Y ahora es el sábado por la tarde, el sol brilla vivido y fuerte, y estoy sorbiendo un claro té chino en el jardín del Dr. Wuchee Hachee Tao. Acaba de entregarme un largo poema sobre la Madre escrito en papel de triquitraque. Su aspecto es el de un tipo de hombre superior… y no demasiado comunicativo. Me gustaría preguntarle algo sobre el Tao original, pero resulta que en ese momento del tiempo, hablando retrospectivamente, todavía no he leído el Tao te King. Si lo hubiera leído, no necesitaría hacerle pregunta alguna… ni con toda probabilidad estaría sentado en este jardín esperando a una mujer llamada Mara. Si hubiese sido lo bastante inteligente como para leer ese libro, uno de los ejemplos más ilustres y elípticos de la sabiduría antigua, me habría librado de muchos infortunios que me sobrevinieron y que ahora estoy a punto de relatar.
Sentado en el jardín, en 17 a. C., mis pensamientos son totalmente diferentes de éstos. Para ser del todo franco, no puedo recordar ni uno sólo de aquel momento. Recuerdo vagamente que no me gustó el poema sobre la Madre: me pareció un puro disparate. Y, lo que es más, no me gustaba el chino que lo escribió: eso lo recuerdo con toda claridad. Sé también que me estaba poniendo furioso porque empezaba a parecer que me había dado otro plantón. (Si hubiera absorbido un poco de Tao, no habría perdido la paciencia. Me habría quedado allí sentado y satisfecho como una vaca, agradecido de que brillara el sol y de estar vivo). Hoy, mientras escribo esto, no hay sol ni Mara y, aunque todavía no he llegado a ser una vaca satisfecha, me siento muy vivo y en paz con el mundo.
Oí que sonaba el teléfono dentro. Un chino chato, probablemente profesor de filosofía, me dice en su inglés chapurreado que una dama desea hablar conmigo por teléfono. Es Mara y, según dice, acaba de levantarse de la cama. Me cuenta que tiene resaca. Florrie también. Las dos están descansando, a ver si se les pasa, en un hotel cercano. ¿Qué hotel? No quiere decirlo. Me dice que espere media hora y se arreglará. No tengo ganas de esperar otra media hora. Estoy de mal humor. Primero fue el paso de baile, y ahora es la resaca. ¿Y quién más está en la cama con ella?, me gustaría saber. ¿No será alguien cuyo nombre empieza con C? ¿Eh? No le gusta eso. No consiente a nadie que le hable de ese modo. Bueno, pues, yo estoy hablando de ese modo, ¿me oyes? Dime dónde estás e iré a verte en un santiamén. Si no quieres decirlo, entonces vete al infierno. Estoy harto de… ¿Me oyes? ¡Mara! ¿Me oyes?
No hubo respuesta. Vaya, eso debió de haberle herido en lo vivo. Esa puta de Florrie es la responsable. Florrie y su peludo chumino, que no la deja vivir. ¿Qué vas a pensar de una chica de la que lo único que oyes decir siempre es que no puede encontrar una picha lo bastante grande para satisfacerla? Al mirarla, dan ganas de pensar que un buen polvo la haría reventar. Unos cuarenta y seis kilos descalza. Cuarenta y seis kilos de carne insaciable. Y, además, una artista de la bebida. Una guarra irlandesa. Una tía asquerosa, si queréis saber mi opinión, que adopta el acento del teatro como para hacer creer que actuó en las Ziegfield Follies.
Pasa una semana y sin noticias de Mara. Después, inesperadamente, una llamada de teléfono. Parece deprimida. ¿Podría encontrarme con ella en algún sitio para ir a cenar? Quiere hablar conmigo de algo muy importante. Hay en su voz una gravedad que no había advertido antes.
En el Village, cuando me apresuro para no llegar tarde a la cita, mira por dónde me tropiezo con Kronski. Intento pasar de largo haciéndole un saludo, pero es inútil.
«¿A qué viene tanta prisa?», pregunta con esa suave sonrisa sardónica que siempre pone en el momento menos apropiado.
Le explico que tengo una cita.
«¿Vas a comer?».
«Sí, voy a comer, pero solo», le digo secamente.
«Oh, no, no va usted a hacerlo, señor Miller. Necesitas compañía, lo noto. Hoy no estás de tan excelente humor… Pareces preocupado. Espero que no sea una mujer».
«Mira, Kronski, voy a encontrarme con alguien y no quiero tenerte cerca».
«Vamos, vamos, señor Miller, ¿cómo puede hablar así a un viejo amigo? Insisto en acompañarte. Voy a pagarte la comida… no puedes resistir a eso, ¿verdad?».
Me eché a reír sin poder evitarlo. «De acuerdo, joder, vente. Tal vez necesite tu ayuda. Sólo me sirves para los apuros. Oye, no vayas a empezar con tus gracias. Te voy a presentar a la mujer de la que estoy enamorado. Probablemente no le gustará tu aspecto, pero quiero que la conozcas de todos modos. Algún día me casaré con ella y, como parece que no puedo librarme de ti, igual puede empezar a tolerarte ahora que más adelante. Tengo el presentimiento de que no te va a gustar».
«Esto parece muy serio, señor Miller. Tendré que tomar medidas para protegerte».
«Si empiezas a entrometerte, te voy a dar un golpe en la cabeza», respondí, riendo brutalmente. «Con esta persona voy muy en serio. Nunca me habías visto así, ¿verdad? No puedes creerlo, ¿eh? Bueno, pues, escúchame bien. Para que veas hasta qué punto voy en serio… si te entrometes, te mato a sangre fría».
Para mi sorpresa, Mara ya estaba en el restaurante. Había escogido una mesa solitaria en un rincón oscuro. «Mara», dije, «éste es un viejo amigo, el Dr. Kronski. Se ha empeñado en acompañarme. Espero que no te importe». Para mi asombro, lo saludó cordialmente. Por su parte, Kronski, en el momento en que le puso la vista encima, abandonó las miradas de soslayo y la chunga. Aún más impresionante era su silencio. Normalmente, cuando lo presentaba a una mujer, se ponía parlanchín y hacía una especie de aleteo con sus alas invisibles.
Cosa extraña, también Mara estaba tranquila; su voz sonaba sedante e hipnótica.
