Había un aspecto de Tommy que me preocupaba. A pesar de mi cariño por Ted Oldman como amigo, estaba enojado con él por haber tratado, aunque sin éxito y estando yo borracho, de hacerme firmar la cesión de los derechos a Kit. Ted trabajaba para Lambert y Stamp, no sólo para el grupo. Cuando Kit empezó a rajar en la prensa de que era el propietario de los derechos de Tommy, sentí que el vaso se había colmado y recurrí a Sam Sylvester, un prestigioso abogado del mundo del espectáculo, para que me asistiera. Nos había presentado David Rosten, el contable de la banda. El consejo de Sam fue que nos libráramos cuanto antes del acuerdo con Lambert y Stamp.
Sam era un apasionado de la música y las artes; no era un entusiasta del rock, pero cuando se metió un poco en mi mundo para familiarizarse con su contexto y sentido artístico, parece que le encontró la gracia. Era profundamente religioso, patriarca de una familia judía estrictamente practicante, aunque no ortodoxa. Tenía una mente extremadamente despierta. Desde el momento en que se convirtió en mi abogado, sentí que mi vida estaba asegurada.
Estoy seguro de que Bill Curbishley aprendió muchísimo del modo en que Sam sorteaba los complicados escollos de nuestros contratos de grabación y edición y demás asuntos fiscales. En EE. UU., Ina Meibach me procuró, con la misma dedicación, un paraguas legal parecido. Entre Ina y Sam nació una amistad que me fue de gran provecho, sin por ello apartarme de los otros miembros del grupo. Mientras lloraba la pérdida de Kit como mi Rasputín y de Chris como asesor más personal, Bill, Ina y Sam introdujeron en mi vida un estilo de gestión completamente diferente.
Ronnie Lane me animó a considerar la introducción de «Squeeze Box» en el álbum. Como canción parecía completamente fuera de lugar, ni siquiera estaba entre las primeras que le había sugerido a Roger. De hecho, la había escrito como un divertimento personal, para exhibir mi destreza con un acordeón que me había comprado. Una noche le puse la maqueta a Ronnie, y le encantó. Dijo que sonaba como una alocada polka de Country & Western. Ronnie también pensaba que ya era hora de que fuera pensando en dejar a los Who.
Ronnie Lane me conocía bien y me respetaba como músico, no sólo como roquero provocador. Según él, podría articular mis ideas como artista con mayor claridad si me deshacía del grupo, aunque yo también esperaba que una película sobre Tommy pudiera compensar aquel anhelo. Ken Russell había hecho un trabajo de primera, pero durante la parte final del doblaje me di cuenta de que había pasado por alto un elemento clave en el corazón de mi ópera rock: el tema era el final de los tiranos y de los mesías autoproclamados. En cierto modo, Russell, dieciocho años mayor que nosotros, quedaba en la otra orilla de la brecha generacional. Conocía en carne propia los rigores de la guerra: había sufrido bombardeos, ataques, había cumplido con el servicio militar en la RAF y, durante la posguerra, en la marina mercante. Pero no estaba muy familiarizado con la rabia y vergüenza de posguerra de la generación siguiente, o con el modo en que debíamos lidiar nosotros con la negación de aquellos sentimientos por parte de nuestros padres, para poder superarlos al fin.
La película Tommy se estrenó en el Ziegfeld Theater de Nueva York el 18 de marzo de 1975. John Moseley y yo seguíamos trasteando con el sistema de sonido del teatro cuando llegó la hora de hacer acto de presencia en la alfombra roja.
Al ver la película vi pasar ante mis ojos mi propia vida. La respuesta inicial del público fue, con todo, extraña. Los primeros treinta minutos sucedían en un típico campamento vacacional británico de posguerra, así que los espectadores americanos no acababan de identificarse. El punto de inflexión fue la apabullante interpretación de Tina Turner de «Acid Queen». El tema que había completado con Ronnie Wood tenía un dejo de los Stones, y ahí el sistema de sonido mostró toda su valía. Cuando terminó la canción, el público rugió su aprobación. A partir de entonces, cada canción recibió aplausos, incluso los segmentos de enlace.
Cuando terminó la película, sentía que habíamos dado en el clavo. La prueba definitiva sería el estreno para el gran público, pero la primera respuesta había sido alentadora. La banda sonora pasó directamente a la segunda posición en las listas.
