Capítulo V

La mañana siguiente fue como después de una tormenta: el desayuno como de costumbre, un sablazo para el transporte, una carrera hacia el metro, la promesa de llevarla al cine después de cenar. Probablemente para ella fuera simplemente un mal sueño, que procuraría olvidar durante el día. Para mí era un paso hacia la liberación. Nunca más se volvió a mencionar el tema. Pero estaba presente todo el tiempo y facilitaba las cosas entre nosotros. Lo que pensara ella no lo sé, pero lo que yo pensaba era muy claro y preciso. Cada vez que asentía a una de sus peticiones o exigencias, me decía: «Muy bien, ¿eso es todo lo que quieres de mí? Haré todo lo que desees, excepto darte la ilusión de que voy a vivir el resto de mi vida contigo».

Ahora era propensa a mostrarse más indulgente consigo misma, a la hora de satisfacer su naturaleza animal. A veces me preguntaba qué se diría al excusarse ante sí misma por aquellos asaltos extranupciales, pre o posmorganáticos. Desde luego, se entregaba a ellos en cuerpo y alma. Ahora jodía mejor que en los primeros tiempos, cuando solía colocarse un almohadón bajo el culo e intentar besar el techo. Supongo que jodía con desesperación. Jodía por el placer de joder, y que se hundiera el mundo.

Había pasado una semana y no había visto a Mara. Maude me había pedido que la llevase a un teatro de Nueva York, un teatro situado justo enfrente del baile. Pasé la función pensando en Mara, tan próxima y, sin embargo, tan lejana. Pensé en ella tan insistente e incansablemente, que, al abandonar el trullo, expresé un impulso que no pude reprimir. «¿Te gustaría subir ahí», dije, señalando el baile, «y conocerla?». Fue una ocurrencia cruel y, en cuanto acabé de explicarla, sentí compasión de ella. Maude me miró como si le hubiera dado un puñetazo. Me disculpé al instante y, cogiéndola del brazo, me la llevé rápidamente en dirección opuesta, al tiempo que le decía: «Sólo ha sido una ocurrencia. No pretendía ofenderte. Pensaba que tendrías curiosidad, nada más». No respondió. No hice más esfuerzos para paliarlo. En el metro deslizó su brazo bajo el mío y lo dejó así, como diciendo: «Ya lo entiendo, una simple falta de tacto y de delicadeza, como de costumbre». Camino de casa, nos quedamos un rato en su heladería favorita y allí, ante un plato de helado francés, que le encantaba, se animó lo suficiente como para iniciar una débil conversación sobre naderías domésticas, señal de que había olvidado el incidente. El helado francés, que consideraba un lujo, combinado con la abertura de una herida reciente, tuvo el efecto de ponerla cariñosa. En lugar de desvestirse arriba en el dormitorio, como hacía habitualmente, fue al baño contiguo a la cocina y, dejando la puerta abierta, se fue quitando la ropa prenda a prenda, lenta y deliberadamente, casi como una bailarina desnudista, y me llamó al final, cuando estaba peinándose, para enseñarme un cardenal que tenía en el muslo. Estaba desnuda, exceptuando las medias y los zapatos, con el cabello cayéndole frondoso por la espalda.