Apenas habíamos pedido lo que íbamos a tomar y cambiado algunas palabras de cortesía, cuando Kronski, mirando a Mara fijamente y con expresión suplicante, dijo: «Ha ocurrido algo, algo trágico, me parece. Si prefiere que me vaya, me iré ahora mismo. A decir verdad, preferiría quedarme. Quizá pueda ser útil. Soy amigo de este tipo y me gustaría ser amigo de usted. Lo digo sinceramente».
Bastante conmovedor. Mara, visiblemente emocionada, respondió afectuosamente.
«Quédese, por favor», dijo, tendiéndole la mano a través de la mesa en señal de confianza. «Su presencia me permitirá hablar con mayor libertad. He oído hablar mucho de usted, pero me parece que su amigo no ha sido justo con usted», y me miró con reprobación, y después sonrió cariñosamente.
«No», dije rápidamente, «es verdad que nunca hago un retrato sincero de él». Me dirigí a él. «Mira, Kronski, tienes el carácter más desagradable que se pueda imaginar y, sin embargo…».
«Vamos, vamos», dijo, torciendo el gesto, «no empieces a soltarme ese vacile dostoyevskiano. Ibas a decir que soy tu genio del mal. Sí, es verdad que ejerzo alguna extraña influencia diabólica sobre ti, pero no estoy confundido con respecto a ti como tú respecto a mí. Te aprecio sinceramente. Haría cualquier cosa que me pidieras, si creyese que lo decías en serio… aun cuando hiciera daño a un ser querido. Te pongo por encima de cualquier otra persona que conozca; por qué, no lo sé, porque la verdad es que no lo mereces. Ahora mismo debo confesar que me siento triste. Veo que os amáis el uno al otro y creo que estáis hechos el uno para el otro, pero…».
«Piensas que no va a ser tan agradable para Mara. Eso es, ¿eh?».
«No puedo decirlo todavía», dijo, con alarmante seriedad. «Lo único que veo es esto: los dos habéis encontrado la horma de vuestro zapato».
«Así, que cree usted que voy a ser de verdad digna de él», dijo Mara con toda humildad.
La miré asombrado. Nunca sospeché que pudiera decir algo así a un extraño.
Sus palabras excitaron a Kronski: «¿Digna de él?», dijo burlonamente. «¿Es digno él de usted? Ésa es la cuestión. ¿Qué ha hecho nunca para hacer que una mujer se sienta digna él? Todavía no ha empezado a funcionar: está en pleno letargo. Si yo fuese usted, no pondría ni pizca de fe en él. Ni siquiera es un buen amigo, no digamos ya amante o marido. Pobre Mara, no se caliente la cabeza con cosas así. Oblíguele a hacer algo por usted, estimúlelo, vuélvalo loco, si es necesario, pero ¡oblíguele a abrirse! Si tuviera que darle a usted un consejo sincero, conociéndolo y queriéndolo como lo conozco y lo quiero, sería éste: ¡hiéralo, castíguelo, pínchelo hasta la última gota de sangre! De lo contrario, está usted perdida: la devorará. No es que sea mala persona, no porque tenga intención de hacer daño… ¡oh, no! Lo hace por bondad. Te hace casi creer que lo hace por tu bien, cuando te clava las garras. Puede desgarrarte con una sonrisa y decirte que lo hace por tu bien. Él es el diabólico, no yo. Yo finjo, pero él todo lo que hace lo hace a propósito. Es el tipo más cruel que ha pisado la tierra… y lo extraño es que se le quiere porque es cruel, o quizá porque no lo disimula. Cuando va a atacar, primero te avisa. Te lo dice sonriendo. Y, cuando ha terminado, te levanta y te quita el polvo con ternura, te pregunta si te ha hecho mucho daño y cosas así… como un ángel. ¡El cabronazo!».
«Desde luego, no lo conozco tan bien como usted», dijo Mara con calma, «pero debo confesar que nunca me ha revelado ese aspecto de su naturaleza… por lo menos, no todavía. Sólo conozco su aspecto amable y bueno. Espero comportarme de modo que siempre sea así conmigo. No sólo lo amo. Creo en él como persona. Sacrificaría todo por hacerle feliz…».
«Pero ahora no es usted muy feliz, ¿verdad?», dijo Kronski, como si no hubiera oído sus palabras. «Dígame, ¿qué ha hecho para hacerle a usted…?».
«No ha hecho nada», dijo vivamente. «No sabe lo que me preocupa».
«Bueno, ¿puede usted decírmelo a mí?», dijo Kronski, con la voz alterada y los ojos humedecidos, con lo que parecía un cachorrito compasivo y amistoso.
«No la fuerces», dije. «Ya nos lo dirá a su debido tiempo». Estaba mirando a Kronski, mientras hablaba. Su expresión cambió repentinamente. Volvió la cabeza a un lado. Miré a Mara y tenía lágrimas en los ojos; empezaron a correr copiosamente. Al cabo de un momento se excusó y fue al lavabo. Kronski me miró con sonrisa pálida como la de un muerto, la mirada de una almeja enferma expirando a la luz de la luna.
«No te lo tomes tan trágicamente», dije. «Es una mujer valiente, saldrá adelante».
«¡Eso lo dices tú! Tú no sufres. Tú te pones emotivo y llamas a eso sufrimiento. Esa chica está en un apuro, ¿es que no lo ves? Quiere que hagas algo por ella… no simplemente esperar a que pase. Si no la sondeas tú, lo haré yo. Esta vez tienes una mujer de verdad. Y una mujer de verdad, señor Miller, espera algo de un hombre… no simples palabras y gestos. Si quiere que te escapes con ella, que dejes a tu mujer, a tu hija, tu empleo, yo te diría que lo hicieras. ¡Escúchala a ella y no tus propios impulsos egoístas!».
Se recostó hacia atrás en la silla y se escarbó los dientes. Después de una pausa:
«¿Y la conociste en un baile? Bien, debo felicitarte por tener gusto para reconocer el artículo genuino. Esa chica puede hacer algo por ti, si le dejas. Quiero decir, si no es demasiado tarde. Has llegado muy lejos, ¿sabes? Otro año con tu mujer y estás acabado». Escupió al suelo de asco. «Tienes suerte. Consigues las cosas, sin que te cuesten trabajo. Yo trabajo como un hijo de puta y en cuanto me vuelvo de espaldas, todo se desploma».
«Eso es porque soy goy», dije en broma.
