Recaída

No volví a beber de inmediato del modo en que lo había hecho en el pasado. De hecho, no toqué el alcohol durante varias semanas, aunque sabía muy bien qué había sucedido. En los once años en que había estado seco, había leído mucho acerca de cómo afecta el alcohol al cerebro de aquellos que se tienen a sí mismos por alcohólicos empedernidos.

La teoría plantea que el diez por ciento de la población predispuesta a la adicción alcohólica produce, al beber, una cantidad desproporcionada de neurotransmisores endógenos. Yo no había bebido suficiente cerveza 3,2 como para sentirme ni siquiera achispado, pero había absorbido la suficiente como para que mi cuerpo gritara «veneno» e inundara mi cerebro de endorfinas.

Quizá no hubiera cometido el traspié si no hubiera estado rondando a Liz Geier, con la pretensión de que un día, quizá, lo nuestro pudiera funcionar. Así que el problema no era sólo que fuera un adicto, sino también un romántico intratable y encaprichado.

La discípula que me había acercado más a la figura de Meher Baba, Delia DeLeon, murió el 21 de enero de 1993. Su funeral cinco días después no fue en absoluto una ceremonia triste, sino una celebración de lo que Mani Irani, la hermana de Meher Baba, llamó la «libertad» de Delia. Delia siempre había sentido que Tommy era algo en cuya realización había contribuido, y en cierto sentido tenía razón: Meher Baba siempre iba a estar presente en mi trabajo en Tommy, en cualquiera de sus formatos.

Tras el funeral, Barney y yo fuimos a mi estudio de la barcaza y empezamos a desbrozar el guión de Psychoderelict. Barney era un colaborador perfecto para aquel proyecto, capaz de mantenerlo en su línea ligera y graciosa, pero también de ser fiel a su vertiente más realista. La veta procedente de Lifehouse parecía que empezaba a encajar, y añadí algunas de las tomas de mis maquetas electrónicas de 1971. Las canciones que a Bill le habían parecido tan insatisfactorias el año anterior, de pronto parecían cobrar vida una vez se integraban en la historia, tal como yo había supuesto.

Ruth Streeting, mi periodista de ficción, conspira con el mánager de Ray para que la estrella del rock ya entrada en años vuelva a las tablas; y lo consigue ya no con halagos, sino aprovechándose de él. Sabe cómo motivarle. Ray anda sumido en su cálido ocaso con cuatro aduladores que siguen escribiéndole. Streeting consigue sacudirle la modorra liándolo con una atractiva fan que le manda una lasciva foto justo cuando Ray, tras años de frustración, parece estar a punto de completar su proyecto «Gridlife».

Sin duda, esto era una alusión obvia a mi propia obsesión con Lifehouse, así como a mi tendencia por la fantasía romántica. Barney no se inquietó porque me parodiara a mí mismo o a otras viejas glorias. De otra parte, Ray es una mezcla de dos tipos de estrella del rock: la parte del invento más asociada al nostálgico veterano que anhela los viejos tiempos era justamente aquella que definitivamente no encajaba conmigo.

Entregué el álbum a Atlantic el 27 de febrero. Recordando lo decepcionado que se había mostrado Doug Morris con Iron Man, me exaltó oírle decir que Psychodereclict podía ser el mejor álbum de mi carrera en solitario. El formato de obra con música era nuevo para él, pero visto que Tommy ya estaba en marcha y circulaban rumores de que el espectáculo en Broadway iba a funcionar, Doug estaba listo para recibir Psychoderelict con los brazos abiertos. Empezamos con el trabajo artístico para la funda y organizamos una sesión de fotos.

A lo largo de aquella primavera volaba tan a menudo a Nueva York que, al final, mi asistente Nicola se quedó allí para atenderme a la vuelta. Mi trabajo era sumamente estimulante. Podía pasearme por Broadway si quería bañarme a la luz de los neones: Tommy justamente lucía un rótulo de neón en Times Square. Con todo, cada vez era más consciente de que mi matrimonio con Karen contenía grandes dosis de fantasía, lo cual significaba que podía desmoronarse en cualquier momento.

