En la primavera de 1998 ya llevaba cuatro años sin beber. Seguía recibiendo correspondencia de Faber, pero me había perdido muchas reuniones editoriales desde la producción de Tommy en Broadway y mi implicación fue decayendo. En 1995, Robert McCrum sufrió un ictus y dejó Faber para incorporarse al Observer, y estos dos sucesos marcaron el principio del fin de mi trayectoria editorial. Me había encantado intervenir en aquel mundo, pero era una etapa que se estaba cerrando.
Algunas asperezas de la vida parecían estar limándose. Joseph estaba en la escuela con nuevos amigos y parecía feliz. Emma había grabado un disco (Winterland), Minta había trabajado en una película espléndida (El paciente inglés, como asistente de producción). El Tommy de Des McAnuff estaba llegando a su fin; Iron Giant estaba en manos de la Warner, y la versión de Quadrophenia para la gira de conciertos yacía en barbecho por un tiempo. Yo tenía un nuevo hogar en Richmond, y un refugio en Cornualles.
Además, iba cerrando capítulos con Lisa y otras novias, y me sentía ilusionado por Rachel. Tenía ganas de soltarme un poco, tanto creativamente como en mis tareas benéficas. Tom Critchley empezó a trabajar conmigo como «facilitador creativo» (un término que inventé) y se ocupó de Lifehouse. Spike había empezado a recopilar una tercera serie de Scoop, un proyecto que llevaría dos años, y yo tenía pensado preparar algunos temas nuevos para la misma.
Los Who seguíamos recibiendo ofertas, pero tendían a ser para citas puntuales. Yo tenía previsto participar en un par de eventos benéficos para Maryville Academy en Chicago, esta vez con Eddie Vedder. Lo crean o no, me sentía algo más tranquilo y en paz, y me planteaba con ilusión el año que estaba por venir. Seguía teniendo días malos, a menudo cuando no conseguía localizar a Rachel, no respondía al teléfono o cuando sabía que había salido con sus amigos.
Una noche de marzo de 1998, Rachel se trajo una amiga con sus hijos a casa después de que ésta sufriera un altercado con el ex marido. Se trajeron litros de vino y Rachel pilló una buena. Nunca la había visto borracha, y después de la escena que montó, me asusté y dejé de verla. Haber conocido a Rachel y sentir que me comprometía con ella, para luego ver que podía desmadrarse de aquel modo fue un buen mazazo.
Me consolé instalando un estudio para el teclado en casa, mi terapia de preferencia.
Linda McCartney perdió la batalla contra el cáncer y Paul me pidió que pronunciara el discurso fúnebre en el funeral. Poco tiempo después, Karen llamó para decir que su padre estaba muriendo. Falleció el día de mi cumpleaños. También se nos fue Ted Hughes. Cuando llamé a su viuda, Carol, estaba tan deshecha que resultó inconsolable.
Y bueno, cruzando los dedos, me decidí a volver a ver a Rachel, que por entonces andaba orquestando «Tragedy» para Lifehouse. Lo arreglé para que pudiera disponer de un piso en Kew Road, de tal modo que pudiera tenerla cerca. También me la llevé a Nueva York, donde le compré el nuevo modelo de Escarabajo y donde esperaba poder verla cuando me apeteciera, pero fue más difícil de lo previsto.
Después de un par de meses de paranoia, descubrí que a lo largo del tiempo que llevábamos viéndonos, había estado bebiendo a escondidas, en ocasiones profusamente; y de ahí sus ausencias. Visto lo visto, le escribí para poner fin a nuestra relación. Poco tiempo después, me llamó para decir que había decidido recurrir a ayuda profesional, a la vez que estaba de acuerdo en que nos diéramos un tiempo.
Durante el mes en que Rachel se fue, anduve batallando con sentimientos de pérdida, soledad y desconexión. Mi tío Jack se había caído por las escaleras de su casa, y tras salir del hospital se vino a vivir un tiempo conmigo para que pudiera cuidar de él. Puede que la presencia de Jack removiera viejas emociones acerca de mi pasado y mi familia. O quizá había depositado excesivas esperanzas en la posibilidad de que Rachel fuera la mujer indicada, y ahora andaba alicaído por la creencia de que lo nuestro no iba a funcionar.
Seguía montando en cólera cuando contaba, a quien fuera, la cantidad de porno infantil al que uno podía verse expuesto en internet. De otra parte, Nick Goderson me contactó para decirme que Matt Kent, biógrafo de los Who y maniaco de los ordenadores, quería ayudarme a gestionar mi página web. Decidí que allí sería donde destaparía la verdadera historia de lo que sucedía en internet. Además, me planteaba dirigir el primer teatro por internet. La idea pasaba por tener el portal en funcionamiento durante el verano, pero las cosas se demoraron bastante más.
