Estábamos en 1981, cuatro años después del estallido punk. Había sido un desafío enorme, pero la vieja guardia, los Stones, Status Quo, Queen y los Who, seguíamos llenando grandes recintos, mientras que los Sex Pistols se habían separado, y los Clash, Jam, Specials y Siouxie and the Banshees eran los únicos grupos punk que aún parecían empeñados en transformar el rock.
Para los Who había sido un punto de inflexión que nos parecía afectar menos como colectivo que a mí individualmente. Keith había muerto y seguíamos tocando. El punk había sido reemplazado por el movimiento de los nuevos románticos y sus diversos brotes. Roger y yo nos tuvimos que cortar el pelo para tratar de encajar. Todavía estábamos en la treintena, y éramos aún vulnerables a las nuevas tendencias. Aquella era una nueva era de niñatas histéricas chillando extasiadas a guapos intérpretes como los chicos de Madness, Adam and the Ants, Duran Duran y Spandau Ballet.
Se iban derribando barreras. En tanto que Freddie Mercury no exhibía ostensiblemente su homosexualidad, Boy George se mostraba abierta y escandalosamente gay. Marc Almond estaba explotando y actualizando un bagaje de music hall en el que Ray Davies y yo mismo ya nos habíamos adentrado años atrás. Devo, Kraftwerk, Visage, Ultravox y muchos otros ya empezaban a recurrir a sintetizadores computerizados y a cajas de ritmos para producir un tipo de música completamente nuevo. Los críticos me azuzaban con que la guitarra ya era cosa del pasado; por entonces me acordé de cuando mi padre y su clarinete se vieron apartados de modo parecido a finales de los cincuenta.
Aunque me encantaba el nuevo sonido de los Who, sobre todo en vivo, con Kenney a la batería y Rabbit al teclado, sabía de corazón que el grupo había perdido el contacto con nuestros fans de base. Aquello no se debía tanto al sonido que producíamos, sino a quiénes éramos y en qué nos habíamos convertido. Yo ya no sabía exactamente para quién estábamos tocando. Parecía como si Bruce Springsteen hubiera arrasado con nuestro antiguo público, al tiempo que los Clash amenazaban con arrebatarle la corona; todo parecía depender de cuánto iban a durar éstos.
En 1964, cuando los Who iniciamos nuestra andadura, enseguida supimos para quién trabajábamos y por qué. Ahora, nuestra audiencia de jóvenes de clase trabajadora se había dispersado. Muchos de sus integrantes estaban tan perdidos como nosotros, perplejos ante la celeridad con que el caótico vendaval punk había cedido ante los nuevos románticos y el glamur de la heroína. Como artista, intérprete y compositor ya no podía aspirar a que los jóvenes conformaran mi clientela. «My Generation» se iba instalando ya en la cuarentena, aposentada en el bienestar de la clase media o penosamente relegada entre cajas de cartón en torno a Waterloo, a menos de un kilómetro del pudiente West End.
Los Who habíamos empezado ante una juventud proletaria optimista, que se veía con la oportunidad de cambiar y progresar. «Nunca os ha ido mejor», dijo el primer ministro Harold MacMillan en 1957, cuando yo tenía doce años, y todo había seguido mejorando. Por primera vez en la historia una generación entera tenía la oportunidad económica y educacional de volverle la espalda a los trabajos alienantes, sin futuro, de sus padres, quienes traumatizados por dos guerras mundiales habían reaccionado amparándose bajo una conformidad protectora.
Bajo este auge de esperanza y optimismo, los Who salimos a manifestar el gozo y la rabia de una generación que luchaba por la vida y la libertad. Aquella había sido nuestra tarea. Y con ella cumplimos. Primero lo hicimos con singles pop, luego con exhibiciones más dramáticas y épicas, mediante formatos musicales más amplios que vehiculaban un examen social, psicológico y espiritual para la generación del rocanrol.
A finales de los años setenta, sin embargo, en el último tramo de la administración laborista en Gran Bretaña, justo antes de que el gobierno conservador de Thatcher cuadruplicara las colas del paro, eran los punks quienes encarnaban el nihilismo, la furia y el desdén de una nueva generación de jóvenes, traicionada y abocada al desguace. Sin futuro, ni esperanza, el manifiesto original de los Who había sido desbaratado.
Todo esto puede sonar algo dramático, pero es la exposición de cómo fueron las cosas. Y las cosas habían cambiado delante de nuestras narices. Canciones como «My Generation» y «Won’t Get Fooled Again» se convirtieron en himnos de una época determinada, pero hacia 1981 se había abierto una brecha entre los Who y la generación más joven. Yo debía aceptar que habíamos alcanzado el apogeo de nuestra popularidad en Woodstock, y por famosos y exitosos que siguiéramos siendo como grupo, nuestra capacidad para reinventarnos fue declinando gradualmente ya desde aquel momento en que Roger cantó «See me, feel me, touch me, heal me», el sol salió a nuestra espalda y mi guitarra aulló ante 500.000 personas con el pelo alborotado por el sueño.
¿Dónde estaba mi clientela ahora? Si hablamos de la generación con la que yo había crecido, puede que mis proyectos musicales en solitario le apelaran de modo más directo que los Who. De todos modos, yo también miraba más allá de la música y me implicaba por primera vez en causas radicales y en ayudar a la gente que lo estaba pasando mal. Quería ser más útil a la sociedad. También deseaba airear creativamente la vertiente literaria de mi imaginación. Quería escribir libros, ensayos y, si era necesario, polémicas.
En 1968 había compuesto la música para Lone Ranger, la primera película de mi amigo Richard Stanley. Se trataba de una comedia y mi música no pretendía ser seria, pero había algo en el personaje del Llanero Solitario, el chico perdido que se convierte en enmascarado y cabalga con su secuaz Tonto para socorrer a los necesitados, con lo que yo comulgaba íntimamente. En todo ello se advertían dos factores claros: mis interpretaciones como estrella de rock eran un papel que yo desempeñaba —podía igualmente haberme enfundado una máscara—, y en el acto de socorrer a otros yo esperaba rescatar y redimir al niño perdido que había en mí. En pocas palabras, yo todavía debía crecer, convertirme en un hombre valorado por la sociedad.