Por una feliz y fortuita incidencia, perdí el avión de vuelta a Londres y decidí quedarme aquella noche en Nueva York. En una fiesta de Tommy Hilfiger, una chica rubia se acercó a nuestra mesa y se sentó junto a mí.

—He venido a besarte —dijo.

Después de la fiesta, Barney sugirió que fuéramos a un bar del Village llamado Lucky Strike. La chica que me había besado estaba con su novio, un trabajador social que daba clases a niños con discapacidad mental, un tipo atractivo, moreno, de pelo largo. Mientras él y yo hablábamos en el taxi de camino al centro, la novia besucona (se había tratado de una apuesta, dijo más tarde) se dedicó a mirar por la ventana.

Se llamaba Lisa Marsh, y era una periodista empleada en una revista de moda. Ella y su novio Michael ya llevaban un tiempo saliendo juntos, pero no pude reprimirme:

—Eres increíble —dije.

—¿Ah, sí? —es lo que suelen decir las mujeres increíbles, en lugar de soltar algo así como «Con ese tópico no vas a ir muy lejos…».

—Tienes una nariz perfecta: tiene un bulto.

—Sí, tengo una nariz con bulto —y se tocó un punto achatado por debajo del puente.

—Es tu mejor rasgo.

—¿Te gusta mi bulto? —se rió—. Qué bien.

Charlando de esto y aquello, antes de que la noche terminara, me comentó que deseaba escribir un libro. Le dije que era editor, e intercambiamos nuestros números de teléfono.

Emma voló a Nueva York con su amiga Rose, el domingo 18 de abril, para salir por ahí y acudir al preestreno de Tommy. Nos encontramos en la recepción del hotel, donde yo estaba sentado con Lisa, después de haberle entregado unos libros. Le aconsejé muy encarecidamente Los ojos vendados de Siri Hustvedt. Tiempo después, Emma me dijo que sospechó acerca de mis intenciones con Lisa al ver que le había pasado esos libros.

Karen vino a Nueva York para el estreno de Tommy, se sentó a mi lado, y se estremeció cuando oyó «I Believe My Own Eyes», mi nueva canción sobre la ruptura del matrimonio de los padres de Tommy. Después, en la fiesta, se la vio inquieta y ansiosa. Yo sólo andaba jugueteando con una fantasía sin más, pero había subestimado la intuición de Karen. Sentía que algo pasaba.

Aquella misma noche recibimos las reseñas recién salidas del horno, empezando por la de Frank Rich, el «carnicero de Broadway». Su crítica era buena, muy buena. «Ojalá me muera antes de envejecer», citaba Rich de «My Generation», y comentaba que, por el contrario, yo había madurado y alcanzado mayor profundidad. También alabó a Tommy por ser el primer musical en mucho tiempo que él sentía como realmente vivo.

La fiesta se animó enseguida, y estuvimos bailando casi hasta el alba. Karen se fue para coger un vuelo de vuelta a fin de llegar a tiempo para el cumpleaños de Minta, que cumplía veintidós, mientras yo me quedaba en Nueva York gozando de las reseñas y viendo cómo nos arrebataban las entradas de las manos. Regresé un par de días después.

En la primera semana de mayo trabajé en Iron Man con David Thacker, director artístico del Young Vic. Trabajábamos con el texto original de Ted y emplazábamos mis canciones allí donde cobraban mayor sentido. Empezaba a sentir que la obra podría funcionar de verdad. Luego volví a Nueva York, a Hit Factory, para trabajar con George Martin y su hijo Giles en la grabación del Tommy escenificado. Invité a Lisa para que viniera. Cuando me incliné para abrazarla después de haberme fumado un cigarrillo, puso mala cara. Ni siquiera nos habíamos besado.

