Capítulo XI

«¡Ha intentado envenenarse!».

Ésas fueron las palabras que me recibieron al abrir la puerta del establecimiento del Dr. Onirifick. Fue Curley quien me lo anunció, apagando sus palabras con el ruido del picaporte.

Con un vistazo por encima del hombro de Curley comprobé que estaba dormida. La había atendido Kronski. Había pedido que no dijeran nada al Dr. Onirifick.

«Olí a cloroformo en cuanto entré», explicó Curley. «Estaba sentada en el sillón, acurrucada, como si hubiera tenido un ataque».

«Pensé que tal vez fuera un aborto…», añadió, con expresión un poco tímida.

«¿Por qué lo ha hecho? ¿Lo ha dicho?».

Curley se puso a tartamudear.

«Vamos, no seas bobo. ¿Qué ha sido? ¿Celos?».

No estaba seguro. Lo único que sabía era lo que ella había balbuceado al volver en sí. Había repetido una y otra vez que no podía resistirlo más.

«¿Resistir qué?», pregunté.

«Que fueras a visitar a tu mujer, supongo. Dijo que había cogido el auricular para telefonearte. Tenía la sensación de que algo no iba bien».

«¿Cómo lo dijo exactamente? ¿Lo recuerdas?».

«Sí, dijo muchas cosas sin sentido sobre verse traicionada. Decía que no era a la niña a la que ibas a ver, sino a tu mujer. Dijo que eras débil, que cuando no estaba ella contigo eras capaz de hacer cualquier cosa…».

Lo miré perplejo. «¿De verdad ha dicho eso? No estarás inventando, ¿eh?».

Curley hizo como que no oía. Siguió hablando de Kronski, de lo bien que se había portado.

«No creí que fuera capaz de mentir tan hábilmente», dijo Curley.

«¿Mentir? ¿A qué te refieres?».

«A la forma como ha hablado de ti. Tendrías que haberlo oído. Por Dios, que era enteramente como si estuviese haciéndole la corte. Ha dicho cosas tan maravillosas sobre ti, que ella se ha echado a llorar como una niña».

«¡Figúrate», prosiguió, «que le ha dicho que eres el tipo más leal y fiel del mundo! También le ha dicho que has cambiado completamente desde que la conoces: ¡que ninguna mujer puede tentarte!».

En ese momento Curley no pudo evitar una sonrisa enfermiza.

«Bueno, es verdad», dije, casi enfadado. «Kronski estaba diciendo la verdad».

«Que la quieres tanto, que…».

«¿Y qué es lo que te hace pensar que no es así?».

«Pues, que te conozco. Nunca cambiarás».

Me senté junto a la cama y la miré. Curley iba y venía inquieto. Yo sentía su rabia latente. Sabía cuál era la causa.

«Supongo que ahora estará completamente fuera de peligro, ¿no?». Pregunté al cabo de un rato.

«¿Cómo voy a saberlo? No es mi mujer». Sus palabras me llegaron como el destello de un cuchillo.

«¿Qué te pasa, Curley? ¿Estás celoso de Kronski? ¿O estás celoso de ? Puedes cogerle la mano y acariciarla, cuando se despierte. Ya me conoces…».

«¡Mejor que la hostia!», fue la hosca respuesta de Curley. «Tendrías que haber estado tú cogiéndole la mano. Nunca estás, cuando te necesitan. Supongo que estarías cogiéndole la mano a Maude… ahora que ya no quiere saber nada de ti. Recuerdo cómo la tratabas. Entonces me parecía divertido… era demasiado joven para considerarlo de otro modo. Y también recuerdo a Dolores…».

«¡Cuidado!», susurré, indicando con la cabeza la figura postrada.

«No se va a despertar tan pronto, ¡no te preocupes!».

«De acuerdo… ahora, a ver, ¿qué pasaba con Dolores?», dije, bajando la voz. «¿Qué hice a Dolores que te ofendiera tanto?».

Por un momento no pudo decir nada. Sencillamente estaba que reventaba de desdén y desprecio. Finalmente, lo soltó de pronto:

«¡Eres su ruina! Destruyes algo en ellas, es lo único que puedo decir».

«¿Quieres decir que después de que rompiéramos intentaste ligarte a Dolores y ella no quiso nada contigo?».

«Antes o después…, ¿qué más da?», refunfuñó. «Sé cómo se sentía: solía contármelo. Aun cuando te odiaba, no me podía aceptar. Me usaba de paño de lágrimas. Me lloraba encima, como si yo estuviera hecho de Dios sabe qué… Tú solías largarte radiante de alegría después de aquellas sesiones en la habitación del fondo. El pequeño Curley se quedaba para recoger las migajas. El pequeño Curley arreglaba las cosas por ti. Tú nunca pensabas en lo que ocurría cuando la puerta se cerraba tras ti, ¿verdad?».

«No-o-o», respondí arrastrando los sonidos y sonriéndole burlonamente. «¿Qué ocurría? Cuéntame».