Matt se dedicó a crear dos portales para los cuales iba a ejercer de administrador. Uno era www.eelpie.com, como servicio de descargas y pedidos; el otro sería www.petetownshend.com, que haría las veces de lo que hoy día solemos llamar blog. La idea más ambiciosa, una suerte de recinto de teatro musical afincado en la web, tendría que esperar al sistema más veloz de banda ancha, así como a los servidores de mayor capacidad.
Financié la primera gran exposición británica de Gustav Metzger en el MOMA de Oxford, y una de las mejores amigas de Rachel, Melissa More, nos hizo de comisaria en la noche de la inauguración. Recuerdo que iba en el coche hacia Oxford, resuelto a hacer algo (y pronto) sobre el vendaval súbito de noticias que trataban la cuestión de la pornografía infantil en internet. Pienso que, al estar sin pareja y en compañía de Gustav, quien era a su manera tan inocente, me espoleó a actuar con seriedad y coraje.
El tío Jack murió poco después, lo que me entristeció terriblemente. Le tenía un gran cariño. Le dejó su dinero a mamá, que lo empleó en construir una piscina más grande en la casita de Menorca.
El libro de Julia Cameron El camino del artista me resultó tan útil a la hora de poner en marcha mi creatividad, que compré veinte ejemplares y los regalé. Empecé con los deberes de «Páginas matinales», que recomendaban escribir cada día tres páginas para aclarar los pensamientos y ceder espacio a las ideas creativas. Otro ejercicio recomendado por la autora se llamaba «La cita del artista», que implicaba reservarse una parte del día para lo que fuera que nuestro «artista interior» deseara hacer. Cuando cerraba los ojos y me preguntaba qué deseaba hacer, siempre me salía la misma respuesta.
«Quiero salir a la calle y sentarme en la acera —me decía la voz de un chico de seis años— con mi perro». Perro no tenía, pero salí y me senté en la acera, y resultó muy entretenido, no sé muy bien porqué.
Julia Cameron también sugería escribirse cartas a uno mismo, y durante aquel periodo le escribí una al Pete Townshend que tuvo ocho años. Se demostró como un acto crucial de reafirmación que, con el tiempo, me ayudó a sanar el dolor que había estado acumulando toda mi vida: me encaminó en la senda de hacer las paces conmigo mismo a lo largo de la siguiente década y de perdonarme por lo que fuera que seguía, de modo intermitente, causándome ansiedad, sentimiento de culpa y vergüenza.
Con todo, también iba a desencadenar una serie de sucesos que, a corto plazo y también en los años siguientes, se volverían en mi contra de un modo impredecible.
Entonces me tuve que sacudir los humillantes traumas de infancia ante los apuros financieros bien actuales de mi viejo amigo John Entwistle. La noticia me llegó en forma de carta por parte de Bill Curbishley, fechada el 26 de mayo, y en la que me pedía si accedería a salir de gira para ayudar.
Su situación es desesperada. Los bancos devuelven sus cheques, tiene las tarjetas de crédito bloqueadas y ya ha exprimido la hipoteca al máximo. Vive de vender sus guitarras, pero sólo puede hacerlo con cuentagotas a fin de no perjudicar el precio alterando el equilibrio entre oferta y demanda. Pinta mal. Para ti y para mí es un caso de «dios me guarde…». Al final, tengo la sensación de que si yo estuviera en su piel, rezaría por tener amigos que me ayudaran…
Si jamás se dio el caso de reunir los agravios en un mismo cesto, será éste. Pues significa salir de gira, hacer lo que no te apetece hacer y, además, va a necesitar promoción. Sin duda, el espectáculo lanzaría el álbum de Lifehouse por parte de la BBC, pero la perspectiva tendría que ser un cóctel de despedida que mezclara los Who/festival del Milenio/tema de la supervivencia y ¡que se jodan los críticos! Honestamente, esto era lo último que esperaba o deseaba hacer. Ya tenía el año más o menos planeado y sigo lidiando con algunas cuestiones de salud, pero me ajustaré a lo que tú decidas.
En junio le escribí a Bill accediendo a hacer la gira. Y estaba en lo cierto: no tenía ningunas ganas. Estaba disfrutando de la perspectiva de ceñirme a la visión de El camino del artista para los próximos dieciocho meses. Una visita de Roger me ayudó a decidirme: no podía abandonar a John. Planteé todo tipo de condiciones y cuestiones secundarias, pero era todo muy endeble; supongo que pretendía hacerme el interesante.
En febrero de 1995, Des McAnuff me había llamado después de una reunión con los jefes de Warner Brothers; también se había visto con los directivos del departamento de animación. Les gustaron nuestras ideas para Iron Giant y querían los derechos por adelantado antes de iniciar su propio proceso creativo; se estaban planteando un presupuesto de cincuenta millones de dólares.
