Capítulo IX

Hasta el día siguiente por la noche, después de cenar, no me enteré de por qué había abandonado el baile temprano. Había recibido un mensaje de su casa y había corrido a ver a sus padres. Sabiendo lo reservada que era sobre esa otra vida, no la insté a hablar. Sin embargo, por alguna razón estaba deseando desahogarse. Como de costumbre, fue divagando con misteriosos rodeos. Su relato no tenía ni pies ni cabeza. Lo único que pude deducir fue que estaban en apuros… y con «estaban» se refería a toda la familia, incluidos los tres hermanos y su cuñada.

«¿Viven todos bajo el mismo techo?», pregunté inocentemente.

«Eso no tiene nada que ver», dijo, extrañamente irritada.

Por un rato guardé silencio. Luego me atreví a preguntarle por su hermana, que, según me había dicho en cierta ocasión, era todavía más guapa que ella… «sólo, que muy normal», según sus propias palabras.

«¿No dijiste que está casada?».

«Sí, claro que lo está. ¿Qué tiene eso que ver con la cuestión?».

«¿Con qué cuestión?», pregunté, empezando ya a irritarme yo también.

«Pero, bueno, ¿de qué estamos hablando?».

Me eché a reír. «Eso es lo que me gustaría saber. ¿De qué se trata? ¿Qué estás intentado decirme?».

«No me escuchas. Mi hermana… supongo que no crees que tenga una hermana».

«¿Por qué dices eso? Claro que te creo. Sólo, que no puedo creer que sea más guapa que tú».

«Pues lo creas o no, lo es», dijo bruscamente. «La desprecio. No son celos, si es lo que estás pensando. La desprecio porque no tiene imaginación. Ve lo que está ocurriendo y no mueve un dedo. Es absolutamente egoísta».

«Supongo», empecé a decir suavemente, «que es el mismo problema de siempre: necesitan tu ayuda. Bueno, tal vez yo…».

«¿Tú? ¿Qué puedes hacer ? Por favor, Val, no empieces a hablar así». Se echó a reír histéricamente. «Señor, esto me recuerda a mis hermanos. Todos ofrecen sugerencias… y nadie hace nada».

«Pero, Mona, no estoy hablando al tuntún. Yo…».

Se volvió hacia mí casi con ferocidad. «Tú tienes que ocuparte de tu mujer y de tu hija, ¿no? No quiero ni oír hablar de tu ayuda. Esto es problema mío. Sólo, que no sé por qué tengo que hacerlo todo sola. Los chicos podrían hacer algo, si quisieran. Señor, los he mantenido durante años. He mantenido a toda la familia… y ahora me piden más. No puedo hacer nada más. No es justo…».

Hubo un silencio y después continuó. «Mi padre es un hombre enfermo: no espero nada de él. Además, es el único que me importa. Si no fuera por él, les volvería la espalda… me marcharía y los dejaría plantados».

«Pero ¿y tus hermanos?», pregunté. «¿Por qué no hacen nada?».

«Por simple vaguería», dijo. «Los he malcriado. Han llegado a convencerse de que son unos inútiles».

«¿Quieres decir que nadie trabaja… ninguno de ellos?».

«Oh, sí, de vez en cuando uno de ellos consigue un empleo por unas semanas y después lo deja por alguna razón absurda. Saben que siempre acudiré en su ayuda».

«¡No puedo seguir viviendo así!», exclamó. «No voy a dejarles destruirme la vida. Quiero estar contigo… y ellos me quieren apartar. No les importa lo que yo haga, con tal de que les lleve dinero. Dinero, dinero. Señor, ¡cómo detesto esa palabra!».

«Pero, Mona», dije cariñosamente, «tengo algo de dinero para ti. Sí, lo tengo. ¡Mira!».

Saqué los dos billetes de cincuenta dólares y se los puse en la mano.

Para mi asombro, se echó a reír, una risa extraña y aguda que cada vez se volvía más incontrolable. La abracé. «Cálmate, Mona, cálmate… estás muy nerviosa».

Se le saltaron las lágrimas. «No puedo evitarlo. Val», dijo débilmente, «me recuerdas tanto a mi padre. Solía hacer lo mismo. Justo cuando la situación era más insostenible, aparecía con flores o algún regalo absurdo, eres igual que él. Sois unos soñadores, los dos. Por eso le amo». Arrojó los brazos en torno a mí apasionadamente y empezó a sollozar. «No me digas de dónde lo has sacado», musitó. «No me importa que los hayas robado. Sería capaz de robar para ti, lo sabes, ¿verdad? Val, no se merecen el dinero. Quiero que compres algo para ti. O», añadió impulsivamente, «cómprale algo a la pequeña. Cómprale algo bonito, algo maravilloso… que recuerde siempre».

«Val», dijo, intentando serenarse, «confías en mí, ¿no os así? No me preguntarás nunca cosas que no pueda contestar, ¿verdad? ¡Prométemelo!».

Estábamos en el gran sillón. La tenía sobre las rodillas y, a modo de respuesta, le acaricié el pelo.

«Mira, Val, si no te hubiera conocido, no sé qué habría sido de mí. Hasta que te conocí me sentía… en fin, casi como si mi vida no me perteneciera. Me daba igual hacer una cosa que otra, con tal de que me dejasen en paz. No soporto que me estén pidiendo cosas. Me siento humillada. Son todos unos inútiles, sin excepción. Excepto mi hermana. Ella podría hacer cosas: es un tipo de persona muy práctica y sensata. Pero se hace la gran dama. “Basta con una alocada en la familia”, dice, refiriéndose a mí. Piensa que los he deshonrado. Y quiere castigarme, haciendo que me someta cada vez a más humillaciones. Siente un placer perverso al verme llevar el dinero que nadie mueve un dedo para juntar. Hace toda clase de insinuaciones indecentes. Sería capaz de matarla. Y mi padre no parece comprender la situación en absoluto. Cree que mi hermana es dulce… angélica. No le deja hacer el menor sacrificio: es demasiado delicada para verse expuesta a la brutal contaminación del mundo. Además, está casada y tiene hijos. Pero yo…». Los ojos volvieron a llenársele de lágrimas. «No sé de qué creen que estoy hecha. Soy fuerte, eso es lo único que piensan. Puedo resistir cualquier cosa. Soy la alocada. Señor, a veces pienso que están locos, todos ellos. ¿De dónde creen que saco el dinero? Les da igual… ni siquiera se atreven a preguntar».

«¿Se curará tu padre algún día?», le pregunté, tras un largo silencio.

«No lo sé, Val».

«Si estuviera muerto», añadió, «nunca me acercaría a ellos. Podrían morirse de hambre, que no movería un dedo».

«¿Sabes una cosa?», dijo. «No te pareces en nada a él, físicamente, y, sin embargo, sois muy parecidos. Tú eres débil y tierno, como él. Pero a ti no te mimaron, como a él. Tú sabes cuidar de ti mismo, cuando quieres… pero él nunca ha sabido. Siempre ha sido un inútil. Mi madre le chupó la sangre. Lo trataba como me trata a mí. Ella es capaz de cualquier cosa, con tal de salirse con la suya… Me gustaría que lo conocieses… antes de que muera. Muchas veces he soñado con eso».

«Probablemente nos encontraremos algún día», dije, aunque no me parecía probable.

«Lo adorarías. Val. Tiene un sentido del humor tan maravilloso. También es un gran narrador de cuentos. Creo que habría sido escritor, si no se hubiese casado con mi madre».

Se levantó y empezó a arreglarse, sin dejar de hablar cariñosamente de su padre y de la vida que había hecho en Viena y otros lugares. Iba siendo hora de que se marchara al baile.

De repente, se separó bruscamente del espejo y dijo: «Val, ¿por qué no escribes en el tiempo libre? Siempre has querido escribir… ¿por qué no lo haces? No necesitas venir a buscarme tan a menudo. Mira, prefiero venir a casa y encontrarte trabajando en la máquina. No vas a estar toda la vida en ese empleo, ¿verdad?».

Vino hacia mí y me rodeó con los brazos. «Déjame sentarme en tus rodillas», dijo. «Oye, Val, querido… no debes sacrificarte por mí. Ya es bastante malo que uno de los dos lo haga. Quiero que te liberes. que eres escritor… y no me importa cuánto tardes en llegar a ser conocido. Quiero ayudarte… Val, no me estás escuchando». Me dio un codazo suave. «¿En qué estás pensando?».

«Oh, en nada», dije. «Estaba soñando simplemente».

«Val, ¡haz algo, por favor! No podemos seguir así. ¡Mira este lugar! ¿Cómo pudimos venir aquí? ¿Qué hacemos aquí? Estamos un poco locos, tú y yo. Val, de verdad, empieza… esta noche, ¿eh? Me gustas cuando estás taciturno. Me gusta pensar que tienes ideas sobre otras cosas. Me gusta que digas locuras. Me gustaría pensar así. Daría cualquier cosa por ser escritora. Por tener inteligencia, soñar, perderme en los problemas de otra gente, pensar en cosas que no sean el trabajo y el dinero… ¿Recuerdas esa historia que escribiste para mí una vez… sobre Tony y Joey? ¿Por qué no vuelves a escribir algo para mí? Sólo para . Val, hemos de intentar hacer algo… hemos de encontrar una salida. ¿Me oyes?».