«Tú no eres goy. Eres un judío negro. Eres uno de esos gentiles fascinantes con los que todos los judíos quieren congraciarse. Eres… Oh, bien por mencionarlo. Naturalmente, ¡Mara es judía! Venga, hombre, no finjas ignorarlo. ¿Todavía no te lo ha dicho?».
Que Mara fuese judía me parecía tan ridículo, que me limité a reírme en sus narices.
«¿Quieres que te lo demuestre? ¿Es eso lo que quieres?».
«No me importa lo que sea», dije, «pero estoy seguro de que no es judía».
«¿Qué es, entonces? ¿Supongo que no la considerarás aria pura?».
«Nunca se lo he preguntado», respondí. «Pregúntaselo tú, si quieres».
«No se lo preguntaré», dijo Kronski, «porque podría mentirme delante de ti… pero la próxima vez que te vea te diré si estoy en lo cierto o no. Creo que puedo decir si una persona es judía, cuando la veo».
«Pensaste que yo era judío, cuando me conociste».
Al oír aquello, se echó a reír con ganas. «Conque ¿de verdad te lo creíste? ¡Ja, ja! Vaya, ésta sí que es buena. Pobre bobo, te lo dije simplemente para halagarte. Si tuvieras una gota de sangre judía en las venas, te lincharía por respeto a mi pueblo. ¿Tú judío?… Vaya, vaya…». Giraba la cabeza de un lado a otro con lágrimas en los ojos. «En primer lugar, un judío es listo», prosiguió, «y tú no eres listo precisamente. Y un judío es honrado… ¡para que te enteres! ¿Eres tú honrado? ¿Hay una pizca de verdad en ti? Y un judío siente. Un judío siempre es humilde, hasta cuando es arrogante… Ahí viene Mara. Cambiemos de tema».
«Estabais hablando de mí, ¿verdad?», dijo Mara, mientras se sentaba. «¿Por qué no seguís? No me importa».
«Se equivoca», dijo Kronski. «No estábamos hablando de usted en absoluto…».
«Es un mentiroso», le interrumpí. «Estábamos hablando de ti, sólo que no hemos llegado demasiado lejos. Mara, me gustaría que le hablaras de tu familia… quiero decir, las cosas que me has contado».
Su rostro se ensombreció. «¿Por qué habría de interesarle mi familia?», dijo, con expresión de irritación mal disimulada. «Mi familia carece del menor interés».
«No lo creo», dijo Kronski rotundo. «Creo que usted oculta algo».
La mirada que cruzaron me sobresaltó. Era como si ella le hubiera hecho una señal para que andase con cuidado. Se entendían mutuamente de forma subterránea, de un modo que me excluía. La imagen de la mujer en el patio de su casa me vino a la mente con nitidez. Aquella mujer no era su vecina, como intentó insinuar. ¿Podría haber sido su madrastra? Intenté recordar lo que me había dicho sobre su madre verdadera, pero inmediatamente me perdí en el complicado laberinto que había fabricado sobre este tema evidentemente doloroso.
«¿Qué es lo que te gustaría saber de mi familia?», dijo, volviéndose hacia mí.
«No quiero preguntarte nada que te ponga incómoda», dije, «pero, si no es indiscreción, ¿te importaría hablarnos de tu madrastra?».
«¿De dónde era su madrastra?», preguntó Kronski.
«De Viena», dijo Mara.
«Y usted, ¿nació en Viena también?».
«No, yo nací en Rumanía, en un pueblecito de montaña. Puede que tenga algo de sangre gitana en las venas».
«¿Quiere usted decir que su madre era gitana?».
«Sí, me han contado una historia en ese sentido. Dicen que mi padre la dejó la víspera de su boda con mi madrastra. Por eso es por lo que mi madre me odia, supongo. Soy la oveja negra de la familia».
«Y supongo que adora usted a su padre».
«Lo adoro. Es como yo. Los otros son extraños para mí: no tenemos nada en común».
«Y usted mantiene a la familia, ¿no es así?», dijo Kronski.
«¿Quién se lo ha dicho? Ya veo, eso era lo que estabais hablando, cuando…».
«No, Mara, nadie me lo ha dicho. Lo veo en su cara. Está usted haciendo un sacrificio: por eso es por lo que es desdichada».
«No voy a negarlo», dijo. «Por mi padre es por quien lo hago. Es un inválido, ya no puede trabajar».
«¿Y qué les pasa a sus hermanos?».
«Nada. Son unos vagos simplemente. Los he mimado. Mire, cuando tenía dieciséis años, me fui de casa; no podía soportar la vida en el hogar. Estuve fuera un año; cuando volví, los encontré en la miseria. Son unos inútiles. Yo soy la única que tiene algo de iniciativa».
«¿Y mantiene usted a toda la familia?».
«Trato de hacerlo», dijo. «A veces me dan ganas de abandonar: es una carga demasiado pesada. Pero no puedo. Si me marchara, se morirían de hambre».
«Tonterías», dijo Kronski con calor. «Eso es precisamente lo que debería hacer».
«Pero, no puedo… no mientras viva mi padre. Haría cualquier cosa, me prostituiría, antes que verlo pasar necesidades».
«Y ellos le dejarían hacerlo», dijo Kronski. «Mire, Mara, se ha colocado usted en una posición falsa. No puede usted asumir toda la responsabilidad. Que se las arreglen como puedan los demás. Llévese a su padre… nosotros le ayudaremos a cuidarlo. El no sabe cómo consigue usted el dinero, ¿verdad? No le ha dicho usted que trabaja en un baile, ¿verdad?».
«No, no se lo he dicho. Cree que trabajo en el teatro. Pero mi madre lo sabe».
«¿Y no le importa?».
«¿Importarle?», dijo Mara, sonriendo amargamente. «Le da igual lo que haga, con tal de que mantenga la casa. Dice que no valgo para nada. Me llama puta. Dice que soy igual que mi madre».
La interrumpí. «Mara», dije. «No sabía que fuera tan terrible. Kronski tiene razón, tienes que liberarte. ¿Por qué no haces lo que te ha sugerido: dejar a la familia y llevarte a tu padre?».
«Me encantaría», dijo, «pero mi padre nunca dejaría a mi madre. Ella lo tiene en sus garras: lo ha convertido en un niño».
«Pero ¿y si él supiera lo que haces?».
