Capítulo VIII

¡El Bronx! Nos habían prometido todo un ala de la casa: un ala de pavo, con plumas y carne de gallina y todo. La idea que tenía Kronski de un refugio.

Fue un período suicida que empezó con cucarachas y bocadillos de pastrami caliente y acabó à la Newburg en un cuchitril de Riverside Drive, donde la segunda señora Kronski comenzó su ingrata tarea de ilustrar un vasto apéndice ciclorámico a las demencias.

Por influencia de Kronski, Mara decidió cambiar de nombre otra vez: de Mara a Mona. Hubo otros cambios más importantes que también se originaron allí en el barrio del Bronx.

Habíamos llegado de noche al escondrijo del Dr. Onirifick. Había caído una ligera nevada y los cristales de colores del portal estaban cubiertos de un manto de blanco puro. Era exactamente el tipo de lugar que había imaginado escogería Kronski para nuestra «luna de miel». Hasta las cucarachas, que empezaron a escabullirse de un lado para otro tan pronto como encendimos las luces, parecían familiares… y prescritas. La mesa de billar, que se encontraba en un rincón de la habitación, parecía desconcertante al principio, pero cuando el hijo pequeño del Dr. Onirifick se abrió la bragueta como si tal cosa y empezó a hacer pis contra la pata de la mesa, todo pareció normal.

La puerta de la calle daba directamente a nuestra habitación, que estaba equipada con una mesa de billar, como digo, una gran cama de metal con edredón, un escritorio, un piano de cola, un caballito de madera, una chimenea, un espejo resquebrajado cubierto de cagaditas de mosca, dos escupideras y un sofá. En total había en nuestra habitación más de ocho ventanas. Dos de ellas tenían persianas que podían bajarse en sus dos terceras partes; las otras estaban absolutamente desnudas y festoneadas de telarañas. Era muy alegre. Nadie tocaba el timbre ni llamaba a la puerta; todo el mundo entraba sin avisar y andaba por allí como Pedro por su casa. Era «una habitación con vista» tanto hacia dentro como hacia fuera.

Allí empezamos nuestra vida en común. ¡Un estreno con buenos auspicios! Lo único que faltaba era una pila en que pudiéramos orinar con acompañamiento de agua corriente. También un arpa habría venido bien, sobre todo en las chistosas ocasiones en que los miembros de la familia del Dr. Onirifick, cansados de estar sentados en el lavadero del piso de abajo subían naneando a nuestra habitación como alcas y pingüinos y nos miraban en absoluto silencio, mientras comíamos o nos bañábamos o hacíamos el amor o nos quitábamos los piojos de la cabeza mutuamente. Nunca supimos qué lengua hablaban. Eran mudos como un reno y nada podía asustarlos ni asombrarlos, ni siquiera la visión de un feto asqueroso.

El Dr. Onirifick estaba siempre muy ocupado. Las enfermedades de los niños eran su especialidad, pero los únicos niños que vimos durante nuestra estancia fueron los embriones que cortaba en pedacitos y tiraba por los desagües. Tenía tres hijos. Los tres eran superdotados, razón por la cual les permitían comportarse como se les antojara. El más pequeño, de unos cinco años y ya un fenómeno en álgebra, iba camino claramente de convertirse en pirómano, además de en supermatemático. Ya había prendido fuego a la casa dos veces. Su última hazaña reveló una inclinación mental más ingeniosa: consistió en prender fuego a un coche de niño con una tierna criatura dentro y después empujarlo cuesta abajo hacia una calle congestionada de tráfico.

Sí, un lugar alegre para empezar una nueva vida. Allí estaba también Ghompal, un exrepartidor a quien Kronski había salvado de la Compañía de Telégrafos Cosmodemónica, cuando esa institución empezó a eliminar a sus empleados no caucásicos. Ghompal, que era de raza drávida y oscuro como el pecado, había sido uno de los primeros que habían despedido. Era una persona delicada, extraordinariamente modesta, humilde, leal y sacrificada… de modo casi penoso. El Dr. Onirifick le hizo un sitio gustoso en su vasta casa… como a un deshollinador ensalzado. Dónde comiera o durmiese Ghompal era un misterio. Se movía por la casa sin hacer ruido mientras realizaba sus tareas, y se retiraba cuando lo consideraba necesario, con la celeridad de un fantasma. Kronski se enorgullecía de haber rescatado en la persona de aquel paria a un erudito de primera. «Está escribiendo una historia del mundo», nos decía solemnemente. Omitía mencionar que, además de sus tareas de secretario, enfermero, camarero, lavaplatos y chico de los recados, Ghompal alimentaba el horno, sacaba las cenizas, quitaba la nieve con una pala, empapelaba las paredes y pintaba las habitaciones de los huéspedes.

Nadie intentaba hacer frente al problema de las cucarachas. Había millones de ellas escondidas tras las molduras, el enmaderado, el empapelado de la pared. Bastaba con encender la luz para que salieran en doble, triple fila, columna tras columna, de las paredes, del techo, del suelo, de las grietas, de las hendiduras: verdaderos ejércitos desfilando, desplegándose, maniobrando, como si obedecieran las órdenes de una supercucaracha sargento. Al principio era repugnante, después nauseabundo, y, al final, como con los demás fenómenos extraños e inquietantes que distinguían la casa del Dr. Onirifick, todos y cada uno aceptábamos su presencia entre nosotros como algo inevitable.

El piano estaba completamente desafinado. La esposa de Kronski, una persona tímida como un ratón, cuya boca parecía torcida en una perpetua sonrisa de disculpa, solía sentarse a practicar las escalas en ese instrumento, sin oír, al parecer, las horribles disonancias que producían sus ágiles dedos. Oírla tocar «La Barcarola», por ejemplo, era un suplicio. Parecía no oír las desabridas notas, los acordes disonantes; tocaba con expresión de absoluta serenidad, con el alma embelesada, con los sentidos adormecidos y hechizados. Era una compostura maliciosa que no engañaba a nadie, ni siquiera a ella misma, pues en el momento en que sus dedos cesaban de pasearse por las teclas, volvía a ser lo que era en realidad: una tía despreciable, mezquina, maliciosa y malévola.

Era curioso ver cómo afirmaba Kronski haber encontrado una joya en aquella segunda esposa. Habría sido patético, por no decir trágico, si no hubiera sido él una figura tan ridícula. Hacía cabriolas alrededor de ella como una marsopa intentando parecerse a un duende. Las pullas de ella sólo servían para galvanizar la pesada y torpe figura en que se ocultaba un alma sensible. Se retorcía y contorsionaba como un delfín herido, con la saliva cayéndole de la boca y el sudor brotándole de la frente e inundándole los ojos ya demasiado líquidos. Era una horrible charada lo que nos ofrecía en esas ocasiones; aunque te inspiraba lástima, tenías que reírte, reírte hasta que se te saltaban las lágrimas.

Si Curley estaba presente, se volvía contra él ferozmente, en medio de sus payasadas, y daba rienda suelta a su mal humor. Sentía una aversión hacia Curley que era inexplicable. Ya fuera envidia o celos lo que provocase aquellas iras incontrolables, fuera lo que fuese, en esos momentos Kronski actuaba como un hombre poseído. Como un enorme gato, daba vueltas en tomo al pobre Curley, burlándose de él, provocándolo, pinchándolo con reproches, calumnias, insultos, hasta llegar a echar espuma por la boca efectivamente.

«¿Por qué no haces o dices algo?», decía despectivamente. «¡Saca los puños! ¿Por qué no me das un golpe? Mucho hablar, pero luego nada, ¿eh? Eres un gusano, un mierda, un pobre diablo».

Curley lo miraba de reojo con una sonrisa desdeñosa, sin decir palabra, pero sereno y listo para golpear, en caso de que Kronski perdiera el control completamente.

Nadie entendía por qué se producían esas escenas desagradables. Sobre todo Ghompal. Evidentemente, nunca había presenciado situaciones semejantes en su tierra natal. Lo dejaban dolido, herido, escandalizado. Kronski lo sentía agudamente y se despreciaba a sí mismo más todavía de lo que despreciaba a Curley. Cuanto más bajo caía en la estima de Ghompal, mayores eran sus esfuerzos para congraciarse con el hindú.

«Ése sí que es una persona excelente», decía. «Haría cualquier cosa por Ghompal: cualquier cosa».

Podría haber hecho muchas cosas para aliviar las cargas de éste, pero Kronski daba la impresión de que, cuando llegara el momento, haría algo magnífico. Hasta entonces, nada que no fuera eso lo satisfaría. Detestaba ver a alguien echando una mano a Ghompal. «¿Qué? Intentando salvar la conciencia, ¿eh?», refunfuñaba. «¿Por qué no lo rodeas con los brazos y lo besas? Tienes miedo a contagiarte, ¿no es eso?».

En cierta ocasión, nada más que para molestarlo, hice eso exactamente. Me acerqué a Ghompal y, rodeándolo con los brazos, lo besé en la frente. Kronski nos miró avergonzado. Todo el mundo sabía que Ghompal tenía sífilis.