Volé a Los Ángeles para ir con Des a encontrarme con Brad Bird, a quien la Warner había sugerido para dirigir Iron Giant. Brad era bueno, pero odiaba los musicales, sobre todo lo que Disney estaba haciendo con Elton John en El rey León. Recomendé a Michael Kamen para que se ocupara de la orquestación convencional, cuya parte del presupuesto destinado era poca cosa. Michael lo hizo como favor personal y, con la ayuda de talentosos colaboradores, cumplieron eficaz y prontamente con la tarea. Yo tenía aún la versión del Young Vic, y pensé que algún día querría revisarlo y mejorarlo.
En julio de 1999 fui a Los Ángeles para ver la versión final de Iron Giant. Se trataba de una animación preciosa gracias a los fotogramas coloreados a mano; fue, en ese sentido, una de las últimas películas animadas realizadas de aquel modo. La película llegó demasiado tarde para Ted, pero su hija, a quien iba dedicado el relato original junto con su hermano, adoró la versión.
La obra Lifehouse fue grabada en los estudios de la BBC en Maida Vale. Las instalaciones contaban con todo lo necesario para los efectos precisos: una cocina para su escandaloso trajín, puertas de coche, sillas chirriantes en las que sentarse e interruptores con que jugar. Jeff Young, que escribió la obra, se acabó casando con la asistente de dirección.
Rachel y yo nos fuimos a la casa de Cornualles para contemplar el eclipse de sol del 11 de agosto. El cielo estaba tan encapotado que no vimos nada. Rachel no estaba muy a gusto en Cornualles, lo veía como terreno de Karen y, al día siguiente, no tardó en regresar. Luego me llamó, turbada: su madre acababa de morir de una trombosis en un avión que volvía de Bali. Fue una conmoción terrible.
En otoño de 1999, mis portales de internet ya mostraban cierto progreso, lo que resultaba estimulante, pero a la vez creía que el diseño era algo deslucido. A partir de ahí, Matt Kent desplegó toda la sensibilidad de que era capaz; aparte de gestionar el portal, se trata de un hombre muy creativo, y buena parte de lo que hacía para mí lo hacía desde su vena creativa, no únicamente para solventar mis necesidades prácticas.
En noviembre los Who dieron su primer concierto en el House of Blues de Chicago en beneficio de Maryville Academy. Durante los ensayos Roger empezó a hablar de conspiraciones globales —uno de sus temas favoritos—, y mi falta de entusiasmo por lo que contaba le contrarió. Ofendido, se dispuso a abandonar el teatro, pero conseguí que se quedara. Al día siguiente le escribí:
Querido Rog,
He estado pensado en nuestra interferencia comunicativa de ayer en el ensayo. Ya sé que reaccionaste de manera emocional, y me alegro de que después de enojarte te quedaras para que pudiéramos hablar. Eres importante para mí y odio ver que como adultos caemos con facilidad en viejas actitudes. Pero nos queremos, y creo que seremos capaces de aguantar los altibajos, o eso espero. […]
No te tomes muy a pecho lo que pueda o no pueda pasar con los Who. Como dijiste ayer, lo que tenemos hoy es más de lo que creíamos posible. Me enorgullezco de que, más allá de si hacemos o no otro gran disco, tanto si los dejamos boquiabiertos como si no, hoy día somos amigos que se quieren. Este es nuestro ejemplo como hombres para quienes nos confiaron sus sueños. Lo hemos conseguido. Estoy orgulloso de los dos.
La pequeña House of Blues no era el espacio más indicado para los nuevos Who. El problema básico era que sobre un escenario tan reducido, la batería quedaba muy cerca y resultaba ensordecedor. Con los oídos zumbando aún, hablé más tarde con Eddie Vedder.
—No puedo seguir con esto —dije—. Me va a estallar la cabeza.
—Pues entonces, déjalo, Pete —dijo simplemente—. Ya has hecho bastante.
Las reseñas de las actuaciones hablaban más del modo en que me comportaba sobre el escenario que de cómo tocábamos. Mis actuaciones en solitario me solían animar a hablarle al público, lo cual no siempre encajaba en el contexto de los Who. Roger, especialmente, parecía incomodarse cuando yo ocupaba la delantera del escenario y me ponía a rajar; sin embargo, algunos de nuestros intercambios fueron muy buenos. La verdad es que Roger estaba desarrollando un gran ingenio para los duelos dialécticos, y a menudo me hacía reír.
—Sólo trato de tener a los capullos en jaque —le dije, cuando me frunció el ceño por soltarle al público de House of Blues que se callara. De inmediato, espetó:
—Los capullos son quienes te han convertido en jeque.
El 5 de diciembre de 1999, la obra Lifehouse fue emitida en el Reino Unido por Radio 3 de la BBC. David Lister, el jefe de cultura del Independent, dedicó la primera página de la sección al evento. No todos se mostraron tan alentadores. Durante la semana previa, se había aireado profusamente la ruptura de mi matrimonio —algo que ya era agua pasada para mí—, y se hizo con todo lujo de detalles. Me preocupaba que Karen pudiera alterarse, pero se lo tomó bien.