«Nunca lo sabrá. Yo no le dejaría a nadie decírselo. Mi madre me amenazó una vez con decírselo: le dije que la mataría, si lo hacía». Sonrió amargamente. «¿Sabes lo que dijo mi madre? Dijo que había estado intentando envenenarla».
En ese momento Kronski sugirió que continuáramos la conversación en la casa de un amigo suyo que estaba fuera. Dijo que podíamos pasar la noche allí, si queríamos. En el metro cambió de humor; volvió a ser el sapo de cara pálida, socarrón, burlón, diabólico que solía ser. Eso significaba que se consideraba seductor, que se sentía autorizado para mirar insinuante a las mujeres atractivas. El sudor le corría por la cara, y le arrugaba el cuello de la camisa. Su conversación se volvió febril, dispersa, sin la menor continuidad. A su modo retorcido, estaba intentando crear una atmósfera dramática; agitaba los brazos desordenadamente, como un murciélago enloquecido entre dos reflectores.
Para mi disgusto, Mara parecía divertida por aquel espectáculo. «Está muy loco tu amigo», dijo, «pero me gusta».
Kronski acertó a oír aquel comentario. Sonrió trágicamente y el sudor empezó a brotar más copiosamente. Cuanto más sonreía, cuanto más hacía el gracioso y el payaso, más melancólico parecía. No quería que nadie lo considerara nunca triste. Era Kronski, el gran tipo vital, sano, jovial, descuidado, atolondrado, despreocupado, que resolvía los problemas de todo el mundo. Era capaz de hablar sin parar durante horas… durante días, si tenías ánimo para escucharle. Se despertaba hablando, y en seguida se sumergía en argumentaciones rebuscadas, siempre sobre el destino del mundo, sobre su naturaleza bioquímica, su constitución astrofísica, su configuración político-económica. El mundo estaba en un estado desastroso; lo sabía porque siempre estaba recopilando datos sobre la escasez de petróleo, o haciendo investigaciones sobre la condición del Ejército Soviético o la condición de nuestros arsenales y fortificaciones.
Decía, como si fuera un hecho indiscutible, que los soldados del Ejército Soviético no podrían combatir este invierno, porque sólo tenían tantos gabanes, tantos zapatos, etc. Hablaba de hidratos de carbono, grasas, azúcar, etc. Hablaba de los abastecimientos mundiales, como si estuviera dirigiendo el mundo. Sabía más de derecho internacional que la autoridad más famosa en el tema. No había tema bajo el sol del que no resultase tener un conocimiento completo y exhaustivo. De momento sólo era un médico interno en un hospital de la ciudad, pero al cabo de pocos años iba a ser un cirujano o psiquiatra famoso, o quizá otra cosa, todavía no sabía lo que elegiría ser. «¿Por qué no decides llegar a ser Presidente de Estados Unidos?», le preguntaban sus amigos irónicamente. «Porque no soy un imbécil», respondía, poniendo cara avinagrada. «¿Creéis que no podría llegar a ser Presidente, si lo deseara? Pero, bueno, ¿no creeréis que haga falta inteligencia para llegar a ser Presidente de Estados Unidos? No, quiero un trabajo de verdad. Quiero ayudar a la gente. No quiero engañarla. Si tuviera que asumir la dirección de este país, limpiaría la casa desde el techo hasta el sótano. Para empezar, mandaría castrar a tipos como vosotros…». Seguía así durante una hora o dos, limpiando el mundo, poniendo orden en el caserón, preparando el camino para la fraternidad de los hombres y el imperio del librepensamiento. Cada día de su vida repasaba los asuntos del mundo con un peine fino, para limpiar los piojos que volvían asqueroso el pensamiento de los hombres. Un día se mostraba muy acalorado por la condición de los esclavos en la Costa de Oro, y te citaba el precio del oro en lingotes o cualquier otra elaboración estadística fabulosa, que accidentalmente hacía que los hombres se odiaran unos a otros y creaba empleos superfluos para hombres sumisos y débiles en periódicos de información financiera, con lo que incrementaba la carga que pesaba sobre las intangibles economías políticas. Otro día se alzaba en armas contra el cromo o el permanganato, porque Alemania tal vez o Rumanía había acaparado el mercado en relación con tal o cual producto, lo que impediría operar a los cirujanos del Ejército Soviético, cuando llegara el gran día. O acababa de recoger los últimos datos confidenciales sobre una nueva y alarmante plaga, que pronto reduciría a la anarquía el mundo civilizado, a no ser que actuáramos al instante y con la mayor prudencia. Cómo era posible que el mundo siguiese avanzando vacilante, día tras día, sin el asesoramiento del Dr. Kronski era un misterio que nunca aclaró. El Dr. Kronski nunca dudaba de su análisis de las condiciones mundiales. Depresiones, pánicos, inundaciones, revoluciones, plagas, todos esos fenómenos se manifestaban simplemente para corroborar su juicio. Las calamidades y las catástrofes lo ponían contento; croaba y cloqueaba como el sapo del mundo en el embrión. ¿Cómo le iban las cosas personalmente?… nadie le hacía esa pregunta nunca. Personalmente, no marchaban. Por el momento tajaba brazos y piernas, ya que nadie tenía la perspicacia de pedirle nada mejor. Su primera esposa pronto se volvería loca, si supiera de qué estábamos hablando. Era capaz de proyectar las casas-modelo más maravillosas para la Nueva República de la Humanidad, pero, cosa curiosa, no podía mantener su propio nidito libre de chinches y otros bichos, y, a causa de su preocupación por los acontecimientos mundiales y por la solución de los problemas de África, Guadalupe, Singapur, etc., su propia casa estaba siempre un poco desarreglada, es decir, los platos sin lavar, las camas sin hacer, los muebles desvencijados, la mantequilla rancia, el retrete atascado, las tuberías goteando, peines sucios tirados sobre la mesa y, en general, un grato estado ruinoso, lastimoso, ligeramente demencial, que se manifestaba personalmente en la persona del Dr. Kronski en forma de caspa, eczema, furúnculos, ampollas, juanetes, verrugas, quistes sebáceos, halitosis, indigestión y otros trastornos menores, ninguno de ellos grave, porque, una vez establecido el orden mundial, todo lo perteneciente al pasado desaparecería y el hombre resplandecería con una nueva piel como un corderito recién nacido.