Examiné el cardenal detenidamente, como sabía que deseaba ella, tocándola ligeramente aquí y allá para ver si había otros puntos sensibles que podría no haber advertido; al mismo tiempo lancé una andanada de preguntas solícitas con voz serena y natural, que le permitió prepararse para un polvo impasible sin reconocerse a sí misma que eso era lo que estaba haciendo. Si le decía, como hice, con la voz tranquila, monótona y profesional de un médico: «Creo que lo mejor sería que te tumbaras en la mesa de la cocina, donde podré examinarte mejor», lo hacía sin hacerse rogar, separando bien las piernas y dejándome meterle un dedo sin el menor escrúpulo, porque para entonces recordó que, desde que se había caído hacía un tiempo, tenía dentro un bultito, al menos eso creía; le preocupaba, aquel bulto; tal vez si le metiese el dedo con suavidad, podría descubrir qué era, y que si patatín y que si patatán. Tampoco pareció molestarse lo más mínimo, cuando le sugerí que se quedase así, tumbada un momento en la mesa, mientras me quitaba la ropa, porque estaba empezando a hacer calor para mí en la cocina, junto a la estufa al rojo, y que si patatín y que si patatán. Así, que me quité la ropa, todo menos los calcetines y los zapatos, y con una erección como para romper un plato, y reanudé las operaciones. O, mejor dicho, ahora yo, a mi vez, había empezado a recordar cosas pasadas, como bultos, cardenales, lunares, verrugas, antojos, etc. ¿Y podría ella hacerme el favor de echarme una ojeada a mí, ya que estábamos, y después nos iríamos a la cama, porque se estaba haciendo tarde y no quería cansarla?

Cosa bastante curiosa, no estaba nada cansada, confesó bajando de la mesa y apretándome la polla y después los cojones y luego la raíz de la polla, todo ello con manipulaciones tan firmes, discretas y delicadas, que casi la salpiqué en los ojos. Después de eso, sintió curiosidad por ver cuánto medía yo más que ella, de modo que primero nos pusimos espalda contra espalda y después de frente: aun entonces, cuando estaba saltando entre sus piernas como un cohete, fingió estar pensando sólo en metros y centímetros, y dijo que tenía que quitarse los zapatos porque llevaba tacón alto, y que si patatín y que si patatán. Así es que le hice sentarse en la silla de la cocina y le quité despacio los zapatos y las medias, y ella, mientras educado le prestaba esa ayuda, me acarició considerada la polla, cosa que era difícil de hacer en la posición en que estaba, pero yo favorecí amablemente su estrategia acercándome más y alzándole las piernas al aire en un ángulo adecuado; después, sin darle más vueltas, la alcé por el trasero, se la metí hasta el fondo y la llevé a la habitación contigua, donde la eché en el sofá, se la volví a hundir y empecé a darle al asunto con furia, mientras ella hacía lo mismo y me rogaba con el lenguaje más cándido, no profesional ni indiferente, que la mantuviera, que lo hiciese durar, que la retuviera allí para siempre, y después, como pensándolo mejor, que esperase un momento mientras se salía y se daba la vuelta, alzándose sobre las rodillas, con la cabeza baja, el culo meneándose frenéticamente y su gruesa voz gutural diciendo a las claras en la lengua inglesa para que sus propios oídos lo oyeran y reconociesen: «Métela hasta dentro… por favor, por favor hazlo Estoy cachonda».

Sí, en ocasiones podía pronunciar una palabra así, una palabra vulgar que la habría hecho estremecerse de horror e indignación, si hubiera estado en su juicio, pero ahora, tras las bromitas, tras la exploración vaginal con el dedo, tras los campeonatos de levantamiento de pesos y de medidas, tras la comparación de cardenales, marcas, bultos y qué sé yo, tras la manipulación delicadamente casual de la picha y el escroto, tras el delicioso helado francés y el atolondrado faux pas fuera del teatro, por no hablar de todo lo que había rezumado en su imaginación desde la cruel confesión de unas noches antes, una palabra como «cachonda» era precisamente la palabra propia y adecuada para indicar la temperatura del horno de acero Bessemer en que había convertido su ardiente coño. Era la señal para que la pasara por la piedra sin contemplaciones. Significaba algo así como: «Fuera lo que fuese yo esta tarde o ayer, piense lo que piense que soy o te deteste lo que te deteste, hagas lo que hagas con el aparato mañana o pasado mañana, ahora lo deseo y deseo todo lo que lo acompaña: ojalá fuera más grande y más grueso y más largo y más jugoso: ojalá se te rompiese y se quedara ahí dentro: no me importa cuántas mujeres hayas jodido, quiero que me folles, que me folles el coño, que me folles el culo hasta barrenarlo, que me folles y me folles y me folles. Estoy cachonda, ¿me oyes? Estoy tan cachonda, que podría arrancártela de un mordisco. Métela hasta dentro, más fuerte, más fuerte, rómpete la picha y déjala ahí dentro. Te digo que estoy cachonda…».

