He escrito un libro y estoy contento de haberlo conseguido. Desde entonces, he hablado sobre el mismo en varias ocasiones. La mayoría de los entrevistadores empiezan por preguntarme por qué he tardado tanto. La verdad, no es que yo esperara morirme para no envejecer, sino que esperaba morirme para ahorrarme la tarea de publicar el libro. Algunas personas a las que menciono no se sienten cómodas por cómo las recuerdo; otras ya están contentas por el hecho de ser recordadas. Algunas estuvieron encantadas de no aparecer. Otras más —que después de recortar las mil páginas iniciales a quinientas, se vieron reducidas a poco más que un pie de página— quedaron algo perplejas al ver lo que quedaba de ellas. La mayoría de los interesados que se puso en contacto conmigo, lo han disfrutado. Dudo que nadie que arrojara un libro a la papelera llegue a escribir al autor para comentárselo, pero las reacciones expresadas personalmente, por correo o mail son mayoritariamente satisfactorias.
En los primeros meses en que el libro salió a la venta en 2012, estaba de gira con los Who. No se trataba en verdad de un accidente, pero en todo caso significaba volver a la dinámica familiar del «día de la marmota»: gira, carretera y demás, en lugar de los momentos mucho más estimulantes y sorprendentes que disfruté en mi primera semana de promoción del libro, como cuando asistí a la Biblioteca Pública de Nueva York y me sentí tratado como un catedrático. En todas las sesiones de lectura o de firma de ejemplares, me sorprendió lo mucho que gocé del contacto con los fans: no dan tanto miedo como en los conciertos, aunque yo tampoco, claro.
Al final, cuando las tareas promocionales terminaron y volví a la gira con el grupo, me caí de las alturas de los auditorios consagrados a la rutina del sórdido sustento de minibar en forma de barrita de chocolate en mitad de la noche. Al menos, contaba también con la magia de la música y los vítores del gentío, aunque aquella descarga de adrenalina electrizaba mi química corporal y me mantenía despierto largo rato, en ocasiones hasta las ocho de la mañana. Visto que a menudo tocaba volar hacia mediodía en dirección al siguiente destino, en ocasiones no dormía las horas que tocaba.
Con todo, me sentía mejor y tenía mejor aspecto que ahora mismo. Trabajo de doce a dieciséis horas al día, «picando piedra» en mi estudio casero de Londres con las noventa y cinco piezas musicales que he acumulado desde que empecé a trabajar en mi actual proyecto en junio de 2008. Sí, tengo noventa y cinco en la lista. Hay algunas duplicadas pero no muchas, y también algunas que no valen nada, pero pocas. Desde que terminó la gira he conseguido escuchar y, en algunos casos —añadiendo algo de guitarra o teclados o retocando la letra—, he logrado mejorar o descartar cincuenta y ocho de ellas. En el peor de los casos, añado algún comentario y destino la pieza al grupo de «work-in-progress».
Anoche, mientras Rachel estaba acostada con Wistle, el Yorkshire Terrier, trabajé hasta medianoche. Ésta es la última entrada de mi diario:
CANCIONES TRISTES: «080612-2». Ésta ya la tengo seleccionada (en una lista previa). Hay una grabación en MIDI, de modo que ya puede editarse. Hay varias versiones que parece como si ya las hubiera montado en MIDI. 080612-2 MIDI sólo edita compases 1-100 B. Todo ha salido perfectamente. Quiero MÁS.
Todo esto resulta fascinante. Al principio puede no parecerlo, pero dejad que me explique. A principios del verano de 2008, vendí Eel Pie Oceanic, mi gran estudio comercial cerca de casa. Había acabado por convertirse en una distracción y el negocio con terceras partes no funcionaba. Aunque era fabuloso disponer de una gran sala insonorizada con aire acondicionado en la que reunir a los músicos (y a veces al público) para hacer grabaciones en vivo, sentía que necesitaba algo nuevo.
