Conocí a Robert McCrum, director editorial de Faber, y hablamos sobre una rueda de prensa para anunciar mi puesto como editor de una colección centrada en las «artes populares». Me gustó Robert desde el principio. Era un tipo alto, muy inteligente, astuto y gracioso, capaz también de ejercer auténtica autoridad e imponer su voluntad cuando debía. Su padre había sido director de Eton, pero no había nada en Robert que rezumara esnobismo o superioridad. Aunque su propia escritura revelara cierta gravedad algo oscura, trabajar con él era una gran inspiración.
Después de la rueda de prensa, los periodistas sacaron la navaja. El Sunday Times se mostró particularmente desagradable. Yo sabía que había obtenido uno de los mejores trabajos editoriales de Londres (aunque sólo cobrara 7.000 libras anuales, más un porcentaje sobre los best-sellers), y no iba a desaprovechar la ocasión.
Mucho se habló de que me presentara al trabajo en una limusina y vistiendo traje, pero yo hacía años que vivía y vestía así. Fuera del escenario, incluso en mis años peores, cuidaba más de mi aspecto que sobre el escenario. Compartía despacho con Craig Raine, el editor de poesía, que vestía como un desastrado profesor de arte y soltaba más tacos que un estibador. Frank Pike se ocupaba del teatro, y una de mis primeras tareas, con el visto bueno de Frank, fue fichar a Steven Berkoff para Faber. En 1986, su obra Sink the Belgrano! fue recibida como «una diatriba con acento punk-shakesperiano».
El presidente de Faber, Matthew Evans, era quien más disfrutaba de mi notoriedad. «Pete Townshend» solía declamar cuando entraba en su oficina, como si me presentara ante un nuevo auditorio. Que es lo que sin duda hacía. Nos llevábamos muy bien y nos hicimos buenos amigos.
Judy Waring, mi asistenta personal, se había retirado, así que puse un anuncio para encontrar otra nueva. De entre un gran número de aspirantes a un puesto que requería «juegos malabares con sierras mecánicas», elegí a Nicola Joss, que había mandado una foto en la que se la veía haciendo malabarismos con sierras mecánicas. Parecía como un manifiesto sobre la naturaleza de la ilusión, el sueño dentro del sueño, la broma dentro de la broma.
Nicola había trabajado para mi amigo Charles Levinson, presidente de WEA, e instauró un método de trabajo completamente nuevo. De pronto, mi vida se vio gestionada por un nivel de eficiencia que jamás había creído posible. Tuve que volar a Los Ángeles para decirle a Mo Ostin que debía cancelar mi contrato con los Who y aquel fue, tristemente, el primer trabajo de Nicola conmigo: necesitaba un testigo para que registrara todas nuestras reuniones. Mo encajó la noticia con deportividad, aunque pronto llegó un télex de David Berman, vicepresidente primero, exigiendo la devolución de los anticipos pagados hasta entonces; o sea, de varios millones de dólares. Caso de que mis compañeros del grupo no estuvieran de acuerdo con mi decisión, también debería pagar la parte correspondiente de cada cual.
Entre tanto, había empezado a producir un álbum para mi hermano Simon. Pretendía que fuera un trabajo de relleno, pero se convirtió en mi tarea principal hasta septiembre. Me encantaba trabajar en él, y confiaba en que el tema que daba título al disco, «Sweet Sound», podía ser un éxito.
A todos los efectos, Karen y yo volvíamos a vivir como marido y mujer, aunque, de corazón, mi capacidad para mantener cualquier tipo de compromiso matrimonial por entonces era más bien lábil. En junio de 1983 fuimos juntos a ver el concierto de Bowie en el Wembley Pool. Durante el intervalo, tuve la corazonada de que si observaba con detenimiento el vasto auditorio encontraría entre las caras del público la de Louise. Divisé a una mujer sentada con una niña, justo enfrente de nosotros, al otro lado del escenario. Los movimientos de la cabeza, su vestimenta, no había modo de confundirla: era ella. Me excusé un momento y fui a saludarla.
—Ya pensé que quizá te vería aquí —dijo—. Estoy con un amigo y su hija.
Al día siguiente sólo pude pensar en ella. Apenas podía hacer nada, y me costaba respirar. Karen estaba cada día más guapa y serena, pero mi mente seguía enchufada en la luna. Louise no me echaba en falta.
Mi terapia proseguía con dos sesiones semanales. Cada una de ellas concluía con la misma muletilla a mi chófer, Paul, que esperaba fuera para mandarme de vuelta a Twickenham: «Sigo pirado», le soltaba, mientras me ponía el cinturón y me acomodaba para el camino de vuelta a través de muchos de los parajes de mi infancia.
Me perturbaban un poco los ataques de ansiedad. Aparte de la terapia no recibía otro apoyo, y pensé que Alcohólicos Anónimos tampoco sería la mejor opción para una celebridad: ¿cómo iba a mantenerme anónimo?
Minta y yo fuimos a comer con mis padres. Papá estaba abatido y gruñón, lo que no era habitual para él, siempre tan animoso. Recientemente había cerrado su tienda de antiguallas y pensé que probablemente había sido un error.
Por aquel tiempo, anoté en mi diario: «Karen se está volviendo peligrosamente hermosa. Su cara y su cuerpo parecen cobrar nueva vida, su presencia ha ganado mucho». En las épocas en que me dedicaba a pendonear, habitualmente con mujeres más jóvenes que Karen, sentía que ya se había hecho mayor para poder cautivarme. Sin embargo, era yo quien había envejecido.