Aquella semana Rachel y yo fuimos con Mick Jagger y Jerry Hall, que acababan de separarse, a ver un concierto de Bowie. Los tabloides sacaron una foto en la que salíamos juntos Rachel y yo, la primera que se publicaba. Rachel estaba contenta por verse descrita como «deslumbrante» en el Sun. A mí me hacía menos ilusión que un crítico me retratara como un párroco. Pero bueno, yo me sentía bien por Rachel y con mi vida creativa. Además seguía creyendo que tenía por delante grandes proyectos.
Los Who dieron un par de conciertos en Shepherd’s Bush Empire. Las entradas se agotaron en menos de media hora. Yo me entregué a tope y toqué bien. El sonido volvía a estar muy alto, pero esta vez ya iba preparado para ello. Se hablaba de volver a dar conciertos a lo grande, de la posibilidad de otro disco, pero para mí dos noches con nuestros viejos fans del Shepherd’s era la mejor manera de saludar el nuevo año y lo que viniera con él.
También recibí el milenio comprándome dos perros. Flash era un Collie y Sally un Cocker Spaniel. En todo caso, fue un error comprar dos cachorros a la vez, ya que se hacía imposible adiestrarlos. Pronto encontré un buen hogar para Sally y me quedé con Flash, que sigue conmigo.
Todas mis amigas de cierta edad me insinuaron que Rachel iba a por el dinero. Todas las amigas de cierta edad de Rachel sugirieron que yo iba por su cuerpo… y si no, ¿dónde estaba el anillo? La verdad es que yo estaba colado por Rachel, nuestro amor era auténtico y hondo. Y sí, le regalé un anillo, y nos prometimos fidelidad.
Rachel me puso un par de maquetas que había hecho con su amigo Mikey Cuthbert cuando tenían dieciséis o diecisiete años, mientras compartían un apartamento en que grababan canciones con un astroso magnetófono Portastudio del que sólo funcionaban tres pistas. Las canciones eran, evidentemente, obra de unos corazones musicales cándidos y vírgenes. Animé a Rachel a que siguiera trabajando con Mikey. Él tenía una buena voz de blues, y sus canciones eran originales. En contraste, la voz de Rachel era pura de un modo que me recordaba a la de Joan Baez. Entendía que si mi comentario a Marvin Gaye no iba desencaminado —la voz viene de dios—, Rachel tenía un fondo espiritual muy puro detrás de aquella fachada graciosa y aristada de Southend.
Empezamos a trabajar en el estudio que me construyó en casa Darren Westbrook, un ingeniero auxiliar del Oceanic en sus mejores tiempos. Durante una época, anduve bien entretenido trabajando con Rachel, que me ayudó a familiarizarme con el equipo, y me recordó los buenos tiempos en que trabajaba con Thunderclap Newman y los Small Faces en mi estudio casero, a finales de los sesenta.
Inicié un proyecto nuevo llamado The Boy Who Heard Music, inspirado parcialmente en mis experiencias de infancia, pero también como vehículo para evaluar de nuevo algunas cuestiones planteadas en Lifehouse. A su vez, era un intento de crear un escenario para lo que yo ahora llamaba el «método Lifehouse»: la creación automática de música por encargo a través de un portal de internet. Recurrí a los personajes de Leyla, Gabriel y Josh para reunir algunos de los elementos de la historia original de Lifehouse, de Stella (una obra inédita que había escrito sobre la infancia de Arthur Miller) y de Psychoderelict. Aquellos elementos incluían un asesinato, el fantasma de un loco en un manicomio, una oscura intriga sexual, celos, manipulación y engaños, así como, claro está, celebración. No iba a dejar que todo lo sórdido me ganara la partida.
En febrero de 2000, ya tenía listo y en funcionamiento www.eelpie.com, mi página de venta electrónica. Spike y Jon Astley remasterizaron mis dos primeros discos Scoop, y empezamos a vender material por internet. A pesar de mi prontitud ante lo novedoso, mi portal no era el primero que permitía descargas gratuitas. Ya había varios grupos conscientes del poder de contar con sus propios portales, no sólo para vender directamente a sus fans, sino para aprovecharlos como una congregación virtual a la que informar sobre actuaciones inminentes, nuevos lanzamientos, cotilleos, etc.
El 26 de diciembre iba a celebrarse en Sadler’s Well Theatre un concierto de Lifehouse Chronicles. Rachel y Sara Lowenthal elaboraron una orquestación fabulosa, y Dave Ruffy (de los extintos Ruts) añadió pistas de ritmo (compases de metrónomo) a mis viejas maquetas de Lifehouse de modo que Jon Carin pudiera sumar secuencias de percusión con el teclado. Como ya había hecho en conciertos recientes del año anterior, no tenía intención de utilizar un batería convencional.