En un documental sobre Quadrophenia[18], dije:
Jimmy es el héroe, por fin… No trata de los Who, no trata de Roger, no trata de Pete, no trata de John, ni de los mods, ni sobre Ace Face. No trata de drogas ni nada de eso. Sólo trata de Jimmy, y… del hecho de que advierte que ha estado mirando fuera de sí mismo, y lo que ahora debe hacer es tratar de formularse una pregunta íntima.
Para madurar como es debido necesitaba comunicarme con mi niñez perdida, con el chaval de ocho años que seguía dentro de mí. Y ya era hora de que eso sucediera. Incluso a principios de 1981, no tenía ni idea de cuán importante para mis años venideros iba a ser aquella recuperación de mi ser infantil. En todo caso, en los dos años siguientes mi vida iba a cambiar de formas notablemente inesperadas, y ayudar a los demás iba a ser mi vía de redención. Aquel era el modo más importante en que podía sentirme realizado: no ya únicamente en las letras de canciones, sino en la acción directa.
Por ahora debía aceptar que mis días de tocar ante los chavales y hablar en su nombre estaban contados, y que mis nuevos clientes, sentados en el gallinero del auditorio, estaban demasiado lejos para que los viera, demasiado remotos en el pasado y demasiado distantes en el futuro. Y, entretanto, yo me veía tan perdido y confundido como de costumbre. Entre las actuaciones y el trabajo de componer, seguía bebiendo de forma insensata y sin parar, ya no sólo de gira o a solas en el hotel, sino en casa con mi esposa e hijas.
En las primeras semanas de 1981, empecé a convertirme en el arquetipo del bebedor resentido. Gracias a Dios que no tenía mal talante. Deseaba estar con la familia, pero el tirón del alcohol y la cocaína era muy fuerte. Así las cosas, Karen sugirió que mientras lidiaba con mis problemas de abuso, quizá debería abandonar el hogar familiar. Me alojé en el St. James’s Club y ahí me llevé parte de mi ropa, libros y guitarras; otras pertenencias las trasladé a la casa de Cleeve. Pasé a vivir entre aquellos dos domicilios y a partir de entonces raramente acudí a la casa de Twickenham.
El circo de los Who volvió a ponerse en marcha con los ensayos de enero para la gira que iba a acompañar el lanzamiento del último álbum, Face Dances. Ya habíamos puesto a punto la canción de John «The Quiet One», así como las mías «Don’t Let Go the Coat», «You Better You Bet», «Another Tricky Day», y «How Can I Do It Alone». A su vez, pulimos algunos temas de los dos últimos álbumes, Who By Numbers y Who Are You. A causa de la muerte de Keith, había canciones que nunca se habían presentado del modo en que debían.
Dos de las actuaciones eran en Cornualles durante un fin de semana, así que Karen decidió traerse a Emma y Minta al Tregenna Castle Hotel, escenario de tiempos más felices, donde podrían pasar algo de tiempo con su padre. Sin embargo, después del segundo concierto, asistí a una fiesta en el hotel donde se alojaba la banda y acabé sobándome en una de las habitaciones. Por la mañana, la familia se había ido sin mí. Karen me habría retorcido el pescuezo si por entonces yo no le hubiera sido de cierta utilidad. En aquel momento, estaba muy implicada en la recaudación de fondos para un refugio destinado a mujeres maltratadas. Unos días después, sabedora de que no me podría negar a sus peticiones, le preguntó a Bill si los Who aceptarían dar un concierto benéfico a tal efecto en el Rainbow.
Cuando tocamos en el Odeon de Lewisham, apareció el hijo de Ringo Star, Zak Starkey, junto a su hermana, en un estado lamentable. Con todo el morro, a pesar de mis propios excesos, me dio por sermonearle. Debió de pensar que había perdido la chaveta. La segunda noche vino Jackie Vickers, y le puse mi maqueta de «You Better You Bet», la canción que había escrito para ella en mi estudio del Soho unas semanas atrás. Mientras la gira proseguía por toda Gran Bretaña, los conciertos iban pasando entre una neblina de aturdimiento y vapores del alcohol.
Mi editorial crecía rápidamente. Salieron libros sobre David Bowie, Bob Marley, los Jam, el guión de Vivian Stanshall de Sir Henry at Rawlinson End; varios libros sobre Meher Baba, naturalmente, y la biografía del famoso violoncelista Pau Casals, Alegrías y tristezas. Muchos de estos libros habían sido confeccionados con la ayuda de periodistas y fotógrafos a los que conocía de la prensa musical. Yo mismo me puse a escribir sobre cosas que sucedían a mi alrededor como material para los relatos que pretendía publicar.
En febrero, Minta me mandó una postal:
Querido papá,
Te extraño mucho y ojalá vinieras a casa. Siempre me pongo triste cuando alguien menciona tu nombre. Me sabe mal lo de la gripe. Oí «You Better You Bet» en la radio y me gustó. ¡No es justo! Todo el mundo tiene un papá que viene a casa por la noche. Espero que no estés demasiado cansado para venir a vernos.
Besos (etc.).
Minta
El patetismo de aquella súplica me sacudió momentáneamente de la fantasía en que estaba viviendo, pero no pude parar.
Convencí a mi amigo Peter Blake para que se encargara del trabajo artístico de Face Dances, que debía salir en marzo de 1981. Sería su primer diseño de portada desde el Sargent Pepper. Peter decidió pedir a doce artistas británicos que retrataran a un miembro del grupo. David Hockney, Ron Kitaj y Richard Hamilton —todos ídolos míos como el propio Peter— fueron algunos de los artistas que contribuyeron. El álbum recibió reseñas mediocres, pero las ventas funcionaron. La Warner Brothers echó el resto con la promoción radiofónica y, así, «You Better You Bet» se convirtió en un éxito. Sin embargo, algo sucedía entre Roger y Kenney que afectaba al espíritu del grupo. Entre bastidores, Roger le rogó a Bill que nos convenciera a John y a mí para echar a Kenney.
Bill convocó una reunión en primavera de 1981. Roger le confesó a Kenney que no soportaba trabajar con él, y le culpó por lo que consideraba el defecto principal de Face Dances: su frialdad. Kenney adujo que yo había destinado las mejores canciones a Empty Glass, mi álbum en solitario. John culpó a Bill Szymczyk, el productor del disco. Yo culpaba a las canciones.
