Capítulo VI

Bien, se había ido a los bosques del norte. En realidad, acababa de llegar. Las dos mofetas la habían acompañado y todo era precioso. Había dos montañeses que las cuidaban, les hacían la comida, les enseñaban a saltar los rápidos, tocaban la guitarra y la armónica para ellas en la terraza trasera por la noche, cuando salían las estrellas, y cosas así: todo ello escrito en una postal en que se veían las maravillosas piñas que caen de los pinos en Maine.

Inmediatamente me di una vuelta por el escondrijo de Carruthers para ver si seguía en la ciudad. Allí estaba efectivamente y muy sorprendido, y nada contento de verme. Fingí que había ido para pedirle prestado un libro que me había interesado la otra noche. Me informó secamente de que hacía mucho que había abandonado la práctica de prestar libros. No estaba nada bebido y evidentemente estaba decidido a librarse de mí lo más rápidamente posible. Cuando me marchaba, noté que había colgado mi retrato con el puñal en el corazón. Advirtió que yo lo había notado, pero no hizo alusión alguna.

Me sentí algo humillado, pero de todos modos enormemente aliviado. ¡Por una vez me había dicho la verdad! Me sentía tan contento, que corrí a la biblioteca pública —y por el camino me compré un bloc y un sobre— y me senté hasta la hora de cerrar a escribir una larga carta. Le decía que me telegrafiara: no podía esperar a recibir noticias por correo. Después de echar la carta, escribí un largo telegrama y se lo envié. Dos días después, al no haber tenido noticias suyas, envié otro telegrama, más largo, y, después de haberlo enviado, me senté en el vestíbulo del Hotel McAlpin y escribí una carta aún más voluminosa que la primera. El día siguiente recibí una corta carta, cariñosa, afectuosa, casi infantil. No mencionaba el primer telegrama. Eso me puso frenético. Quizá me hubiera dado una dirección falsa. Pero ¿por qué iba a hacerlo? En fin, ¡mejor enviar otro telegrama! Le pedía la dirección completa y el teléfono más próximo. ¿Había recibido el segundo telegrama y las dos cartas? «Estáte atenta al correo y a futuros telegramas. Escribe a menudo. Telegrafía, cuando sea posible. Avisa cuando vuelvas. Te quiero. Estoy loco por ti. Habla el Presidente del Consejo de Ministros».

Lo del Presidente del Consejo de Ministros debió de hacer efecto. Pronto llegó un telegrama para Glahn el Cazador, seguido de una carta firmada Victoria[3]. Dios la miraba por encima del hombro mientras escribía. Había visto un ciervo y lo había seguido por el bosque y se había perdido. Los montañeses la habían encontrado y la habían llevado a casa. Eran tipos maravillosamente sencillos, y Hannah y Florrie se habían enamorado de ellos. Es decir, que iban a remar con ellos y a veces dormían en el bosque con ellos toda la noche. Iba a volver dentro de una semana o diez días. No podía resistir estar lejos de mí más de ese tiempo. Después esto: «Vuelvo a ti, quiero ser tu esposa». Así de simplemente lo expresaba. Me pareció maravilloso. La amaba todavía más por ser tan directa, tan sencilla, tan franca y honrada. Le escribí tres cartas seguidas, cambiando de sitio, presa de un delirio de éxtasis.

Febril y en ascuas esperando su regreso. Había dicho que volvería el viernes por la noche. Me telefonearía al estudio de Ulric, tan pronto como llegara a la ciudad. Llegó el viernes por la noche y estuve allí sentado hasta las dos de la mañana esperando su llamada. Ulric, siempre escéptico, dijo que quizá se refiriera al viernes siguiente. Me fui a casa absolutamente desalentado, pero seguro de que sabría algo de ella por la mañana. El día siguiente telefoneé a Ulric varias veces para preguntar si había dado señales de vida. Me dio la impresión de que Ulric estaba aburrido, absolutamente indiferente, casi un poco avergonzado de mí. Al mediodía, cuando salía de la oficina, me tropecé con MacGregor y su mujer paseándose en un coche nuevo. Hacía meses que no nos veíamos. Insistió en que comiera con ellos. Intenté escaparme, pero no pude. «¿Qué te pasa?», dijo, «no eres tú. Una mujer otra vez, supongo. Joder, ¿cuándo vas a aprender a cuidarte?».

Durante la comida me dijo que había decidido ir a dar un paseo hasta Long Island y tal vez pasar la noche allí en algún sitio. ¿Por qué no iba con ellos? Dije que tenía una cita con Ulric. «Muy bien», dijo, «tráete a tu amigo Ulric. No me gusta demasiado, pero, si te hace feliz, ya lo creo que lo recogeremos, ¿por qué no?». Intenté decirle que podría ser que Ulric no estuviese tan deseoso de unírsenos. Se negó a escucharme. «Vendrá», dijo, «déjalo de mi cuenta. Iremos a Montauk Point o a Shelter Island y nos tumbaremos a tomar el sol por allí y descansaremos: te sentará bien. Por lo que se refiere a esa chavala por la que estás preocupado, pero, hombre, ¡olvídala! Si le gustas, vendrá por sí sola. Dales marcha, eso es lo que siempre digo, ¿eh, Tess?», y acto seguido, dio a su esposa un codazo en las costillas que la dejó sin respiración.

Tess Molloy era lo que se dice una irlandesa desaliñada y de buen carácter. Yo creo que era la mujer más fea que he visto, ancha de cintura, marcada de viruela, de pelo escaso y correoso (se estaba quedando calva), pero alegre e indolente, siempre lista para pelear al instante. MacGregor se había casado con ella por razones puramente prácticas. Nunca habían fingido estar enamorados uno del otro. Apenas había siquiera un afecto animal entre ellos, ya que, como se había apresurado a explicarme poco después de su matrimonio, el sexo no significaba nada para ella. No le importaba que le echara un quiqui de vez en cuando, pero no le daba placer. «¿Has acabado?», le preguntaba cada cierto tiempo. Si tardaba mucho, le pedía que fuera a buscarle una copa o que de llevase algo de comer. «Me enfadé tanto con ella una vez, que le llevé el periódico para que lo leyera. “Ahora, ¡anda, lee!”, voy y le digo. “¡Y procura no perderte las historietas!”».

Pensé que iba a costamos mucho convencer a Ulric para que se viniera. Sólo había visto a MacGregor unas pocas veces y siempre había sacudido la cabeza como diciendo: «¡No lo puedo entender!». Para mi sorpresa, Ulric saludó a MacGregor con mucha cordialidad. Acababan de prometerle una buena cantidad por una nueva lata de judías que tenía que hacer la semana próxima y estaba de humor para dejar el trabajo por un rato. Acababa de salir a comprar unas botellas de licor. Naturalmente, no había habido ninguna llamada de teléfono de Mara. No iba a haber ninguna, durante una semana o dos, pensaba Ulric. ¡Tómate una copa!

MacGregor estaba impresionado por la portada de una revista que Ulric acababa de terminar. Se veía a un hombre con una bolsa de golf que se dirigía hacia el césped. A MacGregor le parecía extraordinariamente realista. «No sabía que eras tan bueno», dijo con su falta de tacto habitual. «¿Qué te pagan por un trabajo así?». Ulric se lo dijo. Su respeto aumentó. Mientras tanto, su mujer había visto una acuarela que le gustaba. «¿La ha hecho usted?», preguntó. Ulric dijo que sí con la cabeza. «Me gustaría comprarla», dijo. «¿Cuánto quiere por ella?». Y Ulric dijo que le encantaría dársela, cuando estuviera acabada. «¿Quiere usted decir que todavía no está acabada?», gritó. «A mí me parece acabada. No me importa, la llevaré igualmente, tal como está. ¿Aceptaría veinte dólares por ella?».

