Ted y Carol Hughes vivían cerca de Chagford, en Devon, en el linde de Dartmoor, uno de los parajes más singularmente hermosos de Inglaterra, con sus traviesos ponis salvajes y las ovejas errantes que dormían en la carretera. Toda el área boscosa en torno a Chagford es excepcional: los rayos de luz que se cuelan entre los árboles vetustos hasta los ríos burbujeantes donde centellea su reflejo. Aquellos parajes siempre me inspiran, sobre todo en lo alto del río Teign.
Parte del gozo de trabajar en Iron Man fue el tiempo que pasé en compañía de Ted. A efectos sociales, era un coloso, y una compañía siempre estimulante. También era físicamente robusto, con un rostro grande y hermoso y una gran mata de pelo en la cabeza que le bajaba hasta los hombros y le brotaba incluso de las orejas. Solía entretener a sus huéspedes como suelen los nativos de Yorkshire, con ingenio y franqueza, sin tiempo que perder con nada que no se ajustara a sus intereses literarios o filosóficos. Su esposa Carol era campechana como una chica de pueblo, pero también sofisticada y algo oscura, una mezcla extraordinaria que resultaba perfecta para Ted. Este era un narrador excepcional, y podía explayarse sobre lo que fuera —poetas modernos, mitos griegos, los sajones, la posmodernidad— sin mostrarse como un necio paternalista.
Mi hija Emma disfrutaba especialmente de su compañía, y compartía fácilmente con él su propio asombroso conocimiento sin sentir que estuviera exhibiéndose. El Iron Man de Ted se había convertido en libro de texto para los exámenes de secundaria de Literatura Inglesa. Aunque solía presentarse como literatura juvenil, las cuestiones que trataba eran comprometidas y de absoluta actualidad: la mecanización e informatización de la guerra, la ecología, la amistad entre razas y naciones, e incluso la mitología de la música de las esferas.
Se trataba de un relato que me estimulaba y con el que me sentía implicado. Cierto eco muy personal del mismo se vinculaba a mi fantasía infantil, cuando tenía diez años, de vivir dentro de una gran máquina robotizada y segura que me llevaría y traería de la escuela, permitiéndome aislarme de todos los que me rodeaban.
La descripción de la música celestial creada por el enemigo del hombre de hierro, un dragón espacial, armonizaba con la música que había escuchado de niño sentado con la tía Trilby y en compañía de los escoltas marinos en el Támesis. En el libro de Ted también se daba la idea de que los hombres que habían pasado por la guerra solían reaccionar ante los misterios de un modo militarista; era difícil convencerlos de que en la vida podía existir una vertiente mística, pero la belleza de la música del dragón espacial (que se revela como un pacífico espíritu celeste, un cantante de la «música de las esferas») resulta capaz, al final, de transformar espiritualmente a la humanidad y de instaurar una paz duradera en todo el mundo.
En la historia de Ted los problemas se solucionan gracias a la amistad entre el hombre de hierro —la máquina de guerra— y el niño Hogarth. El libro de Ted conectaba conmigo a muchos niveles. Se trataba de un libro de posguerra, que hacía hincapié en la futilidad de la era nuclear: cuando una sola bomba puede borrar del mapa a un país entero, todo conflicto resulta suicida. Al colocar a un muchacho en el centro de su relato, yo también me veía inmerso en un medio que conocía bien: la conflictiva maduración hacia la vida adulta en aquellos tiempos, en los que, de pronto, ser un valiente soldado se convirtió en un valor a la baja.
Concluida la terapia, seguía recurriendo a técnicas que había aprendido: escribía más entradas en mi diario de lo que solía y también cartas dolorosamente honestas que nunca enviaba. Me encontraba de un ánimo creativo, pero en lugar de dedicarme a la ficción, esta vez pensaba seriamente en escribir mi autobiografía. No me planteaba un texto convencional, sino más bien una serie de imágenes prácticamente aleatorias, con poemas y letras inéditas, escritos en los que trataría la evolución política de Occidente a lo largo de mi vida, así como el camino por el que nos iba a llevar la tecnología y aquello que los artistas serían capaces de hacer en el futuro. Un cuento que escribí, «The Limousine», constituía la base de una conferencia que debía impartir a los estudiantes del Royal College of Art.
«The Limousine» era una cruenta historia criminal en la que el hombre malvado de la limusina llena de música hipnótica y gas venenoso el compartimento herméticamente cerrado del pasajero; a partir de ahí, roba, viola, asesina y abandona a sus víctimas. Empecé a contar esta historia ante un público inicialmente embelesado de unas doscientas personas. Una vez que me hube ganado su atención, derivé hacia la cuestión que me ocupaba: cuando la música, convertida en datos digitales, se pueda comprimir de tal modo que pueda ser transmitida a través de una línea telefónica, la música tal como la conocemos habrá terminado. Puede que nos sintamos como si estuviéramos a los mandos, pero no seremos más que pasajeros impotentes. Los compositores y los músicos sentirán que tienen línea directa con sus clientes, pero también estarán abriendo la puerta a todo tipo de contaminación mental y espiritual. Era la visión de Lifehouse hecha realidad.