El amigo a cuya casa nos llevaba era un artista, nos contó. Siendo amigo del gran Dr. Kronski, debía de tratarse de un artista fuera de lo común, uno que no sería reconocido hasta que no se hubiese anunciado el milenio. Su amigo era a la vez pintor y músico… igualmente grande en ambos campos. La música no íbamos a poder oírla, debido a la ausencia de su amigo, pero podríamos ver sus pinturas…, es decir, algunas de ellas, porque había destruido la mayor parte. Si no hubiera sido por Kronski, habría destruido todo. Pregunté de pasada qué hacía su amigo en aquel momento. Estaba regentando una granja modelo para niños deficientes en los bosques de Canadá. El propio Kronski había organizado el movimiento, pero estaba demasiado ocupado proyectando cosas como para preocuparse por los detalles prácticos de la administración. Además, su amigo estaba tísico, y lo más probable era que tuviese que quedarse allí para siempre. Kronski le telegrafiaba de vez en cuando para aconsejarle sobre esto y lo otro. Era sólo un comienzo: pronto iba a vaciar de internos los hospitales y manicomios, demostrar al mundo que los pobres pueden cuidar a los pobres y los débiles a los débiles y los lisiados a los lisiados y los retrasados a los retrasados.
«¿Es ésa una de las pinturas de tu amigo?», pregunté, cuando encendí la luz y un enorme vómito de bilis verde-amarillenta resaltó en la pared.
«Ésa es una de las primeras cosas que hizo», dijo Kronski. «La conserva por razones sentimentales. He guardado en un almacén sus obras mejores. Pero aquí tienes una pequeña que te dará una idea de lo que puede hacer». La miraba orgulloso, como si fuera obra de un hijo suyo. «Es maravillosa, ¿verdad?».
«Terrible», dije. «Tiene un complejo anal; debió de nacer en el arroyo, en un charco de orín de caballo rancio un tétrico día de febrero junto a una fábrica de gas».
«Sólo tú podías decir una cosa así», dijo Kronski vengativo. «No reconoces a un pintor auténtico, cuando lo ves. Admiras a los revolucionarios de ayer. Eres un romántico».
«Tu amigo puede ser revolucionario, pero no es pintor», insistí. «No hay amor en él; sólo odia, y, lo que es peor, no es capaz de pintar lo que odia. Tiene la vista nublada. Dices que está tísico: yo diría que está bilioso. Apesta, tu amigo, igual que esta casa. ¿Por qué no abres las ventanas? Huele como si un perro hubiera muerto aquí».
«Conejillos de Indias, querrás decir. He estado usando esta casa de laboratorio, por eso apesta un poco. Tiene usted una nariz muy sensible, señor Miller. Es usted un esteta».
«¿Hay algo para beber aquí?», pregunté.
Naturalmente, no había nada, pero Kronski se ofreció a ir a comprar algo.
«Trae algo fuerte», dije. «Este lugar da náuseas. No me extraña que el pobre tío acabase tísico».
Kronski salió bastante avergonzado. Miré a Mara. «¿Qué te parece? ¿Le esperamos o nos largamos?».
«No eres nada amable. No, vamos a esperar. Me gustaría oírle hablar más: es interesante. Y la verdad es que tiene un alto concepto de ti. Lo veo por la forma como te mira».
«Sólo es interesante la primera vez», dije. «Francamente, me mata de aburrimiento. Llevo años escuchando esos disparates. Es mierda pura. Puede que sea inteligente, pero le falta algún tomillo. Un día se suicidará, ya verás. Además, da mala suerte. Siempre que me encuentro con este tipo, todo sale al revés. Lleva la muerte consigo, ¿es que no lo notas? Cuando no está gruñendo, está farfullando como un mono. ¿Cómo se puede ser amigo de un tipo así? Quiere que seas amigo de su pena. No sé qué es lo que lo consume. Le preocupa el mundo. A mí el mundo me importa un pito. No puedo corregirlo, ni él tampoco, ni nadie. ¿Por qué no intenta vivir? El mundo podría no ser tan malo, si intentáramos divertirnos un poco más. No, la verdad es que me irrita».
Kronski volvió con un licor pésimo; dijo que era el único que había podido encontrar a aquella hora. El raras veces bebía más de un sorbito, conque le daba igual que nos envenenáramos. Dijo que esperaba que nos envenenase. Estaba deprimido. Parecía que la depresión le iba a durar toda la noche. Mara, como una idiota, lo compadecía. Él se echó en el sofá y reclinó la cabeza en las rodillas de Mara. Empezó con otro rollo, extraño: la impersonal pena del mundo. No era un argumento ni una invectiva como antes, sino una cantinela, una cantinela al dictáfono dirigida a los millones de seres desdichados de todo el mundo. El Dr. Kronski siempre interpretaba esa tonada en la oscuridad, con la cabeza apoyada en las rodillas de alguna mujer y la mano arrastrando por la alfombra.
Mientras mantenía la cabeza en las rodillas de ella como una víbora hinchada, las palabras se filtraban por la boca de Kronski como el gas por una espita a medio abrir. Era el fantasma del irreductible átomo humano, la subalma errando en el sótano de la miseria colectiva. El Dr. Kronski dejó de existir: sólo permanecían el dolor y el tormento, que funcionaban como electrones positivo y negativo en el vasto vacío atómico de una personalidad perdida. En ese estado de suspensión, ni siquiera la sovietización milagrosa del mundo podía provocar una chispa de entusiasmo en él. Lo que hablaba eran los nervios, las glándulas endocrinas, la bilis, el hígado, los riñones, los pequeños vasos sanguíneos próximos a la superficie de la piel. La propia piel era una simple bolsa en que se acumulaba desordenadamente una colección bastante desaliñada de huesos, músculos, tendones, sangre, grasa, linfa, bilis, orina, estiércol y demás. Los gérmenes se agitaban por esa hedionda bolsa de tripas; por bien que funcionara esa jaula de obtusa materia gris llamada cerebro, los gérmenes iban a salir victoriosos. El cuerpo era rehén de la Muerte, y el Dr. Kronski, tan vital en el mundo de rayos X de la estadística, no era sino un piojo destinado a ser aplastado por una uña sucia, cuando llegara el momento de abandonar la concha. En esos ataques de depresión genitourinaria nunca se le ocurría al Dr. Kronski que pudiese haber una concepción del universo en que la muerte revistiera otro aspecto. Había destripado, disecado y cortado en pedazos tantos cadáveres, que la muerte había llegado a significar para él algo muy concreto: un pedazo de carne fría yaciendo en la losa mortuoria, por decirlo así. La luz se apagaba y la máquina se detenía, y, al cabo del tiempo, apestaría. Voilà, era así de simple y sencillo. En la muerte el ser más encantador que se pudiese imaginar era simplemente otra pieza de un extraordinario sistema de frías cañerías. Había mirado a su esposa, justo después de que se declarase la gangrena; nos confió que, para el atractivo que mostraba, igual podría haber sido un bacalao. El conocimiento de lo que estaba produciéndose dentro de aquel cuerpo invalidaba la idea del dolor que ella estaba sufriendo. La muerte ya había hecho su entrada y era fascinante contemplar su obra. La muerte siempre está presente, afirmaba. La muerte está al acecho en rincones oscuros, esperando el momento oportuno de alzar la cabeza y asestar el golpe. Según decía, ése es el único vínculo auténtico que tenemos: la constante presencia de la muerte siempre en todos nosotros.