Siempre es interesante enterarte de lo que ocurre realmente, cuando se cierra la puerta tras ti. Estaba listo para arrellanarme y escucharlo aguzando el oído.

«Naturalmente», me aventuré a decir, para estimularlo más, «intentaste sacar el mayor partido de la situación».

«Si quieres que te diga la verdad», respondió con franqueza brutal, «sí, lo hice. ¡A pesar de que era comer las migajas que tú dejabas! La animaba a llorar, porque así podía rodearla con los brazos. Y por fin lo conseguí. No me fue demasiado mal, teniendo en cuenta la desventaja en que estaba. Te puedo contar algunas cosas de tu bella Dolores…».

Hice un gesto con la cabeza. «A ver, cuéntalo todo. Parece apasionante».

«Lo que probablemente no sepas es cómo se porta, cuando le da un ataque de llanto. Te perdiste algo bueno».

Intenté hacer que se sintiera libre para hablar, ocultando mis emociones tras una máscara de tolerancia desinteresada. Cosa bastante curiosa, a pesar de su deseo de herirme, le resultó difícil contar su historia coherentemente, o aprovecharse siquiera de la oportunidad que le había dado. Cuanto más hablaba, más compasión sentía de sí mismo. No podía librarse de su sensación de frustración. Quería mancharla, y el hecho de poder obtener mi aprobación añadía interés al procedimiento. Pensaba que yo también iba a disfrutar con aquella profanación de un antiguo ídolo.

«Conque en realidad, ¿nunca conseguiste mojar el churro?». Le lancé una mirada consoladora. «Lástima, porque la verdad es que tenía un buen polvo… Si lo hubiera sabido, podría haberte ayudado. Deberías haber dicho algo. Pensaba que estabas demasiado verde como para sentir así por ella. Naturalmente, sospechaba que la abrazabas, cuando me volvía de espaldas. Sin embargo, no te creía capaz de sacar la polla e intentar metérsela. No, creía que la adorabas demasiado como para eso. Joder, si eras un niño entonces. ¿Qué edad tenías? ¿Dieciséis, diecisiete? Debería haber recordado lo de tu tía. Pero eso fue diferente. Ella te violó, ¿no fue así?».

Encendí un cigarrillo y me arrellané en el sillón.

«¿Sabes, Curley, que esto me da que pensar un poco…?».

«¿Te refieres a Maude? Nunca intenté nada…».

«No, no me refiero a eso. Me importa un comino lo que intentaras o no intentaras…».

«Creo que tendrías que ir yéndote pronto», añadí. «Cuando vuelva en sí, quiero hablar con ella. Ha sido una suerte que te presentases, cuando lo has hecho. ¡Hum! Supongo que debo darte las gracias».

Curley recogió sus cosas. «Por cierto», dijo, «el corazón le falla un poco. Y tiene otra cosa que no le funciona bien… Kronski te lo dirá».

Lo acompañé hasta la puerta. Nos dimos la mano. Me sentí obligado a decir algo.

«Mira, no te guardo rencor por lo de Dolores, pero… pero no empieces a venir de visita aquí, cuando yo esté fuera, ¿comprendes? Puedes adorarla todo lo que quieras a distancia. ¡No me vayas a venir con tus malditos trucos! ¿Entendido?».

Me lanzó una mirada asesina y se marchó de mal humor. Nunca le había hablado así y lo sentí, no porque lo hubiera herido, sino porque de repente comprendí que le había metido una idea en la cabeza. Ahora iba a creerse peligroso; no iba a ser feliz hasta que no hubiese puesto a prueba sus poderes.

¡Dolores! Pues, bien, no me había enterado de nada importante. Aun así, había algo que no me gustaba. Dolores era blanda. Demasiado complaciente como para satisfacerme. Hubo una época en que había estado a punto de pedirle que se casara conmigo. Recordaba lo que me había impedido cometer ese disparate. Fue saber que diría que sí, débilmente, porque seguía siendo virgen mentalmente, incapaz de resistir la presión de una polla tiesa. Eso: su débil sí, al que seguiría toda una vida de llantos y lamentaciones. En lugar de ayudarme a olvidar, iba a ser un recordatorio mudo y constante del crimen que me proponía cometer. (El crimen de abandonar a mi esposa). Dios sabe que había una parte de mí que era blanda como una esponja. ¡No necesitaba a nadie que cultivase ese aspecto de mí! La verdad es que era desagradable, Dolores. Los ojos le brillaban con tal fervor adolescente, cuando me veía consolar a los lisiados y heridos. Sí, ahora la veía con claridad. Era como una enfermera ayudando a un médico. Quería cuidar como una madre a todos aquellos pobres diablos para ayudar a los cuales yo estaba matándome de un modo o de otro. Y después ofrecerme su coñito: como premio, como señal de aprobación. ¿Qué diablos sabía del amor? Era una niñata. Sentí lástima de Curley.