Ensayamos en la vieja sala de snooker de Ronnie Wood en The Wick, que antaño perteneció a Sir John Mills. La atmósfera del lugar siempre ha estado impregnada de los espíritus benévolos del rocanrol, de los estudios Pinewood y de Hollywood. En el techo había muestras de sangre de Keith Richards, Bob Dylan había pasado por allí, y Laurence Olivier y Vivien Leigh se habían revolcado sobre el tapete de la mesa. En la banda éramos nueve músicos, con técnicos de mezclas, teclado y guitarra, más dos ingenieros de estudio. Estábamos apretados y sofocados, pero fue muy estimulante; la casa desprendía una energía similar a la de cuando Woody y yo habíamos trabajado allí con Eric en 1973.
Nuestra actuación en Sadler’s Wells fue igualmente satisfactoria. El sonido del auditorio es perfecto para la música acústica, y sentí que algunas de mis canciones en solitario quizá podría haberlas interpretado sin micro. El público se mostró tranquilo y respetuoso, algo que no me esperaba y por lo que me sentí agradecido.
Las reseñas de mis afanes como solista y como creador de Lifehouse para la radio fueron decepcionantes, pero todo el trabajo desarrollado en 1999 había sido enormemente gratificante y enriquecedor para mí como artista. Sentía como si estuviera creando instalaciones musicales, en lugar de ceñirme a la noción de lo que un músico clásico de rock debiera o no hacer. Esta libertad creativa fue probablemente el motivo por el que, cuando regresé a los Who de antaño para el resto del año, resolví mi trabajo de manera tan sólida.
Y lo más importante es que hallé la manera de disfrutar con lo que hacía. Además, me podía recrear en el hecho de que, nueve años después del accidente que podría haberme inutilizado para la guitarra, había redescubierto justamente la guitarra eléctrica como mi auténtica voz. Evidentemente, no todos los fans o críticos coincidían conmigo.
Así que Roger, John y yo nos fuimos a Nueva York para dar una rueda de prensa en la que anunciaríamos que aquel año haríamos varios conciertos, así como un disco nuevo. Ninguno de los tres dijo que fuera por dinero, ni que yo me exponía a quedarme sordo a fin de evitar que Roger y John se vieran obligados a vivir en casas más modestas. Traté de no pensar en ello.
Mi única esperanza de sobrevivir al trabajo que teníamos por delante sin recurrir a la bebida consistía en disfrutarlo. Roger me dejó de piedra al contar ante la prensa que teníamos pensado un disco al que todos contribuiríamos con canciones propias; aquello sería un esfuerzo creativo como nunca antes. Tanto Roger como John ya contaban con algunas canciones en proyecto. Jamás había conseguido coescribir con éxito una canción, al menos no en una sala de ensayos, de modo que aquello también me iba a exigir algunos ajustes para acoplarme.
Animado por la compañía de Rachel, empezamos la gira de los Who el 6 de junio en Nueva York con una gala benéfica para la Robin Hood Foundation en el centro de convenciones Jacob K. Javits. Aquella noche vi a Gwyneth Paltrow desmelenada sobre los hombros de alguien. Rachel, para no ser menos, llevaba un vestido corto ridículamente caro. Doug Morris quedó lo bastante prendado como para ofrecerle un contrato discográfico pocos días después, con la condición de que lo produjera yo.
La gira prosiguió, con tres parones vacacionales, hasta finales de noviembre. El último tramo empezó en Chicago y concluyó en el Royal Albert Hall. A lo largo del camino me iba entreteniendo escribiendo entradas de blog en mi nuevo portal www.petetownshend.com. A veces colgaba videos que había filmado en el escenario o en mi camerino. Mi rendimiento con el montaje no era como para tirar cohetes; en cualquier caso, el ancho de banda seguía siendo muy lento en los hoteles y un video breve podía tardar toda la noche en cargarse. Y no siempre se conseguía.
El 29 de diciembre, Joseph había ido a dormir a casa de un amigo y escribí una entrada en mi diario antes de acostarme.
Joseph y yo lo pasamos bien. Fuimos a Kingston y compramos la maqueta de un coche que me montó enseguida sin grandes peros. Funcionó de inmediato. Hoy lo pintamos y estará listo para competir. Con ruedas más grandes que las suyas quizá podría ganar. Me preguntó si lo que recalienta su coche son las ruedas demasiado pequeñas. En cualquier caso, es estupendo con este tipo de cosas.
Estaba feliz. La relación con Rachel era auténtica, enriquecedora y gratificante para ambos. Mi hijo crecía sano y bien. Y teníamos un coche guiado por control remoto listo para competir.