Naturalmente, no hay que olvidar al propio Dr. Onirifick, más que ser humano presencia que se dejaba sentir por toda la casa. ¿Qué sucedía en ese despacho suyo del segundo piso? Ninguno de nosotros lo sabía de verdad. Kronski, a su modo complicado, melodramático, daba descripciones crudas e imaginativas de abortos y seducciones, rompecabezas sangrientos que sólo un monstruo podría armar. En las pocas ocasiones en que nos vimos, el Dr. Onirifick me causó la impresión de no ser sino una persona apacible y de buen corazón, con cultura superficial y profundo interés por la música. Sólo por unos minutos lo vi perder la calma, y con toda razón. Yo había estado leyendo un libro de Hilaire Belloc que trataba de la persecución de los judíos a lo largo de los siglos. La simple mención de ese libro fue como agitar una bandera roja delante de él e inmediatamente lamenté mi metedura de pata. Diabólicamente, Kronski intentó agrandar la brecha. «¿Por qué albergamos esta culebra en la hierba?», parecía decir, arqueando las cejas y crispándose y retorciéndose a su modo habitual. Sin embargo, el Dr. Onirifick lo pasó por alto tratándome como si fuera simplemente otro idiota crédulo que se había dejado prendar por la astuta casuística de una mente católica enferma.

«Estaba nervioso esta noche», explicó espontáneamente Kronski, después de que el doctor se hubiera retirado. «Mira, anda tras esa sobrina suya de doce años y su esposa lo sabe. Lo amenaza con entregarlo al fiscal del distrito, si no deja de perseguir a la chica. Es celosa como el diablo y no se lo reprocho. Además, no puede soportar la idea de los abortos que él realiza todos los días, delante de sus narices, contaminando su casa, por decirlo así. Jura que su marido no es normal. Ella tampoco es normal, si te fijas. Si me preguntas, te diré que tiene miedo de que la degüelle una noche. No deja de mirarle las manos, como si siempre viniera de cometer un asesinato».

Calló por un momento para dejar que esas palabras causasen la sensación debida. «Hay otra cosa que la preocupa», prosiguió. «La hija está creciendo… pronto será una mujer. Pues, bien, con un marido así puedes entender lo que la inquieta. No es sólo la idea del incesto —ya de por sí horrible—, sino también la de que… de que una noche se presente ante ella con las manos manchadas de sangre… las manos que hayan asesinado la vida en la matriz de su propia hija… Complicado, ¿eh? Pero no imposible. ¡No, tratándose de ese tipo! Un tipo tan bueno. Un tipo sensible, delicado, verdaderamente. Tiene razón. Y lo peor es que es casi como Cristo. No le puedes hablar de manías sexuales, porque no admitiría ni una palabra de las que digas. Finge ser absolutamente inocente. Pero está pringado hasta el cuello. Un día vendrá la policía y se lo llevará: va a haber un escándalo de mil demonios, ya verás…».

Lo que yo sabía era que el Dr. Onirifick había hecho posible que Kronski continuara sus estudios de medicina. Y también sabía que Kronski tenía que encontrar algún modo extraordinario de devolver el favor al Dr. Onirifick. Nada le vendría tan bien como ver hundirse completamente a su amigo. Entonces Kronski acudiría en su socorro magníficamente. Haría algo totalmente inesperado, algo que ningún hombre hubiese hecho por otro. Así era como funcionaba su mente. Mientras tanto, difundiendo rumores, calumniando y difamando a su amigo, socavándolo, no hacía sino acelerar una caída que era inevitable. Sentía deseos vehementes de ponerse a hacer algo por su amigo, de rehabilitarlo, de corresponder superabundantemente al favor que le había hecho al permitirle seguir la carrera. Habría hecho derrumbarse la casa en torno a su amigo para rescatarlo de las ruinas. Curiosa actitud. Una especie de Galahad depravado. Un intrigante. Un superintrigante. Siempre haciendo malditos esfuerzos para conseguir que las cosas fueran de mal en peor, para que, cuando todo pareciera estar perdido, él, Kronski, pudiese intervenir y transformar la situación mágicamente. Aun así, no era gratitud lo que deseaba, sino reconocimiento, reconocimiento de poderes superiores, reconocimiento de su valor excepcional.

Siendo todavía un médico interno, solía yo visitarlo en ocasiones en el hospital en que estaba haciendo las prácticas. Solíamos jugar al billar con los otros internos. Sólo visitaba yo el hospital cuando estaba desesperado, cuando deseaba una comida o que me prestara unos dólares. Detestaba la atmósfera de aquel lugar; aborrecía a sus compañeros, sus modales, su conversación, hasta sus propios fines. El gran arte de curar no significaba nada para ellos; lo único que buscaban era un puesto cómodo, y nada más. La mayoría de ellos sentían tan poca inclinación por la medicina como un político por el arte de gobernar. Ni siquiera tenían ese fundamental requisito previo del curador: el amor a la humanidad. Eran insensibles, crueles, totalmente egocéntricos, sin el menor interés por nada que no fuera su promoción. Eran más groseros que los carniceros del matadero.

Kronski se sentía en su elemento en aquel ambiente. Sabía más que los otros, podía darles sopas con ondas en conocimientos y en inteligencia, podía hacerles callar. Jugaba mejor al billar, a los dados, al ajedrez, a todo. Lo sabía todo y le gustaba vomitarlo, pasearse para arriba y para abajo por su propio vómito.

Naturalmente, lo detestaban cordialmente. Como era sociable, a pesar de sus rasgos odiosos, conseguía mantenerse rodeado de tipos como él. Si se hubiera visto obligado a vivir solo, se habría muerto. Sabía que su presencia no era grata: nadie lo buscaba nunca, salvo para pedirle un favor. Estando solo, la comprensión de su situación debía de haberle causado momentos amargos. Era difícil saber cómo se valoraba a sí mismo, porque delante de los otros, era todo entusiasmo, alegría, bravatas, jactancias, grandeza y grandilocuencia. Parecía como si estuviera ejecutando un papel teatral ante un espejo invisible. ¡Cómo se amaba a sí mismo! Sí, ¡y qué aversión había tras esa fachada, ese amour propre! «¡Huelo mal!»: eso es lo que debía de decirse todas las noches, estando solo en su habitación. «Pero todavía voy a hacer algo magnífico… ¡ya veréis!».

A intervalos tenía depresiones. Entonces era un objeto lastimoso: algo completamente inhumano, algo no del reino animal, sino del vegetal. Se desplomaba en cualquier sitio a dejarse pudrir. En ese estado, le salían tumores, como a una gigantesca patata mohosa abandonada en la oscuridad. Nada podía sacarlo de su letargo. Donde se lo colocaba se quedaba, inerte, vacilando sin cesar, como si el mundo estuviera llegando a su fin.

Por lo que se podía ver, no tenía problemas personales. Era un monstruo que había surgido del reino vegetal sin pasar por la etapa animal. Su cuerpo, casi inanimado, estaba dotado de una mente que lo gobernaba como un tirano. Su vida emocional era unas gachas de maíz que servía con cucharón como un cosaco borracho. Había algo antropofágico en su ternura; no pedía los impulsos ni los movimientos del corazón, sino el propio corazón y, con él, de ser posible, la molleja, el hígado, el páncreas y otras porciones tiernas y comestibles del organismo humano. En sus momentos de exaltación parecía no sólo deseoso de devorar el objeto de su ternura, sino también de invitar al otro a que lo devorara a él. La boca se le retorcía en un auténtico éxtasis mandibular; se excitaba hasta él punto en que su propia alma salía en forma de sustancia esponjosa y ectoplásmica. Era una condición afectiva horrible, porque no conocía límites. Era un hartazgo o aguachirle despersonalizado, una resaca resultante de algún estado de éxtasis arcaico: el recuerdo residual de cangrejos y víboras, de sus prolongadas copulaciones en el cieno protoplasmático de eras perdidas en la noche de los tiempos.

Y ahora, en Cockroach Hall[4], como lo llamábamos, se estaba preparando una deliciosa tortilla sexual que íbamos a saborear todos, cada cual a su modo particular. Había algo intestinal en la atmósfera del establecimiento, pues era un establecimiento más que una vivienda. Era la clínica del amor, por decirlo así, en que los embriones brotaban como maleza y, como maleza, se los arrancaba de raíz o se los segaba con la guadaña.

Cómo pudo dejarse atrapar nunca en aquel cubil del sexo empapado en sangre el jefe de personal de la Compañía de Telégrafos Cosmodemónica es algo que supera la capacidad de comprensión. En el momento en que salté del tren en la estación elevada y empecé a bajar las escaleras en dirección al centro del Bronx me convertí en una persona diferente. Había que caminar unas manzanas para llegar al establecimiento del Dr. Onirifick, justo lo suficiente para desorientarme, para darme tiempo a meterme en el papel del genio sensible, del poeta romántico, del místico feliz que había encontrado a su verdadero amor y estaba dispuesto a morir por ella.