Mara estaba muy impresionada por todo aquello. Le acariciaba el pelo y ronroneaba, mientras la constante corriente de gas canoro salía de los gruesos y exangües labios de él. Me molestaba más su evidente compasión por el sufriente que la monotonía del delirio de él. La imagen de Kronski acurrucado como una cabra enferma me parecía de lo más cómica. Había tragado demasiadas latas vacías. Se había alimentado con piezas de automóviles tiradas. Era un cementerio andante de hechos y cifras. Moría de indigestión estadística.
«¿Sabes lo que deberías hacer?», dije tranquilamente. «Deberías matarte ahora, esta noche. No tienes nada por lo que vivir: ¿para qué engañarte? Dentro de un rato nos iremos y podrás suprimirte. Eres un sabelotodo, debes de conocer una forma de hacerlo sin demasiado alboroto. De verdad, creo que se lo debes al mundo. Tal como están las cosas, lo único que haces es ponerte pesado».
Aquellas palabras produjeron un efecto casi electrizante en el doliente Dr. Kronski. Efectivamente, se puso en pie de un brinco como de delfín. Se puso a dar palmas y a bailar con la gracia de un paquidermo enfermo de esparaván. Estaba extático, igual que un pocero entra en éxtasis, cuando se entera de que su esposa ha dado a luz a otro mocoso.
«Conque ¿quiere usted que me quite de en medio? ¿Eh, señor Miller? ¿Por qué tanta prisa? Tienes envidia. Estás celoso de mí, ¿verdad? Pues, bien, esta vez voy a defraudarte. Voy a seguir vivo y te voy a hacer la vida imposible. Voy a torturarte. Un día acudirás a mí y me rogarás que te dé algo para ponerte fuera de peligro. Me suplicarás de rodillas y yo te lo negaré».
«Estás loco», dije, acariciándole la barbilla.
«¡Oh, no, no lo estoy!», respondió, dándome palmaditas sobre la calva. «Sólo soy un neurótico, como todos los judíos. Nunca me mataré, no te hagas ilusiones. Asistiré a tu funeral y me reiré de ti. Quizá no tengas funeral. Puede que estés tan en deuda conmigo, que tengas que legarme tu cuerpo, cuando mueras. Señor Miller, cuando me ponga a trincharle, no quedará ni una miaja».
Cogió un cortapapeles que había sobre el piano y me colocó la punta en el diafragma. Trazó una línea imaginaria de incisión y blandió el cortapapeles ante mi vista.
«Así empezaré», dijo, «en tus tripas. Primero dejaré salir todos los disparates románticos que te hacen pensar que llevas una vida de fábula; después te desollaré como a una culebra para llegar a tus tranquilos y serenos nervios y hacerles temblar y saltar; estarás más vivo bajo el bisturí de lo que estás ahora; tendrás un aspecto extraño con una pierna de menos y la cabeza apoyada en la repisa de mi chimenea y la boca fija en una mueca perpetua».
Se volvió hacia Mara. «¿Cree que seguirá enamorada de él, cuando lo prepare para el laboratorio?».
Le di la espalda y me acerqué a la ventana. Era una típica vista interior del Bronx: vallas de madera, tendederos para la ropa, pequeñas extensiones sórdidas de hierba, casas de alquiler hechas en serie, escaleras de emergencia, etc. En las ventanas aparecían y desaparecían siluetas con toda clase de indumentaria. Estaban preparándose para irse a dormir con el fin de estar en condiciones de afrontar la absurda monotonía del día siguiente. Uno de cada cien mil llegaría a escapar de la maldición general; por lo que se refiere al resto, sería un acto de misericordia que alguien llegara de noche y les cortase el cuello mientras dormían. Creer que aquellas desdichadas víctimas eran capaces de crear un nuevo mundo era pura insensatez. Pensé en la segunda esposa de Kronski, la que iba a acabar volviéndose loca. Era de ese barrio. Su padre regentaba una papelería; su madre se pasaba el día en la cama curándose un cáncer de la matriz. Su hermano menor tenía la enfermedad del sueño, otro estaba paralítico, y el mayor era retrasado mental. Un Estado organizado inteligentemente habría acabado con toda la familia y también con la casa…
Escupí por la ventana asqueado.
Kronski estaba parado detrás de mí, con el brazo en torno a la cintura de Mara.
«¿Por qué no saltas?», dije, tirando el sombrero por la ventana.
«¿Cómo? ¿Y dejar el patio hecho un asco para que los vecinos tengan que venir a limpiarlo? No, señor; yo, no. Señor Miller, me parece que es usted el que está deseoso de suicidarse. ¿Por qué no salta usted?».
«Estoy dispuesto», dije, «con tal de que saltes conmigo. Permíteme mostrarte lo fácil que es. Mira, dame la mano…».
«¡Oh, basta ya!», dijo Mara. «Os estáis comportando como niños. Pensaba que vosotros dos ibais a ayudarme a resolver mi problema. Yo tengo preocupaciones de verdad».
«No hay soluciones», dijo Kronski apenado. «Es imposible ayudar a su padre, porque no quiere que le ayuden. Quiere morir».
«Pero yo quiero vivir», dijo Mara. «Me niego a ser una esclava».
«Eso es lo que todo el mundo dice, pero no sirve de nada. Hasta que no derribemos este podrido sistema capitalista, no habrá solución para…».
«Eso es una estupidez», le interrumpió Mara. «¿Cree que voy a esperar a la revolución para vivir mi vida? Hay que hacer algo ahora. Si no puedo resolverlo de otro modo, me haré puta… inteligente, por supuesto».