La había oído muy bien. Sus palabras me daban vueltas en la cabeza como un estribillo.

Me levanté de un salto, como para quitar las telarañas. La cogí de la cintura y la retuve así. «Mona, las cosas van a cambiar pronto. Muy pronto. Lo siento… Déjame acompañarte hasta la estación… necesito tomar el aire».

Me di cuenta de que estaba ligeramente decepcionada; había esperado algo más positivo.

«Mona», dije, mientras caminábamos rápidamente por la calle, «no se puede cambiar todo así, ¡de una vez! Claro que quiero escribir, sí, estoy seguro. Pero tengo que serenarme. No pido que todo sea como una balsa de aceite, pero necesito un poco de tranquilidad. No puedo pasar de una cosa a otra tan fácilmente. Detesto mi trabajo tanto como tú el tuyo. Y no quiero otro empleo; quiero una ruptura completa. Quiero estar conmigo mismo por un tiempo, ver qué tal sienta. Apenas me conozco a mí mismo, con esta vida que llevo. Estoy sepultado. Sé todo sobre los demás… y nada sobre mí. Sólo sé que siento. Siento demasiado. Estoy seco. Me gustaría tener días, semanas, meses, sólo para pensar. Ahora pienso de vez en cuando. Es un lujo, pensar».

Me apretó la mano, como para decirme que entendía.

«Cuando vuelva a casa, me voy a sentar y voy a intentar pensar. A lo mejor me quedo dormido. Parece como si sólo estuviera preparado para la acción. Me he convertido en una máquina».

«¿Sabes lo que pienso a veces?», continué. «Creo que si tuviera dos o tres días tranquilos sólo para pensar, daría al traste con todo. Fundamentalmente, todo es disparatado. Es así porque no nos atrevemos a ponernos a pensar. Debería ir un día a la oficina y volarle los sesos a Spivak. Ése es el primer paso…».

Habíamos llegado a la estación del ferrocarril elevado.

«No pienses en esas cosas ahora», dijo. «Siéntate a soñar. Sueña algo maravilloso para mí. No pienses en esa gentuza desagradable. ¡Piensa en nosotros!».

Subió las escaleras corriendo ágilmente y diciéndome adiós con la mano.

Fui paseando despacio hasta casa, soñando con otra vida más rica, cuando de repente recordé, o creí recordar, que ella había dejado los dos billetes de cincuenta dólares en la repisa de la chimenea bajo el jarrón lleno de flores artificiales. Volvía a verlos sobresaliendo a medias, tal como ella los había dejado. Eché a correr. Sabía que si Kronski los veía, los birlaría. Lo haría, no por no ser honrado, sino para torturarme.

Cuando me acercaba a la casa, pensé en el loco de Sheldon. Incluso empecé a imitar su forma de hablar, a pesar de que estaba sin aliento de la carrera. Me reía por dentro, cuando abrí la puerta.

La habitación estaba vacía y el dinero había desaparecido. Sabía que iba a ser así. Me senté y volví a reír. ¿Por qué no le había dicho nada a Mona sobre Monahan? ¿Por qué no le había dicho nada sobre el teatro? Generalmente, contaba todo en seguida, pero esa vez algo me había retenido, una desconfianza instintiva de las intenciones de Monahan.

Estaba por llamar al baile para ver si por casualidad Mona había cogido el dinero sin que yo lo advirtiera. Me levanté para ir al teléfono, pero en el camino cambié de idea. Sentí un deseo impulsivo de explorar la casa un poco. Fui hasta la parte trasera y baje las escaleras. Unos peldaños más abajo encontré una habitación enorme con luces cegadoras en que estaba secándose la ropa lavada. Había un banco a lo largo de una pared, como en un aula de escuela, y en él estaba sentado un hombre viejo con barba blanca y un casquete de terciopelo. Estaba inclinado hacia delante, con la cabeza descansando en el dorso de la mano, apoyada en un bastón. Parecía con la mirada perdida en el espacio.

Hizo una señal de reconocimiento con los ojos; el cuerpo permaneció inmóvil. Había visto a muchos miembros de la familia, pero a él nunca. Le saludé en alemán, pensando que lo preferiría al inglés, que en aquella extraña casa nadie parecía hablar.

«Puede usted hablar inglés, si quiere», dijo, con fuerte acento. Seguía mirando al vacío delante de él.

«¿Le molesto?».

«En absoluto».

Pensé que debía decirle quién era. «Me llamo…».

«Y yo», dijo, sin esperar a oír mi nombre, «soy el padre del Dr. Onirifick. Supongo que nunca le habrá hablado de mí».

«No», dije, «nunca me ha hablado. Pero es que nunca lo veo».

«Es un hombre muy ocupado. Tal vez demasiado ocupado».

«Pero un día recibirá su castigo», continuó. «No hay que matar, ni siquiera a los no nacidos. Aquí se está mejor; hay paz».

«¿Quiere que apague alguna de las luces?», le pregunté, esperando desviar sus pensamientos hacia otro tema.

«Debe haber luz», respondió. «Más luz… más luz. El trabaja en las tinieblas ahí arriba. Es demasiado orgulloso. Trabaja para el diablo. Aquí se está mejor con la ropa mojada». Guardó silencio por un momento. Se oía el sonido de las gotas de agua que caían de los vestidos mojados. Me estremecí. Pensé en la sangre goteando de las manos del Dr. Onirifick. «Sí, gotas de sangre», dijo el viejo, como si leyera mis pensamientos. «Es un carnicero. Entrega su inteligencia a la muerte. Ésa es la mayor oscuridad de la mente humana: matar lo que lucha por nacer. Ni siquiera debería matarse a los animales, excepto en sacrificio. Mi hijo lo sabe todo… pero no sabe que el asesinato es el pecado mayor. Aquí hay luz… magnífica luz… y él se está sentado ahí arriba en la oscuridad. Su padre se sienta en el sótano a rezar por él, y él está ahí arriba, asesinando. Por todas partes hay sangre. La casa está contaminada. Aquí se está mejor con la ropa lavada. Si pudiera, lavaría también el dinero. Ésta es la única habitación limpia de la casa. Y la luz es buena. Luz. Luz. Debemos abrirles los ojos para que puedan ver. El hombre no debe trabajar en las tinieblas. La mente debe estar clara, la mente debe saber lo que está haciendo».

No dije nada. Escuché respetuosamente, hipnotizado por las palabras pronunciadas en tono monótono, por las luces cegadoras. El viejo tenía cara y modales de patricio; la toga que llevaba y el casquete de terciopelo acentuaban su aspecto altivo. Sus manos finas y sensibles eran las de un cirujano; las venas azules sobresalían como mercurio. Estaba sentado en su calabozo superiluminado como un médico de la corte desterrado de su país natal. Me recordaba vivamente a ciertos músicos célebres que habían florecido en la corte de España durante la época de los moros. Había en él algo argénteo, musical; su espíritu era claro y radiaba de cada poro de su ser.

Al poco, oí los pasos de alguien que andaba en chanclas. Era Ghompal que llegaba con un tazón de leche caliente. Inmediatamente la expresión del viejo cambió. Se recostó contra la pared y miró a Ghompal con cariño y ternura.

«Éste es mi hijo, mi verdadero hijo», dijo, volviendo su intensa mirada hacia mí.

Cambié unas palabras con Ghompal, mientras llevaba el tazón a los labios del viejo. Era un placer observar al hindú. Por humilde que fuera la tarea, la realizaba con dignidad. Cuanto más humilde el servicio, más ennoblecido quedaba él. Nunca parecía avergonzado ni humillado. Tampoco se eclipsaba. Seguía siendo siempre el mismo, siempre completa y únicamente él mismo. Intenté imaginar qué aspecto ofrecería Kronski realizando ese servicio.

Ghompal abandonó la habitación por unos momentos para regresar con un par de chinelas calientes. Se arrodilló a los pies del viejo y, mientras cumplía con el rito, el viejo acarició cariñosamente la cabeza de Ghompal.

«Tú eres uno de los hijos de la luz», dijo el viejo, levantando la cabeza de Ghompal hacia atrás y mirándole a los ojos con mirada serena y clara. Ghompal le devolvió la mirada con la misma luz clara y fundente. Parecían bañarse el uno en el ser del otro: dos depósitos de luz líquida derramándose en un intercambio purificador. De repente, advertí que la luz cegadora que procedía de las bombillas eléctricas sin pantalla no era nada en comparación con aquella emanación de luz que había pasado entre los dos. Quizás el viejo no tuviera conciencia de esa luz amarilla y artificial que el hombre había inventado; tal vez la habitación estuviese iluminada por ese reflector procedente de su alma. Incluso después, a pesar de que habían dejado de mirarse uno en los ojos del otro, la habitación estaba claramente más iluminada que antes. Era como el resplandor de una puesta del sol flameante, una luminosidad suprema.