«Vamos a ver, escucha, cacho tonta», dijo MacGregor, al tiempo que le daba un golpe en broma en la mandíbula que hizo que se le cayera el vaso de la mano, «este hombre dice que todavía no está acabada. ¿Qué pretendes? ¿Llamarle mentiroso?».

«No digo que esté acabada», dijo, «y no le he llamado mentiroso. Me gusta simplemente como está y quiero comprarla».

«Bueno, cómprala entonces, por Dios Santo, ¡y acaba de una vez!».

«No, de verdad, no podría dejarle llevársela en ese estado», dijo Ulric. «Además, no es lo bastante buena como para venderla: sólo es un boceto».

«Eso no importa», dijo Tess Molloy. «La quiero. Le daré treinta dólares por ella».

«Acabas de decir veinte hace un minuto», intervino MacGregor. «¿Qué te pasa? ¿Estás majareta? ¿Es que nunca has comprado una pintura? Oye, Ulric, será mejor que le dejes que se la lleve o, si no, no saldremos nunca. Me gustaría pescar un poco antes de que acabe el día, ¿qué me decís? Naturalmente, a este andoba» —indicándome con el dedo pulgar— «no le gusta pescar; quiere sentarse y quedarse taciturno, soñar con el amor, contemplar el cielo y chorradas por el estilo. Venga, vamos yéndonos. Sí, bien hecho, llévate una botella: podría apetecernos un trago antes de que lleguemos».

Tess cogió la acuarela de la pared y dejó un billete de veinte dólares sobre la mesa.

«Será mejor que te lo lleves», le advirtió MacGregor. «No sabemos quién podría entrar, mientras estamos fuera».

Después de haber recorrido una manzana más o menos, se me ocurrió que debería haber dejado una nota para Mara en el timbre de la puerta. «¡Oh, a tomar por culo!», dijo MacGregor. «Dale algún motivo para preocuparse: eso les gusta. ¿Eh, chavala?», y volvió a darle un codazo en las costillas a su mujer.

«Si me vuelves a dar un codazo», dijo ella, «te rompo el pescuezo. Te lo digo en serio».

«Lo dice en serio», dijo él, mirando atrás, hacia nosotros, con una sonrisa brillante como una plancha de níquel. «No se la puede pinchar demasiado, ¿verdad, chavala? Sí, tiene buen carácter… si no, no me habría aguantado tanto tiempo, ¿no es verdad, chica?».

«¡Oh, calla la boca! Estáte a lo que estás. No queremos que este coche acabe arrugado como el otro».

«¿No queremos?», gritó él. «La hostia, ésta sí que es buena. ¿Y quién chocó contra el camión de la leche en la carretera de Hampstead en pleno día? ¿Puede usted decírmelo?».

«¡Oh, olvídame!».

Siguieron así hasta más allá de Jamaica. De repente, dejó de importunarla y molestarla y, mirando por el retrovisor, empezó a hablarnos a nosotros de su concepción del arte y de la vida. Estaba muy bien, pensaba, dedicarse a esas cosas —refiriéndose a las pinturas y todas esas tonterías— con tal de que tuviera uno talento. Un buen artista merecía el dinero que ganaba, ésa era su opinión. La prueba era que lo conseguía, si es que nos dábamos cuenta. Cualquiera que tuviese algún talento siempre llegaba a ser reconocido, eso era lo que quería decir. ¿No era así? Ulric dijo que él también lo creía. No siempre, desde luego, pero hablando en general. Desde luego, había tipos como Gauguin, prosiguió MacGregor, y Dios sabe si eran buenos artistas, pero es que en ellos había alguna peculiaridad extraña, algo antisocial, que les impedía ser reconocidos inmediatamente. No se podía culpar al público de eso, ¿verdad? Ciertas personas nacían sin suerte, así era como lo veía él. Su caso, por ejemplo. No era un artista, desde luego, pero es que tampoco era un fracasado. A su modo valía tanto como cualquiera, quizás un poquito más. Y, sin embargo, para demostrar lo inseguro que podía ser todo, nada de lo que había emprendido había salido bien. A veces un pequeño picapleitos lo había vencido. ¿Y por qué? Porque él, MacGregor, se negaba a rebajarse a hacer ciertas cosas. Hay cosas que no se hacen, insistió. ¡No, señor!, y dio un manotazo enfático en el volante. Pero así es como juegan el juego, y se salen con la suya. Pero ¡no siempre! ¡Ah, no!

«Fijaos en Maxfield Parrish», continuó. «Supongo que como artista no vale nada, pero aun así les da lo que desean. Mientras que un tipo como Gauguin tiene que luchar por un mendrugo de pan… y hasta después de muerto le escupen a los ojos. Es un juego extraño, el arte. Supongo que es como todo lo demás: lo haces porque te gusta, así es la cosa, ¿eh? Ahora, fíjate en ese cabrón que va sentado a tu lado —¡sí, !», dijo sonriéndome a través del espejo—: «Se cree que debemos mantenerlo, asistirlo hasta que escriba su obra maestra. Nunca se le ocurre que entretanto podría buscar un trabajo. Oh, no, se niega a mancharse así sus manos blancas como lirios. Es un artista. Bueno, puede que lo sea, no lo sé. Pero primero tiene que demostrarlo, ¿tengo o no tengo razón? ¿Es que alguien me mantuvo porque pensase ser abogado? Está muy bien soñar —a todos nos gusta soñar—, pero alguien tiene que pagar el alquiler».

Acabábamos de pasar por delante de una granja de patos. «Eso, eso es lo que me gustaría», dijo MacGregor. «Nada me gustaría tanto como instalarme en el campo y criar patos. ¿Por qué no lo hago? Porque tengo bastante juicio como para comprender que no sé bastante sobre patos. No basta con soñar con ellos: ¡hay que criarlos! En cambio, aquí, Henry, si se le metiera en la cabeza criar patos, se contentaría con trasladarse aquí y soñar con ello. Primero me pediría que le prestara algo de dinero, naturalmente. Para eso sí que tiene juicio, lo reconozco. Sabe que hay que comprarlos antes de poder criarlos. Así es que, cuando quiere algo —un pato, pongamos por caso— va y dice tan campante: “Dame algo de dinero, ¡quiero comprar un pato!”. Bueno, pues, eso es lo que yo llamo falta de sentido práctico. Eso es soñar… ¿Cómo conseguí yo mi dinero? ¿Lo recogí entre los arbustos? Cuando le digo que salga a conseguirlo, se enfada. Piensa que estoy contra él. ¿Es verdad? ¿O te estoy calumniando?», y me dedicó otra sonrisa plateada por el retrovisor.

«Bueno, hombre», le dije. «No te lo tomes tan a pecho».

