Nuevo Hogar

Durante los ensayos para el Tommy de Londres, llegué a un acuerdo con Windswept para la edición de mis canciones. Aquello se iba a revelar como una relación provechosa: trabajaron a fondo en mi catálogo y le sacaron partido a canciones menos conocidas. El acuerdo me habilitó para otro largo periodo de trabajo creativo, con sus interminables horas mirando a una hoja en blanco. Significaba también que podría comprar The Wick.

Nick Goderson, el contable del Oceanic durante su apogeo como estudio comercial, sugirió que la empresa podría comprar la planta baja de The Wick para destinarla a estudio de grabación y oficinas. En cualquier caso, al cerrar aquella compra, había dado carpetazo a mi matrimonio. A lo hecho, pecho: Karen se quedaría con el hogar familiar; de hecho, se iba a quedar con las dos casas de familia, pero, pensándolo bien, fue justo que así fuera.

Entre tanto, pasó algo por lo que vi renovado mi estatus de tío guay: Rei Kawakubo, la estilista de la casa Comme des Garçons, me invitó a figurar como modelo en su desfile parisino para la Semana de la Moda de enero 1996. Iba a presentar una colección de inspiración mod y quería que yo encabezara una cuadrilla de jóvenes como si fuéramos una banda juvenil. Mi mano derecha sería Jimmy Pursey, cantante de Sham 69.

Buena parte de los arreglos de última hora los ejecutaban chicas japonesas que no parecían preparadas para el hecho de que yo ya no era un mozo en su lozanía. Había que soltar mucha costura en la cintura, y después de los primeros apaños, decidí que no lo aguantaba. Sin embargo, antes de huir, Rei me rogó que siguiera. La verdad es que la gente de la moda es el peor público ante el que he tenido que aparecer. Jamás había experimentado una arrogancia tan fría y despectiva por parte de gente con un amor propio tan absurdamente hinchado. Además, yo había imaginado un acontecimiento más vivaz, parecido al Fashion Aid al que había asistido en Londres.

Aprendí algo importante: puede que yo fuera percibido como guay por alguien como Rei Kawakubo, pero yo no me sentía así. Guay es una etiqueta que sin duda pueden colgarle a quien sea. James Dean era percibido como guay, aunque el chico se ahogaba en un marasmo de inseguridad. Como músico sobre el escenario yo era capaz de hacer algo para lo que no estaba dotado fuera del mismo: podía interpretar un papel. Podía explotar una faceta exagerada de mi carácter, que permanecía oculta en otras ocasiones. En el escenario no me chistaba nadie, ni Roger Daltrey. Fuera del escenario, la verdad sea dicha, soy un ratoncillo, aunque ciclotímico.

Los preestrenos de Tommy en Londres empezaron el 20 de febrero. El último antes de la representación ante la prensa, el 4 de marzo, fue dedicado al Teenage Cancer Trust [Fundación contra el cáncer adolescente]. Ésta era la primera vez que participaba en una donación a TCT, cuyo padre fundador era Adrian Whiteson, mi médico.

TCT se dedicaba a proveer escáneres a las clínicas que trataban a jóvenes pacientes de cáncer. En estos pacientes la división celular se produce a gran velocidad, y si no se detectan a tiempo las células cancerígenas, los pacientes pueden morir en cuestión de meses. Aporté más dinero por cuenta propia y me preparé para presentar yo mismo el cheque en la recepción que tendría lugar en el Armoury Hall de la City después del espectáculo.

El joven actor Alistair Robins, que interpretaba al padre, me llevó a un aparte.

—¿Podría presentar el cheque?

—No, no podrías —dije, riendo—. Se trata de mi dinero, soy yo quien lo dona.

—Significaría mucho para mí —insistió.

—Significa mucho para mí.

—Es que yo sobreviví a un cáncer juvenil —dijo—. Estuve a un paso de la muerte y el equipo de cáncer juvenil del St. Thomas me salvó la vida. ¿Sabes que todos lo llamamos Tommy’s, al St. Thomas?

