Ser uno mismo

—Creo que me he enamorado.

Estaba hablando con Murshida Duce, presidenta del movimiento sufí en California. La chica de la que creía haberme enamorado era Donna Parker. Le describí los hechos, y Murshida comentó que sólo me había encaprichado. Sabía a qué se refería, pero yo no lo veía así. Estaba loco por Donna, y ni siquiera habíamos tenido relaciones.

Yo pensaba que debía plantear mis problemas con el alcohol ante cierta instancia que me infundiera respeto, y acudí a la familia de Meher Baba en Myrtle Beach y California. Me funcionó. Dejé de beber prácticamente por completo. Murshida Duce me había presentado al doctor Wong, un herborista chino que me recetó un té especial, confeccionado a la medida de mis necesidades, elaborado con hierbas y plantas que recogía en las montañas de China. El primer día que me tomé una taza me sentí como Superman. Nunca supe qué contenía, pero a lo largo del año siguiente bebí té antes de cada concierto, y cada vez que recibía una remesa nueva mis actuaciones ganaban en ímpetu y energía. Según las reseñas, a finales de 1975 mis interpretaciones eran ejemplares, vigorizadas por el té del doctor Wong, en lugar del coñac. Con todo, Keith seguía con problemas.

Durante la segunda mitad de la gira americana de Who by Numbers, el 9 de marzo de 1976 en Boston, Keith se desplomó después de dos canciones. Era preocupante. Los fans no se lo tomaron bien, y destrozaron parte de las instalaciones y algunos vagones del metro. Al día siguiente debíamos actuar en el Madison Square Garden de Nueva York, pero Keith seguía enfermo. No era una gira muy larga, pero algunas actuaciones debieron de postergarse por dificultades de última hora.

Bob Pridden había logrado elevar algo más las pantallas de retorno de cada lado del escenario que ayudaban a potenciar la voz de Roger a fin de que él mismo pudiera oírse por encima del nuevo y atronador equipo de John para el bajo. De pronto, quizá por los malabarismos de Roger con el micro, las pantallas laterales aullaron durante unos cinco segundos y caí de rodillas, aturdido por el dolor. El estallido me cogió completamente por sorpresa y mi oído izquierdo dejó de funcionar. Pasados algunos días, se recuperó un poco, pero nunca plenamente, visto que ya lo tenía dañado desde la explosión detonada por Keith en el programa de los Smothers Brothers.

En San Francisco, tocamos dos noches en el Winterland de Bill Graham, una sala que yo adoraba. El doctor Wong me había mandado una provisión de su té recién preparado. Me pasé las dos noches brincando como un poseso. Hacia el final de la actuación, sin parar de improvisar, inventar nuevos riffs y presa de una energía aparentemente ilimitada, agitado y sonriente, Keith me rogó que parara. Estaba agotado. Keith había estado tocando con destellos de su genio de siempre, pero había algo que definitivamente no funcionaba.

Babajan, la lancha de casi ocho metros que había utilizado para desplazarme durante el rodaje de Quadrophenia, ya era propiedad de papá y seguía amarrada al otro lado del río ante la casa de Twickenham. El amarre era propiedad de Bill Sims, un lobo fluvial, paciente y cachazudo, que poseía permisos de atraque desde Eel Pie Island hasta Syon Reach, a lo largo de unos cinco kilómetros del río.

Le pregunté a Bill acerca de una curiosa propiedad que había visto en mis excursiones por el río. Parecía una construcción abandonada de los años cincuenta, de ladrillo, con tres dobles puertas de madera que daban al río.

—Es mía —dijo—. La construí en el enclave de la vieja empresa familiar, cerca del viejo apeadero del ferry de Syon. Allí construíamos nuestras lanchas.

—¿Y qué piensas hacer?

—Nada.

—¿Qué va a pasar con ella?

—Nada.

No parecía tener ganas de extenderse, pero, tras una larga pausa, añadió:

—La construí como vivienda para mi esposa y para mí. Ya tenemos nuestra casa, y a ella le encanta, pero yo quería más luz. Así que construí el cobertizo para los botes, con la intención de fabricar los esquifes en la parte de abajo. Nosotros viviríamos en el piso de arriba. Es uno de los mejores lugares del río.

—¿Y qué pasó?

—No quiso mudarse.

—Vaya.

Cada vez que veía a Bill le sacaba el tema, mientras yo simulaba limpiar el bote de goma y él simulaba preparar unos tramos de soga y cadenas.

—Bill —decía yo de pasada—. ¿Crees que la venderás algún día?

—Na.

—Bill, ¿cuánto dirías que vale?

—No tiene precio, ¿no crees? —Se quitaba la gorra de trabajo, la estrujaba, la volvía a alisar, se la ponía otra vez, le daba la vuelta—. Una vista diáfana sobre Old Deer Park, panorama fabuloso del río hasta Syon. Río arriba alcanzas a ver hasta Richmond Hill, la antigua esclusa. Una maravilla.

—Hmmm.

Bill me iba abriendo el apetito arteramente. Yo no tenía idea de qué podía hacer con una construcción como aquella; ni siquiera la había visto por dentro. Tampoco me sobraba el dinero: el proyecto de Cleeve me estaba arruinando.

Un día le pedí que me la enseñase. La planta baja había sido construida con el techo bajo y estaba destinada a la fabricación de botes de remo. No había escalera para el piso de arriba, así que trepamos por una escalera de mano. La planta presentaba la distribución convencional propia de un gran apartamento, y tenía una terraza descomunal que daba al río. Era impresionante. Sin embargo, se trataba de un armazón —muros y pavimentos de hormigón—, sin ventanas, electricidad ni cañerías.

—Te doy cuarenta mil libras —le dije a la siguiente ocasión en que nos encontramos.

—Na. Es que no quiero venderla.

Aumenté la oferta varias veces, pero nunca tuve la esperanza de que Bill vendiera. Con todo, me dio permiso para visitarla y echar un vistazo siempre que quisiera, y me reveló el escondrijo de la llave. Un día fui para allí y me quedé fuera. Me llevé una moneda con la imagen de Meher Baba, la lancé al aire y la cubrí al caer al suelo.

