Una chapuza de estrella (rock)

Los nuevos Who empezaron a ensayar en Shepperton en abril de 1979 con Rabbit y Kenney, que seguían a prueba. Conseguí convencer a Roger y a John para que me dejaran ensayar con una sección de viento de cuatro instrumentos a fin de insuflar vida a los muchos temas de Quadrophenia que no habíamos tocado aún. Nos pasamos todo el mes trabajando.

Yo sentía que los viejos Who estaban muertos y enterrados con Keith, del mismo modo en que la nueva banda era para mí una oportunidad, que nunca hubiera tenido ocasión de aprovechar en vida de Keith. En ese sentido, resulté sospechoso a ciertas personas, que llegaron a creer que me alegraba por su muerte o, cuando menos, que le había sacado provecho. Puede que yo mismo hubiera llegado prácticamente a admitir, en una infeliz expresión de gratitud, que de la tragedia podía brotar el renacimiento.

Roger siempre había contemplado a los Who como parte de su propio relato lineal, una historia que había empezado en 1960 cuando formó su primer grupo, que prosiguió cuando reclutó primero a John y luego a mí, que nos incorporamos estando aún en la escuela. Quería que la banda evolucionara, y que reemplazáramos a Keith con alguien igualmente expresivo y apasionado. Roger admiraba a Kenney como músico y le gustaba como persona, pero sentía que no era el batería adecuado para el grupo.

Le dije a Roger que iba a seguir con los Who, pero únicamente según mis condiciones. Si aquello le incomodaba, yo me podía dedicar a grabar y a actuar por mi cuenta. El futuro seguía estando en el aire, y desconocía lo que Bill Curbishley debía de haberle aconsejado a Roger entre bambalinas.

En mayo de 1979, los nuevos Who protagonizaron su actuación inaugural en el Rainbow de Londres. La cosa se alargó un poco —diría que por mi culpa—, pero estuvo bien. Era evidente que yo estaba contento. Los exhaustivos ensayos habían valido la pena. Kenney estuvo magnífico, y Rabbit lograba inspirarme a cada rato. Roger seguía siendo el duro con chupa de piel, y se había cortado el pelo. Estuvo también fantástico aquella noche, al igual que John. Como guinda, las reseñas fueron positivas.

Una semana más tarde me llevé a Karen y a algunos amigos a Cannes para el estreno de Quadrophenia y The Kids Are Alright. Alquilé un yate antiguo, clásico, el Moonmaiden, donde dormimos. Durante el festival de cine, los Who teníamos un par de actuaciones en el anfiteatro de Fréjus, así que no pudimos disfrutar mucho de los estrenos y festejos, pero la prensa nos recibió calurosamente y con seriedad. Nos sentíamos honrados de participar en el certamen con dos proyectos.

Karen ya no podía disimular que estaba harta de mí, de mi egoísmo, del exceso de trabajo, de mi abuso etílico. Algunos amigos comentaban «se casó con una estrella de rock, ¿qué esperaba?». Pero no era tan fácil. Karen había madurado, en tanto que a mí me costaba más, tanto dentro como fuera de la esfera del rock.

Lo que más le fastidiaba, creo yo, era mi incapacidad para tomar una decisión: quedarme con la música y dejar que ella se construyera una vida con las piezas sueltas, o mandarlo todo a tomar por saco y convertirme en un marido y padre responsable. Yo ya había compartido con ella el brete en que me encontraba, y Karen me había aconsejado con su habitual empatía, pero no la escuchaba, a pesar de ser la única persona que lo sabía casi todo de mí. Así que seguí mi instinto (siempre previsible en mi caso) para ir trampeando de un día para el otro.

Karen estaba dedicándose con gran empeño a sus estudios de magisterio, le iba bien, y sin duda sacaría buenas notas. Cada mañana recibía una llamada de un joven llamado Ben, con quien quedaba para recogerle de camino hacia la universidad. Su rostro siempre se iluminaba con el sonido de la voz de Ben. Tampoco ocultaba que habían pasado tiempo estudiando juntos, y cada noche lo dejaba en su casa. A finales de mayo, debían pasar una última semana fuera para alguna tarea, y yo me quedé con las niñas. Cuando volvió a casa se la veía radiante. Yo presentía que entre ella y Ben había una relación íntima, pero no sé si era intuición o mera paranoia. No pregunté. Puede que ella pensara que no me importaba lo más mínimo, pero la verdad es que estaba aterrorizado.

Después de Cannes, los Who dimos un par de conciertos en Escocia, primero en Glasgow y luego en Edimburgo, donde me emborraché de lo lindo en una disco y me rasgué los pantalones bailoteando como un tarado. No llevaba calzoncillos y me quedé con la tranca colgando. No fue hasta que me desperté en mi primera noche de vuelta a Londres y me di una ducha, cuando vi en el espejo que estaba cubierto de moratones, rasguños, chupetones y mordiscos. Hasta en el cuello. Karen no podía haberlo pasado por alto. Yo sólo recordaba vagamente a una pelirroja que me estuvo agarrando, pero debí de perder el conocimiento poco después.

En la gala benéfica de Amnistía Internacional (The Secret Policeman’s Ball), salí a tocar en solitario un segmento enteramente acústico. No bebí más que en cualquier otra actuación, pero no estaba acostumbrado a tocar sentado y «desenchufado», sin la adrenalina que solía descargar saltando y brincando, así que me sumí en una suerte de modorra ya durante la interpretación, no después. El caso es que siempre había alguien más borracho que tú, o más colocado, de modo que acababas sintiendo que no lo llevabas tan mal. El actor y cómico Peter Cook, presente aquella noche, estaba tratando de dejar de beber en un intento por salvar su hígado, y me sugirió que lo probara con su método: fumarse unos enormes canutos. También acudieron Graham Chapman, de los Monty Python, y su joven novio; los vi sonreír. Ambos recordaban a Keith con afecto.