¡Kronski había dicho la verdad! Eso era lo que no dejaba de repetirme a mí mismo, mientras permanecía sentado junto a la cama y esperaba a que ella volviera a la vida. Gracias a Dios, no estaba muerta. Sólo dormida. Por su expresión parecía que flotase en «luminol».

Era tan inhabitual para mí desempeñar el papel de desconsolado, que me fascinó la idea de cómo actuaría, en caso de que muriera de verdad delante de mí. ¿Y si no volviese a abrir los ojos nunca? ¿Y si pasara de ese profundo trance a la muerte? Intenté concentrarme en esa idea. Deseaba desesperadamente saber cómo me sentiría, en caso de que ella muriese. Intenté imaginar que era un viudo tan reciente, que ni siquiera había llamado a la funeraria.

Sin embargo, antes que nada me levanté y le puse el oído en la boca. Sí, todavía respiraba. Acerqué la silla a los pies de la cama y me concentré lo mejor que pude en la muerte… su muerte. No se manifestaban emociones extraordinarias. A decir verdad, me olvidé de mi supuesta pérdida personal y me quedé absorto en una contemplación arrobada de lo deseable de la muerte. Me puse a pensar en mi propia muerte, y en cómo la disfrutaría. La figura postrada y tumbada ahí, que apenas si respiraba, que flotaba en la estela de una droga como un barquito atado a la popa de un navío, era yo. Había deseado morir y ahora estaba muriendo. Ya no tenía conciencia de este mundo, pero todavía no estaba en el otro. Iba derivando despacio hacia alta mar, ahogándome sin dolor ni asfixia. Mis pensamientos no eran ni de este mundo que abandonaba ni de aquel al que me acercaba. De hecho, no se producía nada comparable al pensamiento. Tampoco era sueño. Era más que nada como una diáspora; el nudo estaba desenredándose, el yo se vaciaba gota a gota. Ya ni siquiera había un yo: yo era el humo de un buen puro, y, como el humo, me esfumaba en el aire, y lo que quedaba del puro se desmoronaba hasta reducirse a polvo y disolución.

Me sobresalté. Rumbo equivocado. Me relajé y la miré con menos fijeza. ¿Por qué había de pensar en su muerte?

Entonces se me ocurrió: ¡sólo si estuviera muerta podría amarla como imaginaba amarla!

«¡Siempre el actor! La amaste efectivamente en un tiempo, pero estabas tan satisfecho de ti mismo al pensar que podías amar a otra persona además de a ti mismo, que te olvidaste de ella inmediatamente. Has estado mirándote amar. La has empujado a esto para volver a sentir. Perderla sería volver a encontrarla».

Me di un pellizco, como para convencerme de que era capaz de sentir.

«Sí, no estás hecho de madera. Tienes sentimientos… pero van descaminados. Tu corazón funciona espasmódicamente. Sientes agradecimiento hacia quienes te hacen sangrar el corazón; no sufres por ellos, sufres por gozar el lujo de sufrir. Todavía no has empezado a sufrir; sólo estás sufriendo indirectamente».

Había algo de verdad en lo que me estaba diciendo a mí mismo. Desde que había entrado en la habitación, había estado preocupado por cómo debía actuar, cómo debía expresar mis sentimientos. En cuanto a aquel asunto de los últimos momentos con Maude… era excusable. Mis sentimientos se habían desviado, y nada más. El destino me había engañado. Maude, ¡puff!, me importaba tres cojones. No recordaba una sola ocasión en que hubiera despertado sentimiento real alguno en mí. ¡Qué ironía más cruel sería que Mona descubriese la verdad! ¿Cómo iba a poder explicar nunca semejante dilema? En el preciso momento en que estoy engañándola, como ha adivinado, Kronski le está contando lo fiel y ferviente que soy. ¡Y Kronski estaba en lo cierto! Pero Kronski debió de sospechar, mientras le contaba la verdad, que descansaba sobre una mentira. Estaba afirmando su fe en mí porque él mismo quería creer en mí. Kronski no era tonto. Y probablemente fuera un amigo mucho mejor de lo que lo consideré nunca. ¡Si por lo menos no se mostrase tan deseoso de hurgarme en las entrañas! ¡Si al menos dejara de ponerme en evidencia!

La observación de Curley volvió para atormentarme. Kronski se había portado tan maravillosamente… ¡como si le hiciera la corte! ¿A qué se debía que siempre me estremeciese, cuando pensaba en alguien haciéndole la corte? ¿Celoso? Estaba más que deseoso de que me diesen celos, con tal de que pudiera ser testigo de ese poder que ella tenía para hacer que otros la amasen. Mi ideal —¡sentía un sobresalto al formularlo!— era el de una mujer que tuviese el mundo a sus pies. Si pensase que había hombres ciegos para sus encantos, la ayudaría deliberadamente a atraparlos. Cuantos más amantes acumulase, mayor sería mi triunfo personal. Porque me amaba efectivamente, de eso no había duda. ¿Acaso no me había escogido a mí de entre todos los demás, a mí, que tenía tan poco que ofrecerle?