Al día siguiente volamos a Los Ángeles para el estreno en la Costa Oeste que tendría lugar en el Grauman’s Chinese Theater, con reflectores Klieg peinando la noche. El estreno londinense fue en Leicester Square. Las reseñas fueron de signo diverso, pero me daba igual. La película estaba facturando dinero a espuertas, y Stigwood echaba cuentas y repartía con suma celeridad. Estábamos acostumbrados a que los ingresos por las actuaciones se hicieran esperar de seis a nueve meses después de una gira, de modo que resultaba chocante ver cómo afluían millones de libras a la cuenta de los Who sólo dos meses después del estreno de la película. Aquel era un problema que todo el mundo querría, pero es verdad que los ingresos se evaporarían en impuestos si alguno de nosotros pretendía aprovecharse personalmente de los beneficios. En aquel momento no contábamos con un sistema de tributación específico y tampoco deseábamos mudarnos a otro país, aparte de Keith, que quería largarse a California.
Roger seguía comprometido con las últimas semanas de rodaje de Lisztomania junto a Ken Russell. Cuando la banda se reunió para grabar en los estudios Shepperton, Roger llegó en un helicóptero bimotor Jet Ranger y nos anunció que era su propietario. Media hora después volvió a levantar el vuelo. Roger vivía en Sussex Oeste, así que el helicóptero era de cierta utilidad, pero a todos nos pareció extraño. Con el estreno de Tommy, Roger se había hecho ostentosamente rico, una superestrella con helicóptero y el delirio sexual de las chicas.
Y Keith estaba celoso. Los dos parecían competir en aquella suerte de exhibiciones de «yo la tengo más grande que tú». Se quedó observando el helicóptero de Roger mientras se desvanecía en la lejanía y se adivinaba que se moría por algo igualmente impactante.
¿Y yo me moría por algo? Deseaba dejar de perder pelo.
Intenté hacer meditación. Una noche de verano, incapaz de dormir, me levanté a las cinco y media, al alba; bajé al salón, preparé té y me senté ante una ventana abierta. La superficie del río arrojaba titilantes reflejos sobre el techo que bailaban con las sombras del interior.
Puse un cojín en el suelo, me senté con las piernas cruzadas y traté de dejar la mente en blanco. Pasados unos minutos, entré como en un trance de luz blanca. El sol calentaba mis párpados cerrados. Después de diez minutos de meditación, hablé.
—¡Queridísimo Baba! ¿Qué debo hacer? Aceptaré tu respuesta.
De inmediato oí una voz que decía:
—Vuelve con los Who hasta nueva orden.
No era lo que esperaba oír.
—¿Cómo sé que esto es lo que quieres? Necesito una señal.
En aquel momento, en el marco de la ventana justo frente a mí, apareció un hombre pelirrojo, descamisado y terriblemente astroso. Tenía la cara sucia, los ojos negros, un aire exaltado e intenso. Me miró fijamente.
—Te he oído —dijo.
Pegué un salto, corrí hasta la puerta y capté un atisbo fugaz del hombre que se escabullía hacia el río. Ya lo había visto antes, durmiendo entre periódicos y cajas de cartón en el jardín de enfrente. Debí de despertarlo con mis plegarias.
The Who by Numbers fue sorprendentemente bien recibido. Roger estaba enfadado conmigo, y sabía que se debía a mis entrevistas[16]. No pretendía que se las tomara personalmente, pero así lo hizo. Fue nuestra abogada de Nueva York, Ina Meibach, quien, después de confesarle el distanciamiento entre Roger y yo, me aconsejó que tratara de cederle mayor control.
—¿Control? —pregunté—. ¿Control de qué? Parece que lo único que quiere ahora mismo es querellarse contra Kit y Chris.
—No hablo de cuestiones legales —dijo, tranquila—. Estoy hablando del grupo.
—Nadie controla la banda. Es incontrolable.
—Da lo mismo. ¿Puedo darte un consejo? Piénsalo.
—Vale —repliqué.
—Déjale ganar —dijo—. Por una vez, deja que gane.
Ya me había encontrado en aquella situación, y es cierto que en aquella ocasión, al concederle mayor protagonismo creativo a Roger, conseguimos mantener la banda unida. Sabía que Ina me estaba dando un buen consejo.
