Capítulo VII

De vuelta en la ciudad, encontré una nota en el timbre de Ulric: era de Mara. Había llegado poco después de que nos fuéramos. Había estado sentada en la escalera esperándome, había esperado varias horas, de creer sus palabras. Una posdata me informaba de que había ido a Rockaway con sus dos amigas. Debía llamarla en cuanto pudiera.

Llegué al anochecer y la encontré esperándome en la estación; iba vestida con un traje de baño sobre el que se había puesto un impermeable. Florrie y Hannah estaban durmiendo otra vez en el hotel; Hannah había perdido su bonita dentadura falsa y estaba en estado de postración nerviosa. Dijo que Florrie se volvía al bosque, se había enamorado locamente de Bill, uno de los montañeses. Pero primero tenía que abortar. No era nada… por lo menos para Florrie. Lo único que le preocupaba era que con cada aborto parecía ensanchársele; pronto no iban a servirle más que los negros.

Me condujo a otro hotel, donde íbamos a pasar la noche juntos. Nos sentamos a charlar un rato en el lúgubre comedor mientras tomábamos una cerveza. Mara tenía un aspecto extraño con aquel impermeable: como una persona a la que un incendio hubiese obligado a salir de casa a medianoche. Estábamos ansiosos por irnos a la cama, pero, para no despertar sospechas, hubimos de fingir que no teníamos prisa. Yo había perdido completamente el sentido espacial: me parecía como si nos hubiéramos citado en una habitación oscura en el Océano Atlántico la víspera de un éxodo. Dos o tres parejas más entraron silenciosamente, sorbieron sus bebidas y charlaron a hurtadillas y con susurros apagados. Un hombre pasó con un cuchillo de carnicero cubierto de sangre, sosteniendo por las patas un pollo decapitado; la sangre goteó por el suelo, dejando un rastro en zigzag… como el paso de una puta borracha que menstruara profusamente.

Finalmente, nos guiaron hasta una celda en el extremo de un largo pasillo. Era como el final de un mal sueño, o la mitad perdida de un cuadro de Chirico. El pasillo formaba el eje de dos mundos sin ninguna relación; si te ibas por la izquierda en lugar de por la derecha, podía ser que nunca volvieras a encontrar el camino de vuelta. Nos desnudamos y caímos en la cama de hierro con hambre sexual de seis semanas. Nos lanzamos al asunto como un par de luchadores que se hubieran quedado a desenredarse en un ruedo vacío después de que se hubiesen apagado las luces y de que la muchedumbre se hubiera dispersado. Mara luchaba frenéticamente para llegar a un orgasmo. En cierto modo había quedado separada de su aparato sexual; era de noche y estaba perdida en la oscuridad; sus movimientos eran los de un durmiente luchando con desesperación por volver a entrar en el cuerpo que había empezado a ceder. Me levanté para lavarme, para refrescármela con un poco de agua fría. No había lavabo en la habitación. A la luz mortecina de una bombilla casi extinta me vi en un espejo resquebrajado; tenía la expresión de un Jack el Destripador buscando un sombrero de paja en un orinal. Mara yacía boca abajo en la cama, jadeando y sudando; tenía el aspecto de una odalisca apaleada compuesta de pedazos de mica mellados. Me puse los pantalones y anduve vacilante por el pasillo, semejante a un túnel, en busca del lavabo. Un hombre calvo, desnudo de cintura para arriba, se encontraba ante una pila de mármol lavándose el torso y los sobacos. Esperé a que terminara. Resoplaba como una morsa mientras realizaba sus abluciones; cuando hubo acabado, abrió un bote de polvos de talco y se espolvoreó generosamente el torso, que estaba arrugado y encostrado como la piel de un elefante.

Cuando regresé, encontré a Mara fumando un cigarrillo y acariciándose. Se consumía de deseo. Volvimos al asunto, probando como los perros esa vez, pero no había forma. La habitación empezó a combarse y a hincharse, las paredes rezumaban, el colchón, que era de paja, casi tocaba el suelo. La sesión empezó a adquirir todos los aspectos y proporciones de un mal sueño. Desde el extremo del pasillo llegaba el resuello entrecortado de un asmático; sonaba como las notas finales de un huracán silbando por una ratonera arrugada.

