Psychoderelict

Los Who fueron admitidos en el Rock and Roll Hall of Fame el 18 de enero de 1990 en el hotel Waldorf Astoria de Nueva York. Estábamos bien acompañados; otras admisiones de aquel año incluían a Hank Ballard, los Four Seasons, los Four Tops, los Kinks, los Platters y Simon & Garfunkel. Aquel era el más preciado de los galardones en la industria del rock, y había sido creado por Jan Wenner, Ahmet Ertegun y otros espabilados agentes del negocio de la música.

Antes de nuestra gira de aniversario de 1989, habíamos prometido quinientos mil dólares para la ceremonia de inauguración del edificio que debía albergar el auténtico Hall of Fame, que sería un museo sito en la ciudad —como si no hubiera otra— de Cleveland.

En mi discurso de admisión regañé a las discográficas que pretendían censurar las letras de los artistas de rap.

Me senté con Ina Meibach y me enojó darme cuenta, con insalvable retraso, de que Chris Stamp, residente en Nueva York, no había sido invitado al acto. Aquella noche, el abogado matrimonialista Marvin Mitchelson se acercó a nuestra mesa. La mujer de Roger, Heather, se me arrimó y me susurró, riéndose: «Consígueme su teléfono».

El 1 de abril de 1990 les escribí a Roger, John y Bill Curbishley:

Quiero aprovechar esta ocasión para decir que recordaré 1989 como uno de los años más felices de mi vida y de mi carrera. En ello intervienen muchos factores, pero el elemento más importante ha sido la amistad, que ha mejorado cada uno de los aspectos de la gira: el liderazgo, la banda, la gestión, el equipo y el público…

Buena suerte en 1990.

Volví a mi trabajo en Faber a lo grande. Presioné para que el grupo editorial investigara el mercado emergente de CD-ROM, especialmente para proyectos educativos. Estaba experimentando con un programa de animación llamado Macromind Director (hoy, Adobe Director) que no sólo me pareció un modo de producir programas interactivos basados en libros y obras dramáticas, sino también el precursor de un cierto tipo de teatro. Aunque para ello debía llegar aún la revolución de Internet.

Trabajaba en aquellos proyectos hasta muy tarde por la noche. Karen seguía anhelando al hombre que yo nunca sería. Yo pasaba horas fantaseando, a veces pintando a Karen de memoria y embelleciendo su imagen como se me antojaba. Mi estudio, al que llamaba el cubo, acabó siendo conocido afectuosa aunque también desdeñosamente como la cabaña, en el sentido de que era el refugio donde escapaba con mis pensamientos, mis juguetes y cachivaches, como quien se encierra en el garaje con sus cañas de pesca, sus trenes eléctricos o el motor desarmado de su moto.

El 8 de noviembre de 1990, el Orlando Sentinel publicó un artículo que me presentaba como bisexual, lo que provocó que nuestra católica mujer de la limpieza dejara el trabajo. Mi viejo amigo Danny Fields, editor de la revista 16, había descrito la noche que pasamos juntos en 1967 en un tono bastante más romántico del que yo hubiera empleado. Por un tiempo me encabronó, pero la verdad es que Danny y yo habíamos sido amantes, por más que fuera gracias a la versión sesentera del Rohypnol que me había administrado en aquella ocasión. La verdad es que no me sentía particularmente inclinado a defenderme, ni entonces ni ahora. Para un personaje público como yo aquello era poco más que una picadura de mosca. Puede que incluso ayudara a mostrarme como más complejo e interesante de lo que era en realidad. Aparte de todo eso, Danny era un amigo querido, y no quería que nada alterara eso.

En una de aquellas cartas escritas a los dioses que nunca mandé, le escribí a mi hijo: «Sé pesimista», como consejo para su primer cumpleaños, el 21 de noviembre. «Es lo más práctico y seguro. Ser optimista puede enriquecer las vidas de los demás (animándolos y alegrándolos), pero te vuelve inconsciente ante el peligro».

Aprovechando mi propio consejo, hacia finales de año me encontraba de un humor extremadamente sombrío. Lo mejor de todo era lo mucho que disfrutaba con Joseph. Estaba muy apegado a mí, era muy gracioso y lo pasábamos en grande juntos.

