El piano de Trilby

De entrada, no me preocupé. Sin embargo, tras colgar el teléfono, miré por la ventana y me entró pánico. La casa estaba rodeada de periodistas, camionetas de la tele, cámaras, fotógrafos y curiosos. Como le dije tiempo después a un periodista, si en aquel momento hubiera tenido un arma me hubiera pegado un tiro para escapar al linchamiento. Le dije a Rachel que mejor sería que se fuera y se salvara de la quema.

—Es imposible que salga honrosamente de esta —le dije.

—No has hecho nada malo, Pete —replicó—. Me quedaré. Hagamos una declaración conjunta.

El impacto empezó a hacer mella cuando me mostraron una copia del Mail. Como mi nombre no aparecía, no se mencionaba mi trabajo con The Priory y Broadreach, no había mención de Double-O ni de «A Different Bomb». Yo deseaba reequilibrar la balanza. El hecho es que probablemente yo había mantenido un perfil demasiado discreto en mis diversas actividades caritativas, pero ahora eso ya no tenía mucha importancia.

Llamó mi hija Emma.

—Al menos estás vivo, papá —dijo.

Maurice Gibb, de los Bee Gees, había muerto la noche anterior. Los hermanos se habían quedado solos y estaban, con la familia entera, consternados. Le conté los detalles de mi situación a Emma, que trabajaba como periodista.

—Si lo que hacías era investigar, entonces eso es lo que debes decir, papá —me apremió—. Debes contar la verdad.

Hice caso del consejo de Emma. Rachel y yo preparamos una declaración que ella leyó ante los medios reunidos en la calle. Luego fuimos en coche a su casa en Teddington, donde pasamos el fin de semana tranquilamente.

Fue un periodo muy tenso. Mi abogado dijo que la policía había intentado entrevistarme a título informal, pero que ahora estaba obligada a arrestarme porque en mi declaración a la prensa había admitido haber usado una tarjeta de crédito. Con una vez bastaba. Quedamos en vernos el lunes 13 de enero en mi casa. Registraron concienzudamente la vivienda y mis oficinas en Richmond. Se mostraron respetuosos y considerados, aunque se llevaron fotos de familia, cintas de video, unidades de disco óptico y zip, así como once ordenadores.

Más tarde acudí a la comisaría de Twickenham. La última vez que había estado en una sala de interrogatorios fue en 1972, después de que me arrestaran por conducir borracho. En treinta años nada había cambiado, salvo por la presencia de cámaras de video por todas partes. Me mostraron un cheque firmado por mí para pagar una cuenta de la tarjeta Barclays que incluía un pago de 5 libras a una organización llamada Landslide. La verdad es que no recordaba el nombre, pero por entonces ya empezaba a estar demasiado embotado para ser consciente de lo que sucedía.

A lo largo del fin de semana recibí llamadas de Jerry Hall y Keith Altham, Mick Jagger, David Bowie, Sting, Bob Geldof y docenas de amigos. El lunes por la mañana empezaron a llegar paladas de correo; muchas cartas eran desagradables, pero la mayoría eran de apoyo. Sin embargo estaba demasiado exhausto para responder. No había dormido.

Después de hacer la declaración, que fue filmada y grabada para un documental televisivo[28], un agente de policía salió a buscarme una hamburguesa. Me había pasado el día entero preparando té para la policía en casa, y no había comido nada.

—Come un poco, amigo —dijo, mientras engullía la suya—. Sabemos que estás con los buenos.

Nunca un gesto tan simple significó tanto para mí.

—¿Sabe por qué voy directo a las páginas de deportes cuando agarro un tabloide? —prosiguió.

Sacudí la cabeza.

—Porque todo lo que está mal en el mundo aparece en primera página, y lo que está bien —el esfuerzo, la superación— viene al final.

Yo estaba claramente en primera página, e iba a ser tema de debate en los meses venideros.

Salí bajo fianza. El examen forense de mis ordenadores podía llevar un mes o más. La policía se había llevado los del estudio más los discos duros con música, letras, grabaciones y casi todo lo relacionado con The Boy Who Heard Music, justo cuando estaba inmerso trabajando en ello. Podía empezar a crear música nueva, pero ni siquiera tenía el portátil.

Yo sabía que no había nada en mis ordenadores que pudiera incriminarme, y aunque era consciente de la posibilidad de que me colaran imágenes, me preocupaba más que salieran a la luz fragmentos de mis diarios personales que me hicieran aparecer como un cretino egocéntrico, cuyo único interés fueran otro coche o barco con que levantarme el ánimo. Aquellas muestras de vanidad me seguían abochornando.