Justo cuando estaba a punto de correrse, oímos que alguien andaba en la puerta. Me retiré y asomé la cabeza. Era un borracho que intentaba encontrar su habitación. Unos minutos después, cuando fui al lavabo a darme otra ducha fría en la polla, aún seguía buscando su habitación. Todas las ventanas estaban abiertas y de ellas llegaba una cacofonía estentórea que parecía la Epifanía de Juan, el comedor de saltamontes. Cuando volví a reanudar mi suplicio, parecía como si mi polla estuviera hecha de viejas tiras de goma. Ya no sentía absolutamente nada en el capullo; era como empujar un trozo de sebo rígido por una tubería. Y lo peor era que la batería estaba completamente descargada; si algo hubiese de ocurrir entonces, sería del estilo de hiel y gusanos correosos o una gota de pus en una solución de requesón claro. Lo que me sorprendía era que siguiera tiesa como un martillo; había perdido toda la apariencia de un instrumento sexual; tenía el aspecto repugnante de un cachivache barato de las rebajas de los grandes almacenes, como un aparejo de pesca de color vivo sin el cebo. Y en aquel brillante y resbaladizo cachivache, Mara se retorcía como una anguila. Había dejado de ser una mujer en celo, ya no era siquiera una mujer; era una simple masa de contornos indefinibles culebreando y serpenteando como un pedazo de cebo fresco que se viera subir y bajar a través de un espejo convexo en un mar embravecido.

Hacía mucho que había yo perdido el interés por sus contorsiones; exceptuando la parte de mí que estaba dentro de ella, estaba tan fresco como un pepino y tan lejano como Sirio. Era como un mensaje de larga distancia relativo a la muerte de alguien a quien hubieses olvidado hacía mucho. Lo único que esperaba era sentir esa increíble explosión abortada de estrellas mojadas que vuelven a caer sobre el suelo de la matriz como caracoles muertos.

Hacia el amanecer, hora oficial del Este, vi, por la expresión de leche condensada helada en la mandíbula, que estaba viniendo. Su cara pasó por todas las metamorfosis de la primera vida uterina, sólo que hacia atrás. Con la última chispa mortecina, se desinfló como un globo pinchado, con los ojos y las ventanas de la nariz humeando como bellotas tostadas en un lago de piel pálida ligeramente rizado. Me retiré de ella y me zambullí de cabeza en un coma que acabó hacia la noche con una llamada a la puerta y toallas limpias. Miré por la ventana y vi una colección de tejados cubiertos de alquitrán salpicados aquí y allá con palomas grises. De la orilla del océano llegaba el rugido del oleaje seguido de una sinfonía de sartenes, de exasperadas planchas de metal enfriándose en una llovizna a 139 grados centígrados. El hotel zumbaba y ronroneaba como una gruesa mosca de ciénaga agonizando en la soledad de un pinar. En el intervalo se habían producido a lo largo del pasillo más hundimientos y depresiones. El mundo de lª Categoría de la izquierda estaba completamente cerrado y enmaderado, como esas colosales casas de baños a lo largo del paseo marítimo que, fuera de temporada, se encogen y expiran jadeantes a través de innumerables grietas y tablillas. El otro mundo inefable de la derecha había quedado demolido por un martillo pilón, obra sin lugar a dudas de algún maníaco que intentaba justificar su existencia haciendo de jornalero. El piso del pasillo estaba legamoso y resbaladizo, como si un ejército de focas con cremallera hubiera estado yendo y viniendo hasta el lavabo todo el día. Aquí y allá una puerta abierta revelaba la presencia de ninfas acuáticas grotescamente plásticas que habían conseguido comprimir sus abultados rodillos mamíferos en redes de pescar, como de sílfide, hechas de lana de vidrio y tiras de arcilla mojada. Las últimas rosas del verano estaban marchitándose y quedando reducidas a ubres papudas con brazos y piernas. Pronto la epidemia habría pasado y el océano recuperaría su aspecto de grandeza gelatinosa, de dignidad mucilaginosa, de soledad sombría y resentida.