«¿Tomarlo a pecho? ¿Habéis oído? Joder, si crees que me paso las noches sin dormir pensando en ti, estás muy equivocado. Estoy intentando llevarte por el buen camino, nada más. Estoy intentando meterte un poco de sentido común en la cabezota. De sobra sé que no quieres criar patos, pero debes reconocer que de vez en cuando se te ocurren ideas demenciales. Joder, espero que no te hayas olvidado de la vez en que intentaste venderme una Enciclopedia Judía. Imaginaos, quería que firmara por una colección para que él obtuviese su comisión, y que la devolviera al cabo de poco… como lo oís. Tenía que contarles algún cuento que él había inventado a lo loco. Ésa es la clase de genio que tiene para los negocios. ¿Me imagináis a mí, que soy abogado, firmando una cosa así falsificada? No, joder, le tendría más respeto, si me hubiera dicho que quería criar patos. Puedo entender que un tipo quiera criar patos. Pero intentar encajarle una Enciclopedia Judía a tu mejor amigo… eso es indecente, aparte de que es ilegal e insostenible. Ésa es otra: piensa que la ley es toda basura. “No creo en ella”, dice, como si el hecho de creer o no creer cambiara las cosas. En cuanto tiene un problema, acude a mí corriendo. “Haz algo”, dice, “tú sabes lo que conviene en estos casos”. Para él es un simple juego. Podría vivir sin leyes, según cree, pero apuesto algo a que está metido en líos constantemente. Y, desde luego, la idea de pagarme por el trabajo que me tomo, o simplemente por el tiempo que pierdo con él, nunca se le pasa por la chola. Debo hacer esas cositas para él por amistad. ¿Entendéis lo que quiero decir?».

Nadie dijo nada.

Seguimos en silencio durante un rato. Pasamos por delante de otras granjas de patos. Me pregunté cuánto tardaría uno en volverse loco, si se comprara un pato y se instalase en Long Island con él. Walt Whitman nació por allí. En cuanto recordé su nombre, como con la compra del pato, quise visitar su lugar de nacimiento.

«¿Y si fuéramos a visitar el lugar de nacimiento de Walt Whitman?», dije en voz alta.

«¿Qué?», gritó MacGregor.

«¡Walt Whitman!», chillé. «Nació por aquí, en Long Island. Vamos a verlo».

«¿Sabes dónde?», gritó MacGregor.

«No, pero podríamos preguntar a alguien».

«¡Oh, a tomar por culo! Creí que sabías dónde era. Esta gente de por aquí no va a saber quién fue Walt Whitman. Yo tampoco lo sabría, si no fuera porque tú hablas más que la hostia de él. Era un poco marica, ¿verdad? ¿No me dijiste que estaba enamorado de un conductor de autobús? ¿O que le gustaban los negros? Ya no me acuerdo».

«Tal vez las dos cosas», dijo Ulric, descorchando la botella.

Estábamos pasando por una ciudad. «Hostias, ¡me parece conocer este lugar!», dijo MacGregor. «¿Dónde diablos estamos?». Se detuvo junto al bordillo y llamó a un peatón. «¡Hey! ¿Cómo se llama este pueblo?». El hombre se lo dijo. «¿Qué os parece?», dijo. «Me parecía reconocer este lugar de mala muerte. Huy, la hostia, ¡qué purgaciones pesqué aquí en cierta ocasión! Me pregunto si podría encontrar la casa. Me gustaría pasar por delante y ver si aquella putilla tan mona sigue sentada en el balcón. Dios mío, la muñeca más bonita que imaginarse pueda: un angelito, daba la impresión. ¡Y menudo cómo follaba! Una de esas putillas excitables, siempre en celo: ya sabéis, una de ésas que te lo están colocando en las narices constantemente y restregándotelo por la cara. Vine aquí en el coche un día que llovía a cántaros y que estaba citado con ella. Condiciones ideales. Su marido había salido de viaje y ella estaba que se moría por un polvo… Ahora estoy intentando recordar dónde la conocí. Lo que sé es que me costó un trabajo de la hostia convencerla para que me dejara visitarla. Bueno, el caso es que lo pasé maravillosamente: no me levanté de la cama durante dos días. Ni siquiera me levantaba para lavarme: eso era lo malo. Joder, os juro que si hubierais visto esa cara a vuestro lado en la almohada, habríais pensado que os estabais tirando a la Virgen María. Podía correrse unas nueve veces sin parar. Y después decía: “Hazlo otra vez, una vez más… me siento depravada”. Tiene gracia, ¿eh? No creo que conociera el significado de esa palabra. El caso es que unos días después, me empezó a picar y luego se puso roja e hinchada. No podía creer que había pescado unas purgaciones. Pensé que tal vez me hubiera picado una pulga. Luego empezó a salir pus. Amigos, las pulgas no producen pus. Así es que me fui a ver al médico de la familia. “Una preciosidad”, dijo, “¿dónde lo has pescado?”. Se lo dije. “Más vale que te hagas un análisis de sangre”, dijo, “podría ser sífilis”».

«Basta ya», gruñó Tess. «¿Es que no puedes hablar de algo agradable, para variar?».

«En fin», dice MacGregor, en respuesta a eso, «tienes que reconocer que he sido muy limpio desde que te conozco, ¿no es verdad?».

«Más te valía», respondió ella, «o, si no, ¡adiós tu salud!».

«Siempre tiene miedo de que voy a traerle un regalo», dijo MacGregor, volviendo a sonreír por el retrovisor. «Mira, chica, todo el mundo pesca purgaciones un día u otro. Puedes dar las gracias de que yo las pescara antes de conocerte: ¿no es así, Ulric?».

«¿Ah, sí?», dijo bruscamente Tess. A eso podría haber seguido una de sus largas disputas, si no hubiéramos llegado a un pueblecito que MacGregor consideró adecuado para hacer una parada. Tenía la idea de que le gustaría ir a pescar cangrejos. Además, había un parador cerca que servía buena comida, si no recordaba mal. Nos hizo bajar del coche a todos. «¿Queréis cambiar el agua al canario? ¡Vamos!». Dejamos a Tess parada junto a la carretera como un paraguas roto y fuimos dentro a vaciar las vejigas. Nos cogió a los dos del brazo. «Confidencialmente», dijo, «debemos quedarnos esta noche aquí. Viene mucha gente de la vida; si os apetece bailar y tomar una copa o dos, éste es el lugar ideal. No le voy a decir todavía a ella que nos quedamos… podría olérselo. Bajaremos a la playa primero a tumbamos un poco. Cuando os dé hambre, lo decís, y entonces recordaré de repente el parador… ¿entendido?».

Bajamos paseando hasta la playa. Estaba casi desierta. MacGregor compró puros como para llenarse los bolsillos, encendió uno, se quitó los zapatos y los calcetines y anduvo por el agua fumando un grueso puro. «Es fantástico, ¿no os parece?», dijo. «Hay que ser niño de vez en cuando». Hizo a su mujer quitarse los zapatos y las medias. Ella estuvo andando por el agua como un pato peludo. Ulric se tendió en la arena y echó una siesta. Yo me quedé mirando las patosas payasadas de MacGregor y su mujer. Me pregunté si habría llegado Mara y qué pensaría cuando viera que yo no estaba. Yo quería regresar lo más rápido posible. Me importaban tres cojones el parador y las chavalas de la vida que acudían a bailar allí. Tenía el presentimiento de que había vuelto, de que estaba sentada en la escalera de Ulric esperándome. Quería casarme otra vez, eso era lo que quería. ¿Cómo había podido dejarme llevar hasta allí, hasta aquel lugar de mala muerte? Detestaba Long Island, siempre lo había detestado. ¡MacGregor y sus patos! Sólo de pensarlo me volvía loco. Si yo poseyera un pato, lo llamaría MacGregor, lo ataría a un farol y le dispararía con un revólver del calibre 48. Le dispararía hasta que estuviera muerto y después lo descuartizaría con un hacha. ¡Sus patos! ¡A tomar por culo los patos!, me dije. ¡A tomar por culo todo!