Los otros tres integrantes de los Who habían enterrado cualesquiera resentimientos o problemas que pudieran tener conmigo, o entre ellos, o con quien fuera, e intentaban hallar el modo de tirar adelante con el grupo, de proseguir, creía yo, con lo que ya parecía un número más bien nostálgico. El 15 de junio, en una reunión de todos los miembros en las dependencias de Bill Curbishley, ratifiqué mi decisión de irme. Bill parecía ser el único convencido de que yo no iba a cambiar de opinión. Al final del encuentro, la esposa de Bill, Jackie, se volvió hacia mí.
—Quizá estés acabado —dijo, aunque sin malevolencia.
Jackie había trabajado con denuedo e iba a seguir haciéndolo por un tiempo para tratar de respaldar mi trabajo como solista. En todo caso, aquella reunión era la última que iban a tener los Who en mucho tiempo.
La secretaria de Nicola, Joanne, asumió la tarea de abrir el correo de los fans y seleccionarlo para mi lectura. Con frecuencia, aquellas cartas me parecían atolondradas o exageradamente analíticas. Algunas eran tan groseras que no había más que descartarlas, pero otras exigían respuesta, y a menudo yo reaccionaba a la defensiva o crispado, lo que suscitaba renovados ataques. Yo quería que los fans entendieran por qué había abandonado a los Who.
Una de las fans escribió: «Todo esto son chorradas. ¿Sabes que has perdido el pelo, no? Pues lo mismo ha pasado con tu integridad». La autora y yo intercambiamos varias misivas, y creo que lo gestioné razonablemente bien. Sin embargo, me contrariaba que tantos fans abjuraran de mi renuncia, prefiriendo que me arrojara de nuevo a las llamas hasta consumirme como Keith, antes que verme accionar el freno y salvarme. Al final, acabé por comprender que, aunque muchos creyeran conocerme, para ellos yo no era un ser real.
Una vez que Nicola y Joanne tuvieron lista una base de datos en que se ordenaban las cartas por nombre y dirección, quedó claro que los responsables de aquellas toneladas de correspondencia eran el mismo centenar escaso de personas. Cuando se trataba de hombres, solían mandar fotos familiares, de padres e hijos, o bien grupos de hombres en un concierto o en un partido de béisbol. Las mujeres mandaban fotos donde aparecían solas, con la esperanza de que saltara la chispa.
Mi existencia post Who discurría por nuevas y estimulantes experiencias. A través de David Astor, en enero de 1984 conocí a Donald Woods, que había escrito un libro sobre Steve Biko, uno de los fundadores del Congreso Nacional Africano en Sudáfrica. Wood se dedicaba indirectamente a recaudar fondos para liberar a Nelson Mandela, y le dije que haría cuanto pudiera para ayudar. Astor y yo seguimos financiando el Cheswick Family Rescue, el refugio para mujeres maltratadas que respaldaba Karen. Astor era un verdadero filántropo, y no temía mostrarse radical. Nos hicimos grandes amigos, y en ocasiones colaborábamos en proyectos de calle como Brent Black Music (un estudio musical en régimen de cooperativa) y la revista de Ken McDonald Fred (una publicación ilustrada de bolsillo sobre poesía).
En Faber & Faber, Robert McCrum decidió que el mejor modo de aprovechar mi tiempo libre era dedicarlo a un libro de relatos. Estaba de acuerdo en que se me tomaría más en serio como editor si contaba con cierto tipo de credencial como literato. También sugirió que curioseara en los archivos de Faber para rescatar títulos que pudieran editarse de nuevo, y que fuera leyendo de la pila informes de manuscritos que iban llegando. De entre aquella montaña de entregas me solía llevar tres cada par de días para leer en casa, así que me zampaba una media de seis libros a la semana, y escribía sus correspondientes cartas de rechazo. Me encantaba leer manuscritos, pero Faber jamás los publicaría, independientemente de que me gustaran o no: era muy poco lo que se publicaba que no hubiera sido directamente encargado por el equipo editorial.
Hice reeditar la primera novela de John O’Hara, Cita en Samarra. McCrum me presentó al artista Brion Gysin, que le había sugerido a William Burroughs que probara con la técnica del «recorte». Trabajamos juntos durante varios meses, siempre al teléfono entre Londres y París, donde él vivía. Era imposible corregir sus originales, pero era un personaje encantador y al final publicamos su libro tal como lo había entregado.
Frank Pike me pasó varias novelas de Jean Genet para que intentara darles otra oportunidad. Se trataba de obras sumamente controvertidas, que Grove Press había vuelto a publicar recientemente en EE. UU. Genet seguía vivo (murió en 1986) y debía tratar de encontrarme con él en París para ver qué deseaba hacer con sus textos. Nunca conseguí localizarlo, pero dispuse que se reeditaran todas sus obras de teatro, ensayos y novelas.
Una vez instalado en Faber, contacté con Brian Eno para tratar de publicar sus tremendamente meticulosos cuadernos artísticos. Dejé que Eric Burdon se instalara en la casita de Cleeve para escribir su autobiografía, I Used to Be an Animal — But I’m Alright Now [Solía ser una bestia, pero ya estoy mejor]. Yo no estaba seguro de que estuviera mejor —ni tampoco yo mismo—, pero trabajamos a conciencia en aquel libro.
Empecé a amoldarme al equipo editorial de Faber. P. D. James, William Golding, Ted Hughes, Tom Stoppard, Harold Pinter, Valerie Eliot y muchos otros autores de la casa me trataban con cierto recelo, pero estaban dispuestos a concederme una oportunidad. Era una vida estimulante. Un par de veces por semana acudía a la sede de Faber en Queen Square, y casi todos los otros días tenía reuniones en el centro Oceanic donde había instalado mis dependencias.