Yo siempre deseé estar presente para mi esposa y mis hijos de un modo en que no lo habían estado mis padres para mí. Sin embargo, al artista cabrón y egoísta, travieso e infantil que había en mí no le importaba un pimiento la paternidad: necesitaba libertad. Sabía que debía andarme con cuidado. Quería a mi hijo y me esforzaría al máximo por ser un buen padre para él y mantener siempre las promesas que le hiciera. Pero también sabía que yo era portador de un gen que exigía atención, y que si lo ignoraba podía volverse peligroso.

Una noche de diciembre, puse a prueba la fuerza de mi sobriedad bebiendo un dedito de coñac. Enseguida me sentí como si hubiera visto a Dios, no al judío o al cristiano, sino a Dionisos o Hedoné, los dioses del rocanrol.

«Sé feliz —me susurraban los dioses—, folla, ve al teatro, sal de fiesta, sé feliz».

Hacia finales de año, Karen estaba despierta en la cama de buena mañana mientras yo seguía escribiendo abajo. Cuando me acosté a su lado, me habló:

—Tenemos que hacer algo con nuestra vida.

Deseaba tanto poder hacer algo con nuestra vida. Entregarme a ella, mostrarme proactivo y positivo. Estaba decidido a hacerme cargo. Pero no podía beber. Sabía que si bebía todo se iría al garete. En nuestra fiesta de año nuevo, estuve sirviendo vino a mis amigos, coqueteé con algunas mujeres y me pregunté cómo sería vivir la vida de reptil de una estrella del rock retirada, atrapada en su mundo interior de inseguridad y dolor.

En la vida real, naturalmente, cualquier tentación de retiro era pura fantasía. Y la idea de decadencia asociada a él era más imaginada que efectivamente representada, pero aquel mundo de íntima inseguridad me era perfectamente familiar. Muy poco tiempo después empecé a trabajar en canciones para mi nuevo álbum en solitario que acabaría por llamarse Psychoderelict. Para hacerlo pasé algún tiempo en Cornualles trabajando en «The Glass Household», la historia que funcionaría como espinazo del álbum. Fue necesario darle algunas vueltas, y no paraba de repasar el trabajo. McCrum leyó una versión inicial y se mostró alentador, sentía que había encontrado la voz debida.

El álbum empezó a tomar forma musical en verano de 1991, y estaba listo para ser entregado a Virgin en julio. La historia reelaborada se emplazaba más o menos en el escenario de mi solitario exilio de diez años atrás, en la casa de Cleeve. Era la biografía de Gabriel, el reptil sobre el que había fantaseado, una estrella del rock retirada que entabla una desastrosa relación por e-mail con una joven fan. No pretendía ser sobre mí ni mi vida, pero sí quería presentar al mundo el personaje-tipo que mejor conocía íntimamente.

Trabajar cada día en aquella historia me hizo sentir como si estuviera batallando con un animal vivo, que se retorciera. También iba alterando el escenario. Con cada revisión, veía que me desviaba hacia un terreno oscuramente erótico, o practicaba a veces fantasiosas incursiones en el distópico y embriagador universo tecnológico de Lifehouse. La disciplina que había adquirido mientras trabajaba en Iron Man había derivado en un tipo de proceso más proteico.

Exasperado por las distracciones que procuraban otros artistas que trabajaban en el centro Oceanic, creé un nuevo estudio para mí en Grand Cru, la barcaza que tenía amarrada frente al cobertizo, y que se convirtió en uno de mis espacios más rentables laboralmente desde los tiempos del estudio diminuto de la casa en Twickenham. Contaba con un gran Synclavier, una grabadora digital de treinta y dos pistas, una fantástica consola vintage Neve, un piano de cola, dos de mis antiguos órganos eléctricos, que solía tener almacenados, y espacio suficiente como para trabajar con batería y voces. Cuando subía la marea, la barcaza cabeceaba levemente al viento. Me puse a trabajar de nuevo por las noches.

En febrero de 1991 ya podía acceder a toda una serie de ordenadores Apple para cuestiones de música, grafismo, animación y para procesar textos. Ya desde los años de la escuela de arte me había interesado por las plataformas multimedia, y me fascinaba su potencial audiovisual. Psychoderelict se concibió de entrada como una obra radiofónica, pero mis experimentos con Macromind Director demostraron que era posible crear un DVD para acompañar el CD, algo que resultaría muy útil para el caso en que decidiera llevar Psychoderelict al escenario. También estaba empezando a escribir códigos informáticos básicos y a diseñar mis propios programas de acceso para no extraviarme entre los diversos archivos digitales con que estaba trabajando. Todo aquel acelerado trajín creativo ayudaba a generar música por ósmosis, caos, azar y el poder de la improvisación.