Volví sigilosamente a la sala para esperar a Ghompal. Tenía algo que decirme. Encontré a Kronski sentado en el sillón leyendo uno de mis libros. Estaba ostensiblemente más tranquilo, más sereno de lo habitual, no alicaído, sino sosegado de forma extraña e indisciplinada.

«¡Hola! No sabía que estabas en casa», dijo, sobresaltado por mi inesperada presencia. «Estaba echando un vistazo a una de tus basuras». Tiró el libro a un lado. Era The Hill of Dreams[5].

Antes de que tuviera oportunidad de recuperar su guasa habitual, entró Ghompal. Vino hacia mí con el dinero en la mano. Lo cogí con una sonrisa, le di las gracias y me lo metí en el bolsillo. A Kronski le pareció que Ghompal me lo estaba prestando. Se irritó… más aún: se indignó.

«Pero, hostia, ¿es que tienes que pedirle prestado a él?», exclamó.

Ghompal habló al instante, pero Kronski le interrumpió.

«No tienes que mentir por él. Conozco sus trucos».

Ghompal volvió a hablar en voz alta, tranquilo y convincente.

«El señor Miller no me hace malas pasadas», dijo.

«De acuerdo, tú ganas», dijo Kronski. «Pero, joder, no lo presentes como un ángel. Sé que se ha portado bien contigo —y con todos tus compañeros de la fuerza de repartidores—, pero no ha sido porque tenga buen corazón… Le gustáis porque sois tipos raros, ¿entiendes?».

Ghompal le sonrió indulgentemente, como si entendiera las aberraciones de una mente enferma.

Kronski reaccionó quisquillosamente ante aquella sonrisa de Ghompal. «No me sonrías así, compadeciéndome», gritó. «No soy un pobre paria. Soy doctor en medicina. Soy…».

«Todavía es usted un niño», dijo Ghompal tranquilo y firme. «Cualquiera que tenga un poco de inteligencia puede llegar a ser doctor…».

Al oír aquello, Kronski dijo despectiva y vehementemente: «Conque sí, ¿eh? Como si tal cosa, ¿no? Como hacer rodar un tronco…». Miró a su alrededor como buscando un lugar donde escupir.

«En India decimos…» y Ghompal inició una de esas historias infantiles que resultan devastadoras para las personas de mentalidad analítica. Ghompal tenía una historia breve para cada situación. Yo gozaba enormemente con ellas; eran como remedios simples, homeopáticos, pildoritas de verdad recubiertas de una capa inocua. Después no podías olvidarlas nunca, eso era lo que me gustaba de aquellos cuentos. Nosotros escribimos gruesos volúmenes para exponer una simple idea; el oriental cuenta una historia sencilla y aguda que se te aloja en el cerebro como un diamante. La historia que estaba contando trataba de una luciérnaga a la que el pie descalzo de un filósofo distraído había magullado. Kronski detestaba las anécdotas en que formas inferiores de la vida comunicaban con seres superiores, como el hombre, en un nivel intelectual. Lo sentía como una humillación personal, una calumnia denigrante.

No pudo por menos de sonreír ante la conclusión del cuento. Además, ya estaba arrepentido de su conducta grosera. Sentía un profundo respeto por Ghompal. Le irritaba haberse visto obligado a volverse ásperamente contra Ghompal, cuando su intención era machacarme a mí. Así, que, sin dejar de sonreír, preguntó con voz afable por Ghose, uno de los hindúes que había regresado a India hacía unos meses.

Ghose había muerto de disentería poco después de llegar a India, le informó Ghompal.

«¡Qué horrible!», dijo Kronski, sacudiendo la cabeza desesperadamente, como para dar a entender que era imposible combatir las condiciones de vida en un país como India. Después, dirigiéndose a mí, con una sonrisa triste y débil: «Recuerdas a Ghose, ¿verdad? Aquel tipo rechoncho, como un Buda en cuclillas».

Asentí con la cabeza. «¡Ya lo creo que lo recuerdo! ¡Si fui yo quien junté el dinero para que volviera a India!».

«Ghose era un santo», dijo Kronski vehemente.

El rostro de Ghompal se ensombreció ligeramente en señal de desagrado. «No; un santo, no», dijo. «En India tenemos muchos hombres que…».

«Ya sé lo que vas a decir», le interrumpió Kronski. «Aun así, para Ghose era un santo. ¡Disentería! ¡Dios Santo! Es como en la Edad Media… ¡peor aún!». Y se lanzó a una terrible descripción de las enfermedades que todavía florecían en India. Y de la enfermedad pasó a la pobreza y de la pobreza a la superstición y de ésta a la esclavitud, la degradación, la desesperación, la indiferencia, la desesperanza. India no era sino un vasto sepulcro putrefacto, un osario dominado por exploradores británicos que lo consentían, aliados con rajás y maharajás. Ni una palabra sobre la arquitectura, la música, la cultura, la religión, las filosofías, las hermosas fisionomías, la gracia y delicadeza de las mujeres, los vestidos llenos de colorido, los olores penetrantes, las campanillas tintineantes, los grandes gongs, los espléndidos paisajes, el aluvión de flores, las procesiones incesantes, el conflicto de lenguas, razas, tipos, la fermentación y pululación entre la muerte y la corrupción. Correcto como siempre estadísticamente, conseguía presentar sólo la mitad negativa del retrato. India estaba desangrándose hasta la muerte, cierto. Pero la parte de ella que estaba viva resplandecía de un modo que él nunca podría apreciar. Ni una vez citó una ciudad por su nombre, en ningún momento diferenció Agrá de Delhi, Lahore de Misore, Darjeeling de Karachi, Bombay de Calcuta, Benarés de Colombo. Parsi, jainita, budista: eran una y la misma cosa, víctimas miserables de la opresión, todos ellos pudriéndose poco a poco bajo un sol devastador para formar una fiesta imperialista.

Entonces se produjo una discusión entre Ghompal y él que sólo escuché a medias. Cada vez que oía el nombre de una ciudad me sentía embriagado de emoción. La simple mención de palabras como Bengala, Gujarat, Costa Malabar, Kalighat, Nepal, Cachemira, sikh, Bhagavad-Gita, Upanishads, raga, stupa, prakriti, sudra, paranirvana, chela, gurú, hanuman, Siva, era suficiente para hacerme entrar en trance para el resto de la noche. ¿Cómo podía un hombre condenado a llevar la limitada vida de un médico en una ciudad fría y brutal, atreverse a hablar de poner en orden un continente de quinientos millones de almas cuyos problemas eran tan vastos, tan multiformes, como para asombrar o la imaginación de los grandes maestros de India? No era de extrañar que se sintiese atraído por los santos personajes con los que había entrado en contacto en las regiones infernales de la más cosmocócica corporación de América. Esos «muchachos», como los llamaba Ghompal (fluctuaban entre las edades de veintitrés y treinta y cinco años), eran como guerreros selectos, como discípulos escogidos. Las privaciones que habían pasado, primero para llegar a América, después luchando para subsistir mientras acababan sus estudios, luego para encontrar el medio de regresar, después renunciando a todo para entregarse al progreso de su pueblo… en fin, ningún americano, ningún americano blanco, por lo menos, podía jactarse de nada comparable. Cuando alguna que otra vez uno de esos «muchachos» se descarriaba, se convertía en el perrito faldero de alguna mujer de la alta sociedad o en el esclavo de una bailarina cautivadora, sentía deseos de alegrarme. Me daba gusto enterarme de que un muchacho hindú se recostaba en blandos cojines, comía platos exquisitos, llevaba puestas sortijas de diamantes, bailaba en salas de fiestas, conducía coches, seducía a jóvenes vírgenes, y cosas así. Recordé a un parsi joven y culto que se había fugado con una lánguida mujer de edad madura y de dudosa reputación; recordé las historias maliciosas que se difundieron sobre él, la desmoralización que produjo en los menos disciplinados. Era magnífico. Seguí su carrera con avidez, bebiendo hasta los posos, imaginativamente, a medida que pasaba de una esfera a otra. Y después un día, estando yo acostado en el depósito de cadáveres en que mi mujer había convertido mi habitación, vino a verme y me trajo flores, fruta y libros; se sentó junto a mi cama y me cogió de la mano, me habló de India, de la maravillosa vida que había conocido de niño, de las calamidades que había pasado posteriormente, de las humillaciones que le habían infligido los americanos, de sus deseos de vivir, de una vida grande, rica, esplendorosa, y de que había aprovechado la oportunidad, cuando se había presentado, y le había parecido vacía, vacía de todo menos trajes, joyas, dinero, mujeres. Me confió que iba a dejarlo todo. Iba a volver con su pueblo, a sufrir con ellos, a hacerles progresar, si pudiera, y, si no, a morir con ellos, a morir como morían ellos, en la calle, desnudos, sin hogar, rehuidos, despreciados, pisoteados, escupidos, un manojo de huesos con el que hasta a los buitres les resultaría difícil darse un banquete. Iba a hacerlo, no por sensación de culpa, remordimiento o arrepentimiento, sino porque la India en harapos, la India supurante como un gusano, la India hambrienta, la India que se retorcía bajo la bota del conquistador, significaba más para él que todas las comodidades, oportunidades y ventajas de un país sin corazón como América. Como digo, era parsi, y su familia había sido rica en tiempos; al menos, había conocido una infancia feliz. Pero había otros hindúes que se habían criado en el bosque y en el campo, que habían vivido lo que a nosotros nos parecía una existencia animal. Cómo conseguían esos individuos oscuros y tímidos superar los asombrosos obstáculos a que se enfrentaban día tras día sigue siendo misterioso para mí aun hoy. El caso es que con ellos viajé por los caminos que conducen de la aldea al pueblo y del pueblo a la ciudad; con ellos escuché las canciones de gente sencilla, los cuentos de hombres de edad avanzada, las oraciones de los devotos, las advertencias de los guras, las leyendas de los narradores, la música de los intérpretes callejeros, los gemidos de las plañideras. Por sus ojos vi la desolación descargada sobre un gran pueblo. Pero también vi que hay cualidades que sobreviven a la mayor desolación. En sus rostros, mientras relataban sus experiencias, vi reflejadas la gentileza, la humanidad, la reverencia, la devoción, la fe, la veracidad y la integridad de esos millones de personas cuyo destino nos confunde, perturba e inquieta. Mueren como moscas y vuelven a nacer; crecen y se multiplican; ofrecen rezos y sacrificios, no se resisten, y, sin embargo, ningún demonio extranjero puede erradicarlos del suelo que alimentan con sus agotados cadáveres. Son de todas las clases, de todas las condiciones, de todos los matices, de todas las lenguas, de todos los cultos; crecen como hierbas y como hierbas se ven pisoteados. Alzar el telón y ver aun el más diminuto segmento de ese hervidero de vida deja la mente aturdida de incertidumbre. Unos son como gemas sin tallas, otros como flores exóticas, otros como monumentos, otros como imágenes deslumbrantes de lo divino, otros como mentes incorpóreas, otros como verduras podridas: codo con codo se mueven en un gentío incesante y confuso.