En Faber conocí a la viuda de T. S. Eliot, Valerie, quien me tomaba realmente en serio y dejó claro que las extravagancias del rocanrol palidecerían ante la osadía de los pioneros en los albores de Faber. De hecho, Ezra Pound había sido el editor de Eliot. Yo no dudaba de que la vida de Eliot había sido algo más que sentarse en el paseo marítimo de Margate, donde por cierto yo mismo había deambulado incansablemente en compañía de la loca de mi abuela.
Valerie Eliot estaba ganando dinero para Faber a través de Cats de Andrew Lloyd Webber. En el mes de marzo, ella y Matthew me pidieron que la acompañara para el estreno de la nueva obra de Andrew, Starlight Express. Valerie le comentó a Matthew Evans que estaba algo nerviosa por ir, pero que sentía que debía hacerlo. Supongo que, al igual que yo, lo consideraba un deber para con Faber.
Quedé consternado con el espectáculo. Ninguno de los dos supimos muy bien qué pensar. Cats había sido un gran triunfo, con un equilibrio magistral entre el entretenimiento familiar y la brillantez literaria. En Starlight la música y la letra parecían deliberadamente cursis. En la fiesta posterior le conté a algunas personas lo que pensaba, ignorando que una de ellas, Richard Stilgoe, había escrito buena parte de las letras. Se quedó estupefacto y enseguida capté que había metido el remo hasta el fondo.
Cada estreno tiene estas cosas, son un principio, a menudo peculiar, y con frecuencia las revisiones pueden cambiar completamente un espectáculo en las semanas siguientes. Años después vi una versión más atinada de la obra en Las Vegas y la encontré deliciosa. Había olvidado que yo mismo era un intérprete y en qué consistía el entretenimiento.
Algunos de los libros más exitosos que encargué para Faber se gestaron a partir de mis contactos en Eel Pie Books y con el negocio de la música. Charles Shaar Murray estaba trabajando en Crossway Traffic, sobre Jimi Hendrix; Brian Eno se trajo al artista Russell Mills para More Dark than Shark, Matthew Evans, después de un intercambio de ideas conmigo, sugirió a Jon Savage para un libro sobre los Kinks. En el mes de junio ya tenía listo mi propio libro de relatos, Horse’s Neck. McCrum había trabajado en el manuscrito hasta reducir sus trescientas páginas originales hasta menos de la mitad.
—Pete —empezó con cautela—, ¿eres consciente de que los lectores van a pensar que todas estas historias tratan de ti?
—Puede, seguramente. Y algunos de los escenarios son los de mi vida, y sólo tengo una, en definitiva. Pero lo que he escrito es ficción.
—Yo creo que sería bueno ahorrarle al lector la sospecha constante de si el protagonista eres tú disfrazado, o alguien muy cercano a ti.
—¿Qué sugieres?
—Que cada historia sea efectivamente sobre ti. Si tiene un personaje principal llámale Pete. Si no lo tiene, escribe el relato en primera persona.
Acepté el consejo de Robert, a pesar de que el último relato concluye con una secuencia onírica en que un jinete le da por detrás a un caballo. Sin duda, me preguntaba por las implicaciones que tendría poner eso en primera persona. Más adelante, cuando salió el libro, el crítico Brian Appleyard me paró ante un ascensor en la sede de Faber.
—¿Eres consciente —preguntó— de que los lectores van a pensar que sodomizaste a un caballo?
Mi trabajo en Faber me hacía sentir en el corazón de la vida londinense. Estaba agradecido de estar vivo, al recordar lo cerca que había estado de morir por una sobredosis. En julio de 1984, mis esfuerzos en el seno del sistema sanitario nacional por mejorar la compresión y solidaridad con el drama de los toxicómanos, así como la esperanza en su rehabilitación, me llevaron a un encuentro en la Cámara de los Comunes con el secretario de Estado de Servicios Sociales, Norman Fowler. Éste accedió a que el viceministro de Salud John Patten se pusiera en contacto con Meg Patterson. Creo que los políticos me tomaban en serio en parte por mi responsabilidad dentro del sistema como editor en Faber.
Mi vida también se había enriquecido gracias al tiempo que pasaba en compañía de algunos de los autores más eminentes de nuestro catálogo. Matthew Evans y su esposa Lizzie vinieron por vacaciones a nuestra nueva casa en Cornualles, y luego conocimos a William y Anne Golding en su casa de Truro. Bill, como lo llamaba la familia, era un hombre efusivo y cordial, generoso y adorado por su familia. Había publicado su clásico El señor de las moscas por la época en que el primer disco de mi padre se puso a la venta. Me sorprendió lo bien que tocaba el piano; de hecho, había dado clases de música, además de lenguas clásicas. Nos entendimos muy bien y un día me lo llevé a navegar en mi pequeño velero; hacía años que no salía a la mar después de que su velero volcara con toda la familia, pero era hombre de mar.
En septiembre estaba de vuelta a Londres. Mi vida diaria pasaba ahora por ayudar a amigos y extraños a desintoxicarse, al tiempo que seguía recaudando fondos para cooperativas musicales e instituciones benéficas. Una vez que David Astor se retiró, Karen y yo nos convertimos en vicepresidentes de la fundación para mujeres maltratadas.
Pasé el mes de octubre resolviendo cuestiones financieras de los Who. Roger Searle, Mick Double y Alan Smith de ML Executives, constituida por nuestro equipo de gira a raíz del pastizal recaudado por la película Tommy, deseaban apropiarse de nuestra empresa, y había que fijar un precio justo, lo cual era extremadamente dificultoso. Resultó que no sólo debíamos hallar la manera de ceder la empresa y sus bienes al equipo de gira, sino que teníamos que despedirlos y pagarles la indemnización correspondiente. La conclusión de todo aquel proceso dio que pensar. Los Who habíamos contado con el mejor equipo del mundo. Al pasarnos a la interpretación en solitario, descubrimos que ya no era posible despertarse con una idea por la mañana y ver cómo se materializaba por la tarde.