Miré a aquel joven guapo y vital. ¿Cómo era posible? Aquel momento me vinculó ya para siempre al trabajo de TCT.

Y evidentemente Alistair Robins presentó orgullosamente el cheque en nombre de toda la compañía londinense de Tommy.

En mayo de 1996, el día después de firmar el contrato para escribir mi autobiografía, acabé de pagar mi casa nueva, The Wick. Fue un momento trascendental: mi matrimonio estaba irresolublemente acabado. La casa necesitaba reformas y empecé por acondicionar el estudio donde empezaría a escribir este libro. (Sí, ya sé que ha llevado su tiempo…, así que espero que lo disfrutéis).

Al visitar la casa descubrí algo sorprendente. En 1973, cuando mi empresa Trackplan construía estudios caseros para músicos de rock y de pop, uno de los encargos fue acondicionar uno para Ronnie Wood en su casa, que hoy era mía. Yo recomendé una consola Neve BCM10 como la mía, y una grabadora analógica de ocho pistas. Se había tendido todo el cableado y la estancia se había insonorizado con conductos de ventilación silenciosos y puertas macizas.

Ronnie había grabado cantidad de música en aquel espacio junto a los Faces, Bobby Womack y los Stones. Cuando decidió que la Neve ya no le servía, encargó una Helios y me vendió la otra, que sigo teniendo almacenada. Y ahora resulta que Ronnie lo había dejado tal cual. Sólo me faltaba carretear una grabadora y la consola de mezclas Neve y podía empezar a utilizar el estudio al instante. Decidí mantenerlo como estudio analógico a la vieja usanza, siendo mi única concesión a la grabación digital una de las primeras grabadoras RADAR, que se podía integrar fácilmente en un módulo y usarla en caso de necesitar más pistas de las acostumbradas.

Seguía buscando donde acondicionar todo el sistema Synclavier, y decidí utilizar la caseta oval del jardín donde Ronnie, Steve Winwood y yo habíamos ensayado para el concierto de Eric Clapton del Rainbow en 1973. Era un recinto espacioso, lo suficiente para un piano de cola, todos mis sintetizadores analógicos, el órgano Lowrey Berkshire que había usado para los temas de Who’s Next y diversos módulos MIDI más modernos.

Estaba ilusionado con el nuevo hogar, pero lamentaba profundamente que fuera la estampa de mi matrimonio fallido.

Mi disco «Best of» en solitario, Cool Walking, iba a lanzarse en mayo. Para promocionarlo, aparecí junto a Peter Gabriel y Michael Stipe en Los Ángeles para una emisión televisiva dedicada a Witness, una organización pro derechos humanos. En aquel mismo viaje di dos conciertos en solitario en el Hard Rock; Jon Carin era mi acompañante, y se encargaba de añadir voces, efectos y patrones rítmicos, pistas de acompañamiento y de tocar el teclado. Sonábamos como una banda. Aparecí para otro par de actuaciones en solitario en San Francisco y en el Supper Club de Nueva York.

En junio de 1996, para el Prince’s Trust, se celebró un concierto de celebridades interpretando Quadrophenia en Hyde Park. Harvey Goldsmith era el encargado de organizar el espectáculo y Phil Daniels, que había interpretado a Jimmy en la película, era el narrador. Accedí a invitar a Roger para que llevara la voz cantante, y él aceptó a condición de llevar a John al bajo y a Zak Starkey a la batería.

Dios. Los Who ya volvíamos a estar juntos, te pongas como te pongas.

El show fue divertido, pero desgarbado. Stephen Fry interpretaba al gerente del hotel, y el botones era Ade Edmonson. Harvey Goldsmith había sugerido a Gary Glitter para el Padrino, y su primera gran contribución al espectáculo consistió en sobreexcitarse durante la prueba de sonido: meneando el soporte del micro, le arreó tan fuerte a Roger en el ojo que le partió la órbita. Roger se puso un parche y tiró adelante.

