Dos o tres días después, me encontré con Mara por primera vez en pleno día. Estaba esperándola en la estación de Long Island, en Brooklyn. Eran las seis de la tarde aproximadamente, hora de verano, extraña hora punta soleada que anima una cripta tan sombría como la sala de espera del ferrocarril de Long Island. Estaba parado junto a la puerta, cuando la avisté cruzando los raíles del tranvía bajo el ferrocarril elevado; la luz del sol se filtraba a través de la espantosa estructura en haces de oro en polvo. Llevaba puesto un vestido de muselina que hacía parecer aún más opulenta su figura llenita; la brisa soplaba ligera por entre su brillante cabello negro y acariciaba su cara grave y pálida cual tiza como el rocío de las olas al salpicar un acantilado. En aquel paso rápido y ágil, tan seguro, tan vivo, sentí el animal aflorando a través de la carne con gracia florida y frágil belleza. Ése era su yo diurno, un ser vigoroso y sano que se vestía con la mayor sencillez y hablaba casi como una niña.
Habíamos decidido pasar la tarde en la playa. Temía que hiciera demasiado fresco para ella con aquel vestido ligero, pero dijo que nunca notaba el frío. Nos sentíamos tan felices, que las palabras nos salían como un balbuceo. Nos habíamos apretujado en el compartimento del conductor y nuestros rostros, que casi se tocaban, resplandecían con los ardientes rayos del ocaso. ¡Qué diferente aquel viaje sobre los tejados del mío, angustioso y triste, aquel domingo por la mañana, cuando me dirigía a su casa! ¿Era posible que en tan corto espacio de tiempo pudiera el mundo adquirir un color tan distinto?
Aquel ardiente sol poniéndose en el oeste… ¡qué símbolo de gozo y calor! Encendía nuestros corazones, iluminaba nuestros pensamientos, magnetizaba nuestras almas. Su calor iba a durar hasta bien entrada la noche, iba a refluir desde debajo del curvo horizonte desafiando a la noche. En aquel ardiente esplendor le tendí el manuscrito para que lo leyera. No podía haber escogido un momento más favorable ni un crítico más benévolo. Había sido concebido en las tinieblas y recibía el bautismo en la luz. Mientras contemplaba su expresión, sentía tal exaltación, que me parecía como si le hubiera tendido un mensaje del propio Creador. No necesitaba preguntarle su opinión, podía leerla en su rostro. Durante años acaricié ese recuerdo, reavivándolo en los sombríos momentos en que había roto con todo el mundo y caminaba de arriba abajo por un ático solitario de una ciudad extranjera, mientras leía las páginas recién escritas y me esforzaba por representarme en las caras de todos mis lectores venideros esa expresión de amor y admiración sin reservas. Cuando la gente me pregunta si tengo presente un público preciso, al sentarme a escribir, les digo que no, que no tengo presente a nadie, pero la verdad es que tengo ante mí la imagen de una gran multitud, una multitud anónima, en la que quizá reconozca aquí y allá una cara amiga: en esa multitud veo acumularse el lento y ardiente calor que en cierta ocasión fue una sola imagen: lo veo diseminarse, inflamarse, elevarse hasta una gran conflagración. (La única vez que un escritor recibe la recompensa que merece es cuando alguien acude hasta él ardiendo con esa llama que avivó en un momento de soledad. La crítica sincera no significa nada: lo que uno desea es pasión desenfrenada, fuego por fuego).
Cuando uno está intentando hacer algo que supera su capacidad conocida, es inútil buscar la aprobación de los amigos. Los amigos están en su elemento en los momentos de derrota… por lo menos, ésa es mi experiencia. Entonces, o te fallan por completo o se superan a sí mismos. La pena es el gran vínculo… la pena y el infortunio. Pero, cuando estás poniendo a prueba tu capacidad, cuando estás intentando hacer algo nuevo, el mejor amigo puede resultar un traidor. La propia forma como te desea suerte, cuando sacas a relucir tus quiméricas ideas, es suficiente para desanimarte. Cree en ti sólo en la medida en que te conoce; la posibilidad de que seas más grande de lo que pareces es inquietante, pues la amistad se basa en la reciprocidad. Constituye casi una ley que, cuando alguien se lanza a una gran aventura, ha de cortar todos los lazos. Debe marcharse al desierto, y, cuando haya forcejeado consigo mismo, debe regresar y escoger un discípulo. No importa que el discípulo sea de poca calidad: lo único que importa es que crea implícitamente. Para que un germen brote, otra persona, otro individuo de la multitud, ha de mostrar fe. Los artistas, como los grandes dirigentes religiosos, muestran sorprendente perspicacia a ese respecto. Nunca escogen al que más promete, sino siempre a una persona oscura y con frecuencia ridícula.
Lo que me frustró en mis comienzos, lo que casi resultó una tragedia, fue que no pude encontrar a nadie que creyera en mí implícitamente, ni como persona ni como escritor. Tenía a Mara, es cierto, pero Mara no era una amiga; estábamos tan estrechamente unidos, que casi no era otra persona siquiera. Necesitaba a alguien ajeno al círculo vicioso de falsos admiradores y envidiosos detractores. Necesitaba a alguien caído del cielo.
Ulric hizo todo lo posible por entender lo que me había pasado, pero entonces carecía de la capacidad para percibir lo que yo estaba destinado a ser. ¿Cómo podría yo olvidar su forma de recibir la noticia sobre Mara? Era al día siguiente de haber ido a la playa. Había ido a la oficina por la mañana como de costumbre, pero al mediodía me sentía tan febrilmente inspirado, que cogí el tranvía y me fui al campo. La cabeza me rebosaba de ideas. Con la misma rapidez con que las anotaba, otras acudían en tropel. Al final, llegué a ese punto en que abandonas cualquier esperanza de recordar tus brillantes ideas y simplemente te entregas al lujo de escribir un libro en la cabeza. Sabes que nunca serás capaz de recuperar esas ideas, ni una sola línea de todas las oraciones tumultuosas y maravillosamente ensambladas que se te filtran por la mente como serrín derramándose por un agujero. En días así tienes por compañía al mejor compañero que jamás puedas tener: el modesto yo cotidiano, derrotado y fatigado, que tiene un nombre y que puede identificarse en los registros públicos en caso de accidente o de muerte. Pero el yo real, el que ha cogido las riendas, es casi un extraño. Él es el que está lleno de ideas; él es el que está escribiendo en el aire; él es el que, si llegas a fascinarte demasiado con sus hazañas, acabará expropiando al yo viejo y agotado y adoptando tu nombre, tu dirección, tu esposa, tu pasado, tu futuro. Naturalmente, cuando sorprendes a un viejo amigo en ese estado eufórico, se niega a conceder inmediatamente que tienes otra vida, una vida distinta que él no comparte. Te dice con todo candor: «¿Qué? Estás de lo más alegre hoy, ¿eh?». Y tú asientes con la cabeza casi avergonzado.
«Mira, Ulric», dije, interrumpiéndole en pleno dibujo de una lata de sopa Campbell, «tengo que decirte una cosa. Estoy a punto de explotar».
«Vale, desembucha», dijo, al tiempo que mojaba el pincel en el grueso bote de acuarela que tenía al lado, en una banqueta. «No te importa que siga con este maldito dibujo, ¿verdad? Tengo que acabarlo esta noche».
Fingí que no me importaba, pero estaba desconcertado. Bajé la voz para no molestarlo demasiado. «¿Recuerdas la chavala de que te hablé? ¿La que conocí en el baile? Bueno, pues, he vuelto a salir con ella. Anoche fuimos juntos a la playa…».
«¿Qué tal fue? ¿Fácil?».
Por la forma como se pasó la lengua por los labios comprendí que se preparaba para un relato jugoso.
«Oye, Ulric, ¿sabes lo que es estar enamorado?».
Ni siquiera se dignó alzar la vista para responder. Mientras mezclaba diestramente los colores en la paleta de estaño, masculló algo en el sentido de que poseía instintos normales.
Proseguí imperturbable. «¿Crees que podrías conocer algún día a una mujer que pudiera cambiar toda tu vida?».
«He conocido a una o dos que lo han intentado… sin conseguirlo del todo, como puedes ver», respondió.
«¡Me cago en la leche puta! Deja eso un momento, ¿quieres? Quiero decirte una cosa… quiero decirte que estoy enamorado, locamente enamorado. Sé que parece ridículo, pero esto es diferente: nunca había estado así antes. Me preguntas si tiene un buen polvo. Sí, magnífico. Pero eso me importa un comino…».
«¿Ah, sí? ¡Hombre, eso es nuevo!».
«¿Sabes lo que he hecho hoy?».
«A lo mejor has ido al striptease de Houston Street».
«He ido al campo. He estado caminando por ahí como un loco…».
«¿Qué quieres decir?… ¿ya te ha dado calabazas?».
«No. Me dijo que me quería… ya sé, parece infantil, ¿verdad?».
«Yo no diría eso exactamente. Podrías estar trastornado por un tiempo, nada más. Todo el mundo se comporta de forma un poco extraña, cuando se enamora. En tu caso no me extrañaría que durara un poco más. Ojalá no tuviese que hacer este maldito trabajo: podría escucharte con mayor sentimiento. ¿No podrías volver dentro de un rato? Podríamos comer juntos, ¿te parece?».
«De acuerdo, volveré dentro de una hora. No me vayas a dejar plantado, porque no llevo ni un céntimo».
Bajé las escaleras volando y me dirigí al parque. Estaba furioso. Era absurdo exaltarse delante de Ulric. Siempre frío como un pepino, ese tipo. ¿Cómo puedes hacer entender a otra persona lo que realmente te ocurre por dentro? Si me rompiera una pierna, lo dejaría todo. Pero, si se te parte el corazón de alegría… hombre, es un poco aburrido, ¿no te das cuenta? Las lágrimas son más fáciles de soportar que la alegría. La alegría es destructiva: pone violentos a los demás. «Llora y llorarás solo…» ¡qué mentira es eso! Llora y encontrarás un millón de cocodrilos para llorar contigo. El mundo no deja nunca de llorar. El mundo está empapado en lágrimas. La risa, eso es harina de otro costal. La risa es momentánea: pasa. Pero la alegría es una especie de hemorragia extática, un tipo de supercontento vergonzoso que se derrama por cada poro de tu ser. No puedes poner alegre a la gente simplemente por estar tú alegre. Tiene que ser uno mismo quien engendre la alegría: es o no es. La alegría se basa en algo demasiado profundo como para ser entendido y comunicado. Estar alegre es ser un loco en un mundo de fantasmas tristes.
No podía recordar haber visto nunca a Ulric absolutamente alegre. Podía reír con bastante facilidad, y con risa buena y sana, pero, cuando se calmaba, siempre quedaba un poco decaído. Por lo que se refiere a Stanley, lo más parecido al júbilo que podía producir era una sonrisa de ácido fénico. No conocía a una sola persona que fuese verdaderamente alegre por dentro, ni animada siquiera. Mi amigo Kronski, que ahora era médico, daba muestras de inquietud, si me encontraba de humor efervescente. Hablaba de alegría y tristeza como si fueran condiciones patológicas: polos opuestos en el ciclo maníaco-depresivo.