En medio de esas reflexiones, Kronski me recordó en voz alta que se había encontrado con Sheldon. «Quería venir a visitarte, el muy idiota, pero le he disuadido… creo que quería prestarte algo de dinero».

¡El loco de Sheldon! Era curioso que hubiese yo pensado en él al volver a casa. Dinero, sí… yo había tenido la corazonada de que Sheldon me volvería a prestar dinero. No tenía ni idea de lo que le debía. Nunca pensé en devolvérselo… ni él en que lo hiciera. Yo cogía lo que me ofrecía, porque le hacía feliz. Estaba como una cabra, pero era astuto y taimado y, además, práctico. Se había pegado a mí como una sanguijuela, por alguna razón oscura que nunca intenté averiguar.

Lo que me fascinaba de Sheldon eran los gestos que hacía. Y los gorgoritos que soltaba al hablar. Era como si una mano invisible estuviese estrangulándolo.

Desde luego, había tenido experiencias terribles: en el sanguinario ghetto de Cracovia, donde se había criado. Había un incidente que nunca olvidaré: había ocurrido durante un pogrom justo antes de que escapara de Polonia. Había corrido a casa aterrorizado durante la matanza que estaba produciéndose en la calle y había encontrado la habitación llena de soldados. Su hermana, que estaba embarazada, yacía en el suelo, violada por un soldado tras otro. Su madre y su padre, con las manos atadas a la espalda, estaban obligados a presenciar aquel horrible espectáculo. Sheldon, completamente fuera de sí, se había arrojado contra los soldados y éstos lo habían derribado de un sablazo. Cuando volvió en sí, su madre y su padre estaban muertos; el cuerpo de su hermana yacía desnudo a su lado, con el vientre abierto en canal y relleno de paja.

Íbamos caminando por Tompkins Square la noche que me contó esa historia por primera vez. (Posteriormente la repitió varias veces, siempre del mismo modo exactamente, hasta por las palabras que usaba. Y cada vez que lo hacía, se me ponían los pelos de punta y un escalofrío me bajaba por la espina dorsal). Pero aquella primera noche, al concluir la historia, observé que experimentaba un extraño cambio. Estaba haciendo esas muecas de que he hablado. Era como si intentara silbar y no pudiese. Sus ojos, que eran extraordinariamente pequeños, amarillentos, inflamados, encogieron hasta el tamaño de dos balines. Entre los párpados no se veía otra cosa que dos pupilas ardientes que me traspasaban. Cuando, cogiéndome del brazo y acercando su cara a la mía, empezó a emitir un sonido sofocado, gorjeante, que al final culminó en un ruido muy parecido al de un silbato, tuve la sensación más extraña. Sus emociones eran tan abrumadoras, que por unos minutos, sin dejar de agarrarme febrilmente ni de mantener su cara junto a la mía, no salió de su garganta sonido humano reconocible, nada que se pareciese ni remotamente a lo que llamamos lenguaje. Pero ¡qué lenguaje era, aquel frenesí gorjeante, sibilante, sofocado, chiflante! No podía apartar la cara, aunque quisiera; tampoco podía librarme de su garra, porque me tenía atenazado. Me pregunté cuánto iba a durar, y si lanzaría un puño hacia adelante. Pero ¡no!: cuando se hubo calmado, empezó a hablar con voz baja y serena, en el tono más desapasionado, de hecho, como si nada hubiera ocurrido. Habíamos reanudado el paso y nos dirigíamos hacia el otro extremo del parque. Estaba hablando de las joyas que se había tragado astutamente, del valor en que las habían tasado, del modo como centelleaban las esmeraldas y los rubíes, de lo económicamente que vivía, de las pólizas de seguros que vendía en sus ratos libres, y de otros hechos e incidentes sin relación aparente.

Me contaba esas cosas, como digo, en un tono de voz normalmente bajo, casi monótono, salvo que, una que otra vez, cuando llegaba al fin de la frase, alzaba la voz y acababa involuntariamente en una interrogación. Sin embargo, sus modales iban experimentando un cambio drástico, mientras hablaba. La mejor forma de explicarlo es decir que se estaba volviendo como un lince. Todo lo que estaba contando parecía dirigido hacia una presencia invisible. Al parecer, se limitaba a usarme a mí, como oyente, para hacer saber en forma disimulada e insinuante cosas que esa «otra» persona, presente pero invisible, podría interpretar a su modo. «Sheldon no es tonto», decía en ese lenguaje indirecto y ambiguo. «Sheldon no ha olvidado ciertas trampitas que le hicieron. Sheldon se comporta como un caballero ahora, muy comme il faut, pero no está dormido… no, Sheldon está siempre alerta. Sheldon puede hacerse el zorro, cuando lo necesita. Sheldon puede llevar ropa bonita, como cualquier hijo de vecino, y comportarse con la mayor cortesía. Sheldon es amable, siempre está dispuesto a prestar ayuda. Sheldon es bueno con los niños, hasta con los niños polacos. Sheldon no pide nada. Sheldon es muy tranquilo, muy sereno, se comporta muy bien… pero ¡¡¡atención!!!». Y entonces, para mi sorpresa, Sheldon silbaba… un silbido largo y claro, que era, no me cabe la menor duda, para avisar al invisible. ¡Atención al día! Estaba así de claro, su silbido. Atención, porque Sheldon está preparando algo superdiabólico, algo que el torpe cerebro de un polaco nunca podría hnagínar ni inventar. Sheldon no ha estado ocioso todos estos años…

Los préstamos de dinero se habían producido del modo más natural. Empezaron aquella noche tomando una taza de café. Como de costumbre, yo sólo tenía cinco o diez centavos en el bolsillo y, en consecuencia, me vi obligado a dejar pagar la cuenta a Sheldon. La idea del jefe de personal sin dinero para sus gastos era tan inconcebible para Sheldon, que por un momento temí que empeñara todas sus joyas.

«Con cinco dólares tendré bastante, Sheldon», dije, «si insistes en dejarme algo».

Una expresión de disgusto cubrió la cara de Sheldon. «¡Oh, oh, oh, no-O-O!», exclamó con voz chillona y áspera, que podía alzarse casi hasta el tono de un silbido. «Sheldon nunca dará cinco dólares, No-oo, señor Miller, ¡Sheldon dará cincuenta dólares!».

Y, por Dios, que, acto seguido, sacó efectivamente cincuenta dólares, en billetes de cinco y de uno. Volvió a adoptar su expresión de lince, con la mirada perdida en el horizonte, mientras me daba el dinero, y mascullando algo entre dientes sobre mostrar a alguien la clase de hombre que él, Sheldon, era.