Tom Critchley había extendido sus afanes de Psychoderelict a Quadrophenia, y había logrado convencer a Joe Penhall para que elaborara una versión teatral. Yo seguía produciendo nuevos temas para Scoop 3. Además, decidí trasladar al personal más especializado de The Wick a otras instalaciones cerca de Richmond Green. En The Wick tenía una pequeña oficina que me servía de dirección postal, pero decidí ocupar todo el espacio a efectos domésticos. Eso significaba que podía volver a convertir la oficina en cocina, y contratar a una ama de casa como dios manda.
El más fantástico de mis planes era lo que yo llamaba un Ciberórgano. Quería una consola de varios teclados con todo un surtido de pedales y cantidad de pistones, palancas e interruptores. Me veía como a Bach, accionando un órgano inmenso que podría llenar una catedral con música divina. Mi sueño consistía en empezar a improvisar, darle a unos botones y despegar. Deseaba nuevos momentos del estilo «Baba O’Riley» y «Eminence Front». Aquellas canciones de los Who, y muchas otras, habían cobrado vida estando yo sentado al órgano que tenía en casa para fines completamente distintos. Esperaba que algunos aspectos del método Lifehouse pudieran incorporarse también: frases y patrones que se resolvían de modo autónomo, marcados por una sola nota o pedaleo, y que facilitaran automáticamente un fondo para la improvisación.
Seguí trabajando en The Boy Who Heard Music. Algunos de los temas que afloraban en la historia resultaban complejos por mi deseo de reflexionar —al igual que en Tommy— sobre el cambiante equilibrio de poder que viven los jóvenes en el mundo actual, y las dificultades que eso conlleva. Pasé buena parte del año tratando de refinar la historia, mejorar los personajes y de hacerme con un guión sólido con que apuntalar una nueva ópera rock.
Los Who volvían a ser una banda en activo. Eso significaba que lo único que debía preocuparnos en el futuro eran las contingencias relativas a la voz de Roger, ya que la voz humana no es un instrumento que pueda afinarse cada noche. A finales del mes de agosto anterior, la esposa de Roger, Heather, estuvo preocupada porque empezaba a sentirse ansioso. Roger era algo hipocondríaco con el cáncer, aquella maldición había condenado a su querida hermana Carol (y novia mía de adolescencia) con sólo treinta y dos años. Su temor pareció justificarse por los problemas de garganta que padeció por entonces, pero se sometió a tratamiento y su voz está ahora perfectamente, siendo mucho menor su inquietud.
Las giras prolongadas siempre habían sido duras para Roger. En lo mejor y en lo peor, los Who éramos un grupo escandaloso, potente, que daba conciertos largos y cuyos viejos éxitos fueron concebidos para la voz de hombres más jóvenes que nosotros, para chavales, de hecho. Roger no iba a tolerar que se atenuara el nivel, así que andaba siempre batallando por dar lo mejor de sí, y esa batalla era parte de lo que hacía fascinante su rol en el escenario.
Poco después del 11 de septiembre de 2001, los Who tocamos en el Madison Square Garden para el concierto por Nueva York que Paul y Heather McCartney había planeado desde su avión detenido en una pista del aeropuerto Kennedy, mientras contemplaban la lejana humareda elevándose del World Trade Center. Cuando se encendieron las luces, me asombró ver que la mayor parte del público iba de uniforme: policía, bomberos, personal sanitario, hombres y mujeres, que lanzaron sus gorras al aire con «Won’t Get Fooled Again». Muchos de aquellos tipos duros estaban llorando.
Vi a Mick Jagger y Keith Richards cantar una versión acústica de «Wild Horses». Podíamos decir que si había vida después de ésta, en ésta también habíamos estado. El momento culminante de la noche para mí fue James Taylor, siempre cordial, con una actitud calma y firme, su música plenamente americana pero exenta de todo patriotismo rabioso. El acontecimiento fue un acto de resistencia, como también de compañerismo y tristeza. Nueva York siempre sería la ciudad más diversa, abierta, cosmopolita del mundo, a pesar del brutal intento de acabar con ella por parte de un hatajo de fanáticos enloquecidos.
Después de nuestra actuación, Elton vino a felicitarnos y también a apremiarme para que hiciéramos otro álbum de los Who. Allí estaba nuestro jefe de la discográfica, Doug Morris, asintiendo. «Nunca volverás a ver algo parecido a esto en tu vida», le dijo Elton a Doug.
George Harrison murió el 1 de diciembre. Es difícil explicar cómo me afectó a mí y a todos los que lo conocían. Era un hombre calmo y cariñoso, instalado por fin en aquella vida familiar y espiritual que todos le deseábamos. A través de su álbum Traveling Wilburys cada uno de nosotros —sus fans— habíamos accedido a su hogar por vía de su estudio de grabación en Friar Park, Henley. Decidí que un día haría lo que había hecho George, y compartiría con mis fans la casa y el estudio que ellos me habían permitido disfrutar hasta entonces.