Karen sabía que había vuelto a beber. En Cornualles, para mi cuarenta y ocho cumpleaños, me dejó entender que no le importaba en exceso. Había encargado champán y ostras para la celebración, y por un momento pareció como si pudiéramos volver a estar bien.

Lo que había cambiado en relación con la bebida es que con muy poca cantidad ya me sentía borracho. Mi tolerancia, antaño ilimitada, era ahora muy reducida. Antes de que oscureciera me llevé a los perros a pasear por el bosque. En lo alto de la colina, cuando vi que el móvil tenía señal, llamé a Lisa.

Me dijo que había pensado en viajar a Francia en agosto, que tenía una voz muy sexy, que estaba loco, que era gracioso, que yo le gustaba más sin barba, que estaba a gusto hablando conmigo, y le resultaba estimulante. Su voz al teléfono era casi mejor que el bulto en su nariz. No dijo nada de su novio.

Mi aniversario de bodas era el día después de mi cumpleaños. Karen y yo llevábamos casados veinticinco años. Me sentí una mierda por pensar en Lisa justamente aquel día; pero también recordé que si bien Karen y yo habíamos pasado por renuncias, apaños y distanciamientos terribles, también habíamos compartido momentos felices. Teníamos dos hijas fantásticas, y ahora un niño, que tenía tres años y medio. Cada segundo que había pasado con él, fue un instante de felicidad. El problema era que yo no compartía intimidad de pareja con Karen.

Hablamos acerca de la educación de Joseph. Karen se inclinaba por las escuelas más pijas de Salisbury y Wells, lo que quizá exigiría que nos mudáramos. Yo estaba dispuesto a buscar un poco más y también a ver nuevas casas, pero a Joseph se lo veía muy feliz en Cornualles con los amigos de su edad. Además, las escuelas públicas de la zona estaban muy por encima de la media nacional. Consideramos la posibilidad de mantener la casa de Twickenham e irnos a vivir a Cornualles. Navegar y los barcos en general me levantaban el ánimo, eran un reconstituyente como no había otro. Me encantaban las extensas playas, las sendas costeras, los bosques recónditos, pero básicamente me gustaba Cornualles por el mar.

Karen no podía asistir a la ceremonia de entrega de los Tonys porque la niñera de Joseph estaba enferma. En la ceremonia de los Oscars me había sentado junto a una butaca vacía, así que esta vez le dije a Karen que no pretendía ir solo. No hay duda de que me lo había montado bien; si Karen hubiera estado junto a mí en Nueva York para la gala de los Tonys, puede que yo no hubiera proseguido con mi empeño en pos de Lisa.

Llamé a Lisa y le pregunté si a su novio le importaría que ella fuera mi acompañante para la velada. Él sabía que yo iba en misión romántica, pero estuvo de acuerdo. El día de actos nos encontramos en el Royalton, y le regalé a Lisa un broche de diamantes en forma de estrella. Ella me convenció para que me pusiera unos pantalones de piel, prenda que no había llevado en toda mi vida.

La noche de la ceremonia, nos sentamos en el restaurante del Royalton con Des McAnuff y su esposa Susie, y me tomé una copa de vino. Había nervios. Des había sido nominado a Mejor Director de un musical, los dos estábamos nominados por Mejor Libro y yo por Mejor Banda Sonora, pero contábamos con una competencia cerrada: El beso de la mujer araña gozaba del beneplácito de público y crítica. Era ya casi la hora y Lisa no había llegado. Apareció entonces, de pronto, con el pelo rizado y un traje chaqueta de seda que quitaba el hipo.