Cuando volví al estudio, lo encontré atestado de amigos suyos que habían llegado inesperadamente. Eran lo que Ulric llamaba jóvenes chungones y simpáticos del sur. Habían llegado de Virginia y Carolina del Norte en sus bonitos coches de carreras y habían traído unas botellas de aguardiente de melocotón. Yo no conocía a ninguno de ellos y al principio me sentía un poco incómodo, pero después de un trago o dos me animé y empecé a hablar por los codos. Ante mi asombro, no parecían entender de qué estaba hablando. Excusaron su ignorancia con disimulo y turbación diciendo que eran gente sencilla del campo que sabían más de caballos que de libros. No me parecía haber mencionado libro alguno, pero no tardé en describir que ésa era su forma de darme un rapapolvo. Dijera lo que dijese, yo era un intelectual y no había que darle vueltas. Y ellos eran señoritos del campo, con botas y espuelas, no había que darle vueltas. La situación estaba volviéndose bastante tensa, a pesar de mis esfuerzos por usar su lenguaje. Y, de repente, se volvió ridícula, a causa de una observación estúpida sobre Walt Whitman que uno de ellos había elegido para dirigirse a mí. Yo había estado exaltado la mayor parte del día; el paseo forzoso me había serenado un poco, pero con el chorreo de aguardiente y la conversación a tontas y a locas había vuelto a animarme poco a poco. Me sentía de humor para oponerme a aquellos jóvenes chungones del sur, sobre todo porque aquella hilaridad sin sentido no me dejaba soltar lo que me tenía el corazón en un puño. Así, que, cuando el culto tipejo sureño, de Durham, intentó batirse conmigo a propósito de mi escritor americano favorito, me lancé a por él con ganas. Como de costumbre en semejantes circunstancias, me excedí.
Se produjo un gran alboroto. Al parecer, no habían visto nunca a nadie tan acalorado por una cuestión insignificante. Su risa me puso furioso. Les acusé de ser unos hijos de puta gandules, ignorantes, llenos de prejuicios, producto de puteros haraganes, etc. Un tipo alto y delgaducho, que más adelante llegó a ser un astro famoso del cine, se puso en pie y amenazó con partirme la boca. Ulric acudió en mi ayuda con sus modales suaves y sedosos, volvieron a llenarse las copas hasta el borde y se declaró una tregua. En aquel momento sonó el timbre y entró una mujer joven y guapa. Me la presentaron como la esposa de Fulano o Mengano a quien todos los demás parecían conocer y con quien se mostraban muy solícitos. Llevé a Ulric a un rincón para averiguar qué era aquello. «Su marido está paralítico», me confió. «Se pasa el día cuidándolo. De vez en cuando se deja caer por aquí para tomar una copa… supongo que está empezando a resultarle insoportable».
Me quedé aparte y estuve valorándola. Parecía una de esas mujeres sexualmente superdotadas que, al tiempo que se hacen las mártires, consiguen de un modo u otro satisfacer sus necesidades. Apenas acababa de sentarse, cuando entraron otras dos mujeres, una de ellas una furcia —se veía a la legua—, la otra simplemente la esposa de alguien, y bastante aviejada y gastada, por cierto. Me sentía hambriento como un oso y estaba cogiendo una curda tremenda. Con la llegada de las dos mujeres, perdí mi combatividad completamente. Sólo pensaba en dos cosas: comida y sexo. Fui al retrete y distraídamente dejé la puerta sin cerrar. Me había echado hacia atrás un poco a causa de una venenosa erección que me había provocado el aguardiente y, estando así con el canario en la mano y apuntando a la taza con la alta curva, se abrió la puerta de repente. Era Irene, la esposa del paralítico. Lanzó una exclamación ahogada y empezó a cerrar la puerta, pero, por alguna razón, quizá porque yo parecía tan absolutamente tranquilo e indiferente, se quedó en el umbral y, mientras yo acababa de mear, estuvo hablándome, como si no ocurriera nada del otro mundo. «Toda una hazaña», dijo, mientras yo sacudía las últimas gotas. «¿Siempre se echa hacia atrás así?». La cogí de la mano y la hice entrar de un tirón, al tiempo que cerraba la puerta con la otra mano. «No, por favor, no haga eso», suplicó, con expresión de absoluto espanto. «Sólo un momento», le susurré, mientras le restregaba la polla por el vestido. Apreté los labios contra su roja boca. «Por favor, por favor», me suplicó, intentando zafarse de mi brazo. «Me va a deshonrar». Sabía que tenía que soltarla. Puse manos a la obra rápida y furiosamente. «Te voy a soltar», le dije. «Sólo un beso más». Dicho eso, la recosté contra la puerta y, sin molestarme siquiera en levantarle las faldas, se la clavé una y otra vez, lanzándole una densa descarga sobre el vestido de seda negra.
Ni siquiera notaron mi ausencia. Los muchachos sureños estaban arremolinados en tomo a las otras dos mujeres, haciendo lo posible por emborracharlas en seguida. Ulric me preguntó socarrón si había visto a Irene.
«Creo que está en el baño», dije.
«¿Cómo ha ido?», dijo. «¿Todavía sigues enamorado?».
Le dediqué una sonrisa de desagrado.
«Por qué no traes a tu amiga alguna noche», prosiguió. «Siempre puedo encontrar un pretexto para hacer venir a Irene. Podemos turnarnos para consolarla, ¿qué te parece?».
«Oye», dije, «déjame un dólar, ¿quieres? Tengo que comer, estoy hambriento».
Ulric siempre tenía una manera muy especial de parecer perplejo, desconcertado, cuando le pedías dinero. Tenía que cogerlo por sorpresa o, si no, se escabullía con sus suaves e irresistibles negativas. «¡Vamos!», dije, cogiéndole del brazo. «No es el momento de farfullar y tartamudear». Fuimos al vestíbulo, donde me pasó furtivamente un billete. Justo cuando nos acercábamos a la puerta, Irene salió del baño. «¿Cómo? ¿Ya te marchas?», preguntó, acercándose a mi y deslizando los brazos bajo los nuestros. «Sí, tiene que irse ahora mismo», dijo Ulric, «pero ha prometido volver luego». Y, dicho eso, la rodeamos con los brazos y la colmamos de besos.
«¿Cuándo voy a volver a verte?», dijo Irene. «Puede que me haya marchado, cuando vuelvas. Me gustaría hablar contigo».
«¿Sólo hablar?», dijo Ulric.
«En fin, ya sabes…», dijo, terminando con una risa lasciva.
Aquella risa me alcanzó en el escroto. Volví a agarrarla y, empujándola contra un rincón, le puse la mano en el coño, que estaba ardiendo, y le metí la lengua hasta la garganta.
«¿Por qué escapas ahora?», murmuró. «¿Por qué no te quedas?».
Ulric intervino para tomar su parte. «No te preocupes por él», dijo, pegándose a ella como una sanguijuela. «Ese andoba no necesita consuelo. Tiene más de lo que puede dar abasto».
Al salir a hurtadillas, capté una última señal implorante de Irene, con la espalda casi doblada en dos y las faldas por encima de las rodillas, mientras la mano de Ulric le subía por la pierna y hasta el cálido coño. «¡Uf! ¡Qué puta!», mascullé, mientras bajaba la escalera. Estaba desfallecido de hambre. Quería un filete cubierto de cebolla y una jarra de cerveza.
Comí en el fondo de una taberna de la Sexta Avenida, cerca de la casa de Ulric. Tomé lo que necesitaba y aún me sobraron diez centavos. Me sentía jovial y expansivo, de humor para aceptar cualquier cosa. Debía de traslucírseme el humor en la cara, porque, al pararme un momento en la puerta para observar la escena, un hombre que paseaba un perro me saludó cordialmente. Pensé que me había confundido con alguien, algo que me ocurre con frecuencia, pero no, simplemente se sentía cordial, quizá con el mismo humor radiante que yo. Cambiamos unas palabras y poco después me encontraba caminando con él y el perro. Dijo que vivía cerca y que, si deseaba tomar una copa, podía acompañarlo a su piso. Las pocas palabras que habíamos cambiado me convencieron de que era un caballero sensible y culto de la vieja escuela. En realidad, casi al instante me contó que acababa de regresar de Europa, donde había estado viviendo unos años. Cuando llegamos a su piso, estaba contándome una historia sobre una aventura que había tenido con una condesa en Florencia. Parecía dar por sentado que yo conocía Europa. Me trataba como si yo fuera un artista.
El piso era bastante lujoso. Inmediatamente sacó una bonita caja de habanos excelentes y me preguntó qué prefería beber. Tomé un whisky y me arrellané en un lujoso sillón. Tenía la sensación de que aquel hombre no iba a tardar en ponerme dinero en la mano. Me escuchaba como si creyera cada palabra que yo pronunciaba. De repente se aventuró a preguntar si era escritor. ¿Por qué? Pues, por la forma de mirar a mi alrededor, por la manera de estar, por la expresión de la boca: pequeños detalles indefinibles, una impresión general de sensibilidad y curiosidad.
«¿Y usted?», le pregunté. «¿Qué hace usted?».
Hizo un gesto de disculpa, como diciendo: ya no soy nada. «En tiempos fui pintor, y malo. Ahora no hago nada. Procuro pasármelo bien».
Aquello me hizo dispararme. Las palabras me salieron como tiros de metralleta. Le conté la situación en que me encontraba, lo complicada que era, que a pesar de todo pasaban cosas, las grandes esperanzas que abrigaba, la vida que tenía por delante a condición de que pudiera hacerla mía, exprimirla, dirigirla, conquistarla. Mentí un poco. Era imposible confesarle a aquel extraño que había acudido en mi ayuda caído del cielo que yo era un completo fracasado.
¿Qué había escrito hasta entonces?
Pues, varios libros, varios poemas, una colección de cuentos. Hablé por los codos para no dejarme coger en preguntas triviales sobre cosas concretas. Respecto al nuevo libro que acababa de empezar… iba a ser algo magnífico. Había más de cuarenta personajes en él. Había hecho un gran esquema en la pared, una especie de mapa del libro… ya se lo enseñaría. ¿Recordaba a Kirilov, el personaje de una de las obras de Dostoyevski, que se había pegado un tiro o ahorcado porque era demasiado feliz? Ése era yo de pies a cabeza. Iba a disparar a todo el mundo… por pura y simple felicidad… Hoy, por ejemplo, si hubiera podido verme unas horas antes. Completamente loco. Rodando en la hierba junto a un arroyo; masticando bocados de hierba; rascándome como un perro; gritando a pleno pulmón; dando volteretas; hasta me había arrodillado y había rezado, no para pedir nada, sino para dar gracias por estar vivo, por poder respirar el aire… ¿Acaso no era maravilloso el mero hecho de respirar?