Había una discordancia espantosa entre ese nuevo estado interior y la atmósfera física del barrio en que tenía que sumergirme todas las noches. Por todas partes se elevaban las paredes tétricas y monótonas; tras ellas vivían familias todas cuyas vidas giraban en torno a un empleo. Esclavos industriosos, pacientes, ambiciosos, cuyo fin era la emancipación. Mientras tanto, lo soportaban todo; sin pensar en las incomodidades, inmunes a la fealdad. Pequeños seres heroicos cuya propia obsesión por liberarse de la esclavitud del trabajo sólo servía para aumentar el infortunio y la miseria de sus vidas.

¿Qué prueba tenía yo de que la miseria pudiera presentar otra apariencia? Sólo el recuerdo opaco y borroso de mi infancia en el distrito XIV, en Brooklyn. El recuerdo de un niño que se había visto protegido, al que le habían dado toda clase de oportunidades, que no había conocido sino alegría y libertad… hasta la edad de diez años.

¿Por qué había metido la pata al hablar con el Dr. Onirifick? No había tenido intención de hablar de los judíos aquella noche: mi intención era hablar de La senda de Roma. Ése era el libro de Belloc que me había entusiasmado. Hombre sensible, erudito, hombre para quien la historia de Europa era un recuerdo vivo, había decidido caminar hasta Roma sólo con un macuto y un bastón resistente. Y lo hizo. En camino, ocurrieron todas las cosas que sólo ocurren en camino. Fue mi primera comprensión de la diferencia entre proceso y fin, mi primera conciencia de la verdad de que el fin de la vida es vivirla. ¡Cómo envidiaba a Hilaire Belloc su aventura! Aún hoy día puedo ver en las esquinas de sus páginas los pequeños bocetos a lápiz que hizo de murallas y chapiteles, de torretas y bastiones. Basta con que piense en el título de su libro para verme sentado en los campos de nuevo, o parado en un pintoresco puente medieval, o dormitando junto a un tranquilo canal en el corazón de Francia. Nunca soñé que fuera posible para mí ver esa tierra, caminar por sus campos, pararme en esos mismos puentes, seguir esos mismos canales. ¡Eso nunca podría ocurrirme a mí! Estaba condenado.

Cuando pienso ahora en el ardid por el que me liberé, cuando pienso que me vi libre de esa prisión porque aquella a la que amaba quería librarse de mí, ¡qué sonrisa triste, desconcertada, perpleja, se dibuja en mi rostro! ¡Qué confuso e intrincado es todo! Sentimos agradecimiento hacia quienes nos apuñalan por la espalda; escapamos de quienes nos ayudan; nos felicitamos por nuestra buena suerte, sin pensar nunca que nuestra buena suerte puede ser un atolladero del que no podremos salir. Corremos hacia adelante con la cabeza vuelta; nos precipitamos a ciegas en la trampa. Nunca escapamos, excepto para meternos en un callejón sin salida.

Voy caminando por el Bronx, cinco o seis manzanas, justo el tiempo y el espacio suficientes para retorcerme como un sacacorchos. Mona estará allí esperándome. Me abrazará cariñosamente, como si nunca nos hubiéramos abrazado. Pasaremos sólo dos horas juntos y después se marchará… para ir al baile donde sigue trabajando de taxi-girl. Cuando regrese a las tres o las cuatro de la mañana, estaré profundamente dormido. Se enfurruñará e irritará, si no me despierto, si no la rodeo con los brazos apasionadamente y le digo que la amo. Tiene tanto que decirme cada noche y no hay tiempo para contarlo. Por las mañanas, cuando me marcho, ella está profundamente dormida. Vamos y venimos como trenes. Ése es el comienzo de nuestra vida en común.

La amo, en cuerpo y alma. Es todo para mí. Y, sin embargo, no se parece en nada a las mujeres con que soñé, a esos seres ideales a los que adoraba de muchacho. No corresponde a nada de lo que había concebido en lo más profundo de mi ser. Es una imagen totalmente nueva, algo extraño, algo que el Destino trajo como un remolino por mi senda desde una esfera desconocida. Al mirarla, al llegar a amarla pedazo a pedazo, descubro que su totalidad se me escapa. Mi amor aumenta como una suma, pero aquella a la que busco con amor desesperado y ávido, se me escapa como un elixir. Es completamente mía, casi como una esclava, pero no la poseo. Soy yo quien estoy poseído. Estoy poseído por un amor como no se me había ofrecido nunca: un amor absorbente, un amor total —un amor de mis propias uñas de los pies y de suciedad debajo de ellas— y, sin embargo, mis manos siguen agitándose eternamente, intentando asir y empuñar, pero sin coger nada.

Al volver a casa una noche, observé por el rabillo del ojo uno de esos seres suaves y sensuales del ghetto que parecen surgir de las páginas del Antiguo Testamento. Era una de esas judías que deben de llamarse Ruth o Esther. O quizá Miriam.

¡Sí, Miriam! Ése era el nombre que estaba buscando. ¿Por qué era tan maravilloso ese nombre para mí? ¿Cómo podía una simple denominación evocar emociones tan fuertes? Me hacía esa pregunta una y otra vez.

Miriam es el nombre de nombres. Si yo pudiera moldear a una mujer hasta el ideal perfecto, si pudiese atribuir a ese ideal todas las cualidades que busco en una mujer, se llamaría Miriam.

Había olvidado completamente a la criatura encantadora que inspiró estas reflexiones. Yo iba tras algo, y, cuando apretaba el paso, cuando el corazón me latía más locamente, recordé de repente la cara, la voz, la figura, los gestos de la Miriam que conocí siendo un niño de trece años. Miriam Painter se llamaba. Sólo tenía quince o dieciséis años, pero estaba completamente desarrollada, radiante de vida, era fragante como una flor… e… intocable. No era judía, ni traía el recuerdo siquiera remotamente de esas criaturas legendarias del Antiguo Testamento. (O quizá no hubiera leído yo el Antiguo Testamento entonces). Era la joven de largo cabello castaño, de ojos francos y abiertos y boca bastante generosa que me saludaba cordialmente siempre que nos encontrábamos por la calle. Siempre tranquila, siempre dándose, siempre radiante de salud y bondad; además, inteligente, simpática, llena de comprensión. Con ella no era necesario hacer insinuaciones desmañadas: siempre venía hacia mí rebosante de esa secreta alegría interior, siempre prodigándose. Me devoraba y me llevaba; me abrazaba como una madre, me calentaba como una amante, me despedía como un hada. Nunca tuve un pensamiento impuro hacia ella: nunca la deseé, nunca anhelé una caricia. La amaba tan profunda, tan completamente, que cada vez que la veía era como volver a nacer. Lo único que pedía era que siguiese viva, que permaneciera en esta tierra, en algún sitio, en cualquier lugar, en este mundo, y nunca muriera. No esperaba nada. No deseaba nada de ella. Su mera existencia era más que suficiente. Sí, solía correr a casa, esconderme, y agradecer a Dios en voz alta que hubiera enviado a Miriam a esta tierra nuestra. ¡Qué milagro! ¡Y qué bendición amar así!

No sé por cuánto tiempo siguió aquello. No tengo la menor idea de si ella conocía mi adoración o no. ¿Qué importaba? Estaba enamorado, del amor. ¡Amar! ¡Entregarse absolutamente, postrarse ante la imagen divina, morir mil muertes imaginarias, aniquilar hasta el menor rastro del yo, encontrar el universo entero encarnado y encerrado en la imagen viva de otra! Adolescente, decimos. ¡Qué estupidez! Es el germen de la vida futura, la semilla que ocultamos, que enterramos en lo más profundo de nuestro ser, que asfixiamos y ahogamos y hacemos todo lo posible para destruir, a medida que pasamos de una experiencia a otra y nos aturdimos y forcejeamos torpemente y nos perdemos.

Para cuando conozco al segundo ideal —Una Gifford—, ya estoy enfermo. Sólo quince años de edad y el cáncer me está royendo las entrañas. ¿Cómo explicarlo? Miriam se había ido de mi vida, no dramáticamente, sino silenciosa y sencillamente. Desapareció pura y simplemente, no volví a verla. Ni siquiera comprendí lo que significaba. No lo pensé. La gente iba y venía; los objetos aparecían y desaparecían. Yo estaba en la corriente, como los demás, y era completamente natural, aun cuando fuese inexplicable. Estaba empezando a leer, mucho. Estaba volviéndome hacia adentro, cerrándome en mí mismo, igual que se cierran las flores por la noche.

Una Gifford no me trae otra cosa que dolor y angustia. La deseo, la necesito, no puedo vivir sin ella. No dice ni sí ni no, por la sencilla razón de que no tengo valor para preguntárselo. Pronto cumpliré los dieciséis años y todavía estamos los dos en la escuela: hasta el año que viene no vamos a acabar. ¿Cómo puede una chica de tu edad, a la que te limitas a saludar con la cabeza o a mirar, ser la mujer sin la cual la vida es imposible? ¿Cómo puedes soñar con el matrimonio antes de haber cruzado el umbral de la vida? Pero, si me hubiera fugado entonces con Una Gifford, a la edad de quince años, me hubiese casado con ella y hubiéramos tenido diez hijos, habría hecho bien, muy bien. ¿Qué importaba que me convirtiera en algo totalmente diferente, que me hundiese hasta el último peldaño? ¿Qué importaba que significara vejez prematura? Tenía una necesidad de ella que nunca quedó satisfecha, y esa necesidad era como una herida que creció hasta convertirse en un agujero sin fondo. A medida que pasaba la vida, a medida que se intensificaba aquella necesidad desesperada, arrojé todo en el agujero y lo destruí.