Siempre compartía con John todos los aspectos relacionados con la orientación creativa del grupo y con los ajustes necesarios. Y siempre que hablábamos parecíamos evocar a los dos adolescentes de Acton, sentados con sus guitarras baratas, comiendo fish-and-chips y fantaseando con ser algún día tan famosos como los Shadows. En este caso, John me contó que le gustaba el grupo nuevo, disfrutaba con los inventivos solos de Rabbit y le estimulaba la novedad de tocar con Kenney, que mantenía el compás sin aderezarlo. Al igual que yo, John gozaba de mayor espacio con el nuevo sonido de los Who. Y ambos apreciábamos la inclusión de la sección de viento.
Cuando John y yo nos sentábamos a hablar, se respiraba una sensación auténtica de los Who como grupo; en tanto que, cuando nos sentábamos con Roger, la impresión general era más la de una cuadrilla con sus valores de lealtad, honor, historia, sacrificio, valentía, trabajo y deber. Entre John y yo no existía en verdad un líder, pero cuando se trataba de nosotros tres, de los Who, tanto si era una banda, una marca o una cuadrilla, Roger era el líder incuestionable. Yo controlaba buena parte de lo que se hacía porque era quien componía las canciones, y al hacerlo influía por fuerza y con fuerza en la orientación musical; pero el líder era Roger, siempre lo había sido.
¿Por qué no funcionaba el nuevo formato para él? Roger solía bailar literalmente con la batería de Keith. Tenía una gracilidad danzarina en sus movimientos de cintura para arriba, como podía llegar a tenerla yo en mis saltos y aberturas de piernas: en una ocasión le dije que, combinando su torso con mis piernas, seríamos un demonio. Sin embargo, cuando Kenney se unió a nosotros, Roger ya no podía bailar con la música. Decía que Keith siempre había seguido a la voz y que él, a su vez, seguía entonces a Keith. Pero Keith ya no estaba.
A medida que prolongaba mis actuaciones, empecé a improvisar. No era una cuestión de ego, simplemente volvía a componer canciones al tiempo que actuaba. Roger tenía un don infalible para marcar una dinámica ascendente, de modo que siempre concluíamos en un clímax triunfal, a lo grande. Él tendía a preferir las canciones familiares con las que ir entonando la voz, pero aquello significaba reciclar material del pasado.
Bajo la superficie, las cosas se iban torciendo en los Who, y no sabía cómo enderezarlas. Kenney se quedó, pero la alegría inicial que yo había sentido con la nueva formación se disipó.
Desde mi base en el Soho, podía empezar la noche en el pub John Snow. El despacho de Bill Curbishley estaba cerca y a menudo me dejaba caer por allí. WEA, la sucursal británica de Warner Brothers, nuestra discográfica americana, estaba en la misma calle, y Polydor Records se hallaba en la cercana Oxford Street. Mi editorial, Eel Pie Books, tenía las dependencias en el piso superior del estudio del Soho. En el mismo edificio, Nick Logan, antiguo editor de New Musical Express, pasó a ser inquilino mío. Allí instaló su cámara fotográfica y se puso a publicar The Face, la revista avanzada de tendencias. Todos formábamos parte del pulso creativo más moderno de la ciudad.
Una noche, en marzo de 1981, estaba saliendo del club Embassy y me topé con Ron Nevison, a quien no había visto desde que se ocupara de las mezclas de la banda sonora de Tommy, seis años atrás. Estaba en las escaleras que conducían a la calle, tratando de convencer a una chica para que se fuera a casa con él.
Parecía que la achuchaba más de la cuenta. Vestía un suéter blanco con amplias rayas azul marino y una falda negra. Llevaba una media melena rubia oxigenada, ondulada y alborotada. Se la veía pequeña, perdida y abatida. Ron se fue, impotente. La chica me miró por un segundo, con ojos cansados y llorosos. Era muy guapa.
—Vamos al Tramp’s, luego te llevo a casa —dije. Y así es como empezó mi historia de amor no correspondido con Louise Reay, una obsesión que casi me costó la cordura.
Unas semanas después, en abril, volé a Nueva York para componer unas maquetas de cara a mi segundo álbum en solitario. Como de costumbre, me alojé en el Navarro. Las sesiones eran en los estudios Atlantic en Central Park West, un enclave legendario donde Ray Charles y Aretha Franklin habían trabajado con Ahmet Ertegum y Jerry Wexler en la era dorada de la compañía. Apañé un par de temas interesantes con teclados y ecos demorados, trabajando con Michael Shrieve, el batería de Santana. Coincidí también con Mick Jagger, que tenía trabajo de estudio para su primer álbum en solitario.
La mañana del 8 de abril me despertaron aporreando la puerta de la habitación para darme la espantosa noticia de que Kit Lambert había muerto la noche anterior en Londres. Se había caído por unas escaleras en casa de su madre. Mirando afuera por la ventana podía ver el edificio Dakota en Central Park West, allí donde John Lennon había sido asesinado. La cabeza empezó a darme vueltas. Tremendamente afectado por aquella muerte, repentinamente consciente de la fragilidad de la vida, decidí ir a Minneapolis para visitar a Eric Clapton, que había sido ingresado allí. Me acompañó mi amigo, escolta y técnico de guitarras Alan Rogan, así como Jody Linscott, que tocaba en el grupo de James Taylor.
Cuando llegamos al hospital resultó que Eric simplemente se había pasado con los analgésicos. En cualquier caso, me alegraba volver a ver a mi viejo amigo.
Con mi camarilla de entonces nos fuimos a Los Ángeles. Teníamos pensado hacer algunas sesiones con David Lasley, uno de los vocalistas de acompañamiento de James Taylor y amigo de Jody. También hice un bolo con otro amigo de Jody que tenía un grupo; fue en el local de Sunset Boulevard que se conoce hoy día como club Viper. Mientras estábamos en Los Ángeles visitamos a mi amigo Joe Walsh, que había tocado con el James Gang y luego con los Eagles, hasta su ruptura el año anterior. Vivía en Santa Bárbara, que distaba un buen trecho en coche. Al llegar allí, Joe había hecho una raya de cocaína de casi tres metros sobre la encimera de mármol. Jody la esnifó de cabo a rabo y de un solo tiro, mientras el resto mirábamos asombrados.
—Ya no hay más, Jody —dijo Joe con acento sureño.