Los discos de vinilo, ya en peligro, desaparecerían, al igual que las cintas analógicas. Utilizaríamos ordenadores, algunos del tamaño de un reloj, para escuchar música y compartirla, y nos veríamos abrumados por el volumen desorbitado de sonidos a los que estaríamos expuestos. Incapaces de distinguir lo bueno de lo malo, nos veríamos, en términos musicales, gaseados, robados, violados y asesinados. Nuestra lujosa limusina sería en verdad un coche fúnebre.
Quizá estaba cargando las tintas dramáticas. Quizá todo aquello era una mierda. Una cosa estaba clara: para cuando llegué al colofón de mi relato, la mayoría de la audiencia ya se había largado.
Estuve leyendo a fondo el texto de Ted Hughes y tomando notas al respecto. Paulatinamente, fui desglosando el libro en secciones, experimentando con mis propias variantes de la trama sin alejarme en exceso del modelo. Trataba de tener listo un tratamiento para cada canción.
En abril, en Cornualles, empecé a trabajar en serio con la idea de acabar las letras. Cuando compartía mis ideas con Ted, se mostraba entusiasta y alentador. Le gustaba particularmente la imagen del dragón espacial como una criatura de cuyas alas colgaban cientos de niños robados. No pretendía dar pie a un musical que fuera únicamente para niños, pero adapté el relato de Ted desde mi propia alma infantil, y fui progresando. Esperaba que los niños que acudieran a ver la obra disfrutaran con ella, pero no cabe duda de que The Iron Man es un relato oscuro, y yo no pretendía desvirtuarlo.
El 30 de mayo de 1987, encuaderné varias copias del primer borrador de mi obra musical, dispuesto en dos columnas por página: letra y música en una, y la acción en la otra, como el guión de Ken Russell para Tommy. Luego, las envié. McCrum respondió escuetamente: «Pete, eres un gran procesador de textos».
Mientras había estado trabajando en Iron Man, Spike Wilkins había juntado una segunda serie de maquetas de Scoop, temas inéditos de interés y algunas rarezas musicales. Atlantic lo lanzó en julio sin hacer mucho ruido (como Another Scoop); vendió poco y la prensa mostró escaso interés, así que empecé a sentir curiosidad por la aparente negligencia de nuestro sello discográfico. Doug Morris me había pedido explícitamente que le dejara sacarlo para que todo aquel material apareciera bajo el mismo paraguas. Por más que fuera un proyecto adicional para mí, no dejaba de ser un trabajo serio.
Jackie Curbishley me escribió sobre la cuestión, consolándome moderadamente, y luego pasó a otro tema, en su evaluación anual:
Iron Man debería ser un proyecto de los Who. Luego podemos anunciar que, durante los últimos cuatro años, Pete Townshend ha estado escribiendo una ópera para los Who con la mayor discreción. Y el mundo recordará que tú fuiste el primero en lograrlo, con Tommy. Podríamos conseguir millones de dólares para un álbum de los Who de este calibre (si es tan bueno como mi olfato intuye que será), luego me podré comprar otra casa, y tú también. John podrá mantener Quarwood [su fantástica casa de campo en Stow] otro año más y Roger ya puede posponer su anuncio para Pepsi Cola.
Sabes que tengo razón. Lo digo en serio, Pete. Sería divertido. Tratándose de un musical para el teatro no habría riesgo de salir de gira. Hace poco dijiste que, por la costumbre, siempre te ves escribiendo como si fuera para la voz de Roger. Si supieras con toda certeza que Roger y John iban a abrazar encantados la oportunidad, ¿qué dirías? No tendrías que firmar ningún acuerdo a largo plazo con los Who. He estado debatiendo la cuestión de que yo te he instado a convertir Iron Man en un proyecto de los Who, y Bill está de acuerdo. Piensa que sería una iniciativa fantástica. Yo lo veo del modo siguiente: en Brixton, Pete Townshend era una cosa. En Wembley Pool fue otra distinta. El Iron Man de Pete Townshend fue una cosa; el de los Who sería otra distinta. Ya me dijiste a las claras que nunca me escuchas, así que no me hago ilusiones de que te tomes esto en serio.
El problema era que la música que yo había compuesto hasta entonces no era en absoluto indicada para los Who, y sabía que Roger la odiaría. La última canción que yo había escrito, sin ser consciente de ello, para la voz de Roger fue «After the Fire»; y en sus manos se convirtió en un himno igualmente inconsciente de dolida nostalgia por los días de gloria de su juventud como estrella de rock. La canción, que se escribió junto con «All Shall Be Well», trataba, de hecho, del fin del apartheid en Sudáfrica.
—¿Quién es esa mujer despampanante que está detrás de nosotros? —me susurró Emma.
Estábamos en el estreno de Esperanza y gloria de John Boorman. Me volví y vi a Theresa Russell, sentada junto a Nic Roeg. Ambos me sonrieron. Después de la película hice las debidas presentaciones, no antes de que Theresa me cogiera la cara entre las manos y me besara cariñosamente. No era fácil para mí olvidar los alocados tiempos de entonces. Qué grandes personas eran aquellos dos, su cordialidad me conmovía. Aunque me pregunto qué debía de pensar Emma.