«Pero, Sheldon, mañana estaré sin un céntimo», dije, haciendo una pausa para ver qué efecto producía aquello.

Sheldon sonrió: una sonrisa cautelosa, astuta, como si estuviera compartiendo un gran secreto conmigo.

«En ese caso, Sheldon le dará a usted otros cincuenta dólares mañana», dijo, emitiendo las palabras con un extraño efecto chirriante.

«No tengo idea de cuándo recibirás el dinero de vuelta», le dije entonces.

En respuesta a eso, Sheldon sacó del bolsillo tres libretas de banco grasientas. Los depósitos totalizaban más de dos mil dólares. De los bolsillos del chaleco extrajo unos cuantos anillos cuyas piedras brillaban como las auténticas.

«Esto no es nada», dijo. «Sheldon no ha contado todo».

Ése fue el comienzo de nuestra relación, una relación bastante extraña para el jefe de personal de una corporación cosmocócica. A veces me preguntaba si otros jefes de personal gozaban de esas ventajas. Cuando me encontraba con ellos ocasionalmente en almuerzos, me sentía más muchacho repartidor que jefe de personal. Nunca pude hacer acopio de la dignidad y el engreimiento en que ellos parecían envueltos perpetuamente. Nunca parecían mirarme a los ojos, cuando hablaba, sino siempre mis arrugados pantalones, mis gastados zapatos, mi camisa rota y manchada o los agujeros de mi sombrero. Si les contaba una pequeña historia inocente, hacían tantas alharacas, que me ponían violento. Por ejemplo, se sintieron tremendamente impresionados, cuando les hablé de determinado repartidor de la oficina de Broad Street que, mientras esperaba a que lo llamaran, leía a Dante, a Homero y a Santo Tomás de Aquino en el original. No esperaron a oír que en tiempos había sido catedrático en una universidad de Bolonia, que había intentado suicidarse porque había perdido a su mujer y a tres hijos en un accidente de ferrocarril, que había perdido la memoria y había llegado a América con el pasaporte de otro hombre, y que hasta después de haber estado trabajando seis meses de repartidor no había recobrado su identidad. Cosas como que el trabajo le pareciera agradable, que prefiriese seguir siendo repartidor, que deseara permanecer en el anonimato, les habrían parecido demasiado fantásticas para sus oídos. Lo único que eran capaces de captar y lo único de lo que eran capaces de maravillarse era de que un «repartidor», en uniforme, pudiera leer a los clásicos en la lengua original. De vez en cuando les pedía prestados diez dólares, después de relatar uno de esos incidentes divertidos, sin la menor intención de devolvérselos, naturalmente. Me sentía obligado a sacarles un pequeño recuerdo… por mis servicios de animador. ¡Y a qué titubeos y vacilaciones recurrían antes de aflojar aquellas cantidades insignificantes! ¡Qué contraste con los fáciles sablazos que daba entre los «simplones» repartidores!

Las reflexiones de esa clase siempre me excitaban en extremo. Diez minutos de ensueño introspectivo y me moría por escribir un libro. Pensaba en Mona. Aunque sólo fuera por ella, debía empezar. ¿Y dónde empezaría? ¿En aquella habitación que era como el vestíbulo de un manicomio? ¿Empezar con Kronski mirándome por encima del hombro?

En algún sitio había leído recientemente algo sobre una ciudad abandonada de Birmania, la antigua capital de una región en que, en el radio de ciento cincuenta kilómetros, florecieron en otra época ocho mil templos prósperos. Ahora toda la región estaba deshabitada, lo había estado durante mil años o más. Sólo podían encontrarse entre los templos vacíos unos cuantos sacerdotes solitarios, probablemente medio locos. Serpientes y murciélagos y lechuzas infestaban los sagrados edificios; por la noche los chacales aullaban entre las ruinas.

¿Por qué había de causarme aquel cuadro de desolación una depresión tan penosa? ¿Por qué habían despertado semejante angustia ocho mil templos vacíos y en ruinas? La gente muere, las razas desaparecen, las religiones se desvanecen: entra dentro del orden de cosas. Pero que algo bello permaneciera, y no pudiese afectamos, atraemos, era un enigma que me acongojaba. ¡Pues aún no había empezado a construir! En mi mente veía mis propios templos en ruinas antes siquiera de que se hubiese puesto un ladrillo encima de otro. De forma extraña, yo y los repartidores simplones que me iban a ayudar merodeábamos por los lugares abandonados del espíritu como los chacales que aullaban por la noche. Errábamos entre las paredes de un edificio etéreo, una estupa de sueño, que sería abandonado antes de que adoptara forma terrenal. En Birmania el invasor había sido responsable de echar por tierra el espíritu del hombre. Había ocurrido una y mil veces en la historia del hombre y era explicable. Pero ¿qué nos impedía a nosotros, los soñadores de este continente, dar forma y sustancia a nuestros edificios fabulosos? La raza de los arquitectos visionarios podía considerarse extinta, para los efectos. El genio del hombre se había visto canalizado y dirigido por otros cauces. Así decían. Yo no podía aceptarlo. He mirado las piedras por separado, las vigas maestras, los pórticos, las ventanas que hasta en los edificios son como los ojos del alma; los he mirado como he mirado páginas por separado de estos libros, y he visto una arquitectura que da forma a las vidas de nuestro pueblo, ya sea en libro, en derecho, en piedra, en costumbres; veía que se creaba (vista primero en la mente) y después se objetivaba, recibía luz, aire y espacio, recibía objetivo y significado, recibía un ritmo que ascendía y descendía, un crecimiento de semilla a árbol cubierto de flores, un declinar de hoja y rama marchitas a semilla de nuevo, y un abono para alimentar a la semilla. Vi este continente como otros continentes antes y después: creaciones en todos los sentidos de la palabra, incluidas las propias catástrofes que harían olvidar su existencia…

Después de que Kronski y Ghompal se hubieran retirado, me sentí tan despierto, tan estimulado por los pensamientos que se disparaban en mi cabeza, que me sentí impulsado a ir a dar un largo paseo. Mientras me ponía la ropa, me miré al espejo. Hice la mueca del silbido de Sheldon y me felicité por mi capacidad para la mímica. Tiempo atrás había pensado que podría ser un buen payaso. En la escuela había un chaval que parecía mi hermano gemelo; éramos muy amigos y más adelante, cuando habíamos salido de la escuela, formamos un club de doce miembros que llamamos la Sociedad Jerjes. Nosotros dos teníamos toda la iniciativa: los otros eran simplemente escoria y peso muerto. Por desesperación a veces George Marshall y yo actuábamos para los otros, payasadas improvisadas que hacían desternillarse de risa a los otros. Posteriormente solía considerar que esos momentos tenían carácter completamente trágico. La dependencia de los demás era patética realmente: era un sabor anticipado de la inercia y apatía generales con que iba a chocar toda mi vida. Pensando en George Marshall empecé a hacer más muecas; las hice tan bien, que empecé a asustarme de mí mismo. Pues de repente recordé el día en que por primera vez en mi vida me miré al espejo y me di cuenta de que estaba mirando a un extraño. Era después de haber ido al teatro con George Marshall y MacGregor. George Marshall había dicho algo aquella noche que me perturbó profundamente. Me enfadé con él por su estupidez, pero no podía negar que había puesto el dedo en la llaga. Había dicho algo que me hizo comprender que nuestra fraternidad había acabado, que en realidad íbamos a ser enemigos en adelante. Y tenía razón, a pesar de que las razones que había aducido eran falsas. Desde aquel día empecé a ridiculizar a mi amigo del alma George Marshall. Quería ser lo contrario de él en todos los sentidos. Fue como la división de un cromosoma.

George Marshall permaneció en el mundo, siguió con él, continuó siendo de él; echó raíces y creció como un árbol, y no había duda de que había encontrado su lugar y con él cierto grado de felicidad relativamente plena. Pero, al mirar en el espejo aquella noche y repudiar mi propia imagen, supe que lo que George Marshall había predicho de mi futuro sólo era correcto superficialmente. George Marshall nunca me había entendido de verdad; en cuanto sospechó que yo era diferente, renunció a mí.

Seguía mirándome, mientras esos recuerdos me pasaban por la cabeza. La cara se me había vuelto triste y pensativa. Ya no estaba mirando mi imagen, sino la imagen de un recuerdo de mí mismo en otro momento: cuando estaba sentado en un porche, escuchando a un «muchacho» hindú llamado Tawde. También Tawde había dicho algo aquella noche que me había causado una profunda conmoción. Pero Tawde lo había dicho como amigo. Me tenía cogida la mano, como hacen los hindúes. Un transeúnte que nos hubiera mirado habría pensado que éramos dos enamorados. Tawde estaba intentando hacerme ver las cosas desde un ángulo distinto. Lo que le desconcertaba era que yo fuera «bueno en el fondo» y, sin embargo… estuviese haciendo sufrir a todos los que me rodeaban. Tawde quería que fuera fiel a mí mismo, a ese yo que él reconocía y aceptaba como mi yo «auténtico». No parecía tener conciencia de la complejidad de mi naturaleza, o, en caso de tenerla, no le atribuía importancia. No entendía por qué había yo de estar insatisfecho con mi posición en la vida, sobre todo cuando estaba haciendo tanto bien. Para él era inconcebible que pudiese uno estar tan asqueado de ser un mero instrumento del bien. No comprendía que yo sólo era un instrumento ciego, que me limitaba a obedecer la ley de la inercia, y que detestaba la inercia, aun cuando significara ser bueno.