No era verdad, claro.
El funeral de Kit se celebró en Covent Garden el 11 de mayo de 1981. Yo pronuncié un sentido discurso ante la dolida congregación. La Orquesta Sinfónica de Londres interpretó la obertura de Tommy de Will Malone, «Pinball Wizard» con arreglos de mi suegro Ted Astley, un fragmento de Río Grande de Constant Lambert y la conmovedora chacona de Purcell The Gordian Knot Untied. Fue una ceremonia preciosa. Todo salió perfecto. Una vez concluido, Chris Stamp y yo pillamos coca y salimos por ahí, lo que parecía perfectamente adecuado dadas las circunstancias.
Marc Macauley, uno de los accionistas del club Embassy, tuvo la brillante idea de llevarme con mis hijas a ver Cats el día de su estreno en Londres. Había visto el preestreno y le había encantado. Le pedí a Mark que simulara que Louise Reay era su compañera, de tal modo que yo pudiera asistir sin perderme la noche con ella. Louise se había hecho algo en el pelo y lo llevaba más pegado a la cabeza, menos «arbóreo». Vestía un jersey de cuello alto azul marino y un vestido blanco de lunares; estaba espléndida y se comportó exquisitamente. Sin embargo, aunque las niñas sólo tuvieran ocho y diez años, detectaron la artimaña y, al llegar a casa, le contaron a su madre que yo iba con otra mujer.
Cuando me separaba de Louise sentía una angustia terrible. En este caso, no se trataba únicamente del dolor de la infancia por mi madre ausente, sino del anhelo que todo lo que era bueno acerca de Louise sobreviviera a los altibajos de nuestra existencia. Quería que durara, que permaneciera como se la vio la noche de Cats en el New Theatre de Drury Lane. Louise era sublime hasta comparándola con Bonnie Langford, la estrella de la obra, que me hizo un guiño cómplice mientras maullaba y brincaba por el pasillo de platea.
Estaba desesperado por quedarme con ella y por que iluminara mi vida. La invité a Nueva York, donde pensé que podría trabajar algo más en los estudios Atlantic. Allí asistimos a una fiesta con Mick Jagger y Jerry Hall, y departimos con Christopher Reeve y Robin Williams. El fotógrafo David Bailey me contó que su esposa, Marie Helvin, era fan mía… diría que se estaban separando y pretendía que yo quedara con ella.
Aquel ambiente de intercambio de parejas pareció contagiarse cuando Mick le pidió su número a Louise y, para mi asombro, ésta se lo dio. Ya le había visto hacerlo en otra ocasión cuando acudimos a una fiesta de Bernie Cornfeld, el hombre de negocios, quien también le pidió el número, y lo obtuvo. El viaje empeoró algo más cuando Karen descubrió dónde estaba y llamó a mi habitación del Navarro, quejándose por haber instalado a mi último capricho en su hotel favorito. Me fui a la cama abatido, y Louise salió sola para ir a un concierto de Madness.
Al día siguiente, Louise dejó bien claro que había pasado una velada deliciosa sin mí. Yo lamentaba habérmela traído desde Londres para someterla a mi comportamiento infantil y posesivo.
Todos los nuevos románticos tenían una imagen glamurosa y bien definida, cada cual con su propio look. Incluso los grupos que desafiaban aquella tendencia, como los Clash, Madness y PiL, no desdeñaban tomar parte en sesiones de fotos cuidadosamente coreografiadas. Yo quería que mi próximo álbum en solitario incorporara aquella tendencia. Puede que como miembro de los Who fuera un viejo roquero, pero como solista tenía campo abierto para hacer lo que me apeteciera.
En mi nuevo estudio del centro Oceanic, mezclé mis maquetas de Face Dances y Body Language. A Jackie Curbishley —que era efectivamente mi mánager, en tanto que Chris Chappel me asesoraba en actualidad callejera— le gustaban, pero Bill no lo veía tan claro. En las letras había alternado palabra hablada con verso libre y funcionaba en ocasiones, pero no siempre. Por entonces, estaba elaborando una idea de thriller llamado Bilder von Lily, cuya trama pretendía iluminar con las canciones que andaba preparando para mi próximo álbum en solitario.
Terry Rawlings, el editor de sonido que tanta ayuda me había prestado para la película Tommy, empezó a trabajar en Blade Runner, dirigida por Ridley Scott. En el mes de mayo me mandó un guión para que lo leyera y me pidió que le compusiera la banda sonora. Terry le había dicho a Scott que yo lo haría estupendamente. Sin duda era una magnífica oportunidad, y me halagó la petición, pero no había posibilidad humana de que yo me ocupara de una peli cuando en breve debía entrar nuevamente en el estudio.
Cuando Bruce Springsteen vino a Londres en la primera semana de junio de 1981, viajé con Louise hasta Birmingham para asistir al concierto. Aquella noche toqué con Bruce acompañando a Little Stevie Van Zandt, que mandaba a las cuerdas. Hay pocas experiencias tan intensas como tocar la guitarra en la canción «Born to Run», un himno a la libertad. Mi tarea consistía en reforzar el guitarreo junto a Little Stevie, mientras Bruce desplegaba todo su talento para conectar con el público.
Unos días después, empezaron en serio las sesiones del Oceanic para mi segundo álbum en solitario, que grabaría nuestro ingeniero de sonido, Bob Pridden. Decidí que quería grabar todas las pistas en vivo, así que la banda se reunió en el estudio, donde nos escuchábamos unos a otros. Yo tocaba mi Telecaster con un amplificador Fender Twin; Tony Butler y Mark Brzezicki, de la banda de mi hermano Simon, formaban la sección rítmica; Jody Linscott se ocupaba de la percusión, y Peter Hope-Evans de la armónica y el birimbao. Durante aquellas primeras sesiones, Chris Stainton, que tocaba con Joe Cocker y Eric Clapton, tocaba el piano y el órgano Hammond, a la vez que Polly Palmer (de Family) se ocupaba de la percusión sinfónica: glockenspiel, marimbas y vibráfonos.
En una semana ensayamos «Face Dances», «It’s In You», «Stop Hurting People», «Dance It Away», «Man Watching», «Sean’s Boogie», «The Sea Refuses No River» y «Communication». El sonido fue épico. En aquellos días no bebía en exceso, y aunque circulaba cocaína, en el estudio no se consumía demasiada.