El reverso de todo esto era que dormía mal y no estaba a buenas con Karen, había una tensión constante y ocasionales peleas. Karen y yo nos conocíamos demasiado bien (aunque demasiado mal en algún aspecto): cuando Karen me miraba, recordaba sus esperanzas frustradas de contar con un amigo, amante, esposo y padre leal y fiable. Cuando yo la miraba veía lo mucho que le había fallado, y que ya se hacía tarde para enmendarlo. Por el contrario, el tiempo que pasaba con Joseph era como un aliento de vida real.

Los temas sórdidos de «The Glass Household» —depravación, solipsismo, retiro, desaparición, intimidad, soledad, alienación— no eran nuevos para mí. Sin embargo, este escenario de ficción que compuse en marzo de 1991 iba a presentar su correlato siniestro con unos hechos ciertos que sucederían una década después. En la historia, la estrella del rock empezaba a redimirse de su aislamiento por la insidia de una periodista de investigación que interceptaba sus mails y le tendía una trampa para presentarlo como un pedófilo. Enfrentado a esta ofensiva devastadora, la estrella del rock se veía obligada a enfrentarse al mundo y luchar. (En la vida real, después de sufrir una acusación parecida, fue gracias a la intervención de una periodista de investigación que logré poner punto final al asunto).

Puede que la canción más potente que tuviera lista en la primavera de 1991 fuera «Don’t Try to Make Me Real», donde el empleo del término «real» era particularmente enfático. Mi héroe del rock trataba de evitar que lo arrastraran desde las embriagadoras alturas de la celebridad al fango de los juicios paralelos de tabloide.

Make me of clay, make me of steel

But whatever you do don’t try to make me real

Make me your dream, a secretive deal

But don’t ever scheme to try to make me real

[Hazme de barro, hazme de acero/ pero hagas lo que hagas, no me hagas real/ hazme tu sueño, un trato secreto/ pero no maquines para hacerme real]

Karen me animó a que saliera a navegar; probablemente le parecía más saludable para mí que encerrarme en el cubo, el estudio en Tennyson House donde estaba grabando por entonces. Yo quería navegar a mayor velocidad de lo que el Blue Merlin permitía, y así es como encontré a Pazienza, un gran diseño de Laurent Giles de 1956, construido en madera por los prestigiosos astilleros italianos Beltrami, e hice el trueque. Pazienza era un velero clásico y veloz. Lo bautizamos el 18 de junio, para el cumpleaños de Nicola.

Para el mes de agosto, Karen compró una casa en régimen de multipropiedad en Tresco, en las islas Sorlingas, y decidí navegar hasta allí. En viernes 13, tras una exultante jornada de navegación, amarré el velero, alquilé una bici y me puse a pedalear hacia el extremo opuesto de la isla.

Extasiado por las vacaciones y armado de una radio portátil, al enfilar cuesta abajo topé con un bache y me precipité por encima del manillar, arrastrándome por el asfalto y despellejándome el hombro. A medida que me iba frenando la bicicleta me pegó contra el brazo derecho, cerca de la muñeca. Nunca antes me había roto nada, pero supe enseguida que mi lesión era grave.

Un helicóptero me llevó hasta el hospital de Truro, donde me administraron un fuerte sedante, aunque la operación se pospuso porque habían rescatado a un niño herido en un accidente de coche en el que habían muerto los padres. Para cuando el cirujano estuvo disponible ya eran las 3 de la mañana. Había salvado la columna del chico, pero cruzaba los dedos antes de verificar lo que podría hacer por mí. Dijo que no podíamos permitirnos esperar otro día; la muñeca estaba severamente dañada.

Para rasguear la guitarra la palma está en vertical, para pedir limosna en horizontal. ¿Qué prefería? El médico dijo que tenía que ser lo uno o lo otro. Decidí que me arreglaran la muñeca de modo que pudiera seguir tocando la guitarra. Si se daba el caso de que necesitara pasar el sombrero para recaudar unas monedas, tendría que buscarme un asistente.

