Dejé de beber el 6 de enero de 1994. Empecé a visitar a un terapeuta de Londres dos veces por semana, y encontré un grupo informal que se reunía dos o tres veces por semana en mi barrio para sesiones de terapia grupal y de apoyo mutuo. Así empecé a conocer a docenas de hombres y mujeres que habían sufrido como yo, bien por los estragos del alcohol en sí o porque la bebida había dejado de funcionarles como ansiolítico. Enseguida me empecé a sentir mejor, pero necesitaba enmendar todo el desbarajuste que había engendrado.
Estaba viviendo en el Cubo, mi estudio del fondo del jardín, y empecé a encargarme de Joseph con mayor regularidad.
Lisa y yo habíamos discutido la cuestión del alcohol en diciembre, cuando mis problemas eran palmarios. Siempre se mostró comprensiva, y me presentó a un amigo suyo que me pasó los números de algunas personas en Londres que podrían ayudarme. En agosto, Eric Clapton se había puesto en contacto conmigo, y a través de él conocí a un experto en recaídas cuya tarjeta llevaba siempre en mi cartera.
Una noche en una fiesta después de Iron Man, Karen fue presentada a un par de amigas de Lisa en un bar, y tras darse cuenta de quién se trataba —o quizá confundiendo a una de ellas por la propia Lisa—, se marchó precipitadamente; y yo estallé. Lisa se había comportado estupendamente conmigo, pero sabía que debía hacer algo, incluso antes de dejar de beber.
Le escribí a Lisa para decir que no podíamos vernos más, y que mejor que no se viniera a Londres. Respondió mandando un libro de Pete Hamill, A Drinking Life [Una vida bebiendo], con una nota en su interior. Empezaba con tristeza, seguía más áspera y concluía con un picotazo.
«Espero que lo que consigas sea digno de lo que has sacrificado».
Es algo en lo que reflexionaría durante los años venideros.
Roger se había implicado en una gira orquestal en la que interpretaría canciones de los Who y que debía llamarse Roger Daltrey Performs a Tribute to Pete Townshend. En algún momento del mes de diciembre, aunque quemado por el exceso de trabajo y las pérdidas de memoria, le dije a Roger que actuaría con él en el primer espectáculo del Carnegie Hall. Hacia Año Nuevo me di cuenta de que dicho evento me estaban infundiendo auténtico pavor. Era una idea espléndida y me sentía muy halagado, pero en mi estado de vulnerable sobriedad la perspectiva de actuar me provocaba una gran ansiedad.
Cuando llamé a Roger para decirle que no me veía capaz de cumplir con mi promesa, se puso hecho una fiera. Nicola trató más tarde de explicarle el caso en mi nombre, sin conseguir aplacar su ira. En una coincidencia inquietante, entre toda aquella histeria, me enteré de que Harry Nilsson había muerto. Parecía que el secreto de ser un follonero exitoso consistía en dejar de armar follón antes de que el follón te liquidara. Yo hacía lo que podía.
En 1981, cuando dejé de beber, lo comenté en la prensa, luego me sometí a psicoterapia y guardé silencio. Como tantos adictos, pensé que si conseguía desentrañar mi vida luego desentrañaría el problema de la bebida. Fue revelador darse cuenta de que sería más simple hacerlo al revés.
Respiré hondo, llamé a Roger y le dije que accedía a aparecer. El concierto se fijó para el 23 de febrero. En enero Roger estaba ensayando en Londres, luego habría más ensayos con orquesta y una prueba de sonido en Nueva York a principios de febrero.
Me entregué a las sesiones de terapia y a los encuentros grupales. Trataba de cuidarme, comer bien y ver a viejos amigos. Aunque mi vida en el Cubo era más bien anodina, mi lancha motora Zephyr —que me había hecho construir con mi amigo Bill Simms, quien me había vendido Oceanic en 1976— me procuraba instantes de paz: durante la primera parte del año tuve varias reuniones de negocios en Londres, y disfrutaba del lujo y la placidez de trasladarme en lancha por el río, en lugar de coger el coche o el tren.
Karen y Joseph me acompañaron a Nueva York para el concierto de Roger. Acababa de estrenar gafas por vez primera y me puse un traje para el espectáculo. Había decidido que tocaría en solitario dos de mis canciones preferidas, sabedor de que sonarían soberbias con la orquestación de Michael Kamen: «And I Moved», más una versión acústica de «Who Are You». Aquella misma noche mis nervios desaparecieron. Lo que hice resultó mágico, aunque no realmente íntimo. Lisa Marsh estaba sentada en uno de los palcos con amigos, y Karen estaba en otro cercano.
