Debió de ser un martes por la noche cuando la conocí: en el baile. Fui a trabajar por la mañana, tras haber dormido una o dos horas, como un sonámbulo. El día pasó como un sueño. Después de cenar, quedé dormido en el sofá sin haberme quitado la ropa y me desperté hacia las seis de la mañana siguiente. Me sentía como nuevo, puro de corazón y obsesionado con una idea: conseguirla a toda costa. Mientras atravesaba el parque, iba preguntándome qué clase de flores le enviaría con el libro que le había prometido (Winesburg, Ohio). Pronto iba a cumplir treinta y tres años, la edad de Cristo crucificado. Tenía por delante toda una vida nueva, si era capaz de arriesgarlo todo. En realidad, no había nada que arriesgar: estaba en el último peldaño de la escala, era un fracasado en todos los sentidos de la palabra.
Así pues, era sábado por la mañana, y para mí el sábado ha sido siempre el mejor día de la semana. Vuelvo a sentirme vivo, cuando otros están muriéndose de cansancio; para mí la semana comienza con el día de descanso de los judíos. Desde luego, no tenía la menor idea de que aquélla iba a ser la gran semana de mi vida. Lo único que sabía era que el día era propicio y memorable. Dar el paso fatal, arrojar todo a los perros, es en sí una emancipación: en ningún momento se me ocurrió pensar en las consecuencias. Rendirse absoluta, incondicionalmente, a la mujer que se ama es romper todas las ataduras, salvo el deseo de no perderla, que es la más terrible de todas.
Pasé la mañana pidiendo prestado a diestro y siniestro, envié el libro y las flores, y después me senté a escribir una larga carta que entregaría un repartidor especial. Le decía que le telefonearía luego, por la tarde. A mediodía salí de la oficina y me fui a casa. Estaba terriblemente inquieto, casi febril de impaciencia. Esperar hasta las cinco era una tortura. Volví al parque, sin pensar en nada mientras caminaba a ciegas por los prados y hasta el lago, donde los niños hacían navegar los barcos. A lo lejos se oía una orquesta; me traía recuerdos de mi infancia, de sueños apagados, añoranzas y penas. Una rebelión abrasadora y apasionada me henchía las venas. Pensé en grandes figuras del pasado, en todo lo que habían realizado a mi edad. Las ambiciones que hubiera podido tener habían desaparecido; lo único que quería hacer era ponerme enteramente en sus manos. Por encima de todo quería oír su voz, saber que seguía viva, que todavía no me había olvidado. Poder meter una moneda en la ranura cada día de mi vida a partir de entonces, poder oírle decir: «Hola», eso y nada más era lo máximo a que me atrevía a esperar. Si me prometiera eso, y cumpliese su promesa, no importaría lo que ocurriera.
A las cinco en punto me apresuré a telefonear. Una voz con acento extranjero y extraordinariamente triste me informó de que no estaba en casa. Intenté averiguar cuándo estaría, pero colgaron. La idea de que estaba fuera de mi alcance me volvía loco. Telefoneé a mi mujer para decirle que no iría a cenar. Recibió la noticia con su desagrado habitual, como si no esperara de mí otra cosa que decepciones y aplazamientos. «¡Ojalá se te atragante, so puta!», pensé para mis adentros y colgué. «Por lo menos sé que no te deseo a ti, ni nada de ti, muerta o viva». Se acercaba un tranvía descubierto; sin pensar hacia dónde iba, monté y me dirigí al último asiento. Seguí montado dos horas y sumido en un profundo trance; cuando volví en mí, reconocí la heladería árabe cercana al puerto, bajé, caminé hasta el muelle y me senté en un larguero a mirar la gran greca del Puente de Brooklyn. Todavía quedaban varias horas por matar antes de atreverme a ir al baile. Mientras contemplaba con la mirada perdida la orilla opuesta, mis pensamientos derivaban sin cesar, como un barco sin timón.
Cuando por fin me recobré y me alejé tambaleándome, era como un hombre bajo los efectos de un anestésico que hubiera conseguido escapar de la mesa de operaciones. Todo parecía familiar y, sin embargo, carecía de sentido; tardé una eternidad en coordinar unas pocas impresiones simples que por cálculo reflejo ordinario significarían mesa, silla, edificio, persona. Los edificios sin sus autómatas son aún más sombríos que las tumbas; cuando se dejan las máquinas inactivas, crean un vacío más profundo que la propia muerte. Yo era un fantasma que se movía en un vacío. Sentarse, pararse a encender un cigarrillo, no sentarse, no fumar, pensar o no pensar, respirar o dejar de respirar, eran una y la misma cosa. Cáete muerto y el hombre que va detrás de ti pasa por encima de tu cadáver; dispara un revólver y otro hombre te dispara a ti; grita y despiertas a los muertos, que, cosa curiosa, también tienen pulmones potentes. Ahora el tráfico va de este a oeste; dentro de un minuto irá de norte a sur. Todo sigue su curso ciegamente, de acuerdo con las normas, y nadie llega a ningún sitio. Entra y sal, sube y baja tambaleándote y bamboleándote; unos salen como moscas, otros entran como enjambres de mosquitos. Come de pie, con ranuras, palancas, monedas grasientas, eructa, límpiate los dientes con un palillo, ladéate el sombrero, anda vacilante, resbala, tambaléate, silba, levántate la tapa de los sesos. En la próxima vida seré un buitre que se alimente de carroña suculenta: me posaré en lo alto de los edificios elevados y me lanzaré en picado y como una exhalación en cuanto olfatee la muerte. Ahora estoy silbando una tonada alegre: las regiones epigástricas están en paz. Hola, Mara, ¿cómo estás? Y ella me dedicará la enigmática sonrisa, y me estrechará en un cariñoso abrazo. Eso ocurrirá en un vacío bajo potentes reflectores con tres centímetros de intimidad que dibujen un círculo místico a nuestro alrededor.
Subo la escalera y entro en el ruedo, el gran salón de baile de los adeptos al sexo ambiguo ahora inundado por un cálido brillo de tocador. Los fantasmas están valsando en una dulce bruma de chicle, con las rodillas ligeramente dobladas, las caderas tiesas, los tobillos nadando en zafiro de polvo. Entre los toques del tambor oigo el estrépito de la ambulancia ahí abajo, después las bombas contra incendios, luego las sirenas de la policía. El vals se ve perforado por la angustia y se van abriendo agujeritos de bala sobre los dientes de la pianola, que suena ahogada porque está a varias manzanas de distancia en un edificio en llamas y sin escaleras de emergencia. Ella no está en la pista. Puede estar acostada leyendo un libro, puede estar haciendo el amor con un boxeador, o puede estar corriendo como una loca por un campo de rastrojos, con un solo zapato, perseguida ferozmente por un hombre llamado Mazorca de Maíz. Esté donde esté ella, yo estoy en completa oscuridad; su ausencia me aniquila.