En febrero de 2002, resolví exorcizar la rabia e impotencia que sentía durante la reescritura como relato de «The Boy Who Heard Music». Me pasé dos semanas escribiendo a mano con papel y pluma. Me encantaba hacerlo, era una práctica liberadora. Antes de terminar, supe que David Astor había muerto. Con él perdimos a un gran filántropo, y pensé en tratar de llenar parte del vacío que dejaba su muerte. También por aquella época murió la reina Madre, y en su caso decidí que ya era hora de perdonarla por haber hecho que se me llevaran aquel Packard fúnebre de mis años mozos.
Los Who teníamos otra gira contratada y aún debíamos lanzar otro disco «Best of», que se llamaría Then and Now [Entonces y ahora], de modo que acudimos al Oceanic a ensayar y grabar al menos dos o tres canciones nuevas para añadir algo de «ahora» al «entonces». Mi canción fue «Real Good Looking Boy», una balada de piano que adapté del tema «I Can’t Help (Falling in Love with You)» de Elvis. Roger escribió «Certified Rose», una canción Country&Western que me gustó mucho y que tenía cierto dejo de Ronnie Lane. John, por su parte, tenía listas varias canciones, pero se negó a compartirlas. Me contó que no soportaba someterlas a la crítica de Roger.
La grabación fue algo tensa. Sin duda, John no gozaba de buena salud: había perdido completamente la audición, y llevaba dos potentes audífonos, incluso cuando tocaba. Tomaba medicación para el corazón pero seguía fumando, y bebiéndose su copita de Rémy en mitad de la jornada. Como en ocasiones parecía animarse y se lo veía despierto, Roger y yo nos preocupamos por si consumía cocaína; en cualquier caso, su nivel de interpretación seguía siendo brutal, y menos escandaloso. Escandalosa era la batería, de modo que yo pasé buena parte de los ensayos alojado en una cabina para protegerme los oídos.
En junio estaba en el hotel Bel Air de Los Ángeles, listo para volar a Las Vegas para nuestro concierto de calentamiento en el Hard Rock. Nuestra primera gran actuación debía ser en el Hollywood Bowl unos días más tarde. Rachel y yo habíamos contactado con nuestros amigos Kathy Nelson y John Cusack. Salimos a comprar tonterías y éramos felices como perdices en California. La vida era una maravilla.
Todo esto cambió radicalmente el 27 de junio de 2002, tal como registré en mi diario.
Hacia el mediodía Lisa March llamó a Nicola para decir que tenía la «primicia» de que John estaba enfermo. Nosotros no habíamos oído nada. Luego llamó Bill. «¿Estás sentado, Pete? John ha muerto». Parece una broma macabra. La oportunidad del momento es demencial. Llamo a Roger. Grita, «¡Qué!», esperando que sea una broma, enseguida se da cuenta de que nunca le jugaría una broma así. Se viene para el hotel.
Rachel me habla durante la primera hora. Estoy conmocionado. Vuelvo a hablar con Bill. John había estado consumiendo cocaína y lo acompañaba una chavala. La chica resultó ser un ligue y fue ella la que había informado de su defunción. Me siento fatal porque yo había rogado que algo nos sacara de esta gira. Pero no a este precio.
John está muerto. Lo quería mucho, de verdad. Era el mejor, más antiguo y comprensivo de mis amigos. Es completamente irreemplazable. ¿Podría haber intervenido para salvarlo? Es inútil elucubrar al respecto. John era un beodo, un adicto y un obsesivo compulsivo; otro maravilloso ser humano que se extravió.
Me pasé la noche paseando arriba y abajo. La tragedia me acababa de brindar la mejor oportunidad posible para volverle la espalda a los Who. Sin embargo, miles de fans leales ya habían comprado sus entradas, sus billetes de avión y habían pagado sus reservas de hotel. Seguramente comprenderían que canceláramos la gira, pero todos perderían un buen dinero, tan difícil de ganar. Si los temores de Bill se verificaban, el seguro se resistiría a pagar debido a las circunstancias de la muerte de John, con lo cual el equipo técnico no vería un chavo. Ni sus familias.
No teníamos elección. Simplemente teníamos que procurar que la gira funcionara. No sabía cómo nos las íbamos a apañar, pero había que intentarlo. Como quien dice, yo había nacido en un circo, venía de una familia de músicos, y mi reacción natural se traducía en que, pasara lo que pasara, había que seguir actuando, mientras fuera humanamente posible.
Una vez que me decidí, llamé a Bill. Íbamos a necesitar a alguien que tocara el bajo y mi primera elección era Pino Palladino. Había actuado conmigo en varias ocasiones, era muy rápido y no lo compararían con John. Se trataba de un bajista igualmente iconoclasta, pero muy diferente a John en sus maneras. Pino voló directamente de Los Ángeles y, mientras estábamos sentados junto a la piscina del Sunset Marquis, George Clooney, recién salido de una farra en el bar, saludó risueño.