Le escribí para disculparme, ofreciéndole mi apoyo en lo que fuera que deseara hacer. Aquello no respondía a ninguna estrategia oculta, era simplemente el momento de intentar cosas distintas. Era el momento de alinearme con Roger, en lugar de seguir junto a John y Keith en la facción de «retaguardia» que empezaba a desmoronarse. También en el ámbito de la gestión tocaba alinearse con Roger y con Bill Curbishley, en lugar de esperar el segundo advenimiento de Kit y Chris. Con la ayuda de Ina, de pronto me mostré dispuesto a probar nuevos métodos.
Además, dejé de beber sin esfuerzo alguno. Paré. A los pocos días de haber escrito a Roger, mi cabeza empezó a aclararse. Y enseguida empecé a pensar que necesitaba unas buenas vacaciones. Volé con la familia hasta Washington, y luego alquilamos una avioneta que nos trasladó hasta el pequeño aeropuerto cerca de Myrtle Beach. En el Centro Meher Baba nos dieron la cabaña Lantern, una casita preciosa junto al lago en el corazón de la finca. Los caimanes retozaban en la orilla, había serpientes y colibríes; el aire era dulzón y resultaba empalagoso. Mientras me encaminaba hacia la playa impoluta me sentí como si flotara. Había estado antes allí, pero no me había quedado unos días.
El tiempo fue maravilloso. Los cuatro nos dedicamos a pasear, tomar el sol y bañarnos. Emma y Minta hicieron migas con niños de su edad. Un día, mientras nadaban, Karen y las niñas se vieron en apuros por la resaca marina, aunque al final conseguí orientarlas de vuelta a la orilla. Un susto que no empañó aquellas vacaciones de ensueño. Durante años, Minta contaba que se la había tragado una vaca marina.
En la gira de otoño de 1975, los Who fuimos el primer grupo en utilizar láseres de alta potencia en concierto para crear impactantes efectos lumínicos. No teníamos idea de lo que iba a costar, pero no nos importaba, nos bastaba imaginarnos en el escenario aureolados por aquellos rayos místicos. El 18 de octubre, la primera noche en que los usamos ante el público —fue en Granby Halls, Leicester—, me acordé de aquellos tres reflectores Klieg que nos había regalado Bill Graham y con los que concluimos apoteósicamente la interpretación de Tommy.
Wiggy utilizaba un modesto foco láser de 4 vatios y la luz se dispersaba a través de una lente acelerada controlada por microprocesador, creando así un efecto de ventilador en torno a la cabeza de Roger mientras cantaba «See me, feel me». A medida que el ventilador se dilataba iba creando una suerte de bóveda espectral sobre las cabezas de la audiencia. Era mágico. Aunque para Roger tenía un inconveniente: para mejorar el efecto, los láseres se proyectaban a través de una llovizna de aceite que le irritaba la garganta.
El día antes del primer concierto en Leicester, la rabia de Keith se desató. Estaba enojado al ver que se gastaban millones de libras en recursos que iban a mantener ocupado a nuestro equipo de gira durante años, pero que no le iban a reportar nada personalmente. Varados por la niebla en un aeropuerto de Escocia, Keith se fue hacia el mostrador de British Airways y se mostró tan extremadamente grosero con el personal de tierra que fue arrestado.
Después de aquel episodio, las líneas aéreas se negaron a prestarnos servicio, así que para el resto de la gira tuvimos que alquilar un avión. La operación nos costó los beneficios enteros de la gira británica y europea, algo así como dos millones de libras de hoy en día. Cáustico, Keith soltó: «No hay problema. Todo esto desgrava».
Después de una actuación en el Belle Vue de Manchester, Roger y Keith andaban jugueteando en el camerino con unas chicas que Keith había conocido cuando trabajó allí en el rodaje de Stardust con David Essex, el rompecorazones de las niñatas. Quedaba una chica suelta, sentada a mi derecha, que me miraba fijamente.
—Pareces un enterrador —dijo encomiástica.
Hasta que estalló el movimiento punk-rock británico, sólo competíamos con dos aspirantes al trono: los Rolling Stones y el principiante Bruce Springsteen. Bruce había sido aclamado en un titular del New York Times de octubre de 1975 del siguiente modo: «Si no existiera Bruce Springsteen, los críticos lo habrían inventado». Estaba de acuerdo, y en mi cabeza ya lo tenía inventado, así como a Johnny Rotten: los imaginaba a ambos como mis verdugos, o cuando menos responsables de mi jubilación prematura, y aquel pensamiento generaba emociones encontradas.