Pregunto a una de las chicas si sabe cuándo llegará Mara. ¿Mara? No la conoce. ¿Cómo va a saber nada de nadie, si sólo hace una hora más o menos que ha cogido el empleo y está sudando como una yegua envuelta en seis camisetas de lana? ¿Por qué no la saco a bailar?… ya preguntará a una de las otras chicas por Mara. Bailamos algunas vueltas de sudor y agua de rosas, mientras hablamos de callos y juanetes y varices varicosas, y los músicos atisban a través de la bruma de tocador con ojos gelatinosos y la cara estirada por una gélida sonrisa. Esa chica de ahí, Florrie, podría decirme algo sobre mi amiga. Florrie tiene una boca ancha y ojos de lapislázuli; está fresca como un geranio, pues acaba de llegar de una sesión de tracatrá que ha durado toda la tarde. ¿Sabe Florrie si llegará pronto Mara? No lo cree… no cree que venga esta noche. Será mejor que preguntes al griego: él lo sabe todo.
El griego dice que sí, que la señorita Mara vendrá… sí, espera un poco. Espero y espero. Las chicas exhalan vapor, como caballos sudorosos parados en un campo nevado. Medianoche. Mara no aparece. Me dirijo despacio, de mala gana, hacia la puerta. Un chaval portorriqueño está abrochándose la bragueta en el último peldaño.
En el metro pongo a prueba la vista leyendo los anuncios del otro extremo del vagón. Me examino el cuerpo para cerciorarme de que estoy exento de cualquiera de las enfermedades que son patrimonio del hombre civilizado. ¿Tengo mal aliento? ¿Se me para el corazón? ¿Tengo pies planos? ¿Tengo las articulaciones hinchadas por el reumatismo? ¿Sinusitis? ¿Piorrea? ¿Y estreñimiento? ¿O esa sensación de cansancio después de comer? ¿Jaqueca, acidosis, catarro intestinal, lumbago, vesícula flotante, callos o juanetes, venas varicosas? Que yo sepa, estoy sano como un capullo y, sin embargo… Bueno, la verdad es que me falta algo, algo vital…
Estoy enfermo de amor. Mortalmente enfermo. Un ligero ataque de caspa y sucumbiría como una rata envenenada.
El cuerpo me pesa como el plomo, cuando me echo en la cama. Me sumerjo inmediatamente en el sueño más profundo. Este cuerpo, que se ha convertido en un sarcófago con asas de piedra, yace totalmente inmóvil; el durmiente se alza de él, como un vapor, para circunnavegar el mundo. El durmiente intenta en vano encontrar una forma y figura que se ajuste a su esencia etérea. Como un sastre celestial, se prueba un cuerpo tras otro, pero ninguno sienta bien. Por último, se ve obligado a regresar a su propio cuerpo, a adoptar de nuevo el molde de plomo, a volverse un prisionero de la carne, a continuar presa de la apatía, el dolor y el hastío.
Domingo por la mañana. Me despierto fresco como una margarita. El mundo se extiende ante mí, sin conquistar, sin mácula, virgen como las zonas árticas. Trago un poco de bismuto y cloruro de cal para eliminar las últimas emanaciones plúmbeas de la inercia. Voy a ir directamente a su casa, llamar al timbre, y entrar. Aquí estoy, tómame… mátame de una puñalada. Apuñala el corazón, apuñala el cerebro, apuñala los pulmones, los riñones, las vísceras, los ojos, los oídos. Con sólo que quede un órgano vivo, estás condenada… condenada a ser mía para siempre, en este mundo y en el próximo y en todos los mundos por venir. Soy un criminal del amor, un cazador de cabelleras, un asesino. Soy insaciable. Como cabellos, cera sucia, coágulos de sangre seca, cualquier cosa y todo lo que llames tuyo. Muéstrame a tu padre, con sus cometas, sus caballos de carreras, sus entradas gratuitas para la ópera: me los comeré, me los tragaré vivos. ¿Dónde está la silla en que te sientas, tu peinado favorito, tu cepillo de dientes, tu lima de las uñas? Sácalos para que los devore de un bocado. Dices que tienes una hermana más guapa que tú. Muéstramela: quiero lamerle la carne de los huesos.
Cabalgo hacia el océano, hacia la tierra pantanosa donde construyeron una casita para incubar un huevecito que, después de haber adquirido la forma adecuada, fue bautizado Mara. ¡Que una gotita que salió del pene de un hombre produjera resultados tan asombrosos! Creo en Dios Padre, en Jesucristo, su único Hijo, en la Santísima Virgen María, en el Espíritu Santo, en Adán Cadmio, en el cromo níquel, los óxidos y mercurocromos, en las aves acuáticas y los berros, en accesos epileptoides, en la peste bubónica, en Devachán, en las conjunciones planetarias, en las huellas de los pollos y en el lanzamiento de bastones, en las revoluciones, en las bancarrotas, en las guerras, terremotos, ciclones, en Kali Yuga y en el hula-hula. Creo, creo. Creo porque no creer es volverse como el plomo, yacer postrado y rígido, por siempre inerte, consumirse…
Contemplo el paisaje contemporáneo. ¿Dónde están los animales del campo, las cosechas, el estiércol, las rosas que florecen en medio de la corrupción? Veo raíles de ferrocarril, estaciones de servicio, bloques de cemento, vigas de hierro, altas chimeneas, cementerios de automóviles, factorías, depósitos, fábricas de negreros, terrenos baldíos. Ni siquiera una cabra a la vista. Lo veo todo clara y nítidamente: significa desolación, muerte, muerte eterna. Ya hace treinta años que llevo puesta la cruz de hierro de la servidumbre ignominiosa, sirviendo sin creer, trabajando sin cobrar salario, descansando sin conocer la paz. ¿Por qué habría de creer que todo va a cambiar de pronto, simplemente por tenerla a ella, simplemente por amarla y ser amado?
Nada va a cambiar, excepto yo mismo.
Al acercarme a la casa, veo a una mujer en el patio de atrás tendiendo ropa. Tiene el perfil vuelto hacia mí; sin duda alguna es el rostro de la mujer de voz extraña, extranjera, que ha respondido al teléfono. No quiero conocer a esa mujer, no quiero saber quién es, no quiero creer lo que sospecho. Doy la vuelta a la manzana y, cuando llego de nuevo ante la puerta, se ha ido. Por alguna razón también mi valor ha desaparecido.