Generalmente, tras esas sesiones me despertaba deprimido. Al mirarla vestida y con aquella cotidiana expresión torva, severa y cáustica en la boca, al observarla en la mesa del desayuno, indiferentemente, por no tener ninguna otra cosa que mirar, me preguntaba a veces por qué no la sacaba a pasear una noche y me limitaba a empujarla en el borde de un muelle. Empecé a esperar ansioso la solución que Stanley había prometido y de la que hasta entonces no había habido la menor señal. Para colmo, había escrito una carta a Mara en la que le decía que o encontrábamos una salida pronto o me suicidaba. Debió de ser una carta sensiblera, porque, cuando me telefoneó, dijo que era urgente que nos viéramos inmediatamente. Eso poco después de comer, uno de esos días en que todo parecía salir mal. La oficina estaba atestada de candidatos y, aunque hubiese tenido cinco lenguas y cinco pares de manos y veinticinco teléfonos en lugar de tres a mi lado, nunca habría podido contratar a los candidatos que necesitábamos para llenar el repentino e inexplicable vacío que se había producido de la noche a la mañana. Intenté hacer esperar a Mara hasta la noche, pero se negaba a esperar. Accedí a encontrarme con ella por unos minutos en una dirección que me dio, el apartamento de un amigo suyo, según dijo, donde no nos molestaría nadie. Era en el Village.

Dejé una multitud de candidatos aferrados a la barandilla, tras prometer a Hymie, que pedía desesperadamente «volantes» por teléfono, que volvería al cabo de unos minutos. Monté en un taxi en la esquina y bajé frente a una casa de muñecas con un jardín en miniatura delante. Mara salió a la puerta con un vestido ligero de color malva bajo el cual iba desnuda. Me rodeó con los brazos y me besó apasionadamente.

«Un nidito maravilloso», dije, apartándola para observar mejor la casa.

«Sí, ¿verdad?», dijo. «Es de Carruthers. Vive más adelante en esta misma calle con su esposa; esto es sólo un rinconcito que usa de vez en cuando. Duermo aquí a veces, cuando es demasiado tarde para volver a casa».

No dije nada. Me volví para mirar los libros: las paredes estaban completamente tapizadas de ellos. Por el rabillo del ojo vi a Mara arrancar algo de la pared: parecía una hoja de papel de envolver.

«¿Qué es eso?», dije, sin sentir curiosidad, pero fingiéndola.

«No es nada», respondió. «Un simple esbozo suyo que me pidió destruyera».

«¡Déjame verlo!».

«No vale la pena que lo mires… no tiene valor», y empezó a estrujarlo.

«Déjame verlo, de todos modos», dije, cogiéndola del brazo y arrancándole el papel de la mano lo abrí y, para mi asombro, vi que se trataba de una caricatura mía con un puñal que me atravesaba el corazón.

«Te dije que estaba celoso», dijo. «No significa nada: estaba borracho, cuando lo hizo. Ha estado bebiendo mucho últimamente. Tengo que vigilarlo como un halcón. Es un niño grande, sabes. No debes pensar que te odia: se comporta así con todos los que muestran el menor interés por mí».

«Has dicho que estaba casado. ¿Qué pasa? ¿No se lleva bien con la mujer?».

«Es una inválida», dijo Mara, casi solemnemente.

«¿En una silla de ruedas?».

«Nooo, no exactamente eso», respondió, al tiempo que una sonrisa irreprimible le afluía a los labios. «Oh, ¿para qué hablar de eso ahora? ¿Qué más da? Ya sabes que no estoy enamorada de él. Te dije una vez que había sido muy bueno conmigo: ahora me toca a mí cuidarlo… necesita a alguien que lo calme».

«Conque duermes aquí de vez en cuando… mientras él se queda con su mujer inválida, ¿no es así?».