—Baba —dije en voz alta—. Si deseas este edificio para tu obra, intentaré comprarlo.

Miré la moneda. Salió cara. La volví a lanzar, y otra vez: siempre salía cara. A la mañana siguiente me encaminé a la pasarela de Eel Pie Island.

—Bill —dije brioso—. Quiero comprar el cobertizo. Te doy setenta y cinco mil libras. Si no aceptas ya no hablaremos más del tema.

—Seh —dijo exactamente en el mismo tono en el que había estado diciendo «na» hasta entonces—. Por esa cantidad, te lo vendo.

Mi idea consistía en convertir el cobertizo de los botes en el Centro Oceánico Meher Baba, que acogería instalaciones para reuniones y encuentros, alojamiento para los seguidores de Baba, un estudio de doblaje y montaje, otro de grabación y un cine. La hermana de Baba, Mani, me dio ánimos, pero me advirtió que cuando Baba dejó de inaugurar los centros que abrían en su nombre, estos solían irse a pique. Adi K. Irani, que había sido la secretaria de Meher Baba durante años, tenía un sentido del humor travieso, y parecía tenerme tomada la medida. Su saludo, tan oportuno en mi caso, y efusivo, siempre era: «Peter Townshend. ¿Dónde estás? ¿Qué eres? ¿Quién eres?».

Como decía mi héroe del cómic Spike Milligan: primero, las preguntas difíciles.

Recibimos muchos objetos, libros firmados y fotografías, destinados a decorar y realzar el Centro Oceánico cuando abriera. Yo me concentraría en películas para el centro, pues Meher Baba había dicho que serían la fuente principal de inspiración espiritual en el futuro. Empecé a mandar invitaciones a Barney, Ronnie Lane y a la tía Trilby, a quienes tanto debía.

Poco después de la inauguración del centro, Ronnie decidió que ya no podía trabajar más con Rod Stewart en los Faces. Lo dejó, pronto tuvo problemas de dinero y vino a pedirme que le produjera un álbum. Le sugerí que hiciéramos uno juntos, con Glyn de productor si él estaba de acuerdo. Glyn estuvo de acuerdo, y Bill Curbishley nos apañó un contrato. El disco no pretendía tener relación alguna con nuestra afinidad por Meher Baba. Sólo deseábamos entrar en el estudio y ver qué éramos capaces de hacer.

Sabía que grabar la música no nos iba a llevar mucho tiempo, y que lo iba a disfrutar. Por entonces, Ronnie era mi mejor amigo.

La parte más intensa de la gira americana empezó en agosto de 1976 en Maryland. Yo había vuelto a recaer en mis hábitos etílicos durante las celebraciones por la inauguración del Centro Meher Baba. Para cuando tocamos en Miami, conseguí tocar sobrio, pero al terminar me tragué un tazón entero de Rémy Martin mientras charlaba con el periodista y compañero de copas Chris Charlesworth, que había venido a felicitarme. Yo estaba meditabundo. Había sido el primer concierto en años para el que habían quedado un montón de entradas sin vender. Le dije a Chris que habíamos tocado para las personas que no habían acudido.

Keith empezaba a patinar con los tempos, y algunos de sus rellenos de batería más ambiciosos se quedaban a medias; con todo, se apañaba para tocar decentemente. Luego supimos que, después de la actuación, se había desplomado en el hotel, y que iba a estar ingresado durante ocho días. Cuando volvió, además de la medicación recetada, se bebía una botella de Rémy Martin al día.

Angustiado por Keith, que tan bien se había portado conmigo en un momento de necesidad, le pregunté a Meg Patterson si podría ayudarle del modo en que lo había hecho con Eric, para que pudiera gestionar los efectos de la abstinencia. Después de la gira, Meg le presentó a Keith a su marido, George, cuya idea de terapia consistía en hablarle de Jesús al paciente. Aunque George fuera un hombre honesto y brillante en muchos sentidos, Keith se lo cameló sin problemas. Consiguió convencerle de que él, Keith, estaba poseído por dos entes demoníacos, el señor y la señora Patel. Enseguida me di cuenta de aquella farsa gamberra: Keith había crecido en Wembley, en un vecindario en el que casi todas las familias indias se llamaban Patel. No es que George fuera un pazguato, pero Keith lo toreaba sin problemas.

Y ahora Roger reclamaba una mayor autoridad en aquello que cantaba. Su exitoso trabajo en solitario le había dado mayor confianza y expresividad como artista, y aunque no siempre era coautor de las canciones que interpretaba como solista, nunca dejaba de aportar buenas ideas, y los compositores lo escuchaban. De este modo, se hizo mucho más selectivo respecto de lo que quería cantar con los Who. Ya no estaban Lambert o Stamp para engatusarlo y convencerlo de que confiara en mí. Y ello significaba que si antes me pasaba tres meses escribiendo canciones para un nuevo álbum, ahora iba a necesitar un año, como había ocurrido con Quadrophenia.

Durante el receso de septiembre de la gira americana, antes del tramo final en octubre, encargué la finalización de los trabajos en el Ahmednagar Queen, un yate de catorce metros construido parcialmente por W. Bates & Son en Chertsey. Era de madera, discreto, con la cubierta superior extraíble a fin de que pudiera pasar por puentes bajos y llegar tan río arriba por el Támesis como fuera posible. Lo quería tener junto a la casa en Cleeve, así como en Cornualles durante el verano. De hecho, esperaba que estuviera listo para las vacaciones en Cornualles con Karen y la familia.

Mientras esperaba, me compré una barca de vela para ir aprendiendo. Conseguí gobernarla con mal tiempo desde Falmouth, junto a la desembocadura del río Fal, hasta St. Mawes. Aquel trayecto de tres kilómetros fue para mí como cruzar el Atlántico. Mis padres se unieron a nosotros durante unos días, y saqué a papá a navegar. Le costaba moverse por la pequeña embarcación, y se resbaló un par de veces. Por primera vez me di cuenta de que estaba envejeciendo. Sólo tenía sesenta años.