Aquella noche me separé de Tawde presa de la desesperación. Aborrecía la idea de verme rodeado de estúpidos que me cogían de la mano y me consolaban para mantenerme encadenado. A medida que me alejaba más de él, una alegría siniestra se apoderaba de mí; en lugar de irme a casa, me dirigí instintivamente a la habitación amueblada donde vivía la camarera con la que mantenía entonces una relación romántica. Salió a abrirme en camisón y me pidió no subir arriba con ella por la hora que era. Entramos al vestíbulo, y nos quedamos al calorcito apoyados en el radiador. Al cabo de unos minutos me la había sacado y estaba dándole al asunto como mejor podía en aquella posición forzada. Ella temblaba de miedo y placer. Después de acabar, me reprochó que fuera tan desconsiderado. «¿Por qué haces estas cosas?», me susurró, apretándose contra mí. Me fui corriendo y la dejé parada al pie de la escalera con expresión perpleja. Mientras corría por la calle, una frase se repetía una y otra vez en mi interior: «¿Cuál es el yo auténtico?».

Ésa era la frase que ahora me acompañaba, al correr por las mórbidas calles del Bronx. ¿Por qué corría? ¿Qué era lo que me hacía ir a aquella velocidad? Aminoré la marcha, como para dejar que el demonio me diera alcance…

Si insistes en enfocar tus impulsos, acabas convirtiéndote en un coágulo de flemas. Finalmente, sueltas un gargajo que te deja completamente seco y hasta años después no comprendes que no era un gargajo, sino tu yo interior. Si pierdes eso, correrás siempre por las calles oscuras como un loco perseguido por fantasmas. Siempre podrás decir con absoluta sinceridad: «No sé qué quiero hacer en la vida». Puedes pasar de cabo a rabo por el filamento de la vida y salir por el extremo que no debes del telescopio, viendo que todo te supera, que está fuera de tu alcance y diabólicamente retorcido. En adelante, todo está perdido. Cualquiera que sea la dirección que tomes, te encontrarás en un salón de espejos; correrás como un loco en busca de una salida, para descubrir simplemente que lo único que te rodea son imágenes deformadas de tu propio y querido yo.

Lo que más me desagradaba de George Marshall, de Kronski, de Tawde y de las multitudes incalculables que representaban era su seriedad superficial. La auténtica persona seria es alegre, casi despreocupada. Yo despreciaba a las personas que, por carecer de firmeza de carácter propia, se hacían cargo de los problemas del mundo. El hombre que siempre está inquieto por la condición de la humanidad o bien no tiene problemas propios o bien se ha negado a afrontarlos. Hablo de la gran mayoría, no de la ínfima minoría de emancipados que, por haber ido hasta la raíz de las cosas, gozan del privilegio de identificarse con toda la humanidad, con lo que disfrutan el mayor de los lujos: el servicio.

Había otra cosa en la que no creía en absoluto: el trabajo. El trabajo, me parecía aun en el umbral de la vida, es una actividad reservada para los estúpidos. Es lo opuesto mismo de la creación, que es juego, y que precisamente por no tener otra raison d’être que sí misma es el supremo poder motivador en la vida. ¿Ha dicho alguien nunca que Dios creó el universo para proporcionarse trabajo a Sí mismo? Por una cadena de circunstancias que no tenían nada que ver con la razón ni con la inteligencia, me había vuelto como los demás: un esclavo del trabajo. Tenía la triste excusa de que con mis esfuerzos estaba manteniendo a una mujer y a una hija. Sabía que era una excusa floja, porque, si me cayera muerto, el día siguiente, seguirían viviendo de un modo u otro. Suspenderlo todo, y jugar a ser yo mismo, ¿por qué no? La parte de mí que estaba entregada al trabajo, que permitía a mi mujer y a mi hija vivir del modo que irreflexivamente pedían, esa parte de mí que mantenía la rueda girando —¡idea completamente fatua y egocéntrica!— era la parte inferior de mí. No daba nada al mundo desempeñando la función de sostén de la familia; el mundo me exigía su tributo y nada más.

El mundo no empezaría a recibir de mí algo de valor hasta que no dejara de ser un miembro serio de la sociedad y no me convirtiese en… mí mismo. El Estado, la nación, las naciones unidas del mundo, no eran sino un gran conjunto de individuos que repetían los errores de sus antepasados. Estaban cogidos en la rueda desde el nacimiento y seguían girando con ella hasta la muerte… e intentaban ennoblecer esa rutina llamándola «vida». Si pedías a alguien que explicara o definiese la vida, su finalidad, recibías por respuesta una mirada vacía. La vida era algo de que se ocupaban los filósofos en libros que nadie leía. Los que se encontraban en lo más reñido de la refriega de la vida, los «jamelgos aparejados», no tenían tiempo para esas cuestiones vanas. «Hay que comer, ¿no?». Esa pregunta, que se consideraba un expediente momentáneo, y que quienes sabían habían contestado, ya que no con una negativa absoluta, por lo menos con una negativa inquietantemente relativa, era una clave para todas las demás preguntas que seguían en sucesión euclideana. Por las pocas lecturas que había hecho yo, había observado que los hombres que estaban más en la vida, que estaban moldeando la vida, que eran la vida misma, comían poco, dormían poco, poseían poco o nada. No se hacían falsas ilusiones sobre el deber, o la perpetuación de los parientes, o la preservación del Estado. Les interesaba la verdad y sólo la verdad. Sólo reconocían un tipo de actividad: la creación. Nadie podía exigirles servicios, porque por su propia voluntad se habían empeñado en darlo todo. Daban gratuitamente, porque ése es el único modo de dar. Ésa era la forma de vida que me atraía: tenía profundo sentido. Era la vida… no el simulacro que adoraban quienes me rodeaban.

Yo había entendido todo esto… con la mente justo al salir de la adolescencia. Pero había que pasar por una gran comedia de la vida antes de que esa visión de la realidad pudiera llegar a ser la fuerza motivadora. El tremendo hambre de vida que los demás sentían en mí actuaba como un imán; atraía a quienes necesitaban mi tipo particular de hambre. El hambre aumentaba mil veces. Era como si los que se pegaban a mí (como empastes de hierro) quedaran sensibilizados y atrajesen a otros, a su vez. La sensación, al madurar, se convierte en experiencia y la experiencia engendra experiencia.

Lo que anhelaba en secreto era desenredarme de todas aquellas vidas que se habían entretejido en la trama de la mía y estaban convirtiendo mi destino en una parte del suyo. Para liberarme de esas experiencias que se acumulaban y que eran mías sólo por la fuerza de la inercia necesitaba un esfuerzo violento. De vez en cuando me tiraba contra la red para desgarrarla, pero lo único que conseguía era quedar más enredado. Mi liberación parecía entrañar dolor y sufrimiento para mis seres próximos y queridos. Cada iniciativa que tomaba por mi bien particular originaba reproches y condenas. Más de mil veces se me consideró traidor. Había perdido hasta el derecho a caer enfermo… porque «ellos» me necesitaban. No se me permitía permanecer inactivo. Si me hubiera muerto, habrían galvanizado mi cadáver para darle apariencia de vida.

«Me paré ante un espejo y dije temerosamente: “Quiero ver qué aspecto tengo en el espejo con los ojos cerrados”».

Estas palabras de Richter, cuando las leí por primera vez, me produjeron una conmoción indescriptible. Como también éstas de Novalis, que parecen casi un corolario de las anteriores:

«El asiento del alma es donde el mundo interior y el exterior se tocan. Pues nadie se conoce a sí mismo, si sólo es él mismo y no otro al mismo tiempo».

«Tomar posesión del yo trascendental propio, ser el yo del yo propio», como también lo expresó Novalis.