Basándonos en la producción presentada en Hyde Park, dimos otra semana de conciertos de Quadrophenia en el Madison Square Garden de Nueva York, en julio. Las actuaciones fueron soberbias. Phil Daniels lidió con la zafia audiencia del mismo modo que los actores de Psychoderelict lo hacían con la suya: gritando más que ella. Karen se trajo a Joseph, que nunca me había visto actuar. Al día siguiente me llevó a patinar a Central Park, y me enseñó a coger velocidad alternando los pasos, y luego a frenar arrastrando uno de los patines.

En septiembre de 1996, el Daily Mail reveló que había abandonado la casa familiar en Twickenham y me había trasladado a The Wick, señal de que mi matrimonio se había roto. Yo seguía viviendo en el Cubo, y no pensaba mudarme hasta noviembre, pero la noticia ya se había difundido. A pesar del gozo de tener una casa nueva donde podía cocinar, bañarme, vestirme y vivir por fin a mi aire (con todo el espacio para jugar con Joseph), me sumí en una depresión.

Esta vez no se trataba de un cambio de humor pasajero. Era una depresión de cajón. Y era normal que me sintiera triste por lo que estaba pasando: aquello era el final de la larga lucha mantenida por Karen y por mí para permanecer vinculados a través del matrimonio. Con todo, sabía que el abatimiento se iría diluyendo.

Los ensayos para la gira americana de Quadrophenia se llevaron a cabo en los estudios Nomis de Shepherd’s Bush. Durante aquella semana estuve charlando con una recepcionista sumamente atractiva, a quien parecía gustarle. El último día, 4 de octubre, vi a Zak Starkey con una chica que, de entrada, confundí con su mujer. Era joven, de veintipocos años, con unos ojos fabulosos; y un pensamiento me cruzó la mente: me da igual de quién sea, quiero conocerla. Después de todos mis devaneos en los Estados Unidos, aquello era una estupidez y lo sabía, pero estaba convencido de que aquella chica iba a entrar en algún momento en mi vida.

Más tarde se me acercó. Se llamaba Rachel Fuller. Era una chica con chispa, vivaz, original, segura, muy guapa y graciosa. En aquella ocasión me entregó una solución de curandero para los problemas de oído que padecía mi amigo Bill Nicholls.

—¿Qué haces por aquí? —le pregunté.

—Me dedico a orquestar —explicó—. Para Ute Lemper.

Se trataba de la famosa cantante y actriz alemana. Rachel desapareció en un pispás, aunque luego la vi departiendo en una sala llena de hombres más interesantes que yo.

Aquel día ya no la volví a ver, pero antes de que desmontáramos el material, le escribí una nota preguntándole si estaría interesada en trabajar conmigo para unas orquestaciones de los Who durante la gira americana: un ardid insensato, aunque es verdad que andaba buscando a un profesional de la orquestación. Quizá funcionara. Le entregué la carta a la recepcionista para que se la pasara.

La gira americana de Quadrophenia fue como una nebulosa. Karen se trajo a Joseph a Vancouver y luego a Los Ángeles Se había esforzado lo indecible por comprenderme, pero no era fácil para ninguno de los dos. Ambos nos sentíamos terriblemente tristes por los hijos, sobre todo por Joseph, pero la verdad es que a él se lo veía feliz. Evidentemente, estaba encantado cuando nos reuníamos todos, aunque a veces se respirara cierta tensión. Recordaba esa misma impresión en mi infancia, con siete años, cuando regresaba después de estar con Denny y mis padres trataban como podían de reconstruir la familia.

La prensa afirmaba que los Who andaban descarriados. Yo tocaba la guitarra acústica casi siempre, y mi interpretación era lo que sostenía el ritmo y definía su sutileza. Para ello, la acústica era mucho mejor que la eléctrica, aunque los fans de los Who no lo perdonaban: se repetía a menudo que todo mejoraría «si Pete se colgaba de una vez la guitarra eléctrica».