Por el contrario, mi suegro Ted Astley había hecho sus pinitos en la navegación a vela, así que cuando salíamos juntos navegábamos por en medio del río Fal, donde yo era el tripulante en apuros con Ted al timón. Era un fajador resuelto, que se arrimaba al viento en cuanto podía. Buena parte del tiempo que pasé navegando con él, lo pasé empapado y congelado, pero aprendí a navegar.

La gira americana de Who By Numbers tenía pendiente un último tramo. Joan Baez asistió a una de las actuaciones, y como antiguo fan suyo desde la escuela quería saber qué le parecíamos. Su comentario fue: «Sonaba muy fuerte». Tuve ganas de soltarle que ella sonaba como una monja, pero reprimí el exabrupto. El fotógrafo Jim Marshall, mi colega de San Francisco, me dijo aquel día que siempre había estado enamorado de ella. Podía entenderlo. En 1962, cuando escuché por primera vez a Joan Baez, cantó junto a Howlin’ Wolf y Muddy Waters, antes de hacerlo con Dylan, y se desenvolvió con solvencia. Era hermosa, dura, una mujer de talento, con mensaje y una cabeza bien amueblada. Y si lo decía ella, entonces es que sonaba muy fuerte.

Keith parecía que volvía a estar en forma, y tocó espléndidamente; las reseñas fueron buenas y la atmósfera maravillosa. Roger había recuperado sus pintas de Woodstock, con sus chaquetas de flecos y su larga melena. John estaba tocando asombrosamente bien, desplegando una nueva serie de digitaciones en los que debía haber practicado todo el verano. Su escolta habitual, Mick Bratby, no iba con él en el viaje, y corría el rumor de que había tenido una aventura con la mujer de John después de haberse chivado de los escarceos viajeros de su marido.

En octubre tuvimos la última actuación de la gira en el Maple Leaf Gardens de Toronto. Fue un triunfo: estábamos impresionados de haber recobrado fuerzas de aquel modo. John y yo estuvimos de acuerdo en que pocas veces habíamos tocado mejor. En una fiesta que montó el equipo de gira, bailé con una chica de bandera y me la llevé al hotel. Fue una sesión meramente carnal: sexo puro y placentero. Sentía que estaba empezando a ser yo. Era un hombre duro, un roquero, un chulapo que recorría el aeropuerto con las botas Frye de plataforma, elevándome hasta el metro noventa, y la abombada chupa azul de hockey que me confería un torso de atleta. Me sentía omnipotente.

Y con todo, me daba miedo volver a casa. No podía afrontar lo que temía que me esperaba a la vuelta: un montón de peticiones de beneficencia, solicitudes implorantes de músicos en ciernes, mensajes de seguidores de Meher Baba, quejándose de que no se les había tratado bien en el centro o aspirando a que les financiaran sus variados proyectos. Y toda la presión de las entrevistas, que temía conceder ante la posibilidad de perturbar el nuevo equilibrio del grupo. Y Karen, ¿detectaría mi culpa con sólo mirarme a los ojos?

Naturalmente, ya estaba predispuesto al fracaso. Nunca podría ser el seguidor apropiado de Meher Baba, no si seguía trabajando en el rock. Pero el rock era a lo que yo estaba destinado: era el medio en el que debía asimilar cualquier lección espiritual que el planeta hubiera dispuesto para que yo la aprendiera.

La grabación de Rough Mix con Ronnie la recuerdo ahora borrosa, pero conservo algunos momentos especiales en la memoria. Yo tocaba la guitarra con una gran orquesta de cuerda por primera vez; además, mi suegro hizo los arreglos de «Street in the City» y la dirigió. Me sorprendió el respeto que me mostraban los músicos de orquesta. También estuvo muy bien tocar «My Baby Gives It Away» con Charlie Watts, y pude apreciar que su estilo de raíz jazz era fundamental para el éxito de los Rolling, con el charles siempre en pos del compás para generar aquel swing inconfundible.

Conocer a John Bundrick (Rabbit) fue también un acontecimiento importante en mi vida como músico. Un día apareció durante las grabaciones de Rough Mix, buscando trabajo de estudio. Estamos hablando de un intérprete de órgano Hammond que había trabajado con Bob Marley, capaz de tocar tan bien como Billy Preston. Cuando no tocaba, podía ser temerario e impulsivo, bebía en exceso, solía gorronear drogas y contaba anécdotas delirantes, pero músicos de su talla no se encuentran cada día.

Los críticos parecían sorprendidos de que Ronnie Lane y yo no hubiéramos colaborado como escritores. Visto que yo no había co-escrito una sola canción en toda mi carrera, pensé que debían de andar algo despistados. Ronnie nunca dijo que esperara que nos pusiéramos a componer juntos, pero con posterioridad expresó su decepción por el hecho de que no lo hubiéramos intentado. En los últimos días de aquellas sesiones, reñimos, no sé muy bien por qué. Yo adoraba a Ronnie, pero no estaba bien conmigo mismo, y se notaba. Al tratar de contarle por qué andaba tan abatido, cometí el error de decirle que había engañado a Karen.

—¿Por qué? —preguntó irritado—. ¿Quieres destruirla?

Me quedé pasmado. Esperaba cierta empatía.

—¿De qué hablas?

—¿No ves que estás tratando de alejarla?

Ronnie solía llevar razón, y no tenía problemas en decirme las cosas tal como las veía, igual que mi amigo Barney, pero aquella observación me hizo explotar. Me abalancé sobre él y le empujé con ambas manos. Ronnie salió volando como si fuera ingrávido y estuvo a punto de golpearse la cabeza contra un escalón de hormigón al pie de la escalera. Lo podría haber matado. De entrada, pensé que no era consciente de mi propia fuerza, pero luego supe que ya se manifestaban los primeros síntomas de la esclerosis múltiple que padecía.