Al mes siguiente ayudé a organizar el concierto benéfico Rock Against Racism, en el que también actué. Me estaba convirtiendo en un artista concienciado, y eso era importante para mí. Mientras tanto, Harvey Goldsmith lo dispuso todo para que tocáramos en el estadio de Wembley con AC/DC de teloneros. La verdad es que el evento no fue tan intenso como era de prever. El Consorcio del Gran Londres limitó el nivel de sonido y nos prohibió el empleo de láser. Tocamos ante una audiencia de 80.000 personas y pusimos todo nuestro empeño. Los fans mandaron cartas elogiando nuestra actuación, pero noté que no había acabado de funcionar.

Me puse de nuevo a escribir canciones. Solía sentarme solo en mitad de la noche en nuestro salón diáfano con una botella de Rémy, una grabadora y una guitarra. Me descolocaba estar de nuevo con los Who. Además, le había prometido a Karen que iba a sentar cabeza, pero ya veía que aquella promesa era papel mojado.

Una noche, como por milagro, coincidimos en la cama a la misma hora. Antes de que se durmiera, le pregunté si aún me quería.

—Creo que no.

—¿Ni siquiera un poco?

—Quizá un poco —respondió—. Ahora duérmete o vete abajo a trabajar. Me tengo que levantar temprano.

La secretaria de Meher Baba, Adi Irani, viajó a Londres por aquella época. Le pedí consejo.

—Mi mujer ya no me quiere —dije—. ¿Qué debo hacer?

—¿No te quiere en absoluto? —cabeceó un poco al hablar.

—Dijo que me quería un poco.

—¡Ah! —Adi dio una palmada y sonrió—. ¡Un poco! Eso está bien. El amor es universal. Ilimitado. Así que un poco basta.

Escribí una canción llamada «A Little Is Enough» [Un poco basta], y la grabé con el mismo sistema que había empleado en «Let My Love Open the Door». Aunque siempre pensé que mis canciones de amor eran terribles, creo que esta es una de las mejores de todo mi repertorio.

Los Who irrumpieron de nuevo en EE. UU. para una breve gira. Me encantaba tocar con la nueva formación. Me podía explayar mucho más, interpretar más solos melódicos y mi habilidad a la guitarra mejoró. Bebía sobre el escenario, pero como no paraba de moverme, me mantenía en forma.

En Nueva York me vi en la curiosa situación de ser el único miembro de la banda que viajaba solo. Kenney iba con su esposa, igual que Roger, y John solía juntarse cada noche con la cohorte de acólitos que se había labrado en sus recientes giras en solitario. En todo caso, mis fiestas en el Navarro rebosaban de chicas hermosas. A menudo me rechazaban, pero no siempre, e incluso cuando lo hacían me importaba un huevo. Aquella vida era fabulosa, para qué mentir.

No me había separado de Karen, ni siquiera habíamos sacado el tema, pero yo estaba convencido de que mi matrimonio estaba roto. O quizá só irreemplazable lo trataba de convencerme de que el hecho de que ya no me amara justificaba mi pose de estrella decadente del rock.

Empecé a desenvolverme como un tipo fiestero, una especie de vieja gloria punk emérita. Chris Chappel, que trabajaba para Bill Curbishley, me acompañó a ver a U2, los Clash y Bruce Springsteen. Chris era un tipo joven y enrollado, un fan irredento de los Clash, y su entusiasmo resultaba contagioso. La verdad es que los Clash me parecieron espectaculares. Cuando nos conocimos se mostraron encantadores, y sin duda Joe Strummer tenía un corazón de oro. Su implicación en causas políticas, sobre todo en materia de racismo, era una inspiración para muchos.

Chris empezó a hacerme de consejero para temas juveniles y de modas. Empecé a ponerme trajes holgados y zapatos de rockabilly, al tiempo que amañaba un buen tupé de roquero con mi pelo cada vez más ralo. Como siempre había sido buen bailarín, dejé de practicar mis movimientos de tarado y me puse a bailar como Mick Jones y Paul Simenon de los Clash. A los treinta y cuatro años todavía era lo bastante joven como para desenvolverme con cierta gracia.

Después de una actuación desenfrenada en el New Bingley Hall de Stafford, donde el público enloqueció y yo bailé como un loco, me encontré a Rabbit en el bar del hotel hablando con Sue Vickers, la esposa de Mike Vickers, un viejo amigo de la banda Manfred Mann. Rabbit vivía en West Hampstead, cerca del hogar de la familia Vickers, y solían verse de vez en cuando.

—¡Eres asombroso! —Y me besó en ambas mejillas.

—Asombroso —apuntó otra voz.

En un taburete junto a Sue se sentaba una chica joven. Tenía una bonita nariz respingona, una melena rubia larga casi hasta la cintura que se meneaba mientras hablaba.

—Soy su hija —explicó.

Me eché atrás unos pasos, cegado: su rostro parecía irradiar luz.

—¿Tienes hijos? —me preguntó la chica extraterrestre.

—Sí —musité—. Dos hijas.

—¿Les gustan los caballos?

«La hostia —pensé—. Es adivina».

—Sí —respondí—. Les gusta montar y les gustaría tener su propio caballo y me dan mucho la tabarra con el tema, pero me da cierto miedo.

—Les tendrías que comprar su propio caballo.

La chavala fumaba y exhalaba volutas de humo azul que quedaban suspendidas en torno a su rostro. Me habló durante un cuarto de hora de lo fantásticos que eran los caballos, de cómo le habían dado sentido a su vida cuando era adolescente.

De pronto sentí que me iba a caer.

—Pete —le jadeé a mi amigo Peter Hogan, un seguidor de Meher Baba que gestionaba la librería Magic Bus—. Llévame a mi habitación.

Me agarró, y me despedí.

—Yo también me voy a la cama —dijo la chica—. Te echaré una mano.

Y nos fuimos escaleras arriba, yo con un brazo en torno a mi colega y el otro en torno a la chica de fábula. En lo alto de las escaleras proferí jubilosos ruidos y una madre que trataba de acostar a su niño salió al pasillo para silenciarme. Me excusé ceremoniosamente, sabía lo delicado que era dormir a un crío.