Cada noche después del trabajo, me largaba al Venue o a cualquier otro garito con la idea de ver a nuevos grupos. En una de aquellas noches toqué con Taj Mahal, quien siempre que iba a verlo mencionaba mi nombre como el de uno de sus aliados y valedores. Era una auténtica gozada. En el Venue también me encontré a mi cuñada, Virginia, quien accedió a tocar el piano y los teclados en alguna de las sesiones venideras. Rabbit parecía haberse escondido y no lograba localizarlo ni por teléfono. No había sabido de él ni lo había visto desde las actuaciones de los Who en marzo.
Antes del otoño, regresé al Templo de Cleeve e invité a mamá a que se quedara unos días. También ella tenía problemas con la bebida, y se había estado aislando en la villa de Menorca que les había comprado a mis padres muchos años atrás. Pensé que podríamos ayudarnos mutuamente. Supongo que aquella tentativa de solidaridad en el alcoholismo era tan insensata como lo fue que mamá me mandara de niño a vivir con la chalada de la abuela Denny, pensando que podía ser de ayuda. En cualquier caso, el Templo me resultaba entonces un ámbito plácido y reparador, e imaginé que quizá la ayudaría.
Y nos ayudó a ambos durante unos días, pero enseguida empecé a impacientarme con la obsesión constante de mamá por sí misma. Me fui a la librería de Wallingford y me compré En busca del tiempo perdido de Proust. También emprendía largos paseos, mientras mamá cocinaba platos que yo no podía comer —extrañas recetas españolas de pescado—, y, cuando no estaba leyendo, me dedicaba con empeño a los crucigramas de las revistas que ella compraba en el pueblo.
En septiembre de 1981, Chris Thomas y Bill Price empezaron en el Oceanic con mi álbum en solitario Chinese Eyes. Pero en poco más de una semana nos quedamos encallados. El problema era que las canciones que había compuesto eran tremendamente difíciles de interpretar. Chris debía empezar a trabajar en París en un disco con Elton, así que me vi obligado a aceptar que no podría librar mi entrega de noviembre que Atlantic estaba esperando.
Tenía que encontrar el modo de apartar a Louise de mi cabeza, y Barney sugirió que empezara a salir con Krissy Wood, la ex de Ronnie. La fui a ver; seguía siendo adorable y algo disparatada. Vivía con su hijo en The Wick, el caserón que había comprado Ronnie, a quien se refería a menudo como «Woody».
Me llevé a Krissy a un local de moda en Baker Street, donde me lo estaba pasando de fábula… hasta que me desperté en un hospital de Chelsea con una inyección de adrenalina de quince centímetros clavada en el pecho. Según parece, me habían encontrado inconsciente en los lavabos del garito con una sobredosis de cocaína. Estuve técnicamente muerto, pero afortunadamente me resucitaron a tiempo.
Fui a Twickenham para comunicarle a Karen lo que había sucedido antes de que se enterara por los tabloides. Cuando se lo conté, me arreó un guantazo que vi las estrellas. Como si me hubiera dado con un cucharón de madera. Joder, qué dolor. Era la primera vez que alguno de los dos golpeaba al otro.
—Mejor será que no lo vuelvas a hacer nunca más —dije quedamente—. No hay refugios para esposos maltratados.
El 24 de septiembre escribí a Bill Curbishley para decirle que necesitaba descansar. Respondió al día siguiente.
Definitivamente, creo que es lo mejor y que necesitas una pausa de dos o tres meses. No estará de más que salgas a navegar, juegues al tenis, tomes el sol, y nada de drogas, ni alcohol ni [discos]. Nada de Londres ni Nueva York, pero sobre todo debes tomártelo en serio.
Proseguía con gran comprensión y solidaridad: el álbum se aplazaría hasta la primavera, y no debía preocuparme puesto que se ocuparían de todo.
Había más gente preocupada por mí de la que imaginaba (o de lo que seguramente merecía). En cualquier caso, aquel año se habían acabado los conciertos con los Who. Bill dejó de lado sus favorables augurios de cara a la gira americana planeada para otoño e invierno.
Cautivo aún de Louise, le rogué que me concediera algo de tiempo, y nos pasamos unos días saliendo por Portobello. Una noche, después de que me presentara a su hermana y su cuñado, me contó la historia de su dramática adolescencia. Cuando la abronqué diciéndole que nunca sería feliz hasta que tuviera un hijo, acabó llorando y llamando a un antiguo novio que se presentó enseguida para poner paz.
Más tarde, Louise sugirió que nos fuéramos a pasar un tiempo al Templo. Estando allí, mientras jugábamos al Scrabble, recibí una llamada de Chris Thomas para preguntarme si me gustaría ir a París para colaborar con la guitarra acústica en uno de los temas de Elton. Lo arreglé en un santiamén, y luego sugerí a mis padres que se vinieran conmigo y Louise. En una fantasía insensata me estaba inventando una familia de la nada. Cuando mamá conoció a Louise, dijo: «Es muy guapa» (aprobado) y añadió: «Es muy joven» (suspenso). Louise tenía 23 años, yo 36: no me parecía un abismo, la verdad.
La sesión con Elton en París fue soberbia. Yo consumía algo de cocaína y bebía Rémy. Después de unas pocas tomas, me empecé a sentir ante la presencia de Dios. Mi interpretación era cada vez más intensa, cuando temía que fuera al revés. En todo caso, seguimos practicando tomas porque Chris decía que la «onda» del batería no acababa de encajar. Al día siguiente Elton, que luchaba con sus propios demonios, no se presentó, y aproveché el tiempo para grabar un tema propio, «Vivienne».
Nos quedamos en París un par de días. John Entwistle y su séquito estaban en la ciudad, así que organicé una cena para veinte personas. Luego nos fuimos a un local a tomar copas, y acabé vomitando en la cubitera del champán.
Estando solo en Cleeve, acabé hablándole al diablo en persona. Lo sentía tan cercano, sentado al borde de la cama, que incluso lo podía oler. Un olor nauseabundo. A la mañana siguiente llamé a mi médico, que lo dispuso todo para que conociera a un hipnoterapeuta experto en adicciones y alcoholismo, cuyo tratamiento me salvó la vida. El médico me recetó también Ativan y pastillas para dormir. Para celebrar aquel dichoso vuelco del destino, me compré mi primer Ferrari, que no tenía intención de conducir borracho. Me estaba convirtiendo en Keith Moon.