Mi amigo John Hart aseguró que estuve magnífico, y que el resto de los participantes se veían algo carrozas, aunque aquella no era la opinión imperante entre fans o críticos. Uno de ellos afirmaba que yo más bien parecía el padre de Roger. En cuanto a los fans, hubo una que expresó su decepción porque yo no había sabido pasármelo bien (y la entrada le había salido por mil dólares). Me apremió a que disfrutara, y que dejara de preocuparme. Roger, por su parte, declaró que yo había decidido deliberadamente no tocar ninguno de nuestros éxitos.
Lo que había de fondo era una batalla legal entre Roger y yo por los derechos de escenificación de Tommy[25], y cuánto estaban ganando él y John por aquel espectáculo. Roger tampoco estaba satisfecho con lo que Des y yo habíamos hecho en Tommy. Y contrató, junto a John, a un equipo de abogados; yo seguía estando representado por Sam e Ina. No tardaríamos en ir a la guerra, las hostilidades se respiraban cada vez que nos veíamos.
Karen y yo dormíamos en cuartos separados en nuestra suite del Four Seasons. Nuestra relación se veía minada por un fondo de tristeza amenizada por cierta irritación y algún estallido ocasional. Joseph, que ya tenía cinco años, era un alma tan plácida que siempre parecía mantener nuestras diferencias dentro de ciertos límites. Quizá Karen pensara que, visto que ya no bebía, podríamos recomponer la relación tal como habíamos hecho en 1982, o puede que ya no aguantara más. No era capaz de adivinar qué pensaba, y la tirantez imperante no facilitaba que lo habláramos.
Las producciones de Tommy se estaban desplegando a mayor velocidad de la que Des y yo podíamos gestionar. John Hart había encargado una de las primeras aplicaciones interactivas para CD-ROM, que se adaptarían extensamente a Tommy en su explotación musical, de vídeo, con enlaces de hipertexto y material de mi propio archivo. Ambos estábamos muy ilusionados con la idea.
Des y yo estábamos tratando de elaborar lo que él llamaba un «proyecto de la nada», un musical u obra enteramente nuevos, o incluso una instalación dramático-musical (para Las Vegas o Disneyland) que pudiera incorporarse a la estructura de un hotel temático. También aspirábamos a convencer a Ted Hughes y a Matthew Evans para que nos permitieran contactar con Disney y Warner Brothers de cara a la producción de una película animada de Iron Man. Ambas compañías estaban interesadas, pero Disney pretendía ser propietaria de la música —así funcionaban ellos—, y yo no lo tenía tan claro.
La producción teatral de Iron Man cerró el 14 de febrero, y seguía vendiendo bastante bien. Ted Hughes consiguió hacerse con el robot gigante de chatarra del Young Vic para colgarlo de su cobertizo en Devon, donde espero que siga hoy día.
A principios de marzo de 1994, Karen y yo asistimos a dos sesiones de terapia para parejas. Habíamos acordado intentarlo. En parte, claro, lo hacíamos por Joseph, y además seguía existiendo un gran respeto entre nosotros. Tanto si íbamos a seguir casados como si no, necesitábamos ayuda. La primera sesión estuvo bien, la segunda menos.
Naturalmente, el trabajo no se detenía nunca, ni yo lo pretendía. Era una distracción bienvenida para mis problemas personales. Hice mi primer viaje a Frankfurt para conocer a los productores de otra versión de Tommy, que también se cantaría en inglés. El teatro estaba en Offenbach, en la otra orilla del río, y todo aquello evocaba recuerdos de soledad durante nuestras giras por Alemania con los Who.
En el aeropuerto de Frankfurt, los de seguridad me instaron a que me quitara la chaqueta. Visto que no llevaba chaqueta, sólo una camisa sin nada debajo, me negué. Se desató una riña enconada, y mi escolta intervino para aplacar los ánimos. Al final, me quité debidamente la camisa y todos nos acabamos echando unas risas, yo incluido, y nos dimos la mano.
—Alles ist in Ordnung —dije—. Kein Problem. Grüs Gott.
Desde que había dejado de beber, aquel había sido el primer reto para mi capacidad de guardar la calma frente a un ejercicio de autoridad insensata. De vuelta a Londres, los amigos en recuperación me contaron que este era un tipo de fricción que se le solía presentar a los ex bebedores, y que me volvería a encontrar con ello. Todos ellos citaban episodios de enfado por cuestiones automovilísticas como el desafío supremo: simples intercambios con otros conductores que podían acabar en peleas a tortazos. La aceptación era el secreto, dijeron. Sólo llevaba unos pocos meses sobrio, y no sabía muy bien a qué se referían.