De todos modos, fuimos al parador. Si había pensado oponerme, se me olvidó. Había llegado a un estado de indiferencia producto de la desesperación. Me dejé llevar por la corriente. Y, como ocurre siempre que te ablandas y te dejas llevar por la voluntad contraria de los demás, ocurrió algo que no esperábamos.

Habíamos acabado de comer y estábamos tomando la tercera o cuarta copa; el local estaba lleno y acogedor, todo el mundo estaba de buen humor. De repente, en una mesa cercana, un joven se puso en pie con un vaso en la mano y se dirigió a los presentes. No estaba borracho, simplemente estaba en un agradable estado eufórico, como diría el Dr. Kronski. Estaba explicando con calma y facilidad que se había tomado la libertad de llamar la atención sobre él y su esposa, por la que brindaba, porque era el primer aniversario de su boda, y porque se sentían tan felices, que querían que todo el mundo lo supiera y compartiese su felicidad. Dijo que no quería aburrimos con un discurso, que nunca había pronunciado un discurso en su vida, y que no intentaba pronunciarlo ahora, pero no podía por menos de hacer saber a todo el mundo lo feliz que se sentía y lo feliz que se sentía su esposa, que tal vez no volvería a sentirse así en toda su vida. Dijo que no era sino un don nadie, que trabajaba para vivir y no ganaba demasiado dinero (nadie ganaba ya demasiado dinero), pero lo que sabía era que se sentía feliz, y era feliz porque había encontrado a la mujer que amaba, y seguía amándola tanto como siempre, a pesar de que ya llevaban un año casados. (Sonrió). Dijo que no se avergonzaba de reconocerlo ante el mundo entero. Dijo que no podía por menos de contarnos todo eso, aunque nos aburriera, porque cuando eres muy feliz quieres que los demás compartan tu felicidad. Dijo que le parecía maravilloso que pudiese existir semejante felicidad, cuando había tantas cosas que no iban bien en el mundo, pero que quizá habría más felicidad, si las personas se confesaran su felicidad unas a otras en lugar de esperar a decirse confidencias sólo cuando estaban apenadas y tristes. Dijo que quería ver a todo el mundo feliz, que, aunque fuésemos extraños unos para otros, aquella noche estábamos unidos con él y su esposa y, si compartíamos su enorme alegría con ellos, se sentirían todavía más felices.

Estaba tan entusiasmado con aquella idea de que todo el mundo debía participar en su alegría, que siguió hablando durante veinte minutos o más, pasando de una cosa a otra como un hombre sentado al piano e improvisando. No tenía la menor duda de que todos éramos amigos suyos, de que le escucharíamos en silencio hasta que hubiera acabado de hablar. Nada de lo que dijo parecía ridículo, por sentimentales que hubiesen sido sus palabras. Era totalmente sincero, totalmente auténtico, y estaba totalmente poseído por la comprensión de que ser feliz es la mayor dicha en la tierra. No había sido el valor lo que le había hecho levantarse y dirigirse a nosotros, pues evidentemente la idea de ponerse en pie y pronunciar un discurso largo e improvisado era una sorpresa tan grande para él como para nosotros. Por el momento, y sin saberlo, naturalmente, iba camino de convertirse en un evangelista, ese curioso fenómeno de la vida americana que nunca se ha explicado adecuadamente. ¿Con qué sensación de aislamiento debieron de vivir, y por cuánto tiempo, los hombres que se han visto tocados por una visión, por una voz desconocida, por un impulso interior e irresistible, para alzarse, como sumidos en un profundo trance, y crearse una nueva identidad para sí, un nuevo Dios, un nuevo cielo? Estamos acostumbrados a considerarnos una gran comunidad democrática, vinculada por lazos comunes de sangre y lengua, unida indisolublemente por todos los modos de comunicación que el ingenio del hombre pueda idear; llevamos las mismas ropas, comemos la misma dieta, leemos los mismos periódicos, idénticos en todo menos en el nombre, el peso y la tirada; somos el pueblo más colectivizado del mundo, exceptuando algunos pueblos primitivos a los que consideramos atrasados en su desarrollo. Y, sin embargo…, sin embargo, a pesar de todas las pruebas exteriores de que estamos estrechamente unidos, vinculados, de ser amistosos, joviales, serviciales, comprensivos, casi fraternales, somos un pueblo solitario, un rebaño morboso y enloquecido que se agita de un lado para otro presa de un frenesí fanático, intentando olvidar que no somos lo que pensamos ser, que no estamos unidos de verdad, que no estamos entregados de verdad los unos a los otros, que no nos escuchamos de verdad, nada de verdad, simples dígitos movidos por una mano invisible en un cálculo que no nos incumbe. De vez en cuando alguien despierta de repente, se despega, por decirlo así, de la absurda goma en que estamos pegados —el galimatías que llamamos vida cotidiana y que no es la vida, sino una suspensión como de trance sobre la gran corriente de la vida— y esa persona que, por no estar de acuerdo con la pauta general, parece completamente loca, se ve investida de poderes extraños y casi terroríficos, descubre que puede separar a miles y miles del rebaño, cortarles las amarras, ponerlos de cabeza, colmarlos de gozo, o locura, hacer que abandonen a sus parientes, que renuncien a su profesión, que cambien de carácter, de fisionomía, de alma incluso. ¿Y cuál es la naturaleza de esa seducción irresistible, de esa locura, de ese «trastorno temporal», como nos gusta llamarlo? ¿Qué, si no la esperanza de encontrar el gozo y la paz? Cada evangelista usa un lenguaje diferente, pero todos ellos hablan de la misma cosa. (Dejar de buscar, dejar de forcejear, dejar de subir unos encima de otros, dejar de andar de un lado para otro en pos de fines vanos y vacilantes). En un abrir y cerrar de ojos llega el gran secreto que detiene nuestro movimiento, que tranquiliza el espíritu, que equilibra, que proporciona serenidad y aplomo, e ilumina el rostro con una llamada continua y tranquila que nunca muere. En sus esfuerzos por comunicar el secreto se convierten en un fastidio para nosotros, es cierto. Los esquivamos porque tenemos la sensación de que nos miran condescendientemente; no podemos soportar la idea de que no seamos iguales a alguien, por superior que parezca. Pero no somos iguales; la mayoría somos inferiores, muy inferiores, en particular inferiores a quienes son tranquilos y se controlan, tienen modales sencillos y son inconmovibles en sus principios. Nos ofende lo sólido y bien anclado, lo que es impermeable a nuestras lisonjas, a nuestra lógica, al bolo alimenticio de nuestros principios colectivizados, a nuestras anticuadas formas de lealtad.

Un poco más de felicidad, pensé para mis adentros mientras le escuchaba, y se convertiría en lo que se llama un hombre peligroso. Peligroso, porque estar permanentemente feliz sería pegarle fuego al mundo. Una cosa es hacer reír al mundo y otra muy distinta hacerle feliz. Nadie lo ha conseguido nunca. Las grandes figuras, las que han influido en el mundo para bien o para mal, siempre han sido figuras trágicas. Hasta San Francisco de Asís fue un ser atormentado. Y el Buda, con su obsesión por eliminar el sufrimiento, pues… no fue un hombre feliz precisamente. Estaba más allá de eso, si queréis; era sereno, y, según cuentan, cuando murió, todo su cuerpo resplandeció como si la propia médula ardiese.