Proseguí contando pequeños episodios de mi vida en la compañía de telégrafos: los truhanes con los que tenía que tratar, los mentirosos patológicos, los pervertidos, los vagabundos afectados de neurosis de guerra sentados en las pensiones, los babosos e hipócritas que trabajan en la beneficiencia, las enfermedades de los pobres, los muchachos que se escapan de casa y desaparecen de la faz de la tierra, las putas que intentan colarse y trabajar en los edificios de oficinas, los chiflados, los epilépticos, los huérfanos, los chavales de reformatorio, los expresidiarios, las ninfómanas.
Tenía la boca abierta como una bisagra, y los ojos se le salían de las órbitas; parecía enteramente un sapo bonachón al que le hubieran dado una pedrada. ¿Quiere otra copa?
¡Desde luego! ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí… en el medio del libro iba a explotar. ¿Por qué no? Había escritores que podían prolongar una cosa hasta el final sin soltar las riendas; lo que necesitábamos era un hombre, como yo por ejemplo, al que le importara tres cojones lo que ocurriese. Dostoyevski no había ido bastante lejos. Yo era partidario de puros galimatías. ¡Había que volverse tarumba! La gente ya estaba harta de la trama y los personajes. La vida no se compone de trama y personajes. La vida no está en el piso de arriba: la vida está aquí y ahora, en cualquier momento que pronuncies la palabra, en cualquier momento que te dejes llevar. La vida es cuatrocientos cuarenta caballos en un motor de dos cilindros…
En ese punto me interrumpió. «Vaya, debo reconocer que parece usted dotado indudablemente… Me gustaría leer alguno de sus libros».
«Ya los leerá», dije, arrebatado por la combustión interna. «Le enviaré uno mañana o pasado».
Llamaron a la puerta. Al levantarse a abrir, me explicó que esperaba a alguien. Me pidió que me quedara; se trataba de una amiga suya encantadora.
Una mujer de espléndida belleza apareció en la puerta. Me levanté a saludarla. Parecía italiana. Posiblemente la condesa de que había hablado antes.
«Sylvia», dijo, «¡qué pena que no hayas llegado antes! He estado escuchando las historias más maravillosas. Este joven es escritor. Quiero que lo conozcas».
Ella se acercó y extendió las dos manos para que se las cogiera. «Estoy segura de que debe de ser usted un escritor muy bueno», dijo. «Ha sufrido usted, lo veo».
«Ha tenido la vida más extraordinaria, Sylvia. Me siento como si no hubiera empezado a vivir todavía. ¿Y qué imaginas que hace para ganarse la vida?».
Se volvió hacia mí como para indicar que prefería oírlo de mis labios. Me sentí confuso. No estaba preparado para encontrarme con una persona tan magnífica, tan llena de seguridad, tan equilibrada y tan absolutamente natural. Sentí deseos de levantarme y colocarle las manos en las caderas, asirla así y decirle algo muy sencillo, muy sincero, como un ser humano a otro. Tenía ojos aterciopelados y húmedos, ojos oscuros y redondos que brillaban con simpatía y cordialidad. ¿Era posible que estuviera enamorada de aquel hombre mucho más mayor? ¿De qué ciudad procedía y de qué mundo? Tuve la impresión de que, para decirle aunque sólo fuera dos palabras, debía saber algo. Un error sería fatal.
Pareció adivinar mi problema. «¿No me va a ofrecer nadie una copa?», preguntó, mirando primero a él y después a mí. «Creo que oporto», añadió, dirigiéndose a mí.
«Pero ¡si nunca bebes!», dijo mi anfitrión. Y se levantó a ayudarme. Los tres estábamos muy próximos, Sylvia con un vaso vacío en alto. «Me alegro mucho de que las cosas hayan salido así», dijo él. «No podría haber reunido a dos personas más opuestas en cualquier sentido que vosotros dos. Estoy seguro de que os entenderéis».
La cabeza me daba vueltas, cuando se llevó la copa a los labios. Sabía que era el preludio de una extraña aventura. Tenía la intuición profunda de que él encontraría al instante alguna excusa para dejarnos solos por un rato y que sin decir una palabra ella caería en mis brazos. También tuve la impresión de que no volvería a ver nunca a ninguno de los dos.
En realidad, sucedió precisamente como había imaginado. Menos de cinco minutos después de que hubiera llegado ella, mi anfitrión anunció que tenía que ocuparse de un asunto muy importante y nos rogó que lo disculpáramos por un rato. Apenas había cerrado la puerta, cuando ella se me acercó y se me sentó en las rodillas, al tiempo que decía: «No va a regresar esta noche. Ahora podemos hablar». Me sentí más asustado que sorprendido al oír aquellas palabras. Toda clase de ideas me pasaban por la mente como un rayo. Me sentí todavía más desconcertado, cuando, tras una pausa, añadió: «¿Y qué me dice de mí? ¿Soy sólo una mujer bonita? ¿Su amante tal vez? ¿Cuál cree usted que es mi vida?».
«Creo que es usted una persona muy peligrosa», respondí espontáneamente y con toda sinceridad. «No me sorprendería que fuera una espía famosa».
«Tiene usted intuiciones profundas», dijo. «No, no soy una espía, pero…».
«En fin, aunque lo fuera, no me lo diría, ya lo sé. En realidad, no quiero saber nada de su vida. ¿Sabe lo que me pregunto? Me pregunto qué desea de mí. Me siento como en una trampa».
«Eso es poco amable de su parte. Ahora está usted imaginando cosas. Si deseáramos algo de usted, tendríamos que conocerlo mejor, ¿no es cierto?». Tras un momento de silencio, añadió: «¿Está usted seguro de que no quiere ser nada más que escritor?».
«¿Qué quiere usted decir?», repliqué rápidamente.
«Simplemente eso. Sé que es usted escritor… pero también podría ser otras cosas. Es usted la clase de persona que podría hacer lo que se propusiera, ¿no es así?».
«Me temo que es exactamente lo contrario», respondí. «Hasta ahora todo lo que he emprendido ha acabado desastrosamente. Ni siquiera estoy seguro de ser escritor, en este momento».
Se levantó de mis rodillas y encendió un cigarrillo. «No puede usted ser un fracasado», dijo, después de un momento de vacilación en que pareció concentrarse para hacer una revelación importante. «Su problema», dijo despacio y deliberadamente, «es que nunca se fija una tarea digna de su capacidad. Usted necesita problemas mayores, dificultades mayores. No funciona adecuadamente hasta que no se siente apremiado con fuerza. No sé lo que está usted haciendo, pero estoy segura de que su vida presente no es adecuada. Está usted destinado a llevar una vida peligrosa; puede usted correr peligros mayores que otras personas porque… bueno, probablemente lo sepa usted mismo… porque está usted protegido».
«¿Protegido? No entiendo», respondí abruptamente.
«Oh, sí, sí que me entiende», respondió con calma. «Toda su vida ha estado usted protegido. Piénselo un momento… ¿Acaso no ha estado a punto de morir varias veces?… ¿es que no ha encontrado siempre a alguien que le ayudara, un extraño generalmente, justo cuando creía que todo estaba perdido? ¿Acaso no ha cometido ya varios delitos, delitos que nadie sospecharía de usted? ¿Es que no es presa ahora mismo de una pasión muy peligrosa, una aventura amorosa que, de no haber nacido con buena estrella, podría conducirlo a la ruina? Sé que está usted enamorado. Sé que está dispuesto a hacer cualquier cosa para satisfacer esa pasión… Me mira usted de forma extraña… se pregunta cómo es que lo sé. No tengo dotes especiales… excepto la habilidad para descifrar a los seres humanos de un vistazo. Mire, hace unos momentos estaba usted esperando ansiosamente que yo me acercara a usted. Sabía que me arrojaría en sus brazos, cuando él se fuese. Y lo he hecho. Pero se ha sentido usted paralizado… un poco asustado de mí, ¿no es así? ¿Por qué? ¿Qué podría yo hacerle? No tiene usted dinero, ni poder, ni influencia. ¿Qué podía usted esperar que le pidiera?». Hizo una pausa y después añadió: «¿Debo decirle la verdad?».
Asentí impotente.
«Tenía usted miedo de que, si le pedía que hiciera algo por mí, no podría negármelo. Estaba perplejo porque, estando enamorado de una mujer, se sentía ya víctima virtual de otra. Lo que usted necesita no es una mujer: es un instrumento para liberarse. Anhela usted una vida más aventurera, quiere romper sus cadenas. Quienquiera que sea la mujer que ama, la compadezco. A usted le parecerá la más fuerte, pero eso es sólo porque duda de usted mismo. Usted es el más fuerte. Siempre será usted más fuerte: porque sólo puede pensar en sí mismo. Si fuera usted sólo un poco más fuerte, temería por usted. Podría llegar a ser un fanático peligroso. Pero no es ése su destino. Es usted demasiado cuerdo, demasiado sano. Ama usted la vida más incluso que a sí mismo. Está confuso, porque, se entregue a quien o a lo que se entregue, nunca es bastante para usted: ¿no es verdad? Nadie puede retenerlo por mucho tiempo: siempre está usted buscando más allá del objeto de su amor, buscando algo que nunca encontrará. Tendrá que buscar dentro de sí mismo, si espera liberarse alguna vez del tormento. Hace usted amigos con facilidad, estoy segura. Y, sin embargo, no existe nadie a quien pueda llamar amigo de verdad. Está usted solo. Siempre estará solo. Quiere usted demasiado, más de lo que la vida puede ofrecerle…».
«Espere un momento, por favor», le interrumpí. «¿Por qué ha decidido decirme todo esto?».
Guardó silencio por un instante, como si vacilara en contestarme directamente. «Supongo que simplemente estoy respondiendo a una pregunta que me he hecho a mí misma», dijo. «Esta noche debo tomar una grave decisión; mañana por la mañana salgo para un largo viaje. Cuando lo he visto a usted, me he dicho para mis adentros: quizá sea éste el hombre que pueda ayudarme. Pero me equivocaba. No tengo nada que pedirle… puede usted rodearme con los brazos, si lo desea… si no tiene usted miedo de mí».
Me acerqué a ella, la estreché con fuerza y la besé. Separé los labios y le miré a los ojos, sin separar los brazos de su cintura.
«¿Qué es lo que ve?», dijo, separándose suavemente.
Me aparté de ella y la miré fijamente, durante unos momentos, antes de responder. «¿Que qué veo? Nada. Absolutamente nada. Mirar en sus ojos es como mirar a un espejo oscuro».
«Está usted turbado. ¿Qué le pasa?».
«Lo que me ha dicho usted… me asusta… De modo, que no puedo ayudarle, ¿no es así?».