De modo que con las ganancias me compré una casa en el campo, no aquello que suele llamarse la gran casa inglesa, pero una buena casa, en una zona boscosa extraordinariamente tranquila desde que Rusell Crowe y sus centuriones romanos le pegaron fuego a «estos» pinos para la película Gladiator. La casa se halla en mitad de un extenso prado, a una hora de coche de Londres. Gracias a un buen trato alcanzado con Yamaha, pude instalar un gran piano de cola Disklavier en la espaciosa sala de estar con suelos de madera. No se trata de Carnegie Hall en términos acústicos, pero cuenta con un buen sonido, vibrante. No estoy sordo en absoluto, pero mis oídos están fatigados, y necesito justamente un sonido vivaz y estimulante para ponerme en marcha. El día en que lo estrené, me puse a aporrear como si fuera Keith Jarrett o Chopin, o puede que Thunderclap Newman.
El Disklavier es una de esas máquinas que uno puede ver a veces improvisando a su bola como un robot en la recepción de un hotel o en una fiesta. Lo que es menos sabido de estos aparatos es que, además de interpretar obras de Chopin, graban lo que uno interpreta. El 12 de junio de 2008 grabé quince piezas individuales. Algunas de ellas tan audaces y ambiciosas —tan alejadas de mi capacidad como pianista— que inevitablemente saltaban notas falsas, pero seguí tocando. En ocasiones, volvía a poner alguna de mis interpretaciones y el fabuloso piano llenaba la estancia de sonido mientras me paseaba en torno al instrumento como un gato montés, aullando, cantando, a veces sentándome otra vez al teclado para añadir algún extra. Algunas de estas interpretaciones las grabé sirviéndome de un micrófono especial de sonido envolvente llamado «Soundfield». Se trata de un invento británico, y cuando se vuelve a poner la grabación en un estudio, el oyente se ve transportado al mismo ámbito en que estuve trabajando aquel primer día.
Al proceso se le añade una ventaja técnica. Las grabaciones en el Disklavier son guardadas como datos en su propio ordenador, y luego pueden montarse, de tal modo que las notas falsas pueden también corregirse. Así pues, más tarde puedo volver a poner el Disklavier, grabar de nuevo lo que he hecho, canturrear mientras tanto y sonreír como un crío. No sé si llega a entenderse, pero todo esto es muy divertido.
Siempre me ha encantado recurrir a la tecnología —sobre todo en mi estudio casero— para ayudarme en la composición, pero también para plantearme nuevos retos. Cuando estoy de gira con los Who, apenas puedo practicar unos minutos a la guitarra; olvídate pues de las dos o tres horas de piano que me habilitan para interpretar un arpegio disminuido con una mano o un patrón rítmico decente con la derecha. Puedo decir, pues, que las máquinas han venido a salvarme. Después de una larga gira, me vuelvo a casa fatigado, enciendo los ordenadores y mis viejas grabadoras, y estoy de nuevo en el paraíso.
Y ahí es donde me encontráis en marzo de 2013. Tenéis entre manos la versión en tapa dura de mis memorias. Quisiera reconectarme con el final del libro tal como salió publicado en octubre de 2012. En la sección de agradecimientos traté de actualizar acontecimientos, y aportar noticias de última hora sobre muchos de los personajes de la historia. Mike Shaw, Chris Stamp y Frank Barsalona, citados como amigos y colegas queridos, fallecieron los tres con una semana de diferencia cada uno en noviembre de 2012, mientras los Who proseguían su gira americana. Mi nieto Kester cumplió tres años. Spud —el Golden Retriever «primogénito» de Rachel— hubo de ser sacrificado, lo que aún la tiene algo desolada. En este breve espacio de tiempo, se han dado, pues, numerosos cambios.
La redacción de mis memorias ha ocasionado que algunos viejos amigos, con quienes había perdido completamente el contacto, hayan reaparecido de entre la neblina del olvido. A uno de ellos, el primer road manager de los Who, Neville Chester, prácticamente lo llamé a voces desde las páginas de este libro. Estuvo con el grupo en Monterrey, y después de dejarnos, trabajó una temporada con Jimi Hendrix. Ahora vive en Nueva York. La conexión fue posible en parte porque estábamos de bolos por EE. UU. En junio de este año, toca gira en el Reino Unido y espero contar con un colofón similar. Es bueno saber que no todos los viejos amigos o conocidos deben ser cancelados o ser sometidos a autopsia.