Y, sin embargo, como experimento, como preliminar (si queréis) para ese estado más maravilloso que alcanzan los hombres santos, me parece que valdría la pena intentar hacer feliz al mundo entero. Sé que la propia palabra (felicidad) ha llegado a tener una connotación odiosa, sobre todo en América; parece estúpida y sin garra; suena a algo vacío; es el ideal de los débiles y los enfermos. Es una palabra tomada a los anglosajones, y deformada por nosotros hasta convertirla en algo totalmente absurdo. Se avergüenza uno de usarla en serio. Pero no hay razón válida por la que deba ser así. La felicidad es tan legítima como la pena, y todo el mundo, salvo esas almas liberadas que con su sabiduría han encontrado algo mejor, o más grande, desea ser feliz y, para conseguirlo, sacrificaría cualquier cosa, si pudiera (¡con sólo que supiese cómo!).

Me gustó el discurso del joven, por vacío que pareciera en un examen detallado. A todo el mundo le gustó. A todo el mundo gustaron él y su esposa. Todo el mundo se sintió mejor, más comunicativo, más relajado, más liberado. Era como si nos hubiese drogado a todos. Las personas se hablaban unas a otras, de una mesa a otra, o se levantaban y se estrechaban las manos, o se daban palmadas en la espalda mutuamente. Sí, si diera la casualidad de que fuese uno persona muy sería, preocupada por el destino del mundo, dedicada a un objetivo elevado (como el de mejorar las condiciones de las clases trabajadoras o el de reducir el analfabetismo), quizá aquel pequeño incidente pareciera haber adquirido una importancia totalmente exagerada. Un despliegue abierto y universal de felicidad sincera hace sentirse incómodas a algunas personas; hay gente que prefiere ser feliz en privado, que considera indecente o ligeramente obscena una manifestación pública de alegría. O quizá simplemente estén tan cerrados en sí mismos, que no pueden entender la comunión ni la comunicación. En cualquier caso, no había personas tan delicadas entre nosotros; era una multitud de tipo medio compuesta de gente común, es decir, gente común que tenía coche. Unos eran muy ricos y otros no lo eran tanto, pero ninguno de ellos pasaba hambre, ninguno de ellos era epiléptico, ninguno de ellos era mahometano ni negroide ni pura y simple basura blanca. Eran gente común en el sentido corriente de la palabra. Eran como otros millones de americanos, es decir, sin distinción, sin ínfulas, sin un gran objetivo. De repente, cuando hubo acabado, parecieron comprender que todos eran exactamente como los demás, ni mejores ni peores, y, mandando a paseo las despreciables inhibiciones que los mantenían segregados en pequeños grupos, se alzaron instintivamente y empezaron a mezclarse unos con otros. Pronto las bebidas empezaron a manar, y se pusieron a cantar, y después a bailar, y bailaron de modo diferente a como habrían bailado antes; unos, que no habían movido el esqueleto durante años, se alzaron y bailaron, otros bailaron con sus esposas; algunos bailaron solos, embriagados con sus propias gracia y libertad; otros cantaban mientras bailaban; otros se limitaban a sonreír con buen humor a todos aquellos con cuyas miradas se cruzaran por casualidad.

Era asombroso el efecto que podía producir una declaración sencilla y franca de alegría. Las palabras de aquel joven no eran nada en sí mismas, simples palabras corrientes que cualquiera podría pronunciar en cualquier momento. MacGregor, siempre escéptico, siempre procurando sacar defectos, era de la opinión de que se trataba de un joven muy listo, quizás una figura de la escena, y que se había mostrado deliberadamente simple, deliberadamente ingenuo, para producir efecto. Aun así, no podía negar que el discurso lo había puesto de buen humor. Simplemente quería hacernos saber que no se dejaba engañar tan fácilmente. Fingía sentirse mejor por saber que no se había dejado engañar, aunque hubiera disfrutado enormemente con la actuación.

Si lo que decía era cierto, lo compadecí. Nadie puede sentirse mejor que quien se ve engañado completamente. Ser inteligente puede ser una bendición, pero ser completamente confiado, crédulo hasta la idiotez, abandonarse sin reservas, es uno de los supremos placeres de la vida.

En fin, todos nos sentíamos tan bien, que decidimos volver a la ciudad y no quedarnos a pasar la noche como teníamos pensado. Durante todo el viaje de vuelta cantamos a pleno pulmón. Hasta Tess cantó, desentonando, es cierto, pero con ganas y sin cohibirse. MacGregor nunca la había oído cantar; siempre había sido como un reno, en lo referente al aparato vocal. Su conversación era limitada, circunscrita a groseros gruñidos, interrumpidos por otros más breves de aprobación o desaprobación. Yo tenía el extraño presentimiento de que, llevada por aquella extraordinaria expansión, podía ocurrírsele romper a cantar (más adelante) en lugar de pedir como de costumbre un vaso de agua o una manzana o un bocadillo de jamón. Ya veía yo la expresión en el rostro de MacGregor, en caso de que se lanzara distraídamente a una acrobacia así. La expresión de él denotaría increíble asombro («La hostia, y luego, ¿qué más?»), pero al mismo tiempo sugeriría: «¡Adelante, sigue, prueba un falsete para variar!». Le gustaba que la gente hiciera cosas inauditas. Le gustaba poder pensar que la gente fuese capaz de hacer cosas detestables, casi increíbles, que él nunca hubiera imaginado. Le gustaba pensar que no había nada demasiado detestable, demasiado escabroso, demasiado ignominioso que el ser humano no perpetrase a o contra el prójimo. Se jactaba de tener mentalidad abierta, receptiva a cualquier forma de estupidez, crueldad, perfidia o perversidad. Partía de la premisa de que todo el mundo era en el fondo un hijo de puta miserable, insensible, egoísta, sinvergüenza, hecho que quedaba demostrado por el número milagrosamente limitado de casos que llegaban al conocimiento público a través de los tribunales. Si se pudiera espiar, rastrear, acosar, vigilar, interrogar, obligar a confesar a todo el mundo, pues, nada, que todos estaríamos en la cárcel. Y los delincuentes más notorios, si nos fiásemos de sus palabras, eran los jueces, los ministros del gobierno, las fuerzas de orden público, los miembros del clero, los educadores, los que trabajaban en la beneficencia. Por lo que se refería a su propia profesión, había conocido a uno o dos en toda su vida que fueran escrupulosamente honrados, de cuya palabra pudiese uno fiarse; el resto, que incluía prácticamente a toda la profesión, eran más viles que los delincuentes más viles, la escoria del mundo, la hez más asquerosa de la humanidad que haya pisado la faz de la tierra. No, él no se dejaba engañar por ninguno de los camelos que esos andobas distribuían para el consumo general. No sabía por qué era él mismo honrado y sincero; la verdad era que no traía cuenta. Suponía que era simplemente porque estaba hecho así. Además, tenía otras flaquezas, y entonces añadía todos los defectos que tenía, o reconocía o imaginaba tener, y que constituían una lista tremenda, con lo que, cuando había acabado, sentías la tentación de preguntarle por qué se molestaba en conservar las otras dos virtudes de la sinceridad y la honradez.