A la mañana siguiente me desperté y vi un pasaporte junto a mi mesita de noche. Pertenecía a una chica llamada Jacqueline Vickers. Miré la foto pero apenas la reconocí. Llamé a la habitación de Sue Vickers y di con la chica, claro. Empecé a disculparme, sin saber muy bien por qué, pero me interrumpió.

—Vengo a recoger el pasaporte.

Cuando apareció en la habitación me lo contó.

—Quisiste follarme —dijo.

«La hostia, y quién no», pensé.

—¿Pero y el pasaporte? —pregunté—. Seguro que yo no te lo pedí.

—No, capullo —lo recogió y pasó rápidamente las páginas—. Es mi carné para identificarme en los bares.

—Así que quise…

—Te dije que tendrías que violarme, y te dormiste.

Empecé a grabar mi álbum en solitario el 19 de noviembre de 1979 con Chris Thomas, al que había conocido en el concierto de Paul McCartney en el Odeon de Hammersmith, cuya grabación producía él. Rabbit se dejaba notar en cada tema con un trabajo fenomenal. También recurrí a diversos baterías. Kenney Jones era una opción obvia. James Asher había trabajado conmigo en el centro Meher Baba. Simon Phillips también aparecía en varias pistas; su trabajo con Gordon Giltrap me había encantado.

Chris había escogido los estudios de grabación Wessex, que estaban en la otra punta de Londres, donde ya había grabado Never Mind the Bollocks. El 21 de noviembre fue el cumpleaños de Rabbit, y después de la sesión nos fuimos a casa de Mike y Sue Vickers a tomar algo. Su hija Jackie estaba allí con su novio, Reg Meuross, y con su hermana pequeña, Cathy. Mike y Sue eran tremendamente afables conmigo. Mike era de mi edad, y estuvimos hablando de las dificultades de gestionar un matrimonio en nuestro mundo. Me contó que él y Sue estaban pasando una mala racha.

Aquella noche en su casa me sentí mejor de lo que me había sentido en años. Mike, gran aficionado a las big bands, podía departir sobre el tipo de música que tocaba mi padre. A Rabbit se lo veía más cómodo que últimamente. De pronto, tuve una idea.

—¿Por qué no venís todos a Nueva York? El primer concierto es el 30 de noviembre, pero podemos ir antes y salir por ahí. ¡Reservaré billetes para el Concorde!

Sugerí que, de paso, Mike y Sue disfrutarían de unas vacaciones. Podríamos ir a conciertos, exposiciones, salir a comprar con mis tarjetas de crédito.

Tras ver que la fabulosa idea no acababa de cuajar como había esperado, me vi solo con Jackie en la cocina.

—¿Qué problema hay?

—Reg no va a venir —explicó—. No puede.

—Vaya —dije, decepcionado—. ¿Y tu hermana?

—Va a la escuela, gilipollas.

—¿Y tú?

Dijo que sí.

La grabación del álbum en solitario se trasladó a los estudios AIR en Oxford Street, y las pistas empezaron a sonar cada vez mejor a medida que íbamos añadiendo elementos. Chris Thomas ayudó a encontrar una voz nueva en canciones difíciles como «Jools and Jim», «Empty Glass» y «Little Is Enough», así como a elaborar sólidas voces de acompañamiento en canciones de capas densas puramente pop como «Let My Love Open the Door». Chris aprovechaba todo lo que le gustaba de mis maquetas, tal como solía hacer Glyn Johns.

Chris acababa de completar el primer álbum de los Pretenders con Chrissie Hynde. Chrissie estaba dotada de una voz extraordinaria y peculiar, con un rango dinámico excepcional. Chris trabajó esforzadamente con ella y, durante las sesiones, realizó abundante «comping»; esto es, grabar unas pistas vocales, y luego seleccionar, aislar y combinar las partes mejores. Para cuando empezó a trabajar conmigo, ya sabía exactamente cómo conseguir que un cantante virgen como yo encontrara una voz auténtica. No se trata de falsa modestia: aquel era mi primer álbum en solitario, y debía aprender a cantar rock duro, notas altas, bajas, así como a expresar pasión y sexualidad.

Una noche todos los miembros del grupo cenamos en el Hilton con Kenney y su esposa, Jan. Los ánimos estaban sumamente exaltados. Contra el parecer de Roger, conseguí que Kenney pasara a ser socio paritario de los Who. Así que se iba a llevar el veinticinco por ciento en el nuevo acuerdo discográfico de los Who que Bill Curbishley había cerrado con Mo Ostin de Warner Brothers. El trato era de diez millones de dólares por cuatro nuevos álbumes y una recopilación «lo mejor de», que debían lanzarse en un plazo máximo de siete años.

Doug Morris, presidente de la discográfica ATCO, vino a verme a Londres con un acuerdo bajo el brazo para tres discos en solitario y por unos honorarios igualmente golosos.

—Pete, ¿podrás con ambas cosas? —me preguntó Doug con muy buen sentido. Más allá de la fastuosa cifra que se me ofrecía, me iba a comprometer en grabar siete discos en siete años. Para conseguirlo iba a tener que escribir más canciones por año que nunca.

—Seh —le dije a Doug despreocupadamente—. Podré con todo. Estoy en vena.

Mi mejor amigo Barney y su novia Jan fueron desahuciados de su piso en Richmond, así que les dejé instalarse en el piso superior de mi vieja oficina cerca de mi casa de Twickenham. Barney enseguida pensó en comprar la casa entera. Entonces le hice una oferta que sabía que no podría rechazar: si me acompañaba en la próxima serie de giras de los Who por Estados Unidos, le regalaba la casa.

—¿Qué tendría que hacer? —preguntó.

—Quiero que seas mi amigo, y que me digas cuándo meto la pata.

—Ya soy tu amigo y siempre metes la pata. Te lo digo y nunca me escuchas.

—Te escucharé —prometí.

—Puto mentiroso.

—No soy un mentiroso.