Cuando conocí a Mona, no sabía lo mucho que me necesitaba. Tampoco comprendí la gran transformación a que había sometido su vida, sus costumbres, su educación, sus antecedentes, para ofrecerme aquella imagen ideal de sí misma que con demasiada precipitación sospecho había yo creado. Había cambiado todo: su nombre, su lugar de nacimiento, su madre, su educación, sus amistades, sus gustos, hasta sus deseos. Era característico de ella querer también cambiarme el nombre, cosa que hizo. Ahora yo era Val, diminutivo de Valentine, nombre del que siempre me había avergonzado —parecía nombre de mariquita—, pero ahora que salía de sus labios parecía el nombre apropiado para mí. Nadie más me llamaba Val, a pesar de que oían a Mona repetirlo incesantemente. Para mis amigos yo era lo que siempre había sido; no se dejaban hipnotizar por un mero cambio de nombre.

Hablando de transformaciones… recuerdo vivamente la primera noche que pasamos en la casa del Dr. Onirifick. Nos habíamos dado una ducha juntos, estremeciéndonos a la vista de las miríadas de cucarachas que infestaban el cuarto de baño. Nos metimos en la cama bajo el edredón. Habíamos echado un polvo fabuloso en aquella extraña habitación pública llena de objetos raros. Nos sentíamos muy unidos aquella noche. Yo me había separado de mi mujer y ella se había separado de sus padres. Casi no sabíamos por qué habíamos aceptado vivir en aquella casa extravagante; estando en nuestros cabales, no se nos habría pasado por la imaginación escoger semejante decorado. Pero no estábamos en nuestros cabales. Estábamos ansiosos por empezar una nueva vida, y nos sentíamos culpables, los dos, de los crímenes que habíamos cometido para lanzamos a la gran aventura. Mona se sentía más culpable que yo, al principio. Sentía que había sido la responsable de la ruptura. De la niña que yo había dejado atrás, no de mi mujer, era de quien sentía lástima. La obsesionaba. Indudablemente, a eso se sumaba el miedo de que un día me despertara y comprendiese que había cometido un error. Se esforzaba por volverse indispensable, por amarme con tal devoción, con tal sacrificio de sí misma, que el pasado quedara aniquilado. No lo hacía deliberadamente. Ni siquiera era consciente de lo que hacía. Pero se aferraba a mí desesperadamente, tan desesperadamente, que, cuando lo pienso ahora, se me saltan las lágrimas. Porque no era necesario: yo la necesitaba todavía más que ella a mi.

Y así, cuando estábamos quedándonos dormidos aquella noche, cuando se volvió y me dio la espalda, el cobertor se deslizó y, por la posición que había adoptado, semejante a la de un animal, advertí el tremendo volumen de su espalda. Le pasé las dos manos por la carne, le acaricié la espalda como si acariciase los costados de una leona. Era curioso que nunca me hubiera fijado en su soberbia espalda. Nos habíamos acostado juntos muchas veces y nos habíamos quedado dormidos en toda clase de posturas, pero no había notado nada. Entonces, en aquella enorme cama que parecía flotar en la tenue luz de la gran habitación, su espalda se me quedó grabada en la memoria. No tenía ideas precisas sobre ella: simples sensaciones vagas de su fuerza y vitalidad. ¡Alguien que podía sostener el mundo en su espalda! No lo formulé con esta precisión, pero la idea estaba allí, en alguna región vaga y oscura de mi conciencia. En la punta de mis dedos, con más probabilidad.

Bajo la ducha le había hecho rabiar a propósito de su vientre, que estaba volviéndose bastante opulento, y comprendí al instante que era extraordinariamente susceptible en relación con su figura. Pero yo no criticaba la opulencia de su carne: estaba encantado de descubrirla. Y me parecía que contenía una promesa. Y después, ante mis propios ojos, aquel cuerpo que había estado dotado tan generosamente empezó a encogerse. La tortura interna estaba empezando a cobrarse su tributo. Al mismo tiempo, el fuego que llevaba dentro empezó a arder con mayor viveza. La pasión que la destruía consumía su carne. Su fuerte cuello, semejante a una columna, la parte de su cuerpo que más admiraba yo, se volvió cada vez más delgado, hasta que la cabeza pareció una peonía gigante oscilando en su frágil tallo.

«¿No estarás enferma?», le preguntaba, alarmado por aquella repentina transformación.

«¡Claro que no!», respondía ella. «Estoy perdiendo peso».

«Pero estás exagerando, Mona».

«Era así de niña», respondía. «Soy de naturaleza delgada».

«Pero no quiero que adelgaces. No quiero que cambies. Mírate el cuello: ¿quieres tener un cuello flaco?».

«No tengo el cuello flaco», decía, levantándose de un salto para mirarse en el espejo.

«No he dicho que lo tengas. Mona… pero puedes llegar a tenerlo, si sigues sin cuidarte».

«Por favor, Val, no hables de esto. Tú no entiendes…».

«Mona, no digas eso. No te estoy criticando. Sólo quiero protegerte».

«No te gusto así… ¿es eso?».

«Mona, me gustas de cualquier modo. Te amo. Te adoro. Pero sé razonable, por favor. Temo que desaparezcas, que te evapores. No quiero que caigas enferma…».

«No seas tonto, Val. Nunca me he sentido mejor en mi vida».

«Por cierto», añadió, «¿vas a ir a ver a la pequeña este sábado?». Nunca citaba a mi mujer ni a la niña por su nombre. Igualmente, prefería pensar que iba a visitar sólo a la niña en aquellas expediciones semanales a Brooklyn.

Dije que iba a ir… ¿Por qué? ¿Había alguna razón para que no lo hiciera?

«¡No, no!», dijo sacudiendo la cabeza de modo extraño y volviéndose a buscar algo en el cajón de la cómoda.

Me coloqué detrás de ella, mientras se inclinaba, y le apreté la cintura con los brazos.

«Mona, dime una cosa… ¿Te duele mucho, cuando voy allí? Dímelo sinceramente. Porque, si es así, dejaré de ir. De todos modos, algún día tiene que acabar».

«Tú sabes que no quiero que dejes de ir. ¿Te he dicho alguna vez algo en contra?».

«Nooo», dije, bajando la cabeza y mirando fijamente a la alfombra. «Nooo, nunca dices nada. Pero a veces me gustaría que lo hicieras…».

«¿Por qué dices eso?», gritó vivamente. Parecía casi indignada. «¿Es que no tienes derecho a ver a tu hija? Yo lo haría, si estuviera en tu caso». Guardó silencio un momento y después, incapaz de controlarse, dijo abruptamente: «Si hubiera sido mi hija, yo nunca la habría abandonado. No habría renunciado a ella, ¡por nada del mundo!».

«¡Mona! ¿Qué estás diciendo? ¿Qué significa esto?».

«Lo que has oído. No sé cómo puedes hacerlo. Yo no valgo semejante sacrificio. Nadie lo vale».

«Dejémoslo», dije. «Vamos a decir cosas que no pensamos. Te digo que no me arrepiento de nada. No ha sido un sacrificio, entiéndelo. Te quería a ti y te tengo. Soy feliz. Podría olvidar a todo el mundo, si fuera necesario. Tú eres el mundo entero para mí, y lo sabes».

La cogí y la atraje hacia mí. Una lágrima le rodó por la mejilla.

«Mira, Val, no te pido que renuncies a nada, pero…».

«Pero ¿qué?».

«¿No podrías venir de vez en cuando a buscarme por la noche, cuando salgo del trabajo?».

«¿A las dos de la mañana?».

«Ya lo sé… es una hora espantosa… pero me siento terriblemente sola, cuando salgo del baile. Sobre todo después de bailar con todos esos seres estúpidos y horribles, que no significan nada para mí. Llego a casa y estás dormido. ¿Qué me queda?».

«No digas eso, por favor. Sí, desde luego, iré a buscarte… de vez en cuando».

«¿No podrías echarte una siesta después de cenar y…?».

«¡Claro que podría! ¿Por qué no me lo has dicho antes? He sido un egoísta por no pensar en eso».

«No eres egoísta. Val».

«Sí que lo soy… Oye, ¿y si te acompañara esta noche? Volveré, me echaré una siesta e iré a buscarte, cuando salgas».

«¿Estás seguro de que no será demasiado cansado?».

«No, Mona, será maravilloso».

Sin embargo, de vuelta a casa, empecé a comprender lo que iba a significar ese cambio de horario. Una hora de trayecto en el ferrocarril elevado. En la cama, Mona charlaría antes de dormirse. Para entonces ya serían casi las cinco y a las siete tendría que estar levantado otra vez para ir al trabajo.