Ronnie y yo fuimos entrevistados acerca de Rough Mix en el programa de la BBC The Old Grey Whistle Test. Yo traté de mostrarme gracioso y que Ronnie apareciera como el serio; y efectivamente, Ronnie se mostró bien serio respecto al disco. La verdad es que estuve más bien infantil y algo displicente acerca de nuestra obra conjunta; e intenté que se hablara más del futuro de los Who, a pesar de que por entonces no se nos veía futuro alguno.

El tiempo que pasé con Ronnie Lane trabajando en Rough Mix me enseñó que incluso alguien a quien yo veía como un gran amigo podía hacerme saltar a la mínima. Solía encenderme y pelearme cuando estaba animado, y lo hacía igualmente cuando estaba mohíno. Era mi reacción habitual cuando perdía la paciencia.

A medida que el tiempo otoñal presagiaba el final del año, una época que adoraba, fui entrando en una onda melancólica. Estuve escuchando Ommadawn de Mike Olfield, cuya canción «On Horseback» me afectó profundamente, al reconectarme con la Inglaterra de antaño. Me dediqué a escuchar sin parar aquella música que me había tocado una fibra especial, y le escribí una nota a Mike. Éste respondió diciendo que me invitaba a una Guinness si alguna vez lo iba a visitar a Cotswolds.

Aquel humor melancólico se evaporó el 17 de diciembre de 1976, con un télex del abogado de Keith, Michael Rosenfeld. Keith estaba preocupado por el hecho de que los asuntos fiscales de la banda se estuvieran gestionando del modo más conveniente para los otros tres integrantes del grupo, que habían decidido quedarse a vivir en el Reino Unido. Debía irritarle sobremanera ganar dinero durante las giras por EE. UU., y ver que la pasta volvía al Reino Unido para evaporarse en impuestos. Por el modo en que teníamos montado el negocio, Keith seguía siendo un empleado de Ramport.

Él quería vivir en Malibú. No había nada de malo en ello, pero de pronto pude ver que aquello que me había agobiado durante tanto tiempo era lo mismo que ahora le fastidiaba a él. Un grupo de rock con cuatro jóvenes miembros de la misma edad puede parecer una cooperativa donde las decisiones se toman en encuentros regulares mediante unas reglas básicas. Pero un grupo de rock no es una hermandad; es una fusión desigual, a veces competitiva, de jóvenes con ambiciones divergentes que han accedido a tocar juntos.

Una excepción en ese sentido eran los Grateful Dead, con los que tocamos dos veces en Oakland. Me contaron que su equipo de gira recibía una parte de los derechos por concierto equivalente a la que recibían los miembros del grupo. Nosotros nos habíamos mostrado generosos con nuestros chicos, pero no habíamos llegado a tanto. Y cuando lo discutimos no llegamos a ponernos de acuerdo.

Queen, Springsteen, AC/DC, todos encontraban el modo de limar asperezas y las fricciones con las que los Who también debíamos lidiar. Yo había acabado por pensar que nuestras riñas alimentaban a nuestros fans, y tendía a dramatizarlas en las entrevistas. Roger siempre mordía el anzuelo, y aunque no había ninguna guerra abierta en los Who, teníamos nuestra cuota de malos rollos: financieramente, porque las empresas sólo querían saber de nosotros cuando salíamos de gira; como cuarteto, porque Keith no paraba de ir y venir de Los Ángeles; y musicalmente, porque estábamos encallados: ni Roger ni yo teníamos una respuesta para eso.

En 1977, el punk rock era un tsunami que amenazaba con arrastrarnos a todos. Lo podías ver en las calles, oírlo en los clubes e incluso olerlo en el aire. Yo saludé su llegada como una fuerza regenerativa para la música, al tiempo que era consciente de su potencial para convertir a los Who y a toda nuestra generación en unos dinosaurios. Sin duda representaba un motivo acuciante como para sacudirnos la indolencia de encima e idear algo nuevo.

El punk ya se había consolidado en Londres, en locales como el 100 Club o el Vortex. Keith solía aparecer por allí como si fuera Elizabeth Taylor bajándose del Rolls-Royce. Reunía a su corte en el bar y les pagaba copas a chavales con máscara de ojos punki y alfileres prendidos en la ropa. En su mayoría se trataba de mocosos de clase media tratando de hacerse los duros. Amenazaban a Keith y él se reía en su cara, los invitaba a salir y a dar una vuelta en el coche. Yo no iba tan suelto. Una noche fui con él y conocí a Billy Idol. Intimidaba un poco, aunque también incitaba a mostrarse igualmente duro.

En todo caso, cualquier pretensión que pudiera tener de convertirme en un punk renacido se pulverizó cuando fui convocado a Nueva York por Aaron Schecter, mi contable de allí, que se ocupaba de Track Music Inc., la sucursal americana del sello británico. Se trataba de un asunto sumamente urgente del que debía ocuparme. Sin explicarme qué estaba haciendo o por qué, me encaminó del hotel hasta una gran oficina bancaria.

—Entra —dijo.

—¿Por qué? —pregunté confundido.

—Tú entra.

Entré, me acerqué a una de las cajeras, una guapa.

—Buenos días, señor Townshend —dijo.

—¡Vaya! —farfullé—. Un banco de fans.

—Lo siento, señor Townshend —me corrigió—. No soy una fan de los Who. ¿Desearía recibir información sobre su cuenta?

—Es que no tengo cuenta.

—Señor Townshend, tenemos una serie de cuentas de personas que el banco considera lo bastante importantes como para que recordemos sus nombres y sus caras. Usted es una de esas personas.

—Pues nada —dije—. ¿Puede darme los detalles? ¿Cuál es el saldo?

La muchacha revolvió un poco los papeles.

—Tiene usted un millón trescientos mil dólares en depósito a la vista, con una elevada tasa de interés. Y otros cincuenta mil dólares en su cuenta principal. ¿Querría retirar alguna cantidad?