Hay una época en que las ideas te tiranizan, en que eres sencillamente una víctima desventurada de los pensamientos de otro. Esa «posesión» por parte de otro parece producirse en períodos de despersonalización, cuando los yoes en guerra se despegan, por decirlo así. Normalmente, eres impermeable a las ideas; vienen y van, las aceptas o las rechazas, te las pones como camisas, te las quitas como calcetines sucios. Pero en los períodos que llamamos crisis, cuando la mente se rompe y se astilla como un diamante bajo los golpes de una almádena, esas ideas inocentes de un soñador hacen presa, se alojan en las hendiduras del cerebro, y en virtud de un sutil proceso de infiltración provocan una alteración precisa e irrevocable de la personalidad. Exteriormente no se produce ningún gran cambio importante; el individuo afectado no actúa de forma diferente; al contrario, puede que actúe de modo más «formal» que antes. Esa aparente normalidad adquiere cada vez más el carácter de un artificio protector. Del engaño superficial pasa al engaño interior. Sin embargo, con cada nueva crisis, advierte con mayor intensidad un cambio que no es un cambio, sino una intensificación de algo profundamente oculto dentro. Entonces, cuando cierra los ojos, puede verse de verdad a sí mismo. Ya no ve una máscara. Ve sin ver, para ser exactos. Visión sin vista, una aprehensión fluida de cosas intangibles: la fusión de vista y sonido: el corazón de la malla. Ahí brotan las personalidades distantes que eluden el crudo contacto de los sentidos; ahí las connotaciones del reconocimiento se superponen mutua y discretamente en armonías brillantes y vibrantes. No se utiliza lenguaje, no se delinean contornos.

Cuando un barco se hunde, se va al fondo despacio; los palos, los mástiles, las jarcias siguen flotando. En el fondo mortal del océano el casco sangrante se adorna con joyas; comienza despiadadamente la vida anatómica. Lo que era barco se convierte en lo indestructible sin nombre.

Como los barcos, los hombres zozobran una y otra vez. Sólo el recuerdo los salva de la dispersión completa. Los poetas dejan escapar puntos en el telar, clavos ardiendo a los que se agarran los hombres que están ahogándose, mientras se hunden en la extinción. Fantasmas vuelven a subir por escaleras de agua, hacen subidas imaginarias, tienen caídas vertiginosas, aprenden de memoria números, acontecimientos, al pasar de gas a líquido y a gas otra vez. No hay cerebro capaz de registrar los cambiantes cambios. Nada ocurre en el cerebro, excepto la oxidación y el desgaste graduales de las células. Pero en la mente, mundos sin clasificar, sin denominar, sin asimilar, se forman, se dispersan, se unen, se disuelven y armonizan sin cesar. En el mundo de la mente, las ideas son los elementos indestructibles que forman las constelaciones engalanadas de la vida interior. Nos movemos dentro de sus órbitas, con libertad si seguimos sus intrincadas configuraciones; esclavizados o poseídos, si intentamos subyugarlas. Todo lo exterior no es sino un reflejo proyectado por la máquina mental.

La creación es el juego eterno que se produce en la frontera; es espontánea y compulsiva, obedece a una ley. Te apartas del espejo y se alza el telón. Séance permanente. Sólo los locos están excluidos. Sólo los que «han perdido la razón», como solemos decir. Pues éstos nunca cesan de soñar que están soñando. Se pararon ante el espejo con los ojos abiertos y se quedaron profundamente dormidos; encerraron su sombra en la tumba de la memoria. En ellos las estrellas se desintegran para formar lo que Hugo llamó «una cegadora casa de fieras soles que, por amor, se convierten en los perros de aguas y los terranovas de la inmensidad».

¡La vida creativa! Ascensión. Pasar más allá de uno mismo. Subir al cielo como una exhalación, asiéndose a escaleras volantes, ascender, remontarse, alzar el mundo por los pelos, despertar a los ángeles en sus guaridas etéreas, ahogarse en profundidades estelares, agarrarse a las colas de los cometas. Nietzsche había escrito sobre ella extáticamente… y después cayó desvanecido en el espejo para morir en raíz y en flor. «Escaleras y escaleras contradictorias», escribió, y después y de repente no había ya fondo; la mente, como un diamante astillado, fue pulverizado por los martillazos de la verdad.

Hubo una época en que hice de custodio de mi padre. Me dejaban solo por largas horas, encerrado en el cuchitril que usábamos de oficina. Mientras él bebía con sus amiguetes, yo me alimentaba con el biberón de la vida creativa. Mis compañeros eran los espíritus libres, los señores del alma. El joven sentado allí, a la luz escasa y amarilla, se desquiciaba completamente; vivía en las hendiduras de los grandes pensamientos, encogido como un eremita en los yermos pliegues de una alta cordillera. De la verdad pasaba a la imaginación y de la imaginación a la invención. En este último portal, del que no se regresa, lo asediaba el miedo. Aventurarse más allá era errar solo, depender totalmente de sí mismo.

El objeto de la disciplina es fomentar la libertad. Pero la libertad conduce al infinito y el infinito es aterrador. Entonces surgió la idea consoladora de detenerse al borde, de poner en palabras los misterios de la impulsión, la compulsión, la propulsión, de bañar los sentidos en olores humanos. Llegar a ser enteramente humano, la encarnación del demonio compasivo, el cerrajero de la gran puerta que conduce al más allá y más lejos, y para siempre aislado…

Los hombres zozobran como los barcos. Los niños, también. Hay niños que se van al fondo a la edad de nueve años, llevándose consigo el secreto de su traición. Hay monstruos pérfidos que te miran con los ojos inocentes y en blanco de la juventud; sus crímenes no figuran en ningún registro, porque no tenemos nombres para ellos.

¿Por qué nos obsesionan así las caras bellas? ¿Es que las flores extraordinarias tienen raíces malignas?

De nada servía que la estudiara trocito a trocito, pies, manos, cabellos, labios, orejas, pechos, que la recorriese del ombligo a la boca y de la boca a los ojos, la mujer a la que embestía, arañaba, mordía, asfixiaba a besos, la mujer que había sido Mara y ahora era Mona, que había sido y sería otros nombres, otras personas, otras combinaciones de pertenencias, no era más accesible, ni penetrable, que una fría estatua en un jardín olvidado de un continente perdido. A los nueve años o antes, con un revólver que estaba destinado a no disparar nunca, podría haber apretado un gatillo vacilante y haber caído como un cisne muerto de las alturas de su sueño. Podría haber sido así perfectamente, pues en la carne estaba dispersa, en la mente era como polvo arrastrado de acá para allá. En su corazón doblaba una campana, pero nadie sabía lo que significaba. Su imagen no correspondía a nada que yo me hubiese forjado en el corazón. Ella la había impuesto, la había introducido a hurtadillas como la gasa más fina entre las hendiduras del cerebro en un momento de lesión. Y, cuando se cerró la herida, había quedado la marca, como una frágil hoja dibujada en una piedra.

Noches obsesivas en que, henchido de creación, no veía sino sus ojos y en ellos, alzándose como charcos de lava burbujeante, fantasmas subían a la superficie, se esfumaban, se desvanecían, reaparecían, aportando espanto, aprensión, miedo, misterio. Un ser constantemente perseguido, una flor oculta cuyo perfume nunca captaban los sabuesos. Tras los fantasmas, escudriñando a través de la maleza de la jungla, se hallaba una tímida niña que parecía ofrecerse lasciva. Después la zambullida del cisne, lenta, como en las películas, y copos de nieve cayendo con el cuerpo que caía, y después fantasmas y más fantasmas, los ojos volviéndose ojos de nuevo, ardiendo como lignito, luego brillando como ascuas, después suaves como flores; luego nariz, boca, mejillas, orejas asomando por entre el caos, pesados como la luna, una máscara que se desplegaba, carne que adquiría forma, faz, facciones.

Noche tras noche, de las palabras a los sueños, a la carne, a los fantasmas. Posesión y desposesión. Las flores de la luna, las robustas palmas de la vegetación de la selva, el aullido de los sabuesos, el frágil cuerpo blanco de una niña, las burbujas de lava, el rallentando de los copos de nieve, el pozo sin fondo en que el humo florece y se convierte en carne. ¿Y qué es la carne sino luna? ¿Y qué es la luna sino noche? La noche es anhelo, anhelo, anhelo, más de lo soportable.

«¡Piensa en nosotros!», dijo aquella noche, cuando se volvió y subió las escaleras volando. Y era como si yo no pudiese pensar en ninguna otra cosa. Nosotros dos y las escaleras elevándose infinitamente. Y después «escaleras contradictorias»; las escaleras de la oficina de mi padre, las escaleras que conducen al crimen, a la locura, a las puertas de la invención. ¿Cómo iba a poder pensar en ninguna otra cosa?

Creación. Crear la leyenda en que pudiera colocar la llave que abriese su alma.

Una mujer que intentaba confiar su secreto. Una mujer desesperada, que mediante el amor intentaba unirse consigo misma. Ante la inmensidad del misterio te encuentras como un ciempiés que siente deslizarse el suelo bajo sus pies. Cada puerta que se abre conduce a un vacío mayor. Hay que flotar como una estrella en el océano sin estelas del tiempo. Hay que tener la paciencia del radio enterrado bajo un pico del Himalaya.

Ahora hace unos veinte años que inicié el estudio del alma fotogénica; en ese tiempo he realizado centenares de experimentos. El resultado es que sé un poco más… sobre mí mismo. Creo que debe ocurrir lo mismo en gran medida con los dirigentes o con el genio militar. No se descubre nada sobre los secretos del universo; en el mejor de los casos se aprende algo sobre la naturaleza del destino.