«Me ha ayudado usted, en cierto modo», respondió. «Siempre ayuda usted, indirectamente. La gente se apoya en usted, pero usted no sabe por qué. Incluso los odia por eso, aunque actúa como si fuera amable y sinceramente compasivo. Cuando he llegado aquí esta noche, temblaba un poco por dentro; había perdido esa confianza que suelo tener. Lo he mirado a usted y he visto… ¿qué cree usted?».
«Un hombre inflamado con su yo, supongo».
«¡He visto un animal! He sentido que me devoraría, si me abandonaba. Y por un instante o dos he sentido que deseaba abandonarme. Usted quería tomarme, arrojarme a la alfombra. Poseerme de ese modo no le habría satisfecho, ¿verdad? Ha visto usted en mí algo que nunca había observado en otra mujer. Ha visto la máscara de usted». Hizo una pausa por un segundo. «Usted no se atreve a revelar su auténtico yo, ni yo tampoco. Eso es lo que tenemos en común. Vivo peligrosamente, no porque sea fuerte, sino porque sé utilizar la fuerza de los demás. Temo no hacer las cosas que hago, porque, si dejara de hacerlas, me derrumbaría. No lee usted nada en mis ojos, porque no hay nada que leer. No tengo nada que darle a usted, como le he dicho hace un momento. Usted sólo busca su presa, sus víctimas, con las que se ceba. Sí, ser escritor probablemente sea lo mejor para usted. Si hubiera de poner en práctica sus pensamientos, probablemente se convertiría en un criminal. Siempre tiene usted la posibilidad de elegir entre dos caminos. No es el sentido moral lo que le impide seguir el camino que debe: es el instinto lo que le impulsa a hacer sólo lo que a la larga será mejor para usted. No sabe por qué abandona sus brillantes proyectos; cree que es la debilidad, el miedo, la duda, pero no lo es. Tiene usted los instintos de un animal somete usted todo a su deseo de vivir. No vacilaría usted en poseerme contra mi voluntad, aun cuando supiera que estaba en una trampa. No teme usted las trampas humanas, sino las otras trampas, las trampas que lo encaminarían por la dirección equivocada contra la que está prevenido. Y tiene razón». Volvió a hacer una pausa. «Sí, me ha prestado usted un gran servicio. Si no lo hubiera conocido a usted esta noche, habría cedido a mis dudas».
«Entonces, está usted a punto de hacer algo peligroso», dije.
Se encogió de hombros. «¿Quién sabe lo que es peligroso? Dudar, eso es lo peligroso. Usted va a conocer muchos más peligros que yo. Y va a causar mucho daño a los demás al defenderse de sus propios miedos y dudas. Ni siquiera está seguro en este momento de volver con la mujer de que está enamorado. He envenenado su mente. La dejaría usted como si nada, si estuviera seguro de que podría hacer lo que quería sin su ayuda. Pero va a necesitarla y llamará a eso amor. Siempre recurrirá usted a esa excusa, cuando esté chupando la vida a una mujer».
«En eso es en lo que se equivoca», le interrumpí con cierto ardor. «Es a mí a quien chupan hasta dejarme seco, no yo a la mujer».
«Así es como se engaña usted a sí mismo. Como la mujer no puede nunca darle lo que desea, se toma por mártir. Una mujer desea amor y usted es incapaz de dar amor. Si fuera usted un tipo de hombre inferior, sería un monstruo; pero va usted a convertir su frustración en algo útil. Sí, siga escribiendo a toda costa. El arte puede volver bello lo horrible. Es mejor un libro monstruoso que una vida monstruosa. El arte es doloroso, tedioso, ablanda. Si no muere usted en el intento, su obra puede transformarlo en un ser humano sociable y caritativo. Es usted lo suficientemente grande como para satisfacerse con mera fama, lo veo. Probablemente, cuando haya vivido bastante, descubrirá que hay algo más allá de lo que ahora llama vida. Puede que todavía viva con el fin de vivir para los demás. Eso depende del uso que haga de su inteligencia». (Nos miramos penetrantemente). «Pues no es usted tan inteligente como cree. Ésa es su debilidad, su irresistible orgullo intelectual. Si confía solamente en eso, se derrota a sí mismo. Tiene usted todas las virtudes femeninas, pero siente vergüenza de reconocerlas ante sí mismo. Cree usted que por ser fuerte sexualmente es un hombre viril, pero tiene usted más de mujer que de hombre. Su virilidad sexual es la única señal de una capacidad mayor que todavía no ha empezado a usar. No intente probarse a sí mismo explotando su capacidad de seducción. Las mujeres no se dejan engañar por esa clase de fuerza y encanto. Las mujeres, hasta cuando están subyugadas mentalmente, son siempre las que dominan la situación. Una mujer puede estar esclavizada, sexualmente, y, aun así, dominar al hombre. Va usted a conocer dificultades mayores que otros hombres porque dominar a otro no le interesa. Siempre estará intentando dominarse a sí mismo; la mujer a la que ama será simplemente un instrumento para ejercitarse…».
En ese punto guardó silencio. Vi que esperaba que me fuera.
«Oh, por cierto», dijo, cuando me despedía, «el caballero me ha pedido que le diese esto»… y me entregó un sobre cerrado. «Probablemente haya explicado por qué no podía poner una excusa mejor para marcharse tan misteriosamente». Tomé el sobre y le estreché la mano. Si me hubiera dicho de repente: «¡Corra! ¡Corra para salvar la vida!», lo habría hecho sin vacilar. Estaba completamente confuso, sin saber ni por qué había acudido ni por qué me iba. Me había visto transportado en la cresta de una extraña exaltación cuyo origen ahora parecía remoto y de poca importancia para mí. Desde el mediodía hasta la medianoche había completado el círculo.
Abrí el sobre en la calle. Contenía un billete de veinte dólares dentro de una hoja de papel en que estaba escrito: «¡Que tenga suerte!». No me sorprendió lo más mínimo. Había esperado que algo así ocurriera, cuando había puesto los ojos en él por primera vez…
Pocos días después de aquel episodio, escribí un relato titulado «Fantasía libre», que llevé a Ulric y le leí en voz alta. Estaba escrito a ciegas, sin pensar en el principio ni en el fin. Tenía simplemente una idea fija en la mente todo el tiempo, y era la de lámparas japonesas oscilando. La pièce de résistance era una patada en las costillas que daba a la heroína en el acto de la sumisión. Ese gesto, que estaba pensado para Mara, fue más sorpresa para mí de lo que podía ser para el lector. Ulric consideró el estilo extraordinario, pero confesó que para él no tenía ni pies ni cabeza. Quería que se lo enseñara a Irene, que iba a venir después. Según dijo, tenía una vena perversa. Aquella noche había vuelto después al estudio con él, después de que se hubieran ido los otros, y casi lo había sangrado hasta matarlo. Tres veces debían de bastar para satisfacer a cualquier mujer, pensaba él, pero ésa podía continuar toda la noche. «Esa puta no puede dejar de correrse», dijo. «No me extraña que su marido esté paralítico: debe de haberle retorcido la picha hasta arrancársela».
Le dije lo que había ocurrido la otra noche, cuando abandoné la reunión súbitamente. Movió la cabeza a derecha e izquierda, mientras decía: «Por Dios, esas cosas nunca me ocurren a mí. Si cualquier otra persona me contara una historia como ésa, no la creería. Toda tu vida parece compuesta de esa clase de incidentes. Vamos a ver: ¿por qué es así? ¿Me lo quieres decir? No te rías de mí, sé que parece ridículo hacer semejante pregunta. También sé que soy un tipo bastante cauteloso. Tú pareces abrirte simplemente… supongo que ése es el secreto. Y tú sientes más curiosidad por la gente de la que yo sentiré nunca. Me aburro con demasiada facilidad: es un defecto, lo reconozco. Tantas veces me cuentas lo maravillosamente que te lo has pasado… después de que yo me haya marchado. Pero estoy seguro de que nada de lo que me has contado me sucedería a mí, aunque me quedase toda la noche en vela… Otra cosa de ti que me mata es que siempre encuentras a un personaje interesante que a la mayoría de nosotros nos pasaría desapercibido. Sabes hacer que se abran, que se revelen. Yo no tengo paciencia para eso… Pero ahora dime una cosa sinceramente: ¿no sientes un poco de pena por no haberle metido la chorra a…? ¿Cómo se llama?».
«¿Te refieres a Sylvia?».
«Sí. Dices que era una muñeca. ¿No crees que podrías haberte quedado otros cinco minutos y tomar lo que se te ofrecía?».
«Sí, supongo que sí…».
«Eres un tipo curioso. Quieres decir, supongo, que sacaste algo más al no quedarte, ¿no es así?».
«No sé. Puede que sí, puede que no. A decir verdad, cuando estaba a punto de marcharme, había olvidado completamente la posibilidad de follar. No puedes follar a todas las mujeres con que te tropieces, ¿no crees? Si quieres saberlo, fui yo el follado como Dios manda. ¿Qué más podía esperar obtener de ella, si hubiera llegado hasta el final? Quizá me hubiese pegado unas purgaciones. Tal vez la hubiera decepcionado. Oye, no te preocupes demasiado, si me pierdo un polvete de vez en cuando. Parece como si llevaras un registro de polvos. Por eso es por lo que no aflojas conmigo, cacho cabrón. Tengo que trabajarte como un dentista para sacarte un cochino dólar; doy la vuelta a la esquina y un extraño con el que hablo cinco minutos escasos me deja un billete de veinte dólares sobre la repisa de la chimenea. ¿Cómo explicas eso?».
«No tiene explicación», dijo Ulric, torciendo el gesto. «Por eso es por lo que a mí no me pasan nunca cosas así, supongo… Pero no quiero decir esto», prosiguió, levantándose del asiento y frunciendo el ceño ante su propia ruindad. «Siempre que te encuentres en un verdadero aprieto, puedes confiar en mí. Mira, normalmente no me preocupo demasiado por tus privaciones, porque te conozco lo bastante como para comprender que siempre encontrarás una salida, aunque te deje en la estacada».
«La verdad es que tienes una gran confianza en mi capacidad; no hay duda».
«No pretendo mostrarme insensible, cuando digo una cosa así. Mira, si estuviera en tu pellejo, estaría tan deprimido que sería incapaz de pedir ayuda a un amigo: estaría avergonzado de mí mismo. Pero tú te presentas aquí corriendo con una sonrisa y diciendo: “necesito esto… necesito lo otro”. No actúas como si necesitaras ayuda desesperadamente».
«¡Qué diablos!», dije. «¿Quieres que me ponga de rodillas a implorar?».
«No, eso no, por supuesto. Estoy hablando otra vez como un maldito idiota. Pero tú haces que la gente te envidie, hasta cuando dices que estás desesperado. Haces que la gente te rechace a veces, porque das por sentado que deben ayudarte, ¿no lo entiendes?».
«No, Ulric, no lo entiendo. Pero no importa. Esta noche te invito a cenar».
«Y mañana me pedirás para el metro».
«Bueno, ¿y qué hay de malo en eso?».