—¿Lo ves? —dijo triunfante—. Nunca escuchas.

Estaba preparando el viaje a Nueva York con Barney, Mike, Sue y Jackie. También le regalé un billete a Rabbit por el asombroso trabajo realizado en Empty Glass. Karen y las niñas habían sido relegadas al último rincón de mi consciencia; y esa era la única manera en que podía lidiar con mi vida de entonces. Cuando llegué algo resacoso al aeropuerto de Heathrow, sólo me esperaban Sue, Jackie y Rabbit.

Sue me entregó un sobre: «Querido Pete, gracias por la oferta del viaje a Nueva York, pero no creo que las cosas vayan a funcionar para Sue y para mí. Por favor, cuida de mi familia. Con cariño, Mike».

En el momento en que el Concorde despegaba, Jackie me cogió la mano. Cuando ya volábamos me pidió que le contara chistes para mantenerla distraída. Estaba en mitad de aquél sobre los hipopótamos en la ciénaga (el favorito de mi padre) cuando miró atrás hacia las hileras de asientos a nuestra espalda. De pronto, me agarró del brazo.

—¡Dios santo! —se puso la mano en la boca, como si estuviera por vomitar—. ¡Mamá y Rabbit se están besuqueando!

No podría contar esta historia si no fuera porque desde aquel día hasta la muerte de Sue, en 2007, Rabbit y ella formaron una pareja estable. Mike lo dispuso todo para irse de casa cuando Sue regresara. Lamentablemente, Cathy, la hermana de Jackie, siempre asoció mi aparición con la ruptura de sus padres.

Desde la segunda noche en Nueva York, Sue y Rabbit empezaron a compartir habitación. Y Jackie se vino conmigo. Nos vimos empujados el uno en brazos de la otra; quizá lo hubiéramos tramado ya inconscientemente. Daba igual. Sentía como si el propio Dios me hubiera mandado un ángel para ayudarme, y sentirme tan colmado de dicha.

Jackie, que me aceleraba el pulso cada vez que le ponía los ojos encima, no tardó en decirme que se estaba enamorando de mí. Y yo empecé a decirle que también la quería. Entonces sugerí que ella y su madre se quedaran para la gira, y ambas saltaron alborozadas. Fue el paraíso, nunca había sido tan feliz. Cada mañana me despertaba saludando el día con una sonrisa idiota en la cara y aquella joven radiante a mi lado.

El tercer bolo de la gira, 3 de diciembre de 1979, fue en el Riverfront Coliseum de Cincinnati, donde ofrecimos nuestro show habitual. En el escenario, acompañado por la banda, a menudo me sentía extasiado, lo que era una nueva sensación para mí. Nunca había disfrutado los conciertos como en aquella gira.

Es verdad que bebía mucho, incluso en el escenario, y también fumaba mucho, y bailaba un montón. Puede que bailara como un insensato. Pero qué más da. Me sentía inspirado. Cometí varias cagadas tremendas en vivo, pero estaba expandiendo mis límites y asumiendo nuevos retos con las improvisaciones. A veces, Kenney se las veía y se las deseaba para seguirme, pero siempre me procuraba una base musical firme. Rabbit y yo nos combinábamos perfectamente, y a menudo me marcaba él a mí. Imperturbable, John cumplía con su cometido siempre en sintonía con lo que yo pudiera hacer. A menudo, yo me explayaba con pasajes asombrosamente extravagantes y en ocasiones, mientras improvisaba, inventaba letras que luego apuntaba y aprovechaba para nuevas canciones.

Toda aquella espontaneidad desatada resultaba comprensiblemente difícil para Roger, ya que se le hacía fatigoso encajar en nuestras digresiones musicales. Además, yo no paraba de coger el micro y desgranar mis nuevas canciones. Iba tan pasado de adrenalina que muchas noches no podía controlarme.

Después del concierto en el Riverfront nos reunimos en el camerino. Bill tenía pésimas noticias.

—Ha pasado algo terrible —dijo—. Han muerto once chicos. Todavía no conozco los detalles.

—¿Cuándo ha sido? —preguntó alguien—. ¿Durante el concierto? ¿Entre el público?

—No —Bill trató de calmarnos—. Fue en los accesos, en la explanada de fuera.

—¿Antes del concierto? —pregunté, poniéndome en pie.

—Decidimos no contároslo —dijo—. No podíamos dejar que la gente abandonara el recinto mientras los de seguridad seguían manejando todo el problema fuera.

En el hotel nos reunimos en un salón a ver la tele. Algunos de la banda lloraban ante las imágenes de cadáveres esparcidos, como después de un tiroteo indiscriminado. No se habló mucho. Tomamos unas copas, pero yo ya estaba embotado.

Resultó que con las prisas por coger asiento murieron once fans y muchos otros quedaron heridos. Todas las entradas se habían vendido, y cuando el gentío que esperaba afuera en el frío oyó las pruebas de sonido, creyó que el concierto empezaba y se produjo una estampida. Los que estaban delante fueron aplastados por los que empujaban por atrás, que no sabían que las puertas seguían cerradas.

Entonces me acordé del incidente en Nueva York, cuando Bill Graham decidió no decirnos que se había producido un incendio. Luego me puse a repasar mentalmente el concierto una y otra vez. ¿Había dicho alguna idiotez sobre el escenario? Es posible. ¿Las frases «no es más que un yermo adolescente» y «todos están jodidos» al final de «Baba O’Riley» encajaban de algún modo con aquella hilera de cadáveres? ¿Por qué no se nos había podido confiar el suceso?

La respuesta era obvia. Y si yo hubiera estado en la piel de Bill habría hecho exactamente lo mismo. Pobre Bill: tener que pasarse todo el concierto con el alma en vilo, confiando en que no empeoráramos las cosas. Nuestras actuaciones eran cada vez más incendiarias e impredecibles, y Bill había descrito mi personaje escénico de por entonces como «malévolo».