Convencí a Karen de que ya no podía seguir viviendo en el Fondeadero. Me había embarcado en una gira promocional por Gran Bretaña para hacer lecturas de Horse’s Neck, y en el cartel me acompañaba la galardonada novelista y dramaturga Caryl Phillips. Salimos juntos en varias ocasiones para tomar algo después de las lecturas y solíamos desayunar juntos. Una noche en que acudimos a un local me tomé una copita, algo que raramente sucedía: sabía que era peligroso, pero me aplacaba la ansiedad. En Sheffield tuvimos a tres jóvenes mods sentados en primera fila, con sus parcas, una guitarra con la bandera nacional estampada, y que se sonreían con mis relatos decadentes. En Dublín me acompañó la escritora irlandesa Anne Devlin, y un rufián de entre la audiencia inquirió si la lectura de ella no era muy superior a la mía por el hecho de que era irlandesa y yo no.
Me ocupé de la fundación benéfica de los Who Double-O para ayudarles en su cometido y con la recaudación de fondos. Al cabo de un mes, empecé a visitar unidades de desintoxicación en las que compartía mi historia con los pacientes.
Melvyn Bragg encargó una emisión del programa South Bank Show sobre mí, que dirigiría Nigel Wattis. El rodaje empezó en mayo, mientras yo seguía grabando temas en el cobertizo para mi nuevo álbum en solitario. De pronto me di cuenta de que mi vida no había cambiado tanto como yo suponía. Nigel deseaba captar en celuloide cada una de las facetas en que me estaba desenvolviendo por entonces. Me iban a presentar como una suerte de hombre del Renacimiento, pero me fui dando cuenta de que aquello podía derrapar y salirse de madre. Como dije, estaba grabando para un nuevo disco, trabajaba como editor y debía lanzar varios títulos de cierto peso, estaba poniendo en marcha otra fundación benéfica, colaborando para sacar a Nelson Mandela de la cárcel, presidiendo el asilo de mujeres más importante del mundo, acababa de sacar mi propio libro, buscaba una casa, me ocupaba de mi primera película y trataba sin éxito de escribir canciones para Roger Daltrey.
En este caso, ni bebía ni abusaba de ninguna otra sustancia; recurría únicamente a mi droga de preferencia: el trabajo.
Unos días después, los Who volvieron a reunirse para un evento de excepción: el Live-Aid. Decidí colaborar por Bob Geldof, el carismático promotor de aquellos conciertos benéficos, a quien adoraba y sigo adorando. Cabe decir, no obstante, que cuando Bob notó que yo no veía muy clara nuestra aparición, nos asestó un golpe bajo: «Si salen los Who sabemos que obtendremos otro millón de libras de ingresos», afirmó enérgicamente. «Cada libra que se ingrese salvará una vida. Haced el puto cálculo. Y dad el puto concierto».
El día de actos merodeé un poco por allí, sintiéndome fuera de lugar. La prensa se congregó ante todo para admirar a la joven cantante negra Sade, cuya belleza sensual era arrebatadora. Entre bastidores reinaba una gran hermandad, y estuve hablando con Bono, que era dado a ramalazos líricos en tales ocasiones. Todos estábamos orgullosos de estar ahí. Bowie había desempolvado un traje de sus tiempos mozos y se lo veía encantado explicándome lo bien que le seguía sentando. David Bailey se encargaba de las fotos y me hizo una espléndida después del concierto, en la que aparezco con la camisa empapada de sudor, guapo y cansado. La foto acabó colgada en las paredes del Caprice, un restaurante de moda.
Al final, mientras Bob lidiaba por encontrar espacio en el escenario, le tendí la mano para que se subiera de cara a la traca final, y Paul McCartney se arrimó para ayudar también. Aquel final fue un buen momento en mi carrera. En cuanto a nuestra actuación, los Who estábamos desentrenados y quizá deberíamos haberlo dejado en manos de Queen y George Michael, que acapararon todo el protagonismo.
Unos meses antes, Eric Clapton y yo habíamos ido a ver Purple Rain de Prince. Me pareció muy sugestivo el modo en que Prince había integrado elegantemente las referencias personales en su película, y decidí realizar una película por mi cuenta, en la que podría combinar escenas callejeras de un distrito londinense al norte de Shepherd’s Bush con secuencias musicales.
Walter Donaghue, editor de Faber que trabajaba en el catálogo fílmico, nos recomendó que viéramos Strikebound, dirigida por un joven australiano llamado Richard Lowenstein, al que más tarde iba a contactar para que dirigiera mi siguiente proyecto, White City.
Yo imaginaba un relato que se sostuviera a partir de las imágenes y con una voz poética, casi un diálogo interior. Mientras me documentaba para el proyecto, pasé tiempo en White City, que a pesar de su nombre era un revoltillo londinense de muchas etnias diversas. Un clan gitano había sido desplazado de un campamento junto al estadio de White City, y a algunos de sus integrantes se les habían cedido apartamentos en casas vacías. Había una copiosa población caribeña, que llevaba allí desde que yo era niño. Pero también vivían asiáticos y somalíes recién llegados. Muchas calles de la zona llevaban nombres en recuerdo de las últimas glorias coloniales del Imperio: Commonwealth Road, India Way, Canada Day Way, Bloemfontein Road y demás. Sin duda, una paradoja, pues en ningún otro lugar estaba más claro que el fasto imperial era agua pasada y que otro modo de vida se abría paso.
