepcional, O’Rourke. A veces me inquietaba profundamente. No creo haber conocido nunca a nadie antes ni después que me hiciera sentir tan transparente como él. Tampoco recuerdo a nadie que se abstuviese tan estrictamente de dar consejos o de expresar críticas. Fue el único hombre de los que he conocido que me hizo comprender lo que significa ser tolerante, lo que significa respetar la libertad de los demás. Es curioso, ahora que lo pienso, lo profundamente que representaba la Ley. No el espíritu mezquino de la ley que el hombre usa para sus propios fines, sino la inescrutable ley cósmica que nunca cesa de funcionar, que es implacable y justa y, en consecuencia, la más misericordiosa en última instancia.
Tumbado en la cama completamente despierto, después de una noche como aquélla, me preguntaba muchas veces qué haría O’Rourke si estuviera en mi pellejo. Al intentar hacer la transposición, se me había ocurrido más de una vez que no sabía nada de la vida privada de O’Rourke. Absolutamente nada. No es que fuera evasivo… yo no podía decir eso. Simplemente era un vacío. No sé por qué, pero nunca tocábamos ese tema.
No sé por qué lo pensé, pero tenía la impresión de que hacía mucho tiempo había sufrido una gran decepción. Un amor frustrado, tal vez.
Fuera lo que fuese, no había quedado amargado. Había estado a punto de hundirse y después se había recuperado. Pero su vida había quedado transformada irremediablemente. Atando cabos, colocando a un lado el hombre que yo conocía y al otro el hombre que vislumbraba alguna vez que otra (cuando le daba por recordar), comparando al uno con el otro, era imposible negar que eran dos seres completamente diferentes. Todos los rasgos de dureza y solidez que O’Rourke presentaba eran como recursos protectores, interiores, no exteriores. Del mundo tenía poco o nada que temer. Estaba en él y era de él, totalmente. Pero ante los decretos del Destino era impotente.
Era extraño, pensaba al cerrar los ojos, que el hombre al que debía tanto debiera permanecer para siempre como un libro cerrado. Sólo podía aprender de su comportamiento y de su ejemplo.
Una ola de ternura me embargó. Comprendí a O’Rourke con mayor profundidad que antes. Entendí todo con mayor claridad. Entendí por primera vez lo que significa realmente ser «delicado».