Además, gestioné mal el trato con la prensa. En una entrevista con Greil Marcus de Rolling Stone, traté de mostrarme irónico: despotriqué contra la industria del rock, tan estúpida que era incapaz de mantener vivo a su público. También cometimos otro error, al decidir proseguir con la gira. Deberíamos habernos quedado en Cincinnati por unos días como muestra de respeto, que sin duda sentíamos, por los que habían muerto y sus familias. En su lugar, seguimos sin titubear el dictado de «el espectáculo debe continuar» y volamos a Buffalo para actuar al día siguiente.

En la primera ocasión que tuve alquilé una avioneta para volar a Myrtle Beach, con la esperanza de hallar cierto alivio ante el espíritu siempre presente de Meher Baba. Barney y mi amigo Geoff Gilbert acudieron al centro, pero yo no fui; estuve con Jackie paseando por la playa hasta el amanecer. Luego nos pasamos el día durmiendo. Meher Baba seguía con nosotros, por más que a veces pretendiera apartarlo.

El 7 de enero de 1980, Mo Ostin, jefe de Warner Brothers Records, y su esposa Evelyn, se presentaron en los estudios AIR de Oxford Street para escuchar el primer playback de mi álbum en solitario. Les encantó, y Mo les pasó el mensaje a Doug Morris y Ahmet Ertegun de que tenían un éxito entre manos. A menudo salía de farra con Chris Chappel, mi joven escolta y asesor de tendencias. Se me hacía muy difícil ir a casa. Un par de noches en que me quedé trabajando en Oxford Street, me fui luego a dormir a un hotel cercano, con Jackie, quien estaba a la espera de que yo tomara una decisión sobre nosotros.

Chris sabía de un piso vacío encima de una zapatería en King’s Road que pensó que podría serme útil como refugio, así que decidí alquilarlo. Instalé un tocadiscos y tomé posesión del lugar. El dormitorio principal daba a la calle y era ruidoso, así que dormía en uno de los cuartos de la parte trasera de la casa.

Una noche, después de trabajar en la grabación del álbum en solitario, Empty Glass, mi amigo Jeremy Thomas, el productor cinematográfico, organizó un pase de Contratiempo, dirigida por Nic Roeg. La película era una obra maestra. En ella, Art Garfunkel interpreta a un profesor universitario que se lía con una estudiante interpretada por Theresa Russell. Mi canción «Who Are You» se podía oír en varias escenas para resaltar la vorágine en la que se ve arrastrado el personaje de Garfunkel por mor de su pasión hacia la joven.

Russell tenía veintitrés años, estaba en la flor de su belleza y era una actriz seria y plenamente convincente. La película mostraba varias escenas sexualmente explícitas; Chris Thomas y yo nos quedamos prendados. Jeremy me contó que la tempestuosa relación de Theresa con Nic había destruido el matrimonio de este último. Sabía de qué iba. Por entonces, yo estaba intentando vender una versión del guión de Lifehouse, y existía la posibilidad de que Nic asumiera el proyecto. Parecía el momento perfecto para volar hasta Los Ángeles y hablar con él. Llamé a su casa y respondió una mujer; enseguida reconocí la voz de Theresa Rusell.

—Hola, soy Pete Townshend. ¿Puedo hablar con Nic?

—Hola —saludó—. Soy Theresa Russell. Me alegro de hablar contigo. Nic está en París.

—Vaya. Tengo que viajar a la ciudad y esperaba reunirme con él —hice una pausa—. Pero ya que estoy al teléfono, quería decirte que me encantó tu trabajo en Contratiempo.

—Me alegro, muchas gracias —parecía de verdad complacida, como suele pasar con los actores cuando son halagados—. Lo de tu canción fue idea mía, me encanta.

—Qué bien, muy bien —ya no tenía más que decir. Había oído la voz que deseaba oír, y sonaba fastuosa. Nos despedimos y colgué.

Me quedé un rato absorto, mirando la moqueta. Luego volví a llamar.

—Hola, Theresa.

—Aquí sigo.

—Pensaba en invitaros a ti y a Nic a que vinierais conmigo y otros amigos a ver The Wall de Pink Floyd la semana que viene. Ya sé que estás sola, pero igual te apetecería venir.

—Hala, caray. Qué bueno. Quizá podrías llamarme cuando llegues y lo confirmamos.

Volví a colgar y me puse a bailar por casa.

La noche del concierto de The Wall fui primero a reunirme con mi colega y escritor de comedia Bill Minkin en el hotel Chateau Marmont. Estaba nervioso con lo de conocer a Theresa y por algún motivo me afeité la barba, con lo que se me veía algo pálido. Bill me ofreció una rayita de cocaína. Estaba comenzando a actuar según un código completamente distinto: no tenía sentido tratar de poner coto a mi vida.

No me pareció que la coca hiciera gran cosa. Nos montamos en el coche para ir a recoger a Theresa, que me dejó entrar al apartamento. El primer impacto fue que se había cortado su larga melena rubia, el pelo se veía ahora algo rojizo.

—La cagué —dijo, mesándose la mata de pelo—. Me pasé con el decolorante.

—Estás estupenda —dije.

Santo Dios. Era sin ningún lugar a dudas la mujer más hermosa que había visto. Tenía unos ojos felinos e hipnóticos. Andaba trasteando incómoda por la sala.

—¿Te parece bien que salgamos? —pregunté.

—Sí. No. Sí —entonces recogió su bolso—. Vamos —dijo, sin levantar la mirada.

Condujimos hasta el Coliseum y nos dieron unos asientos tan alejados en aquel pabellón inmenso que era imposible ver las caras de los músicos sobre el escenario. Durante el intervalo pasamos entre bastidores y presenté a Theresa y a Roger Waters. Me complació ver en él la misma expresión pasmada que había puesto cuando me conoció con Karen en el primer bolo de Pink Floyd en el club UFO, 1967. «¿Cómo cojones se lo monta?». El espectáculo fue extraordinario. La interpretación de David Gilmour de «Comfortably Numb» no se me olvidará jamás en la vida y Roger Waters estuvo escalofriante, como de costumbre: una presencia imponente, formidable.