La historia que escribí no acababa de funcionar a juicio de Richard Lowenstein. Había leído mi guión, me había entrevistado y me entregó una revisión del trabajo con mis respuestas.
El narrador era Pete Tonwnshend, la estrella del rock, que regresa al barrio y habla de Jimmy, su amigo de juventud. Se incluían casi todos los episodios traumáticos de mi infancia, a pesar de que originalmente yo deseaba una obra musical sobre mi vecindario, la familia, mis amigos y la gente con la que estaba entrando en contacto a partir de mi nueva vida de mediados de los ochenta. Richard no había atendido a todas mis sugerencias, pero había confeccionado un guión muy compacto, y le di el visto bueno. Estaba acostumbrado a que sucedieran esas cosas. En todos los proyectos musicales conceptuales en que había trabajado, solía dejar que las ideas cristalizaran por ósmosis más que a partir de una elaboración anticipada. En la mayoría de los casos, salvo en Lifehouse, la cosa había funcionado. En esta ocasión, la película incorporaba el trabajo artístico, las pinturas, dibujos y escritos que yo había hecho.
El trabajo que Karen y yo estábamos haciendo para Refuge nos ponía cara a cara con historias desgarradoras. Toda mi piedad y comprensión iba para las mujeres y niños que sufrían a manos de hombres violentos, pero también sentía pena por ellos: muchos de aquellos a los que conocí parecían críos maleducados en la piel de hombres adultos. Evidentemente, aquel comportamiento no podía tolerarse, ni perdonarse. White City me permitió vivir en mi propia verdad, y en la de muchas de las familias de mi entorno, sobre todo las de mi antiguo barrio. La historia de Jimmy no era la mía, pero mi historia tenía relación con la suya.
Deseaba que White City fuera tan entretenida y original como real y, a pesar de que Purple Rain sugería el modo en que aquello podía lograrse, tampoco venía con las instrucciones. Como artista, Prince era deliberadamente romántico y distante; abría una senda hacia su ser interior únicamente a través de su música. En White City, la escena de la piscina con las secuencias sincronizadas de nado, así como la gala benéfica para el refugio local de mujeres, se habían concebido como contribución para animar los temas centrales.
Las drogas y el alcoholismo de mis viejos amigos habían regresado a mi vida diaria, pero ahora, en lugar de recurrir a ello como medio de supervivencia, lo explotaba para ayudar con la experiencia. El héroe masculino de White City es un borracho, no para que Jimmy apareciera indefenso o vulnerable, sino para explicar su rabia y frustración cuando su ex esposa empieza a ganarle terreno en la vida.
White City también se nutría del trabajo que realizaba con Daniel Woods y el Lincoln Trust para liberar a Nelson Mandela. Era fácil criticar el apartheid en Sudáfrica, pero yo podía identificar muchos matices de lo que podría denominarse apartheid en mi propia vida, y en las vidas de las personas que había seleccionado para mi proyecto.
En aquel momento, estaba profundizando en mi terapia. Mi analista me había instado a que escribiera sobre mis experiencias de infancia, especialmente del periodo con mi abuela entre los seis y los siete años, y acerca de mi sospecha de haber sufrido abusos sexuales. Era una analista junguiana, de modo que le interesaban los sueños, y empecé a anotarlos. Cuando me puse a contárselos, yo ya había hecho mi propia interpretación, y a menudo me decepcionaba que ella los leyera de otro modo.
Anotaba todos los sueños que pudiera recordar y cada vez escribía con mayor libertad sobre mis pensamientos e ideas abstractas. Cuando Karen me dijo que había leído algo de lo que había escrito, recorté y destruí cantidad de apuntes que tenía, así como varias fotografías tomadas durante los años ochenta. En una se nos veía a Louise y a mí en nuestra segunda cita. Cuando terminé con aquella purga, se lo conté a Karen. Pareció triste.
—No tenías por qué hacerlo, Pete —dijo—. Todo ese material es tuyo, es tu vida.
De vez en cuando hablaba sobre White City con Claire Bland, una espabilada secretaria de la oficina, y acerca del modo en que podía abordarse la cuestión del abuso sexual. Por recomendación suya, obvié varias escenas explícitas que había documentado en conversaciones con alcohólicos y adictos en recuperación, así como con víctimas de violencia doméstica.
Como serie de canciones, el álbum White City (que acompañaba a la película) podía escucharse perfectamente desvinculado de la película.
Mi carrera como solista se iba consolidando, y disfrutaba de mi presunta condición de padrino del rock. Decidí dar tres actuaciones para Double-O, la obra benéfica que había fundado, en la Brixton Academy, sirviéndome de una nueva big band que se basara en la que aparecía en White City. Aquella se llamaba Deep End, un nombre vinculado al escenario de la piscina, y lo mantuve. También pensé en filmar los tres conciertos.
La canción del título, «Life to Life», la había escrito para la primera película como director de mi amigo Harvey Weinstein, Playing for Keeps. Lo había conocido junto a su hermano Bob en Buffalo en diciembre de 1979, justo después de la tragedia de Cincinnati. Por entonces los Weinstein eran promotores musicales, luego invirtieron los ingresos de su empresa, Harvey & Corky Productions, para poner en marcha la distribuidora Miramax. Su primera adquisición, The Secret Policeman’s Other Ball, benefició a Amnistía Internacional y habilitó financieramente a la organización de derechos humanos.
Puede que Playing for Keeps no gozara del mismo éxito, pero hizo más estrecha la relación con Harvey. Bill Curbishley lo arregló para que Miramax se ocupara de filmar las actuaciones de Deep End y de sacar un video.