Aquel fue un periodo muy feliz con la familia. Lo que se considera normal para la mayoría de las personas, resultó ser una novedad para mí. Llevar a las chicas a la universidad o recogerlas, organizar cenas y pasar un buen rato con amigos y vecinos, eran cosas en las que empezaba a encajar y me sentaba bien.
Recuerdo a la llamativa hija de uno de nuestros vecinos interrogándome con descaro sobre mis conocimientos acerca de T. S. Eliot, exhibiendo su sabiduría al respecto, y cuando su padre la reprendió aduciendo que yo mismo era un escritor importante, la chica dejó claro que no tenía ni idea de quién era. Me encantó. Puede parecer sorprendente, pero por fin me sentía valorado por quién era de verdad, no por quién fui en su momento.
Florence, la hija de Virginia, mi cuñada, nació el 14 de diciembre, y fue una maravilla contar con otro bebé en la casa. Era una niña radiante, de brazos y piernas regordetes. Tennyson House pareció iluminarse de nuevo. Y puede que de modo no completamente sorprendente, Karen, que ya había cumplido los cuarenta, expresara entonces su deseo de tener otro hijo, antes de que fuera demasiado tarde.
A mí me preocupaba que si teníamos más hijos, Virginia y Florence se acabaran sintiendo relegadas, visto que yo ya me había ofrecido a serles de ayuda. Me había imaginado como un padrino solícito para Florence, visitándola a menudo, reviviendo los buenos tiempos con mis dos hijas, y recuperando quizá vivencias que me había perdido con ellas por andar constantemente de gira. Si teníamos otro hijo, no tendría mucho tiempo para Florence.
También me preocupaba pasar dos o tres años dedicados a criar a un niño, en lugar de poder centrarme en el trabajo. Mis dos estudios apenas estaban recuperando pérdidas, y el cobertizo necesitaba una nueva y costosa consola de mezclas. A falta de giras, yo dependía enteramente de los anticipos por discos y de los ingresos de edición para seguir tirando. La situación estaba algo apurada. Ya había pasado un año entero trabajando en Iron Man. Karen había completado su formación como profesora y estaba trabajando a tiempo parcial, pero yo seguía siendo el proveedor principal. ¿Podía permitirme un parón de tres años? Lo dudaba.
Me encantaba ser un padre práctico y funcional, pero tampoco era una tarea fácil. Minta era una adolescente normal, que sabía buscarme los puntos flacos, y alguna noche saltaba por la ventana del dormitorio y salía hasta tarde. Era una chica fantástica, pero cuando perdía la paciencia con ella me sentía fatal. No quería encabronarme con mis hijas, en ningún caso. Emma me recordaba más a mí mismo de adolescente; algo perdida, indecisa entre el impulso creativo y la vida académica. Yo no conseguía aclararme, así que en un intento por elucidar y articular mis sentimientos, le escribí a Karen:
Querida Karen,
Entiendo que es fastidioso verse sujeto a mi comportamiento algo maniaco: tan exaltado un día y, al siguiente, sombrío y como intuyendo cierta oscuridad inminente. Pero hay algo acerca de estar con la familia, solos los cuatro, que me recuerda quién soy yo.
Dijiste el otro día que parezco alguien que necesita estar triste, dejar que su tristeza fluya. Pero la tristeza es tan grande, hay tanta, y está tan apegada a un chaval de seis o siete años… que ya no tengo los medios para expresarla siquiera.
La carta no precisaba réplica; era una disculpa.
Estábamos tratando de concebir según el método avalado por la práctica inmemorial, pero no estaba resultando. Cuando empezamos a considerar la vía de la adopción, hablé con Jann Wenner, que había adoptado a un niño el año anterior, después de lo cual su esposa quedó embarazada. Así que acabaron con dos hijos de edades muy cercanas, y que congeniaban perfectamente. Chucho Merchan (que había tocado para Deep End) y su compañera Anna nos encontraron a dos gemelos en Colombia listos para ser adoptados. Iniciamos los trámites, pero no tardamos en abandonarlos cuando una agencia nos informó que éramos demasiado mayores. Otra agencia nos dijo que resultábamos demasiado excéntricos y aún hubo otra que aludió a la abundante cobertura mediática sobre mi consumo de drogas.
Una de las condiciones para aceptar criar a otro niño a los 44 años era que pudiéramos contar con asistencia a tiempo completo. Yo seguía trabajando a tope, cada día. Karen accedió a contratar a dos niñeras; puede que cruzase los dedos por detrás de la espalda, pero accedió.
Todo aquello exigía un nuevo enfoque presupuestario que me llevó a pensar en reducir el volumen de mis empresas. Eso significaría vender o alquilar, parcial o totalmente, mis estudios de Isleworth y del Soho, trasladar mis oficinas a un enclave menos costoso y reducir la plantilla. El dinero del anticipo de Iron Man ya se había evaporado; conmigo solía ser siempre así: invertía el dinero del anticipo en hacer el disco en cuestión. Y en este caso concreto, estaba trabajando más intensa y meticulosamente que nunca antes.