Toco el timbre titubeando. Al instante se abre la puerta de un tirón y la figura de un joven alto y amenazante bloquea la entrada. No está, no sé cuándo volverá. ¿Quién es usted? ¿Qué quiere de ella? Después, adiós y, ¡bang! Me han dado con la puerta en las narices. Muchacho, te arrepentirás de esto. Un día volveré con una escopeta y te volaré los testículos… Así, ¡que no hay nada que hacer! Todo el mundo en guardia, todo el mundo avisado, todo el mundo instruido para mostrarse esquivo y evasivo. La señorita Mara nunca está donde se espera que esté, ni sabe nadie dónde es de esperar que esté. La señorita Mara vive en el aire: ceniza volcánica llevada de acá para allá por los vientos alisios. Derrota y misterio para el primer día del año sabático. Domingo sombrío entre los gentiles, entre los parientes del nacimiento accidental. ¡Muerte a todos los hermanos cristianos! ¡Muerte al falso statu quo!
Pasaron unos días sin la menor señal de ella. Después de que mi mujer se retirara, me sentaba en la cocina y le escribía cartas voluminosas. Entonces vivíamos en un barrio morbosamente respetable, ocupando la planta baja y el sótano de una lúgubre casa de bien. De vez en cuando había intentado escribir, pero la tristeza que mi mujer creaba a su alrededor era superior a mis fuerzas. Sólo una vez conseguí romper el hechizo que había lanzado sobre el lugar; fue durante una fiebre alta que me duró varios días, cuando me negué a que me viera un médico, me negué a tomar medicina alguna, me negué a tomar alimento alguno. Me pasé todo ese tiempo acostado en una cama ancha, en un rincón de la habitación de arriba, y luché contra un delirio que amenazaba con poner fin a mi vida. Nunca había estado realmente enfermo desde la infancia y la experiencia fue deliciosa. Avanzar hasta el retrete era como andar tambaleándose por los intrincados corredores de un transatlántico. En los pocos días que duró viví varias vidas. Aquélla fue mi única vacación en ese sepulcro llamado hogar. El otro único sitio que podía tolerar era la cocina. Era como una especie de celda de cárcel cómoda y, como un prisionero, con frecuencia me sentaba a solas en ella hasta las tantas de la noche a planear la fuga. También allí me acompañaba a veces mi amigo Stanley, rezongando sobre mi infortunio y marchitando todas mis esperanzas con pullas mordaces y maliciosas.
Allí fue donde escribí las cartas más demenciales que he redactado en mi vida. Cualquiera que se considere derrotado, desahuciado, sin recursos, puede cobrar ánimo comparándose conmigo. Tenía una pluma chirriante, un tintero y papel: mis únicas armas. Consignaba todo lo que se me ocurría, tuviera o no sentido. Después de haber echado una carta, subía al piso de arriba y me tumbaba junto a mi mujer y, con los ojos bien abiertos, fijaba la vista en la oscuridad, como intentando leer mi futuro. Me decía una y otra vez que, si un hombre, un hombre sincero y desesperado como yo, ama a una mujer con todo su corazón, si está dispuesto a cortarse las orejas y enviárselas por correo, si es capaz de sacarse la sangre del corazón y volcarla en el papel, saturar a esa mujer con su necesidad y anhelo, asediarla eternamente, no puede ser que ella lo rechace. El hombre más feo, más débil, el hombre más indigno, ha de triunfar por fuerza, si está dispuesto a dar hasta la última gota de su sangre. Ninguna mujer puede rechazar el don del amor absoluto.
Volví otra vez al baile y encontré un mensaje para mí. Al ver su letra, me eché a temblar. Era una nota breve y precisa. Iba a encontrarse conmigo en Times Square, frente a la farmacia, el día siguiente a medianoche. Debía, por favor, dejar de escribirle a su casa.
Tenía algo menos de tres dólares en el bolsillo, cuando nos encontramos. No mencionó mi visita a la casa ni las cartas ni los regalos. Después de cambiar unas palabras, preguntó dónde me gustaría ir. No se me ocurría nada. Que estuviera allí en carne y hueso, hablándome, mirándome, era un acontecimiento que todavía no había asimilado plenamente. «Vamos al restaurante de Jimmy Place», dijo, acudiendo en mi ayuda. Me cogió del brazo y me llevó hasta el bordillo, donde nos esperaba un taxi. Me hundí en el asiento, abrumado por su mera presencia. No intenté besarla ni cogerle la mano siquiera. Había venido: eso era lo principal. Eso era todo.
Nos quedamos hasta las primeras horas de la madrugada, comiendo, bebiendo, bailando. Hablamos espontánea y comprensivamente. No sabía más sobre ella, sobre su vida real, de lo que sabía antes, no porque se mostrara reservada, sino porque el momento era demasiado pleno y ni el pasado ni el futuro parecían importar.
Entonces trajeron la cuenta y casi me caí muerto.
Para ganar tiempo, pedí más bebidas. Cuando le confesé que sólo llevaba un par de dólares, me sugirió que les diera un cheque, y me aseguró que, como estaba con ella, no pondrían reparo en aceptarlo. Tuve que explicarle que no poseía talonario de cheques, que sólo disponía de mi sueldo. En resumen, le expuse detalladamente el estado de mis finanzas.
Mientras le confesaba aquella triste situación, me germinó una idea en el coco. Me excusé y fui a la cabina del teléfono. Llamé a la oficina principal de la compañía telegráfica y pedí al jefe del servicio nocturno, amigo mío, que me enviara un repartidor inmediatamente con un billete de cincuenta dólares. Era mucho dinero como para prestármelo de la caja, y él sabía que yo no era demasiado de fiar, pero le conté una historia desgarradora, y le prometí firmemente que se lo devolvería antes de acabar el día.
El repartidor resultó ser otro buen amigo mío, el viejo Creighton, un exministro evangelista. Pareció verdaderamente sorprendido de encontrarme en semejante lugar a aquella hora. Mientras firmaba el recibo, me preguntó en voz baja si estaba seguro de que tendría bastante con los cincuenta. «Puedo prestarte algo de mi bolsillo», añadió. «Sería un placer poder ayudarte».
«¿Cuánto puedes dejarme?», le pregunté, pensando en lo que me esperaba por la mañana.
«Puedo darte otros veinticinco», dijo con prontitud.