Me quedé sorprendido por mi capacidad para mantener la atención del público como cantante y sin guitarra eléctrica, así como por la facilidad con que podía recordar las letras, algo de lo que estaba seguro que sería incapaz.
Las entradas no se agotaron, así que aprovechamos la primera noche para las pruebas de sonido y para asegurar la disposición de las cámaras. A Karen la perturbó volver a verme sobre un escenario y excusó su presencia la segunda noche.
En enero de 1986, me fui con Deep End a Cannes para actuar en el festival MIDEM de músicos y artistas y exhibirme ante prácticamente todos los peces gordos de la industria musical. La banda fue la misma que en Brixton: David Gilmour a la guitarra, Simon Phillips a la batería, Rabbit a los teclados, Peter Hope-Evans a la armónica, Chucho Merchan (de los Eurythmics) al bajo y Jody Linscott a la percusión. Una sección de viento de cinco instrumentos, Kick Horns, junto a Bill Nicholls, que encabezaba un coro, ampliaban el espectro musical hasta el extremo en que había deseado durante muchos años con Roger.
Tony Smith, mánager de Phil Collins y de Genesis, dijo que era el mejor espectáculo que había visto. Mis representantes de Atlantic estaban entusiasmados, y esperaban que me llevara a la banda de gira. Después de años como guitarra, ya era líder. Tenía buena pinta, cantaba bien y la música —un surtido variado en que se incluían canciones de los Who y mías— era brutal. Pero por una vez en la vida sabía donde trazar el límite: les dije en Atlantic que no planeaba llevar la banda más allá.
Acababa de irrumpir la computación musical en dos formatos. Estaba el Fairlight CMI, un sintetizador-sampler que adoraban los grupos de nuevos románticos, y de los que yo ya había comprado uno antes de empezar a trabajar en White City. El otro sistema era el Synclavier, un sintetizador digital FM con un secuenciador controlado por microprocesador. Me di cuenta de que aquellos progresos significaban que pronto podría componer y orquestar a nivel profesional sin el gasto que suponía una verdadera orquesta o la molestia de trabajar con orquestadores como Raphael Rudd o Edwin Astley. Todo aquello me parecía tremendamente estimulante, pero debo añadir que nada de lo que escuché jamás llegó a sobrepasar la música que oí de niño en mi imaginación.
Mi estupendo tío Jack (el hermano mayor de papá) siempre había sido un tipo más bien tímido y silencioso, y durante un periodo después de la guerra estuvo sujeto por juramento de confidencialidad a la Ley de Secretos Oficiales, debido a su trabajo en EE. UU. en el desarrollo del radar y los grandes monitores de televisión. El tío Jack me presentó a un colega suyo que me mostró de qué modo podían almacenarse los datos digitales en cinta por medio de tramas de «ruido» en audio analógico. Estaba claro que la digitalización iba a transformar la industria de la música.
El CD ya era una realidad consolidada, y en 1975 Tony Lumkin ya me había mostrado el sistema de grabación en audio digital. El Mellotron, que empleaba una suerte de sampleado analógico, había sido utilizado por los Beatles y los Bee Gees a mediados de los sesenta. El pionero del sampleado digital fue Fairlight, a la vez que Ray Kurzweil, que se reservó su primer invento para Stevie Wonder. En cualquier caso, una vez que tuve un Synclavier en mis manos fui consciente de que el compositor, que ya era el amo, iba a ser omnipotente, libre de ataduras con músicos y arreglistas de estudio, así como de productores. Tan pronto como la tecnología hiciera posible la compresión del sonido digital, la música podría transmitirse por un cable telefónico y los artistas como yo ni siquiera iban a necesitar a las discográficas.
Deseaba hacer un álbum sobre baile, liviano y ameno, para acabar desarrollándolo como un musical. Mi inspiración era el «Come Dancing» de Ray Davies; no tenía reparos en emular aquel ídolo mío en particular. Mientras estaba en Venecia de vacaciones, apañé una lista de posibles canciones. El título provisional era Beguines, Tangos and Love. «All Shall Be Well» era el tema principal, que trataba del inevitable fin del apartheid sudafricano bajo un nuevo ardor político, aunque hablaba también del ardor de un beso robado.
Mi colega en Faber & Faber, Craig Raine, me había pasado un poema sobre perfume para que le pusiera música. Era una imagen fabulosa: un pretendiente le cuenta a su amada que, a causa de su delicioso perfume, él sigue percibiendo su presencia como una suerte de espíritu cuando ella abandona la estancia[19]. De hecho, yo ya había propuesto un álbum con poemas musicalizados, cada uno con su video. En la lista estaban «Save It for Later», «Put a Spell on You», «Boogie-Stop-Shuffle», «That’s All Right Mama», «Barefooting», «Night Train», «Cool Jerk», «Walkin’» de Miles Davies, «Don’t Let Them Drop That Bomb On Me» de Mingus y varios clásicos más que había interpretado en Cannes.
La banda Deep End había ensayado todos aquellos estándares, y sonaban tremendamente potentes. Luego hurgué entre mis maquetas y letras para exhumar material sin grabar y elegí «Foreign Languages», «Join My Gang», «Ragtime in C», «Still Life», «Larry the Lonely Cowboy», «Can You Really Dance», «Love in the Limbo Land», «Love Is an Emergency», «Playing Hard», «Your Kiss Is an Echo» y «The Roxy». Cada canción estaba concebida para inspirar una determinada escena de video. El 20 de abril de 1986, planifiqué una agenda imposible con la que empecé al día siguiente y que se prolongó hasta el 18 de junio. Mi idea era una obra musical que pudiera ser televisada.