Rabbit, a quien no había visto durante casi cuatro años, emergió por fin a la superficie y empecé a recurrir a él y a Chucho para que me ayudaran con los arreglos y orquestaciones. Billy Nicholls trabajaba prácticamente a tiempo completo en los coros y como director musical en dicho apartado. También me traje a Simon Phillips, el baterista de estudio mejor pagado del mundo en aquel entonces, para que me programara la batería en el Synclavier y se encargara de algunas sobregrabaciones con batería en vivo. Incorporar a Bill Price como ingeniero, y a tiempo completo, significaba pagar las tarifas más elevadas del mercado. En cuanto al elenco artístico del álbum todavía no lo tenía decidido, aunque mi carta a los reyes pintaba bien: John Lee Hooker, Lou Reed y Nina Simone; todos los cuales habían respondido con interés. Pero cuando llegara el momento de contratar a cantantes estelares, iba a tener que pagar anticipos sustanciales, royalties y otros gastos para poder grabar en el Reino Unido.
A pesar de la presión, adoraba trabajar para Iron Man. En algunos momentos me sentía como un director de cine que iba elaborando paulatinamente una historia, que se haría realidad con el montaje y entonces cobraría sentido. Siempre que era necesario, recurría al texto original de Ted Hughes, tanto en los compases iniciales como en el libreto final, para facilitar el progreso de la historia.
A pesar de que se trataba de un doble álbum, me preocupaba la posible falta de tiempo. El formato CD permitía más tiempo que el vinilo, pero en 1986 las discográficas seguían lanzando los álbumes en ambos formatos, y aquello me condicionaba. A lo sumo, podía contar con setenta y cinco minutos. La media de un musical era de ciento treinta y cinco minutos y el Fantasma de la Ópera duraba tres horas. De modo que me puse a trabajar en dos versiones de Iron Man: una banda sonora que funcionara como una versión independiente de la historia, y una composición teatral más prolongada.
Trabajé durante todo el verano. Simon Draper seguía plenamente implicado con la idea de sacar un doble álbum, pero Doug Morris en Nueva York andaba algo inquieto. Doug y Bill Curbishley eran muy buenos amigos, y lo que ambos querían de mí, y para mí, eran éxitos, no musicales pretenciosos. Sabían que yo siempre tendería a innovar, pero aspiraban a extraer del proyecto Iron Man algo que no creía ser capaz de brindarles: canciones que pegaran fuerte en la radio.
En septiembre de 1988, Bill Curbishley y yo hablamos acerca de un nuevo disco con los Who para celebrar su 25.º aniversario en 1989. La idea era de ambos. En las reuniones editoriales en Faber había perdido la cuenta de la cantidad de aniversarios de escritores famosos que generaban nuevas campañas o nuevos libros.
Había una presión creciente para que yo regresara con los Who. El Live Aid y el concierto para la British Phonographic Industry habían soltado chispas. Ninguna de esas dos actuaciones había sido excepcional, pero dejaron sin aliento a las cajas registradoras. Y yo no acababa de estar seguro de que sin los Who pudiera generar suficiente dinero como para garantizarle a otro hijo una buena vida y una educación decente. Mis hijas estaban creciendo. No éramos una familia perfecta, pero habida cuenta del patrón habitual en el mundo del espectáculo, no nos había ido mal, habíamos sobrevivido, y eso era lo importante.
Lo primero que le sugerí a Bill fue hacer un disco con Chris Thomas como productor, y quizá grabar canciones no necesariamente escritas por mí, sino seleccionadas de entre las favoritas de John, Roger y mías. Bill contactó con MCA, que seguía siendo propietaria de la mayoría del catálogo de los Who. Ofrecieron un millón de dólares para un disco nuevo, lo que no me parecía suficiente, aunque tampoco podía hablar por Roger ni John. El mánager de Chris Thomas pidió un elevado porcentaje y un cuantioso anticipo. Los honorarios de Bill Price como ingeniero para un programa de trabajo de veinticuatro semanas ya nos costarían esa cantidad, quizá más. El coste de un estudio, incluso si recurríamos a los míos de Eel Pie pagando lo indispensable, se acabaría comiendo el resto.
Bill comentó que si salíamos de gira podíamos esperar doblar y hasta triplicar esa cantidad. Si los Who daban, digamos, veinticinco conciertos en seis semanas, aquello no sólo mejoraría la cantidad estipulada como anticipo por el disco, sino que podríamos contar con patrocinio comercial vinculado al 25.º aniversario. Los conciertos en sí le podían rendir a cada miembro del grupo un millón de dólares neto. Descontando impuestos y deducciones, podría acabar con cuatro millones de esterlinas, y dejar de preocuparme por el futuro, al igual que la criatura que Karen y yo seguíamos esperando tener o adoptar. Aquellos millones caídos del cielo también me permitirían proseguir con mi trabajo en Iron Man, obra en la que me hallaba en punto muerto por falta de un final adecuado.
Al final completé Iron Man mediante sesiones vocales con John Lee Hooker en Nueva York, Deborah Conway y Nina Simone en Londres. Trabajar con John Lee como hombre de hierro fue fantástico, y lo hicimos repasando una frase tras otra. Nina estuvo excepcional e hizo un trabajo espléndido como dragón espacial. Doug y Bill me habían convencido para que convirtiera uno de los temas del álbum en una canción de los Who, y elegí «Fire» de Arthur Brown. Prácticamente encajaba.