«También él duerme aquí a veces: hay dos camas, como puedes ver. Oh, por favor», rogó, «no hablemos de él. No tiene por qué preocuparte, ¿es que no lo ves? ¿Es que no puedes creerme?». Se me acercó, me rodeó con los brazos. Sin decir nada más, la levanté y la llevé hasta el sofá. Le alcé las faldas y, separándole bien las piernas, le deslicé la lengua por la raja. En un instante ya me había atraído hacia sí y me tenía encima de ella. Cuando me hubo sacado la polla, se abrió el coño con las dos manos para que se la metiera. Casi al instante tuvo un orgasmo, después otro, y otro. Se levantó y se lavó rápidamente. En cuanto acabó, hice lo mismo. Cuando salí del baño, estaba tumbada en el sofá con un cigarrillo en los labios. Me senté unos minutos con la mano entre sus piernas, hablando tranquilamente con ella.

«Tengo que volver a la oficina», dije, «y no hemos tenido oportunidad de hablar».

«No te vayas todavía», me rogó, irguiéndose y pasándome la mano cariñosamente por la picha. Le pasé el brazo por el hombro y la besé apasionadamente. Volvía a tener los dedos en mi bragueta y estaba buscándome la picha, cuando de repente oímos a alguien andando en el picaporte.

«Es él», dijo, poniéndose en pie de un salto y dirigiéndose a la puerta. «Quédate donde estás, no hay problema», añadió precipitadamente, mientras corría a recibirlo. No tuve tiempo de abrocharme la bragueta. Me puse en pie y me arreglé la ropa como si nada, mientras ella se lanzaba en sus brazos con una inocente exclamación de alegría.

«Tengo visita», dijo. «Le he pedido que viniera. Se marcha dentro de cinco minutos».

«Hola», dijo, adelantándose para saludarme con la mano tendida y una amable sonrisa en los labios. No parecía particularmente sorprendido. En realidad, parecía mucho más afable que la noche que lo conocí en el baile.

«No hace falta que se vaya ahora mismo, ¿verdad?», dijo, al tiempo que desataba un paquete que había traído. «Podría tomar una copita primero, ¿no? ¿Qué prefiere: Scotch o Rie?».

Antes de que pudiese decir sí o no, Mara había ido a buscar un poco de hielo. Me quedé de pie dándole la espalda parcialmente, mientras se ocupaba de las botellas, y, fingiendo interesarme por un libro de la estantería, me abroché la bragueta disimuladamente.

«Espero que no le importe el aspecto de la casa», dijo. «Es simplemente un pequeño refugio, un escondrijo, donde puedo encontrarme con Mara y sus amiguitas. Está mona con ese vestido, ¿verdad?».

«Sí», dije, «es bastante atractivo».

«No hay gran cosa ahí», dijo, indicando las estanterías de libros. «Los buenos están todos en casa».

«Parece una colección muy buena», dije, contento de poder desviar la conversación hacia ese terreno.

«Tengo entendido que es usted escritor… o por lo menos eso dice Mara».

«No del todo», respondí. «Me gustaría serlo. Probablemente lo sea usted, ¿me equivoco?».

Se echó a reír. «Oh», dijo modestamente, mientras servía las bebidas, «todos empezamos así. Garrapateé algunas cosas en mis tiempos: poemas, sobre todo. Ahora parece que no soy capaz de hacer nada, excepto beber».

Mara volvió con el hielo. «Ven aquí», dijo él, dejando el hielo que traía sobre la mesa y rodeándole la cintura con un brazo, «todavía no me has dado un beso». Ella alzó la cabeza y recibió con frialdad el efusivo beso que él le plantó en los labios.

«No podía resistir más en la oficina», dijo, echando un chorro de soda en los vasos. «No sé por qué voy a ese maldito lugar… no tengo nada que hacer excepto darme aires de importancia y firmar papeles absurdos». Bebió un largo trago. Después, indicándome con un gesto que me sentara, se arrojó en el gran sillón. «Ah, esto está mejor», gruñó, como un hombre de negocios cansado, aunque era evidente que no había dado golpe. Hizo una seña a Mara. «Siéntate aquí un momento», dijo, dando palmaditas en el brazo del sillón. «Quiero hablar contigo. Tengo buenas noticias para ti».