Mientras seguía embarcado en este proyecto, toqué en un concierto para recaudar fondos para los damnificados de una erupción volcánica en Colombia. La gala fue organizada por dos intérpretes de los Eurythmics, Chucho Merchan y su compañera Anna, violoncelista. También tocaron Annie Lennox, Dave Stewart y Chrissie Hynde. Me acordé del gran final del Live Aid, cuando David Bowie, Freddie Mercury y George Michael trataron de sortear la melé de artistas a fin de poder posar en primera fila. En aquella ocasión, ganó George. Sucedió lo mismo en este día en el Royal Albert Hall, sólo que la causa era Colombia y el vencedor, Annie Lennox.
En la fiesta de verano de Faber, me vi por segunda vez con el poeta Ted Hughes. Yo deseaba crear un musical basado en su historia para niños The Iron Man [El hombre de hierro]. Cuando pregunté por los derechos, me informaron de que estaban comprometidos con Australia por algún tipo de acuerdo cinematográfico. Matthew Evans se interesó por el caso junto con el productor Robert Fox, y convencimos a Ted para que me dejara desarrollar el cuento de cara a un musical pop. Así que empecé a tantear las letras: «Heavy Metal», «A Friend Is a Friend», «Man and Machine» y «Over the Top». Había también el esbozo de una letra para una canción llamada «Fake It», que no saldría en disco hasta 1993.
Rob Dickins, jefe de Warner Brothers en el Reino Unido, retiró White City, y dejó de editar los CD después de que se vendieran únicamente veinticinco mil copias. Funcionó mucho mejor en Alemania y Australia que en Gran Bretaña, y bastante bien en Estados Unidos, sobre todo en la radio. Cuando fui a verlo me regaló una bufanda de White City después de tenerme esperando más de diez minutos.
—Te has pasado a este rollo modoso y sin mácula —dijo—. Tus fans ya no saben quién eres.
¿Lo habían sabido jamás? Si yo mismo, aún hoy, sigo intentando averiguar quién soy.
A resultas de mi encuentro con Dickins, decidí romper mi contrato con WEA, la filial británica de Warner, para todos los países fuera de Estados Unidos y Canadá. WEA no lamentaba dejarme ir. Simon Draper de Virgin, que había construido su carrera (y, según algunos, los cimientos de la fortuna de Richard Branson) a partir del álbum conceptual de Mike Oldfield Tubular Bells, estaba encantado de trabajar conmigo en Iron Man.
El acuerdo al que llegué con Virgin —firmamos el contrato en diciembre de 1986— era espléndido. Destiné parte del sustancioso anticipo a encargar un potente sistema Synclavier, así como a convertir mi despacho encima de los estudios del cobertizo en una nueva estancia para componer.
En junio estaba convocado para actuar en solitario en el Giant’s Stadium durante el último concierto de la gira Conspiracy of Hope, en respaldo de Amnistía Internacional. Aquella iba a ser mi primera aparición en solitario en Estados Unidos, y estaba algo nervioso, ojalá hubiera contado con Deep End para acompañarme.
Mientras esperaba la prueba de sonido entre bastidores, recibí una llamada en que me comunicaban que papá, de vacaciones en su pequeña villa de Menorca, había sido ingresado en estado crítico. Enseguida dispuse que se fletara un avión para trasladarlo a Londres, informé a los productores del espectáculo y salí disparado hacia el aeropuerto JFK para pillar el último Concorde. Aquella era la primera vez en toda mi carrera en que anteponía las necesidades de la familia a las de mi audiencia. Y sabía que no me echarían mucho de menos. El cartel de la noche era espectacular: U2, Sting, Bryan Adams, Peter Gabriel, Lou Reed, Joan Baez y los Neville Brothers. Me pregunté si me habría precipitado igualmente junto al lecho de papá si se hubiera tratado de un concierto de los Who.
Al llegar al hospital Central Middlesex, pregunté por él. La recepcionista no conseguía localizarlo y me dijo que esperara. Me largué y empecé a buscarlo frenéticamente por el edificio, hasta que di con él: yacía medio desnudo sobre una camilla en un pasillo del sótano, había perdido el control de los esfínteres y lo habían abandonado allí. Aquello era deplorable.
Monté un cisco y le encontraron una cama. Más tarde, le extirparon un tumor del colon, pero había metástasis y el cáncer se había extendido rápidamente por todo el cuerpo. Ver a papá en aquella condición lamentable, cuando unos meses atrás aún lo había visto en forma, me dejó al borde del colapso.
Papá, al igual que sus padres, siempre evitó a los médicos. Llevaba ya tiempo aquejado de lo que mamá llamaba «caquitas». La reacción de mi madre ante aquello consistió en beber más y encabronarse con él. También se encabronaba conmigo, al teléfono, a menudo a altas horas, y luego llamaba a la mañana siguiente habiendo olvidado por completo la charla de la noche anterior. A efectos prácticos, mamá quizá hizo mucho más por mí que mi padre, pero resultaba difícil quererla, en tanto que querer a papá era una reacción espontánea.
Después de unos días, el cirujano me confesó que ya no le iban a practicar más operaciones. El cáncer se estaba expandiendo con rapidez, y ya lo habían destinado a cuidados paliativos, con morfina. Papá me habló aún de los pequeños cactus que mis hermanos le habían traído de regalo, y que le encantaban porque le recordaban la villa de Cala’n Porter de Menorca. Me dijo una y otra vez lo feliz que había sido allí y lo agradecido que estaba por haberle procurado la casa. También se puso a evocar recuerdos felices de su vida y de las mujeres que había conocido. La noche del sábado 28 de junio, me dispuse a ir a visitarlo antes de que se acostara. Cuando llegué hacia las once la sección estaba en calma. Habían trasladado a papá a otra habitación. Entré, esperando encontrarlo dormido; yacía muy quieto, y envarado.