Nos tendimos en la hondonada de una duna de arena supurante, junto a una extensión de estramonio ondulante y al abrigo de una carretera pavimentada por la que rodaban los emisarios del progreso y la ilustración con ese estruendo familiar y sedante que acompaña a la locomoción de artefactos de hojalata, armados con agujas de hacer punto de acero, que pasan escupiendo y peyéndose. El sol estaba poniéndose por el este como de costumbre, pero no con esplendor ni brillantez, sino con hastío, como una brillante tortilla sumergida en nubes de mocos y flemas. Era el marco ideal para el amor, como el que venden o alquilan los quioscos entre las cubiertas de una manejable edición de bolsillo. Me quité los zapatos y coloqué tranquilamente el dedo gordo del pie en la primera cavidad de la entrepierna de Mara. Su cabeza apuntaba al sur; la mía, al norte: las teníamos apoyadas en las manos bajo la nuca, con los cuerpos relajados y flotando en la corriente magnética como dos enormes ramas suspendidas sobre la superficie de un lago de gasolina. Un visitante del Renacimiento, que nos hubiera encontrado inesperadamente, podría perfectamente habernos tomado por dos personajes salidos de un cuadro que representase el final violento del séquito sarnoso de un dux sibarita. Yacíamos al borde de un mundo en ruinas, composición que era un estudio bastante precipitado de perspectivas y escorzo en que nuestras postradas figuras hacían de detalle pintoresco.

La conversación era completamente inconexa y brotaba con sonido apagado como una bala al chocar con el músculo y el tendón. No estábamos hablando, simplemente estábamos aparcando nuestros instrumentos sexuales en el aparcamiento, gratuito y vacío, para máquinas de chicle al borde de un oasis de gasolina. La noche caería poéticamente sobre la escena, como una dosis de veneno de tomaina envuelta en un tomate podrido. Hannah encontraría su dentadura postiza detrás de la pianola; Florrie se apropiaría de un abrelatas oxidado con el que iniciar la hemorragia.

La arena mojada se nos pegaba al cuerpo con la tenacidad de un empapelado de pared recién colocado. De las fábricas y hospitales cercanos llegaba el aroma congraciador de productos químicos gastados, de cabello empapado en pipí, de órganos inútiles extirpados vivos y dejados para descomponerse lentamente y por una eternidad en vasijas cerradas y etiquetadas con gran cuidado y veneración. Un breve sueño crepuscular en los brazos de Morfeo, el perro salchicha del Danubio.

Cuando regresé a la ciudad. Maude me preguntó con sus educados modales de pez si habla pasado un día agradable. Comentó que estaba bastante ojeroso. Añadió que también ella estaba pensando en tomarse unas pequeñas vacaciones; había recibido una invitación de una antigua amiga del colegio de monjas para pasar unos días en su casa del campo. Me pareció una idea excelente.

Dos días después, las acompañé a ella y a la niña a la estación. Me preguntó si no me importaba hacer parte del viaje con ellas. No vi razón por la que no habría de hacerlo. Además, pensé que quizá tuviera algo importante que decirme. Subí al tren y las acompañé un trecho por el campo, hablando de cosas sin importancia y preguntándome cuándo desembucharía. No ocurrió nada. Finalmente, bajé del tren y les dije adiós con la mano. «Di adiós a papá», pidió a la niña. «No vas a verlo durante varias semanas». ¡Adiós, adiós! ¡Adiós, adiós! Agitaba la mano en señal de despedida, como cualquier papá de las afueras despidiendo a su esposa y a su hija. Varias semanas, había dicho. Eso sería excelente. Recorrí el andén para arriba y para abajo esperando al tren y pensando en todas las cosas que haría en su ausencia. Mara estaría encantada. Iba a ser como una luna de miel privada: podríamos hacer un millón de cosas maravillosas por espacio de varias semanas.

El día siguiente me desperté con un dolor de oídos espantoso. Telefoneé a Mara y le pedí urgentemente que se reuniera conmigo en la consulta del doctor. El doctor era uno de los demoníacos amigos de mi mujer. En cierta ocasión casi había asesinado a la niña con sus instrumentos de tortura medievales. Ahora me tocaba a mí. Dejé a Mara sentada en un banco junto a la entrada al parque.

El doctor pareció encantado de verme; mientras se enfrascaba conmigo en una discusión pseudoliteraria, puso a hervir sus instrumentos. Después probó una jaula de cristal accionada eléctricamente que parecía un reloj transparente, pero que en realidad era un tipo diabólico de artefacto inhumano para extraer sangre y que pensaba probar como estímulo a la hora de la despedida.