Atlantic quería un solo disco, en lugar del doble por el que me había contratado Virgin; y, a regañadientes, me tuve que poner a descartar canciones. Tenía la impresión de que se cometía un tremendo error, pero también sentía que no tenía otra elección. Después de dos buenos años de trabajo, parecía que iba a dejar de lado Iron Man, para que los Who irrumpieran atropelladamente en mi vida.
En 1988 mi estudio del cobertizo ya no era un mero entretenimiento o espacio de retiro y creatividad (no se equivoca quien dice que los músicos «juegan/tocan» juntos). Se había convertido en un negocio. El Synclavier costó tanto como una casa; la consola Focusrite costaría tanto como una casa más grande aún. Me encantaba ir añadiendo nuevas piezas al equipamiento, y estaba orgulloso de mi negocio, pero ya no sentía que pudiera seguir «jugando» allí.
Así que, a falta de un gran interés por los coches, salvo por su utilidad para transportarme veloz y seguro, me pasé a los barcos: mis zapatos nuevos. Me compré el Blue Merlin, un velero a motor de cuarenta y seis pies con velas enrollables y una potente hélice de proa, con lo que una sola persona podía gobernarlo. Para poder cerrar el trato me tuve que vender un buen número de preciosas guitarras: dos De Angelico, la Gibson Flying V que me había regalado Joe Walsh (chico, el cabreo que se pilló al enterarse), la Guild Merle Travis, la Gibson blanca de doble mástil y otras menos importantes.
Con eso ya tenía el depósito, y el Blue Merlin se convirtió en el velero que por fin iba a hacer de mí un marinero. Mis nuevos juguetes sin duda iban a costarme tanto como los de antes y resultarían menos útiles a efectos profesionales. Pero me encantaban los barcos y el mar, salir a navegar era mi forma de meditar.
El 22 de septiembre, Bill me dijo que la mayoría de los promotores americanos con los que había hablado consideraban que no había necesidad de sacar otro álbum de los Who. «¿Por qué estropear algo que promete?». Bastaba con que saliéramos de gira. También presagiaban que íbamos a ser el mayor espectáculo de 1989, superando a Led Zeppelin, cuya última gira había sido en Europa en 1980. Las ofertas de patrocinio comercial eran muy buenas, lo cual significaba que podríamos contar con un grupo extenso como en el caso de Deep End, que había permitido crear un sonido tremendamente enérgico, aunque ni la mitad de los decibelios que producían los Who. Pero yo seguía teniendo problemas de oído, acúfenos y algunos problemas de presión, y no pretendía perder mi capacidad auditiva restante.
«Soy supersticioso», escribí en mi diario el 4 de diciembre de 1988. «Mi último intento de trabajar con los Who coincidió con la hospitalización de Minta por neumonía. Cuando estaba por tocar en Nueva York para Amnistía Internacional mi padre murió. En Cannes, un viento de mistral huracanado estuvo por echar al traste mi concierto televisado. En Brixton, Karen se puso enferma. Y los Who ya contaban con su karma colectivo: Cincinnati, Keith y Kit. ¿Realmente, tenemos derecho a celebrar nuestro 25.º aniversario?»
Los antiguos miembros de los Who nos reunimos al día siguiente durante siete horas. También estaba Bill Curbishley, al tiempo que Frank Barsalona y Barbara Skydell, de Premier Talent, que produciría la gira, habían venido de Nueva York para aconsejarnos. A Frank se lo veía tan agitado como veinte años atrás, cuando me engatusó para que tocara en Woodstock. Bill pasaba mucho tiempo en España, y se lo veía moreno y relajado. Barbara Skydell interpretaba el papel de la matrona protectora, disimulando su verdadero poder e influencia en la industria de la música, en la que había montado giras para figuras como Tom Petty, Keith Richards y los Clash.
Roger se removía en su silla y John iba acariciándose la nariz con el dedo como solía hacer en aquel tipo de circunstancias. Se respiraba cierta expectación y tensión en la sala, aunque aquel era un grupo de amigos; todos nos caíamos bien y nos profesábamos un afecto cercano al amor. En cualquier caso, el corazón me latía fuerte y me sentía algo mareado.
En varias ocasiones, John dijo que ahora contaba con un nuevo equipo que le permitiría tocar menos escandalosamente. Roger anunció que había escrito unas canciones con alguien llamado Nigel, y que sentían que el mundo necesitaba ahora música «apolítica» del tipo que los Who hacíamos a finales de los setenta. Era evidente que Roger estaba preocupado. Puede que se sintiera así cada vez que se contemplaba una nueva gira, pero mi angustia de aquel día era una sensación nueva.
Después de muchas horas discutiendo, preocupado sin duda porque el encuentro acabara sin resolución de ningún tipo, Bill pidió que nos quedáramos en el hotel hasta que se alcanzara una decisión. Sugirió a varios patrocinadores para la gira, tales como General Foods, y cuando nos negamos, apuntó que podríamos donar la mitad del dinero a diversas obras benéficas; una mitad que podría alcanzar los ocho millones de dólares.