«Así, ¿que todavía estás pensando en ella?», saltó de repente, girando la cabeza ligeramente y soltando las palabras por la comisura de los labios. «Pues, mira, te compadezco. Supongo que la única solución es que te cases con ella. La verdad es que eres un glotón para los castigos. ¿Y de qué vais a vivir? ¿Has pensado en eso? Ya sabes que no vas a conservar ese trabajo por mucho tiempo: ya deben de tenerte calado. Me asombra que no te echaran hace mucho. Desde luego, has batido una marca, para lo que sueles ser: ¿cuánto hace ya: tres años? Recuerdo cuando tres días era mucho. Naturalmente, si es la chica indicada, no tendrás que preocuparte de conservar el empleo… te mantendrá ella. Eso seria ideal, ¿verdad? Entonces podrías escribir esas obras maestras que siempre estás prometiéndonos. Me parece que por eso es por lo que estás tan deseoso de librarte de tu mujer: te tiene calado, te hace trabajar sin parar. ¡La Virgen! ¡Cómo debe de fastidiarte tener que levantarte cada mañana para ir al trabajo! ¿Cómo lo consigues? ¿Quieres decírmelo? Solías ser tan vago, que eras incapaz de levantarte de la cama para comer. Mira, Ulric, he visto a ese cabrón quedarse tres días seguidos en la cama. No le pasaba nada: simplemente no podía resistir la idea de tener que encararse con el mundo. Enfermo de amor, a veces. O simplemente suicida. Eso era algo que le gustaba: amenazamos con el suicidio». (Me miró por el retrovisor). «Ya has olvidado aquellos tiempos, ¿verdad? Ahora quiere vivir… no sé por qué… nada ha cambiado… todo sigue tan asqueroso como siempre. Ahora habla de dar algo al mundo: una obra maestra, nada menos. No puede darnos un libro corriente que se vendiera bien. ¡Oh, no! ¡Él, no! Tiene que ser único, lo nunca visto. Bien, estoy esperando. No digo que no lo vayas a hacer, ni tampoco que lo vayas a hacer. Me limito a esperar. Mientras tanto, los demás seguimos ganándonos la vida. No podemos pasar toda una vida intentando producir una obra maestra». (Hizo una pausa para tomar aliento). «Mira, a veces siento como el deseo de escribir un libro yo también: simplemente para demostrar a este tipo que no hay que volverse mico para hacer una cosa así. Creo que, si quisiera, podría escribir un libro en seis meses… a ratos perdidos, sin abandonar mi profesión. No digo que fuese a ganar un premio. Nunca me he jactado de ser un artista. Lo que me molesta de este andoba es que esté tan puñeteramente seguro de ser un artista. Está seguro de ser infinitamente superior a un Hergesheimer, pongamos por caso, o a un Dreiser… y, sin embargo, no tiene una puñetera cosa para demostrarlo. Quiere que tengamos fe en él. Se enfada si le pides que te muestre algo tangible como un manuscrito. ¿Me imaginas intentando hacer creer a un juez que soy un abogado competente sin haberme graduado siquiera? Ya sé que no se puede esgrimir un diploma delante de alguien para demostrar que eres un escritor, pero igualmente podrías esgrimir un manuscrito, ¿no? Dice que ya ha escrito varios libros… bien, entonces, ¿dónde están? ¿Los ha visto alguien alguna vez?».

En ese punto, Ulric le interrumpió para decir unas palabras en mi favor. Yo estaba arrellanado en el blando asiento riéndome entre dientes. Disfrutaba con esas peroratas de MacGregor.

«Bueno, de acuerdo», dijo MacGregor, «si dices que has visto un manuscrito, creeré en tu palabra. A mí no me enseña nunca nada, el cabrón. Supongo que no respeta mi juicio. Lo único que sé es que al oírle hablar es como para pensar que es un genio. Cítale a un autor: ninguno le satisface. Ni siquiera Anatole France es bueno. Debe de apuntar muy alto, si quiere dejar atrás a esos andobas. Para mi modo de pensar, un hombre como Joseph Conrad no sólo es un artista, sino también un maestro. El cree que Conrad está sobreestimado. Me dice que Melville es infinitamente superior. Y luego, que, ¡la Virgen!, ¿sabes lo que va y me confiesa en cierta ocasión? ¡Que nunca ha leído a Melville! Pero eso es igual, dice. ¿Cómo vas a razonar con un tipo así? Yo tampoco he leído a Melville, pero no voy a creer que sea mejor que Conrad… por lo menos hasta que no lo haya leído».

«Bueno», dijo Ulric, «quizá no sea una locura tan grande. Mucha gente que no ha visto nunca un Giotto está segura de que es mejor que Maxfield Parrish, por ejemplo».

«Eso es diferente», dijo MacGregor. «El valor de Giotto, y también el de Conrad, es indiscutible. Pero, que yo sepa, Melville es como un caballo desconocido que gana una carrera. Esta generación puede considerarlo superior a Conrad, pero dentro de cien o doscientos años puede desvanecerse como un cometa. Cuando lo redescubrieron recientemente, estaba casi apagado».

«¿Y qué es lo que te hace pensar que la fama de Conrad no desaparecerá dentro de cien o doscientos años?», dijo Ulric.

«Pues, que no hay nada dudoso en él. Descansa sobre una obra sólida. Es apreciado universalmente, ya está traducido a docenas de lenguas. Lo mismo puede decirse de Jack London o de O’Henry, escritores claramente inferiores, pero que perdurarán no menos claramente, si es que sé lo que me digo. La calidad no es todo. La popularidad es tan importante como la calidad. Por lo que a perdurabilidad se refiere, el escritor que gusta al mayor número —suponiendo que tenga alguna calidad y que no sea un plumífero— seguro que sobrevivirá al tipo de escritor superior y más puro. Casi todo el mundo puede leer a Conrad; no todo el mundo puede leer a Melville. Y si nos fijamos en un caso excepcional, como Lewis Carroll, entonces apuesto a que, por lo que se refiere a los pueblos de habla inglesa, sobrevivirá a Shakespeare…».

Después de un momento de reflexión, prosiguió: «Ahora bien, la pintura es un poco diferente, para mi modo de pensar. Es más difícil apreciar una buena pintura que un buen libro. La gente parece pensar que porque saben leer y escribir pueden distinguir un libro bueno de uno malo. Ni siquiera los escritores, los buenos escritores, quiero decir, coinciden sobre lo que es bueno y lo que es malo. Si vamos al caso, tampoco coinciden los pintores con respecto a la pintura. Y, sin embargo, soy de la opinión de que en general los pintores están más de acuerdo sobre los méritos de la obra de pintores famosos que los escritores con respecto a la literatura. Sólo un pintor ignorante negaría el valor de la obra de Cézanne, por ejemplo. Pero fíjate en el caso de Dickens o de Henry James y verás las asombrosas diferencias de opinión que hay entre escritores y críticos de talento sobre sus méritos respectivos. Si hoy hubiera un escritor tan extraño en su campo como Picasso en el suyo, en seguida comprenderías lo que quiero decir. Aun cuando no les guste su obra, la mayoría de la gente que sabe algo de arte coinciden en que Picasso es un gran genio. Ahora bien, fíjate en Joyce, que es bastante excéntrico como escritor. ¿Ha llegado a conseguir nada parecido al prestigio de Picasso? Exceptuando unos cuantos eruditos, exceptuando a los esnobs que intentan no quedarse atrás en nada, su fama, tal como es hoy, se basa en gran medida en el hecho de que es una curiosidad. De acuerdo, se reconoce su genio, pero está corrompido, por decirlo así. Picasso impone respeto, aun cuando no siempre se lo entienda. Pero Joyce es más o menos blanco de las burlas; su fama aumenta precisamente porque en general no se le puede entender. Se le acepta como una rareza, un fenómeno, como el gigante de Cardiff… Y otra cosa, ya que estamos: por atrevido que sea el pintor de genio, se le asimila con mucha mayor rapidez que a un escritor del mismo calibre. Como máximo, a un pintor revolucionario se tarda treinta o cuarenta años en aceptarlo; a un escritor a veces se tardan siglos. Volviendo a Melville… lo que quería decir era esto: ha tardado sesenta o setenta años en conocer el éxito. Todavía no sabemos si se mantendrá; dentro de dos o tres generaciones puede volver a caer en el olvido. Se sostiene por los pelos y sólo en ciertos puntos, por decirlo así. Conrad está atrincherado con uñas y dientes; ya ha echado raíces en todas partes; eso es algo que no se puede desechar fácilmente. La de que se lo mereciese o no es otra cuestión. Creo que, si se supiera la verdad, descubriríamos que muchos hombres que fueron suprimidos u olvidados merecían seguir con vida. Es difícil de probar, lo sé, pero tengo la sensación de que hay algo de verdad en lo que digo. Basta con que mires a tu alrededor en la vida cotidiana para que observes que en todas partes ocurre lo mismo. Yo mismo conozco en mi campo docenas de hombres que merecen estar en el Tribunal Supremo; fueron derrotados, están acabados, pero ¿qué demuestra eso? ¿Demuestra que no habrían sido mejor que los viejos chochos que ahora lo ocupan? Sólo puede elegirse a un Presidente de Estados Unidos cada cuatro años; ¿significa eso que el hombre que resulta elegido (injustamente, de ordinario) es mejor que los que resultaron derrotados o que miles de hombres desconocidos que ni siquiera soñaron nunca con presentarse candidatos? No, me parece que la mayoría de las veces los que consiguen el lugar de honor resultan haber sido los que menos lo merecían. A menudo los que lo merecen se sientan atrás, ya sea por modestia o por autorrespeto. Lincoln nunca quiso llegar a Presidente de Estados Unidos; le obligaron. No le quedó más remedio, prácticamente. Por fortuna resultó ser el hombre indicado… pero podía perfectamente no haber sido así. No lo eligieron porque fuera el hombre indicado. Muy al contrario. Bueno, joder, estoy perdiendo el hilo. No sé a qué diablos venía esto…».