Yo era débil, le había dicho a Curley. Sí, pero también lo era ella. Yo era débil en relación con las mujeres en general; ella era débil en relación con aquel a quien amaba. Quería que mi amor se centrase en ella exclusivamente, aun en el pensamiento.

Cosa bastante curiosa, yo estaba empezando a centrarme en ella exclusivamente, a mi débil modo. Si no me hubiera llamado la atención sobre su debilidad, habría descubierto por mí mismo, con cada nueva aventura, que en el mundo sólo había una mujer para mí… y era ella. Pero, ahora que me lo había revelado dramáticamente, siempre me obsesionaría la idea del poder que ejercía sobre ella. Podría sentir la tentación de probarlo, aun a regañadientes.

Deseché esa corriente de pensamiento… violentamente. No era en absoluto así como quería que fuesen las cosas. La amaba exclusivamente, sólo a ella, y nada del mundo me desviaría de ese camino.

Me puse a pasar revista a la evolución de aquel amor. ¿Evolución? No había habido evolución. Había sido instantáneo. Pero, bueno, y me asombré al pensar en que adujera esa prueba, pero, bueno, si hasta el hecho de que mi primer gesto hubiese sido de rechazo era una prueba de que reconocí la atracción. Le había dicho que no instintivamente, por miedo. Repasé toda la escena en el baile la noche que abandoné mi antigua vida. Venía hacia mí, del centro de la pista. Yo había echado un vistazo rápidamente a ambos lados, sin poder creer que me hubiera elegido a mí. Y después pánico, a pesar de que me moría por arrojarme en sus brazos. ¿Acaso no había sacudido la cabeza vigorosamente? ¡No! ¡No! Casi insultante. Al mismo tiempo, me estremecí por miedo a que, aun cuando me quedara allí para siempre, no volviese a dirigirme la mirada. Entonces supe que la deseaba, que la perseguiría inexorablemente, aun cuando no quisiera saber nada conmigo. Abandoné la barandilla y me fui a fumar a un rincón. Temblando de la cabeza a los pies, me quedé de espaldas a la pista, sin atreverme a mirarla. Ya celoso, celoso de quienquiera que escogiese para próxima pareja…

(Era maravilloso recordar aquellos momentos. Dios mío, ahora estaba volviendo a sentir…).

Sí, al cabo de un rato me había recobrado y había vuelto a la barandilla, estrujado por todos lados por una manada de lobos hambrientos. Ella estaba bailando. Bailó varias piezas seguidas, con el mismo hombre. No apretándose, como las otras chicas, sino como en el aire, mirando al hombre en la cara, sonriendo, riendo, hablando. Estaba claro que ese hombre no significaba nada para ella.

Entonces llegó mi vez. ¡Por fin se había dignado fijarse en mí! No parecía desagradarle en absoluto; al contrario, se comportaba como si se tomara la molestia de mostrarse agradable. Y así, arrobado, le había dejado conducirme por la pista. Y después, otra vez, y otra, y otra. Y antes incluso de que me atreviera a darle conversación supe que nunca saldría del local sin ella.

Bailamos y bailamos, y, cuando estuvimos cansados de bailar, nos sentamos en un rincón y hablamos, y por cada minuto que hablaba o bailaba un reloj señalaba los dólares y centavos. ¡Qué rico era aquella noche! ¡Qué sensación más deliciosa era desprenderse despreocupado de un dólar tras otro! Me comportaba como un millonario, porque era un millonario. Por primera vez en mi vida, supe lo que era ser rico, ser un magnate, un rajá, un maharajá. Estaba regalando mi alma: no cambalacheándola, como Fausto, sino dilapidándola.

Habíamos sostenido aquella extraña conversación sobre Strindberg, que iba a correr a través de nuestra vida como un hilo de plata. Siempre iba a releer La señorita Julia, por lo que ella había dicho aquella noche, pero nunca lo hice… y probablemente no lo haga nunca.

Luego la espera en la calle, en Broadway, y, al venir hacia mí aquella segunda vez, tomó posesión de mí completamente. En el compartimiento del Chin Lee volvió a convertirse en otra persona. Se volvió —y ése era en realidad el secreto de su irresistible encanto— se volvió vaga.

No lo formulé así para mí, pero, sentado y abriéndome camino a tientas a través del humo de sus palabras, supe que me iba a arrojar como un loco a todos los huecos de su historia. Estaba tejiendo una tela demasiado delicada, demasiado tenue, como para soportar el peso de mis pensamientos inquisitivos. Otra mujer que se comportara así me habría despertado sospechas. La habría calificado de mentirosa consumada. Ésta no estaba mintiendo. Estaba bordando. Estaba hilvanando… y de vez en cuando se le escapaba un punto.