«No hay putas inteligentes», dijo Kronski. «Prostituir el cuerpo es una señal de poca inteligencia. ¿Por qué no usa el cerebro? Se lo pasaría mejor, si se hiciera espía. ¡Ésa sí que es una idea! Creo que podría encontrarle algo de ese estilo. Tengo relaciones bastante buenas en el Partido. Desde luego, tendría usted que abandonar la idea de vivir con este andoba», y me indicó con el pulgar. «Pero una dama como usted», y la miró ávidamente de pies a cabeza, «podría elegir lo que más le gustara. ¿Le gustaría hacerse pasar por condesa o princesa?», añadió. «Cien a la semana y todos los gastos pagados… no está mal, ¿eh?».
«Ahora gano más que eso», dijo Mara, «sin exponerme a que me peguen un tiro».
«¿Qué?», exclamamos los dos a la vez.
Se echó a reír. «Pensáis que eso es mucho dinero, ¿verdad? Necesito mucho más que eso. Si quisiera, podría casarme con un millonario mañana; ya he tenido varias ofertas».
«¿Por qué no se casa con uno y se divorcia en seguida? Podría casarse con uno tras otro y llegar a ser millonaria, a su vez. ¿Dónde tiene el cerebro? ¿No irá a decirme que tiene escrúpulos para cosas así?».
Mara no supo qué contestar. Lo único que se le ocurrió fue que era obsceno casarse con una vieja ruina por su dinero.
«¡Y cree que podría ser una puta!», dijo despectivo. «Vale tan poco como este tipo: él también está corrompido por la moralidad burguesa. Oiga, ¿por qué no lo adiestra para que sea su chulo? Haríais una bonita pareja romántica en el hampa del sexo. ¡Hacedlo! Quizá os pueda proporcionar clientela de vez en cuando».
«Dr. Kronski», dije, dedicándole una sonrisa suave y amable, «creo que vamos a despedimos de usted ahora. Ha sido una velada de lo más agradable e instructiva, se lo aseguro. Cuando Mara coja su primera sífilis, vendré a verlo sin falta para que le preste sus servicios de experto. Creo que ha resuelto usted todos nuestros problemas con admirable tacto. Cuando envíe usted a su esposa al manicomio, venga a pasar una temporada con nosotros: será grato tenerlo con nosotros; es usted alentador y divertido, por no decir más».
«No os vayáis todavía», suplicó. «Quiero hablar con vosotros en serio». Se volvió hacia Mara. «¿Cuánto necesita ahora mismo? Puedo dejarle trescientos dólares, si le sirven. Tendrá que devolvérmelos dentro de seis meses, porque no son míos. Oiga, no se vaya. Déjele irse a él… quiero decirle algunas cosas a usted».
Mara me miró como para preguntarme si era simple palabrería de su parte.
«No le pregunte su opinión», dijo Kronski. «Soy sincero con usted. La aprecio y quiero hacer algo por usted». Se volvió hacia mí con rudeza: «Anda, vete a casa, ¿quieres? No voy a violarla».
«¿Me voy?», le pregunté.
«Sí, por favor», dijo Mara. «Sólo, que, ¿por qué habrá esperado tanto este idiota para decirme esto?».
Tenía mis dudas sobre lo de los trescientos dólares, pero me marché igualmente. En el metro, frente a los agotados viajeros nocturnos de la gran ciudad, me sumí en una profunda introspección, como la que sobreviene a las protagonistas de las novelas modernas. Como ellos, me hice preguntas inútiles, me planteé problemas que no existían, hice planes para el futuro que nunca llegarían a realizarse, dudé de todo, incluida mi propia existencia. Para el protagonista de novelas modernas el pensamiento no lleva a ninguna parte; su cerebro es un colador en que lava las verduras remojadas de la mente. Se dice que está enamorado y se sienta en el metro en movimiento intentando correr como una alcantarilla. Se engaña a sí mismo con pensamientos agradables. Por ejemplo, éste: probablemente él esté arrodillado en el suelo, acariciándole las rodillas: está subiendo despacio su manaza sudorosa por la fresca carne de ella: le está diciendo en lenguaje glutinoso que es única; los trescientos dólares nunca han existido, pero, si consigue metérsela, si consigue que abra las piernas un poquito más, intentará reunir un poco; mientras ella desliza el chocho cada vez más cerca, con la esperanza de que se contente con mamárselo y no le haga ir hasta el final, se dice a sí misma que no es traición, porque ha avisado a todos y cada uno con explícita franqueza que, si no le quedaba más remedio que hacerlo, lo haría y algo tiene que hacer. Pobrecita, es muy cierto y muy urgente: no le cuesta demasiado trabajo salir airosa, porque nadie sabe cuántas veces se ha dejado joder por un poco de calderilla; tiene una buena excusa, al no querer que su padre muera como un perro; ahora tiene la cabeza de él entre las piernas y siente el calor de su lengua; se desliza un poco más abajo y le rodea el cuello con una pierna; está brotando el jugo y se siente más cachonda que nunca; ¿es que la va a someter al suplicio de Tántalo durante toda la noche? Le coge la cabeza y le pasa los dedos por su grasiento cabello; aprieta el coño contra la boca de él; lo siente venir, se retuerce y culebrea, jadea, le tira del pelo. ¿Dónde estás?, grita para sí misma. ¡Dame esa gruesa polla! Le tira frenéticamente del cuello de la camisa, le da un tirón y le obliga a levantarse; en la oscuridad su mano se desliza como una anguila hasta la abultada bragueta, toma con la palma los gruesos cojones inflados, rastrea con el pulgar y el índice el tieso cuello de gallina del pene hasta donde se pierde en lo desconocido; él es lento y pesado y jadea como una morsa: ella levanta las piernas bien arriba, le rodea el cuello. ¡Métela, tontaina! Ahí, no… ¡aquí! La empuña y la conduce al establo. ¡Oh, qué bueno! ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh, Dios mío, así está bien! Déjala ahí, contente, contente. Métela más adentro, hasta el fondo… eso, así, así. ¡Oh, oh! Él está intentando contenerse. ¡Está intentando pensar en dos cosas a la vez! Trescientos dólares… tres sábanas. ¿Quién me los dará? ¡Hostias, qué maravilloso es! ¡Quédate así, joder! ¡Aguanta! Está sintiendo y pensando al mismo tiempo. Siente una almejita sin concha que se abre y se cierra, una flor sedienta que le abraza la punta de la picha. ¡No te muevas, cacho puta, que me corro! ¡Otra vez así! La hostia, ¡qué coño! Busca sus tetas, le rasga el vestido, le lame un pezón ávidamente. No te muevas ahora, chupa y basta, así, eso es. ¡Despacio ahora, despacio! Joder, si pudiéramos quedamos así toda la noche. ¡Hostias, ya viene! ¡Muévete, cacho puta! Dámelo… más de prisa, más de prisa. ¡Ah, ah, sss, bum, blam!