—¿Estás bien, papá?
—No, no lo estoy —ladró—. Y ya he hecho bastante por ti.
Se volvió de costado, luego se volvió hacia mí y me miró recriminatoriamente.
Me sentí herido, pero no quiso decirme a qué se refería. Me fui, confundido. Murió aquella noche.
La muerte de mi padre me hizo dolorosamente consciente de lo que supone la paternidad para un hombre corriente, con toda la responsabilidad que acarrea. También entendí mejor mi papel en los Who. Roger había liderado la pandilla, era la sangre; yo, a manera de figura paterna, había sido responsable de las transfusiones.
En verano de 1986, llevaba cuatro años en casa ejerciendo de padre responsable. La familia y yo nos habíamos habituado de nuevo unos a otros. La relación con Karen parecía haberse aposentado. Yo sabía que la fase de nuestra separación le había dolido tremendamente, e hice los esfuerzos necesarios por enmendarme. Era fácil adorar a Karen, y en aquel momento yo ya me sentía más seguro y menos propenso a la fantasía y las proyecciones negativas sobre el futuro. Vivía en el presente.
Emma tenía diecisiete años, Minta quince. Eran chicas estupendas, inteligentes, divertidas y cariñosas. Sabía que ambas sentían que yo seguía tratando de hallar mi lugar, pero las cosas entre nosotros se habían relajado por fin. Durante las vacaciones en Cornualles, yo llevaba una vida regular de padre: la piscina, las playas, las barcas de remo. Por la noche seguía escribiendo hasta la madrugada. Escribía acerca de los peligros del estrellato; sobre el hecho de haber presenciado desde tierna edad los devaneos eróticos de mis padres y de mi abuela, y de cómo todo aquello me había erotizado[20].
Por otra parte, intentaba aclararme sobre el funcionamiento de mi ordenador musical Synclavier. Para ser honesto, no tenía idea de en qué me estaba metiendo al introducirme en el universo ignoto del teatro musical. Había estudiado orquestación en 1967 mientras trabajaba para Rael, pero nada de lo que había compuesto había sido grabado por orquesta alguna. Empecé a apañar un plan ceñido de trabajo para The Iron Man, sabedor de que me llevaría al menos dos años tenerlo a punto. El acuerdo con Virgin exigía la entrega de un doble álbum para marzo de 1989. Tenía tiempo.
En septiembre de 1986 decidí llevar a mamá al centro de desintoxicación Broadreach de Plymouth. Había intentado suicidarse un par de veces, y la familia estaba muy preocupada. La llevé para que practicaran una evaluación y la internaron, después de lo cual escribí una carta a mis hermanos Paul y Simon y a mi tío Jack para informarles de la situación. Bueno, al menos mamá no tendría que habituarse a nuestro nuevo hogar en Tennyson House.
En Faber, Valerie Eliot me invitó el 26 de septiembre, junto a un pequeño grupo en el que estaban Ted Hughes, Harold Pinter y Antonia Fraser, a la develación de la placa azul del English Heritage dedicada a T. S. Eliot. Harold me estuvo hablando de los problemas crecientes que acarreaba la discriminación de los kurdos en Turquía, por entonces uno de sus grandes temas de interés[21]. Yo no me enteré mucho de lo que me contaba, pero fue muy amable conmigo.
A través de mi trabajo editorial en Faber, estaba descubriendo otra faceta en mí, que era un privilegio explorar. Mi último encuentro de aquel año en la casa fue con el actor y humorista Max Wall. Yo quería que escribiera su autobiografía. Max había interpretado a Davies, el protagonista en la obra de Pinter El sirviente, y me contó que un día hizo un aparte con el dramaturgo para decirle: «Harold, ¿de qué cojones va todo esto?».
Ya de por sí aquello resultaba muy divertido, sin coletilla o remate, y nos reímos. Un día traté de contarle la historia a Harold.
—El otro día conocí a Max Wall —dije—. Me contó lo de su conversación contigo sobre El sirviente.
Harold me miró con su expresión de Darth Vader.
—¿Sí? —preguntó—. ¿Qué? ¿qué?
Lo dejé correr.
—No, nada. Que te diviertas.
No estaba hecho aquel hombre para la charla trivial.
Años atrás había visto una versión de El sirviente en el Young Vic y me parecía su obra maestra.
Max Wall me contó que antaño había perseguido a mamá, cuando era una joven cantante. Pasamos a departir sobre música; el amigo que lo acompañó en nuestro almuerzo era un trompetista a la manera de Louis Armstrong, de lo que llamamos Dixieland o jazz tradicional.
Le conté que una vez había visto a Ken Colyer, y lo curioso que me había parecido su público. Le dije que Colyer era probablemente el verdadero manantial de la música moderna en Gran Bretaña, y que era una lástima que ya no estuviera entre nosotros.
—Le notificaré su muerte cuando lo vea después del concierto de esta noche —dijo el amigo de Max.
Qué injusto, pensé. Papá había muerto y el viejo borrachín de Colyer seguía, increíblemente, vivito y coleando.
En cuanto a mi terapia, mi análisis, consideraba que debía darse por concluida. Había llegado a un punto en que, si ya no era capaz de recordar más de lo que sucedió en mi infancia con la abuela, no parecía tener sentido proseguir. Ni tampoco tenía la intención de inventarme los recuerdos. Desde marzo de 1982, había estado asistiendo dos veces por semana, cinco años con algún breve intervalo. En diciembre de 1986 acudí a la última sesión. ¿Qué había aprendido?
Que tenía un problema.