Me acostumbré a cambiarme de ropa todas las noches, en preparación para la cita en el baile. No es que fuera todas las noches… no, pero iba lo más a menudo que podía. Al ponerme ropa vieja —una camisa caqui, un par de mocasines—, al lucir uno de los bastones que Mona había birlado a Carruthers, mi yo romántico se reafirmaba. Yo llevaba dos vidas: una en la Compañía de Telégrafos Cosmodemónica y otra con Mona. A veces, Florrie se nos unía en el restaurante. Había encontrado a un nuevo amante, un doctor alemán que, por todos los indicios, debía de tener una herramienta enorme. Era el único hombre que podía satisfacerla, eso lo dejó bien claro. ¿Quién habría sospechado que aquella criatura de aspecto frágil, con cara típica de irlandesa, el tipo de Broadway por excelencia, tenía entre las piernas una raja lo bastante grande como para esconder una almádena… o que le gustaban las mujeres tanto como los hombres? Le gustaba cualquier cosa que tuviera que ver con el sexo. Ahora tenía la raja arraigada en la mente. Seguía extendiéndose y extendiéndose hasta que no había sitio, en la mente ni en la raja, para otra cosa que para una picha sobrehumana.

Una noche, después de haber acompañado a Mona al trabajo, me puse a pasear por las calles adyacentes. Pensé que quizás iría a un cine y me reuniría con Mona después de la sesión. Al pasar por un portal, alguien me llamó por mi nombre. Me volví y en el pasadizo, como escondiéndose de alguien, se encontraban Florrie y Hannah Bell. Cruzamos la calle para tomar una copa. Las chicas estaban nerviosas e intranquilas. Dijeron que tendrían que irse dentro de unos minutos: habían aceptado la copa por no despreciar. Nunca había estado a solas con ellas y estaban incómodas, como temerosas de revelar cosas que yo no debía saber. Con toda inocencia cogí la mano de Florrie, que descansaba en su regazo, y se la apreté, para tranquilizarla… de qué, no lo sé. Para mi asombro, la apretó calurosamente y después, inclinándose hacia adelante como para decir algo confidencial a Hannah, la soltó y me anduvo en la bragueta. En ese momento entró un hombre al que saludaron efusivamente. Me presentaron como un amigo. El hombre se llamaba Monahan. «Es un detective», dijo Florrie, al tiempo que me lanzaba un mirada enternecedora. Apenas acababa de sentarse el hombre, cuando Florrie se levantó bruscamente y, cogiendo del brazo a Hannah, la sacó afuera de un tirón. En la puerta nos dijo adiós con la mano. Cruzaron la calle corriendo en dirección del portal en que estaban escondidas.

«Extraña forma de comportarse», dijo Monahan. «¿Qué va a tomar?», preguntó, al tiempo que llamaba al camarero. Pedí otro whisky y lo miré inexpresivamente. No me gustaba la idea de quedarme con un detective. Sin embargo, Monahan tenía un estado de ánimo diferente; parecía contento de haber encontrado a alguien con quien hablar. Al observar el bastón y la indumentaria desaliñada, sacó la conclusión al instante de que yo era un artista.

«Va usted vestido como un artista» —queriendo decir un pintor—, «pero no lo es. Tiene manos demasiado delicadas». Me cogió las manos y las examinó rápidamente. «Tampoco es usted músico», añadió. «Bien, sólo queda una cosa: ¡es usted escritor!».

Asentí con la cabeza, medio divertido, medio irritado. Era la clase de irlandés cuya franqueza me resulta antipática. Ya veía venir la lluvia de preguntas desafiantes: ¿Por qué? ¿Por qué no? ¿Cómo así? ¿Qué quiere usted decir? Como siempre, al principio me mostré suave e indulgente. Estuve de acuerdo con él. Pero él no quería que estuviera de acuerdo: quería discutir.

Apenas había dicho una palabra y ya, en el lapso de unos minutos, estaba insultándome y diciéndome al mismo tiempo cuánto le gustaba yo.

«Es usted la clase de tipo que deseaba conocer», dijo, pidiendo más copas. «Sabe usted más que yo, pero no quiere hablar. No soy digno de usted, soy un ignorante. ¡En eso es en lo que se equivoca! Puede que yo sepa un montón de cosas que no sospecha. Tal vez pueda decirle algunas cosas. ¿Por qué no me pregunta algo?».

¿Qué iba yo a decir? No deseaba saber nada… al menos, no de él. Quería levantarme e irme… sin ofenderlo. No quería que aquella manaza peluda me sentara de un tirón, ni que me echase las babas encima, ni que me interrogara, ni discutir, ni que me insultase. Además, me sentía un poco aturdido. Pensaba en Florrie y en lo extraño que había sido su comportamiento… y todavía sentía su mano andándome en la bragueta.

«Parece usted distraído», dijo. «Creía que los escritores eran rápidos como una centella, siempre listos para dar una respuesta aguda. ¿Qué ocurre? ¿No quiere compañía? ¿Es que no le gusta mi jeta? Mire —y me puso su pesada mano sobre el brazo— entienda bien esto… soy su amigo, ¿comprende? Quiero charlar con usted. Va usted a contarme cosas… todas las cosas que no sé. Va usted a ponerme al corriente. Quizá no lo entienda todo de una vez, pero voy a escuchar. No vamos a irnos de aquí hasta que no hayamos zanjado esto, ¿comprende lo que quiero decir?». Dicho esto, me dedicó una de esas extrañas sonrisas irlandesas, mezcla de simpatía, sinceridad, perplejidad y violencia. Significaba que iba a conseguir de mí lo que deseaba o me dejaría fuera de combate. Por alguna razón inexplicable estaba convencido de que yo tenía algo que él necesitaba urgentemente, alguna clave para el enigma de la vida, que, aunque no consiguiera comprenderla del todo, le sería útil.

En ese momento yo ya estaba casi sobrecogido de terror. Era precisamente el tipo de situación que soy incapaz de afrontar. Podría haberlo asesinado a sangre fría.

Un gancho mental, eso era lo que quería de mí. Estaba harto de zurrar a los demás: quería que alguien le diera para el pelo a él.

Decidí lanzarme directamente, bajarle los humos con una embestida penetrante y después confiar en mi ingenio.

«Quiere que le hable francamente, ¿no es así?», dije sonriéndole ingenuamente.

«Claro, claro», respondió. «¡Diga sin reparos! Estoy preparado».

«Pues, bien, para empezar», voy y le digo, sin abandonar la sonrisa suave y tranquilizante, «es usted un canalla, y lo sabe. Teme algo, qué sea es cosa que todavía no sé, pero ya llegaremos a eso. Conmigo finge ser un ignorante, un don nadie; para sus adentros finge ser astuto, un pez gordo, un tipo duro. No tiene miedo a nada, ¿verdad? Eso es una mentira podrida y usted lo sabe. Tiene un canguelo que no se lame. Dice que está preparado. ¿Para qué? ¿Para encajar un puñetazo en la mejilla? Naturalmente, con una jeta de cemento como la que tiene. Pero ¿puede soportar la verdad?».

Me ofreció una sonrisa dura, reluciente. Su cara, cubierta de un violento rubor, indicaba que estaba haciendo todo lo posible para controlarse. Quería decir: «¡Sí, siga!», pero las palabras lo asfixiaban. Se limitó a mover la cabeza y encendió la sonrisa eléctrica.

«Ha dado palizas de muerte a muchos pobres diablos, ¿verdad? Alguien sostenía al tipo y usted lo sacudía hasta que daba alaridos. Le sacaba a la fuerza una confesión y después se quitaba el polvo y se trincaba unos tragos. Era un canalla, ese tipo, y se lo merecía. Pero usted es un canalla mayor, y eso es lo que le hace reconcomerse. Le gusta hacer daño a la gente. Probablemente, cuando era niño, arrancaba las alas a las moscas. Alguien lo hirió y no puede olvidarlo». (Noté que daba un respingo al oír esto). «Va a la iglesia asiduamente y se confiesa, pero no dice la verdad. Dice verdades a medias. Nunca cuenta al padre lo hijo de puta asqueroso y miserable que es en realidad. Le cuenta sus pecadillos. Nunca le cuenta el placer que le da dar palizas de muerte a tipos indefensos que nunca le han hecho daño. Y, naturalmente, siempre deja una generosa limosna en el cepillo. Dinero para sobornar. ¡Como si eso pudiera tranquilizar su conciencia! Todo el mundo habla de lo cojonudo que es usted… salvo los pobres diablos a los que persigue y da palizas de muerte. Se dice a sí mismo que es su trabajo, que tiene que ser así o si no… Le resulta difícil imaginar qué otra cosa podría hacer, si llegara a perder su empleo, ¿no es cierto? ¿Con qué cuenta en su activo? ¿Qué sabe? ¿Para qué sirve? Desde luego, podría hacer de barrendero o de basurero, aunque dudo de que tenga agallas para eso. Pero no sabe nada útil, ¿verdad? No lee, no frecuenta a nadie salvo a los de su estilo. Lo único que le interesa es la política. ¡Muy importante, la política! Nunca sabes cuándo puedes necesitar a un amigo. Un día podría matar a un tipo que no debía, y entonces, ¿qué? Hombre, pues, que entonces necesitaría a alguien que mintiera por usted, alguien que acudiese en su socorro: algún gusano como usted mismo que no tenga ni asomo de humanidad, ni pizca de conciencia. Y a cambio algún día le hará usted un favor: quiero decir que, si se lo pidiera, usted despacharía a alguien».