«Nada, sólo que es de locos», y se echó a reír. «Desde que te conozco, y hace la tira que te conozco, siempre has estado pidiéndome algo: monedas de cinco centavos, de diez, de veinticinco, billetes de dólar… pero, bueno, ¡si hasta una vez intentaste sacarme cincuenta dólares! ¿Recuerdas? Y sigo diciéndote siempre que no, ¿no es así? Pero al parecer a ti te da exactamente igual. Y seguimos siendo buenos amigos. Pero a veces me pregunto qué diablos piensas de mí. No puede ser muy halagador».
«Hombre, puedo responderte ahora mismo, Ulric», dije alegremente: «Eres…».
«No, no me lo digas ahora. ¡Guárdatelo! No quiero saber la verdad todavía».
Fuimos a cenar a Chinatown y de camino a casa Ulric me pasó un billete de diez dólares, para demostrarme que tenía el corazón en su sitio. En el parque nos sentamos y tuvimos una larga charla sobre el futuro. Finalmente, me dijo lo que tantos de mis amigos ya me habían dicho: que no tenía esperanzas con respecto a sí mismo, pero que confiaba en que yo rompería las amarras y haría algo asombroso. Añadió en tono muy sincero que no pensaba que hubiese yo empezado siquiera a expresarme, como escritor. «No escribes como hablas», dijo. «Pareces tener miedo a revelarte. Si alguna vez te sinceras y dices la verdad, será como las Cataratas del Niágara. Permíteme decírtelo sinceramente: no conozco ningún escritor en América que esté más dotado que tú. Siempre he creído en ti… y siempre lo haré, aun cuando resultes ser un fracasado. En la vida no eres un fracasado, de eso estoy seguro, aunque es la vida más loca que he conocido nunca. Yo no tendría tiempo de dar una pincelada, si hiciera todas las cosas que tú haces al día».
Me separé de él, sintiendo, como me ocurría con frecuencia, que probablemente había subestimado su amistad. No sé lo que esperaba de mis amigos. La verdad es que estaba tan insatisfecho conmigo mismo, con mis esfuerzos fallidos, que nada ni nadie me parecía bien. Si me encontraba en un aprieto, no fallaba: elegía al individuo más irresponsable, simplemente para tener la satisfacción de borrarlo de la lista. Sabía perfectamente que, si sacrificaba a un viejo amigo, el día siguiente tendría tres nuevos. También era emocionante tropezarse más adelante con uno de aquellos amigos abandonados y descubrir que no me guardaba rencor, que estaba deseoso de reanudar las antiguas relaciones, generalmente con una comida espléndida y la oferta de prestarme unos dólares. Siempre abrigaba en mi interior la intención de sorprender a mis amigos un día pagando todas las deudas. Muchas noches me quedaba dormido calculando la suma. Ya entonces era una cantidad enorme, que sólo podría saldar gracias a un golpe de fortuna inesperado. Quizás un día moriría un pariente desconocido y me dejaría una herencia, cinco o diez mil dólares, e inmediatamente iría a la oficina de telégrafos más próxima y expediría una serie de giros para todos y cada uno. Tendría que hacerlo por telégrafo, porque, si hubiera de conservar el dinero en el bolsillo más de unas horas, se esfumaría de modo absurdo e inesperado.
Aquella noche me fui a la cama soñando con una herencia. Por la mañana lo primero que supe fue que nos habían concedido la prima: podía ser que nos entregaran la pasta antes de acabar la jornada. Todo el mundo estaba agitadísimo. La cuestión candente era: ¿cuánto? Hacia las cuatro de la tarde llegó. Me entregaron unos trescientos cincuenta dólares. El primero en que pensé fue McGovern, el viejo tiralevitas que guardaba la puerta. (Cincuenta dólares a cuenta). Examiné la lista. Había ocho o diez a quienes podía saldar la deuda inmediatamente: camaradas del mundo cosmocócico que habían sido buenos conmigo. El resto tendría que esperar hasta otra ocasión… incluida mi mujer a quien había decidido mentir en relación con la prima.
Diez minutos después de haber recibido el dinero ya estaba organizando una comilona en el Crow’s Nest, donde había decidido hacer la liquidación. Repasé la lista de nuevo para asegurarme de que no había pasado por alto a ninguno de los esenciales. Formaban un grupo curioso, mis benefactores: Zabrowskie, el as de los telegrafistas; Costigan, puño de hierro; Hymie Laubscher, el que manejaba el conmutador; O’Mara, mi antiguo compañero de fatigas al que había nombrado ayudante mío; Steve Romero, de la oficina principal; el pequeño Curley, mi compinche; Maxie Schnadig, un antiguo paño de lágrimas; Kronski, el médico interno, y Ulric, naturalmente… ah, sí, y MacGregor, a quien devolvía el dinero simplemente como una buena inversión.
En resumidas cuentas, iba a tener que aflojar unos trescientos dólares: doscientos cincuenta dólares en deudas y posiblemente cincuenta para el banquete. Iba a quedarme sin un céntimo, lo que era normal. Si quedara un billete de cinco, probablemente iría al baile a ver a Mara.
Como digo, era un grupo incongruente el que había reunido, y la única forma de unirlos en camaradería era la diversión. Por supuesto, lo primero que hice fue pagarles. Eso era mejor que el mejor entremés. Siguieron al instante los cócteles y después hincamos el diente. Había encargado una comida fabulosa y había vino en abundancia para acompañarla. Kronski, que no estaba acostumbrado al licor, se puso piripi casi inmediatamente. Tuvo que ir a meterse los dedos en la garganta mucho antes de que llegara el pato asado. Cuando se reunió con nosotros, estaba pálido como un fantasma: traía la cara color panza de rana, de rana muerta flotando en la espuma de una ciénaga hedionda. Ulric pensaba que era un andoba extraño: en su vida había conocido un tipo así. Por otro lado, Kronski sintió una profunda antipatía hacia Ulric y me preguntó aparte por qué había invitado a un chorra finolis como ése. MacGregor detestaba absolutamente a Curley: no podía entender cómo podía haber hecho amistad con un golfillo malicioso de esa clase. O’Mara y Costigan parecían ser los que mejor se llevaban; se enfrascaron en una larga discusión sobre los méritos relativos de Joe Gans y Jack Johnson. Hymie Laubscher estaba intentando sacarle una información confidencial a Zabrowskie, quien se negaba por principio a dar informaciones confidenciales a causa de su posición.
En plena comida, dio la casualidad de que entrara un amigo mío sueco llamado Lundberg. Era otro a quien debía dinero, pero nunca me apremiaba para que le pagara. Le invité a acompañamos y, llevando aparte a Zabrowskie, le pedí que me volviese a prestar un billete de diez dólares para saldar la deuda al recién llegado. Por él me enteré de que mi antiguo amigo Larry Hunt estaba en la ciudad y deseoso de verme. «Dile que venga aquí», insté a Lundberg. «Cuantos más seamos, más diversión».
Cuando la fiesta estaba en su apogeo, después de haber cantado Meet me Tonight in Dreamland y Some of These Days, observé a dos muchachos italianos de una mesa vecina que parecían deseosos de participar en la diversión. Me acerqué a ellos y les pregunté si les gustaría acompañamos. Uno de ellos era músico y el otro era boxeador, al parecer. Los presenté y les hice un sitio entre Costigan y O’Mara. Lundberg había ido a telefonear a Larry Hunt.
Cómo es que había sacado un tema así en semejante ocasión es algo que no sé, pero por alguna razón a Ulric se le había metido en la cabeza soltarme un discurso esmerado sobre Uccello. El muchacho italiano, el músico, aguzó el oído. MacGregor volvió la cabeza asqueado para hablar con Kronski de la impotencia, tema que a éste le encantaba sondear, si creía que podía poner incómodo a su interlocutor con él. Noté que el italiano estaba impresionado con la corriente de labia de Ulric. Habría dado su brazo derecho por poder ser capaz de hablar inglés así. También se sentía halagado al pensar que hablábamos con tanto entusiasmo sobre uno de su raza. Le sonsaqué un poco y, al advertir que estaba embriagándose con el lenguaje, me exalté y me lancé a una extravagante peroración sobre las maravillas de la lengua inglesa. Curley y O’Mara se volvieron a escuchar y entonces Zabrowskie dio la vuelta por nuestro extremo de la mesa y acercó la silla, seguido de Lundberg, quien me informó rápidamente de que no había podido localizar a Hunt. El italiano estaba tan excitado, que pidió coñac para todos. Nos pusimos en pie y chocamos las copas. Arturo, que así se llamaba, insistió en pronunciar un brindis… en italiano. Se sentó y dijo con gran fervor que había vivido diez años en América y nunca había oído hablar el inglés así. Dijo que nunca sería capaz de llegar a dominarlo. Preguntó si hablábamos así de ordinario. Prosiguió así, acumulando un cumplido tras otro, hasta que nos sentimos todos tan contagiados de amor por la lengua inglesa, que todos queríamos pronunciar discursos. Finalmente, me embriagué tanto con aquello, que me puse en pie y, bebiéndome una copa de un solo trago, me lancé a un discurso frenético que duró quince minutos o más. El italiano no paraba de mover la cabeza de un lado para el otro, como para dar a entender que no podía resistir una palabra más, que iba a explotar. Fijé la vista en él y lo inundé con palabras. Debió de ser un discurso loco y glorioso, porque de vez en cuando se oía una salva de aplausos procedente de las mesas vecinas. Oí a Kronski murmurar a alguien que yo me encontraba en un espléndido estado de euforia, palabra que me disparó de nuevo. ¡Euforia! Me detuve por una fracción de segundo, mientras alguien me llenaba la copa, y volví a arrancar por la recta final, un pilluelo alegre lanzando palabras en todas direcciones. Nunca en mi vida había intentado pronunciar un discurso. Si alguien me hubiera interrumpido y me hubiese dicho que estaba pronunciando un discurso maravilloso, habría quedado pasmado. Estaba en forma, como se dice en el lenguaje del boxeo. Lo único en que pensaba era en la avidez del italiano por aquel inglés maravilloso que nunca sería capaz de dominar. No tenía la menor idea de lo que estaba hablando. No necesitaba usar el cerebro: me limité a meter la lengua, larga como la de una serpiente, en un cuerno de la abundancia y a devanarlo de un tirón afortunado.
El discurso acabó en una ovación. Algunos de los comensales de las otras mesas vinieron a felicitarme. Al italiano, Arturo, se le saltaron las lágrimas. Me sentía como si hubiera lanzado una bomba involuntariamente. Estaba turbado y no poco asustado por aquella inesperada exhibición de oratoria. Quería salir de allí, marcharme solo y pensar en lo que había pasado. Al cabo de poco, me excusé y, llevando aparte al gerente, le dije que tenía que marcharme. Después de pagar la cuenta, descubrí que me quedaban unos tres dólares. Decidí largarme sin decir una palabra a nadie. Podían esperar sentados hasta el Día del Juicio… yo ya estaba harto de aquello.