Yo había insistido en que la gira se promocionara como Quadrophenia y no como «los Who», pero contar cada noche con los tres supervivientes de la formación facilitaba que reapareciera ocasionalmente la vieja magia —lo que ya era mucho para mí—; una magia que el público pretendía eternizar para colmar su ansia de Who. Sin embargo, la esmerada sucesión musical que representaba Quadrophenia no dejaba mucha cancha para la anarquía y la espontaneidad.

De vuelta a los estudios Nomis, trabajamos un par de días para compactar algunos segmentos del espectáculo, e intentar reducir la sección de viento. Mientras andábamos por allí, le pregunté a la recepcionista sobre la carta que le había entregado para que se la pasara a la chica que trabajaba con Ute Lemper.

—¿Estás loco? —preguntó, airada.

—¿Qué?

—Te pasas toda la semana ligando conmigo, y luego me pides que le pase una carta a otra chica, a la que doblo en edad. La tiré.

Una noche, tras llevar a Joseph a casa de Karen y acostarlo, me quedé dormido viendo MTV en el estudio al fondo del jardín. Emitían una suerte de espectáculo psicodélico, con animaciones fractales amenizadas con rap y R&B moderno. Me desperté como en una ensoñación y traté de recordar en qué había estado soñando.

Enseguida me volvió, así como otro sueño que no reemplazó al primero, sino que discurrió, extrañamente, en paralelo. Y luego otro, y otro, cada uno de los sueños muy vívido y diáfano, solapándose. Perdí la noción de dónde estaba, y en un intento por registrar lo que pasaba me senté al piano y me grabé hablando sobre lo que sucedía. Más tarde, bauticé aquel fragmento como «Wired to the Moon».

Después de varias horas, las sustancias químicas del metabolismo que afluyeron al cerebro amainaron, y pude dormir. Aquello fue aterrador y me sentí abrumado. Me pregunté si podía ser alguna variedad de Alzheimer o, peor, si mi caso habría derivado en un cuadro de esquizofrenia.

Como no volvió a suceder en la semana o semanas siguientes, lo tomé como una aberración accidental, y volví al trabajo. Tenía entre manos la idea de desarrollar un auténtico musical de Broadway, al estilo antiguo. Creía que aquel era mi destino.

Internet era un fenómeno que contemplaba como una especie de teatro. Para mí el portal ideal sería como un local para ensayos, talleres, obras, interpretaciones, lecturas, entrevistas; todo el material que conforma mi carrera reunido bajo un mismo paraguas cibernético. La televisión ya llevaba años haciéndolo, pero internet podría algún día permitir que una sola persona dotada de creatividad suficiente gestionara su propia empresa audiovisual.

La banda ancha todavía no estaba disponible en 1996. El acceso a internet seguía haciéndose por vía telefónica y lo único disponible eran textos y fotos de baja calidad. Como de costumbre, mi cinismo y pesimismo me indujeron a creer —tal como había predicho en mi soporífera conferencia del Royal College of Art— que la industria del porno sería la que impulsara los avances técnicos, tal como había sucedido en el mercado del video a mediados de los ochenta. En ese sentido, me asombró la celeridad con que publicaciones como Hustler y Playboy había dispuesto ya sus sistemas de pago con tarjeta para poder acceder a la revista online. En todo aquello había sin duda mucho dinero.

Seguía decidido a continuar trabajando como productor para montar nuevos proyectos de teatro musical. John Scher, uno de los productores en los que Bill Curbishley confiaba plenamente, aún me presionaba para que siguiera elaborando Psychoderelict, bien para el teatro o como vehículo interpretativo para mí. Volé en el Concorde a Nueva York para encontrarme con él y con Kevin McCollom, director del grupo teatral del Ordway Center en St. Paul, Minnesota. Una escandalosa sacudida del avión me despertó de la siesta. Hubo varias réplicas que fueron empeorando hasta que el aparato tocó tierra en Halifax desde donde fuimos trasladados con otro avión a Nueva York. Me sorprendió haber mantenido la calma a lo largo del incidente.