En ese momento se me ocurrió una idea que nunca se había formulado antes. Era una de esas ideas larvales que se deslizan por la mente como una luna tenue por un cielo aborregado. ¡Ha estado haciendo esto siempre! Sí, probablemente se me hubiera ocurrido en aquel momento, pero lo había descartado al instante. El modo como se inclinaba hacia adelante, con el peso descansando sobre un brazo, con la mano, la mano derecha, moviéndose como una aguja… sí, en aquel momento, y varias veces más después, una imagen me había pasado por la mente como un relámpago, pero no había tenido tiempo, o, mejor dicho, no me había dado tiempo ella de atraparla. Pero ahora estaba clara. ¿Quién era quien «había estado haciéndolo siempre»? Las Parcas. Eran tres, y había algo siniestro en ellas. Vivían en un crepúsculo y tejían una malla: una de ellas había adoptado esa postura, había desplazado su peso, había mirado a la cámara con la mano suspendida, y después había reanudado esos hilvanar, tejer, trenzar interminables, esa charla silenciosa que entra y sale, al tejer, de la malla hablada de las palabras.

Una lanzadera avanzando y retrocediendo, una bobina girando sin cesar. De vez en cuando un punto saltado… Como el hombre que le levantó las faldas. Estaba parado en el porche dando las buenas noches. Silencio. Se vuela los sesos… O el padre haciendo volar sus cometas en la azotea. Baja volando del cielo, como un ángel violeta de Chagall. Camina entre sus caballos de carreras, sujetando uno a cada lado, de la brida. Silencio. Falta el Stradivarius…

Estamos en la playa y la luna se desliza por entre las nubes. Pero antes de eso estábamos sentados muy juntos en la cabina del conductor, en el ferrocarril elevado. Había estado contándole la historia de Tony y Joey. Acababa de escribirla… quizá por ella, por el efecto de ciertas vaguedades. De repente ella me había arrojado de nuevo dentro de mí mismo; había vuelto otra vez deleitosa la soledad. Había removido los racimos de emoción que iban atados como una guirnalda al esqueleto de mi yo. Había revivido al niño, al niño que corría por el campo para saludar a sus amiguitos. ¡Entonces no tenía nada de actor! Aquel niño corría solo. Aquel niño corría para arrojarse en brazos de Joey y Tony… ¿Por qué me miró tan interesada, cuando le conté la historia de Joey y Tony? Su cara tenía un brillo terrible, que nunca podré olvidar. Ahora creo que sé lo que era. Creo que yo la había detenido… había detenido aquel hilvanar y tejer incesante. Había gratitud en sus ojos, así como amor y admiración. Yo había detenido la máquina y ella se había alzado como un vapor, por unos pocos minutos. Aquella mirada brillante y terrible era el nimbo de su yo liberado.

Después, zambullidas sexuales. Sumergiendo aquella nube de vapor. Como intentar retener humo bajo el agua. Como desprender una capa tras otra de oscuridad a oscuras. Otro tipo de gratitud. Un poco horrible, sin embargo. Como si le hubiera enseñado el modo prescrito de realizar el hara-kiri… Aquella noche totalmente inexplicable en Rockaway Beach… en el hotel y casa de baños del Dr. Caligari. Corriendo una y otra vez al lavabo. Abalanzándome sobre ella, excavándola, traspasándola… hundiéndome y hundiéndome, como si me hubiera convertido en un gorila con un cuchillo en la mano y estuviese acuchillando a la Bella Durmiente para despertarla. La mañana siguiente… ¿o fue por la tarde? Tumbados en la playa, metiéndonos mutuamente los dedos del pie en la entrepierna. Como dos objetos surrealistas demostrando una rencontre azarosa.

Y después el Dr. Tao, su poema pintado en papel de triquitraque. Enquistada en la mente, porque no había venido a la cita en el jardín como había prometido. Lo tenía en la mano mientras hablaba con ella por teléfono. Parte del oro se había desprendido y se me había pegado en los dedos. Ella todavía estaba en la cama… con aquella zorra de Florrie. Habían bebido demasiado la noche anterior. Sí, se había subido a una mesa —¿dónde?, ¡en un sitio!— y había intentado dar el salto abierta de piernas. Y se había hecho daño. Pero yo estaba demasiado furioso como para preocuparme de si se había hecho daño o no. Estaba viva, ¿no?, y no se había presentado. Y quizá no estuviera Florrie tumbada a su lado, como afirmaba, y tal vez no fuese Florrie sino ese tipo, Carruthers. Sí, ese viejo que era tan amable y atento, pero que todavía tenía brío suficiente como para clavar puñales en los retratos de la gente.