Los cogí y se lo agradecí efusivamente. Pagué la cuenta, di al camarero una propina generosa, estreché la mano al gerente, a su ayudante, al vigilante, a la muchacha del guardarropas, al portero, y a un mendigo que ponía el cazo. Montamos en un taxi y, mientras éste giraba Mara impulsivamente se me subió encima y se puso a horcajadas. Echamos un polvo de espanto, mientras el taxi daba bandazos, nuestros dientes chocaban, nos mordíamos la lengua, y ella vertía jugo como sopa caliente. Al pasar por una plazoleta abierta al otro lado del río, justo al amanecer, capté la mirada asombrada de un guri, al pasar a toda velocidad. «Está amaneciendo, Mara», dije, intentando soltarme con suavidad. «Espera, espera», me rogó, jadeando y agarrándome furiosamente, y acto seguido se sumió en un prolongado orgasmo en que pensé me arrancaría la picha. Por fin se separó y se desplomó en su rincón, con el vestido todavía alzado sobre las rodillas. Me incliné para abrazarla de nuevo y al hacerlo le metí la mano por el húmedo coño. Se pegó a mí como una lapa, meneando el resbaladizo culo en frenético abandono. Sentí el jugo caliente chorreándome entre los dedos. Tenía cuatro dedos en su entrepierna, mientras agitaba el líquido musgoso que se estremecía con espasmos eléctricos. Tuvo dos o tres orgasmos y después se echó hacia atrás exhausta, sonriéndome débilmente como una cierva atrapada.
Al cabo de un rato, sacó su espejo y empezó a empolvarse la cara. De repente, observé una expresión de sobresalto, en su rostro, seguida de un rápido giro de la cabeza. Al instante estaba arrodillada en el asiento, y miraba fijamente por la ventanilla de atrás. «Alguien nos sigue», dijo. «¡No mires!». Yo estaba demasiado débil y feliz como para darle importancia. «Un poco de histeria», pensé para mis adentros, sin decir nada, pero observándola atentamente, mientras daba rápidas y entrecortadas órdenes al conductor para que fuera por aquí y por allá, más de prisa y más de prisa. «¡Por favor, por favor!», le rogaba, como si fuese una cuestión de vida o muerte. «Señora», le oí decir, como desde muy lejos, desde otro vehículo en sueños, «no puedo apretarlo más… tengo mujer y un hijo… lo siento».
Le cogí la mano y la apreté cariñosamente. Esbozó un gesto, como para decir: «Tú no sabes… tú no sabes… esto es terrible». No era el momento de hacer preguntas. De repente, comprendí que estábamos en peligro. De súbito, caí en la cuenta, a mi modo alocado. Reflexioné rápidamente… nadie nos sigue… eso es efecto de la cocaína y el láudano… pero alguien va tras ella, de eso no hay duda… ha cometido un delito grave, y quizá más de uno… nada de lo que dice tiene sentido… estoy en una maraña de mentiras… estoy enamorado de un monstruo, el monstruo más hermoso imaginable… debería dejarla ahora, inmediatamente, sin una palabra de explicación… de lo contrario, estoy perdido… es insondable, impenetrable… debía haber sabido que la única mujer sin la que no puedo vivir está marcada con un misterio… sal ahora mismo… salta… ¡sálvate!
Sentí su mano en mi pierna, excitándome furtivamente. Tenía la cara relajada, los ojos bien abiertos, llenos, brillantes de inocencia… «Se han ido», dijo. «Ya no hay miedo».
¡Vaya si lo hay!, pensé para mis adentros. Sólo estamos empezando. Mara, Mara, ¿adónde me llevas? Es fatal, es ominoso, pero te pertenezco en cuerpo y alma, y vas a llevarme donde quieras, vas a entregarme a mi carcelero, magullado, machacado, deshecho. Para nosotros no hay entendimiento final. Siento que el suelo se desliza bajo mis pies…
Nunca fue capaz de calar en mis pensamientos, ni entonces ni después. Sondeaba a mayor profundidad que el pensamiento: leía a ciegas, como si estuviera dotada de antenas. Ella sabía que estaba destinado a destruir, que al final la destruiría también a ella. Sabía que, fuera cual fuese el juego que fingiera jugar conmigo, había encontrado la horma de su zapato. Nos dirigíamos a la casa. Se acercó más a mí, como si tuviera un conmutador dentro de sí que controlase a voluntad, me enfocó con el resplandor incandescente de su amor. El conductor había detenido el coche. Ella le dijo que avanzara por la calle un poco más y esperase. Estábamos mirándonos a la cara, con las manos estrechadas, y las rodillas tocándose. Nos corría fuego por las venas. Permanecimos así unos minutos, como en una ceremonia antigua, sin nada que rompiera el silencio, salvo el zumbido del motor.
«Te llamaré mañana», dijo, inclinándose hacia adelante impulsiva para darme un último abrazo. Y después me susurró al oído: «Me estoy enamorando del hombre más extraño de la tierra. Me asustas, eres tan suave. Apriétame fuerte… cree siempre en mí… tengo casi la impresión de estar con un dios».
Al abrazarla, temblando con el calor de su pasión, mi mente se apartó del abrazo, electrizada por la pequeña semilla que había sembrado en mí. Algo que había estado encadenado, algo que había luchado infructuosamente por afirmarse, imponerse desde que era niño, y que había sacado a mi yo a la calle para echar un vistazo, se liberó entonces y se elevó súbitamente hacia el cielo. Un nuevo ser extraordinario estaba brotándome con alarmante rapidez de la coronilla, de la doble corona que había sido mía desde el nacimiento.