Sin duda, también me preocupaba que si alguien decidía transferir imágenes a mis ordenadores, no habría nada que yo pudiera hacer. Era un caso de mea culpa: yo había admitido ya una infracción que, según había manifestado el profesor Jenkins, era injustificable ante un tribunal. La curiosidad, la investigación, el ánimo de comprender o ganar perspectiva, ni siquiera la terapia iba a enmendar aquel delito específico. Al mismo tiempo, tras conocer a algunos de los implicados en la Operation Ore, supe que se trataba de profesionales honestos, de modo que mi temor a verme víctima de una encerrona se diluyó. En una vista para concertar la fianza, le pregunté al inspector jefe por la tardanza del peritaje forense. Me dijo que se debía a la cantidad de ordenadores implicados. Añadió también que querían dejar pasar el tiempo suficiente para que pudiera presentarse cualquier posible víctima de abusos por mi parte.

Docenas de personas hablaron en mi favor. Roger fue el más franco y se mostró muy enojado por lo absurdo de mi arresto. Está claro que su propio futuro estaba en vilo si me condenaban, pero su apoyo fue más allá de lo meramente testimonial. Nunca olvidaré su solidaridad, su fe en mí y su rabia por la injusticia que se estaba cometiendo.

Mientras esperaba, contraté seguridad privada para mi casa y seguí trabajando en el Oceanic, dedicado a mezclar una versión en sonido envolvente de Tommy. También decidí comprarme una casa en el sur de Francia. La verdad es que los honorarios de los abogados iban a ser desorbitados, pero no quería renunciar a mi sueño de tener una casa junto al mar. Naturalmente, también se trataba de escapar del agobio mediático.

Seguían llegando cartas. Tenía a personal dedicado al descarte de las más infectas, pero el ochenta por ciento de la correspondencia era de apoyo. Empecé a responder con un breve mensaje estándar a todos mis valedores: «Gracias por vuestra fe en mí. Nunca os olvidaré[29]».

Sin poco más que hacer salvo esperar, decidí fijar fecha para una operación de hernia largamente postergada desde que sufrí un tirón muscular montando en bici por el parque. Estando bajo anestesia, mi cirujano me practicó una colonoscopia, y halló un gran pólipo cancerígeno que sin duda me habría llevado en breve por el mismo camino que mi padre si no hubiera sido descubierto. Diremos que aquel fue el lado positivo de mi arresto.

Al final se concertó una fecha para que la policía me interrogara de nuevo, el 7 de mayo. Aquel día saldría como hombre libre o bien me imputarían y procesarían. Podía ser incluso que me encarcelaran caso de que la acusación hubiera recurrido a trampas o triquiñuelas. Entonces recibí otra carta. Bhau Kalchuri, antaño el más joven de los asistentes nocturnos de Meher Baba, y por entonces presidente del Avatar Meher Baba Trust en la India, quería almorzar conmigo el 20 de mayo. Parecía un buen presagio. No se me ocurría mejor regalo de cumpleaños.

Los meses anteriores habían pasado tan lentamente que empecé a preguntarme por la propia naturaleza del tiempo: de hecho, más allá de los cuarenta y cinco años, el tiempo empieza a acelerarse, y cuesta acostumbrarse a ver los años sucederse sin pausa. A la espera del resultado de los ordenadores, el tiempo se arrastraba interminablemente. Pero todo terminaría pronto.

Empezaron a filtrarse noticias de que al final todo se resolvería con una amonestación. Mis abogados y yo acudimos a la comisaría de Kingston y el agente que me había arrestado parecía incómodo. Enseguida quedó claro lo que estaba sucediendo: mis once ordenadores estaban limpios. De entre la inmensa cantidad de efectos adicionales intervenidos en casa, sólo habían seleccionado unas fotos de mis hijas pequeñas corriendo desnudas por Jamaica. Las marcas de lápiz graso sobre sus cuerpos me hicieron llorar. Con todo, por fin sentía que se empezaba a hacer justicia.