De pronto me asaltó una idea angustiosa. El peligro de Carruthers había pasado. Carruthers le había ayudado. Otros le habían ayudado antes que él sin lugar a dudas… Pero ésta era la idea: si yo no hubiera ido aquella noche al baile con un fajo de billetes en el bolsillo, si hubiese tenido sólo lo suficiente para unos cuantos bailes, entonces, ¿qué? Y dejando de lado aquella primera ocasión magnífica, ¿qué pensar de aquella otra vez en el descampado? («¡Y ahora, las malas noticias!…»). ¿Y si le hubiera fallado entonces? Pero no podía haberle fallado, ésa era la cuestión. Debía de haberlo comprendido o no se habría arriesgado nunca…

No obstante, con sinceridad y a sangre fría me vi obligado a reconocer que aquellas pocas sumas milagrosas que yo había conseguido presentar en el momento oportuno habían sido un factor importante. Le habían ayudado a creer que podía confiar en mí.

Hice borrón y cuenta nueva. ¡Qué leche! Si hubiera que interrogar al Destino de ese modo, todo podría explicarse por lo que tuvieras para desayunar. La providencia coloca oportunidades en tu camino: pueden traducirse en dinero, suerte, juventud, vitalidad, mil cosas diferentes. Si falta la atracción, nada puede sacarse ni siquiera de la oportunidad más favorable. Porque estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por ella fue por lo que se me habían presentado tantas oportunidades. El dinero, ¡una mierda! El dinero no tenía nada que ver. ¡Tanta anfractuosidad, o deficiencia, o indigencia! Era como la definición de la histeria en la biblioteca del Dr. Onirifick: «una permeabilidad excesiva del diafragma psíquico».

No, no iba a adentrarme en aquellos remolinos complicados. Cerré los ojos para volver a hundirme en esa otra corriente clara que no cesaba de correr como un hilo de plata. En algún punto tranquilo de mí había una leyenda que ella había alimentado. Trataba de un árbol, como en la Biblia, y debajo de él se encontraba la mujer llamada Eva con una manzana en la mano. Por ahí la leyenda corría como un arroyo claro, todo lo que constituía mi vida de verdad. Ahí había sentimiento, de una orilla a otra.

¿Adónde iba a parar…? ¿Ahí donde la corriente subterránea corría clara? ¿Por qué aquella imagen del Árbol de la Vida? ¿Por qué era tan estimulante volver a probar la manzana venenosa, arrodillarse a suplicar a los pies de una mujer de la Biblia? ¿Por qué era la sonrisa de Mona Lisa la más misteriosa de todas las expresiones humanas? ¿Y por qué había yo de trasponer aquella sonrisa del Renacimiento a los labios de una Eva a la que sólo había conocido en forma de grabado?

Había algo que pendía en el margen de la memoria, una sonrisa enigmática que expresaba serenidad, beatitud, beneficencia. Pero también había un veneno, una destilación que exudaba de aquella sonrisa desconcertante. Y yo me había tragado ese veneno y había borrado el recuerdo. Había habido un día en que había aceptado algo a cambio de algo; ese día se había producido una extraña bifurcación.

En vano me escudriñaba el cerebro. Sin embargo, pude recordar todo esto. Cierto día de primavera me reuní con ella en el Salón Rosa de un gran hotel. Ella había dispuesto que nos encontráramos allí para mostrarme un vestido que había comprado. Yo había llegado antes de la hora y después de unos momentos de desasosiego había caído en trance. Su voz fue la que me hizo volver en mí. Había pronunciado mi nombre y la voz me había atravesado, como el humo por una gasa. Estaba cautivadora, al aparecer así de repente delante de mí. Yo todavía estaba saliendo de la bruma. Al sentarse ella, yo me levanté, moviéndome todavía a través de una neblina, y me arrodillé a sus pies, mascullando algo sobre su radiante belleza. Durante unos buenos minutos no hizo esfuerzo para despertarme. Me tuvo cogidas las dos manos en las suyas y me sonrió, con esa sonrisa radiante y luminosa que se extiende como un halo y después se desvanece, para no volver a aparecer nunca. Era la sonrisa seráfica de la paz y la bendición. Me la ofreció en un lugar público en que nos encontrábamos solos. Era un sacramento, y la hora, el día, el lugar quedaron anotados con letras de oro en el libro de la leyenda que se encontraba al pie del Árbol de la Vida. En adelante, con nosotros, que nos habíamos unido, se reunió un ser invisible. Nunca más íbamos a volver a estar solos. Nunca más iba a volver aquella quietud, aquella finalidad… hasta la muerte tal vez. Algo se había dado, algo se había recibido. Por unos momentos intemporales habíamos estado a las puertas del Paraíso… después nos empujaron hacia adelante y el resplandor estrellado desapareció. Como lenguas de rayos, se desvaneció en mil direcciones diferentes.

Existe la teoría de que, cuando un planeta, como nuestra Tierra, por ejemplo, ha manifestado todas las formas de la vida, cuando se ha realizado hasta llegar al agotamiento, se hace añicos y se dispersa como polvo cósmico por el universo. No sigue girando como una luna muerta, sino que explota, y en pocos minutos, no queda ni rastro visible de él en los cielos. En la vida marina tenemos un efecto similar. Se llama implosión. Cuando un anfibio acostumbrado a las negras profundidades sube por encima de determinado nivel, cuando se eleva la presión a la que se adapta, el cuerpo explota por dentro. ¿Acaso no estamos familiarizados con ese espectáculo también en los seres humanos? Los antiguos escandinavos que enloquecían, el malayo al que le entra la locura homicida… ¿es que no son ejemplos de implosión y explosión? Cuando la taza está llena, rebosa. Pero cuando la taza y lo que contiene son una misma sustancia, entonces, ¿qué?