Se detuvo lo suficiente para encender otro puro, y después prosiguió.

«Me gustaría decir otra cosa más. Ahora ya sé a qué venía eso. Es lo siguiente: compadezco al tipo que haya nacido escritor. Por eso es por lo que tomo tanto el pelo a este andoba; intento desanimarlo porque sé lo que le espera. Si de verdad vale algo, está apañado. Un pintor puede producir media docena de cuadros en un año… según me han dicho. Pero un escritor… pero, bueno, si a veces tarda diez años en escribir un libro y, como digo, si es bueno, tarda otros diez años en encontrar editor, y después de eso tienen que pasar por lo menos de quince a veinte años antes de que sea reconocido por el público. Es casi una vida… para un libro, tú fíjate. ¿Cómo va a vivir mientras tanto? Bueno, suele vivir como un perro. A su lado un mendigo lleva vida de príncipe. Nadie emprendería esa carrera, si supiese lo que le espera. Para mí, es un disparate de pies a cabeza. Te digo rotundamente que no vale la pena. El arte no es algo que deba producirse así. Lo que pasa es que en la actualidad el arte es un lujo. Yo podría salir adelante sin leer nunca un libro ni mirar un cuadro. Tenemos muchas otras cosas: no necesitamos libros ni cuadros. La música, sí… la música siempre la necesitaremos. No necesariamente buena música…, pero música. En cualquier caso, ya nadie escribe buena música… Tal como yo lo veo, el mundo se está echando a perder. No se necesita demasiada inteligencia para salir adelante, tal como están las cosas. De hecho, cuanto menos inteligente eres, mejor posición tienes. Todo está organizado de tal modo, que te sirven las cosas en bandeja. Lo único que necesitas es saber hacer una sola cosita medianamente bien; te afilias a un sindicato, haces el menor trabajo posible, y, cuando te jubilas, te pasan una pensión. Si tuvieras alguna inclinación estética, no podrías pasar por la estúpida rutina año tras año. El arte te vuelve inquieto, insatisfecho. Nuestro sistema industrial no puede permitir que eso ocurra: así, que te ofrecen pequeños sucedáneos tranquilizantes para hacerte olvidar que eres un ser humano. Pronto no habrá arte en absoluto, te lo aseguro. Habrá que pagar a la gente para que vaya a un museo o para que escuche un concierto. No digo que vaya a seguir así para siempre. No, justo cuando lo tengan todo afianzado, cuando todo vaya como la seda, cuando ya nadie proteste, cuando nadie esté inquieto ni insatisfecho, se vendrá abajo. El hombre no está destinado a ser una máquina. Lo curioso de todos esos sistemas utópicos de gobierno es que siempre están prometiendo liberar al hombre…, pero primero le hacen funcionar como un reloj con cuerda para ocho días. Piden al individuo que se convierta en un esclavo para establecer la libertad para la humanidad. Es una lógica extraña. No digo que el sistema actual sea mejor. En realidad, sería difícil imaginar algo peor que lo que tenemos ahora. Pero sé que no va a mejorarse abandonando los pocos derechos que ahora tenemos. No creo que necesitemos más derechos: lo que creo que necesitamos es ideas más amplias. Joder, cuando veo lo que los abogados y los jueces intentan preservar, me dan ganas de vomitar. La ley no tiene la menor relación con las necesidades humanas; es una estafa perpetrada por un sindicato de parásitos. Coge simplemente un libro de derecho y lee un pasaje cualquiera en voz alta. Si estás en tu sano juicio, parece demencial. Y es demencial, por Dios, ¡si lo sabré yo! Pero, joder, si empiezo a impugnar la ley, tengo que impugnar también otras cosas. Me volvería chiflado, si mirara las cosas con ojos lúcidos. No puedes hacerlo… si no quieres perder el paso. Tienes que mirar de reojo, mientras avanzas; tienes que fingir que tiene sentido; tienes que hacer suponer a la gente que sabes lo que estás haciendo. Pero ¡nadie sabe lo que está haciendo! No nos levantamos por la mañana y pensamos lo que nos traemos entre manos. ¡No, padre! Nos levantamos en medio de una niebla y nos movemos torpemente por un túnel oscuro y con resaca. Aceptamos el juego. Sabemos que es un fraude asqueroso y repugnante, pero no podemos evitarlo: no hay alternativa. Nacemos en una organización determinada, estamos condicionados por ella: podemos hacer algunas chapuzas por aquí y por allá, como en un barco que hace agua, pero no hay forma de rehacerla, no hay tiempo, tienes que llegar a puerto, o te imaginas que tienes que llegar. Naturalmente, nunca llegaremos. El barco se hundirá antes, créeme… Bueno, pues, si yo fuera así, Henry, si me sintiese tan seguro como él de que era un artista, ¿crees que me molestaría en demostrárselo al mundo? ¡Yo, no! No pondría ni un renglón por escrito; me limitaría a pensar mis ideas, soñar mis sueños, y dejar las cosas así. Tomaría cualquier empleo, cualquier cosa que me permitiera comer, y diría al mundo: “¡Anda y que te den por culo! ¡A tú no me impones nada! No me estás matando de hambre para demostrar que soy un artista. No, señor: sé lo que sé y nadie puede convencerme de lo contrario”. Me limitaría a arrastrarme por la vida, haciendo justo lo menos posible y divirtiéndome lo más posible. Si tuviera ideas válidas, ricas, jugosas, las disfrutaría todas solo. No intentaría hacérselas tragar por la fuerza a la gente. Me haría el tonto la mayor parte del tiempo. Sería servil, me colocaría a la altura del betún. Les dejaría que me pisaran, si lo deseaban. Siempre y cuando supiese con toda el alma que era de verdad alguien. Me retiraría justo en la mitad de la vida; no esperaría a ser viejo y decrépito, hasta que me hubieran machacado y luego me diesen el Premio Nobel… Sé que esto parece un poco disparatado. Sé que hay que dar forma y sustancia a las ideas. Pero estoy hablando sobre saber y ser y no sobre hacer. Al fin y al cabo, llegas a ser algo sólo para serlo… no sería nada divertido estar llegando a ser todo el tiempo, ¿verdad? Bien, supongamos que te dices a ti mismo: al infierno eso de llegar a ser un artista, sé que lo soy, me voy a limitar a serlo… entonces, ¿qué? ¿Qué significa ser un artista? ¿Significa que tienes que escribir libros y pintar cuadros? Eso es secundario, me parece… eso es la simple prueba de que lo eres… Supongamos, Henry, que hubieras escrito el libro más importante jamás escrito y que perdieses el manuscrito justo después de haberlo acabado. Y supongamos que nadie supiese que habías estado escribiendo el gran libro, ni siquiera tu amigo más íntimo. En ese caso estarías como yo, que no he puesto ni una palabra por escrito, ¿no es así? Si los dos muriésemos en ese momento, el mundo nunca sabría que uno de nosotros fue un artista. Yo me lo habría pasado en grande y tú habrías perdido tu vida».