Elton John y su compañero David Furnish iban en el mismo vuelo, y cuando me encaminaba con ellos hacia el otro avión, Elton me dijo que un rabino había hecho cundir el pánico al tratar de penetrar en la cabina. Se ve que sostenía una pequeña urna que, decía él, «debe llegar a Nueva York por todos los medios, de lo contrario, las consecuencias podrían ser apocalípticas».

—Eso es peor que haberme dejado ropa sucia en el cesto —repliqué. Aquella, de hecho, había sido mi absurda preocupación mientras me preparaba para una muerte que daba por cierta.

Entonces me dio por compadecer a la pobre mujer histérica que se había puesto a gritar.

—Ese era yo, querido —confesó Elton.

La reunión de Psychoderelict fue bien. Discutimos la necesidad de un guión nuevo y acerca de posibles directores. A medida que le exponía la obra a Kevin McCollom, percibió varios problemas. Si el relato recibía un tratamiento ligero, dejando que la música aportara matices y tonalidades, los que no están hechos para dicho tipo de música lo iban a encontrar intrascendente. Si el mensaje distópico que radicaba en el núcleo de la obra se desplegaba ostensiblemente la pieza se antojaría pretenciosa. De algún modo, había que dar con un equilibrio.

Entre tanto, Tommy iba a cerrar en Londres. Se había representado durante algo menos de un año, perjudicada por públicos indiferentes y por el atentado del IRA en el vestíbulo del cercano Cambridge Theatre en el día del preestreno. La asistencia teatral cayó en todo el West End, y fue una gran desilusión pues, al igual que con la gira americana (que funcionó mucho mejor como negocio), las críticas fueron muy buenas, y bien merecidas. Tal como dijo el productor, André Ptaszynski, en su apenado anuncio, el elenco de actores merecía mayor atención.

Viajé a Miami para pasar unos días con Lisa y cerrar nuestro affaire, deseo que le había surgido durante sus sesiones de psicoanálisis. Estábamos decididos a seguir siendo amigos. Lo pasábamos tan bien que decidí adoptar la expresión chistosa de «aplazamiento del fin», y la invité a que en el mes de mayo se viniera conmigo a Alemania y Austria para cuando los Who interpretaran Quadrophenia. Aceptó y pensé ilusionado en su compañía, sin saber ya muy bien si lo que deseaba era clausurar o reabrir.

Volé hasta Courchevel para asistir a la primera clase de esquí de Joseph. Alquilé una avioneta de Londres a Chambéry y, desde allí, un helicóptero para ir y venir. Todo aquello costaba una fortuna, y me preguntaba cómo podría llegar a mantener aquel estilo de vida. Había sido contactado para hacer una gira en solitario en Reino Unido por una tarifa de entre mil quinientas y dos mil libras la noche, pero me temía que no pudiera ni pagar mis facturas de hotel o las del equipo, por no hablar de mis vuelos en jet para mantener las visitas de martes y jueves con Joseph.

La gira europea de Quadrophenia se acercaba. Teníamos un ensayo en la casa nueva de Bill Nicholls en Twickenham para empezar a organizar nuevos arreglos y divisiones a la guitarra. Billy mencionó que Rachel Fuller, la chica del estudio Nomis, había trabajado con él en un par de sus temas en solitario. Mi intuición me decía que me anduviera con cuidado. Rachel parecía otra Theresa Russell, alguien que podía hacer zozobrar mi mundo, para lo bueno y para lo peor.

«Rachel es una bomba —escribí en mi diario—. Peligrosa».

La gira empezó con dos actuaciones en Escandinavia, luego se desplazó a Alemania. Entré en razón en lo tocante a las finanzas, y le comenté a Karen que era imposible proseguir con la gira y seguir viendo a Joseph normalmente. Reduje el número de vuelos alquilados y me ceñí básicamente a los regulares.