Era una escena extraordinariamente interesante de contemplar después de lo que acababa de ocurrir unos minutos antes. Me pregunté por un instante si estaría haciendo comedia por mí. Intentó bajarle la cabeza para darle otro beso efusivo, pero ella se resistió, diciendo: «Oh, vamos, te estás portando como un tonto. Deja esa bebida, hazme el favor. Vas a estar borracho dentro de un momento y entonces no habrá modo de hablar contigo».

Ella le puso el brazo sobre el hombro y le pasó los dedos por el pelo.

«Ve usted qué tirana es», dijo, dirigiéndose a mí.

«¡Dios salve al pobre diablo que se case con ella! Ya ve usted: corro a casa para darle una buena noticia y…».

«Bueno, ¿de qué se trata?», le interrumpió Mara. «¿Por qué no desembuchas de una vez?».

«Déjame hablar y te lo diré», dijo Carruthers, dándole palmaditas afectuosas en el trasero. «Por cierto», dirigiéndose a mí, «¿no quiere servirse otra copa? Y otra para mí…, es decir, si consigue su permiso. Yo no tengo voz ni voto aquí. Soy un estorbo».

Esa clase de bromas y de pullas mutuas parecía ir a continuar indefinidamente. Yo había decidido que ya era demasiado tarde para regresar a la oficina: la tarde estaba perdida. La segunda copa me había puesto de humor para quedarme y ver en qué acababa todo aquello. Noté que Mara no bebía. Sentí que quería que me fuese. La buena noticia quedó a un lado, y después olvidada. O quizá se la hubiera contado a escondidas: parecía haber abandonado el tema demasiado bruscamente. Tal vez, mientras ella le pedía que contara la noticia, le hubiese pellizcado el brazo cariñosamente. (Sí, ¿cuál es la buena noticia? Y el pellizco le decía que no se atreviera a soltarla delante de mí). Yo estaba muy confuso. Me senté en el otro sofá y discretamente levanté la colcha para ver si había sábanas. No había. Después me enteraría de la verdad sobre la cuestión. Faltaba mucho camino por recorrer.

Verdaderamente, Carruthers era un borracho… un borracho agradable y sociable. De los que beben y están sobrios a intervalos. De los que nunca piensan en comer. De los que tienen una memoria asombrosa, observan todo con ojos de lince y, sin embargo, parecen estar inconscientes, decaídos, muertos para el mundo.

«¿Dónde está ese dibujo mío?», preguntó de repente, de buenas a primeras, mirando fijamente el punto de la pared en que había estado colgado.

«Lo he quitado», dijo Mara.

«Ya lo veo», refunfuñó, pero no demasiado desagradablemente. «Quería enseñárselo a este amigo tuyo».

«Ya lo ha visto», dijo Mara.

«¿Ah, sí? Bueno, entonces, no importa. En ese caso, no le estamos ocultando nada, ¿verdad? No quiero que se haga ilusiones sobre mí. Ya sabes que, si no puedes ser mía, no dejaré que seas de nadie, ¿no es así? Aparte de eso, todo está bien. Oh, por cierto, ayer vi a tu amiga Valerie. Quiere venir a vivir aquí… sólo por una o dos semanas. Le dije que tenía que hablar contigo primero… tú mandas aquí».

«Es tu casa», dijo Mara irritada, «puedes hacer lo que gustes. Sólo que, si ella viene, yo me voy. Tengo una casa propia donde vivir; sólo vengo aquí a cuidarte, a impedir que te mates bebiendo».