La interminable presión de aquel encuentro estaba empezando a causarme paranoia, así que hicimos una pausa. De vuelta a la sala, cada vez me sentía más inestable. A las seis de la tarde sucedió algo extraño, la atmósfera se cargó de nuevo: Roger se mostró más atento, Bill aceleró el ritmo y empezaron a aparecer hojas de papel con números y fechas escritos: los ensayos empezarían en mayo, habría posibles bolos de calentamiento en junio y luego saldríamos de gira con un descanso entre el 1 y el 17 de agosto.
Hacia las 6.20 estaba alucinando: los presentes empezaban a desprender cierta aura. No estaba dispuesto a seguir con aquello. Ya estábamos hablando del programa de gira. A las 6.25 Roger estaba por irse, tenía que irse. ¿Adónde?, me preguntaba yo. A las 6.30 me sentía enfermo. Quería drogas. Estaba ansioso. Quería ver a Karen. A las 6.33 Roger se fue; se iba a perder la resolución final. A las 6.40 Karen llamó, que quería ir a su clase de arqueología. Minta estaba en cama, enferma. ¿Cuándo iba a volver?
Unos minutos después Frank preguntó si estaba bien; dije que no. Barbara preguntó qué tal me parecía el plan, dije que fatal. Tenía miedo y quería morirme. Se rió: aparte de eso, ¿qué tal me parecía? Me levanté, me despedí de toda aquella gente encantadora y me fui. Una vez que estuve en el coche ya me sentía mejor. Contratar una gira como aquella es casi como saber que en breve te va a tocar la lotería.
Un par de días más tarde, mi péndulo emocional osciló de nuevo, hablé con Bill y le dije que no podía liarme con todo un plan de gira. Escribí a Roger y a John contándoles que todo tenía muy buena pinta en abstracto, pero que tan pronto como empecé a oír nombres de ciudades, pueblos y estadios, me entraron arcadas. Mi última palabra era que los Who eran un proyecto completa e irrevocablemente acabado.
Claro está que no era verdad.
Karen y yo viajamos a Nueva York a principios de 1989, donde yo debía presentar la admisión de los Rolling Stones en el Rock and Roll Hall of Fame. Estar allí, sobre todo tras conocer a Little Richard, que se encargaba de la admisión del fallecido Otis Redding, me llevó a pensar que quizá no fuera tan mala idea proseguir con las actuaciones junto a los Who. A Little Richard se lo veía tan vivo que parecía enchufado a la red eléctrica de la ciudad. Desempeñó su extraordinaria admisión de Otis Redding imitando maravillosamente la voz del difunto; como un Keith Moon, más exagerado si cabe.
Yo empecé mi discurso de admisión de los Stones diciendo: «Keith Richards me dijo una vez que pienso demasiado. La verdad es que hablo demasiado, pero antes debería pensar lo que digo… Los Rolling Stones son el único grupo que no me avergüenzo de haber idolatrado. Cada uno de sus miembros me ha dado algo como artista, como persona y como fan. Sería insensato pensar que todo lo que me dieron era sano, práctico y útil…».
Y seguí en esa onda cariñosa. Cada una de mis palabras de afecto era rigurosamente cierta.
Mientras seguía en Nueva York tuve un encuentro con Ina Meibach, nuestra abogada, que se había dedicado a echar cuentas. Si accedía a salir de gira y a hacer un disco con los Who, iba a ser un trabajo arduo, pero en el año que teníamos por delante iba a generar catorce mil libras al día. Me preguntaba —y no estoy bromeando— si aquello bastaría, pero enseguida me convencí. No podía decir que no a tal cantidad de dinero. Mis emociones seguían meciéndose, y pensé que aquella cifra monstruosa también iba a garantizar la seguridad de Roger y John. Así que decidí comprometerme.
—Ya no puedo más, Pete —dijo Karen—. No podemos seguir así.
Salió con su perro Blue, pasó el día fuera y no regresó hasta tarde. Había ido a Stonehenge a pensar un poco las cosas. Se estaba planteando seriamente abandonarme, y yo entendía por qué. No era la primera vez que amenazaba con irse. Habíamos compartido numerosas sesiones de radicales cambios de humor por mi parte, y a estas alturas la debía superar la confusión sobre si yo estaba o no al cargo de mi propia vida, o al menos de la parte de la misma que deseaba compartir con ella. Cuando se enojaba decía que cuando las niñas abandonaran el hogar, la vida conmigo no tendría sentido, que vivíamos en la misma casa, pero no juntos.
Llevaba razón. De hecho, yo había intentado esforzadamente vivir una vida paralela, a fin de poder hacer mi trabajo y que Karen pudiera llevar su propia vida a su modo. Y eso me parecía ideal. Fuera como fuese, ella no era feliz.
Es curioso porque, desde mi perspectiva, las cosas de familia se veían bastante bien. Minta tenía ya dieciocho años, y estaba de año sabático antes de comenzar la universidad. Le costaba levantarse por la mañana, como a mí, pero una vez que estaba en pie, trabajaba con empeño. Emma había entrado en el King’s College de Cambridge, donde estudiaba Económicas e Historia. Su novio, James, era organista.