Des fue galardonado como mejor director; yo compartí el premio de mejor banda sonora con Kander y Ebb; no está mal. Y Tommy se salió con una cosecha de miedo: Wayne Cilento ganó por Mejor Coreografía, Chris Parry se llevó el Tony al Mejor Diseño de Iluminación y John Armone fue galardonado por el Mejor Diseño Escénico. De vuelta al Royalton, Michael, el novio de Lisa, me llevó a un aparte y me dijo que yo podía darle a Lisa cosas que él no podría, y que se retiraba. Ahí estaban las consecuencias de mi jugueteo. Hasta entonces me había dedicado a coquetear, pero parece que las cosas estaban a punto de ponerse serias.

Cuando llegó la hora de marcharse, pensé que Lisa iba a quedarse conmigo, pero decidió llevar a Michael a casa, ya que estaba muy borracho. No era el único que había estado ahogando sus penas. Aquella misma noche sentí que se me abría la vieja herida del abandono familiar, y sufrí un ataque de ansiedad que me llevó a patear las aceras con ganas de aullar.

Después de encargar a Nicola que empezara a buscarme un apartamento en Nueva York, volé con la avioneta de Atlantic a Cleveland junto a Ahmet Ertegun y Jann Wenner para la ceremonia de inauguración del Rock and Roll Hall of Fame. El arquitecto I. M. Pei sostendría la pala. Aparte del medio millón de dólares donados por los Who en 1989, yo había entregado una suma notablemente mayor a título personal.

Chuck Berry y yo competimos por pronunciar el discurso más ingenioso. Cuando traté de presentarme a I. M. Pei y recibir una palmada en la espalda por haber sido un donante tan generoso, me ordenó que me apartara. De pronto, necesitaba desesperadamente una copa, pero era imposible dar con una.

Psychoredelict salió una semana después. Yo propuse una obra con canciones basadas en el álbum, e invité a Barney a codirigir con Wayne Cilento, el coreógrafo de Tommy. Ellos ya estaban trabajando con el director de iluminación Wendell Harrington, que se había ocupado de las retroproyecciones en Tommy, lo cual eran buenas noticias. Para mi espectáculo íbamos a basarnos enteramente en retroproyecciones, empleando un sistema de nueve proyectores controlado por ordenador.

Los ensayos de la banda empezaron el 26 de junio en los estudios Bray del Reino Unido. Como no estaban previstas actuaciones en Londres, decidí montar un taller acústico de Psychoderelict para los medios el 3 de julio en el Mayfair Theatre. Pasé la mitad de la noche en vela adaptando y ensayando las canciones, algunas de las cuales no casaban bien con la guitarra acústica. Los tres actores de la grabación —Jan Ravens como la periodista Ruth Streeting, Lionel Haft como el mánager y John Labanowski como Ray High— leyeron sus partes del guión y luego me formularon preguntas. Casi estaba a punto.

La gira despegó el 6 de julio con ensayos técnicos en la Brooklyn Academy of Music. La banda era prácticamente mi formación ideal. Tenía dos guitarristas de primera, Andy Fairweather Low y Phil Palmer, Pino Palladino al bajo, Simon Phillips a la batería, Rabbit a los teclados, Peter Hope-Evans a la armónica (e interpretando al bufón), y Billy Nicholls y Katie Kisoon como el coro. Yo cantaba, tocaba la guitarra acústica y, a pesar de mi maltrecha mano, le arranqué a la Fender unos cuantos solos electrizantes.

La música sonaba fantástica. Nunca me pasé de decibelios, siempre podía escuchar mi propia voz y lo pasé bien interpretando. Me había decidido por una suerte de espectáculo «tripartito», con algunas canciones seleccionadas de los Who y de mi catálogo en solitario, luego Psychoderelict y, como cierre, una juerga roquera. La verdad es que nunca había dado un espectáculo de dos horas en el que no sólo tocaba la guitarra sino que cantaba cada una de las canciones: si no bebía todo saldría bien.

A estas alturas todos mis conocidos sabían que Karen y yo teníamos problemas serios. En varias ocasiones quedé con Lisa Marsh en el teatro e hicimos algunas salidas más bien curiosas. Una noche, después de varias citas en que la acompañé a su casa y acabé de rodillas implorando en la puerta, me dijo que podía quedarme con ella. Nos emborrachamos, nos acostamos y fue todo tal como lo había imaginado.