«Es curioso», dijo él, dirigiéndose a mí, «cómo se detestan estas dos chicas. Palabra, que Valerie es una persona adorable. No tiene ni pizca de inteligencia, es cierto, pero eso no es un gran inconveniente; tiene todo lo que un hombre puede desear. Mire, la mantuve durante un año o así; nos llevábamos espléndidamente… hasta que apareció ésta», y señaló con la cabeza a Mara. «Entre nosotros, creo que está celosa de Valerie. Debería usted conocerla… tendrá ocasión, si no se marcha en seguida. Tengo el presentimiento de que va a dejarse caer por aquí antes de la noche».

Mara se echó a reír de un modo que nunca le había oído. Era una risa ruin, desagradable. «Esa pánfila», dijo despectivamente, «¿por qué no puede mirar a un hombre sin meterse en complicaciones? Es un aborto andante…».

«¿Te refieres a tu amiga Florrie?», dijo Carruthers, con una sonrisa fija y estúpida.

«Me gustaría que no la metieras en esto», dijo Mara airadamente.

«Usted conoce a Florrie, ¿verdad?», me preguntó Carruthers, como si no hubiese oído su advertencia. «¿Ha visto usted alguna vez a una tía más lasciva que ésa? Y Mara intenta presentarla como una dama…». Se echó a reír. «Es extraño, las furcias que pesca. Roberta… ésa era otra buena pieza. Siempre tenía que pasearse en limusina. Decía que tenía un riñón flotante, pero en realidad lo que pasaba… bueno, entre nosotros, simplemente era una holgazana. Pero Mara tuvo que tomarla bajo su protección, después de que yo le diera la patada, y cuidarla. La verdad, Mara, es que, para ser una chica inteligente como pretendes, a veces te portas como una tonta. A no ser que —y miró al techo meditativamente— haya algo más. Nunca se sabe —sin dejar de mirar al techo— a qué se debe que dos mujeres anden juntas. Como dice el refrán, Dios los cría y ellos se juntan. Aun así, es extraño. Conozco a Valerie, conozco a Florrie, conozco a ésta, las conozco a todas… y, sin embargo, si me apura usted, no sé nada de ellas, ni palabra. Es una generación diferente de la mía; son como otra especie de animal. Para empezar, no tienen sentido moral, ninguna de ellas. Se niegan a dejarse domesticar; es como vivir en una casa de fieras. Llegas a casa y te encuentras a un extraño tumbado en tu cama… y pides disculpas por haber molestado. O te piden dinero para irse a pasar la noche con un chico en un hotel. Y, si se meten en líos, tienes que encontrarles un doctor. Es excitante, pero a veces es un gran fastidio también. Sería más fácil criar conejos, ¿eh?».

«Así habla cuando está borracho», dijo Mara, riendo para intentar quitarle importancia. «Sigue, sigue; cuéntale más cosas de nosotras. Estoy segura de que se divierte».