Tras una o dos horas de descanso fui a la oficina, que ya estaba atestada de candidatos. Los teléfonos sonaban como de costumbre. Parecía más absurdo que nunca pasar la vida intentando tapar una gotera permanente. Los funcionarios del cosmocócico mundo telegráfico habían perdido la fe en mí y yo había perdido la fe en todo el fantástico mundo que unían con alambres, cables, poleas, timbres eléctricos y Dios sabe qué más. Lo único por lo que yo mostraba interés era la hoja de pago… y la tan traída y llevada prima que debía llegar en cualquier momento. Tenía otro interés, un interés secreto y diabólico, y era el de desahogar el rencor que sentía por Spivak, el experto en coordinación que habían traído de otra ciudad expresamente para espiarme. En cuanto aparecía en escena Spivak, aunque fuera en una oficina remota, me avisaban en secreto. Solía pasar noches enteras en vela cavilando como un atracador… cómo le pondría la zancadilla y provocaría su despido. Juré que seguiría en el empleo hasta que le diera la puntilla. Disfrutaba enviándole mensajes falsos con nombres supuestos para darle informaciones engañosas, con lo que le hacía quedar en ridículo y le provocaba continua confusión. Incluso hacía que otras personas le escribieran cartas en que amenazaban con matarlo. Pedía a Curley, mi principal compinche, que le telefonease de vez en cuando para decirle que su casa estaba en llamas o que se habían llevado a su esposa al hospital: cualquier cosa que lo perturbara y le hiciese perder tiempo. Yo tenía un don para esa clase de guerra solapada. Era un talento que había adquirido desde la época de la sastrería. Siempre que mi padre me decía: «Más vale que borres su nombre de los libros, ¡ése no va a pagar nunca!», lo interpretaba de forma muy parecida a como lo habría hecho un joven guerrero indio, si el anciano jefe le hubiera entregado a un prisionero y le hubiese dicho: «Rostro pálido malo, ¡dale una buena paliza!». (Yo tenía mil formas diferentes de fastidiar a alguien sin infringir la ley. A algunos que me desagradaban por principio seguía atormentándolos mucho después de que hubieran pagado sus mezquinas deudas. Un hombre al que detestaba en especial murió de un ataque de apoplejía al recibir una de mis cartas anónimas untada de mierda de gato, mierda de pájaro, mierda de perro y una o dos variedades más, incluida la bien conocida variedad humana). Por consiguiente, Spivak era pan comido para mí. Concentré toda mi atención cosmocócica en un plan para aniquilarlo. Cuando nos encontrábamos, me mostraba educado, respetuoso, deseoso aparentemente de cooperar con él en todo. Nunca perdía la paciencia con él, a pesar de que cada palabra que pronunciaba me hacía hervir la sangre. Hacía todo lo posible para afianzar su orgullo, para inflar su yo, para que, cuando llegara el momento de pinchar el globo, el ruido se oyese en Lima.
Hacia mediodía telefoneé a Mara. La conversación debió de durar un cuarto de hora. Pensé que nunca iba a colgar. Dijo que había estado releyendo mis cartas; algunas de ellas se las había leído en voz alta a su tía, o, mejor dicho, trozos de ellas. (Su tía había dicho que yo debía de ser un poeta). Estaba preocupada por el dinero que yo había pedido prestado. ¿Iba a poder devolverlo o debería ella pedir algo prestado? Era extraño que fuera pobre: actuaba como rico. Pero se alegraba de que fuera pobre. La próxima vez iríamos a algún sitio en tranvía. No le interesaban las salas de fiestas; prefería una excursión al campo o un paseo por la playa. El libro era maravilloso: acababa de empezarlo aquella mañana. ¿Por qué no probaba a escribir? Estaba segura de que era capaz de escribir un gran libro. Tenía ideas para un libro que me contaría cuando volviéramos a vernos. Si me parecía bien, me presentaría a algunos escritores que conocía: estarían encantados de ayudarme…
Siguió divagando así interminablemente. Me sentía emocionado y preocupado al mismo tiempo. Habría preferido que lo hubiera escrito. Pero, según me dijo, raras veces escribía cartas. Yo no conseguía entender por qué. Su locuacidad era maravillosa. Decía cosas al azar, intrincadas, flameantes, o pasaba a un limbo entre paréntesis sazonado con fuegos artificiales: proezas lingüísticas admirables que a un escritor experimentado le exigirían horas de esfuerzos. Y, aun así, sus cartas —recuerdo la conmoción que tuve cuando abrí la primera— eran casi infantiles.
Sin embargo, sus palabras me produjeron un efecto inesperado. En lugar de salir precipitadamente de casa nada más cenar, como solía hacer, aquella noche me tumbé en el sofá a oscuras y me sumí en un profundo ensueño. «¿Por qué no pruebas a escribir?». Ésa era la frase que se me había quedado grabada en el coco todo el día, que se repetía insistentemente, hasta cuando estaba dando las gracias a mi amigo MacGregor por los diez dólares que le había sacado después de dedicarle las lisonjas y halagos más humillantes.
En la oscuridad empecé a abrirme camino de regreso al centro. Empecé a pensar en los días más felices de mi infancia, los largos días estivales en que mi madre me cogía de la mano y me llevaba al campo a ver a mis amiguitos, Joey y Tony. De niño era imposible comprender la alegría debida a una sensación de superioridad. Ese sexto sentido, que te permite participar y al mismo tiempo observar tu participación, me parecía patrimonio normal de todo el mundo. No sabía que disfrutaba con todo más que los otros chicos de mi edad. Hasta que no me hice mayor, no tomé conciencia de la diferencia entre los otros y yo.
Escribir —medité— ha de ser un acto desprovisto de voluntad. La palabra, como la corriente profunda del océano, ha de emerger a la superficie por su propio impulso. Un niño no necesita escribir, es inocente. Un hombre escribe para expulsar todo el veneno que ha acumulado a causa de su forma de vida falsa. Trata de recuperar su inocencia, y, sin embargo, lo único que consigue (escribiendo) es inocular el mundo con el virus de su desilusión. Ningún hombre pondría palabra alguna por escrito, si tuviera el valor de vivir lo que cree. Su inspiración se desvía en el origen. Si lo que desea crear es un mundo de verdad, belleza y magia, ¿por qué coloca millones de palabras entre la realidad de ese mundo y él? ¿Por qué aplaza la acción… a no ser que, como otros hombres, lo que desee sea poder, fama, éxito? «Los libros son acciones humanas en la muerte», dijo Balzac. Y, sin embargo, a pesar de haber percibido la verdad, entregó el ángel que lo poseía al demonio.
Un escritor corteja a su público tan ignominiosamente como un político o cualquier otro charlatán; le gusta sentir el gran pulso, recetar como un médico, lograr un puesto propio, que lo reconozcan como una fuerza, recibir la copa rebosante de adulación, aunque tenga que esperar mil años. No desea un mundo nuevo que pueda establecerse inmediatamente, porque sabe que nunca lo satisfaría. Desea un mundo imposible en que él sea el gobernante títere y sin corona dominado por fuerzas que no pueda controlar en absoluto. Se contenta con gobernar insidiosamente —en el mundo ficticio de los símbolos—, porque la mera idea del contacto con realidades crudas y brutales lo espanta. Es cierto que capta la realidad más penetrantemente que otros hombres, pero no hace esfuerzo alguno para imponer esa realidad superior al mundo por la fuerza del ejemplo. Se satisface sólo con predicar, con arrastrarse tras el desastre y las catástrofes, un profeta agorero de la muerte, siempre sin honor, siempre lapidado, siempre esquivado por quienes, por ineptos que sean para sus tareas, están dispuestos y prontos a asumir la responsabilidad por los asuntos del mundo. El auténtico gran escritor no quiere escribir: quiere que el mundo sea un lugar en que pueda vivir la vida de la imaginación. La primera palabra estremecida que pone por escrito es la del ángel herido: dolor. El proceso de poner palabras por escrito es equivalente al de tomar un narcótico. Al observar el crecimiento de un libro en sus manos, el autor se engree con delirios de grandeza. «Yo también soy un conquistador… ¡tal vez el mayor que haya existido! Se acerca mi día. Voy a esclavizar al mundo… por la magia de las palabras…». Et cetera ad nauseam.