Me fui paseando hasta Broadway a las seis de la mañana y me interceptó una chica negra con una camiseta ajada. Pensando que iba a pedirme dinero, me puse la mano en el bolsillo, pero sólo levantó las manos como sosteniéndome el rostro:

—Tienes los ojos más bonitos de todos —dijo, y se fue.

Un buen amigo de Lisa era Robert Kirk, un fotógrafo que trabajaba en la mayoría de sus sesiones y que estuvo tomando instantáneas de mi espectáculo durante los ensayos. Tenía experiencia familiar con bebedores turbulentos y su presencia me ayudó al principio a mantenerme sobrio. A su vez, Lisa había seguido ejerciendo como mi estilista informal, y me animaba a llevar chaquetas negras, pantalones más ceñidos de lo que solía, y a ir bien afeitado con algún colgante del cuello, ya fuera una bala de plata o una cruz céltica.

El 10 de julio, en mi primer espectáculo de Psychoderelict en Toronto, en Massey Hall, buena parte de la audiencia se conocía las canciones de memoria. Otros habían acudido con la esperanza de ver a los Who. Los tres actores estaban algo perplejos de trabajar ante el pendenciero público de rock que no sólo cotorreaba sus letras, sino que expresaba a gritos su desagrado, su complacencia, que quería oír «Magic Bus» o que yo machacara mi guitarra. En general, era todo afectuoso aunque engorroso, pero al fin y al cabo molaba. Los actores pronto se habituaron; yo aullaba para hacerme oír sobre la turba, tocando al borde del escenario y dejando pausas para que el gentío voceara sus réplicas.

Fue la gira más divertida de mi vida, y si no hubiera sido por un «desliz» puede que hubiera proseguido mi carrera en solitario felizmente sobrio. Un día, cuando aparecí en los ensayos para la gira teatral de Tommy en los estudios 890 de Nueva York, uno de los conserjes que había visto el espectáculo en Jones Beach la noche anterior lo describió como «El mejor espectáculo de puto rocanrol que he visto en mi puta vida, lo que incluye a los Who, Bruce Springsteen y Neil Young». Aquello me sentó de fábula.

¿El desliz? Primero, algo de contexto. Me estaba enamorando de Lisa; me parecía divertida, me gustaban sus amigos y ellos me toleraban; a Lisa le gustaba beber, comer, bailar y follar. Era glamurosa, vestía bien, era lista y muy guapa. El bulto en la nariz me podía y me ponía. Entonces, se vino conmigo a Chicago y antes de salir al escenario sucedieron dos cosas. Una es que el batería Buddy Miles estaba entre bastidores con la pierna lesionada, contando historias sobre los últimos días de Jimi Hendrix. La otra es que vi a una chica de la gira de los Who de 1989. Habíamos empezado una larga y cariñosa amistad con una excursión en barca por el lago y una adormilada sesión de sexo en Chicago, en un periodo en que yo me medicaba profusamente por una afección bronquial. No sé qué problema podía haber con presentarle mi vieja amistad a Lisa, pero de pronto empecé a sentir un ataque de ansiedad, mientras Buddy rajaba y rajaba.

Debería haberle pedido a todo el mundo que saliera y me dejaran un momento a solas, pero sabía que Buddy se ofendería. Estaba encantado de verlo, y en cualquier otro momento la ocasión habría sido fantástica, pero yo estaba temblando y el acceso de ansiedad amenazaba con convertirse en ataque de pánico.

Antes de que me llamaran al escenario, le pedí a un miembro del equipo que me consiguiera una botella de vodka, con la idea de aplacar mi ansiedad como tantas otras veces. No se me ocurrió pensar que hacía once años que no recurría a esa solución. Trasegué media botella, me recompuse y salí al escenario. Eso es prácticamente todo lo que recuerdo. Lo que oí más tarde es que un buen puñado de fans andaba bien enojado tras contemplar cómo me desplomaba y me ponía a despotricar. Muchos exigieron que se les devolviera el dinero.