Después del concierto fuimos a Le Dome, mi restaurante preferido en el Strip. Nos dieron una mesa discreta en la parte de atrás y traté de impresionar a Theresa. Con Bill nos dedicamos a imitar escenas de comedias. Sin duda, a Theresa le iba la fiesta. Hubo un momento en que estaba sentada entre ambos, de piernas cruzadas e intentando que Bill y yo cantáramos algo. Luego, en el bar, simulé que perdía la consciencia, y se puso a gritar mi nombre, una y otra vez, con su adorable acento americano: «Píder, Píder». Aún hoy puedo oírla. «Levanta, Píder», se reía, cargando conmigo de vuelta al taburete, mientras yo fingía una parálisis. Y la oía hablar con Bill sobre mí.

—Es adorable —dijo ella.

—Está fingiendo —dijo Bill.

Más tarde, la acompañé hasta la puerta de su casa, donde dejó claro que yo no iba a pasar del umbral.

—Amo a Nicholas Roeg —dijo.

—Pero yo te quiero —gemí.

—Yo también te quiero, Píder —se rió, cerrando lentamente la puerta en mi cara—. Eres mono. Pero Nic es mi hombre. Él es el líder, Píder —rimó.

La puerta se cerró. La golpeé varias veces antes de renunciar y me dejé caer en el suelo. Sentía como si me hubieran perforado con una lanza incandescente. Recordaba ese dolor de mi infancia, cuando mi madre, que tenía que trabajar, trataba de dejarme al cuidado de la suya, la bruja malvada de mi abuela, cuando yo caía enfermo. En una ocasión aullé con tal potencia que mamá me pudo oír desde la calle, volvió a casa y me llevó con ella.

Decenios más tarde, de vuelta al hotel, volví a aullar, pero esta vez sólo respondió el gerente del hotel, que llamó para que no armara escándalo. Llamé a mi chófer y le dije que necesitaba cocaína.

—Me muero, hostias —gimoteé.

—Pete —me aplacó—. Contrólate, no es más que una chavala.

Al día siguiente era San Valentín. Compré un ramo colosal de lirios y rosas y una caja de tequila y fui al apartamento de Theresa. No abrió la puerta, pero la oí hablando con Nic al teléfono, y estaba claro que se lo estaba contando todo. Ella gritaba, se defendía, lloraba. Debió de decirle que habíamos salido la noche anterior.

Dejé los obsequios ante la puerta y me escurrí como una rata a los estudios Amigo para escribir. Me encontré allí con el camello, quien me pasó poca cantidad pero de una calidad excelente, aunque yo no era ningún experto. Me embarqué en una sesión de trabajo expeditiva y eficaz, escribí unas ocho canciones y compuse las maquetas. La letra de mi canción sobre Theresa lo dice todo: «Me sentí como una hormiga aplastada en un temporal». En una cena con Mo Ostin, en su fabulosa casa en lo alto de una colina, conté la historia de Theresa. Evelyn, la mujer de Mo, que era una chalada romántica como yo, me dijo que fuera a por ella. Pero no lo hice.

Tras decidir que la cocaína me iba a seguir ayudando en mi trabajo, conseguí que un miembro de la plantilla de Londres me pillara una buena cantidad. Resultó que estaba cortada con una porquería que me ponía malo, pero había costado mucho dinero y la seguí consumiendo. La historia con Theresa Russell me había afectado. Las cosas con Jackie seguían en el aire. ¿Me iba a enamorar de cada mujer atractiva que conociera? ¿Me iba a obsesionar por acostarme con ellas, iba a agonizar por no conseguirlo?

¿Y qué iba a hacer con Karen? Mis dos hijas eran aún muy pequeñas, las adoraba, las extrañaba y ellas a mí. No era el primer esposo cretino que se encontraba en un apuro semejante. Me sentía perfectamente preparado para comprometerme con Jackie, estaba loco por ella, pero aún no me veía capaz de dejar a Karen. Era todo muy absurdo.

Una noche Karen vino a verme al piso de King’s Road. Yo estaba en un mal momento de una pésima noche con mi mierda de coca.

—Tienes que decirme qué pasa, Pete —dijo—. Quiero ayudarte, pero no puedo si no me lo cuentas.

Es tremendo, pero no podía contárselo. Todavía puedo ver su expresión del momento: triste, recriminatoria, conmiserativa.

Nic Roeg me convocó un día. Lo encontré sentado a solas, meditabundo, en un restaurante tailandés del Soho. Traté de hablar, pero se me adelantó.

—Lo que hiciste, duele.

—No pasó nada, Nic. Y lo siento.

—Eres un completo capullo por tratar de jugármela por la espalda.

Tenía razón. Y en lugar de reconocer mi traición en su momento, lo había empeorado al no llamarlo.

—Es culpa tuya —le dije, en broma—. La exhibiste tan fabulosa y erótica en Contratiempo, y seguro que no soy el único…

Mientras lo decía me di cuenta de que evidentemente no era el único: Nic era mucho mayor que Theresa, y puede que sintiera un temor persistente a que alguien más joven se la quitara. (De hecho, me equivocaba: estuvieron casados muchos años).

Nic cambió de tema.

—El guión de Lifehouse está bastante bien. Hay personajes que funcionan, pero no creo que esté listo aún. Ni creo que yo pueda ocuparme.

Aquello me descorazonaba. ¿Había jodido mi mejor opción de trabajar con un gran director en mi proyecto más audaz?

Los Who volvieron a salir de gira en marzo, empezando por Alemania, Suiza y Austria. Phil Carson, el presidente de Atlantic International, había decidido venirse conmigo. No sé muy bien porqué: su única contribución consistió en organizar una salida nocturna a un burdel de Amsterdam.

Después del concierto en Suiza, sufrí una crisis aguda de abstinencia. Me quejé a Bill Curbishley, le gimoteé que necesitaba mi coca y que me iba a casa. Me miró como al despojo en que me había convertido, y me ignoró. Debía de haber pasado por docenas de roces parecidos con Keith.