Aquella breve frase —¿Por qué no pruebas a escribir?— me arrastró, como había hecho desde el principio, a un cenagal de confusión desesperada. Quería encantar pero no esclavizar; deseaba una vida más grande, más rica, pero no a expensas de los demás; quería liberar la imaginación de todos los hombres al instante, porque, sin el apoyo del mundo entero, sin un mundo unificado imaginativamente, la libertad de la imaginación se convierte en un vicio. No sentía respeto por la escritura per se, como tampoco lo sentía por Dios per se. Nadie, ningún principio, ninguna idea, tiene validez en sí mismo. Lo válido es esa parte —de cualquier cosa, incluido Dios— que realizan todos los hombres en común. La gente se preocupa siempre por el destino del genio. Yo nunca me preocupé por el genio: el genio cuida el genio que haya en un hombre. Quien me preocupaba siempre era el que no es nadie, el hombre que se pierde en el tumulto, el hombre que es tan común, tan corriente, que ni siquiera se advierte su presencia. Un genio no inspira a otro. Todos los genios son sanguijuelas, por decirlo así. Se alimentan de la misma fuente: la sangre de la vida. Lo más importante para el genio es volverse inútil, verse absorbido en la corriente común, convertirse de nuevo en pez y no en monstruo. El único provecho, me decía, que podía ofrecer el acto de escribir era eliminar las diferencias que me separaban de mis semejantes. Tenía muy claro que no quería llegar a ser el artista, en el sentido de convertirme en algo extraño, algo separado y excluido de la corriente de la vida.
Lo mejor de escribir no es la tarea en sí de colocar palabra tras palabra, ladrillo sobre ladrillo, sino los preliminares, los trabajos preparatorios, que se hacen en silencio, en cualquier circunstancia, en sueños igual que en vela. En resumen, el período de gestación. Ningún hombre consigna nunca lo que tenía intención de decir: la creación original, que está produciéndose todo el tiempo, tanto si escribes como si no, pertenece al flujo primario: no tiene dimensiones, ni forma, ni componente temporal. En ese estado preliminar, que es la creación y no el nacimiento, lo que desaparece no sufre destrucción; algo que ya existía, algo imperecedero, como la memoria, o la materia, o Dios, acude a la llamada y uno se arroja a ello como una ramita en un torrente. Las palabras, las oraciones, las ideas, por sutiles o ingeniosas que sean, los vuelos más locos de la poesía, los sueños más profundos, las visiones más alucinantes, no son sino toscos jeroglíficos cincelados con dolor y pena para conmemorar un acontecimiento que es intransmisible. En un mundo ordenado de forma inteligente no habría necesidad de hacer el irracional intento de consignar semejantes milagros. En realidad, carecería de sentido, porque, si los hombres se pararan a pensarlo, ¿quién iba a contentarse con la imitación, cuando lo real estuviese a disposición de cualquiera? ¿Quién iba a desear conectar y escuchar a Beethoven, por ejemplo, cuando pudiese experimentar personalmente las armonías extáticas que Beethoven luchó desesperadamente por registrar? Una gran obra de arte, en caso de que logre algo, sirve para recordarnos o, mejor dicho, para inducirnos a soñar todo lo fluido e intangible. Es decir, el universo. No se puede entender; sólo puede aceptarse o rechazarse. Si lo aceptamos, nos vemos revitalizados; si lo rechazamos, nos vemos disminuidos. No es lo que quiera que se proponga ser: siempre es algo más cuya última palabra no se pronunciará nunca. Es todo lo que ponemos en ella por anhelo de lo que negamos cada día de nuestra vida. Si nos aceptásemos a nosotros mismos así de completamente, la obra de arte, el entero mundo del arte, de hecho, moriría de desnutrición. Cualquiera de nosotros se mueve sin pies por lo menos unas horas al día, cuando tiene los ojos cerrados y el cuerpo tendido. Llegará un día en que el arte de soñar estará al alcance de todos los hombres. Mucho antes de eso, los libros dejarán de existir, pues cuando los hombres estén bien despiertos y soñando, su capacidad de comunicación (entre sí y con el espíritu que mueve a todos los hombres) se incrementará tanto, que la escritura parecerá como los broncos y estridentes chillidos de un idiota.
Pienso y sé todo esto, tendido en el oscuro recuerdo de un día de verano, sin haber dominado, ni haber siquiera intentado fríamente dominar, el arte del jeroglífico tosco. Aun antes de comenzar, me asquean los esfuerzos de los maestros consagrados. Sin la capacidad ni el conocimiento para construir una entrada en la fachada del gran edificio, critico y deploro la propia arquitectura. Si yo fuera un simple ladrillito de esa vasta catedral de fachada anticuada, me sentiría infinitamente feliz; tendría la vida, la vida de la estructura entera, aun siendo una parte infinitesimal de ella. Pero estoy fuera, soy un bárbaro que no puede hacer ni un esbozo tosco, y mucho menos un plano, del edificio que sueña con habitar. Sueño con un nuevo mundo magnífico y deslumbrante que se derrumba en cuanto se encienden las luces. Un mundo que se desvanece, pero no muere, porque basta con que me quede inmóvil otra vez y que mire fijamente y con los ojos bien abiertos a la oscuridad para que reaparezca… Así pues, hay en mí un mundo que es totalmente diferente de cualquier mundo que conozco. No creo que sea propiedad mía exclusiva: lo único que es exclusivo es mi ángulo de visión, en el sentido de que es único. Si hablo el lenguaje de mi visión única, nadie entiende; puede erigirse el edificio más colosal y, aun así, éste puede permanecer invisible. Esa idea me obsesiona. ¿De qué servirá construir un templo invisible?