—No, gracias.

En mi vida había visto un millón en divisa alguna, salvo en liras italianas.

Aaron me alcanzó en el mostrador.

—Hazte esta pregunta, Pete —dijo—. ¿Cómo es que no sabías que tu dinero estaba aquí?

Y se fue. Al salir yo, me topé con Annie Leibovitz.

—Ey, Annie —musité—. Hazme una foto, soy rico.

Cuando volví a Londres, me fui directamente a ver a David Platz, mi socio y mánager en el sello Fabulous Music. Me quejé de que mis derechos como autor estaban retenidos en un banco en Nueva York, y a mi nombre. Era el mismo banco de Kit Lambert y Chris Stamp para Track Records y New Ikon en los EE. UU., y me inquietaba que me la hubieran jugado. Hice que David Platz se encargara de todo. Me dijo que era consciente del problema y que ya le había pedido a Allen Klein que se ocupara de ello.

Estaba perplejo, pero David me aseguró que muy pronto podría acceder al dinero. Poco tiempo después fui convocado a una reunión en la oficina de David Platz con Chris Stamp, mi abogado Sam Sylvester y Allen Klein.

—Esto no debería ser muy complicado —dije al llegar para un té a las diez de la mañana—. Una cantidad en royalties de mi propiedad está en una cuenta en Nueva York, y sólo hace falta liberarla.

David me miró con cara de palo. «Me encargaste que me ocupara de esto —decían sus ojos—, y esto va a ser complicado».

Chris se explicó:

—En tu nombre, David ha alegado malas prácticas. Kit, Pete Kameron y yo mismo hemos sido citados. En estas circunstancias, Allen puede congelar el dinero a tu nombre, a menos que lleguemos a un acuerdo o vayamos a juicio.

Klein añadió una abrumadora nota al pie.

—Por un periodo ilimitado de tiempo.

Pedí que me dejaran un minuto con Sam, y lo confirmó todo.

—¿Y qué es lo que Allen quiere? ¿Una buena comisión?

—No creo que le baste una comisión —replicó Sam, grave.

Según parecía, Klein sólo estaba dispuesto a arreglar el desaguisado si se le concedía un porcentaje de todos mis ingresos de edición, y del dinero que retenía. Aunque legalmente tenía derecho a retener dichos fondos, aquella exigencia de un porcentaje me parecía chantaje, y no quería ceder.

Tomamos más té, café, bocadillos para el almuerzo, más té, más café. Klein entraba y salía de la sala como el cuco de un reloj suizo, y en cada ocasión con cálculos nuevos. Sam se devanaba los sesos para no perder el hilo. Yo me perdí. El truco de Klein consistía en desarrollar porcentajes de porcentajes para sumar lastre a cada propuesta específica.

—Si me das el diez por ciento, y David y Chris asumen una reducción del cinco por ciento respectivamente, sólo pierden el dos por ciento de su parte de los ingresos netos y tú ganas por veinte en los brutos.

La reunión prosiguió hasta la noche. Nunca me había sentido tan idiota. Aquel nivel de matemáticas, por pedestre que fuera, me superaba. Me iba agotando a medida que pasaban las horas; Allen, por el contrario, parecía cada vez más despierto. El tío se crecía en este tipo de confrontaciones.

A las ocho se llegó a un acuerdo. David y Chris, también en nombre de Kit, le pagarían a Klein la comisión que solicitaba a fin de que soltara el dinero. También reducirían su participación para concederme un aumento.

—Gracias por todo, Chris, pero ¿qué va a decir Kit de todo esto?

—Le va a dar algo —replicó Chris—. Vamos a tomar una copa.

Y eso hicimos. Aquella noche fuimos al Speakeasy, donde conocí a dos miembros de los Sex Pistols, y les empecé a rajar, encendido por la cuestión del dinero. Hasta el final de la velada confundí a Paul Cook, el batería, con Johnny Rotten. Ni siquiera estaba tan borracho, sólo cabreado por la derrota ante Klein. Me tendría que haber ido a casa. Cuando por fin me metí en mi limo, Tom Jones y el cómico Jimmy Tarbuck estacionaron junto a mí en un Rolls.

—¿Llevas pibas ahí dentro? —dijeron con expresión expectante.

—No —repliqué—. Sólo cadáveres.

Al día siguiente escribí «Who Are You», que reflejaba el apuro en que me hallaba. En el estudio escribía canciones sobre música, canciones sobre canciones y canciones sobre salir de gira: «Music Must Change», «New Song», «No Road Romance» y «Sister Disco». Pero con un millón de libras a mi nombre, decidí dejar las giras con los Who y dedicarme a navegar por Cornualles con mis padres en el Ahmednagar Queen. Puse en pie una editorial, Eel Pie Books, con Matthew Price, y con Delia DeLeon abrí una librería en Richmond llamada Magic Bus, donde vendíamos el libro que Barney y yo habíamos hecho, The Story of Tommy. En Shapperton monté una empresa de alquiler de material para pequeñas actuaciones, destinada a cubrir un vacío en ese sector más exigente del negocio del rock.

Aunque las maquetas me habían encantado, grabar el álbum Who Are You fue un engorro. Yo estaba orgulloso de mis canciones, pero Roger consideraba que algunas estaban excesivamente elaboradas. En esta ocasión no se peleó conmigo, pero sí que golpeó a Glyn Johns en la nariz. Mi cuñado Jon Astley cubrió su puesto. A Jon le gustaba mucho mi trabajo de por entonces, y fue muy alentador. En una de las sesiones, Keith se estuvo peleando con el swing 6/8 de onda jazz en «Music Must Change», pero cuando sugerí que podíamos descartar la pieza del disco, Keith se animó. Se incorporó, sosteniendo las baquetas en alto.

—¡Ey, que yo puedo interpretar tresillos de jazz! Me he paseado por el infierno con Phil Seamen.

Se refería al legendario baterista jazz británico que había muerto unos años atrás, por su adicción a la heroína y al alcohol.