Karen había decidido comprar una casa más grande en Twickenham, río abajo, y vender la otra a su hermano. Yo no estaba seguro de querer venderla, pero como prácticamente no vivía allí tampoco había mucho que pudiera hacer para evitarlo. La casa nueva era preciosa, y tenía un pontón en el Támesis. Karen y las niñas se mudaron allí en diciembre, sin mí. Yo compré un piano para la casa.
A medida que se acercaba la Navidad, empecé a consumir base de cocaína. En un viaje a Nueva York, mi amigo Ike y yo nos pasamos todo el tiempo preparando la pasta base y consumiéndola con agentes de Wall Street. Una mañana, al abandonar el fumadero de crack con una atractiva muchacha colgada del brazo de Ike, uno de los tipos de Wall Street se me acercó.
—Dile a tu amigo —susurró— que la chica no es una chica.
En un aparte, se lo comenté a Ike, que me miró como si estuviera ido.
—¿Y a mí qué coño me importa?
Habíamos pasado doce horas en un tugurio de crack, y llegamos a procesar un pedrusco como de medio kilo de cocaína pura. Supongo que las cuestiones de género eran más bien insignificantes en aquel estado de cosas.
En enero de 1982, estaba viviendo completamente solo en el Templo. Conducía mi Ferrari de aquí para allá e hice algunos amigos nuevos, pero aquella vida no parecía pertenecerme. No había tocado el alcohol en dos meses, pero necesitaba ayuda para cortar mi dependencia de los fármacos y la heroína. Trabajaba poco. Llamé a Meg Patterson en California y le pregunté si podía ayudarme. Ella lo dispuso todo para que me instalara en una casa alquilada en la isla de Balboa en California, donde se ocuparía de mi abstinencia controlada mediante su sistema NET (terapia neuro-electrónica).
Meg insistió en que Karen me acompañara durante la abstinencia. Le dije que dudaba que se prestara a ello, pero Meg dijo que si Karen no participaba, puede que no acabara asumiendo responsabilidad alguna sobre nuestro maltrecho matrimonio. A pesar de que Karen me había acompañado a ver al hipnoterapeuta, y que en aquellos días nos llevábamos mejor, la situación del momento era distinta. Ahora estaba viviendo en la casa nueva —bautizada solemnemente como el Fondeadero— y mis dos hijas se hallaban en un estadio crítico de su educación. Al final, no vino, ni yo le insistí.
Me pasé cinco días subiéndome por las paredes, al tiempo que George, el carismático esposo de Meg, me sermoneaba. Sus visiones sobre el tercer mundo eran sugestivas, y su fe cristiana resultaba contagiosa, pero yo sentía que la fuerza mística de Meher Baba nunca me había abandonado. Sólo tenía que encontrar el camino a casa, donde fuera que mi casa estuviera.
El último día de mi estancia en California, mi escolta Alan Rogan y yo nos fuimos en coche hasta Laguna para almorzar. Era el día de San Valentín. Después salimos a caminar por la playa. La desintoxicación me había costado treinta días, y por fin estaba limpio. De pronto, entre la arena, divisé uno de aquellos frasquitos marrones que dispensan los camellos de coca americanos. La primera vez que tuve uno en mis manos había sido justamente por San Valentín en 1980, cuando le pedí a un amigo que me suministrara una provisión para lidiar con el rechazo de Theresa Russell. Hacía ya dos años. Agarré el frasco y desenrosqué el tapón negro. Caté el contenido.
Cocaína.
Había como unos quince gramos. Lo debían de haber arrojado al mar desde un barco proveniente de Catalina, después de una excursión de farra. Lo tapé de nuevo y lo arrojé al mar.
Alan me miró mal.
—¿Qué pasa? —pregunté, convencido de haber hecho algo bueno.
—Puede que tú hayas dejado la coca —dijo riéndose—, pero algunos…
En mi ausencia, los Who habían empezado a grabar en el nuevo estudio de Glyn Jones en el campo, con Andy Fairweather Low a la guitarra. Sentía la necesidad de plantarme en el estudio para unirme a ellos, tal como había hecho dos años atrás en aquel desastre de San Valentín. Pero esta vez me contuve, y no fue hasta el 3 de marzo cuando me presenté allí para encontrarme con todos.
En la prensa se había escrito profusamente sobre lo que yo había aportado o dejado de aportar a los Who como su compositor principal; pero ahora era yo quien precisaba de un guión por su parte, de cierta orientación. Mi cabeza estaba vacía. Por entonces, John explotaba su vena creativa de un modo que probablemente no cambiaría, y que se orientaba básicamente hacia su trabajo en solitario. Roger y Kenney hablaban de su deseo de interpretar canciones que reflejaran las grandes cuestiones del momento.
—Están más perdidos que yo —le dije a mi conductor Paul de camino a casa.
En 1982, mi primer año de empecinada abstinencia, sólo me junté con Louise en una ocasión. Fuimos a comer juntos a modo despedida de la relación. Nos reímos y hablamos desenfadados, luego me fui al estudio y traté de escribir una canción que sentía que le debía. Aquel año la volví a ver, de lejos, cuando yo salía de la consulta del terapeuta en Harley Street. Ella también daba la impresión de ir de visita médica: ojalá estuviera embarazada y tuviera el hijo que, a mi parecer, la iba a redimir.
Karen y yo decidimos pasar cierto tiempo juntos, así que nos fuimos a Venecia y nos alojamos en el Cipriani. Cuando regresamos a casa, tratamos de pasar un fin de semana en Cleeve como familia. Para Karen fue extremadamente duro y tenso, mientras yo me veía acosado por emociones encontradas, como de costumbre.
Mi primera aparición pública en 1982 fue en la gala inaugural del concierto Prince’s Trust del 21 de julio. Había ayudado a organizarlo y le pedí a David Bowie que apareciera conmigo. Estuvo de acuerdo, según se anunció, pero luego las fechas cambiaron o yo las confundí, y al final resultó que no podría acudir. Estaba rodando El ansia en Londres, y su agenda no podía recomponerse para sortear mi error. Nuestra amistad se mantuvo, pero su mánager nunca me lo perdonó.