Durante una pausa en la gira americana de Psychoderelict me fui una semana a reunirme con mi familia en las islas Sorlingas. Yo dormía en mi propio cuarto, y las cosas con Karen estaban tensas. Yo seguía respondiendo a las llamadas de Lisa y no me esforzaba mucho por disimular que tenía una novia.

En la casa de Twickenham me había mudado al estudio, o sea la cabaña. No contaba con una verdadera cocina, el baño era precario y el dormitorio muy pequeño. Joseph solía acercarse para verme y era feliz jugando con él; aparte de eso, mi vida era una pena. Karen odiaba que no viviera en la casa con ella. Una noche en que lo intenté tuve la peor de las pesadillas relacionada con mi vida junto a la abuela: una puerta que se abría, alguien que entraba…

La segunda parte de mi gira en solitario empezó con dos actuaciones en el Wilshire Theater de Los Ángeles, donde concedí una entrevista a Playboy en la que revelaba que había vuelto a beber «controladamente». El periodista David Sheff pareció más preocupado al respecto que yo mismo, y más adelante me envió una sentida carta al respecto[24].

Después de un concierto en San Francisco hablé con Eddie Vedder, el cantante de Pearl Jam, a quien le costaba acostumbrarse a la fama y estaba pensando en volver a su vida de surfero. Le comenté mi filosofía al respecto. No elegimos nosotros, el público escoge. Ellos nos eligen, por más que nunca nos hayamos presentado al cargo. Acéptalo.

Volví a Nueva York para dos actuaciones en la Brooklyn Academy of Music, una de ellas para la televisión. La gente de la tele quería que interpretara todo el show por la tarde ante sus cámaras, y eso hice, pero para el bolo de la noche estaba cansado y tenía la voz cascada. Sonaba como Rod Stewart. Por suerte, no debía someterme a muchas notas altas.

Regresé a Cornualles para pasar tiempo con Joseph, salir a navegar y tratar de aclararme sobre lo que me convenía hacer luego. A punto de cumplir cuatro años, Joseph se apuntaba a un bombardeo: salíamos a buscar cangrejos, a nadar y a remar. Le encantaba ir en barco y ya quería un neopreno para practicar snorkel en aquellas gélidas aguas. La verdad es que fue divertido salir a comprar un neopreno de su talla diminuta.

Fue por entonces cuando sucedió la peor de las tragedias. El bebé de la niñera de Joseph falleció por muerte súbita. La chica lo solía traer cuando ella venía para cuidar de Joseph, y todos le teníamos muchísimo cariño. Nos rompió el corazón.

Yo dividía mi tiempo entre Londres para los ensayos de Iron Man y los Estados Unidos para la gira de Psychoderelict. Volaba de un lado para otro, y a menudo perdía la noción del tiempo. Iron Man exigía un nuevo recitado de último minuto por mi parte, y lo pasé bien escribiéndolo, pero cuando asistía a los ensayos a menudo no recordaba que había introducido cambios. Estaba al borde del agotamiento nervioso, y durante un concierto de Madonna en el Madison Square Garden me tuvieron que llevar de vuelta a la limo. Estaba borracho después de no haber bebido prácticamente nada. Recuerdo que el espectáculo estaba siendo increíble, hasta que me borré.

Para cuando Iron Man se estrenó ante la prensa el 1 de noviembre yo estaba deshecho. El espectáculo era sumamente ambicioso musicalmente. Las partes escritas para los actores eran muy exigentes, y además estaban sometidos a mucho ejercicio físico, que afectaba a su respiración. Después de unas cuantas sesiones, añadimos una batería a la banda con que imprimimos mayor ritmo al conjunto. También introdujimos un bajo. Con todo, la música nunca acabó de encajar. Algunas de las secciones recitadas eran muy conmovedoras y me satisfacían, pero había un par de canciones insoportables, y yo no tenía la energía ni la voluntad de arreglarlas. David Thacker, el director artístico del Old Vic, creía de veras en la obra y deseaba que nos mudáramos al West End, pero yo no lo veía claro.