Esta es una época muy feliz para mí. Evidentemente, estoy envejeciendo, pero aún estoy en el primer estadio de la desintegración, y algunos jóvenes a la última me ven todavía lo bastante enrollado como para permitirme pensar en voz alta.
Vivo, no obstante, con la sabiduría endeble que dan casi siete décadas. El propio tiempo es el secreto de la vida. El tiempo es todo lo que necesitamos gestionar. Es lo único que importa. Vivir en el presente es una práctica espiritual fugaz, imposible con el tiempo que se retrotrae o se proyecta hacia delante. A medida que me hago viejo, y feliz, me entra pánico. Me quedan algunos buenos años por delante. Tengo la valentía de asumir proyectos osados, y la despreocupación de mostrarme audaz. Cuento con los recursos para disponer de una sala vacía en una casa de campo que aloja únicamente un piano de cola, a fin de inspirar mi improvisación. Lo que no tengo es un tiempo infinito.
En mi libro hablo acerca de mis primeros días, en que andaba a trompicones entre mi interés por Meher Baba, la vida familiar y los rigores del rocanrol. Al final, me he quedado en algún punto intermedio. La creencia casi ciega que alimentaba de joven —de que la «Creación», como enseña Meher Baba, consistía estrictamente en la conciencia, y que era precisamente la conciencia aquello que evoluciona, no la materia ni las partículas— se me antoja ya científicamente sin sentido. Con todo, me sigo preguntando quién soy, de dónde vengo y hacia dónde voy. Todavía soy seguidor de Meher Baba, pero mantengo los dedos cruzados a mi espalda.
Después de cuarenta y seis años sería algo naif abrazar la convicción de un Richard Dawkins o incluso del difunto (y en su momento maravilloso) Christopher Hitchens. A diferencia de estos dos brillantes ateos, yo respeto la fe espiritual o religiosa del prójimo, y exijo el mismo respeto para mí. El problema es que a medida que envejezco no quiero saber qué hay al otro lado: de verdad, no quiero saberlo. Cuando, a los veintidós años, comprendí por primera vez que muchas religiones orientales dependen de la noción de reencarnación como puntal de su sentido, me entró pánico. ¿Quién querría de verdad vivir para siempre? Cada mañana me despierto y sigo siendo «yo». A veces, eso es bueno, otras no tanto.
Todo lo que sé es que sólo la felicidad y el amor pueden dejar en suspenso el terrible dilema del tiempo que pasa. A veces, se ve trascendido por la música, lo cual resulta sorprendente si pensamos que la música depende de la división del tiempo, de su duración y tránsito. De modo que aquí estoy, dubitativo aún sobre si la vida es un viaje espiritual o si el universo tiene la clave para hacernos reír. Como sea, música es todo lo que puedo hacer ahora mismo.
Si jamás escribo otro libro, dudo que se trate de unas memorias. Tampoco es que me haya aburrido de mí mismo, pero estoy cansado de tratar de explicar que, más allá de lo que dijera cuando era un joven entusiasta de dieciocho años o un treintañero maltrecho por la heroína, me niego a seguir cargando con esos dos tipos. Y no voy a pedir excusas por ellos. Uno era ingenioso e incansable, lleno de energía y esperanza, algo triste quizá, pero tenía toda la vida por delante y los nubarrones pasaban. El otro era un ser exhausto, enamoradizo, que iba tras las sombras y se regodeaba en la sordidez, pero seguía creando y actuando y a veces incluso hacía reír a los demás.
Prometo que no estoy tratando de darme una pátina romántica, sino todo lo contrario. Hoy día, las cosas son más simples para mí, y estoy feliz. Satisfecho de tirar adelante. Mi dentadura sigue intacta, en su mayor parte. Y aún puedo saltar como…
Lo dejo aquí. Espero que hayáis disfrutado del libro.