Tantos doctores me habían hecho chapuzas en el oído, que para entonces ya era yo todo un veterano. Cada nueva irrupción significaba que el hueso muerto se acercaba cada vez más al cerebro. Por último iba a haber una gran conjunción, el mastoides llegaría a ser como un potro salvaje, iba a haber un concierto de sierras y mazos de plata, y me mandarían a casa con la cara torcida por un lado como un rapsoda hemipléjico.

«Naturalmente, ya no oye usted nada con este oído, ¿verdad?», dijo, metiéndome un alambre al rojo hasta el centro del cráneo sin una palabra de aviso.

«No, nada», respondí, casi resbalando del asiento de dolor.

«Vamos a ver, esto va a doler un poquito», dijo, manipulando un garfio de aspecto diabólico.

Siguió así, cada operación un poco más dolorosa que la anterior, hasta que estuve tan fuera de mí, que deseaba pegarle una patada en el vientre. Todavía faltaba la jaula eléctrica: era para irrigar los canales, para extraer la última pizca de pus, y mandarme a la calle encabritado como un potro.

«Es un asunto molesto», dijo, encendiendo un cigarrillo para darme un respiro. «A mí tampoco me gustaría pasar por eso. A poco que empeore, será mejor que me deje operarle».

Me preparé para la irrigación. Insertó la boquilla y puso el contacto. Sentí como si estuviera irrigándome el cerebro con una solución de ácido prúsico. Salía pus y con él un hilo de sangre. El dolor era agudísimo.

«¿De verdad le duele tanto?», exclamó al ver que me había quedado blanco como una sábana.

«Duele más que eso», dije. «Si no para pronto, lo haré añicos. Prefiero tener un mastoides triple y parecer un sapo demente».

Sacó la boquilla y con ella el forro del oído, del cerebelo, de un riñón y la médula del cóccix.

«Buen trabajo», dije. «¿Cuándo debo volver?».

Consideró que era mejor que volviese el día siguiente: simplemente para ver cómo mejoraba.

Mara se asustó al verme. Quería llevarme a casa y cuidarme. Yo estaba tan agotado, que no podía resistir a nadie cerca de mí. Me apresuré a despedirme de ella. «¡Mañana nos veremos!».

Fui a casa tambaleándome como un borracho, me desplomé en el sofá y me quedé profundamente dormido, como drogado. Cuando me desperté, estaba amaneciendo. Me sentí de primera. Me levanté y fui a dar un paseo por el parque. Los cisnes estaban volviendo a la vida: sus mastoides eran inexistentes.

Cuando cesa el dolor, la vida parece espléndida, aun sin dinero ni amigos ni ambiciones elevadas. Simplemente respirar con facilidad, caminar sin un espasmo o una punzada repentinos. Entonces los cisnes son muy bellos. Los árboles también. Hasta los automóviles. La vida se desliza sobre patines de ruedas; la tierra está grávida y produce constantemente nuevos campos de espacio magnético. ¡Ved cómo inclina el viento las menudas briznas de hierba! Cada brizna es sensible; todo responde. Si la propia tierra sintiera dolor, no podríamos hacer nada para remediarlo. Los planetas nunca tienen dolor de oídos; son inmunes, si bien llevan dentro dolor y sufrimiento indecibles.

Por una vez llegué a la oficina antes de la hora. Trabajé como un troyano sin sentir la menor fatiga. A la hora fijada me reuní con Mara. Estaba sentada de nuevo en el banco del parque, en el mismo sitio.

Aquella vez el doctor se limitó a examinar el oído, arrancó una nueva costra, untó una crema suavizante y lo tapó. «Tiene buen aspecto», masculló, «vuelva dentro de una semana».

Mara y yo estábamos de buen humor. Cenamos en un parador y tomamos un poco de Chianti. Hacía una noche suave, ideal para dar un paseo por los prados. Al cabo de un rato, nos tumbamos en la hierba y contemplamos las estrellas. «¿Crees que estará fuera de verdad varias semanas?», preguntó Mara.

Parecía demasiado bueno para ser cierto.

«Tal vez no regrese nunca», dije. «Quizá fuera eso lo que quería decirme, cuando me pidió que las acompañase parte del viaje. Puede que perdiera el ánimo en el último instante».

Mara no creía que fuera la clase de persona capaz de hacer un sacrificio así. En cualquier caso, daba igual. Por un tiempo podíamos ser felices, podíamos olvidar que existía.