Yo no estaba tan seguro de que estuviese borracho. Era uno de esos hombres que hablan inconexamente estén o no borrachos, que incluso dicen cosas más fantásticas cuando no lo están. Hombres amargados, desilusionados, generalmente, que se comportan como si nada pudiera ya sorprenderlos; sin embargo, en el fondo son muy sentimentales, y desahogan su quebrantado sistema emotivo en el alcohol para no deshacerse en lágrimas en un momento inesperado. Las mujeres los encuentran extraordinariamente encantadores porque nunca ponen exigencias, nunca dan pruebas de auténticos celos, aunque aparentemente den todas las muestras. En muchos casos, como en el de Carruthers, tienen que cargar con esposas lisiadas, impedidas, que por debilidad (que ellos llaman piedad o lealtad) soportan toda la vida. A juzgar por sus palabras, Carruthers no tenía dificultad para encontrar a mujeres atractivas con las que compartir su nido de amor. A veces había dos o tres viviendo con él al mismo tiempo. Probablemente tuviera que dar alguna muestra de celos, de posesividad, para que no lo tomasen por un tonto de remate. Por su parte, su mujer, como averigüé más adelante, era inválida sólo en este sentido: que aún tenía el himen intacto. Durante años Carruthers lo había soportado como un mártir. Pero, de repente, ni comprender que estaba entrando en años, había empezado a darse juergas como un estudiante universitario. Y después se había dado a la bebida. ¿Por qué? ¿Había descubierto que ya era demasiado viejo para satisfacer a una chica joven y sana? ¿Había lamentado de repente sus años de abstinencia? Naturalmente, Mara, que me habla confiado esa información, se mostró deliberadamente imprecisa y desapasionada al comentarlo. No obstante, reconoció que había dormido a menudo con él en el mismo sofá, dándome a entender que, evidentemente, a él nunca se le pasaba por la imaginación molestarla Y después añadió al instante que, por supuesto, las otras chicas se mostraban más que encantadas de acostarse con él; naturalmente, lo que había que inferir era que sólo «molestaba» a aquellas a quienes les gustaba que las molestaran. Yo no veía que hubiera una razón particular para que Mara no quisiese que la molestaran. ¿O debía yo suponer que él no molestaría a una chica que velaba tanto por su salud? Tuvimos una seria disputa sobre eso, cuando estaba despidiéndome de ella. Habían sido un día y una noche demenciales. Me había emborrachado y me había quedado dormido en el suelo. Eso fue antes de cenar, y la razón fue que estaba hambriento. Según Mara, Carruthers se había irritado mucho por mi conducta; le había costado mucho trabajo disuadirle de que me rompiera una botella en la cabeza. Para apaciguarlo, se había tumbado un rato en el sofá con él. No dijo si había intentado «molestarla» o no. El caso es que él se había echado una corta siesta; cuando se despertó, tenía hambre, quería comer al instante. Durante la siesta había olvidado que tenía visita; al verme tumbado en el suelo profundamente dormido, había vuelto a enfadarse. Después, habían salido juntos y habían tomado una comida excelente; de vuelta a casa ella le había persuadido para que me comprara unos emparedados y café. Recordé los emparedados y el café: era como un interludio durante un apagón de la luz. Carruthers se había olvidado de mí con la llegada de Valerie. Eso también lo recordaba, aunque vagamente. Recordaba haber visto entrar a una joven hermosa que se había echado en brazos de Carruthers. Recordaba que me habían dado una copa y volví a quedarme dormido. ¿Y después? Pues, después, tal como explicó Mara, había habido una pequeña riña entre Valerie y ella. Y Carruthers había cogido una cogorza impresionante, había salido a la calle tambaleándose y había desaparecido.

«Pero ¡si estabas sentada en sus rodillas cuando me he despertado!», dije.

Sí, así era, reconoció, pero eso después de que hubiese estado fuera buscándolo, recorriendo todo el Village, y, por fin, lo hubiera recogido en las escaleras de una iglesia y lo hubiese traído a casa en un taxi.

«Debes de tener un alto concepto de él, sin lugar a dudas, para tomarte tantas molestias».

No lo negó. Estaba cansada de volver a hablar de ese tema conmigo.

De modo, que así era como había pasado la noche. ¿Y Valerie? Valerie se había ido enojada, después de romper un jarrón caro. ¿Y qué hacía ese cuchillo de cortar pan a mi lado?, quise saber. ¿Eso? Oh, eso fue otra de las payasadas de Carruthers. Simulaba que me iba a sacar el corazón. Ella ni siquiera se había molestado en quitarle el cuchillo de la mano. Era inofensivo, Carruthers. Incapaz de matar una mosca. Aun así, pensé para mis adentros, habría sido más prudente despertarme. Qué más había ocurrido, me pregunté. Sólo Dios sabe lo que ocurrió durante el apagón. Si era capaz de dejarme pasarla por las armas sabiendo que Carruthers podía entrar en cualquier momento, seguro que habría sido capaz de dejarle que la «molestara» unos minutos (aunque sólo hubiese sido para calmarlo), al ver que yo estaba en un profundo trance y nunca me enteraría.

Sin embargo, ya eran las cuatro de la mañana y Carruthers estaba profundamente dormido en el sofá. Estábamos parados en un portal de la Sexta Avenida intentando llegar a un acuerdo. Yo insistía en que me dejase acompañarla a casa; ella intentaba hacerme comprender que era demasiado tarde.