En aquel momento Ulric no pudo soportar más. «Es justamente lo contrario», protestó. «Un artista no disfruta de la vida al eludir su tarea. Tú serías el que habrías desperdiciado tu vida. El arte no es una actuación de solista; es una sinfonía en la oscuridad con millones de participantes y millones de oyentes. El disfrute de una idea hermosa no es nada en comparación con el disfrute que proporciona darle expresión… expresión permanente. De hecho, es casi una absoluta imposibilidad dejar de dar expresión a una gran idea. Sólo somos instrumentos de un poder superior. Somos creadores por permiso, por gracia, por decirlo así. Nadie crea solo y por sí mismo. Un artista es un instrumento que registra algo ya existente, algo que pertenece al mundo entero y que, si es un artista, se ve obligado a devolver al mundo. Guardarse las ideas hermosas propias para sí mismo sería como ser un virtuoso y sentarse en una orquesta con los brazos cruzados. ¡Es imposible! Por lo que se refiere a ese ejemplo que has puesto de un autor que pierde la obra de su vida en manuscrito, pues… yo compararía a esa persona con un músico maravilloso que hubiera estado tocando con la orquesta todo el tiempo, sólo que en otra habitación, donde nadie lo oía. Pero eso no haría que fuera menos partícipe ni le privaría del placer de haber seguido al director de orquesta ni le impediría oír la música que su instrumento emitía. Tu mayor error es el de pensar que el disfrute es algo gratuito, que, si sabes que eres capaz de tocar el violín, pues eso es igual que tocarlo. Es tan absurdo, que no sé por qué me molesto en discutirlo. Por lo que se refiere a la recompensa, estás confundiendo siempre reconocimiento con recompensa. Son dos cosas diferentes. Aunque no te paguen lo que haces, por lo menos tienes la satisfacción de hacerlo. Es una lástima que insistamos tanto en que se nos pague por nuestros trabajos: en realidad no es necesario, y nadie lo sabe mejor que el artista. La razón por la que lo pasa tan mal es porque elige hacer su obra gratuitamente. Olvida, como tú dices, que tiene que vivir. Pero en realidad eso es una bendición. Es mucho mejor estar preocupado con ideas maravillosas que con la próxima comida, o el alquiler, o un par de zapatos nuevos. Naturalmente, cuando llegas al punto en que tienes que comer, y no tienes nada que llevarte a la boca, entonces la comida se convierte en una obsesión. Pero la diferencia entre el artista y el individuo corriente es que, cuando el artista consigue efectivamente una comida, vuelve inmediatamente a su mundo ilimitado, y mientras se encuentra en ese mundo es un rey, mientras que tu estúpido hombre medio es una simple estación de servicio sin nada en los intervalos más que polvo y humo. Y, aun suponiendo que no seas un tipo corriente, sino un individuo acaudalado, que pueda entregarse a sus aficiones, sus caprichos, sus apetitos: ¿supones por un instante que un millonario goza de la comida o del vino o de las mujeres como un artista hambriento? Para gozar de algo tienes que prepararte para recibirlo; entraña cierto control, disciplina, castidad, podríamos decir incluso. Sobre todo, supone deseo, y el deseo es algo que tienes que alimentar mediante una vida recta. Hablo ahora como si yo fuera un artista, y en realidad no lo soy, sólo soy un ilustrador comercial, pero sé lo suficiente sobre la cuestión como para decir que envidio al hombre que tiene el valor de ser un artista: lo envidio porque sé que es infinitamente más rico que ninguna otra clase de ser humano. Es más rico porque se prodiga, se entrega todo el tiempo, y no sólo entrega trabajo o dinero o regalos. Tú no podrías de ningún modo ser un artista, en primer lugar, porque te falta la fe. Tú no podrías de ningún modo tener ideas hermosas porque las matas por adelantado. Niegas lo que hace falta para crear belleza, que es el amor, el propio amor a la vida, el amor en sí. Ves el defecto, el gusano, en todo. Un artista, aun cuando detecte un defecto, lo convierte en algo impecable, si puedo decirlo así. No intenta fingir que un gusano es una flor o un ángel, sino que incorpora el gusano a algo superior. Sabe que el mundo no está lleno de gusanos, aun cuando vea un millón o mil millones de ellos. Tú ves un gusanito y dices: “Mira, ¡fíjate qué podrido está todo!”. No puedes ver más allá del gusano… Bueno, excúsame, no pretendía expresarlo tan cáustica ni personalmente. Pero espero que comprendas lo que quiero decir…».

«No te preocupes», dijo MacGregor viva y alegremente. «Es bueno conocer de vez en cuando la opinión de los demás. Puede que tengas razón. Tal vez yo sea excesivamente pesimista. Pero estoy hecho así. Creo que sería mucho más feliz, si pudiera ver las cosas como tú… pero no puedo. Además, debo confesar que en realidad nunca he conocido a un buen artista. Sería un placer hablar con alguno un día».

«Bueno», dijo Ulric, «has estado hablando toda tu vida con uno sin saberlo. ¿Cómo vas a reconocer a un buen artista, cuando lo encuentres, si no puedes reconocerlo en este amigo tuyo?».

«Me alegro de que hayas dicho eso», gritó MacGregor. «Y ahora que me has empujado hasta las cuerdas, reconozco que creo efectivamente que es un artista. Siempre lo he pensado. Por lo que se refiere a escucharle, pues… también lo hago, y muy en serio. Pero es que también tengo mis dudas. Mira, si le escuchara durante el tiempo suficiente, me hundiría. Sé que tiene razón, pero es lo que te he dicho antes: si quieres salir adelante, si quieres vivir, no puedes permitirte esas ideas. ¡Desde luego, que tiene razón! Me cambiaría por él en cualquier momento, por ese sinvergüenza con suerte. ¿Qué he conseguido con todos mis esfuerzos? Soy abogado. ¿Y qué? Igual podría ser una mierda pinchada en un palo. Pues, claro, ni que lo jures: me gustaría cambiarme por él. Sólo que no soy un artista, como tú has dicho. Supongo que lo malo de mí es que no puedo soportar la idea de que soy un don nadie…».