«¡Ojalá pudiéramos irnos juntos de este país!», dijo Mara. «Me gustaría ir a otro país, a algún sitio donde nadie nos conozca».

Convine en que eso sería ideal. «Algún día lo haremos», dije. «No hay ni una persona que me importe aquí. Mi vida entera era absurda… hasta que te conocí».

«Vamos a remar al lago», dijo Mara de repente. Nos levantamos y fuimos paseando hasta el parque. Demasiado tarde, todas las barcas estaban cerradas. Nos pusimos a caminar sin rumbo por un sendero junto al agua; pronto llegamos a una caseta construida sobre el agua. Estaba desierta. Me senté en el tosco banco y Mara se sentó en mis rodillas. Llevaba el vestido de muselina almidonado que tanto me gustaba. Debajo, nada. Bajó por un momento de mis rodillas y, alzándose el vestido, se me puso a horcajadas. Echamos un polvo maravilloso, estrechamente enlazados. Cuando acabamos, nos quedamos sentados un rato sin desengancharnos, mordisqueándonos en silencio los labios y las orejas.

Después nos levantamos y, al borde del lago, nos lavamos con nuestros pañuelos. Estaba secándome la polla con el extremo de la camisa, cuando Mara me cogió del brazo de pronto y señaló algo que se movía tras un matorral. Lo único que pude ver fue un destello de algo brillante. Me abroché rápidamente los pantalones y, cogiendo a Mara del brazo, volvimos al sendero de grava y empezamos a caminar despacio en dirección opuesta.

«Era un gurí, estoy segura», dijo Mara. «Es lo que hacen esos guarros pervertidos. Siempre están escondidos entre los matorrales espiando a la gente».

Ya lo creo, al cabo de un instante oímos los pesados pasos de un estúpido irlandés.

«Un momento, ustedes dos», dijo, «¿adónde van tan campantes?».

«¿Qué quiere decir?», dije, fingiendo molestarme. «Estamos dando un paseo, ¿es que no lo ve?».

«Ya era hora de que dieran un paseo», dijo. «Estoy dispuesto a llevármelos a la comisaría. ¿Qué creen que es esto? ¿Una cuadra de sementales?».

Fingí no saber de qué hablaba. Como era un irlandés, eso lo enfureció.

«¡Nada de insolencias!», dijo. «Más vale que se lleve a esa chavala de aquí, si no quiere que lo detenga».

«Es mi esposa».

«Conque… su esposa, ¿eh? Vaya, vaya, ¡qué enternecedor! ¿Qué? Pelando la pava, ¿eh? Y, encima, lavándose las partes en público… ¡En mi vida he visto una cosa igual! ¡Alto, ahí! ¡Sin prisas! Ha cometido un delito grave, amigo, y si ésta es su esposa, ella va a ir para delante también».

«Oiga, no querrá decir…».

«¿Cómo se llama?», me preguntó, interrumpiéndome bruscamente y buscándose en el bolsillo la libreta.

Se lo dije.

«¿Y dónde vive?».

Se lo dije.

«Y ella, ¿cómo se llama?».

«Igual que yo… ya le he dicho que es mi esposa».

«Sí, ya me lo ha dicho», dijo, con una mirada de reojo lasciva. «Muy bien. Y ahora, vamos a ver, ¿a qué se dedica para ganarse la vida? ¿Trabaja?».

Saqué la cartera y le enseñé el carnet cosmodemónico que siempre llevaba conmigo y que me autorizaba a viajar gratis en todas las líneas de metro, tren elevado y tranvías de la ciudad del Gran Nueva York. Se rascó la cabeza al verlo y se echó un poco hacia atrás la gorra. «Así que es usted el jefe de personal, ¿verdad? Es una posición bastante responsable para un joven como usted». Pausa tensa. «Supongo que le gustaría conservar el empleo un poco más, ¿no es así?».

De repente, tuve la visión de mi nombre en grandes titulares en los diarios de la mañana. Bonita historia podrían escribir los periodistas, si lo deseaban. Había llegado el momento de hacer algo.

«Mire, señor agente», voy y le digo, «hablémoslo con calma. Vivo cerca de aquí… ¿por qué no me acompaña a casa? Puede que mi esposa y yo hayamos sido un poco atolondrados… no hace mucho que estamos casados. No deberíamos habernos comportado así en un lugar público, pero estaba oscuro y no había nadie por aquí…».