Derivo con la corriente… a causa de esa breve frase. Ése era el tipo de pensamiento que se me ocurría, siempre que surgía la palabra «escribir». En diez años de esfuerzos esporádicos había conseguido escribir un millón de palabras más o menos. Lo mismo podría decir: un millón de briznas de hierba. Llamar la atención sobre ese prado inculto era humillante. Todos mis amigos sabían que tenía el prurito de escribir… eso era lo que hacía que de vez en cuando buscaran mi compañía: el prurito. Ed Gavarni, por ejemplo, que estudiaba para cura: organizaba una pequeña reunión en su casa expresamente por consideración hacia mí, para que pudiera rascarme en público y convertir así la velada en un acontecimiento. Para demostrar su interés por el noble arte, venía a verme a intervalos más o menos regulares y me traía bocadillos, manzanas y cerveza. A veces traía un puñado de puros. Yo debía llenar la barriga y declamar. Si hubiera tenido una pizca de talento, nunca habría soñado con llegar a ser sacerdote… Otro era Zabrowskie, el as de los telegrafistas de la Compañía Telegráfica Cosmodemónica de Norteamérica: siempre me examinaba los zapatos, el sombrero, el abrigo, para ver si estaban en buenas condiciones. No tenía tiempo para leer, ni le interesaba lo que yo escribía, como tampoco creía que llegaría yo nunca a nada, pero le gustaba oír hablar de ello. Le interesaban los caballos, sobre todo los que corrían mejor en terreno pesado. Oírme era una diversión inocente y que bien valía el precio de una buena comida o de un sombrero nuevo, si fuera necesario. Contarle historias me estimulaba, porque era como hablar al hombre de la luna. Podía interrumpir las divagaciones más sutiles para preguntarme si prefería tarta de fresa o requesón frío para postre… Otro era Costigan, el puño de hierro de Yorkville: otro de mis paños de lágrimas y sensible como una marrana vieja. En tiempos había conocido a un escritor de la Police Gazette; eso le daba derecho a frecuentar a los elegidos. Tenía historias para contarme, historias que se venderían, si bajaba de mi percha y prestaba oído. Costigan me atraía de forma extraña. Tenía aspecto absolutamente inerte, una marrana vieja con la cara cubierta de granos y cerdas erizadas por todo el cuerpo; era tan suave, tan tierno, que, si se hubiese disfrazado de mujer, nadie habría dicho que era capaz de empujar a un tipo contra una pared y sacarle los sesos de un puñetazo. Era la clase de bruto que puede cantar en falsete y organizar una colecta para comprar una corona fúnebre. En el ramo de telégrafos estaba considerado empleado tranquilo, cumplidor, que se identificaba con los intereses de la compañía. En sus horas libres era insoportable, el azote del barrio. Su mujer se llamaba de soltera Tillie Júpiter; tenía el tipo de un cactus y daba mucha rica leche. Una velada con los dos ponía en acción mi mente como una flecha envenenada.
Debía de tener unos cincuenta, entre amigos y partidarios. De todo el grupo, había tres o cuatro que entendían ligeramente lo que yo intentaba hacer. Uno de ellos, un compositor llamado Larry Hunt, vivía en un pueblo de Minnesota. En cierta ocasión le habíamos alquilado una habitación y no había tardado en enamorarse de mi mujer… porque yo la trataba tan vergonzosamente. Pero yo le gustaba todavía más que mi mujer, conque, a su vuelta al pueblo, se inició una correspondencia que pronto llegó a ser voluminosa. Insinuaba que iba a volver a Nueva York a hacernos una corta visita. Yo esperaba que viniera y se llevase a mi mujer. Años atrás, cuando acabábamos de iniciar nuestra desdichada relación, yo había intentado endilgársela a su antiguo amor, un muchacho del norte del Estado llamado Ronald. Éste había venido a Nueva York a pedir su mano. Uso esta expresión pomposa porque era la clase de tipo que podía decir una cosa así sin parecer ridículo. Bueno, pues, nos encontramos los tres y fuimos a cenar a un restaurante francés. Por la forma como miraba a Maude vi que sentía más cariño por ella, y tenía más cosas en común con ella, de lo que yo sentiría y tendría nunca. Me gustó inmensamente: limpio, honrado hasta la médula, amable, atento, el tipo que sería lo que se dice un buen marido. Además, la había esperado durante mucho tiempo, algo que ella había olvidado, o, si no, no habría empezado a salir con un despreciable hijo de puta como yo, que no podía hacerle ningún bien… Aquella noche ocurrió una cosa extraña, algo que ella nunca me perdonaría, si alguna vez se enterase. En lugar de acompañarla a casa, volví al hotel con su antiguo amor. Pasé la noche sentado con él intentando convencerle de que él era el mejor, contándole toda clase de cosas abominables sobre mí mismo, cosas que le había hecho a ella y a otros, suplicándole, rogándole que hiciera valer sus derechos sobre ella. Llegué hasta el extremo de decirle que sabía que ella lo amaba, que me lo había confesado a mí. «Me aceptó sólo porque dio la casualidad de que yo estaba a mano», le dije. «En realidad, está esperando que tú hagas algo. Date una oportunidad». Pero, no, no quería ni oír hablar de eso. Eramos como Gastón y Alphonse, los de los tebeos. Ridículo, patético, completamente irreal. Era el tipo de cosas que hacen en las películas y la gente va a verlo… El caso es que, pensando en la próxima visita de Larry Hunt, yo sabía que no iba a repetir ese rollo. Lo único que temía era que hubiese encontrado otra mujer entretanto. Sería difícil perdonárselo.