Los problemas a que nos enfrentábamos Karen y yo se resolvieron provisionalmente cuando se quedó embarazada en el mes de marzo.
La gira de los Who fue anunciada en abril. Dediqué una semana a las relaciones públicas en Nueva York, y el resto del tiempo lo pasé haciendo campaña por Iron Man, que había sido presentado ante los críticos aquel mes. Coca-Cola había mostrado interés en aprovechar una de las canciones, «A Friend Is a Friend», para la campaña publicitaria estival.
Durante los ensayos para la gira estuve preocupado por mi oído, e insistí en que la batería se emplazara en una cabina. En su lugar, Bob Pridden me puso a mí en una cabina con mi guitarra, de tal modo que no sentía que se estuvieran tomando mi problema muy en serio. Ensayamos durante varias semanas y nos aprendimos más de cincuenta canciones, muchas de ellas de mi producción en solitario.
Antes de salir para la gira, Karen se sometió a una ecografía, cuando volvió yo seguía en cama.
—Es un niño —dijo, y empezó a reírse.
Salté de la cama. Hostia, estaba feliz. ¿Cómo era posible? Aquello era la confirmación que tanto había esperado: había conseguido enderezar mi vida familiar. Karen y yo habíamos tenido nuestros baches, pero entraban dentro de lo previsible. Como dijo Paul Simon, «cuando algo sale bien, quizá me extravíe, quizá me confunda, es una sorpresa que no esperaba». Emma, Minta y ahora un hijo. No es que estuviera feliz, estaba eufórico.
A mediados de junio, la banda se trasladó a Glens Falls, Saratoga, donde dedicaríamos seis días a los ensayos técnicos. Nuestra primera actuación fue en el Centro Cívico. La banda sonó bien desde el principio, incluso en el auditorio vacío y reverberante. Yo viajaba con diecisiete piezas de equipaje, que conformaban en gran medida mi estudio de grabación portátil. Dos chicos me ayudaban como porteadores para transportarlo e instalarlo en cada hotel donde recalábamos.
Rabbit se emborrachaba constantemente y casi tuve que despedirlo. Estaba convencido de que después de ocho semanas de ensayos ya era indispensable, pero amenacé con reemplazarlo. La lista de canciones cubría un abanico muy amplio, incluyendo una selección de Tommy y de Iron Man, «Too Late the Hero» de John, «Love Hurts» de Boudleaux Bryant y toda una serie de temas de los años ochenta. La actuación duraba más de tres horas y media, y yo cantaba una decena de canciones mías.
«Música nueva, nuevos matices, un reto con cada canción. Eso es lo que me gusta», escribí después del primer concierto. Sin embargo, a mediados de julio ya empezaba a sentir la presión. Me zumbaban los oídos, de modo que tuve que utilizar tapones para los temas más subidos de volumen, y ello mermaba mi eficacia como intérprete. Me dije a mí mismo que lo más importante era ser feliz; tocar y bailar con abandono era más gratificante que hacerlo bien.
Se iban apilando las reseñas de los críticos, y yo tendía a centrarme en las malas. «Roger estará satisfecho al verse descrito como “divino” —escribí—. A mí me duele que me retraten como “un clérigo”».
Puede que tuviera la presencia de un dios, pero Roger estaba al borde del colapso por agotamiento. Después de que Bill me lo comunicara por teléfono, llamé a Roger para animarlo. Había estado en el hospital, lo habían sometido a un chequeo completo y le anunciaron que todo estaba bien. Lo cual lo incomodó aún más. Él sabía que algo no marchaba bien. El 10 de agosto, después de tres conciertos seguidos en Atlanta, Roger escribió una carta abierta a toda la banda y al equipo.
Queridos todos:
Os escribo para deciros que desde el comienzo de la gira he sufrido problemas físicos y personales inmensos… es una batalla que voy ganando. Siento gran admiración por que hayáis conseguido que las actuaciones sean un gran éxito, y que durante esta gira muchos momentos sobre el escenario hayan sido los más gozosos y memorables de mi carrera.
Allhamdulia
Roger
Más que consolarme, aquella carta me preocupaba.
Roger llevaba tiempo obsesionado por su salud, iba acompañado por una estrafalaria masajista de yoga alemana, y solía llevar todo un surtido de extrañas medicinas. Aun así, fui yo quien estuvo a punto de acabar con todo aquel montaje colosal. En Tacoma, Washington, me perforé la mano con la palanca del tremolo y quedé en estado de shock, pero afortunadamente Karen estaba allí. Vino a verme entre bastidores y, mientras arrastraban mi camilla hacia la enfermería, me susurró entre lágrimas: «Y ahora, ¿vas a parar de hacer el indio?».
No sé muy bien si se refería a mi práctica de agitar el brazo como un aspa o al hecho de salir de gira.
Mamá llegó el día de nuestro concierto especial de Tommy en el Universal Amphitheater, el 24 de agosto de 1989. Pasada una hora, ya estaba causando problemas, iba borracha, con jet lag, perdió la llave de su habitación… Toda la familia —mis dos hermanos y sus hijos, mi cuñado y su esposa— estaban allí y trataban de estar por ella, pero era un auténtico engorro.