Fue por entonces cuando la astrología comenzó a fascinarme, particularmente por las predicciones de Patrick Walker y Shelley von Strunckel. Raramente actuaba según lo que hubiera leído, pero los textos me confortaban. Algunas noches me despertaba sintiéndome alerta, en sintonía. A veces me arrimaba a la ventana y veía un zorro bajo la luz de la luna. Estaba volviendo a conectar con mi lado psíquico, intuitivo, animal.
El CD-ROM de Tommy y las reuniones sobre el espectáculo en Toronto me llevaron de vuelta a Nueva York en junio. Cuando el trabajo de verdad empezó en Toronto, Lisa y yo tratábamos de salvar lo nuestro a pesar de mis renovados brotes de ansiedad; también estaba padeciendo la abstinencia.
En julio fui un par de veces a Los Ángeles para trabajar en Iron Man (que ya se llamaba Iron Giant para diferenciarlo del superhéroe del mismo nombre), y ayudar en el lanzamiento de la caja recopilatoria de los Who Maximum R&B. Volé de vuelta a casa para la graduación de Minta en la Exeter University (se había licenciado en francés e italiano), y el evento resultó maravilloso.
En agosto participé con Pazienza en unas regatas. Un día después de la competición se desató una tormenta terrible mientras dormía solo en el barco, y pasé toda la noche pugnando por impedir que el velero se estrellara contra el muelle. Decidí comprar un yate a motor más grande como base en Cornualles, y mandé al Pazienza a navegar por el Mediterráneo con su tripulación.
En Niza encontré un barquito adorable, Nuovo Pensiero, propiedad de la ex de Bjorn Borg. Ahora contaba con una casa flotante en Cornualles, de tal modo que podía entretener a Joseph sin la incomodidad de tratar con Karen, a la vez que tenía espacio para vivir confortablemente. Por entonces, pensaba que había alcanzado un acuerdo con Karen para que ella se quedara en la casa en Cornualles, y que yo me alojaría en Tennyson House cuando estuviera en Londres. Sin embargo, en su primer día de escuela en Cornualles, Joseph no se presentó y perdió la plaza.
Llamé a Karen para averiguar qué sucedía. Estaba volviendo a Londres. Yo me trasladé al Cubo, y llamé a Fran Bayliss, la directora de Ibstock Place School en Roehampton, donde se habían escolarizado Emma y Minta. Resulta que quedaba una plaza de última hora. De este modo, Joseph podría volver a corretear por el jardín para venir a verme siempre que quisiera.
El Cubo había sido mi estudio de composición en el primer traslado a Tennyson House. La estancia angosta antaño dedicada a la electrónica había pasado a ser mi dormitorio con una cama individual. En la sala había un piano Yamaha, y desde mi lesión de muñeca solía practicar para soltarme un poco y recobrar la flexibilidad. Mi interpretación al piano mejoraba, sobre todo mi capacidad para ejecutar escalas cromáticas y algunos patrones fluidos en las teclas negras. Me permitía divagar en ensoñaciones creativas, y grabar horas enteras de improvisación al piano y a la guitarra, algo que prácticamente había dejado de hacer desde el invierno de 1981.
La tía Trilby siempre me había alentado a disfrutar con el noodling, una palabra admitida ya en el diccionario inglés: «informal: improvisar o tocar con desenfado un instrumento musical». Pues a eso justamente me dedicaba ahora en el Cubo.
Había encontrado un terapeuta con quien trabajar a solas, pero seguí asistiendo a las sesiones de terapia grupal. En otoño de 1994 recibí una llamada de Alice Ormsby-Gore, que estaba en desintoxicación. Me contó que le resultaba difícil lidiar con la terapia de grupo porque sentía que no podía hablar abiertamente de su época con Eric. Le dije que si no hablaba al respecto, no se limpiaría. Por mucho que yo quisiera a Eric, ya era hora de que Alice cuidara de sí misma. Pero Alice siguió a lo suyo y murió trágicamente al año siguiente.
Mi terapeuta vivía en Teddington, algo más arriba en el Támesis desde Twickenham. Era un trayecto breve, pero a menudo después de la visita me quedaba a comer por allí. En enero de 1995, conocí a un joven excepcional que recaudaba limosna en la calle para una obra benéfica. Me contó que lo hacía para el orfanato donde creció en Moscú. Hablamos un rato y me explicó sus orígenes. La historia de aquel chico iba a afectar notablemente el curso de mi vida en los años venideros.