Guardé silencio por un segundo.

«Si de verdad desea saber lo que pienso, le diría que usted ha asesinado ya a una docena de tipos inocentes…, que lleva un fajo en el bolsillo que asfixiaría a un caballo…, que tiene algo en la conciencia… y que ha venido aquí a ahogarlo…, que sé por qué se han levantado esas chicas de repente y han cruzado la calle corriendo…, que, si supiéramos todo lo relativo a usted, podría ser un candidato para la silla eléctrica…».

Me detuve, completamente sin aliento, y me acaricié la mejilla maquinalmente, como sorprendido de encontrarla todavía intacta. Monahan, incapaz de contenerse por más tiempo, soltó una alarmante carcajada.

«Está usted loco», dijo, «loco de atar, pero me cae bien. Siga, hable un poco más. Diga lo peor que sepa: quiero oírlo». Dicho eso, llamó al camarero y pidió otra ronda. «En una cosa tiene usted razón», añadió. «Tengo un fajo en el bolsillo. ¿Quiere verlo?». Sacó un fajo de sábanas, y me las pasó por la nariz, como un tahúr. «Ahora siga, ¡deme mi merecido!».

La vista del dinero me hizo cambiar de actitud. Mi única idea era cómo sacarle parte de aquella pasta ganada ilícitamente.

«Ha sido una locura, decirle todos esos disparates», empecé a decir, adoptando un tono diferente. «Me sorprende que no me haya sacado a rastras ni me haya partido la cara. Supongo que tengo los nervios de punta…».

«No hace falta que me lo diga», dijo Monahan.

Adopté un tono más conciliador todavía. «Déjeme contarle algo de mí», continué con voz tranquila y le describí a grandes rasgos mi posición en la pista de patinaje cosmodemónica, mi relación con O’Rourke, el detective de la compañía, mi ambición de ser escritor, mis visitas al pabellón de psicópatas, etc. Justo lo suficiente para hacerle saber que no era un soñador. La mención del nombre de O’Rourke lo impresionó. El hermano de O’Rourke (como bien sabía yo) era el jefe de Monahan y éste lo reverenciaba.

«¿Y frecuenta usted el trato de O’Rourke?».

«Es un gran amigo mío», dije. «Un hombre que respeto. Es casi un padre para mí. De él he aprendido algo sobre la naturaleza humana. O’Rourke es un gran hombre que hace un trabajo insignificante. Su lugar es otro, no sé cuál. No obstante, parece satisfecho de estar donde está, a pesar de que se mata a trabajar. Lo que me irrita es que no aprecien su valor».

Seguí en ese tono, elogiando las virtudes de O’Rourke, indicando de forma no muy sutil la comparación entre los métodos de O’Rourke y los del poli corriente.

Mis palabras estaban surtiendo el efecto deseado. Monahan estaba desinflándose visiblemente, ablandándose como una esponja.

«Me ha juzgado usted mal», exclamó por fin. «Tengo un corazón tan grande como el que más, sólo que no lo demuestro. No se puede ir por ahí descubriéndose… no en este trabajo. No somos todos como O’Rourke, lo reconozco, pero somos humanos, ¡qué hostia! Usted es un idealista, eso es lo que le pasa. Quiere perfección…». Me lanzó una mirada extraña, mascullando algo para sí. Después continuó con voz clara y tranquila: «Cuanto más lo oigo, más me gusta usted. Tiene algo que yo tuve en tiempos. Entonces me avergonzaba de ello… ya sabe, tenía miedo de ser mariquita o algo así. La vida no lo ha estropeado, eso es lo que me gusta de usted. Sabe cómo es y, sin embargo, no se vuelve amargo ni mezquino. Hace un rato ha dicho cosas bastante desagradables y, a decir verdad, le iba a dar un mamporro. ¿Por qué no lo he hecho? Porque no estaba hablándome a : se dirigía a todos los tipos como yo que en determinado momento se han descarriado. Parece que habla usted de cosas personales, pero no es así. Está hablando al mundo todo el tiempo. Debería haber sido predicador, ¿se da cuenta? Usted y O’Rourke forman un buen equipo En serio. Nosotros tenemos un trabajo que hacer y no le sacamos el menor gusto; ustedes trabajan por placer. Y más aún… en fin, es igual. Mire, deme la mano…». Me cogió la mano libre y la apretó como una prensa. «¿Ve?» —di un respingo, cuando apretó—. «Podría estrujarle la mano y dejarla hecha pasta. No me haría falta darle un puñetazo. Podría quedarme así, hablando con usted, mirándolo a los ojos, y hacerle papilla la mano. Fíjese qué fuerza tengo».

Aflojó la mano y yo retiré la mía rápidamente. La tenía entumecida, paralizada.

«Mire, eso no tiene nada de extraordinario», prosiguió. «Eso es fuerza bruta; usted tiene otra clase de fuerza, de la que yo carezco. Podría hacerme picadillo con esa lengua que tiene. Usted tiene inteligencia». Apartó la mirada, como distraído. «¿Qué tal la mano?», dijo, como soñando. «No le he hecho daño, ¿verdad?».

La toqué con la otra mano. Estaba fláccida e inutilizada.

«Creo que está bien».

Me lanzó una mirada penetrante, y después exclamó riendo: «Tengo hambre. Comamos algo».

Primero bajamos a inspeccionar la cocina. Quería que viera lo limpio que estaba todo: iba cogiendo cuchillos de trinchar y cuchillas, los ponía contra la luz para que los examinase y me maravillara.

«En cierta ocasión tuve que rajar a un tipo con una de éstas». Blandió una cuchilla. «Lo corté en dos, de un tajo».

Cogiéndome del brazo afectuosamente, me guió de nuevo arriba. «Henry», dijo, «vamos a ser buenos amigos. Me vas a contar más cosas de ti… y vas a dejarme que te ayude. Tienes esposa… muy bella, por cierto». Di un respingo involuntario. Me apretó con más fuerza el brazo y me condujo a la mesa.

«Henry, vamos a hablar claro, para variar. Sé una o dos cosas, aunque no lo parezca». Pausa. «¡Saca a tu mujer de ese antro!».

Estaba yo a punto de decir: «¿Qué antro?», cuando prosiguió: «Un tipo puede mezclarse en toda clase de cosas y salir limpio… a veces. Pero una mujer es diferente. No te gusta verla trabajando allí con esas cabezas de chorlito, ¿verdad? Averigua qué es lo que la retiene allí. No te enfades ahora… no estoy tratando de herir tus sentimientos. No sé nada de tu esposa…, es decir, no más de lo que he oído…».

«No es mi esposa», dije abruptamente.

«Bueno, sea lo que sea», dijo suavemente, como si se tratara de un detalle sin importancia, «¡sácala de ese antro! Te lo digo como un amigo. Sé de lo que hablo».

Empecé a atar cabos, rápida, vacilantemente. Me vinieron a la mente otra vez Florrie y Hannah, su salida repentina. ¿Iría a haber una redada… o un registro? ¿Estaría intentando avisarme?

Debió de adivinar lo que estaba pensando, pues la siguiente cosa que dijo fue: «Si se empeña en trabajar, déjame buscarle algo. Podría hacer otra cosa, ¿no? Una chica atractiva como ella…».

«Dejémoslo», dije, «y gracias por el aviso».

Por un rato comimos en silencio. Después, sin que viniera a cuento, Monahan sacó el grueso fajo de sábanas y separó dos billetes de cincuenta dólares. Los dejó junto a mi plato. «Cógelos», dijo, «y guárdatelos en el bolsillo. ¿Por qué no le dejas probar en el teatro?». Bajó la cabeza para meterse en la boca un tenedor de spaghettis. Cogí los billetes y me los metí tranquilamente en el bolsillo del pantalón.

Tan pronto como pude librarme de él, me fui al encuentro de Mona frente al baile. Tenía un estado de ánimo extraño.

La cabeza me daba vueltas un poco, mientras avanzaba contento hacia Broadway. Estaba decidido a mostrarme contento, a pesar de que algo me decía que tenía motivos para no estarlo. La comida y los directos de despedida que Monahan había conseguido asestarme me habían serenado un poco. Me sentía radiante y lozano, con humor para disfrutar de mis propios pensamientos. Eufórico, como diría Kronski. Para mí eso significaba siempre estar contento sin motivo. Simplemente estar contento, saber que estás contento y seguir contento sin importarte lo que hagan o digan los demás. No era alegría alcohólica; los whiskys podían haber precipitado el estado de ánimo, pero nada más. No era un yo subterráneo que apareciese: era más que nada un yo superior, si es que puedo decirlo así. A cada paso que daba, los vahos del licor se evaporaban; la mente se me iba aclarando casi alarmantemente.