Hay momentos en que el elixir de la vida alcanza un esplendor tan rebosante, que el alma se derrama. En la sonrisa seráfica de las Madonnas se ve que el alma inunda la psique. La luna de la cara se vuelve llena; la ecuación es perfecta. Un minuto, medio minuto, un segundo después, el milagro ha pasado. Algo intangible, algo inexplicable se ha dado… y recibido. En la vida de un ser humano puede ocurrir que la luna no llegue a estar nunca llena. En las vidas de algunos seres humanos parece realmente que el único fenómeno misterioso observable es el del eclipse perpetuo. En el caso de los afligidos por el genio, cualquiera que sea la forma que adopte, nos da casi miedo observar que no hay sino un constante crecer y menguar de la luna. Más raros aún son los anómalos que, tras haber llegado al plenilunio, se sienten tan aterrados por el prodigio que representa, que se pasan el resto de su vida tratando de sofocar lo que les dio el nacimiento y el ser. La guerra de la mente es la historia de la división del alma. Cuando la luna estaba llena, hubo quienes no pudieron aceptar la oscura muerte del amenguamiento; intentaron permanecer suspendidos en su plenitud, en el cénit de su propio cielo. Intentaron detener la acción de la ley que se estaba manifestando a través de ellos, a través de su nacimiento y su muerte, en realización y transfiguración. Atrapados entre las mareas, se vieron separados; el alma abandonó el cuerpo, dejando el simulacro de un yo dividido para decidirlo luchando en la mente. Destrozados por su propia refulgencia, viven para siempre la búsqueda de la belleza, la verdad y la armonía. Desprovistos de su propio esplendor, intentan poseer el alma y el espíritu de aquellos hacia quienes se sienten atraídos. Captan cada rayo de luz; reflejan con todas las facetas de su hambriento ser. Instantáneamente iluminados, cuando la luz va dirigida hacia ellos, con la misma rapidez se extinguen también. Cuanto más intensa la luz que los baña, más deslumbrantes —y cegadores— parecen. Especialmente peligrosos son para los radiantes; hacia esos luminares brillantes e inagotables es hacia los que se sienten siempre atraídos más apasionadamente…

Estaba tumbada en una luz ardiente, con los labios ligeramente separados en una sonrisa misteriosa. Su cuerpo parecía extraordinariamente ligero, como si flotara en los vapores destilados de una droga. El brillo que siempre emanaba de su carne seguía presente, pero estaba separado, suspendido a lo largo de todo su cuerpo, cerniéndose sobre ella como una rara condensación esperando ser reabsorbida por la carne.

Una extraña idea se apoderó de mí, mientras me perdía en la contemplación. ¿Era locura pensar que, al intentar aniquilarse, había descubierto que ya estaba muerta? ¿Había retrocedido la muerte para no dejarse engañar? ¿Era ese extraño brillo, que se estaba acumulando a su alrededor como el vaho en un espejo, el reflejo de otra muerte?

Estaba siempre tan intensamente viva. Sobrenaturalmente viva, podría decir. Nunca descansaba, excepto en el sueño. Y su sueño era el de una piedra.

«¿Nunca sueñas?», le había preguntado una vez.

No recordaba… hacía tanto tiempo que había tenido un sueño.

«Pero todo el mundo sueña», insistí. «Lo que pasa es que no te esfuerzas por recordar, y nada más».

Poco después me hizo saber de forma demasiado evidentemente casual que estaba empezando a soñar otra vez. Eran sueños extraordinarios. Totalmente diferentes de su conversación. Al principio fingió que le daba vergüenza revelármelos, pero después, cuando vio por mis preguntas lo extraordinarios que eran, me los explicó con todo detalle.

Un día, al contarle uno de ellos a Kronski como si fuera mío y fingiendo estar perplejo y confuso, me quedé pasmado al oírle decir: «¡No hay nada original en eso, señor Miller! ¿Estás intentando cogerme en falta?».

«¿Cogerte en falta?», repetí con asombro auténtico.

«Puede parecerle original a un escritor», dijo despectivamente, «pero para un psicólogo es falso. Mira, los sueños no se pueden inventar como los relatos. Los sueños tienen su marca de autenticidad, igual que los relatos».

Le permití destruir el sueño y, para hacerle callar, reconocí que lo había inventado.

Unos días después, curioseando en la biblioteca del Dr. Onirifick, me encontré un tomo voluminoso que trataba de la despersonalización. Hojeando sus páginas, encontré un sobre con mis propios nombres y dirección en el remite. Era sólo la tapa del sobre, pero la caligrafía era la mía indudablemente. Sólo había una explicación: lo había dejado allí Mona.