Elton John se perdió la prueba de sonido y mandó una nota en la que decía que se sentía mal y no podría aparecer como mago del flíper, pero en el último momento hizo acto de presencia, se atizó un par de rayas de coca y se cascó una interpretación memorable. Adoro a Elton, no sólo es un músico y compositor brillante, sino un gran compañero de trabajo.
Los otros artistas invitados eran Steve Winwood, Patti LaBelle, Phil Collins y Billy Idol. La noche fue una delicia. Lionel Richie y Madonna estaban entre el público. Se trataba de otra gala benéfica, y las ganancias se sumarían a la cifra estratosférica que se había recaudado en nuestras actuaciones del Radio City en Nueva York.
El Universal es una sala grande, pero desde el escenario puedes ver todas las caras. El sonido fue excelente. Mi mejor momento lo viví después, al ser agasajado por la inmensamente talentosa y levemente achispada Whoopy Goldberg, quien me sorprendió con su actitud coqueta. Todo aquello parecía una gran asamblea hollywoodiense, una celebración de lo que el grupo y Tommy habían significado para todos los agentes, abogados, promotores, actores y empleados del mundo del cine reunidos allí. En la fiesta posterior conocí a Lionel Richie y a su hoy afamada hija Nicole, que era una nena encantadora. Lionel sugirió que trabajáramos juntos en el futuro, pero diez mil kilómetros de distancia hacían imposible cualquier colaboración. En todo caso, aquel fue un día triunfal.
A lo largo de la gira estuve acompañado a cada paso por dos policías de Cleveland, los agentes Baepler y Kunz, de nombre de pila Greg, ambos. Bill Curbishley me había convencido para que aceptara su protección, que salía muy cara por cierto, aunque no me había justificado su necesidad. En el pasado, cuando yo bebía, supe apreciar la presencia de mi gorila Jim Callaghan, que en un par de ocasiones me salvó de una paliza, pero dos tipos armados con pistola parecía un poco exagerado, ahora que ya llevaba ocho años sobrio. Bill insistió.
Cuando estábamos en Los Ángeles vino a verme.
—Hay un problema —dijo Bill, y me mostró un buen manojo de cartas escritas a mano decoradas con dibujos infantiles que habían sido expedidas por alguien que había amenazado con dispararme durante la gira.
—Se trata sin duda de un perturbado —dije.
—Sabemos quién es, y por eso nos lo estamos tomando en serio —Bill parecía asustado.
—¿Por qué no se le arresta?
—Porqué desapareció en cuanto empezó la gira.
—¿No sabéis dónde está?
—Lo sabemos ahora —dijo Bill, preocupado—. Está aquí, en algún lugar de California. A lo largo de la gira ha sido avistado por nuestros detectives, pero siempre acabamos perdiéndole la pista. Ha estado siguiendo la gira, Pete.
—¿Está aquí en California?
Bill asintió.
—Pero lo hemos vuelto a perder…
Así que por eso insistió en que me protegieran dos agentes de policía.
Las cartas de aquel individuo habían sido enviadas a las oficinas de los Who en Nueva York, y allí se habían ido acumulando. Si hubieran llegado a mis manos, quizá me habría limitado a responder y puede que así hubiera desactivado la tensión. Yo ya había lidiado con algunos chalados, y en varios casos me había hecho amigo de personas cuyas primeras cartas manifestaban el deseo expreso de verme ahorcado.
Pero la tensión aumentó cuando supimos que el sospechoso era un francotirador solvente. En nuestra próxima actuación en Oakland, el barrio que acogía el concierto era perfecto para que alguien así tratara de liquidarme mientras yo estaba en el escenario. Bill dispuso que parte de mi familia se quedara en el rancho Skywalker de George Lucas hasta que el hombre fuera apresado. El resto fueron mandados de vuelta a Inglaterra.
No debe sorprender que recibiera malas críticas por la actuación de aquella noche: cierta inquietud me embargaba, temiendo que una bala me volara la cabeza.
Después de dos actuaciones en Texas, una en apoyo de los Special Olympics, donde nos vimos honrados por la presencia de nuestro incondicional Mike Shaw, regresamos al Reino Unido. Allí se había organizado un paquete compacto de conciertos: cuatro en el NEC de Birmingham (el mayor centro de convenciones del Reino Unido), cuatro en el Wembley Arena y dos al final en el Royal Albert Hall.
Poco después de la dos de la tarde del 21 de noviembre de 1989, nació mi hijo Joseph. Yo estaba junto a Karen, y cuando me fui a casa en el coche me dio un subidón brutal. Por más que ya estaba libre de preocupaciones financieras, sentí de nuevo el apremio de proveer para la familia.
Para la Navidad de 1989 me compré una AgendA: una agenda personal digital. En pocos días, ya era capaz de escribir sin mirar, con el aparatito metido en el bolsillo, bajo la mesa o junto a mí mientras iba conduciendo. La tercera entrada que tenía registrada era:
Vier29dic89 01:15 Me planteo el año con sentimientos encontrados… dejé que Iron Man se hundiera para poder hacer la gira de los Who. Pero la gira fue un triunfo en muchos sentidos, sobre todo por el modo en que unió a las familias Daltrey y Townshend.