Al pasar por delante de un teatro, eché una ojeada a la cartelera y me vino a la memoria una cara familiar. Sabía quién era, el nombre y todo, y estaba asombrado, pero… en fin, a decir verdad, estaba mucho más asombrado por lo que pasaba en mi interior y no tenía tiempo ni espacio para asombrarme por lo que hubiera ocurrido a otra persona. Volvería a pensar en ella más adelante, cuando hubiese desaparecido la euforia. Y justo cuando estaba prometiéndome eso, mira por donde, tropecé con mi viejo amigo Bill Woodruff.

Hola, hola, cómo estás, sí, bien, mucho tiempo sin verte, qué haces, cómo está tu mujer, ya nos veremos, tengo prisa, por supuesto que iré a verte, hasta luego, adiós… así fue, ra-ta-ta-ta. Dos cuerpos sólidos que chocan en el espacio cuando no deben, rozan una superficie contra la otra, intercambian recuerdos, conectan números equivocados, prometen y vuelven a prometer, olvidan, vuelven a recordar… apresurados, maquinales, sin sentido… ¿y para qué diablos sirve todo eso?

Después de diez años conservaba el mismo aspecto, Woodruff. Sentí deseos de mirarme en el espejo… rápido. ¡Diez años! Y quería todas las noticias en un instante. ¡Qué gilipollas! Un sentimental. Diez años. Retrocedí a través de los años, por un largo y retorcido túnel que deformaba los espejos a ambos lados. Llegué junto a ese punto del tiempo y del espacio en que tenía a Woodruff fijado en la mente de la forma en que siempre lo vería, hasta en el otro mundo. Estaba clavado allí, como si fuese un espécimen alado bajo el microscopio. Allí era donde giraba impotente en torno a su eje. Y aquí es donde entra en escena ella… aquella cuya imagen fulguró por mi mente al pasar por delante del teatro. Era la que le tenía sorbido el seso, la chica sin la cual no podía vivir, y todo el mundo tenía que ayudarle a cortejarla, hasta su madre y su padre, hasta el estúpido de su cuñado prusiano, al que odiaba a muerte.

Ida Verlaine. Nacida para corresponder a ese nombre. Era exactamente como sonaba su nombre: bella, presumida, teatral, falsa, malcriada, mimada, consentida. Bella como una muñeca de Dresde, sólo que tenía trenzas negras y brillantes y una inclinación javanesa en el alma. ¡En caso de que tuviera alma! Vivía enteramente en el cuerpo, en sus sentidos, en sus deseos… y dirigía el espectáculo, el espectáculo del cuerpo, con su pequeña voluntad tiránica, que el pobre Woodruff interpretaba como una fuerza de carácter colosal.

Ida, Ida… Solía darnos la tabarra hablando de ella. Era delicada de modo perverso, como un desnudo de Cranach. El cuerpo muy blanco, el pelo muy negro, el alma inclinada hacia atrás, como una piedra separada de su emplazamiento egipcio. Tenían escenas vergonzosas durante el noviazgo; con frecuencia Woodruff se separaba de ella llorando. El día siguiente le enviaba orquídeas o un hermoso collar o una caja de bombones gigantesca. Ida tragaba todo, como una boa. Era cruel e insaciable.

Con el tiempo la convenció para que se casara con él. Debió de sobornarla, pues era evidente que lo despreciaba. Montó un hermoso nidito de amor que superaba sus medios. Le compraba los vestidos y demás cosas que ella ansiaba; la llevaba al teatro varias noches a la semana; la hartaba a dulces; se sentaba a su lado y le cogía la mano, cuando tenía dolores menstruales; consultaba al especialista, si estaba acatarrada, y en general hacía de marido tierno y cariñoso.

Cuanto más hacía por ella, menos lo quería Ida. Ésta era un monstruo de los pies a la cabeza. Poco a poco fue corriendo el rumor de que era frígida. Naturalmente, ninguno de nosotros lo creyó salvo Woodruff. Iba a tener la misma experiencia más adelante, con su segunda esposa, y, si hubiera vivido lo bastante, la habría tenido con la tercera y con la cuarta esposas. Con Ida su amartelamiento era tan grande, que, si ella hubiera perdido las piernas, no creo que su amor se hubiese visto afectado lo más mínimo… en realidad, la habría amado todavía más.

A pesar de sus defectos, Woodruff apreciaba la amistad. Había por lo menos seis de nosotros a quienes consideraba íntimos y en quienes confiaba implícitamente. Yo era uno de ellos: su amigo más antiguo, en realidad. Tenía el privilegio de entrar y salir de su casa, cuando me apetecía; podía comer, dormir, bañarme, afeitarme en ella. Era uno de la familia.

Desde el principio Ida me desagradó, no por su comportamiento para con Woodruff, sino instintivamente. A su vez, Ida estaba incómoda delante de mí. No sabía cómo tratarme. Yo nunca la criticaba ni tampoco la lisonjeaba; me comportaba con ella como con la mujer de mi amigo, y nada más. Naturalmente, a ella no le satisfacía esa actitud. Quería tenerme hechizado, hacerme andar por la cuerda floja, como había hecho con Woodruff y con los demás pretendientes. Cosa curiosa, nunca fui tan inmune a los encantos de una mujer. Sencillamente, me importaba tres cojones como persona, aunque a menudo me preguntaba qué tal polvo tendría, por decirlo así. Me lo preguntaba con indiferencia, pero de algún modo ella lo entendía y la exasperaba.

A veces, después de haber pasado la noche en su casa, se quejaba en voz alta de que no quería quedarse sola conmigo. Woodruff estaba parado en la puerta, listo para irse a trabajar, y ella fingía estar preocupada. Yo estaba tumbado en la cama esperando que me trajera el desayuno. Y Woodruff decía: «No digas eso, Ida. No te va a hacer nada malo: pondría la mano en el fuego por él».

A veces yo me echaba a reír y gritaba: «No te preocupes, Ida, no voy a violarte. Soy impotente».

«¿Tú impotente?», gritaba con histeria disimulada. «Tú no eres impotente. Eres un sátiro».

«¡Llévale el desayuno!», decía Woodruff, y se iba a trabajar.

Ella detestaba la idea de servirme en la cama. No lo hacía por su marido y no veía por qué debía hacerlo por mí. Tomar el desayuno en la cama era algo que yo no hacía nunca, excepto en casa de Woodruff. Lo hacía a propósito para fastidiarla y humillarla.

«¿Por qué no te levantas y vienes a la mesa?», decía

«No puedo… tengo una erección».

«Oh, deja de hablar de eso. ¿Es que no puedes pensar en algo que no sea el sexo?».

Sus palabras daban a entender que el sexo era horrible, desagradable, sencillamente odioso para ella, pero sus modales indicaban lo contrario. Era una tía lasciva, frígida sólo porque tenía corazón de puta. Si le subía la mano por la pierna, cuando me ponía la bandeja en las rodillas, decía: «¿Estás satisfecho? Toca bien, ya que estás. Me gustaría que te viera Bill, que viese qué amigo tan leal tiene».

«¿Por qué no se lo dices?», voy y le digo un día.

«No me creería, el bobo. Pensaría que estaba intentando ponerlo celoso».

Yo le pedía que me preparara el baño. Fingía poner reparos, pero lo hacía igualmente. Un día, sentado en la bañera enjabonándome, noté que había olvidado las toallas. «Ida», la llamé, «¡tráeme unas toallas!». Entró en el baño y me las entregó. Llevaba bata y medias de seda. Al inclinarse sobre la bañera para poner las toallas en la percha, se le abrió la bata. Me puse de rodillas y le enterré la cabeza en el chumino tan de prisa, que no tuvo tiempo de rebelarse, ni de fingir rebelarse siquiera. Al cabo de un momento la tenía en la bañera, con medias y todo. Le quité la bata y la tiré al suelo. Le dejé las medias puestas: la hacían más lasciva, más tipo Cranach. Me recosté y la coloqué encima de mí. Era sencillamente una perra en celo, mordiéndome por todas partes, jadeando, resollando, meneándose como un gusano en el anzuelo. Mientras nos secábamos, se inclinó y empezó a mordisquearme la picha. Me senté en el borde de la bañera y ella se arrodilló a mis pies, mientras la devoraba. Al cabo de un rato, la hice quedarse de pie, inclinada; después se la metí por detrás. Tenía un coño pequeño y jugoso que me iba como un guante. Le mordí la nuca, los lóbulos de las orejas, el punto sensible del hombro y, cuando me retiré, dejé la marca de mis dientes en su hermoso culo blanco. No dijimos ni palabra. Cuando hubimos acabado, se fue a su habitación y empezó a vestirse. La oí tararear en voz baja y suave. Estaba completamente asombrado de que fuera capaz de expresar su ternura de ese modo.

Desde aquel día en adelante esperaba impaciente a que Woodruff se fuera para arrojarse sobre mí.

«¿No tienes miedo de que vuelva inesperadamente y te encuentre en la cama conmigo?», le pregunté una vez.

«No creería lo que veían sus ojos. Pensaría que estábamos haciendo el tonto».

«No pensaría que estábamos haciendo el tonto, si sintiera esto», y le envié un viaje que la dejó sin aliento.