«Bueno, podría haber una forma de arreglarlo», va y dice. «No quiere usted perder su empleo, ¿verdad?».

«No, no quiero», voy y le digo, preguntándome al mismo tiempo cuánto dinero llevaba en el bolsillo y si lo aceptaría o no.

Mara estaba andándose en el bolso.

«Más despacio, señora. Ya sabe que no se puede sobornar a un agente de la ley. Por cierto, si no es demasiado preguntar, ¿a qué iglesia van?».

Le respondí al instante, dándole el nombre de la iglesia católica de nuestra esquina.

«Entonces, ¡usted es uno de los muchachos del padre O’Malley! Hombre, ¿por qué no me ha dicho eso lo primero? Claro, no le gustaría desacreditar a la parroquia, ¿verdad?».

Le dije que me moriría, si se enterara el padre O’Malley.

«¿Y se casaron en la iglesia del padre O’Malley?».

«Sí, pa… digo agente. Nos casamos el pasado mes de abril».

Yo estaba intentando contar los billetes que llevaba en el bolsillo sin sacarlos. Parecía que sólo había tres o cuatro pavos. Me preguntaba cuánto tendría Mara. El gurí había empezado a andar y nosotros lo seguimos. A los pocos pasos se detuvo de pronto. Señaló hacia adelante con la porra. Y con la porra en el aire y la cabeza ligeramente desviada, inició un lento monólogo sobre una próxima novena a Nuestra Señora del Botarel o algo por el estilo, al tiempo que decía extendiendo la mano izquierda que el camino más corto para salir del parque era recto por ahí y cuidadito con portarse mal, y cosas así.

Mara y yo le pusimos unos billetes en la mano y, agradeciéndole su amabilidad, nos las guillamos.

«Creo que es mejor que vengas conmigo a casa», dije. «Si no era bastante lo que le hemos dado, puede venir a hacernos una visita. No me fío de estos cabrones asquerosos… Padre O’Malley, ¡no te jode!».

Corrimos a casa y nos encerramos. Mara estaba todavía temblando. Encontré un poco de vino de Oporto escondido en el aparador.

«Lo único que faltaba ahora», dije, mientras me bebía un vaso, «era que volviese Maude y nos sorprendiera».

«No sería capaz de hacer eso, ¿verdad?».

«Sólo Dios sabe lo que sería capaz de hacer».

«Creo que lo mejor sería dormir aquí abajo», dijo Mara. «No me gustaría dormir en su cama».

Acabamos el vino y nos desnudamos. Mara salió del baño con una bata de seda de Maude. Me sobresalté al verla en la ropa de Maude. «Soy tu esposa, ¿no?», dijo, rodeándome con los brazos. Sentí un escalofrío al oírla decir eso. Se paseó por la habitación examinando las cosas.

«¿Dónde escribes?», preguntó. «¿En esta mesita?».

Dije que sí con la cabeza.

«Deberías tener una gran mesa y una habitación propias. ¿Cómo puedes escribir aquí?».

«Tengo un gran escritorio arriba».

«¿Dónde? ¿En el dormitorio?».

«No, en el salón. Es maravillosamente lúgubre… ¿te gustaría verlo?».

«No», dijo rápidamente, «prefiero no ir ahí arriba. Siempre pensaré en ti sentado aquí en este rincón junto a la ventana… ¿Ahí es donde me escribiste esas cartas?».

«No», dije, «te escribía desde la cocina».

«Enséñamela», dijo. «Enséñame sólo donde te sentabas. Quiero verte en esa actitud».

La cogí de la mano y la conduje hasta la cocina. Me senté e hice como que le escribía una carta. Se inclinó sobre mí y colocando los labios en la mesa besó el espacio que quedaba entre mis brazos.

«Nunca soñé con que iba a ver tu casa», dijo. «Es extraño ver el lugar que va a tener tanta influencia en la vida de una. Es un lugar sagrado. Ojalá pudiéramos llevamos esta mesa y esta silla… todo… hasta la estufa. Ojalá pudieras trasladar la habitación entera e instalarla en nuestro nuevo hogar. Nos pertenece esta habitación».