«Pero, si te he acompañado a casa otras veces todavía más tarde». Estaba decidido a no dejarla regresar al escondrijo de Carruthers.

«Tú no entiendes», arguyó, «hace semanas que no aparezco por casa. Tengo todas mis cosas aquí».

«Entonces es que estás viviendo con él. ¿Por qué no dijiste eso lo primero?».

«No estoy viviendo con él. Sólo estoy ahí temporalmente hasta que encuentre un sitio donde vivir. No voy a volver a casa nunca más. Me marché. Les dije que no volvería nunca».

«Y tu padre… ¿qué dijo?».

«No estaba cuando ocurrió. Sé que debe de estar acongojado, pero no podía resistir más».

«Lo siento», dije, «si es así. Supongo que también estarás sin un céntimo. Déjame que te acompañe de vuelta… debes de estar molida».

Empezamos a caminar por las calles vacías. Se detuvo de repente y me rodeó con los brazos. «Confías en mí, ¿verdad?», dijo, mirándome con lágrimas en los ojos.

«Claro que sí. Pero me gustaría que encontraras otro lugar donde estar. Siempre puedo encontrar el dinero para una habitación. ¿Por qué no me dejas ayudarte?».

«Oh, no voy a necesitar ayuda ahora», dijo animada. «Vaya, ¡casi se me olvida contarte la buena noticia! Sí, me voy por dos semanas: al campo. Carruthers me envía a su cabaña en los bosques del norte. Vamos las tres: Florrie, Hannah Bell y yo. Van a ser unas vacaciones de verdad. ¿Quizá podrías venir a vernos? Lo intentarás, ¿verdad? ¿No te alegras?». Se detuvo para darme un beso. «Lo ves, no es mala persona», añadió. «Él no va a venir. Quiere que nos divirtamos. Ahora, que, si estuviese enamorado de mí, como pareces creer, ¿es que no iba a querer irse allí conmigo a solas? No le gustas, eso lo reconozco. Te tiene miedo: eres demasiado serio. Al fin y al cabo, debes comprender que tenga algunos sentimientos. Si su mujer hubiera muerto, no hay duda de que me pediría que me casase con él… no porque esté enamorado de mí, sino porque quiere protegerme. ¿Lo entiendes ahora?».

«No», dije. «No lo entiendo. Pero, es igual. No hay duda de que necesitas unas vacaciones; espero que te lo pases bien allí. Por lo que se refiere a Carruthers, digas lo que digas sobre él, no me gusta y no me fío de él. Y no estoy nada seguro de que actúe por motivos tan generosos como los que tú describes. Espero que la palme, eso es todo, y, si pudiera administrarle un poco de veneno, lo haría… sin escrúpulos».

«Te voy a escribir todos los días», dijo, cuando estábamos parados en la puerta despidiéndonos.

«Oye, Mara», dije, atrayéndola hacia mí y susurrándole las palabras al oído. «Tenía muchas cosas que decirte hoy y todo se ha convertido en humo».

«Lo sé, lo sé», dijo febrilmente.

«Quizá cambien las cosas, cuando te hayas ido», proseguí. «Tiene que pasar algo pronto: no podemos seguir así siempre».

«Eso es lo que yo también pienso», dijo suavemente, apretándose contra mí afectuosamente. «Detesto esta vida. Quiero pensarlo despacio, cuando esté allí sola. No sé cómo pude meterme en este lío».

«Bien», dije, «entonces quizá lleguemos a algo. Escribirás, ¿lo prometes?».

«Desde luego, que lo haré… todos los días», dijo, al volverse para irse.

Me quedé allí un momento después de que hubiese entrado, preguntándome si era un bobo por dejarla marcharse, si no sería mejor sacarla de allí a la fuerza y salir adelante, con esposa o sin ella, con trabajo o sin él. Me marché, todavía pensando en eso, pero los pies me llevaban a casa.