Sus padres habían sido toxicómanos y ambos murieron cuando él era un niño. Lo acogieron en un orfanato estatal donde los chavales formaban bandas y menudeaban drogas entre un ambiente de desenfreno. Si la policía los pillaba fuera no los detenía, se limitaba a mandarlos de vuelta al orfanato donde los celadores los volvían a echar para poder trasegar su vodka en paz.
A los doce años, el chaval huyó del orfanato y recaló en otro gestionado por una organización financiada por la mafia rusa. Las condiciones eran mucho mejores. Trataban bien a los chicos, pero los entrenaban para robar carteras, trapichear con droga dura en la calle, transportarla de un lugar a otro y demás. A las chicas las mantenían separadas, y se las coaccionaba para acabar ejerciendo de prostitutas.
Su nombre era Oleg. Dijo que recaudaba fondos para un nuevo orfanato en Rusia que no dependiera del Estado ni de la mafia. Le di unas libras y anoté su teléfono. Teníamos el mismo prefijo.
Recibí una oferta para que Psychoderelict se produjera no sólo como espectáculo sino también como película. No sabía qué responder. En todo aquello había cierta ironía. Cada vez que empezaba a trabajar en un nuevo ciclo de canciones o en una ópera rock, procedía a través de historia, canciones, grabación, talleres, actuación, espectáculos con otro elenco artístico y luego la peli. Al cabo, podía contemplar cada pieza como una obra orquestal representada por todo el orbe y sobreviviéndome durante siglos. Aunque Psychoderelict era una de mis piezas preferidas, ya estaba algo aburrido de ella, como también lo estaba de Iron Man, Tommy y Lifehouse. Des y yo queríamos por encima de todo embarcarnos en una nueva idea en la que pudiéramos colaborar, pero ambos estábamos atrapados en los remolinos de nuestras vidas y carreras, a la vez que tratábamos de gestionar el futuro de Tommy. Llega un punto en que el creador debe soltar lastre, y yo nunca había sido capaz de hacerlo; de hecho, la propia industria del rock solía disuadirme merced a su inveterada costumbre de reciclar viejos éxitos hasta la saciedad.
La venta de entradas para Tommy en Nueva York se fue deshinchando. El espectáculo podría haber sobrevivido si hubiéramos sido capaces de reducir los costes, o hubiéramos estado dispuestos a ello. En Broadway se exige un cierto número de músicos en nómina, así que nosotros pagábamos a cinco (que se quedaban cada noche en casa). El control informatizado del montaje requería un equipo técnico mayor de lo habitual, y los poderosos sindicatos de Nueva York procuraban cerciorarse de que cada tarea fuera ejecutada por miembros específicos del equipo técnico. En todo caso, fue esta increíble profesionalidad de la producción neoyorquina lo que la convirtió en un espectáculo tan bueno.
Bill Curbishley siempre había dicho que en el área de Nueva York los Who contaban con una sólida base de fans de unas cuatrocientas cincuenta mil personas en las que podíamos contar como público, y que una proporción de la misma acudiría siempre a respaldar nuestros espectáculos en solitario. Desconozco si cada uno de nuestros fans acudió a ver Tommy en el St. James Theatre, pero cuando bajó el telón en junio lo habían visto bastante más de cuatrocientas cincuenta mil personas.
Yo me retiraba a Nuovo Pensiero en el puerto de Falmouth, Cornualles, siempre que podía: allí tenía instalaciones y servicios más decentes que los del Cubo. En ocasiones sacaba el barco a pasear por el río Helford para estar más cerca de Joseph, a quien le encantaba pasar tiempo en el agua. Tenía un televisor, cintas de video, así como una pequeña moto de agua en la que salíamos a dar vueltas. El mar es el último bastión de libertad, donde niños y veteranos pueden desprenderse de ataduras… o lo era entonces. Empezaba a pensar seriamente en la posibilidad de vivir en un barco amarrado en algún punto de Londres.
Joseph había empezado la escuela en Ibstock Place, y cuando lo llevaba en el coche le gustaba escuchar jazz en la radio. También empezó a escuchar discos de jazz en casa, escarbando entre mi inmensa discoteca de vinilo, y se encariñó particularmente con John Coltrane. No sé qué recuerdo tendrá él del tiempo que pasábamos juntos, pero yo me divertí mucho y los dos nos reíamos muy a menudo.