En abril de 1997 Lisa me mandó una carta muy cariñosa. Parecía recordar sólo los buenos tiempos entre nosotros, y yo tenía ganas de verla desde que nos habíamos despedido en Miami. En aquel entonces ella intentaba desentrañar algunas cuestiones de la infancia que la perturbaban; parecía como si todos mis conocidos tuvieran alguna historia tenebrosa por contar. Por otra parte, la psicoanalista que la atendía se estaba divorciando de su descarriado esposo. Volví a invitar a Lisa para que nos reencontráramos en Viena durante unos días. Aunque su psicoanalista le había dicho que dos examantes no podían dormir en el mismo cuarto sin acostarse, lamentablemente, refutamos su teoría.

El día antes de mi cincuenta y dos cumpleaños dimos el último espectáculo de la gira europea en el Wembley Arena. En la fiesta de después, una chica alta y voluptuosa se me acercó.

—¿Te acuerdas de mí? Soy Laura. Sólo quería que supieras que yo no robé tu dinero, pero sé quién lo hizo.

Se trataba de la chica de Phoenix de quien sospechaba que me había sisado los cincuenta mil dólares del bolso muchos años atrás. Me contó que uno de los amigos de su hermano (ya fallecido), había visto la pasta y la pilló, su madre se dio cuenta y le entró pánico. Laura aún tenía el poema que le había escrito; se titulaba «The Tall Richard» (argot cockney rimado: Ricardo tercero/pero).

De pronto, junto a ella, apareció Nomis. ¡Rachel y ella eran amigas! Qué extraordinaria coincidencia. Rachel me llevó a un aparte para decirme algo importante, luego me puso las palmas sobre el pecho y me instó a que fuera fiel a mi arte. Estaba muy hermosa aquella noche, pero yo ya le había prometido a un vecino que lo llevaría a casa. Repasé la sala para ver si podía montármelo de otro modo con el vecino, y al volverme, Rachel ya no estaba. Hice algunas llamadas para tratar de localizarla, y pensé en invitarla para que se viniera conmigo a la próxima gira de los Who. Me olvidé completamente de los cincuenta mil dólares.

La gira americana de Quadrophenia empezó el 17 de julio, y terminaría el 17 de agosto. Conseguí convencer a Rachel de que se viniera a Nueva York para estar conmigo, y cuando me enteré de que Laura conocía a Wiggy, la invité también, con la idea de que Wiggy pudiera ocuparse de ellas.

Mi terapeuta sugirió que aquella era una empresa desquiciada. Sin duda, no era la mejor idea que había tenido. Una vez instalados en el Royalton, Laura seguía convencida de que yo continuaba interesado en ella, y si no hubiera estado tan quemado por mi tonteo sentimental de los últimos años habría valido la pena ir a por ella. Era extremadamente sexy, con una elegancia de dama sureña a lo Jerry Hall. Y yo recordaba con verdadero placer nuestro encuentro en Phoenix.

Por el contrario, Rachel se me hacía realmente problemática, era exigente y egoísta. Tanto ella como Laura habían conocido a Ahmet Ertegun a través de un novio de Laura vinculado al mundo de la música, y yo tenía la sensación de que Rachel me había arrinconado en favor del gran seductor del negocio. Me explicó que lo conocía, y que la había invitado a Tramp’s recientemente. Se quiso acostar con ella, pero Rachel le barró el paso.

Después de todo esto, decidí vender Nuovo Pensiero y destinar las ganancias a comprar una modesta casa en Cornualles cerca de Karen. Encontré un granero reformado en Mawnan Smith más allá del río Helford, algo recóndito pero a un tiro de piedra de Joseph con el bote neumático. El 6 de septiembre de 1997 apunté una auténtica efeméride en mi diario: Joseph durmió por primera vez en The Wick. Yo estaba encantado, y la piscina era lo mejor de todo para cuando él y sus amigos se venían de la escuela. Le estaba muy agradecido a Karen por que las cosas fueran así.

Aquel mismo mes tuve varios encuentros con Rachel. Quería que trabajara para mí como orquestadora.

O eso, al menos, me decía yo.