En lugar de regresar al confort de nuestro adorable hotel en Berna, salí del pabellón y me fui a patear las calles. Hacía un frío de perros. Caminé toda la noche, colina arriba, colina abajo, por parques y plazas, me perdí por el campo, luego encontré el camino de vuelta a la ciudad siguiendo los arroyuelos que recorrían el valle junto a la carretera. Berna es una ciudad sensacional. Son famosas las fosas de los osos, así que decidí echar una ojeada, pero no vi ninguno. Les grité, luego salté la valla y miré en las cuevas. Me podrían haber devorado vivo.

Cuando regresé al hotel la banda había volado a Viena, y Bill dejó a Wiggy para que me esperara. Se disculpó por haber incautado mi mierda de coca para tratar de ayudarme; me proporcionó una nueva provisión, que estaba buena. A partir de entonces, Wiggy y yo pasamos a ser colegas de vicio. No hay amistad más estrecha, ni mayor potencial para el engaño.

¿Berna sin osos? Podría ser una canción, pensé.

Aterricé en Nueva York el 10 de abril para las tareas de promoción de mi álbum en solitario, y para iniciar otra gira con los Who. De hecho, se trataba de dos giras que se solapaban y me aturullaban. Estaba bebiendo mucho y consumiendo coca, que Wiggy se encargaba de suministrar. Le había dicho que fuera generoso con el equipo en caso de necesidad. Yo no tomaba mucha, y casi nunca durante o después de las actuaciones. Era un consumo recreativo, y jamás me enganché de verdad. Seguía prefiriendo el Rémy, y a menudo me dormía con la botella en brazos como si arrullara a un bebé. A veces hasta le cantaba una nana.

Sea como fuere, al final de la gira, Wiggy me había retirado efectivo para cocaína por valor de cuarenta mil dólares. Yo nunca llevaba droga en los vuelos, de modo que debí de tirar mucha. Qué pasa, era rico.

En cuanto a la bebida, quizá me estuviera engañando, pero casi siempre bebía para divertirme. Pasaba mucho tiempo riéndome durante las giras, en el estudio, con los amigos. Es bien sabido que la risa es terapéutica y te hace sentir feliz, así que incluso cuando pasaba por apuros, bebía, me reía y me sentía mejor. Raramente sentía rabia cuando estaba borracho. Bien me mostraba gracioso, feliz como una perdiz, o bien patético. Nunca fui el tipo de borracho que se pega con la gente. Sin embargo, me rompí la mano la primera noche del segundo tramo de la gira en junio. Por culpa de Rabbit.

—¡Ey! —gritó Rabbit—. ¡A la mierda con todo! —y abrió un agujero en la pared de un puñetazo.

—¡Ey! —grité yo, y le pegué a una pared distinta. Me pasé el resto de la gira enyesado. Curiosamente, no me afectó mucho para tocar.

Tras un maratón de siete conciertos en Los Ángeles, nos fuimos a Tempe, Arizona. Allí, entre bastidores, conocí a una modelo a quien le gustó mi canción «Let My Love Open the Door». Le pedí que me esperara mientras me duchaba.

Jim Callaghan era el encargado de seguridad de la gira y responsable de pasarnos a cada uno el dinero de las concesiones por merchandising. Aquellas concesiones seguían gestionándolas antiguos falsificadores que nos pagaban en efectivo. Era la pasta para coca. Naturalmente, ninguno de nosotros sabía cuánto se estaba ingresando por dicho concepto. Nos limitábamos a pillar la pasta, y gracias. Después de los siete días en Los Ángeles, Jim me entregó un sobre con cincuenta mil dólares, la suma más cuantiosa que había recibido jamás. Introduje el dinero en mi bolso de mano y me llevé a la modelo que seguía esperando. No cabía en mí de gozo.

Aquella noche la modelo y yo decidimos salir a una disco, donde ella pretendía exhibirme. De camino recogimos a su hermano y a la novia de éste. Me pareció un buen tipo, y lo pasamos bien. El local no tenía Rémy, sólo una marca más barata de brandy francés, lo que me provocó irritación y ansia por pillar algo de cocaína. La chica y su hermano trataron de contactar con alguna gente, al igual que hizo el chófer de la limo. Nada salió.

La modelo se quedó conmigo por la noche y al día siguiente se vino al aeropuerto.

—Tienes que venir a Dallas —le rogué—. Vente. Te mandaré un billete. Dame tu teléfono.

Dijo que vendría. Nos besamos y nos despedimos. Durante el vuelo el corazón me latía fuerte.

Al llegar, el escolta de Roger, Doug, me llevó aparte.

—Roger se ha dejado el dinero en la caja fuerte del hotel en Los Ángeles —me dijo.

—Tienes que volver y recogerlo —le conté—. Es más de lo que crees.

—Pensé que la pájara con la que estuviste podría recogerlo y traerlo con ella.

—Supongo que podría —dije—. Te daré su número. ¿Podrías reservar el billete para ella y asegurarte de que tenga coche? Todo ese rollo…

Doug asintió.

Estaba tomando posesión de mi habitación cuando me llamaron.

—Problema —dijo Doug—. ¿Puedo subir a verte?

—¿No viene? Lo sabía.

Ya me había figurado que aquel sueño maravilloso no podía durar. Doug subió a mi habitación. Se lo veía nervioso.

—Llamé al número que me diste, y su madre se puso al teléfono.

—Y…

—Dijo que su hija no iba a ir a Dallas…

—Pendeja.

—También dijo… —Doug puso una cara que me inquietó—. Dijo que no íbamos a recuperar el dinero.

—No había recogido aún el de Roger, ¿no?

—No —confirmó Doug—. Eso pensé al principio. Pero su dinero sigue en la caja fuerte del hotel. ¿Llevas el tuyo?

—En el bolso de mano —le aseguré, y comprendí enseguida que no debía de estar. Miré, no estaba. Aquella noche escribí una canción: «Did You Steal My Money?», esperando que fuera un éxito y compensara el descalabro.