Me puse a caminar hacia el norte de la ciudad. Pronto llegué a Broadway. En la calle Treinta y Cuatro apreté el paso. Estaba decidido: iba a ir al baile. En la calle Cuarenta y Dos tuve que abrirme paso a codazos por entre la multitud. La muchedumbre me excitaba: siempre existía el peligro de tropezarte con alguien y verte desviado de tu destino. Pronto me encontré frente al local, algo jadeante y preguntándome si debía entrar. En el Palace, enfrente, Thomas Burke de la Covent Garden Opera encabezaba el espectáculo. El nombre «Covent Garden» se me quedó grabado, mientras subía las escaleras. Londres: sería cojonudo llevarla a Londres. Tenía que preguntarle si le gustaría oír a Thomas Burke…
Estaba bailando con un viejo de aspecto juvenil, cuando entré. La contemplé unos minutos antes de que me divisara. Vino hacia mí trayendo a su pareja de la mano con expresión radiante. «Quiero que conozcas a un antiguo amigo mío», dijo, al presentarme al canoso señor Carruthers. Nos saludamos cordialmente y estuvimos charlando unos minutos. Después vino Florrie y se llevó a Carruthers.
«Parece buen tipo», dije. «Uno de tus admiradores, supongo».
«Ha sido muy bueno conmigo: me cuidó cuando estuve enferma. No debes darle celos. Le gusta fingir que está enamorado de mí».
«¿Fingir?», dije.
«Vamos a bailar», dijo. «Ya te hablaré de él en otro momento».
Mientras bailábamos, cogió la rosa que llevaba puesta y me la colocó en el ojal. «Debes de haberte divertido esta noche», dijo, al percibir el olor a alcohol. «Una fiesta de cumpleaños», dije, conduciéndolo hacia el balcón para poder conversar a solas con ella.
«¿Crees que podrías faltar mañana por la noche… para ir al teatro conmigo?».
Me apretó la mano en señal de asentimiento. «Estás más guapa que nunca esta noche», dije, estrechándola contra mí.
«Ten cuidado con lo que haces», murmuró, mirando furtivamente por encima del hombro. «No debemos quedamos mucho rato aquí. No puedo explicártelo ahora, pero, mira, Carruthers es muy celoso y no puedo permitirme el lujo de hacer que se enfade. Ahora viene… te voy a dejar».
Me abstuve deliberadamente de volverme a mirar, a pesar de que me moría de ganas de observar a Carruthers más de cerca. Me incliné sobre la endeble barandilla de hierro del balcón y me quedé absorto mirando el mar de caras de allí abajo. Aun desde tan poca altura, la multitud adquiría el deshumanizado aspecto debido al volumen y al número. Si no existiera esa cosa llamada lenguaje, poco diferenciaría aquel remolino de carne de otras formas de vida animal. Ni siquiera eso, ni siquiera el divino don del habla servía para diferenciar gran cosa. ¿Qué era su charla? ¿Se la podía llamar lenguaje? Las aves y los perros también tienen un lenguaje, probablemente tan adecuado como el de la masa. El lenguaje empieza donde la comunicación está en peligro. Todo lo que esas gentes están diciéndose unos a otros, todo lo que leen, todo aquello por lo que regulan sus vidas carece de sentido. Entre esta hora y miles de otras horas en miles de pasados diferentes no hay diferencia fundamental. En el flujo y reflujo de la vida planetaria esta corriente sigue el camino de todas las demás corrientes del pasado y del futuro. Hace un minuto ella estaba usando la palabra «celoso». Palabra extraña, sobre todo cuando estás mirando a la masa, cuando ves los apareamientos fortuitos, cuando comprendes que los que ahora van cogidos del brazo lo más probable es que se separen dentro de poco. Me importaba tres cojones cuántos hombres estuvieran enamorados de ella, con tal de que yo formase parte de la rueda. Sentía pena de Carruthers, pena de que fuera víctima de los celos. En mi vida había sentido celos. Quizá nunca hubiera querido suficiente. A la única mujer a la que había deseado desesperadamente la había abandonado por mi propia voluntad. Tener una mujer, tener cualquier cosa, en realidad, no es nada: la vida con una persona es lo que importa, o la vida con las posesiones. ¿Se puede seguir siempre enamorado de personas o de cosas? Igual podía haber reconocido que Carruthers estaba enamorado locamente de ella: ¿qué diferencia podía suponer eso para mi amor? Si una mujer es capaz de inspirar amor a un hombre, debe ser capaz de inspirarlo a otros. Amar o ser amado no es un crimen. Lo verdaderamente criminal es hacer creer a una persona que es la única a la que podrías amar nunca.
Entré. Estaba bailando con otro. Carruthers estaba parado y solo en un rincón. Impulsado por el deseo de consolarlo un poco, me dirigí hacia él y le di conversación. Si sentía la agonía de los celos, desde luego no lo mostró. Me pareció que me trataba con bastante desenvoltura. Me pregunté si estaba celoso realmente o si simplemente me hacía ella pensarlo para ocultar alguna otra cosa. La enfermedad de la que había hablado… si era tan grave, era extraño que no la hubiese mencionado antes. La forma como había aludido a ella me hizo pensar que se trataba de un acontecimiento bastante reciente. Él la había cuidado. ¿Dónde? No en su casa, eso seguro. Recordé otro pequeño detalle: me había instado vivamente a no escribirle nunca a su casa. ¿Por qué? Quizá no tuviera casa. De la mujer en el patio colgando la ropa… dijo que no era su madre. ¿Quién era, entonces? Podría haber sido una vecina, intentó insinuar. Era quisquillosa en relación con el tema de su madre. Su tía era quien leía sus cartas, no su madre. Y el joven que respondió en la puerta… ¿era su hermano? Dijo que lo era, pero indudablemente no se parecía a ella. ¿Y dónde estaba su padre todo el día, ahora que había dejado de criar caballos de carreras y de hacer volar cometas desde el techo? A ella no le gustaba su madre demasiado. Incluso había dado a entender en cierta ocasión que no estaba segura de que fuera su madre.
«Mara es una muchacha extraña, ¿verdad?», dije a Carruthers, después de un intervalo de silencio en nuestra conversación poco animada.
Lanzó una carcajada estridente y, como para tranquilizarme con respecto a ella, respondió: «Sólo es una niña, ¿sabe usted? Y, desde luego, no se le puede creer ni una palabra de lo que dice».
«Sí, ésa es la impresión que me da», dije.
«En lo único que piensa es en pasárselo bien», dijo Carruthers.
Justo entonces se acercó Mara. Carruthers quería bailar con ella. «Pero le he prometido éste a él», dijo, cogiéndome de la mano.
«No, es igual, ¡baila con él! De todos modos, tengo que irme. Espero verte pronto». Me marché antes de que tuviera oportunidad de protestar.
La noche siguiente llegué al teatro antes de la hora. Compré butacas de primera fila. Había otros favoritos míos en el programa, entre ellos Trixie Friganza, Joe Jackson y Roy Bames. Debía de ser un cartel de primeras figuras.
Esperé media hora después de la cita y seguía sin aparecer. Estaba tan deseoso de ver el espectáculo, que decidí no esperar más. Justo cuando estaba preguntándome qué hacer con la localidad de sobra, un negro bastante apuesto pasó por delante de mí camino de la taquilla. Lo detuve para preguntarle si quería aceptar mi localidad. Pareció sorprendido, cuando me negué a aceptar el dinero. «Creí que era usted un revendedor», dijo.
Después del descanso, apareció ante los focos Thomas Hurke. Me causó una impresión tremenda, por razones que nunca podré entender. Una serie de coincidencias curiosas van unidas a ese nombre y a la canción que cantó aquella noche: «Rosas de Picardía». Permitidme dar un salto de siete años a partir de la noche anterior a aquella en que me paré vacilante al pie de la escalera que conducía al baile…
Covent Garden. Al Covent Garden fue a donde me dirigí unas horas después de haber desembarcado en Londres, y a la muchacha que escogí para bailar le ofrecí una rosa del mercado de flores. Había tenido Intención de dirigirme directamente a España, pero las circunstancias me obligaron a ir derecho a Londres. Un agente de seguros judío procedente de Bagdad, mira por dónde, fue quien me condujo al teatro de ópera del Covent Garden, que habían transformado en un baile de momento. El día antes de abandonar Londres hice una visita a un astrólogo inglés que vivía cerca del Crystal Palace. Tuvimos que pasar por la propiedad de otro hombre para llegar a su casa. Mientras caminábamos por ella, me informó casualmente de que el lugar pertenecía a Thomas Burke, el autor de Limehouse Nigths. La siguiente vez que intenté ir a Londres, sin conseguirlo, volví a París por Picardía y al atravesar esa tierra sonriente, me levanté y lloré de gozo. De repente, al recordar las decepciones, las frustraciones, las esperanzas convertidas en desesperación, comprendí por primera vez el significado de «viaje». Ella había hecho posible el primer viaje e inevitable el segundo. No íbamos a volver a vemos nunca más. Estaba libre en un sentido totalmente nuevo: libre para convertirme en el eterno viajero. Si algo se puede decir para explicar la pasión que se apoderó de mí y de la que estuve preso siete años, en ese caso es la interpretación por Thomas Burke de esa canción sentimental. La propia noche antes había compadecido a Carruthers. Ahora, al oír la canción, me sentí repentinamente presa del miedo y de los celos. Hablaba de la rosa que no muere, la rosa que uno conserva dentro de su corazón. Mientras escuchaba las palabras, tuve la premonición de que la perdería. La perdería porque la amaba demasiado, ésa fue la forma que adoptó el miedo. Carruthers, a pesar de su indiferencia, había puesto una gota de veneno en mis venas. Carruthers le había llevado rosas; ella me había dado la rosa que él le había prendido en la cintura. La sala estalla en aplausos. Están arrojando rosas al escenario. Burke va a conceder un bis. Es la misma canción: «Rosas de Picardía». Ahora está llegando a la misma frase, las palabras que se me clavan como puñales y me dejan desconsolado: «pero hay una rosa que no muere en Picardía… ¡es la rosa que llevo en el corazón!». No puedo resistirlo ni un instante más, salgo precipitadamente. Cruzo la calle corriendo y dirijo mis pasos hacia el baile.
Está en la pista, bailando con un tipo de piel oscura, que la aprieta con fuerza. En cuanto acaba la pieza, me precipito hacia ella. «¿Dónde estabas?», le pregunto. «¿Qué ha pasado? ¿Por qué no has venido?».
Pareció sorprendida de que estuviera tan perturbado por algo tan trivial. ¿Que qué la había retenido? Oh, nada del otro mundo. Había estado fuera hasta tarde, una fiesta bastante frenética… no con Carruthers… éste se había marchado poco después de mí. No, había sido Florrie quien había organizado la fiesta. Florrie y Hannah… ¿las recordaba? (¿Que si las recordaba? Florrie, la ninfómana, y Hannah, la borracha. ¿Cómo iba a olvidarlas?). Sí, había habido mucho para beber y alguien le había pedido que hiciera el paso de baile en que se cae abierta de piernas y lo había intentado… bueno, y se había hecho un poco de daño. Nada más. Debería haber comprendido que le había ocurrido algo. No era la clase de persona que daba citas y no acudía… porque sí.