Aquella fue la última vez que vi a Ike, mi amigo y contacto drogata.
—Qué —dijo al encontrarnos entre bastidores—, ¿fuiste a la policía?
Era la expresión empleada para referirse a los adictos que habían pasado por desintoxicación y habían dejado atrás a sus colegas consumidores. Naturalmente, no me disculpé.
Ike murió de una presunta sobredosis unos meses después. Cuando asistí al funeral y conocí a la familia, supe que su padre había sido cónsul británico durante años y que en algún momento lo repudió. Tuve la impresión de que la familia creía que yo podría haberlo salvado, dos de sus amigos así lo expresaron. A lo largo de varios meses en 1981, fue mi mejor amigo, le tenía un gran afecto, pero yo no podría haberlo salvado de ningún modo; no sabía siquiera si me iba a salvar yo.
El siguiente álbum de los Who, It’s Hard, salió el 4 de septiembre de 1982. Y estuvo a punto de no salir. Cuando Roger escuchó la mezcla final, quiso parar el lanzamiento porque no le sonaba como una obra acabada. Sin embargo, con la gira que se nos venía encima, no había tiempo para nada y lo convencí para que lo dejara correr.
En este álbum había un par de momentos extraordinarios de Roger. El primero era en «One Life’s Enough», una balada suave sobre la aceptación y el simple placer de hacer el amor. Se trataba de una canción que me hubiera gustado cantar, como relleno; era un tema que comunicaba cierto alivio. Roger lo cantaba con gran ternura, de un modo hermoso, y constituye una de sus interpretaciones como vocalista que más admiro, deudor del descubrimiento por su parte de aquella voz de falsete que había explotado de manera tan brillante en Tommy.
El segundo momento era «Cry If You Want». Otro tema que me hubiera gustado cantar, o al menos compartir con él. Lo intenté varias veces para mi disco en solitario Chinese Eyes, pero no lo conseguí. Roger se había aprendido de memoria aquel arroyo torrencial de palabras antes de ponerse a cantarlo, y cuando lo hizo la clavó, casi hasta desplomarse por falta de aire, tal era la rapidez y densidad del tema.
Glyn Johns quería que yo cantara «Eminence Front», probablemente el tema más radiofónico del álbum. Insistió en que utilizáramos la primera toma, aunque yo siempre pensé que la podría haber cantado mejor. De hecho, el álbum se grabó con gran rapidez, en menos de un mes. Retrospectivamente, resulta un muy buen álbum, y cierta impresión de provisionalidad que suscita quedó desmentida por los hechos: iba a pasar mucho tiempo antes de que apareciera otro disco de estudio de los Who.
Las primeras dos actuaciones de nuestra gira fueron en Birmingham, luego volamos a EE. UU. Tocamos dos días seguidos en el Shea Stadium, y fui entrevistado para un programa de televisión en una limusina de camino al concierto. Yo no solía desplazarme con aquellas horrendas limusinas americanas, y acomodar a todo un equipo de televisión simulando que no estaba allí se me antojaba terriblemente forzado. Los Who ofrecimos una buena gira, que ya había sido anunciada como la «despedida». No pretendía discutir por eso.
En cualquier caso, fue una gira enormemente lucrativa, y los ingresos fueron de los más altos que habíamos recaudado jamás. Mucho antes de que concluyera, todo nuestro entorno sabía que en algún momento yo iba a anunciar que dejaba la banda. Parecía también que se hubiera perpetrado un crimen peculiar: los Who se acababan, pero no se inmolaban. Todo sucedería sin un glorioso infarto sobre el escenario, una trágica sobredosis de hotel, ni un suicido, nada. Tampoco lo que yo había hecho sobre el escenario había incitado a Roger a machacarme la cabeza, nunca había sentido el deseo de largarse o de quejarse ante la prensa de mis solos eternos u otros caprichos.
Yo tocaba según las normas, sin distracciones. No era culpable de nada que pudiera haber precipitado el inevitable final, pero tampoco hice esfuerzos para que bajáramos el telón aureolados de gloria. Era una eventualidad que podría haberme causado serios problemas en el «futuro», ese lugar imaginado donde esperaba que nunca más tendría que volver a trabajar con los Who.
Me había estado comportando como un coñazo. Al menos, aquel había sido el plan, y durante algún tiempo funcionó bastante bien.
El 11 de octubre de 1982 fui contactado por Henry Mount-Charles, que trabajaba en la prestigiosa editorial británica Faber & Faber y pretendía ofrecerme su puesto allí, visto que él iba a regresar a Irlanda. Me sentí halagado e intrigado, y lo arreglé para reunirme con el jefe de Henry, Matthew Evans, cuando yo volviera a Londres para un breve intervalo en noviembre. Enseguida nos hicimos amigos.
En aquel periodo también salí a cenar con Sir Freddy Ashton, que deseaba hablar acerca de su ahijado Kit Lambert. Le conté lo mucho que lo extrañaba. «Necesito escribir sobre él —dije—, no sólo hablar y contar anécdotas graciosas».
—Pues hazlo —dijo Sir Freddy.
—¿Un poema de amor?
Aunque le puse algo de guasa, Sir Freddy se inclinó hacia delante y me devolvió la pelota.
—Si se trata de amor, que sea un soneto.
Así que escribí este soneto para Kit:
My love stands in the archways of my night,
Come out into the alley of my day.
Your ghost is mine, in life you stood away,
Come near let me embrace you near the light,
To touch your face so healthy, once so white,
And hold you in my arms is all I pray;
For long I’ve plumbed the sadness you display,
To hear you laugh was always my delight.
We loved, but never lovers were to be,
Yet in the darkened city we might meet
To talk again in sweet complicity;
Svengali fashioned neophyte Trilby.
But music, once of heart, is now of street;
And genius, once of you, is now of me.
[Mi amor en los soportales de la noche,/ sal al callejón del día./ Tu espíritu es mío, en vida te alejaste,/ arrímate, que te abrace junto a la luz,/ para tocar tu cara, tan blanca y lozana fue,/ sólo ruego tenerte en mis brazos;/ sondeé largo tiempo tu tristeza,/ cuando oírte reír siempre fue mi placer./ Nos amamos, aunque amantes no fuimos,/ y puede que en la ciudad tenebrosa nos reunamos/ para hablar otra vez en tierna complicidad;/ Svengali moldeó a la neófita Trilby./ Y la música, antaño del corazón, ya es de la calle;/ el genio, antaño tuyo, ahora es mío.]