Me inmovilizaron la mano durante un mes con todo tipo de alambres y tablillas de acero inoxidable para que sanara, y en mi muñeca sigue alojada una plaquita de titanio. En lo tocante a la guitarra, no puedo ejecutar muchas florituras en plan flamenco, pero en cierto sentido mi interpretación ha mejorado debido a los esfuerzos que hice por recuperar mi habilidad. Al mirar atrás, existe la tentación de remontarse cielo arriba e imaginar a un dios enojado que me arroja de la bici sólo para que pare, me calme y recobre el sentido.

Estaba satisfecho por cómo estaba saliendo el nuevo álbum en solitario, pero tal como tenía la mano no podía seguir trabajando en él. Yo quería entregarlo a Virgin de inmediato y que me pagaran; así que le toqué aquel «work-in-progress» a mi mánager Bill Curbishley, quien lo encontró pretencioso y alambicado. Yo no cedí: sentía que una vez que las canciones gozaran del trasfondo de la historia, se animarían y cobrarían mayor sentido —como solía suceder en tales casos—, pero Bill sólo era capaz de oír lo que yo pude interpretarle. O quizá anduviera en pos de un nuevo himno de los Who que pudiera convertirse en otro clásico.

Con Iron Man me había pasado en la elaboración de las canciones de tal modo que al resultado final le faltaba cierto nervio, se antojaba algo liviano. Con las nuevas canciones, bajo el trasfondo oscuro de «The Glass Household», sentía que el conjunto estaba mejor compensado. Como de costumbre, había cometido el error de aceptar anticipos por parte de dos discográficas que, a pesar de su respaldo a mis ambiciones, no estaban por la labor de financiar un musical teatral. Estaban gastando millones de dólares y querían temas de éxito para la radio. Estoy seguro de que Bill debía de extrañar los años setenta, cuando incluso nuestros discos menores vendían millones de copias. No podía culparlo por eso, a pesar de no compartir su nostalgia.

En noviembre de 1991, los analgésicos que seguía tomando me estaban provocando severas alteraciones anímicas. A veces sentía la mano lesionada como si fuera una garra, y el antebrazo parecía de madera, pesado. Menudeaban las peleas con Karen, que en ocasiones resultaban ásperas. No le gustaba que tuviera la oficina en casa, porque acarreaba un vaivén constante. También decía que me causaba mayor tensión, ya que nunca parecía que hubiera acabado la jornada de trabajo. Decidió comprar un piso en Bath, y me pareció que lo hacía para alejarse de mí. De otra parte, yo me decía que los problemas vinculados a la fama no se nos habían presentado de un día para otro. Nuestro primer beso había sido después de un concierto de los Who. Para nuestra primera cita los Who ya tenían un disco en las listas de éxitos. Y la primera vez que hicimos el amor fue en aquel piso de estrella pija en Belgravia.

De 1992 a 2000, hubo cierto número de reposiciones, adaptaciones y nuevos montajes tanto de Tommy como de Quadrophenia, no sólo en Broadway y en el West End londinense, sino a escala internacional[22]. El primero de estos fue en 1992 con la nueva puesta en escena de Tommy por parte de Des McAnuff, director de La Jolla Playhouse, cerca de San Diego, California.

Ya no iba a volver a Psychoderelict, como había empezado a llamarlo, hasta pasado un año (cuando mi fecha de entrega a Atlantic me obligaría a ponerme las pilas). Roger me visitó en un último intento para convencerme de que regresara a los Who. En un primer esbozo de Psychoderelict, Gabriel, la estrella del rock aislada y decadente recibe la visita de su viejo colega Ray High, a quien Gabriel dejó de lado en su día: yo no podía dejar de pensar que Roger me estaba haciendo de Ray High. El caso es que quería saber si tenía planes para los Who de cara a 1992, y si me gustaría tocar en Australia y Japón.

Yo me encontraba de un ánimo financieramente pragmático, lo cual entristecía a Roger. El hecho es que mis dos acuerdos para trabajos en solitario eran excelentes, sumamente lucrativos y no me obligaban a actuar —se trataba de garantías—, de modo que no iba a cometer el mismo error y estropearlo como había hecho con Warner Brothers. Entonces Roger me ofreció recobrar, con cada acuerdo por disco nuevo, parte de lo que había perdido cuando lo forcé a dar por terminado el contrato con Warner en 1983. Dijo que, en caso de que firmara un nuevo contrato de los Who, él y John estaban dispuestos a recompensarme con parte del millón de dólares que había perdido en aquella ocasión. Fue muy cariñoso conmigo, y su pasión por los Who seguía tan viva como siempre.