El 1 de diciembre salí con Rachel para una cita de verdad, con cena en el Riva, un restaurante cerca de mi casa en Barnes. En una mesa cercana estaban cenando unos amigos del mundillo, algunos de los cuales eran amigos de familia. Rachel estaba adorable, y algo entre nosotros se antojaba distinto. Ella parecía haber madurado de pronto. Ya no había tanta bromita, menos pullas y menos exhibicionismo. Aquella noche hicimos el amor por primera vez.

Me sentía como Dustin Hoffman al final de El graduado, tras raptar a la chica del altar y escapar con ella en el bus, sabedores ambos de que no volverían jamás, pero sin saber si tirar para adelante iba a ser una solución viable.

Me sentí arrastrado por Rachel, pero la sensación era distinta de como la había experimentado en el pasado. Sin duda hubo aquella atracción instantánea que había sentido con otras mujeres… y puede que si hubiera puesto el suficiente empeño en dichas aventuras —o incluso en mi matrimonio— habría construido algo sólido con alguna. Pero en el caso de Rachel había un talento especial, y eso me permitía ilusionarme con que pudiera entender mi necesidad creativa para gozar de mi tiempo y espacio propios.

Además era joven, algo que yo sentía necesitar. Seguía aquejado por radicales mutaciones anímicas y algunos brotes de energía desatada; a veces, algunos se rezagaban con eso y yo me impacientaba por su falta de ritmo. Rachel mantendría el ritmo, estaba seguro. No estaba tan seguro de si lo iba a mantener yo con ella. En todo caso, después de una noche maravillosa charlando y haciendo el amor, todos los aspectos del carácter de Rachel que me inquietaban parecieron convertirse en virtudes. Por fin sentía que había encontrado a alguien que podía lidiar conmigo tal como era yo.

A Karen no llegó a perturbarla que yo hubiera tenido ligues en América, y eso era importante. Sin embargo, ahora yo también amaba parte del riesgo emocional que Rachel planteaba —aparte de independiente, parecía algo indómita—, y me di cuenta de que por una vez en mi vida mi afán por estar con una mujer no tenía tanto que ver con el sexo como con gozar de su compañía, su humor y energía. Trataría de empezar una relación seria con ella; además ambos éramos músicos. Si funcionaba, fantástico, y si no, pasaría el resto de mi vida como un soltero abstemio.

En la primavera de 1998, Ethan Silverman, que dirigió Bill Graham Presents, me mandó una película que había presentado en Sundance llamada The Waiting Children. Se trataba de un documental acerca de una pareja americana que viaja a Rusia para adoptar a un niño; en él aparecen escenas desgarradoras de las atroces condiciones de algunos orfanatos que visitan, y podemos seguir al chiquillo desamparado que la pareja se acaba llevando a casa. Era un documento muy emotivo que me hizo pensar en Oleg, el muchacho ruso al que había conocido en las calles de Teddington. Había tratado de llamarlo al número que me había dado, sin éxito, pero esta vez respondió una persona.

—¿Es usted la persona que dejó unos mensajes el año pasado? Aquí no hay nadie que se llame Oleg, ni ahora ni antes.

Con todo, deseaba seguir mi impulso para donar dinero a uno de aquellos orfanatos. Nunca había estado en Rusia, y no me parecía mal que mi primera visita fuera para una actuación especial en favor de una institución que se ocupara de niños abandonados. O quizá bastaba con expedir un cheque.

Encendí mi ordenador portátil Toshiba, seleccioné un buscador y tecleé una entrada sencilla: «Donaciones niños orfanatos rusos». Los resultados del buscador enseguida atiborraron la página. Pulsé en el primero y en pocos minutos (en aquellos días las imágenes tardaban mucho en cargarse) la pantalla se vio invadida por imágenes de niños abusados sexualmente.

Me quedé de piedra. Como la mayoría de los hombres yo había utilizado Internet para mirar pornografía —era una gran novedad—, pero jamás había visto cosa parecida.

Empecé a sudar y a sentir ansia. Las imágenes se agolpaban ante mis ojos, pero en esas escenas yo era el protagonista, un chiquillo acostado bocabajo en una cama. Mi ansiedad enseguida se tornó cólera.