En Londres todavía mantenía el piso en King’s Road. A veces acababa en la casa de Twickenham, o en un hotel, cuando en realidad me tendría que haber instalado en Cleeve. Con todo aquel desbarajuste, encontrar las llaves de casa era un lío. Y Karen, evidentemente, no estaba contenta.

Una noche, molesto porque no daba con la llave y temiendo que Karen hubiera cambiado la cerradura, lancé el manojo de llaves a la oscuridad. Las oí caer y luego las busqué durante una hora. Recurrí al método Spike Milligan: «todo tiene que estar en alguna parte».

Nada.

Recurrí a Sherlock Holmes: «elimina lo imposible y lo que quede, por imposible que parezca, es la verdad».

Nada de nada.

Dormí en el jardín. Era verano.

Bill Szymczyk se encargaba de producir Face Dances, el primer álbum de los Who con Warner Brothers. Decidió trabajar en los estudios Odissey de Londres porque necesitaba una consola de grabación americana MCI. En marzo hicimos una sesión de prueba y resultó ser un buen estudio para el proyecto. Allí conocí a Marvin Gaye, que ocupó el estudio dos durante varias semanas. «Baby Don’t You Do It», uno de sus primeros éxitos, me parece una de las mejores grabaciones de la historia, y sin duda de lo mejor que produjo jamás el sello Tamla. No la escribió Marvin, pero es su voz lo que hace la letra tan enternecedora y emocionante: Baby don’t you do it, don’t break my heart.

Por otra parte, Marvin estaba en pésima forma, peor que yo. Era mi héroe y me dolía verlo de aquel modo. Por entonces andaba a la greña con sus viejos amigos de Tamla y estaba siendo cortejado por la alta sociedad londinense. De hecho, se había liado con lady Edith Foxwell, la llamada «reina de la jet londinense». Yo la conocía porque era accionista del club Embassy, uno de mis garitos preferidos. Marvin seguía siendo un hombre muy atractivo, y aquel círculo exclusivo con que se codeaba parecía exhibirlo por ahí de un modo que les beneficiaba más a los otros que a él.

Yo me esforzaba por captar la música que hacía: tocaba todas las partes de teclado sobre patrones de ritmo programados. Cuando me encontraba en el estudio no acababa de comprender lo que oía, pero se trataba de una obra seminal, y yo sabía bien de qué modo podían germinar los cambios radicales. Marvin era productor e ingeniero de su propio disco; tenía asistencia, pero casi todo lo hacía él.

Una noche, sentado con Marvin mientras él negociaba la compra de un cacho de cocaína pura grande como una pelota de tenis, decidí contarle lo que su música significaba para mí.

—La letra viene de la cabeza —dije—, la música del corazón.

Hice una pausa enfática.

—Pero la voz, Marvin —dije al soltar el gancho—, eso viene de Dios.

—Gracias, Pete —respondió, siempre cortés.

Volvió a su teclado sintetizador y reanudó la improvisación. Puede que Marvin no fuera un gran teclista, pero si se soltaba a improvisar el tiempo suficiente acababa encontrando lo que buscaba. In Our Lifetime acabó siendo un disco excepcional.

Grabar Face Dances fue divertido. Bill era metódico en su trabajo, y siempre hacía tres tomas enteras de cada pista para luego poder montar las partes mejores si había necesidad. En aquellas sesiones Rabbit dio lo mejor de sí mismo con el piano Bösendorfer que había hecho traer del centro Oceanic. En un par de ocasiones hablamos de nuestros matrimonios, y me di cuenta de la cantidad de tiempo que habíamos pasado juntos, y de cómo nuestros mundos «kármicos» se habían ido entrelazando. Rabbit es un hombre tímido y complejo, y puede ser explosivo. Al mismo tiempo, su modo de interpretar es expresivo e inventivo, pero raramente conseguía compactarlo en una canción. Con él también sentía deseos de escribir algo a cuatro manos. Su vida habría sido muy diferente si su genio hubiera sido más apreciado como merecía.

Karen y yo fuimos a ver a Queen en Wembley, y me pareció el grupo más loco que había visto nunca. Por entonces ya eran más importantes que los Who en el Reino Unido. John Lennon había sido asesinado el día antes en Nueva York, y aquella muerte era la comidilla del día. Sólo habíamos coincidido una o dos veces, pero lo sentía por Yoko, Sean y Julian.

Bill deseaba mezclar Face Dances en su propio estudio en Florida. Durante la escala en Nueva York, aproveché para ir a ver a David Bowie, que interpretaba El hombre elefante en el Cockpit Theatre. A la mañana siguiente me desperté con la noticia de que el asesino de John Lennon, Mark Chapman, había ido a ver la obra recientemente. Había algo tan escalofriante en aquel anuncio que dejé de beber de inmediato.

Pero duró poco. Para celebrar el final de la grabación de Face Dances me emborraché solo en mi habitación de hotel. Al despertar por la mañana, desnudo, parecía como si se hubiera desbordado una alcantarilla en medio de la habitación. No se apreciaban daños, pero la noche anterior mis intestinos habían dado guerra y se salieron de madre, sin que yo fuera capaz de alcanzar el baño o la cama; había dormido en la encimera de la cocina. Me llevó varias horas limpiar la porquería, tras pillar todo el jabón y desinfectante que pude del cuarto de la limpieza. Tratar de dejar la bebida sin medicación tenía los mismos efectos nocivos que beber en exceso.

Siempre que podía remaba ocho o nueve kilómetros por el Támesis. Me estaba dando caña y desarrollé un gran aguante. La semana antes de despegar hacia Florida, sentí ciertos dolores en el pecho, y me fui a hacer un chequeo. Los rayos X y el electrocardiograma no revelaban nada, los análisis de sangre estaban bien. Había sufrido un tirón muscular mientras remaba. ¿Cómo podía ser que estuviera tan sano?

Había sido testigo de los peligros de creerse invencible; Keith había muerto, al final, por un lamentable exceso medicamentoso. Yo debía tener más cuidado. ¿O quizá menos?