«¿Cuándo has llegado aquí?», pregunté, observando para mis adentros que parecía intacta, más serena y tranquila que de costumbre, en realidad.
Había llegado hacía sólo unos minutos. ¿Qué importaba eso? Su amigo Jerry, un exboxeador que ahora estudiaba derecho, la había llevado a cenar. Había estado en la fiesta de anoche y había tenido la amabilidad de acompañarla hasta su casa. Nos veríamos el sábado por la tarde en el Village… en el salón de té Pagoda. El Dr. Tao, que regentaba el local, era un buen amigo suyo. Le gustaría conocerme. Era un poeta.
Dije que la esperaría por allí y la llevaría a casa, en el metro esa vez, si no le importaba. Me pidió que no me molestara… que si iba a llegar tan tarde a casa, que si esto, que si lo otro. Insistí. Me di cuenta de que no le agradaba la idea demasiado. En realidad, la fastidiaba claramente. Al cabo de un momento, se excusó para ir al vestuario. Eso significaba una llamada de teléfono, estaba seguro. Volví a preguntarme si vivía realmente en aquel lugar que llamaba su casa.
Volvió con una sonrisa afable, y dijo que el director le había dado permiso para marcharse antes. Podíamos irnos al instante, si lo deseábamos. Primero íbamos a turnar un bocado en algún sitio. Camino del restaurante, y durante toda la cena, no dejó de hablar a toda velocidad del director y de sus gentilezas. Era un griego de corazón tierno. Era extraordinario lo que había hecho por algunas de las chicas. ¿Qué quería decir? Por ejemplo, ¿qué? Pues, con Florrie, por ejemplo. La vez que Florrie había tenido un aborto… eso fue antes de que conociera a su amigo médico. Nick había pagado todo; hasta la había enviado al campo por unas semanas. Y Hannah, que había tenido que sacarse toda la dentadura… bueno, pues, Nick le había regalado una preciosa dentadura postiza.
Y Nick, ¿qué era lo que recibía a cambio de sus molestias?, le pregunté con suavidad.
«Nadie sabe nada de Nick», continuó. «Nunca hace proposiciones a las chicas. Está demasiado ocupado con sus negocios. Regenta una sala de juego en la parte norte de la ciudad, juega a la bolsa, es dueño de una casa de baños en Coney Island, tiene participación en un restaurante de no sé dónde… está demasiado ocupado para pensar en esas cosas».
«Tú pareces ser una de las favoritas», dije. «Vas y vienes a tu antojo».
«Nick tiene un concepto muy alto de mí», dijo. «Quizá porque atraigo a un tipo diferente de hombre que las otras chicas».
«¿No te gustaría hacer otra cosa para ganarte la vida?», le pregunté de improviso. «Esas cosas no son para ti… por eso tienes éxito, supongo. Dime, ¿no te gustaría hacer otra cosa?».
Su sonrisa indicó lo ingenua que era mi pregunta. «No pensarás que hago esto porque me gusta, ¿verdad? Lo hago porque gano más dinero que en otro sitio. Tengo muchas responsabilidades. Es igual lo que haga: tengo que ganar determinada cantidad de dinero cada semana. Pero no hablemos de eso, es demasiado penoso. Sé lo que estás pensando, pero te equivocas. Todo el mundo me trata como a una reina. Las otras chicas son estúpidas. Yo uso mi inteligencia. Habrás notado que la mayoría de mis admiradores son hombres de edad…».
«¿Quieres decir… como Jerry?».
«Oh, Jerry es un viejo amigo. Jerry no cuenta».
Cambié de tema. Era mejor no indagar demasiado profundamente. Sin embargo, había un pequeño detalle que me preocupaba, y lo saqué a relucir lo más delicadamente que pude. ¿Por qué perdía el tiempo con furcias como Florrie y Hannah?
Se echó a reír. Pero, bueno, ¡si eran sus mejores amigas! Harían cualquier cosa por ella, la adoraban. Hay que tener alguien a quien recurrir en caso de necesidad. Pero, bueno, ¡si Hannah era capaz de empeñar su dentadura postiza, en caso de que se lo pidiera! Hablando de amigas, había una chica maravillosa que le gustaría presentarme algún día… un tipo de mujer muy diferente, casi aristocrática. Se llamaba Lola. Llevaba un poco de sangre de color en las venas, pero apenas si se notaba. Sí, Lola era una amiga muy querida. Estaba segura de que me gustaría.
«¿Por qué no concertamos una cita?», sugerí con prontitud. «Podríamos encontrarnos en el estudio de mi amigo Ulric. También tengo ganas de que lo conozcas».
Le pareció excelente. No podía decir cuándo sería, porque Lola estaba saliendo constantemente de viaje. Pero intentaría hacer que fuera pronto. Lola era la amante de un rico fabricante de calzado; no siempre estaba libre. Pero estaría bien poder salir con Lola: tenía un coche de carreras. Quizá podríamos hacer una excursión al campo y pasar la noche en algún sitio. Lola era un poco especial. En realidad, era algo orgullosa. Pero eso era a causa de su sangre de color. Yo no debía dar a entender que lo sabía. Y por lo que se refería a mi amigo Ulric… no debía decirle nada de eso.
«Pero le gustan las chicas de color. Se volverá loco con Lola».
«Pero Lola no quiere gustar por esa razón», dijo Mara. «Ya verás: es muy pálida y muy atractiva. Nadie sospecharía que tuviera ni una gota de sangre de color en las venas».
«Bueno, espero que no sea demasiado decente».
«No tienes por qué preocuparte por eso», dijo Mara con prontitud. «Una vez que se olvida de sí misma, es muy alegre. No será una velada aburrida, te lo aseguro».
Teníamos que andar un poco desde la estación del metro hasta su casa. Por el camino nos detuvimos bajo un árbol y empezamos a darnos el lote. Le tenía metida la mano falda arriba y ella estaba palpándome la bragueta. Estábamos recostados contra el tronco del árbol. Era tarde y no se veía ni un alma. Podría habérmela tirado en la acera, para lo que importaba.
Acababa de sacarme el canario y estaba abriendo las piernas para que se lo metiera en la jaula, cuando de las ramas de encima saltó de repente sobre nosotros un enorme gato negro, maullando como si estuviese en celo. Casi nos caímos muertos de miedo, pero el gato estaba todavía más asustado, porque las garras se le habían quedado enganchadas en mi chaqueta. Presa del pánico, le di una buena tunda y a cambio recibí tremendos mordiscos y arañazos. Mara temblaba como una hoja. Caminamos hasta un descampado y nos tumbamos en la hierba. Mara temía que se me infectaran las heridas. Iba a entrar en casa a hurtadillas y volver con yodo y no sé qué más. Debía quedarme allí tumbado esperándola.
Era una noche cálida y me quedé tumbado cuan largo era mirando a las estrellas. Pasó una mujer, pero no me vio. Tenía la polla colgando fuera de la bragueta y con la cálida brisa estaba empezando a erguirse. Cuando regresó Mara, estaba vibrando y saltando. Se arrodilló a mi lado con las vendas y el yodo. Mi polla la miraba fijamente a la cara. Se inclinó y la chupó con avidez. Aparté a un lado lo que había traído y la coloqué encima de mí. Yo ya había soltado mi descarga, y ella seguía corriéndose, un orgasmo tras otro, hasta hacerme pensar que nunca pararía.
Nos tendimos de espaldas y descansamos un poco con la cálida brisa. Al cabo de un rato, se sentó y me aplicó el yodo. Encendimos cigarrillos y nos quedamos así, sentados y hablando tranquilamente. Finalmente, decidimos irnos. La acompañé hasta la puerta de su casa y, estando así abrazados, me asió impulsivamente y me llevó un poco más lejos. «No puedo dejarte marchar todavía», dijo. Y, acto seguido, se arrojó sobre mí, al tiempo que me besaba apasionadamente y me metía la mano en la bragueta con mortífera precisión. Esa vez ni siquiera nos preocupamos de buscar un descampado, sino que nos desplomamos allí mismo, en la acera, bajo un gran árbol. La acera no era demasiado cómoda: tuve que retirarme y correrme uno o dos metros, donde había un poco de tierra blanda. Junto a su codo había un charquito y yo iba a sacarla de nuevo y a correrme un poco más allá, pero, cuando intenté hacerlo se puso frenética: «No la vuelvas a sacar más», me rogó. «Me voy a volver loca. ¡Fóllame, fóllame!». Se la tuve metida un largo rato. Como antes, se corrió una y otra vez, chillando y gruñendo como un cerdo abierto en canal. La boca parecía habérsele vuelto más grande, más ancha, totalmente lasciva; los ojos le daban vueltas, como si fuera a darle un ataque epiléptico. La saqué un momento para refrescarla. Mara metió la mano en el charquito que tenía al lado y la roció con unas gotas de agua. Fue una sensación maravillosa. Un instante después se había puesto de manos y de rodillas y me pedía que se la metiera por detrás. Me puse a gatas detrás de ella; se pasó la mano por debajo, me cogió la polla y se la metió. Entró derecha hasta la matriz. Ella dejó escapar un gemido de dolor y placer mezclados. «Está más gruesa», dijo, retorciendo el culo. «Métela hasta dentro otra vez… adelante, da igual que duela», y, dicho eso, reculó contra mí con una sacudida salvaje. Yo tenía una erección tan insensible, que creí que no llegaría a correrme nunca. Además, como no tenía que preocuparme de perderla, pude contemplar la escena como un espectador. La sacaba casi hasta afuera, hacía rodar la punta en tomo a los pétalos sedosos y empaliados, y después la metía profundamente y la dejaba así como un tapón. Le tenía cogida la pelvis con las dos manos, y la empujaba y la atraía a voluntad. «¡Sigue, sigue!», imploraba, «¡o me volveré loca!». Aquello me puso brutísimo. Empecé a picarla como un barreno, dentro y fuera cuan larga era y sin interrupción, mientras ella exclamaba: ¡Oh… Ah! ¡Oh… Ah!, y después, ¡zas!, me corrí como una ballena.
Nos sacudimos el polvo e iniciamos de nuevo el regreso hacia la casa. En la esquina se detuvo en seco y, volviéndose para mirarme a la cara, dijo con una sonrisa que era casi desagradable: «¡Y ahora las malas noticias!».
La miré asombrado. «¿Qué quieres decir? ¿De qué estás hablando?».
«Quiero decir», dijo, sin que desapareciera aquella extraña sonrisa, «que necesito cincuenta dólares. Los necesito para mañana. Los necesito. Los necesito… ¿Comprendes ahora por qué no quería que me acompañases a casa?».