El rock para mí consistía en arder en el escenario, en dar más de lo previsto. Los Stones lo conseguían porque Mick Jagger estuvo siempre al pie del cañón, siempre supo lo que se jugaba en un concierto y se gastaba millones en escenografías. Springsteen ardía porque creía apasionadamente en la importancia del público y en la historia que el público necesitaba escuchar. Sus actuaciones se prolongaban más allá de las dos horas. Curraba sobre el escenario como siempre había hecho yo: hasta la extenuación. También rendía honores a las maneras proletarias de Roger, cantando desde lo más hondo del corazón y de los pulmones.
En octubre de 1975, mientras debatíamos planes para salir a tocar fuera de Estados Unidos, Bill Curbishley sugirió que podíamos tratar de irrumpir en Japón para cuando Tommy se estrenara allí. Yo no veía la manera de hacer una incursión en tierra incógnita sin que alguno de nosotros se desplomara muerto, y me preocupaba de verdad que ese alguien fuera yo. Ya era casi imposible dar abasto con la demanda británica, europea y americana; si nos abríamos a nuevos territorios como Australia, Japón y Sudamérica, lo más probable era que nuestro tiempo quedara hipotecado para siempre.
En petit comité, Roger y John le habían dicho a Bill que Keith sólo podía salvarse si se mantenía de gira, de modo que pudieran vigilarlo. Yo no estaba tan seguro. Me parecía una excusa; eso querían ellos: vivir una gira eterna. Keith ya me había dicho muchas veces que tenía verdaderos problemas, pero yo no podía dejar de pensar que nos manipulaba un poco. Keith era un tipo listo.
Después de una actuación en Baton Rouge, Keith echó de su habitación a una muchacha algo liante. Hacia la medianoche me la encontré llorando en la recepción. Parece que le había contado a Nik Cohn, que viajaba con nosotros para escribir un artículo, que «[Keith] me robó el corazón y lo tiró como un juguete roto». Tenía el pelo oxigenado, de un rubio rojizo, labios de un rojo intenso, unos ojos hermosos y vestía shorts vaqueros deshilachados y un sucinto top rojo. Parecía una chica de alterne tejana. Llevaba el rímel corrido, y cuando le pregunté cómo estaba, enseguida se recompuso y me sonrió.
—Ey —dijo, riendo—. No te preocupes por mí. No es la primera vez que me echan del cuarto de una estrella del rock por hablar demasiado. Pero es que éste ni siquiera me folló.
Hablaba con un sonsonete levemente sureño, con el tipo de acento americano que suena fino y sofisticado al oído británico no del todo entrenado.
Había algo en ella que me hacía sentir cómodo.
—¿Necesitas un taxi?
—Keith me trajo desde Carolina del Sur, cariño. Son 1.500 kilómetros.
Pensé que quizá no fuera tanto, pero no discutí. En América me sentía perdido, no tenía idea de dónde me hallaba realmente a menos que estuviéramos cerca del mar.
—¿Quieres que te reserve una habitación aquí?
De pronto se levantó, agitó la melena, pareció recobrar completamente la compostura, me sonrió, me tomó la mano y me encaminó hacia el ascensor.
—Mejor aún —dijo—. Me quedo en la tuya.
Y así comenzó una amistad que duró más de quince años. Al igual que yo, Donna Parker era una devota de los Kinks, una prosélita de Ray Davies.
—¿Tienes algo para beber?
Merodeaba por la habitación como una pantera enjaulada.
—No bebo —dije—. No de momento, al menos. Pero te puedo poner algo.
Me pidió un J&B con cola. Encontré dos botellas, y añadí hielo de la máquina del pasillo. Era graciosa, sexy y lista; se puso a hojear mi edición de El viejo y el mar con la familiaridad de los lectores avezados.
Se me insinuó, pero no me apunté, como tratando de demostrar que estaba ya por encima de todo aquello. Si hubiera bebido habría cedido. Me sonrió con gran dulzura, se echó en una de las camas gemelas y enseguida se quedó dormida con la ropa puesta. Me pasé la noche entera con una erección indomable, forzándome a no tocar su fabuloso cuerpo. Por la mañana se pasó un buen rato en el baño. Apenas me podía creer la transformación.
—Así es, querido —dijo arrastrando las palabras, con una mano en la cadera, a lo Marilyn Monroe, de quitar el hipo—. ¿A que he frotado bien?
Llevaba un vestido de flores corto, bien entallado, en el bolso. Tenía unas piernas espectaculares.