Su juego favorito era el recorrido de obstáculos: yo redistribuía el mobiliario de la casa, disponía mantas para que formaran túneles o escaleras y controlaba el tiempo, mientras él trataba de superar su récord del recorrido.
Paul Simon y yo éramos amigos, nos había presentado Mo Ostin, pero nos distanciamos cuando él rompió el boicot de los artistas para actuar en Sudáfrica. Mandela lo había perdonado, y por entonces trataba de restablecer viejos contactos. Es un soberbio compositor de canciones y agradecí su interés por conectar nuevamente conmigo: me invitaba a una gala benéfica, de la que era patrocinador, para conseguir una ambulancia y servicio médico para unos niños de Nueva York.
Le dije que sí, luego que no, y al final accedí. Se mostró muy cordial al respecto. Supongo que yo estaba algo nervioso, visto que no tenía un grupo con que tocar. Llamé a Bill Nicholls, que seguía ejerciendo como mi director musical cuando era preciso, y le conté que había estado tocando el piano desde que me había mudado al Cubo, y que me gustaría tocar el piano en el espectáculo. Nunca lo había hecho en público antes, y arriesgarme de tal modo en un evento así era un salto al vacío.
La banda de Paul había sido concebida por el monstruo del jazz Wynton Marsalis. Por entonces yo tocaba un piano MIDI que me permitía añadir más sonidos a los del propio instrumento. En Nueva York, los ensayos fueron agradables y plácidos. Paul es un perfeccionista y trabaja hasta la extenuación, pero es también un óptimo líder de equipo.
El espectáculo no llegó a grabarse, pero lo disfruté. Me encantó participar en «Call Me All», junto a la sección de viento que ejecutaba aquel brioso coro entre versos. Interpreté «Eminence Front» al piano con cierta licencia para improvisar. Estoy convencido de que los músicos sobre el escenario, la mayoría procedente de Juilliard School, contemplaban mi improvisación como un juego sin más, pero lo pasé bien y al público le gustó.
Llevaba puesta la misma capa que la de cuando toqué con Roger en Carnegie Hall, pero esta vez actuaba de verdad en solitario. Los Who no estaban convocados, pero el público no sólo parecía indulgente con el experimento, sino también con ganas de verme hacer algo nuevo. Paul y yo tocamos juntos «The Kids Are Alright». Al final, Des y su esposa me felicitaron y una chica me agarró y me secuestró.
Mi querido mentor Sam me dijo que si estaba viviendo en la «cabaña del jardín», el único culpable era yo. Y merecía algo mejor. Así que un día fui a ver la esplendorosa Petersham House cerca del Támesis. Me seducía la idea de reconvertir la sala de baile en estudio. Se trataba de una finca fabulosa y el precio parecía razonable.
—Me sorprende que no haya visto The Wick —comentó el agente—. ¿No es lo suficientemente grande para usted?
—¿The Wick? —pregunté. No sabía que estaba en venta, pero resultó que ya llevaba un tiempo en el mercado—. ¿Cuánto cuesta?
—Como la Petersham, más o menos.
—La compro.
—¿Cuál?
—The Wick.
—Pero si no la ha visto —advirtió.
—No necesito verla —dije—. La compro.
Mi consejero me dijo que estaba loco; otro asesor fiable me advirtió que «me vería como un fantasma arrastrando sus cadenas en un caserón vacío». Lo que sentía que necesitaba era un lugar donde pudiera empezar a escribir el libro que estáis leyendo. Quería un retiro, un lugar donde guardar mis archivos, recortes de prensa, fotos y todo lo que pudiera serme de ayuda a la hora de recordar los eventos que conformarían esta historia.
Pero había un motivo más arraigado: yo había deseado comprar The Wick varias veces en mi vida, y Karen siempre me había disuadido. Le fastidiaba la estampa de «refugio de estrella de rock» que evocaba, y mientras estuvimos juntos lo entendía. Pero ahora ya podía realizar mi sueño. Ronnie Wood había vivido allí, Mick Jagger y Jerry Hall vivían calle abajo. Apenas podía creerme que la casa estuviera disponible y que nadie me la hubiera arrebatado. Se antojaba un maravilloso augurio.
Y también me obligaba a enfrentarme a algo. Hasta ahora Karen y yo habíamos compartido la misma dirección, y entrábamos y salíamos de la misma propiedad, aunque yo me alojara al fondo del jardín. Si seguía adelante y compraba The Wick, aquello sería una declaración de intenciones por la cual yo dejaba de convivir con mi esposa y familia.