Días negros, caballeros blancos

Mi ansiedad y preocupación acerca de la cuestión de la pornografía infantil en internet habían sido activadas en 1998 por aquella simple búsqueda cibernética para encontrar modos de donar dinero a los orfanatos rusos. El impacto que me produjo se relacionaba, estoy seguro, con los ataques de pánico que había experimentado en los últimos años; y toda aquella perturbación no obedecía puramente a cuestiones altruistas, sino que había removido recuerdos que me convencieron ulteriormente del hecho de haber sido víctima de abuso infantil.

Con la mente despejada y un propósito definido, en mayo y junio de 1999 me reservé un tiempo para investigar un poco más la cuestión de la pornografía infantil. Desde el impacto que me produjo haberme visto expuesto a ella el año anterior, las cosas no parecían haber empeorado, pero tampoco habían mejorado. Según informaba la prensa, tanto la policía como nuevas agencias de protección estaban haciendo un buen trabajo en la localización e identificación de usuarios, pero no había mucho que pudiera hacerse para evitar que los críos se vieran sometidos a explotación en sus países de origen. Existía una cadena financiera que enlazaba a la mafia rusa con nuestros bancos, y se estaban recabando grandes sumas de dinero gracias al maltrato infantil. Para la prensa sensacionalista era una historia que vendía. Para la mayoría de la gente se trataba de una cuestión en la que preferían no tener que pensar.

Mi idea consistía en publicar un artículo en mi portal que ilustrara que la banca online, las empresas de navegadores y los pornógrafos eran cómplices al enriquecerse con imágenes perversas de niños sometidos a abuso. En una ocasión utilicé mi tarjeta de Barclays en una página en la que un botón anunciaba (estúpidamente) «Presione aquí para pornografía infantil». El importe era de siete dólares, e inmediatamente cancelé la operación, pues me negaba a que incluso esa cifra insignificante fuera a beneficiar a bancos y empresas de tarjetas de crédito que toleraban ese tipo de transacción.

También seleccioné un portal convencido de que era un timo —de tal modo no estaría entregando dinero a los criminales— y mantuve un cuidadoso registro de la transacción. (Tenía un colega en Boston que se dedicaba a lo mismo que yo, de modo que nos podíamos apoyar mutuamente. Él me contó qué portales era más probable que hubieran sido intervenidos por el FBI o por el Servicio Postal de EE. UU.).

Lo importante era poder demostrar que un banco estaba ingresando dinero por dicho concepto. Luego, utilizaría mi página personal para publicar una investigación y, posteriormente, un libro sobre la cara oscura del fenómeno Internet, que iba progresando a marchas forzadas. Yo me sentía ya como un experto, todo aquello me lo veía venir con Lifehouse, y estaba preparado para hablar de lo impronunciable —pornografía infantil— desde la posición de alguien que había padecido abusos y sabía lo profundas que podían ser sus cicatrices.

Recientemente, se había hablado de que el ministro del Interior, David Blunkett, pretendía cambiar la ley a efectos retroactivos para atrapar a cualquiera que alguna vez hubiera buscado pornografía infantil en internet. Supuse que aquello me incluiría a mí, pero ya habían pasado unos años. Casi lo había arrinconado en la última esquina del cerebro, y a pesar de que había publicado un artículo en internet, no había escrito ningún libro ni publicado nada en la prensa convencional. En cualquier caso, no estaba preocupado, no de entrada.

En mis sesiones de terapia de grupo contaba ahora con tres amigos que habían sido víctimas de abusos sexuales mucho más explícitos, o que los recordaban con mayor claridad.

Alice temía que las imágenes de su propio abuso —su maltratador le había tomado fotos con ocho años— acabaran siendo expuestas en internet. Luego su propia hija cumplió ocho años y empezó a sufrir severos ataques de ansiedad.

Robin pareció exultar cuando las cosas de su vida se encauzaron, encontró a una nueva y adorable compañera, tuvo otro hijo y la vida le sonrió. Sin embargo le costaba lidiar con ello. Al igual que yo, cuando trataba de hablar de lo que le había sucedido de crío, entraba en pánico.

Jenny, una actriz de mediana edad, era la última de los tres y su historia, la más desgarradora de todas. Había padecido los abusos rituales de su padre, en el seno de una orden religiosa, cuando era sólo un bebé. Cuanto más hablaba de ello, peor se sentía. Yo pensé en concentrarme en la recaudación de dinero para crear un nuevo tipo de asistencia terapéutica práctica y comprensiva que limitara la vergüenza a que se veían expuestos los supervivientes adultos del abuso sexual.

Ayudé a montar un programa de investigación para un nuevo sistema de ayuda destinado a dichos supervivientes, que contara con terapeutas de The Priory y Broadreach. Una línea telefónica de ayuda podía ser más útil como punto de partida que toda la moralina que empezaba a supurar en los periódicos. Los tres primeros pacientes fueron Robin, Alice y Jenny (son nombres ficticios), quienes habían solicitado ayuda para luchar contra sus demonios.

El 29 de enero de 2000 recibí una llamada. Nuestro primer paciente, Robin, el joven adulto al que había destinado a tratamiento, había completado sus dos meses de costosa rehabilitación, había vuelto a su casa con su querida familia y el bebé, agarró dinero, se fue a Manchester, se metió en un fumadero de crack y sufrió una sobredosis. Muerto. Me había llamado varias veces durante el tratamiento, mostrándose en desacuerdo con el modo en que se lidiaba con el problema, y comentó que estaba tirando mi dinero. Robin había pedido ayuda y yo había podido pagar la terapia, pero ahora sentía como si sólo hubiera servido para precipitar su muerte.