Nos acostamos en el diván del sótano. Hacía una noche cálida y dormimos en pelotas. Hacia las siete de la mañana, estando tumbados y abrazados, se abrieron violentamente las puertas correderas y allí estaba mi querida esposa, el casero, que vivía en un piso de más arriba, y su hija. Nos cogieron en flagrante fruición. Salí de la cama de un brinco y completamente desnudo. Cogí una toalla que estaba en la silla junto al sofá, me la puse alrededor y esperé el veredicto. Maude indicó a sus testigos que entraran y echasen un vistazo a Mara, que estaba allí tumbada tapándose el pecho con una sábana.

«Te pido que hagas el favor de sacar a esta mujer de aquí lo más rápidamente posible», dijo Maude, después de lo cual se dio la vuelta y subió arriba con sus testigos.

¿Habría estado durmiendo toda la noche en nuestra cama? Si era así, ¿por qué había esperado hasta la mañana?

«No te preocupes, Mara. Ya no tiene remedio. Igual podemos quedarnos a desayunar».

Me vestí rápidamente y corrí a comprar huevos y jamón.

«Dios mío, no comprendo cómo puedes tomártelo con tanta calma», dijo, sentada a la mesa con un cigarrillo en los labios y viéndome preparar el desayuno. «¿Es que no tienes sentimientos?».

«Claro que los tengo. Mi sentimiento es que todo ha salido a pedir de boca. Soy libre, ¿te das cuenta?».

«¿Qué vas a hacer ahora?».

«Por lo pronto, me voy a trabajar. Esta noche iré a casa de Ulric: nos vemos allí. Tengo la impresión de que mi amigo Stanley anda detrás de todo esto. Ya veremos».

En la oficina envié un telegrama a Stanley para que se reuniera conmigo por la noche en casa de Ulric. Durante el día tuve una llamada de teléfono de Maude para sugerirme que me buscase una habitación. Dijo que obtendría el divorcio lo más rápidamente posible. No hizo comentarios sobre la situación, sólo una mera declaración práctica y breve. Debía notificarle cuándo deseaba ir a buscar mis cosas.

Ulric se lo tomó con bastante serenidad. Significaba un cambio de vida y para él todos los cambios eran serios. Por su parte, Mara se mostraba completamente dueña de sí misma y deseosa de emprender la nueva vida. Quedaba por ver cómo lo tomaría Stanley.

Al cabo de poco sonó el timbre y allí lo teníamos, con su siniestra expresión habitual y borracho como una cuba. Hacía años que no lo veía así. Había decidido que era un acontecimiento de primera importancia y que había que celebrarlo. Por lo que se refiere a obtener detalles de él, fue absolutamente imposible. «Te dije que te lo arreglaría», dijo. «Has caído como una mosca en una telaraña. Lo había planeado hasta el último detalle. No te pregunté nada, ¿verdad? Sabía exactamente lo que harías».

Echó un trago de un frasco que llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta. Ni siquiera se molestó en quitarse el sombrero. En aquel momento lo veía yo como debía de ser cuando estaba en Fort Oglethorpe. Era la clase de tipo del que me habría mantenido apartado, al verlo en ese estado.

Sonó el teléfono. Era el Dr. Kronski para preguntar por el señor Miller. «¡Felicidades!», gritó. «Voy a verte dentro de unos minutos. Tengo algo que decirte».

«Por cierto», dije, «¿conoces a alguien que tenga una habitación de sobra para alquilar?».

«De eso es de lo que voy a hablarte. Tengo un sitio escogido para ti… arriba, en el Bronx. Es un amigo mío: es médico. Puedes disponer de toda un ala de la casa para ti. ¿Por qué no te llevas a Mara contigo? Te gustará el sitio. Tiene una sala de billar en la planta baja, y una buena biblioteca, y…».

«¿Es judío?», pregunté.

«¿Que si es? Es sionista, anarquista, talmudista y abortista. Un tipo cojonudo… y, si necesitas ayuda, te dará hasta la camisa. He pasado por tu casa… así es como me he enterado. Tu mujer parece encantada. Va a vivir bastante cómodamente con la pensión que habrás de pagarle».

Le conté a Mara lo que había dicho. Decidimos echar un vistazo al sitio inmediatamente. Stanley había desaparecido. Ulric pensaba que podía haber ido al baño.

Fui al baño y llamé. No hubo respuesta. Abrí la puerta. Stanley yacía tumbado en la bañera completamente vestido, con el sombrero sobre los ojos y la botella vacía en la mano. Lo dejé allí tumbado.

«Supongo que se habrá ido», grité a Ulric, al salir.