Aquella noche, en la cama, Karen preguntó qué es lo que Roger quería. No había dicho nada en todo el día. Me preocupaba que se temiera que iba a salir de gira otra vez.

—No te preocupes —dije—. Estuvo muy amable, pero no puedo ayudarle. Ahora no.

—No es Roger quien me preocupa —replicó.

En junio de 1992, mientras trabajaba en el musical de Tommy en La Jolla, seguía sufriendo episodios maniaco-depresivos, y los ratos que pasaba solo en el hotel me subía por las paredes. Aquellos episodios se habían recrudecido desde el nacimiento de mi hijo; quizá fuera el péndulo que se reactivaba después de permanecer quieto durante el primer año de su vida. En ocasiones experimentaba con pequeñas dosis de alcohol, pero creo que mi gran problema era la medicación para el dolor, a la que ya recurría como alivio emocional mucho después de que los dolores de muñeca se hubieran aplacado.

Así que tampoco fue una gran sorpresa cuando me desperté junto a un diabólico gremlin sacudiendo literalmente mi cama. Mientras yo brincaba arriba y abajo, grité, «¡Que te den por culo!», y me di la vuelta para dormirme otra vez. Sin embargo, oía el tintineo de la araña del techo y al incorporarme me di cuenta de que la habitación se meneaba. Fui a la ventana y vi que el edificio de enfrente temblaba como un perro tratando de secarse después de vadear un río.

Era un terremoto.

Agarré algo de ropa a la carrera y bajé los catorce tramos de escaleras hasta recepción, que estaba abarrotada de gente aturdida pululando sin objeto. Daba miedo. Estábamos lejos del epicentro, pero el hotel —construido sobre rodillos para sobrevivir a terremotos extremos— seguía pegando bandazos y lo siguió haciendo durante mucho más tiempo del que, creo yo, el propio arquitecto hubiera imaginado.

Cuando más tarde me dirigí al teatro, se veían grietas en la carretera que, sumadas a las réplicas constantes, infundían un ánimo apocalíptico al ambiente.

De vuelta a Londres, seguía animado para acabar el trabajo que había empezado con Ted Hughes. Había contactado con el coordinador juvenil en el Young Vic Theatre para sondear la posibilidad de hacer una versión de Iron Man como parte de su programa infantil. Se mostraron interesados, de modo que empecé a montar y ensamblar las canciones relacionadas con mi guión dramático original. Tras haber trabajado con Des para el «libro» de Tommy, enseguida quedó claro hasta dónde había llegado y, a partir de allí, lo que iba a funcionar sobre el escenario y lo que no. También estaba meridianamente claro que necesitaba un narrador. Tenía muchas ganas de poner música a la prosa de Ted, y cada pasaje del texto encajaba con facilidad en mis experimentaciones musicales.

También andaba implicado en un proyecto de composición y grabación con mis dos hermanos, Paul y Simon. Ambos se lo habían currado, y tenían talento. Decidimos hacer juntos una suerte de Rough Mix. Era una idea inspirada: nuestras voces se fundían armónicamente cuando cantábamos a coro, y los tres teníamos estilos de composición diferentes. Esperábamos poder escribir juntos o, en su defecto, colaborar entre nosotros de algún modo. Les pagué un anticipo a los dos. No sé hasta qué punto mi participación les pareció lo bastante comprometida, pero me encantaba trabajar con ellos, en buena medida porque los quería.

En mayo volví a las andadas con Psychoderelict. Ahora trabajaba con un relato mucho más compacto, en el que había más humor e ironía. Había conciliado mejor a los dos protagonistas masculinos (Ray y Gabriel), y aligerado el tono de la obra. Esta contenía una referencia específica a Lifehouse, a la que aludía como «Gridlife», que se antojaba algo forzada al principio, pero que me permitía revolver entre la reserva de ideas y experimentos musicales que tenía acumulados.

Conocía a Liz Geier desde 1979[23], cuando Barney la invitó a ella y a un grupo de amigas a mi habitación del Navarro de Nueva York. Yo estaba concediendo una entrevista a Newsweek. Entre aquel grupo de hermosas adolescentes, Liz me llamó la atención, sus hermosos ojos sobre todo. Era muy alta, tenía una voz profunda, una personalidad llamativa y un humor seco maravilloso.