Le pedí a Tom Stoppard que viniera a verla, y me aportó sugerencias valiosas y aleccionadoras. Con toda franqueza, él veía que había mucho por hacer. Richard O’Brien, quien escribió The Rocky Horror Picture Show, era un hincha declarado, vino a casi todas las sesiones durante las primeras dos semanas, y estuvo muy solícito conmigo acerca de los problemas que se nos planteaban. A muchos de mis amigos les encantaba, y la veían como una obra en curso.

Michael Foot, el antiguo líder laborista, que se había convertido en un amigo de la familia, llevó a sus nietos al espectáculo y me escribió una nota expresando lo poderoso que le parecía el «mensaje». El propio Ted Hughes pareció disfrutar de la obra, especialmente del inmenso y robótico hombre de hierro que había construido el diseñador Shelag Keegan con chatarra. La obra no fue un gran éxito entre los críticos, pero la mayoría se mostraron alentadores: en Londres todo el mundo quiere que al Young Vic le vayan bien las cosas. El funcionamiento en taquilla fue muy bueno, y se mantuvo en cartel hasta pasadas las fiestas navideñas. Sin embargo, cuando llegó el momento de tomar la decisión sobre qué cabía hacer a continuación, yo estaba sufriendo lagunas mentales casi cada noche y sabía que no era fiable para razonar con claridad.

Una sensación de oscuridad parecía envolverme. Era como si todo se estuviera encerrando en torno a mí. En Inglaterra, justo antes de Navidad, mi amigo y consejero inmobiliario Perry me llevó a ver una casa que Roger Waters vendía en la costa sur, frente al mar. Era un día sombrío. La casa estaba casi sin amueblar; unos viejos sofás destacaban entre la grisura atmosférica al tiempo que caía la primera nieve del invierno. Me imaginé allí, solo, como Gabriel, mi finiquitada «psicodecrépita» estrella del rock, mirando hacia la distante isla de Wight, calado de frío en la playa, soñando con Nueva York.

En 1994 ya tenía lista la grabación de Psychoderelict, había completado mi primera gira en solitario, montado la producción de Tommy en Broadway con Des MacAnuff, un éxito galardonado; el álbum de la obra había triunfado como uno de los últimos grandes proyectos producidos por George Martin; por fin había conseguido llevar Iron Man al teatro; y, para la gira americana de Tommy, había ayudado a seleccionar el elenco, trabajado en los ensayos y en la promoción.

Aunque mi matrimonio hacía aguas, tenía un hijo guapísimo y dos hijas hermosas a las que les iba bien en la universidad. Estaba enamorado, y la chica iba paulatinamente enamorándose de mí. Y era rico. ¿Qué era lo que me causaba problemas?

Sería fácil culpar al alcohol, pero el problema no era la priva, sino el hecho de que ya no funcionaba como medicación para aplacar los efectos de mis obsesiones, exceso de trabajo, egoísmo y mi condición maníaco-depresiva. De vuelta a Londres, alrededor de Año Nuevo asistí a una fiesta en la casa de Ronnie Wood en Richmond Green. Fue una farra bestial, como siempre con Ronnie, pero a la mañana siguiente me desperté conmocionado al ver el Mercedes aparcado ante mi estudio. No recordaba para nada haber conducido hasta allí, y me prometí que no volvería a pasar.

Podía oír un eco distante, de 1962, en el hotel White Hart de Acton donde me emborraché por primera vez a los diecisiete años. Las palabras del camarero mientras se disponía a cerrar el pub fueron claras y definitivas:

—Señores, por favor, es la hora.