Keith se estaba ya disparando con su habitual numerito histriónico de príncipe Moon the Loon [Moon el mochales].

—Soy el mejor…

Cruzamos nuestras miradas. Lo contemplé con tristeza. Keith vaciló un instante, antes de proseguir.

—¡Soy el mejor… Keith Moon a la batería del mundo!

Imposible llevarle la contraria en eso.

Me llevé a la familia a la nueva casa de Cleeve para la Navidad de 1977. Los Astley vivían río arriba. Cualquiera que estuviera sentado a la mesa para la cena habría notado que Karen se sentía incómoda conmigo. Habló entusiasmada sobre su aprendizaje como maestra, pero cuando me preguntaron por mis planes de futuro y me puse a parlotear al respecto, su expresión se contrajo. Como diciendo que se sabía aquello de memoria.

Jon, su hermano, estaba trabajando conmigo en el estudio, y sabía lo que pasaba: Keith estaba degenerando y aquello estaba perjudicando el proceso de grabación. Todos lo sabían. Mis ojos se desplazaron por la mesa de una cara a otra, tratando de intuir si la familia de Karen podía decir algo que me ayudara a sentir que estaba haciendo las cosas bien…, que estaba bien montar casa nueva en Cleeve y fundar el centro de Meher Baba, así como tratar de ayudar a Keith, abandonando las giras hasta que dejara de beber definitivamente.

Rabbit también tenía problemas con el alcohol. En un ensayo experimental de los Who en marzo de 1978, Rabbit, el músico genial, se emborrachó hasta tal extremo que se arrojó en marcha de un taxi para no pagar la carrera. Se rompió la muñeca y tuvimos que renunciar a una serie de actuaciones. Me irritó porque los ensayos habían sido muy estimulantes.

Rabbit hacía honor a su fama, era una centella sobre las teclas. Conseguía dar vida a algunos temas nuevos y dificultosos como «Music Must Change» y «Sister Disco», y nos ahorraba el empleo de grabaciones previas. Sus solos de piano y órgano Hammond quitaban el hipo. En cualquier caso, y por mal que Rabbit llegara a comportarse, Keith seguía siendo mi gran preocupación. Durante aquellos ensayos, que fueron filmados, solía mostrarse tan gracioso como de costumbre, pero yo perdía mucho tiempo tratando de que entrara en vereda.

Una noche, Keith nos invitó a Rabbit y a mí a un pequeño encuentro en casa de Keith Richards en Chelsea. Estaba también Mick, con Carinthia West, una vieja amiga a la que había conocido con Mike y Katie McInnerney. Era alta y guapa, y la única mujer presente. Mientras Mick y Keith ponían viejos discos de R&B, y yo estaba de cháchara con Eric Idle y Ahmet Ertegun (fundador y presidente de Atlantic Records), Rabbit pensó que nunca había sido una estrella lo bastante fulgurante como para atraer mujeres del estilo de Carinthia, de modo que trató de ahogarse en una bañera llena de agua. Luego saltó de la ventana de un segundo piso como un geniecillo y se escabulló descamisado calle abajo.

Jeff Stein estaba realizando una película biográfica sobre los Who, The Kids Are Alright, a partir de fragmentos de nuestros conciertos y apariciones en televisión. Yo había oído algo acerca de que Keith había estado tramando un proyecto de película con Jeff en Los Ángeles. El humorista Steve Martin y Ringo habían sido reclutados para algunas escenas cómicas ya parcialmente esbozadas. Keith seguía yendo y viniendo de Malibú. En una importante reunión sobre nuestra contabilidad, llegó muy tarde, irrumpiendo directo del aeropuerto como un vendaval.

—¡Traigo noticias de Hollywood!

Había empezado a vestirse con un gran abrigo de pieles, como el que solía llevar Kit. Se sentó, arrojó el abrigo, barrió sus papeles de la mesa y juntó las manos como si rezara. Nos miró con ojos oscuros y penetrantes bajo sus espesas cejas negras.

—He hablado con Cubby Broccoli —el productor ejecutivo de las películas de James Bond—, que ha accedido a darme el papel de próximo James Bond. Será una comedia, claro está.

—¿Dónde conociste a Cubby Broccoli? —pregunté, incrédulo.

—En el mismo restaurante de Beverly Hills donde conocí a Mel Brooks —dijo orgulloso. Y prosiguió, más orgulloso si cabe—: El señor Brooks me dio los derechos teatrales de Springtime for Hitler.

—Quieres decir que tienes los derechos de Los productores.

—No —Keith me miró como si yo fuera tonto del culo—. Springtime for Hitler, la obra dentro de la obra, la historia dentro de la historia.

—Ah —musité—. ¿Y lo de James Bond como comedia?

Keith se puso a contar la idea, que no difería mucho de la que tiempo después hizo famoso a Mike Meyers con la serie de Austin Powers. Tenía gancho, y era gracioso. Todo muy absurdo, naturalmente.

Sea como fuere, era sin duda importante para Keith, y para nosotros como sus amigos, sentir que podía construirse otra vida. Quizá también podía ser útil estableciendo contactos de Hollywood para Who Films Ltd., nuestra nueva compañía. En términos musicales, su nivel de interpretación resultaba tan desigual que casi se hacía imposible grabar, hasta el punto de que el trabajo de Who Are You se había tenido que suspender. Keith hizo público que la grabación se había interrumpido prematuramente a causa de su estado. Íbamos muy justos de temas para un disco, con escaso material sobrante. Y «Music Must Change» se completó con ruido de pisadas supliendo a la batería.

La película sobre los Who estaba casi terminada, pero Jeff Stein quería un nuevo concierto en vivo para incorporarlo a The Kids Are Alright. Me sometió a una presión incansable, y yo temía que Keith sería incapaz de esconder su deterioro, pero accedí.