En junio de 2012 escribí:
Han pasado diez años desde la impactante muerte de John en Las Vegas. Debo decir que este no es un momento particularmente especial para mí porque recuerdo a John cada día. […] Siempre quise mucho a John como amigo, y creo que me agarraré a ese recuerdo, por más que Queenie, su madre, se enfadara conmigo por el hecho de que le enojara el modo en que John había muerto y me dijera luego que John nunca me quiso. De hecho, John me dijo que me quería en un par de ocasiones, estando solos, y él algo borracho, pero la verdad se cuenta a veces en tales circunstancias. Es cierto que a veces exageramos, así que me reservo el derecho a hacerlo y creo que John no exageraba.
Cuando hablamos de querer a alguien, siempre queda algo por decir. Queremos a personas que no nos gustan. Nos gustan personas a las que jamás querríamos. Podemos incluso casarnos o hacer negocios con alguien que ni queremos ni nos gusta y acabar gozando personal o profesionalmente con dicha persona. Eso es particularmente cierto en los grupos de música. No siempre es fácil saber la verdad, y naturalmente —si hay que creer a Queenie— los sentimientos entre dos amigos pueden ser intensos pero no necesariamente equivalentes. Para mí, el caso de John está perfectamente claro. No tengo problemas, ni una imagen diluida. Yo quería a John, me gustaba, lo respetaba y lo echo en falta. No creo que jamás introdujera la menor pulla en nuestra relación. Nunca dijo o hizo nada que pueda recordar y avivar los rescoldos del menor resentimiento hacia él.
Sobre el escenario, con los Who, a menudo me veo esperando a que John aparezca, rascándose un lado de la nariz y suspirando profundamente resignado, de aquel modo característicamente reflexivo que solía presagiar una anécdota graciosa o un arrollador pasaje al bajo…
Algunas personas son absolutamente únicas. Cuando mueren dejan un vacío imposible de colmar. Así fue con John: al morir, dejó un hueco que sólo puede llenar la memoria, los recuerdos cariñosos, así como un repaso crítico y saludable de su comportamiento ocasionalmente demencial y de su sentido del humor extraordinario. Nos conocimos en la escuela, sólo teníamos doce años, pero John ya parecía un hombre, en tanto que yo seguiría siendo un chiquillo durante varios años más; todos hemos conocido amistades de ese estilo en nuestros días de escuela.
A veces digo que yo tenía once años cuando nos conocimos, porque así me sentía; ya que John era para mí un adolescente de quince o dieciséis. Lo que me resulta extraordinario es que John me acogiera bajo su manto de manera tan cordial, y fuera siempre mi apoyo, incluso cuando metía la pata. Nunca se mostró condescendiente, nunca pensé que se estuviera esforzando, su respaldo era una actitud natural y no obedecía a ninguna motivación específica[26].
El funeral de John fue en su pueblo natal de Stow-on-the-Wold el 10 de julio, durante un intervalo de la gira. Cuando la limusina negra me conducía del crematorio a mi cercano hotel, me sentí agradecido por estar vivo. De pronto, el conductor abrió la ventanilla divisoria.
—¿No se acuerda de mí, señor Townshend?
—Me suena su cara. ¿Ya me ha llevado en otra ocasión?
—En el funeral de su suegro, Edwin Astley. Yo le di una dirección y usted le envió un autógrafo a mi padre. Gracias por el detalle.
—No hay de qué —me arrellané en el asiento.
—¿Así que usted también es masón?
—¿Perdone?
—No pasa nada, señor —me tranquilizó—. El señor Entwistle y yo pertenecíamos a la misma logia.
—No sabía que John era masón.
—Pues sí —dijo el conductor—. Toda su vida.
Los Who prosiguieron a finales de julio por la costa este de EE. UU. El ruido escandaloso propio de las interpretaciones de John se acabó para siempre. El sonido de Pino era más suave y calmo, pero Roger seguía debatiéndose para oírse a sí mismo. Así que, posiblemente, siempre estuvo equivocado acerca del motivo por el que tenía problemas en ese sentido.
Al final de la gira, Roger vino a despedirse. Estaba ya mirando al futuro y creo que le preocupaba lo que yo pensara.
—¿Preferirías hacer algo distinto la próxima vez?
Se lo veía ansioso, amable, sonriente.
Sin duda, a mí no se me veía particularmente ilusionado.
—¿Qué tal lo has pasado?
—Ha estado bien —dije.
Se le torció la expresión.
—¿Sólo bien?
—Sí —traté de que la palabra sonara tan positiva como fuera posible—. Bien.
—¿Eso es todo, pues? —estaba a punto de irritarse conmigo—. ¿Sólo bien?
Dije que no tenía quejas. No di más explicaciones. Y supo entonces que no iba a continuar.