«Señor, ¡si por lo menos supiera tomarme! Es demasiado impaciente. La saca como un palo de escoba y la mete antes de que yo haya tenido ocasión de sentir algo. Me limito a quedarme tumbada y a dejarle que me vaya dando viajes: acaba en menos que canta un gallo. Pero contigo me pongo cachonda antes incluso de que me toques. Supongo que es porque te da igual. En realidad, no te gusto, ¿verdad?».

«Me gusta esto», dije, dándole un fuerte viaje. «Me gusta tu coño, Ida… es lo mejor que hay en ti».

«Sinvergüenza», dijo. «Debería odiarte por eso».

«¿Por qué no me odias, entonces?».

«Oh, no hables de eso», murmuró arrimándose más a mí y excitándose hasta producir espuma. «Mantenla ahí y apriétame fuerte. A ver, muérdeme el pecho… no muy fuerte… eso, así». Me cogió las manos y me apretó los dedos contra la raja. «¡Vamos, hazlo, hazlo!», musitó, con los ojos en blanco y casi sin aliento.

Un poco después, al mediodía: «¿Tienes que irte ahora? ¿No puedes quedarte un poco más?».

«Quieres otro meneo, ¿no es eso?».

«¿Es que no puedes decirlo con más delicadeza? Señor, ¡si Bill te oyera decir eso!».

Me levanté y retiré un poco su silla. Le cogí la pierna y la colgué por encima del brazo de la silla.

«Nunca llevas ropa interior, ¿verdad? ¿Sabes que eres una zorra?».

Le levanté las faldas y la hice sentarse así, mientras me acababa el café.

«Juega con él un poquito, mientras acabo esto».

«Eres asqueroso», dijo, pero hizo lo que le dije.

«Ábrelo con dos dedos. Me gusta su color. Es como el coral por dentro. Como tus orejas. Dices que Bill tiene un aparato tremendo. No sé cómo consigue meterlo ahí». Acto seguido, cogí una vela del aparador que tenía al lado y se la pasé.

«Vamos a ver si puedes metértela entera».

Extendió la otra pierna sobre el otro brazo de la silla y empezó a metérsela. Se miraba atentamente, con los labios separados, como al borde de un orgasmo. Empezó a moverse hacia delante y hacia atrás, y después se puso a girar el culo. Empujé su silla más atrás, me arrodillé y miré.

«Puedes obligarme a hacer cualquier cosa, so cerdo».

«Te gusta, ¿no es así?».

Estaba a punto de correrse. Saqué la vela y le metí los dedos por el chocho.

«¿Es bastante grande para ti?». Me acercó la cabeza y me mordió los labios.

Me puse de pie y me desabroché la bragueta. En menos que canta un gallo me la había sacado y se la había metido en la boca. Traga, traga, como un buitre hambriento. Me corrí en su boca.

«Dios mío», dijo, ahogándose y echando babas, «nunca había hecho esto». Corrió al cuarto de baño, como si hubiera tragado veneno.

Fui dentro y me eché en la cama. Encendí un cigarrillo y esperé a que se reuniera conmigo. Sabía que la cosa iba a prolongarse un buen rato.

Volvió con la bata de seda, sin nada debajo. «Quítate la ropa», dijo, levantando las sábanas y metiéndose dentro. Nos quedamos tumbados acariciándonos; tenía el coño empapado.

«Hueles maravillosamente», dije. «¿Qué te has puesto?».

Me cogió la mano y me la puso en la nariz.

«No está mal», dije. «¿Qué es?».

«¡Adivínalo!».

Se levantó impulsivamente, se fue al baño y volvió con un frasquito de perfume. Se echó un poco en la mano y me frotó los genitales con ella; después echó unas gotas en los pelos del pubis. Quemaba como el fuego. Agarré la botella y se la pasé por todo el cuerpo, de la cabeza a los pies. Después me puse a lamerle los sobacos, le mordí en el pelo de encima del coño y le deslicé la lengua, como una serpiente, por la curva de los muslos. Se meneaba para arriba y para abajo como si tuviera convulsiones. Seguí hasta que tuve tal erección, que aun después de una descarga siguió empinada como un martillo. Eso la excitó terriblemente. Quería probar toda clase de posiciones y lo hizo. Tuvo varios orgasmos sucesivos y casi se desmayó. La tumbé en una mesita y, cuando estaba a punto de explotar, la levanté y me paseé por la habitación con ella dentro; después la saqué y la hice andar con las manos, sujetándola por los muslos, metiéndosela y sacándola para excitarla todavía más.

Tenía los labios hechos trizas de los mordiscos y estaba llena de marcas, unas verdes, otras azules. Yo tenía un extraño sabor en la boca, de cola de pescado y Chanel 976 ½. Mi polla parecía una manguera de goma machucada; me colgaba entre las piernas, cuatro o cinco centímetros más larga de lo normal y tan hinchada, que era irreconocible. Cuando salí a la calle sentía debilidad en las rodillas. Fui a una lechería y me tomé dos leches malteadas. Un palete superior, pensé, al tiempo que me preguntaba cómo reaccionaría, cuando volviera a ver a Woodruff.

A Woodruff le pasaron cosas en rápida sucesión. En primer lugar, perdió su empleo en el banco. Después Ida se escapó con uno de sus mejores amigos. Cuando descubrió que ella había estado acostándose con el tipo todo un año antes de escaparse, quedó tan abatido, que anduvo de juerga un año. Después de eso lo atropelló un coche y tuvieron que trepanarle el cerebro. Luego su hermana se volvió loca, prendió fuego a la casa y quemó vivos a sus propios hijos.

No podía entender por qué habían de sucederle esas cosas a él, Bill Woodruff, que nunca había hecho daño a nadie.

De vez en cuando me lo encontraba en Broadway y charlábamos un poco parados en una esquina. Nunca insinuó sospechar que yo hubiera hecho de las mías con su amada Ida. Ahora hablaba de ella con rencor, decía que era una zorra desagradecida que nunca había mostrado ni chispa de sentimiento. Pero era evidente que todavía la amaba. No obstante, estaba viviendo con otra chica, una manicura, no tan atractiva como Ida, pero leal y digna de confianza, como él dijo. «Quiero que la conozcas un día», dijo. Le prometí que así haría… algún día. Y después, cuando ya me marchaba, dije: «¿Sabes qué ha sido de Ida?».

«Hace teatro», dijo. «Supongo que es su sitio. Deben de haberla aceptado por el aspecto… nunca vi que tuviera el menor talento».

Ida Verlaine. Seguía pensando en ella y en aquellos días de libertad y despreocupación del pasado, mientras me situaba a la entrada del baile. Tenía unos minutos por matar. Había olvidado el dinero que llevaba en el bolsillo. Seguía clavado al pasado. Me preguntaba si debería entrar un día en el teatro y echar un vistazo a Ida desde la tercera fila. O subir a su camerino y tener un pequeño tête-à-tête con ella, mientras se maquillaba. Me preguntaba si seguiría su cuerpo tan blanco como siempre. Entonces llevaba su negro pelo muy largo y le caía sobre los hombros. La verdad es que tenía un polvo de aúpa. Un puro polvo, eso era. Y Woodruff tan perplejo ante todo aquello, tan inocente, tan reverente. Recuerdo haberle oído decir en cierta ocasión que le besaba el culo todas las noches, para demostrarle que era su esclavo fiel. Lo extraño es que ella no le meara encima. ¡Se lo merecía, el muy imbécil!

Y después pensé en algo que me hizo reír. Los hombres siempre piensan que tener la polla grande es una de las mayores bendiciones de la vida. Creen que basta con menearla ante una mujer y es tuya. Bueno, pues, si alguien tenía la polla grande, era Bill Woodruff. Era una auténtica polla de caballo. Recuerdo la primera vez que la vi: apenas podía creer lo que veía. Ida debería haber sido su esclava, si todos esos embustes sobre las pollas grandes fueran verdad. La impresionaba de lo lindo, pero en el mal sentido. Estaba muerta de miedo. La dejaba helada. Y cuanto más empujaba y taponaba él, más pequeña se volvía ella. Igual podría haberla follado entre las tetas, o en los sobacos. Ella habría disfrutado más con eso, indudablemente. Pero a Woodruff nunca se le ocurrían ideas así. Las habría considerado degradantes. No le puedes pedir a la mujer que idolatras que te deje jodértela entre las tetas. Nunca le pregunté cómo mojaba el churro. Pero ese rito de lamerle el culo me hacía sonreír. Es muy duro estar loco por una mujer y después descubrir que la naturaleza te ha jugado una mala pasada.

Ida Verlaine. Tenía el presentimiento de que pronto iba ir a visitarla. Ya no sería el mismo coño suave y ajustado. Conociendo a Ida, para entonces tenía que haberse dado de sí lo suyo. Aun así, a poco jugo que le quedara, con sólo que el culo siguiese siendo suave y resbaladizo al tacto, valdría la pena probarlo otra vez.

Pensando en ella empecé a tener una erección.

Esperé media hora más, pero no había señales de Mona. Decidí subir arriba y preguntar. Me enteré de que se había ido a casa temprano: con un tremendo dolor de cabeza.