A pesar de que Double-O, la fundación benéfica que yo había fundado, había pagado el tratamiento de Robin en Broadreach, no estaban dispuestos, y con razón, a abrir sus archivos, lo que habría sido de ayuda para tratar de comprender qué había sucedido. En todo caso, John Fugler, un amigo mío que gestionaba Closereach, la segunda unidad de recuperación a largo plazo de Broadreach, sugirió que quizá aquello con lo que Robin había debido enfrentarse en su terapia más reciente se había revelado como una carga insoportable.

Muy tocado, aún tenía esperanzas de que el proceso de los otros dos pacientes concluyera felizmente. Rachel había conocido a Jenny y sabía de su historia terrible, y que yo le había ofrecido tratarse por un tiempo con un veterano terapeuta de The Priory cuando sintiera que estaba lista para ello. Un día Rachel regresó después de pasar un tiempo con Jenny, que andaba muy alterada. El padre de Jenny (su maltratador) se había casado de nuevo, y su joven esposa estaba embarazada y esperaba a una niña.

A los 45 años, Jenny estaba extraviada como una niña y proyectaba sus temores, convencida de que el padre cometería con su nueva hija los mismos actos que había perpetrado con ella. Jenny acabó acudiendo a The Priory en diciembre. Cuando llegó la hora de abandonar el lugar, se hundió, abrumada por el pánico. Con la orientación de la terapeuta, extendimos el periodo de tratamiento. Y aquello no era moco de pavo: los gastos ascendían a setenta y cinco mil libras, una suma que permitiría gestionar una fundación modesta durante algunos años.

Jenny se suicidó el 7 de enero de 2002. Fue desgarrador, y supuso una lección terrible. Todo lo que había alcanzado a probar, lo sabía ya: el impacto del abuso sexual en los niños, especialmente los más pequeños, necesitaba mucha mayor atención, y la revelación de su pasado era una amenaza potencialmente letal.

Ya sólo quedaba una paciente del proyecto, Alice, quien también había pasado una temporada en The Priory. Felizmente, puedo decir que está viva, le va bien y lleva ya un par de años sin beber.

Colgué «A Different Bomb» en mi portal el 17 de enero de 2002. El escrito relacionaba los casos de Robin, Alice y Jenny con la cuestión de la pornografía infantil en internet. Seguía con ganas de escribir un libro al respecto, o publicar una larga investigación online, de modo que sufrí como una leve andanada a mi ego de estrella del rock el descubrimiento de que ese libro ya existía, un ensayo serio y práctico.

Beyond Tolerance, de Philip Jenkins, profesor de Historia y Estudios Religiosos en Pennsylvania State University, había sido publicado en 2001, aunque yo no di con él hasta que Jenny se suicidó. Jenkins había escrito todo lo que era necesario saber, era el tipo de trabajo sólido que me hubiera gustado hacer a mí.

A pesar del interés de la prensa, que incluía una oferta del Guardian para publicar «A Different Bomb», empecé a darme cuenta de que en mayo de 1999 había cometido un craso error: según Jenkins, «no es necesario que el fiscal demuestre que el acusado sabía que al presionar un enlace iba a contemplar una imagen sospechosa», de modo que me había convertido en susceptible de imputación al admitir que había presionado un enlace. El hecho de que no me hubiera dedicado a mirar imágenes, sólo la página de inicio de un portal, era irrelevante desde el punto de vista legal.

Padecía una forma reconcentrada de «síndrome del caballero blanco»[27].

La muerte de John había acarreado una consecuencia impensada. Cuando Roger y yo accedimos a proseguir la gira, ninguno de los dos imaginaba que la parte de las ganancias de John iba a ser para nosotros. Imaginábamos que habría unas costas y perjuicios colosales derivados de la cancelación de diversos conciertos, y que los herederos de John (su familia) tendrían derecho a un cuantioso pago. Pero resulta que Roger y yo nos íbamos a beneficiar profusamente, en términos materiales, de la muerte de John.

Para mí aquello prometía ser una bendición. Yo seguía comprometido con mi campaña de concienciación sobre el modo en que la pornografía infantil por internet podía de modo indirecto acarrear la muerte de víctimas particularmente vulnerables como Robin y Jenny. Las escabrosas historias sobre pedófilos ayudaban a vender periódicos, pero afectaban terrible y trágicamente, a las víctimas adultas de abuso infantil. Encontré dos organizaciones que sentía que podían funcionar mejor de lo que había hecho Double-O. Una era el NSPCC, al que yo había hecho varias donaciones en el pasado (Rachel se había fijado en su campaña STOP IT NOW!). La otra era NAPAC, National Association for People Abused in Childhood, que se centraba específicamente en donde yo creía que más trabajo había por hacer, y tenía previsto ofrecer una línea telefónica. Un amigo (que había ayudado a Alice en su victoria legal contra su maltratador) formaba parte de la junta directiva.

En la mañana del sábado 11 de enero de 2003, Nick Goderson, que se ocupaba ahora de mis negocios, llamó para decir que, según el Daily Mail, un guitarrista y estrella del rock millonario estaba en la lista de nombres enviada a Operation Ore, una investigación sobre delito cibernético centrada en la pornografía infantil. El FBI había entregado a Operation Ore siete mil nombres de ciudadanos británicos que habían visitado portales intervenidos por las autoridades.

—Ese soy yo —dije.