«¿Por qué has dudado en pedírmelos? ¿Crees que no puedo reunir cincuenta dólares, si los necesitas urgentemente?».
«Pero los necesito en seguida. ¿Puedes conseguir esa cantidad para antes del mediodía? No me preguntes para qué es: es urgente, muy urgente. ¿Crees que puedes conseguirla? ¿Me lo prometes?».
«¡Pues claro que puedo!», respondí, al tiempo que me preguntaba de dónde demonios iba a sacarla en tan poco tiempo.
«Eres maravilloso», dijo, cogiéndome las manos y apretándomelas cariñosamente. «Me horroriza tener que pedirte. Sé que no tienes dinero. Siempre estoy pidiendo dinero… parece que es lo único que soy capaz de hacer: conseguir dinero de los demás. Me repugna, pero no me queda más remedio. Confías en mí, ¿verdad? Te los devolveré dentro de una semana».
«No digas eso, Mara. No quiero que me los devuelvas. Si estás necesitada, quiero que me lo digas. Seré pobre, pero de vez en cuando puedo reunir dinero. ¡Ojalá pudiera hacer más! ¡Ojalá pudiera sacarte de ese maldito lugar!… no me gusta verte allí».
«No hables de eso ahora, por favor. Vete a casa y duerme un poco. Nos encontraremos mañana a las doce y media frente a la farmacia de Times Square. Allí es donde nos encontramos la otra vez, ¿te acuerdas? Dios mío, entonces no sabía lo que ibas a significar para mi. Te tomé por un millonario. No me defraudarás mañana… ¿estás seguro?».
«Estoy seguro, Mara».
El dinero siempre hay que juntarlo en menos que canta un gallo y devolverlo a intervalos regulares y estipulados, ya sea con promesas o en efectivo. Creo que podría reunir un millón de dólares, si me dieran tiempo suficiente, y con eso no me refiero al tiempo sideral, sino al tiempo ordinario del reloj, de días, meses, años. No obstante, juntar dinero rápidamente, aunque sea el precio de un billete de metro, es la tarea más difícil que se me puede asignar. Desde la época en que abandoné la escuela he pedido y tomado prestado casi continuamente. Muchas veces he pasado un día entero intentando conseguir diez centavos; otras veces me han puesto en la mano fajos de billetes sin abrir la boca siquiera. Sé tan poco ahora sobre el acto de pedir prestado como cuando empecé. Sé que hay ciertas personas a quienes nunca, en ninguna circunstancia, debes pedir ayuda. Hay otras a quienes te reservas para una auténtica emergencia, porque sabes que puedes confiar en ellas, y, cuando llega la emergencia y recurres a ellas, te decepcionan cruelmente. No existe una persona en la tierra en la que se pueda confiar absolutamente. Para un sablazo rápido y cuantioso el hombre que has conocido recientemente, el que apenas te conoce, suele ser el candidato más seguro. Los viejos amigos son los peores: son duros e incorregibles. También las mujeres son, por regla general, insensibles e indiferentes. De vez en cuando piensas que alguien que conoces aflojaría, si persistieras, pero la idea de dar la lata e insistir es tan desagradable, que te la borras de la cabeza. Los viejos suelen ser así, probablemente a causa de su amarga experiencia.
Para pedir prestado con éxito, como para cualquier otra cosa, hay que ser un monomaniaco obsesionado por el tema. Si te puedes dedicar enteramente a eso, como con los ejercicios de yoga, es decir, de todo corazón, sin remilgos ni reservas de ninguna clase, puedes vivir toda la vida sin ganar un céntimo honradamente. Por supuesto, el precio es demasiado elevado. En un aprieto la mejor cualidad particular es la desesperación. El mejor camino a seguir es el más insólito. Por ejemplo, es más fácil pedir prestado a un inferior tuyo que a un igual o a un superior. También es muy importante estar dispuesto a comprometerse, por no hablar de rebajarse, lo que es un sine qua non. El hombre que pide prestado siempre es un delincuente, siempre un ladrón en potencia. Nadie recupera nunca lo que prestó, aun cuando se le pague la cantidad con intereses. El hombre que exige que le paguen a toda costa, con lo que sea, siempre resulta engañado, aunque sólo sea por rencor u odio. Pedir prestado es algo positivo; prestar, algo negativo. Ser un sableador puede ser incómodo, pero también es estimulante, instructivo, como la vida. El que pide prestado compadece al que presta, aunque con frecuencia ha de soportar sus insultos e injurias.
Fundamentalmente, el que pide prestado y el que presta son uno y el mismo. Ésa es la razón por la que, por mucho que se filosofe, no hay manera de erradicar el mal. Están hechos el uno para el otro, igual que el hombre y la mujer. Por fantástica que sea la necesidad, por demenciales que sean las condiciones, siempre habrá un hombre que preste oído, que afloje lo necesario. Un buen sableador emprende su tarea como un buen delincuente. Su primer principio es nunca esperar algo por nada. No quiere saber cómo conseguir el dinero con las mejores condiciones, sino lo contrario exactamente. Cuando las personas indicadas se encuentran, la conversación se reduce al mínimo. Se toman el uno al otro por su valor nominal, como se suele decir. El prestador ideal es el realista, que sabe que mañana la situación puede invertirse y el sableador pasar a ser prestador.
Sólo conocía a una persona que lo entendiese correctamente, y era mi padre. A él era a quien siempre guardaba en reserva para el momento crucial. Y fue el único al que nunca dejé de devolver lo que debía. No sólo nunca me negó, sino que, además, me incitaba a dar a los demás del mismo modo. Siempre que le pedía prestado me convertía en un prestador mejor… o debería decir dador, porque nunca insistía en que me lo devolvieran. Sólo hay una forma de devolver los favores y es hacer favores, a tu vez, a quienes recurran a ti apurados. Saldar una deuda es totalmente innecesario, en lo que concierne a la contabilidad cósmica. (Todas las demás formas de contabilidad son un despilfarro y un anacronismo). «No pidas prestado ni prestes», dijo el bueno de Shakespeare, expresando un deseo a partir de su vida de sueño utópico. Para los hombres de la tierra, pedir prestado no sólo es esencial, sino que, además, debería incrementarse hasta proporciones desmesuradas. El tipo verdaderamente práctico es el insensato que no mira ni a derecha ni a izquierda, que da sin rechistar y pide desvergonzadamente.
Para resumir, recurrí a mi viejo y sin andar con rodeos le pedí cincuenta dólares. Para mi sorpresa, no tenía esa cantidad en el banco, pero me informó al instante de que podía pedirla prestada a uno de los otros sastres. Le pregunté si tendría la bondad de hacerlo por mí y dijo que claro, naturalmente, espera un momento.
«Te lo devolveré dentro de una semana más o menos», dije, cuando estaba despidiéndome de él.
«No te preocupes por eso», respondió. «Cuando quieras. Espero que todo lo demás te vaya bien».
A las doce y media en punto entregué a Mara el dinero. Se marchó al instante, tras prometerme encontrarse conmigo el día siguiente en el jardín del salón de té Pagoda. Pensé que era un buen día para dar un pequeño sablazo para mí, conque me dirigí a la oficina de Costigan para pedirle cinco dólares. Había salido, pero uno de los empleados, sospechando el carácter de mi recado, se ofreció para ayudarme. Dijo que quería darme las gracias por lo que había hecho por su primo. ¿Su primo? No se me ocurría quién podía ser su primo. «¿No recuerda al muchacho que llevó usted a la clínica psiquiátrica?», dijo. «Se había escapado de su casa de Kentucky… su padre era sastre, ¿recuerda? Usted telegrafió a su padre para decirle que cuidaría de él hasta que llegara. Ése era mi primo».
Recordaba muy bien a ese chaval. Quería ser actor… las glándulas no le funcionaban bien. En la clínica dijeron que era un delincuente incipiente. Había robado algunas ropas a un compañero suyo, estando en el Newboys’ Home. Era un chaval excelente, más poeta que actor. Si sus glándulas no funcionaban, entonces las mías estaban completamente desorganizadas. Había dado una patada en los cojones al psiquiatra por su esmero: por eso era por lo que habían intentado presentarlo como un delincuente. Cuando me enteré, me moría de risa. Debería haber usado una cachiporra contra aquel perfecto sádico de psiquiatra… El caso es que fue una sorpresa agradable descubrir que tenía un amigo desconocido en el encargado del guardarropa. También fue agradable oírle decir que me podría prestar más, siempre que necesitara un poco de cambio. En la calle me tropecé con un antiguo encargado del guardarropas que ahora trabajaba de repartidor. Insistió en darme dos localidades para un baile que iba a celebrarse bajo los auspicios de la Asociación de Magos y Prestidigitadores de Nueva York, de la que era presidente. «Ojalá pudiera usted conseguirme otro empleo de encargado de guardarropas», dijo. «Tengo tantas cosas que atender ahora, desde que soy presidente de la Asociación de Nueva York ciudad, que no puedo cumplir con mi trabajo de repartidor. Además, mi mujer va a tener otro niño pronto. Por qué no viene a vernos… tengo nuevos trucos que enseñarle. El chaval está aprendiendo a hacer de ventrílocuo; dentro de un año o así lo voy a sacar a escena. Tenemos que ganamos la vida de algún modo. Mire, la magia no da demasiado. Y me estoy haciendo demasiado viejo para pasarme el día andando. Yo estaba hecho para la vida profesional. Usted entiende mis capacidades e idiosincrasias personales. Si viene al baile, le presentaré al gran Thurston: ha prometido acudir. Tengo que irme ahora… tengo que entregar un telegrama de defunción».
Usted entiende mis capacidades e idiosincrasias personales. Me paré en la esquina y lo anoté en el reverso de un sobre. Hace diecisiete años. Aquí está. Fuchs se llamaba. Gerhardt Fuchs de la oficina F. U. El mismo nombre que el del «recogedor de mierdas» de Glendale, donde vivían Joey y Tony. Solía encontrarme con aquel otro Fuchs, cuando venía del cementerio, con un saco de mierda de perro, de ave y de gato a la espalda. La llevaba a una casa de perfumería de no sé dónde. Siempre olía como una mofeta. Un tipo asqueroso y malintencionado, perteneciente a la tribu originaria de los obtusos de Hesse. Fuchs y Kunz: dos andobas obscenos a los que se podía ver bebiendo todas las noches en la cervecería de Laubscher, cerca de Fresh Pond Road. Kunz era tuberculoso, dermatólogo de profesión. Siempre estaban diciendo guarrerías mientras se trincaban sus hediondas jarras de cerveza. Ridgwood[1] era su Mecca. Nunca hablaban inglés, a no ser que se vieran obligados a hacerlo. Alemania era su Dios y el Kaiser su portavoz. En fin, ¡al infierno con ellos! ¡Ojalá mueran como asquerosas umlauts… si no lo han hecho todavía! Sin embargo, es curioso encontrar un par de mellizos inseparables con nombres así. Idiosincrásico, diría yo…