La volví a ver en Nueva York en 1981, cuando fuimos al concierto de Genesis en Nueva Jersey y en otra ocasión en que salimos a Studio 54. Se la veía siempre fantástica, era una compañía glamurosa y yo me quedaba embelesado con ella. Aquel mismo año, ante la posibilidad de pasar el invierno solo en Cleeve, la invité a venir y le compré un billete para el Concorde. Entonces empezó nuestro amorío, siempre a trompicones porque vivíamos en ciudades distantes. Además yo tomaba medicación para dejar de beber, y me sentía mal a menudo, como embotado.

Desde la primavera de 1982, después de la desintoxicación, y mientras trataba de recomponer mi matrimonio, seguí en contacto con Liz, le escribía algunas cartas, algún poema ocasional y alguna letra de canción. Aunque me esté mal decirlo, le escribí algún tema realmente bueno. David Gilmour grabó dos de aquellas canciones en su álbum en solitario de 1986: «All Lovers Are Deranged» y «Love On the Air». Sentía que no podía dejar escapar a Liz, quizá fuera la idea fabulosa de que ella representaba aquello a lo que me agarraba, pero estaba seguro de que ella no sentía lo mismo, o de que no acababa de fiarse de mí. En 1989 pasamos algunos días juntos durante la gira del 25.º aniversario, que yo esperaba que fueran el desenlace final de nuestro lío.

No volvimos a encontrarnos hasta enero de 1993. Por entonces, ya sentía que el idilio se había desvanecido, aunque no lograra superar el mismo recelo que yo le infundía. Ya sólo deseaba nuestra amistad, y ella parecía siempre contenta de verme. «Now and Then», un tema de Psychoderelict, trataba de nuestro primer encuentro y se inspiraba en nuestra amarga, insatisfecha amistad. En todo caso, por fin tenía una auténtica canción de amor, una de las pocas que había escrito, y trataba de un romance frustrado. Estaba orgulloso de ella, y lo sigo estando: es una de las más honestas que escribí jamás.

Tenía ganas de pasarle una copia de la canción a Liz, que trabajaba como encargada en el Café 44, a unas pocas manzanas del Royalton donde yo me alojaba en Nueva York. (Allí me reuní con la famosa Helena Kennedy, del Consejo Real, quien había trabajado conmigo para Rescue con objeto de poder cambiar la ley sobre violencia doméstica). Después de mi sexta Coca-Cola le pregunté a Liz si tenía una de aquellas cervezas sin alcohol que ya existían en Gran Bretaña. A alguien de detrás de la barra se le había caído un vaso en el cubo de hielo y se había roto, de modo que Liz andaba atareada asegurándose de que la cubitera quedara impoluta. Dijo que sólo tenía una de baja graduación y me sirvió una.

Me llevo sólo un segundo darme cuenta de que había alcohol suficiente en mi vaso como para desbaratar mi mermada tolerancia. Hacía once años que no tomaba una copa en público, desde octubre de 1981.

—Esto no es sin alcohol, ¿verdad? —dije en coña, sosteniendo la botella contra la luz. Ya empezaba a sentir aquel cálido hormigueo que se expandía por mi cuerpo.

—No dije que lo fuera —dijo. Al verme sonreír, ella se rió conmigo, aunque con cierta inquietud—. Como si lo fuera. Es lo que llamamos una 3,2.

No fue culpa suya. Sabía que lo había dejado por un tiempo, pero que no me mostraba categórico al respecto. No bebía en público, simplemente. En este caso, había pedido una cerveza y me sirvió una.

Ya no bebí más. Apenas había echado un trago, y ya empezaba a ver a Dios.

Una hora después estaba de rodillas en la habitación de mi hotel, rezando. Mi plegaria no era, sin embargo, una penitencia por aquel desliz sin importancia, ni pidiendo ayuda para mantenerme alejado de la bebida; sólo daba gracias a dios por enseñarme qué necesitaba para sentirme pleno, por procurarme el único remedio eficaz que favorecía mi sociabilidad.

Estaba literalmente llorando de felicidad. Café 44, cerveza 3,2 y Liz Geier, una troika celestial.