Al principio quieres enfocar los problemas directamente. Cuanto más directo e insistente el enfoque, más rápida y seguramente consigues quedar atrapado en la red. Nadie está más desamparado que el individuo heroico. Y nadie puede provocar más tragedia y confusión que esa clase de persona. Blandiendo su espada sobre el nudo gordiano, promete rápida liberación. Ilusión engañosa que acaba en un océano de sangre.

El artista creativo tiene algo en común con el héroe. Aunque funciona en otro plano, también él cree que tiene soluciones que ofrecer. Da su vida para conseguir triunfos imaginarios. A la conclusión de cualquier gran experimento, ya se deba a un estadista, un guerrero, un poeta o un filósofo, los problemas de la vida presentan el mismo carácter enigmático. Según dicen, los pueblos más felices son los que no tienen historia. Los que tienen historia, los que han hecho la historia, parecen haberse limitado a acentuar mediante sus realizaciones el carácter eterno de la lucha. Éstos también desaparecen, tarde o temprano, igual que los que no hicieron esfuerzos, los que se contentaron con vivir y gozar.

Se suele creer que el individuo creativo (al luchar con su medio) experimenta un gozo que equilibra, si es que no sobrepasa, el dolor y la angustia que acompañan al esfuerzo por expresarse. Según decimos, vive en su obra. Pero ese tipo de vida excepcional varía extraordinariamente según el individuo. Sólo en la medida en que es consciente de más vida, de vida abundante, podemos decir que vive en su obra. Si no hay comprensión, no hay objeto ni ventaja en substituir la vida puramente aventurera de la realidad por la vida imaginativa. Todo aquel que se alza por encima de las actividades de la rutina diaria lo hace no sólo con la esperanza de ensanchar su campo de experiencia, o incluso de enriquecerla, sino también de acelerarla. Sólo en ese sentido tiene significado, por poco que sea, la lucha. Si se acepta esa concepción, la distinción entre fracaso y éxito es nula. Y eso es lo que todos los grandes artistas acaban aprendiendo por el camino: que el proceso en que intervienen tiene que ver con otra dimensión de la vida, que al identificarse con ese proceso aumenta la vida. En esa visión de las cosas se ve alejado —y protegido— permanentemente de la insidiosa muerte que parece triunfar por todos lados a su alrededor. Adivina que nunca aprehenderá el gran secreto, sino que lo incorporará a su propia sustancia. Tiene que convertirse en parte del misterio, vivir en él, además de con él. La aceptación es la solución: es un arte, no una actuación egotista por parte del intelecto. Así pues, gracias al arte establece por fin contacto con la realidad: ése es el gran descubrimiento. En él todo es juego e invención; no hay apoyo sólido desde el que lanzar los proyectiles que traspasarán la miasma de la locura, la ignorancia y la codicia. No hay que poner en orden el mundo: el mundo es el orden encarnado. A nosotros es a quienes corresponde ponemos en concordancia con ese orden, conocer cuál es el orden del mundo por oposición a los órdenes ilusorios que intentamos imponernos unos a otros. El poder que anhelamos poseer, para establecer lo bueno, lo verdadero y lo bello resultaría no ser, si pudiéramos tenerlo, sino el medio de destruirnos unos a otros. Es una suerte que carezcamos de poder. Primero tenemos que adquirir visión, después disciplina y paciencia. Hasta que no tengamos humildad para reconocer la existencia de una visión que supera a la nuestra, hasta que no tengamos fe y confianza en poderes superiores, el ciego tendrá que guiar al ciego. Los hombres que creen que con trabajo e inteligencia todo se consigue han de verse engañados incluso por el quijótico e inesperado cariz de los acontecimientos. Son los que están perpetuamente decepcionados; al no poder ya culpar a los dioses, o a Dios, se vuelven contra sus semejantes y dan rienda suelta a su rabia impotente gritando: «¡Traición! ¡Estupidez!», y otros términos huecos.

La gran alegría del artista es llegar a ser consciente de un orden de cosas superior, reconocer mediante la manipulación compulsiva y espontánea de sus propios impulsos el parecido entre la creación humana y lo que se llama creación «divina». En las obras de fantasía la existencia de la ley que se manifiesta a través del orden es todavía más patente que en otras obras de arte. Nada es menos demencial, menos caótico, que una obra de fantasía. Semejante creación, que es nada menos que pura invención, satura todos los niveles, creando, como el agua, su propio nivel. Las continuas interpretaciones que se ofrecen no hacen otra aportación que la de intensificar el significado de lo que aparentemente es ininteligible. En cierto modo esa ininteligibilidad tiene un sentido profundo. Todo el mundo se ve afectado, incluidos aquellos que fingen no verse afectados. En las obras de fantasía hay algo presente que sólo puede compararse con un elixir. Ese elemento misterioso, calificado a veces de «puro disparate», aporta el sabor y el aroma de ese mundo más amplio e impenetrable en que nosotros y todos los cuerpos celestes tenemos nuestro ser. El término «disparate» es una de las palabras más desconcertantes de nuestro vocabulario. Sólo tiene carácter negativo, como la muerte. Nadie puede explicar un disparate: sólo puede demostrarse. Además, añadir que sentido y disparate son intercambiables no es sino complicar el asunto inútilmente. El disparate pertenece a otros mundos, a otras dimensiones, y el gesto con que lo apartamos de nosotros a veces, la finalidad con que lo desechamos, atestigua su carácter inquietante. Todo lo que no podemos incluir dentro de nuestro estrecho marco de comprensión lo rechazamos. Así, podemos ver que la profundidad y el disparate presentan ciertas afinidades insospechadas.

¿Por qué no me lancé al puro disparate inmediatamente? Porque, como a otros, me asustaba. Y más profundo que eso era el hecho de que, lejos de situarme en un más allá, estuviera atrapado en el centro mismo de la red. Había sobrevivido en mi propia escuela destructiva de dadaísmo: había progresado, en caso de que ésa sea la palabra exacta, de estudioso a crítico y de crítico a alabardero. Mis experimentos literarios yacían en ruinas, como las ciudades de la antigüedad que eran saqueadas por los vándalos. Quería construir, pero los materiales no eran dignos de confianza y los planos no habían pasado a ser siquiera anteproyectos. Si la sustancia del arte es el alma humana, en ese caso debo confesar que con almas muertas no podía imaginar nada germinando bajo mi mano.

Verse atrapado en un exceso de episodios dramáticos, estar participando sin cesar, significa entre otras cosas que uno no es consciente de los contornos de ese drama mayor del que la actividad humana no es sino una pequeña parte. El acto de escribir pone fin a un tipo de actividad para dejar vía libre a otro. Cuando un monje, meditando piadosamente, camina despacio y en silencio por el vestíbulo de un templo y, al caminar así, pone en movimiento una rueda de oraciones tras otra, ofrece una ilustración viva del acto de sentarse a escribir. La mente del escritor, ya no preocupado de observar y conocer, vaga meditabunda por entre un mundo de formas que un simple roce de sus alas hace girar. No es un tirano que imponga su voluntad a los subyugados súbditos de su mal habido reino. Más que nada, es un explorador que llama a las adormecidas entidades de su sueño. El acto de soñar, como una corriente de aire fresco en una casa abandonada, sitúa el mobiliario de la mente en un ambiente nuevo. Las sillas y mesas colaboran; se emite una emanación, se inicia un juego.

Es inútil preguntar por el objeto del juego, por la relación que guarda con la vida. Lo mismo que preguntar al Creador: ¿por qué volcanes? ¿Por qué huracanes?, ya que es evidente que no aportan otra cosa que desastre. Pero, como los desastres sólo son desastrosos para quienes se ven sumidos en ellos, mientras que pueden ser reveladores para quienes sobrevivan y los estudien, lo mismo ocurre en el mundo creativo. El soñador que regresa de su viaje, si no zozobra en camino, puede y suele convertir la ruina de su tenue tejido en otro material. A un niño pinchar una burbuja puede no ofrecerle otra cosa que asombro y deleite. El estudioso de las ilusiones y los espejismos puede reaccionar de forma diferente. Un científico puede convertir en pura ilusión la riqueza emocional de un mundo de pensamientos. El mismo fenómeno que hace gritar al niño de deleite puede hacer nacer, en la mente de un experimentador serio, una visión deslumbrante de la verdad. En el artista esas relaciones en contraste parecen combinarse o fundirse para producir la última, la definitiva, el gran catalizador llamado comprensión. Ver, conocer, descubrir, gozar: esas facultades o poderes carecen de color y de vida sin la comprensión. El juego del artista consiste en pasar a la realidad. Consiste en ver más allá del mero «desastre» que la imagen de un campo de batalla perdida ofrece al ojo desnudo. Pues desde el comienzo de los tiempos la imagen que el mundo ha presentado al ojo humano desnudo apenas puede parecer sino otra cosa que un espantoso campo de batalla por causas perdidas. Ha sido y será así hasta que el hombre deje de considerarse mero centro de conflicto. Hasta que asuma la tarea de convertirse en el «yo» de su «yo».