Quizá no del todo. En la comisaría de Kingston me ofrecieron un trato. Podía aceptar una amonestación y mi inclusión por un tiempo limitado en una lista de delincuentes sexuales, o ir a juicio. Mi caso gozaba de excesivo eco mediático como para lidiar con él de otro modo, a pesar de que la sensación imperante era que mi actuación había sido bienintencionada. Si iba a juicio podía tranquilamente contar la verdad, y la verdad no me incriminaría, pero después de cuatro meses y medio de espera para el examen de los ordenadores, estaba exhausto. No me veía con ánimos de aguantar otra eternidad esperando el proceso ni la duración del mismo. Aunque posiblemente hubiera sido bueno para la causa que pretendía denunciar a los cuatro vientos, no me sentía capaz de sobrevivir al empeño.

Pienso ahora que ojalá hubiera ido a juicio, pero quizá sea una insensatez. En su lugar he confiado en mis amigos y en la ciudadanía para que hablaran por mí, hasta ahora.

Mi rehabilitación se dio un par de años después, cuando el periodista de investigación Duncan Campbell ejecutó un examen forense del disco duro del portal Landslide. Concluyó que no pudo hallar prueba alguna de que yo hubiera entrado o me hubiera suscrito. Aparentemente, yo había admitido algo que no había hecho. Actualmente, resulta obvio —desde que las empresas de tarjetas de crédito rehusaron pagos a Wikileaks en 2011— que estas compañías podían negarse ya mucho antes a aceptar pagos para sospechosas páginas porno. Y eso es probablemente lo que hicieron en mi caso.

Como ya me temía, el sambenito de agresor sexual volvió para acecharme. En el año 2010, durante la Super Bowl en Miami, defensores de los derechos de los niños se manifestaron en el exterior del estadio con octavillas en que se me acusaba. En una rueda de prensa en esa misma ciudad, dije:

Se trata de una cuestión con la que resulta difícil lidiar con cuatro consignas. Es un asunto grave y triste. Pienso que estamos en el mismo bando. Creo que si conocen alguna familia que haya sufrido el abuso infantil o algo parecido, sabrán que una vigilancia juiciosa es la actitud más indicada, y no la caza de brujas. […] Si alguien tiene alguna duda acerca de si yo debería o no estar aquí, debería investigar algo más. Curiosamente, todo lo que necesitan saber está en internet[30].

Me preguntaba cómo dar las gracias a todos aquellos que me habían respaldado y decidí montarme en el tren de la creatividad, dejar de preocuparme por mi oído, hacer un disco y salir de gira con Roger. En 2004, tocamos en Japón por vez primera, y en Australia, donde no habíamos estado desde nuestra desastrosa estancia de 1968. Esta vez nuestras actuaciones allí fueron un triunfo; una renovación para mí y una suerte de renacimiento para la carrera de los Who. El 30 de diciembre de 2004 recibí mi visado americano actualizado.

Rachel se mantuvo a mi lado durante todo aquel mal trago y nuestro amor se ha mantenido vivo hasta hoy. Sus composiciones con Jo Youel para el grupo pop Scarlet no hacían más que mejorar. Tras obtener un contrato discográfico con Doug Morris, empezó a hacer planes para grabar, y su álbum Cigarettes and Housework salió en 2004 y cosechó muy buenas reseñas[31].

También puso en marcha In the Attic, un programa de música acústica y charla por internet, que producía desde un estudio del Oceanic en el que contaba con una única cámara. Era un entretenimiento fantástico, algo con lo que estar ilusionado durante la semana, y tanto Mickey Cuthbert y mi hermano Simon pasaron a ser invitados habituales. Yo solía hacer una colaboración semanal y a menudo interpretaba una vieja canción y departía con invitados como Martha Wainwright.

Por otra parte, yo seguía creando canciones para tratar de que progresara la historia de The Boy Who Heard Music. Eran canciones que sonaban distintas a casi todo lo que había hecho en el pasado, salvo quizá a algunas de las composiciones que había hecho para la versión teatral de Iron Man. Dudaba de que alguna de ellas llegara a funcionar en un álbum de los Who, y necesitaba que Roger me concediera vuelo creativo para poder incluirlas. «In the Ether» era una canción para la voz de un anciano, un espíritu que canta desde más allá de la realidad. «Heart Condition» (sin grabar todavía) trataba del amor imposible de un hombre por la chica de su mejor amigo.

«Trilby’s Piano», escrita para Stella algún tiempo antes, sonaba como una melodía radiofónica; se inspiraba en la tía Trilby, que tan importante había sido para mí, siendo la primera persona que me alentó a improvisar y que me dijo que yo era un «verdadero músico». La confianza que me aportó me permitió tirar adelante en mis momentos más oscuros.