Las páginas que devoré como un oso hormiguero estaban dedicadas a los sueños recogidos por un psiquiatra. Eran los sueños en vela de un sonámbulo con personalidad dimorfa. Me vi siguiéndolos con una inquietante sensación de familiaridad. Los reconocía sólo a trozos.

Por último, quedé tan absorto, que tomé notas de los fragmentos reconocibles. A su debido tiempo descubriría de dónde procedían los demás elementos. Saqué varios libros, buscando lugares marcados, pero no encontré ninguno.

Sin embargo, había comprendido el proceso. Había sacado los elementos más dramáticos… y después los había unido. Le daba igual que un fragmento fuera el sueño de una muchacha de dieciséis años y otro el sueño de un hombre toxicómano.

Me pareció buena idea colocar el trozo de sobre en otra sección del libro antes de volverlo a colocar en la estantería.

Media hora después tuve una idea todavía mejor. Saqué el libro, consulté mis notas, y después subrayé cuidadosamente los pasajes fragmentarios que ella había copiado. Desde luego, comprendí que con una persona como ella podría ser que nunca me enterara de la verdad de la cuestión hasta años después… tal vez nunca. Pero no me importaba esperar.

Una idea deprimente siguió a esa reflexión. Si era capaz de falsificar, ¿qué pensar de su vida de vigilia? Si tuviese que ponerme a investigar su pasado… La enormidad de la tarea era por sí misma suficiente para disuadirme de intentarlo inmediatamente. Sin embargo, siempre podía aguzarse el oído. Esa tampoco era una idea alentadora. No se puede ir por la vida aguzando el oído. Cosa bastante curiosa, acababa de decirme esto cuando recordé la forma como había descartado determinado tema. Era extraño cómo había conseguido hacerme olvidar ese pequeño detalle. Al quitarme de la cabeza la idea de haber vislumbrado a su madre en el patio de atrás en mi primera inspección de los alrededores de su casa, había enterrado hábilmente la sospecha extendiéndose con astuta sinceridad sobre los rasgos y cualidades de la mujer que yo había imaginado ser su madre, la mujer que ella insistía en que debía de haber sido su tía. Era un truco tan trillado de los mentirosos, que me sentí molesto conmigo mismo por haberme dejado engañar tan fácilmente. Por lo menos eso era algo que podía investigar en un futuro próximo. Estaba tan seguro de estar en lo cierto, que casi decidí renunciar a la tarea mecánica de la corroboración. Sería más agradable, pensé, no ir todavía allí, sino cogerla en la trampa mediante alguna astuta maniobra verbal. Si yo fuera capaz de adquirir el arte de tender trampas, me ahorraría muchas caminatas inútiles.

Llegué a la conclusión de que sobre todo era esencial no dejarla sospechar nunca que sabía que estaba mintiendo. ¿Por qué era eso tan esencial? Me lo pregunté casi inmediatamente. ¿Para tener el placer de descubrir más y más mentiras? ¿Es que era eso un placer? Y después me pasó por la cabeza otra pregunta. Si estuvieses casado con una dipsómana, ¿afirmarías que la manía del alcohol era perfectamente inofensiva? ¿Seguirías aparentando que todo iba bien con el fin de estudiar los efectos de ese vicio particular sobre la persona de tu amada?

Si había algo de legítimo en favorecer los apetitos de la curiosidad, en ese caso era mejor ir a la raíz del asunto, descubrir por qué mentía tan flagrantemente. Los efectos de esa enfermedad no eran del todo evidentes para mí… todavía. Un poco de reflexión y habría advertido inmediatamente que el primer efecto y el más desastroso es… la alienación. El sobresalto que produce el descubrimiento de la primera mentira presenta casi los mismos rasgos emotivos que el sobresalto que acompaña al hecho de saber que la persona que tenemos delante está loca. El engaño, el miedo a él, tiene sus raíces en el miedo universal a la pérdida de la personalidad. Debe de haber hecho falta una eternidad para elevar la verdad a un nivel tan supremo, para convertirla en el fulcro, por decirlo así, de la individualidad. El aspecto moral era un simple concomitante, el enmascaramiento de un objetivo más profundo, casi olvidado. Que histoire fuese cuento, mentira e historia a un tiempo era de una importancia nada desdeñable. Y que un cuento, considerado invención de un autor creativo, se considere el material más eficaz para llegar a la verdad sobre su autor también era significativo. Las mentiras sólo pueden ir engastadas en la verdad. Una buena mentira revela más de lo que la verdad pueda revelar. Es decir, a quien busque la verdad. Esa persona, al encontrarse ante la mentira, nunca la considerará motivo de enfado o recriminación. Ni siquiera de dolor, porque todo estaría claro, y desnudo y sería revelador.

Me asombró mucho advertir lo lejos que podía conducirme semejante distanciamiento filosófico. Me propuse volver a repetir el experimento. Podría dar fruto.