Nuestro protagonista abre los ojos y vuelve a ser él: es decir, el hombre conocido aquí como yo mismo, que se niega a creer lo que la mente le dice. Probablemente estén hablando largo y tendido, me digo, corriendo un tupido velo sobre la grata sustitución. A ella no se le ocurriría dejar que la toque un íncubo grasiento y sudoroso como ése. Probablemente haya intentado besarla, pero ella sabe defenderse perfectamente. Me pregunto si estará despierta Maude. Me siento cachondo yo también. Camino de casa me abro la bragueta y saco el canario a tomar el fresco. El coño de Maude. La verdad es que, cuando está dispuesta, sabe follar como Dios manda. La cogeré medio dormida, sin las anteojeras. Túmbate calladito, pégate a ella como una cuchara a otra. Meto la llave en la cerradura y empujo la puerta de hierro. Hierro frío contra una picha vibrante. Tengo que cogerla por sorpresa, metérsela mientras sueña. Subo en silencio la escalera y me quito la ropa sin hacer ruido. La oigo volverse, prepararse en sueños para ofrecerme su cálido culo. Me meto suavemente en la cama y me pego a ella como una ventosa. Finge estar ausente, muerta para el mundo. No demasiado de prisa o se despertará. Debo hacerlo como si yo mismo estuviera durmiendo o se ofenderá. Ya tengo la punta entre los pelos sueltos. Yace terriblemente inmóvil. Lo desea, la muy puta, pero no quiere darlo a entender. ¡De acuerdo, hazte la muerta! La muevo un poquito, sólo un pelín. Responde como un leño mojado. Se va a quedar así como un peso muerto y fingir que está dormida. Ya está, ya tengo la mitad dentro. Tengo que moverla como una polea, pero se deja mover y todo está bien lubrificado. Es maravilloso follarte a tu mujer como si fuera un caballo muerto. Conoces cada pliegue del forro; puedes tomarte el tiempo que quieras y pensar en lo que te plazca. El cuerpo es suyo, pero el coño es tuyo. El coño y la picha están casados, ¡qué leche!, aunque los cuerpos vayan cada uno por su lado. Por la mañana los dos cuerpos estarán de cara y habrá poca diferencia; actuarán como si fueran independientes, como si el pene y lo otro fuesen sólo para hacer aguas con ellos. Como está profundamente dormida, no le importa que la sacuda. Tengo una de esas erecciones absurdas e insensibles, como si mi picha fuese una manguera de goma sin la boquilla. Con la punta de los dedos puedo moverla a voluntad. Le suelto una descarga y la dejo dentro, me refiero a la gruesa manguera de goma. Ella se abre y se cierra como una flor. Es una agonía, pero el tipo de agonía adecuada. La flor dice: ¡quédate ahí, hijito! La flor habla como una esponja borracha. La flor dice: me quedo con este trozo de carne para acariciarlo hasta que me despierte. ¿Y qué dice el cuerpo, esa polea independiente que se mueve sobre rodamientos de bolas? El cuerpo está herido y humillado. El cuerpo ha perdido su nombre y dirección temporalmente. Al cuerpo le gustaría amputar la picha y conservarla para siempre como un canguro. Maude no es ese cuerpo que yace culo arriba, la víctima indefensa de una manguera de goma. Maude, si el autor fuera Dios y no su marido, se ve a sí misma parada melindrosamente en un prado verde, con una bonita sombrilla roja en la mano. Hay bellas palomas que le picotean los zapatos. Esas bellas palomas —es lo que cree que son— están diciendo en su cucurrucú: ¡qué criatura más graciosa y generosa eres! Todo el tiempo van dejando caer caca blanca, pero, como son palomas enviadas desde el cielo, la parte blanca sólo es cabello de ángel y caca es una palabra fea que el hombre inventó, cuando se vistió y se civilizó. Si mirara de soslayo, mientras pronuncia la bendición sobre las palomitas de Dios, vería a una desvergonzada ofreciendo a un hombre desnudo la parte trasera de su cuerpo. No quiere pensar en esa mujer, sobre todo en una postura tan vergonzosa. Intenta conservar la verde hierba a su alrededor y la sombrilla abierta. ¡Qué delicioso es quedarse desnuda a la pura luz del sol conversando con una amiga imaginaria! Maude está hablando con mucha elegancia ahora, como si fuera vestida toda de blanco y doblasen las campanas de la iglesia: está en su rincón privado del universo, como una monja, recitando los salmos en Braille. Se agacha para acariciar la cabeza a una paloma, tan suave y ligera, tan ardiente de amor, un poco de sangre envuelta en terciopelo. El sol brilla resplandeciente y ahora, ¡oh, qué bueno!, le está calentando las frías nalgas. Como un ángel misericordioso, abre y separa las piernas: la paloma aletea entre sus piernas, las alas rozan ligeramente el arco de mármol. La palomita aletea enloquecida; tiene que apretar su suave cabecita entre las piernas. Todavía es domingo y ni un alma en este rincón del universo. Maude está hablando a Maude. Está diciendo que, si llegara un toro y la montase, no se movería ni un centímetro. Sienta bien, ¿verdad, Maude?, se susurra a sí misma. ¡Sienta tan bien! ¿Por qué no vengo aquí todos los días y me quedo así? Verdaderamente, Maude, esto es maravilloso. Te quitas toda la ropa y te quedas en la hierba; te inclinas a dar de comer a las palomas y el toro sube la colina y te mete el aparato, terriblemente largo. ¡Oh, Dios, pero es terriblemente bueno recibirla así! La limpia y verde hierba, el olor de su cálida piel, ese largo y suave aparato que mete y saca… ¡Oh, Dios, quiero que me folle como a una vaca! ¡Oh, Dios, quiero follar, follar y follar!…