Nuestra breve actuación en el Kilburn State Cinema fue abominable. A todos nos faltaba práctica, a Keith se le hacía difícil seguir y yo me enojé enseguida. No era culpa de Keith, pues estaba muy maltrecho por agotamiento alcohólico y por los sedantes que debía tomar. Hubo alguna pulla más o menos afectuosa por parte de algunos punks presentes, y yo me solté con algún exabrupto.

—¡Si alguno de vosotros, panda de capullos, quiere subir y tratar de quitarme la guitarra, ya puede ir pasando!

Yo me había hecho a la idea de que el público estaba repleto de punks babeando por nuestro fracaso, y diría que un fracaso es justamente lo que tuvimos.

Tras nuestra lamentable interpretación, Jeff Stein nos convenció para un segundo rodaje. Contaríamos con mejor producción, más medios, y sólo deberíamos cantar algunas canciones seleccionadas como «Baba O’Riley» y «Won’t Get Fooled Again» ante un público de fans invitados. El rodaje se organizó en el escenario más grande del Shepperton. Keith estaba de buen humor, pero abotargado e incapacitado para la tarea. La repetición de tomas lo fatigaba, en tanto que los demás rebosábamos adrenalina. Visto que los auriculares se le caían a cada rato, se los acabaron pegando a la cabeza con cinta aislante.

Yo trabajé con ahínco, sin dejar de brincar arriba y abajo y de un lado al otro del escenario. Por aquel entonces, sólo deseaba que Jeff volviera a Nueva York y me dejara en paz, pero ahora recuerdo aquel día con afecto. La concentración de fans fue un evento especial. El director Tony Richardson me presentó a Nic Roeg, que había dirigido a Mick Jagger en la extraordinaria película Performance, y estuvimos departiendo un rato sobre la película y el hecho de que las canciones de pop y rock ya se estuvieran utilizando en películas. La atmósfera de aquel día fue gozosa y afable.

A estas alturas mi desencanto con los Who —sobre todo a causa de las dificultades con Keith— iba en aumento y, al igual que Keith, también yo trataba de construirme una vida nueva. Tenía acumulados una docena de grandes proyectos, y también me dejaba involucrar en los de otros. Libros, tiendas, estudios, una discográfica, alquiler de material, el revival de Lifehouse, una exposición en el ICA, un contrato para un disco en solitario, películas y demás.

Al final del verano, el álbum y el single de Who Are You se estaban vendiendo bien sin ninguna gira de respaldo, habíamos firmado un contrato cinematográfico para Quadrophenia, Melvyn Bragg me había encargado que desarrollara una obra para televisión llamada Fish Shop, y Cameron Mackintosh, que más tarde produciría Cats, me llevó a Hornchurch para ver una producción de Tommy con un coro de colegiales cantando en un andamio.

Keith se vino a Londres para asistir a la inauguración de la «Who Exhibition» en el Institute of Contemporary Arts en el Mall. Se le veía en muy buena forma: sociable con los fans, solícito y amable, atento y encantador. Parecía más feliz. Conocí a mi héroe el artista Peter Blake, y me alivió comprobar que también él —en compañía del cantante de la nueva ola Ian Dury— tendía a tomarse más copas de las aconsejables.

En agosto estuve intentando contactar con Keith en Malibú, mientras me encontraba en California como pianista para una sesión de grabación con Rick Danko y Eric Clapton, que entonces estaban trabajando con Bob Dylan. Rick Danko, bajista y cantante de The Band, se empeñó en enseñarme a tocar el piano al estilo de Nueva Orleans. Para ello, el swing de la mano izquierda, una ondulante línea de bajo con una suerte de floritura interna, procede contra un movimiento sincopado de la derecha completamente diverso y más persistente. Si logras conjugar la maniobra con ambas manos, algo que desafía la lógica así como toda coordinación rítmica normal, puedes sonar como Dr. John. En caso contrario, podrías acabar como el pianista borracho de mi infancia cuya mano izquierda discurría por su cuenta.

En Malibú, Keith bebía a mansalva, y yo no podía seguirle el ritmo. En lugar de ayudarle, me quedé pillado en su festival perpetuo, y casi olvidé el motivo por el que había ido a verlo. Sin embargo, algo que le dije le hizo efecto: todos queríamos que volviera a casa. Cuando regresé a Londres, me llamó para saber si yo le podría alquilar el piso de Harry Nilsson de enfrente del club Playboy: quería volver a casa, pero no tenía dinero. Hablé con Harry, que accedió, pero me previno: la casa estaba maldita. Mama Cass había muerto allí. Le aseguré que el rayo no caería por segunda vez en el mismo sitio.

Bill Wyman tenía un apartamento en la misma manzana, y trataba con el mejor de los ánimos de echarle un ojo a Keith. Una noche, Bill y Sypros Niarchos, hijo del magnate naviero Stavros Niarchos, se subieron al tercer piso donde Keith tenía su apartamento para tomar unas copas. Keith —como parte de una tradición roquera que quizá inaugurara él mismo— había contratado un escolta. Lo instruyó para que no lo dejara escapar y se dispuso a demostrar que era imposible retenerlo. Mientras estaban tomando algo tranquilamente, Keith se fue a la ventana, la abrió y, sin pensárselo dos veces, saltó al vacío.

Bill y Spyros se precipitaron a la ventana y vieron a Keith tendido de espaldas sobre varios colchones que había apilado previamente en un contenedor. Se levantó, se sacudió la ropa y gritó a los boquiabiertos mirones:

—Nos vemos en el club Playboy. Me pido una naranjada.

Por entonces, Keith compaginaba varios médicos para crear cierta confusión y conseguir cuanta medicación le fuera posible, sobre todo para aliviar los síntomas de la abstinencia alcohólica. Al menos parecía decidido a no beber. Me llamaba casi cada noche, casi siempre hacia la medianoche, para decirme que me quería.

En septiembre de 1978, Roger me llamó al estudio. Fue escueto.

—Ha palmado.