Había un lugar (el único lugar de Nueva York) al que me encantaba ir, sobre todo si estaba exaltado, y era el estudio que tenía mi amigo en la parte alta de la ciudad. Ulric era un andoba lascivo; su profesión lo ponía en contacto con bailarinas desnudistas, calientapollas, y toda clase de mujeres sexualmente endemoniadas. Más que ninguno de los atractivos cisnes larguiruchos que iban a su estudio a desnudarse me gustaban las doncellas de color, que parecía cambiar con frecuencia. Conseguir que posasen para nosotros no era cosa fácil. Y más difícil todavía era, una vez que las habíamos convencido para que probaran, hacer que pasasen una pierna por encima de un sillón y expusieran un poco de carne color salmón. Ulric tenía infinidad de planes lascivos, siempre imaginando formas de meterles la cola, como él decía. Era una forma de vaciarse la mente de las porquerías que le encargaban pintar. (Le pagaban generosamente por pintar bellas latas de sopa, o maíz en mazorca, para la contraportada de revistas). Lo que quería hacer en realidad era pintar coños, coños ricos y jugosos, que pudiera uno colgar en la pared del baño y provocar así un agradable movimiento de los intestinos. Los habría pintado gratis, si alguien le hubiera garantizado la comida y el dinero para los gastillos. Como decía, tenía extraordinario olfato para la carne oscura. Cuando había colocado a la modelo en una posición estrafalaria —inclinada para recoger una horquilla, o subida a una escalera para lavar una mancha de la pared— me daba un cuaderno y un lápiz y me enviaba a un lugar ventajoso donde, fingiendo dibujar una figura humana (algo que superaba mi capacidad), me regalaba la vista con las escogidas proporciones anatómicas que se me ofrecían, mientras cubría el papel de jaulas de pájaros, tableros de ajedrez, piñas y garabatos. Tras un breve descanso, ayudábamos esmeradamente a la modelo a recuperar su posición original. Eso requería algunas maniobras delicadas, como bajar o alzar el trasero, elevar un pie un poco, separar las piernas un poquito más, y cosas así. «Me parece que eso es más o menos, Lucy», todavía le oigo decir, mientras la manipulaba con destreza para colocarla en una posición obscena. «¿Puedes quedarte así, Lucy?». Y Lucy dejaba escapar un gemido negroide con el que quería decir que estaba lista. «No te vamos a entretener mucho, Lucy», decía él, haciéndome un guiño furtivo. «Observa la vaginación longitudinal», me decía, empleando una jerga rimbombante que a Lucy le resultaba imposible comprender con sus orejas de conejo. Palabras como «vaginación» tenían un tintineo agradable, mágico, para los oídos de Lucy. Un día que se la encontró en la calle, la oí decir: «¿No vamos a hacer ejercicios de vaginación hoy, señor Ulric?».
Tenía más cosas en común con Ulric que con ninguno de mis demás amigos. Para mí representaba Europa, su influencia suavizante y civilizadora. Pasábamos horas hablando de aquel otro mundo en que el arte tenía alguna relación con la vida, donde podías sentarte tranquilamente en público a ver pasar el espectáculo y a cavilar tus propios pensamientos. ¿Llegaría yo alguna vez allí? ¿Sería demasiado tarde? ¿Cómo viviría? ¿Qué lengua hablaría? Cuando pensaba en ello con realismo, me parecía imposible. Sólo los espíritus audaces y aventureros podían realizar semejantes sueños. Ulric lo había hecho —durante un año— a fuerza de duros sacrificios. Durante diez años había hecho las cosas que detestaba, para hacer realidad su sueño. Ahora el sueño había acabado y volvía a estar donde había empezado. Mucho más atrás que nunca, en realidad, porque nunca volvería a poder adaptarse a la rutina. Para Ulric habían sido unas vacaciones sabáticas: un sueño que se convierte en bilis y amargura con el paso de los años. Yo nunca podría hacer lo mismo que Ulric. Nunca podría hacer un sacrificio de esa clase, ni podría contentarme con unas simples vacaciones, por largas o cortas que fueran. Mi estrategia ha sido siempre quemar las naves detrás de mí. Mi cara siempre mira hacia el futuro. Cuando cometo un error, es fatal. Cuando me echan atrás, caigo de espaldas… hasta el fondo mismo. Mi única salvaguardia es mi elasticidad. Hasta ahora siempre he rebotado. A veces el rebote se ha parecido a una actuación en cámara lenta, pero para Dios la velocidad no tiene importancia especial.
En el estudio de Ulric era donde no hacía muchos meses había acabado mi primer libro: el que trataba de los doce repartidores. Solía trabajar en la habitación de su hermano, donde hacía poco el director de una revista, después de leer unas páginas de un relato inacabado, me informó impávido de que no tenía ni pizca de talento, de que no tenía ni idea de lo que era escribir: en resumen, que era un completo fracasado y mira, muchacho, lo mejor es que lo olvides, intenta ganarte la vida honradamente. Otro asno, que había escrito un libro de mucho éxito sobre Jesús el Carpintero, me había dicho lo mismo. Y, si las negativas significaban algo, eran simple corroboración para apoyar las críticas de aquellas inteligencias perspicaces. «¿Quiénes son esos mierdas?», solía decirle a Ulric. «¿Qué derecho tienen a decirme esas cosas? ¿Qué han hecho, excepto demostrar que saben hacer dinero?».
Pero, bueno, estaba hablando de Joey y Tony, mis amiguitos. Estaba tumbado en la oscuridad, una ramita flotando en la corriente japonesa. Estaba volviendo al simple abracadabra, la paja que forma los ladrillos, el esbozo tosco, el templo que debe henchirse de carne y sangre y manifestarse a todo el mundo. Me levanté y encendí una luz suave. Me sentía calmado y lúcido, como un loto que se abre. No caminaba agitadamente de acá para allá, no me arrancaba los pelos por las raíces. Me recliné despacio en una silla junto a la mesa y con un lápiz empecé a escribir. Describí con palabras sencillas lo que sentía al tomar la mano de mi madre y caminar por los campos bañados por el sol, cómo me sentía al ver a Joey y Tony corriendo hacia mí con los brazos abiertos y la cara radiante de alegría. Coloqué un ladrillo sobre otro como un honrado albañil. Algo de naturaleza vertical estaba produciéndose: no briznas de hierba creciendo, sino algo estructural, algo proyectado. No me forcé para acabarlo; me detuve, cuando había dicho todo lo que podía. Releí tranquilamente lo que había escrito. Me sentí tan emocionado, que se me saltaron las lágrimas. No era algo para enseñar a un editor: era algo para guardar en un cajón, para conservar como recordatorio de los procesos naturales, como promesa de realización.
Cada día matamos nuestros mejores impulsos. Por eso es por lo que nos entra angustia, cuando leemos esas líneas escritas por la mano de un maestro y las reconocemos como propias, como los tiernos retoños que sofocamos porque carecíamos de la fe para creer en nuestra propia capacidad, en nuestro propio criterio de verdad y belleza. Todos los hombres, cuando se sosiegan, cuando se vuelven desesperadamente honrados consigo mismos, son capaces de pronunciar verdades profundas. Todos derivamos de la misma fuente. No hay misterio sobre el origen de las cosas. Todos somos parte de la creación, todos reyes, todos poetas, todos músicos; basta con que nos abramos, con que descubramos lo que ya existe.
Lo que me ocurrió al escribir sobre Joey y Tony equivalió a una revelación. Se me reveló que podía decir lo que quería decir… si no pensaba en otra cosa, si centraba mi atención en eso exclusivamente… y si estaba dispuesto a arrostrar las consecuencias que un acto puro siempre entraña.