Con los Who ya enterrados, al menos por lo que a mí se refería, empecé mi segundo año de comprometida psicoterapia; había muchos errores que enmendar y de los que disculparme: viejos amigos a los que invitar a comer, negocios que debían tirar adelante, incluido Eel Pie Books. Ahora vivía en el Fondeadero, con Karen, y convertí el dormitorio del sótano en estudio artístico, con un pequeño estudio de grabación en un cuarto contiguo. La idea consistía en centrarme tanto en las artes visuales y gráficas como en la composición. El centro Oceanic estaba siendo revitalizado o reconducido, y existía un plan para convertirlo en un laboratorio multimedia. También decidí comprar un yate lo bastante grande como para emprender largos viajes con la familia, salir a la aventura.
Deseaba construirme una nueva perspectiva creativa y habilitarla con los medios necesarios: espacio, material, tiempo y dinero. A finales de febrero de 1983 escribí un tratamiento muy sencillo para mi próximo álbum en solitario; y como aspiraba a ocuparme enteramente del trabajo artístico, me puse a pintar en serio.
Durante las vacaciones del año anterior en Cornualles, había compuesto un tema muy básico que llamé «Siege». Era muy simple, pero se prestaba fácilmente a las variaciones. Había sido inspirado por la idea de un alma acosada en un castillo esplendoroso, circundado por los escombros del pasado, los restos de una desvanecida opulencia. No había una trama evidente, pero tampoco hacía falta para lo que tenía en mente. Me dediqué a crear música, historias y letras, e incluso me puse a hacer fotos después de muchos años sin tocar una cámara, a fin de componer una suerte de collage explicativo para el proyecto. Con la ayuda de la productora Helen «Spike» Wilkins, empecé a reunir mis maquetas de canciones tanto publicadas como inéditas de los Who, así como de material nuevo, que iba a sacar en una colección llamada Scoop.
También seguía escribiendo relatos o inventando ideas para ellos. En febrero de 1982 escribí uno llamado «Man who makes love to a girl who disguises her orgasm by singing scales» [Hombre que hace el amor a una chica que simula su orgasmo cantando escalas]. No sé muy bien si pretendía emular a Jorge Luis Borges o a los Monty Python, pero las imágenes que se me ocurrían eran cada vez más desenfadadas. Pinté varios cuadros de Peter Wylie de Wah! para acompañar mi letra de «Brilliant Blues». También combiné los rostros de mi esposa y de su hermana Virginia, y circundé la imagen de ángeles. Luego pinté un buen retrato de Mr. Freedom al estilo de Peter Blake. Además, tomaba Polaroids de lo que ponían en la tele, e hice un collage bastante bueno sobre violencia doméstica al que llamé I Didn’t Hear You.
Había abandonado el manifiesto del club Goldhawk, la idea surgida a partir de «I Can’t Explain» y que pretendía convertir mi trabajo en un receptáculo donde la audiencia pudiera encontrarse a sí misma. Ahora, era yo quien debía encontrarse a sí mismo. Pintar y dibujar se habían convertido en una nueva actividad catártica, pero seguía haciendo música como siempre. Me dedicaba a improvisar a la guitarra y al piano, para luego componer una maqueta sencilla. En el Fondeadero utilizaba mi grabadora de cuatro pistas Portastudio para las maquetas. Aún tenía mi estudio profesional en el Soho, la sofisticada suite con una consola SSL en el Oceanic y un buen estudio de trabajo con piano de cola en Cleeve. Mi trabajo en la casa nueva del Fondeadero era experimental y personal, e iba saliendo notablemente bien.
Minta, que iba a cumplir doce años en abril, siempre curioseaba cuando yo trabajaba a puerta cerrada. A veces se colaba cuando yo había salido y echaba un vistazo a mis trabajos artísticos e historias; quizá fuera un indicio de que seguía preocupada por mí. Emma, un par de años mayor, ya encabezaba una banda musical, las Launderettes, formada por amigas de la escuela St. Paul’s para niñas. Realicé algunas grabaciones con ellas y quedó demostrado que tenía un gran talento. Además, se la veía ya muy hermosa y volvía a lucir aquella sonrisa en las comisuras de la boca. Yo sentía que estaba poniendo mi vida en orden y haciendo lo que debía.
Encontré un barco en Mallorca, un Herd Mackenzie de fabricación escocesa, sesenta y cinco pies, llamado Ferrara, capaz de navegar varios miles de millas. Nuestra primera aventura fue en las islas griegas. Volamos hasta Atenas, donde estaría amarrado el barco, luego navegamos hacia el este para visitar dos o tres islas, hasta que el tiempo se complicó y una tormenta nos obligó a recalar en Nisos Syros. Minta demostró su destreza lingüística charlando con el estanquero local en un griego rudimentario que había aprendido en unas pocas horas. Yo sentía que me estaba embarcando en una vida nueva en la que mis placeres serían, si no estrictamente convencionales, al menos no artificialmente inducidos.
Unos días antes de cumplir los treinta y ocho, en mayo de 1983, fui a visitar a Roger a su magnífica casa Tudor en Sussex. Mientras conducía hacia allí, rememoré el año 1962 cuando me había encaminado con mi guitarra hasta la casa de la familia Daltrey. Recordaba a su novia, que vino tambaleándose hacia mí, así como la despreocupación de Roger ante el ultimátum de ella: «Que le den. Pasa». Pensé en lo mucho que en aquel entonces deseaba integrarme, y en lo mucho que ahora deseaba salirme. Esta vez le confirmé a Roger lo que ya se temía: no iba a salir más de gira con los Who.
En 1962, me había esperado que Roger rompiera a llorar por verse privado de aquella adolescente diosa rubia; pero no lo hizo entonces ni tampoco ahora. Le dije que podríamos considerar la posibilidad de tocar juntos en eventos especiales: galas benéficas, musicales, lo que fuera menos salir de gira. Se mostró receptivo.
«¿Sabes tocar “Man of Mistery” de los Shadows? Vale, nos vemos en casa de Harry».
Todo parecía haber terminado tan pronto como había empezado. Supongo que Roger pensaría lo mismo. En mi cuaderno, escribí: «Me voy liberando».