A lo largo de mi vida he sido incapaz de sentir una gran conmoción ante la muerte de personas cercanas. Es un defecto terrible que me hace parecer algo desalmado. Debe de ser mi propia extraña manera de lidiar con ello. En el caso de Keith, mi reacción fue inmediata y completamente irracional, rayando la demencia. En lugar de dejar que los Who se fueran evaporando gradualmente, y lanzarme a una carrera en solitario que ya había empezado con Ronnie Lane y Rough Mix, empecé a liar a todo el mundo. Hasta me sorprendí a mí mismo cuando llamé a Roger y le insistí en que nos fuéramos de gira con el grupo. John, por su parte, seguía conmocionado, pero listo para unirse a nosotros.

Aquella idea era una locura. Entre otras cosas, yo estaba seriamente preocupado por mi oído. No dejaba de oír pajarillos piando todo el tiempo, noche y día. Eran los primeros tinnitus. En cualquier caso, el auténtico absurdo de convencer a Roger y John para que se unieran a mí en una gira con un nuevo batería era que yo ya había comenzado una nueva vida, con la esperanza de no volver a salir de gira con ningún grupo nunca más.

La hondura de las emociones que afloraron en torno a la muerte de Keith me trastocó. Estaba convencido de que todo iría bien, bastaba con que pudiéramos tocar, cantar y viajar. Hoy veo que, a pesar de que llevaba mucho tiempo preocupado por la posibilidad de que Keith muriera, nunca creí que pudiera pasar. Aquello me sacudió de arriba abajo, y perdí la chaveta.

Sin poder contar con un desahogo convencional para mi dolor, tenía que hallar la manera de lidiar con la pérdida. Quizá fuera la fase de negación. Keith había sido un tormento, pero también un gozo constante. Sin él, algo irreemplazable faltaba en la magnífica sala de juntas del Shepperton. El abrigo de pieles, los planes descabellados, los delirios con Cubby Broccoli y Mel Brooks. Algo faltaba también en los estudios Ramport. Sólo quedaba un atisbo espectral de él aporreando la batería y riéndose al interpretar «Who Are You» con los auriculares al rojo vivo.

Aquel edificio es hoy la consulta de un cirujano. Muy pertinente[17].

En el funeral de Keith, Roger parecía el más afectado del grupo; quizá por eso yo me hice cargo de la situación. Charlie Watts hizo un recordatorio de su viejo amigo y acabó anegado en lágrimas. Mis ojos estaban resecos.

Phil Collins me llamó para ofrecerme sus servicios. Yo sabía que podía ser un gran baterista para nosotros. Pero también estaba empezando su carrera como solista, seguía de gira y aún estaba grabando con Genesis. ¿Cómo podría funcionar? Me aseguró que podía combinárselo. En cualquier caso, yo quería a Kenny Jones. Era amigo mío, había colaborado con él a menudo y me gustaba la idea de contar con un batería que marcara debidamente el tiempo, para así poder olvidarme yo. Me daba la sensación de que el trabajo de Kenny con los Small Faces había sido inventivo pero contenido, mesurado.

Aparte de andar reuniendo un nuevo grupo, estaba atareado con otras cosas. Iba a empezar la producción de Quadrophenia: Johnny Rotten y yo nos conocimos, nos emborrachamos, nos hicimos amigos y hablamos sobre la posibilidad de que él fuera el protagonista, pero ambos estuvimos de acuerdo en que interpretar a un pulcro mod quizá no fuera lo suyo. Mi librería Magic Bus se inauguró con un gran festejo. Además, el Tommy que se había adaptado en Hornchurch se iba a estrenar en el West End y lo iba a financiar yo.

Ina, en contacto con Bill Curbishley, era la persona que trataba de conseguirme actuaciones en solitario en EE. UU. Cuando supo que quizá me iba a echar atrás respecto al disco en solitario ahora que los Who parecían volver a las andadas, voló hasta Londres y se vino a nuestra casa en Twickenham.

La noche empezó con un ambiente familiar y amistoso. Karen la conocía bastante bien, y le tenía afecto. A medida que la velada avanzaba, el afecto se enconó un poco. Karen vio en Ina a otra voz que me achuchaba para perseguir mis afanes creativos en solitario, cuando yo le había prometido que aquello no sucedería hasta que la carrera de los Who terminara realmente. Ina sabía que mi corazón ya no pertenecía a la banda y sentía que no estaba haciendo lo que creativamente me convenía. De modo que si yo seguía naufragando con los Who, el problema asumiría un cariz espiritual que lo agravaría peligrosamente. Si me lo montaba por mi cuenta tendría ocasión de expresarme como quería y de hacer los discos que deseaba hacer.

El consejo de Ina de unos años atrás, cuando me dijo que dejara que Roger se saliera con la suya, había sido el más indicado y había conducido a un renacimiento inesperado de la banda. En aquel momento quería convencerme a mí mismo de que Ina quizá volvía a tener razón. Karen decidió recogerse e irse a la cama no sin antes dejar claro que se oponía al plan. Me quedé con Ina hasta tarde y me emborraché. No sabía qué hacer.

Al día siguiente, Ina lo dispuso todo para que me encontrara con Walter Yetnikoff de CBS, que me ofreció un trato bestial, en el que incluía una suma estratosférica e irrecuperable como incentivos. Un par de días después conocí a Doug Morris de ATCO, una filial del grupo Atlantic encabezado por Ahmet Ertegun. Me ofreció exactamente la mitad de lo que había propuesto Walter, sin incentivos, aunque nada más conocer a Doug pensé que era la persona idónea para mí. Luego mantuve contactos con otros ejecutivos discográficos. Embriagado por la pasión y el compromiso que mostraban todos, empecé a sentirme confundido.

En un momento dado, recurrí a Ahmet para que me aconsejara, como amigo. Supongo que deseaba que el hombre que había trabajado con Ray Charles dijera que quería trabajar conmigo, pero me dejó bien claro que aquello era asunto de Doug Morris, no suyo.

—Trata de decidirte, Pete —es lo que me dijo—. Tienes que elegir. Hagas lo que hagas, estás ante un gran momento.