—Dame tu dirección —dijo—. Quiero volver a verte.
En la recepción, temerariamente, le di mi dirección y ciento cincuenta dólares para su vuelo de regreso. El recepcionista frunció el ceño como si algo oliera a podrido.
—No es lo que cree —le dije—. Sólo hemos hablado.
Donna me miró de reojo.
—¿Hablado? —puso el brazo sobre el mío y empezó a encaminarme afuera, se volvió hacia el recepcionista y gritó—: ¡Me lo he follado hasta que pidió socorro a mamá!
Me hizo sentir como una estrella del rock.
A lo largo de la gira americana, Keith se fue ensombreciendo visiblemente. Seguía siendo divertido, pero con otro dejo. Además, su cóctel de drogas se había enriquecido. Su secuaz, Pete Butler («Dougal»), no tenía la menor influencia sobre él.
Un día de diciembre de 1975, en algún lugar del Medio Oeste, Keith nos anunció que iba a dar una fiesta. Dougal nos llamó oficiosamente a los cuatro para invitarnos a la celebración de cumpleaños. La verdad es que el cumpleaños de Keith era en agosto. Cuando lo mencioné, Dougal comentó que aquélla era una celebración especial para una buena amiga que se había perdido la fiesta en su momento.
Se reservó una habitación para la cena, con un impresionante despliegue de flores como centro de mesa. Fuimos llegando uno a uno y tomando asiento. Las cubiteras rebosaban de vino y champán excelentes, y se dejaba oír ya el zumbido del parloteo previo a la cena. De pronto, Wiggy se levantó.
—¡Aquí está! ¡Feliz cumpleaños, Keith!
Keith iba absurdamente estrafalario: una chaqueta de esmoquin, pantuflas de terciopelo negro, camisa blanca y una aparatosa bufanda negra. Llevaba varios anillos y cadenas con medallones de oro que parecían muy costosos.
—¡Qué flores adorables! —dijo gentilmente—. Gracias, Dougal.
Escogió una de las flores del centro y se la comió. Ya era un gag habitual, pero siempre nos hacía reír.
—¡Queridísimos fans! —hizo una reverencia, mientras nos hablaba con acento sumamente pijo—. Qué delicia que os hayáis reunido aquí. Anda, ven, querida…
Y entonces condujo hacia una silla vacía a una hermosa rubia de unos diecisiete años.
—Mi queridísima amiga Kathy, una actriz que aspira a triunfar en Hollywood, celebra su cumpleaños casi el mismo día que yo. Así que ésta es una celebración conjunta.
Era fácil saber cuando Keith mentía. Le sonreí, pero me miró fríamente. Se volvió hacia Kathy, le sirvió vino, le ajustó la silla, le mostró el menú y le aconsejó acerca de lo que podía escoger para cenar. Ella se comportaba como una novata consentida de una película antigua. El resto nos pusimos a hablar entre nosotros. Yo me relajé después de la magnífica cena, asumí mi papel de poli serio con Keith y di unos toques a la copa para proponer un brindis.
—Me gustaría proponer un brindis —dije en voz alta. La mesa era ya una algarabía de carcajadas—. ¡Por Keith! ¡Por Kathy! ¡Y que cumplan muchos más!
Los comensales se levantaron y repitieron el augurio. Keith se incorporó con fingida modestia e hizo un gesto para que nos sentáramos. Observó a la mesa expectante, sosteniendo la copa, y dijo:
—Tengo otro anuncio que dar. Voy a dejar la banda, dejo a los Who.
Se sentó, se volvió hacia Kathy y le susurró algo con aire cómplice. Ella soltaba risitas. Me pareció que Keith estaba llevando la broma demasiado lejos.
—Keith, estamos a mitad de gira…
Me sentí un idiota tan pronto como hube dicho aquellas palabras.
Keith se volvió hacia mí.
—Cumpliré mis obligaciones con la gira —prosiguió—, y luego se acabó. Quisiera pediros que levantarais vuestras copas y me desearais suerte.
Kathy, ajena a la gravedad de la situación, levantó alegremente la copa y miró a Keith con reverencia. Bajó la copa al darse cuenta de que nadie pretendía unirse al brindis. Yo estaba furioso.
—¿Y luego qué? —pregunté—. ¿Te vas comer otra flor?
Hice hincapié cínicamente en la palabra «flor», al tiempo que señalaba a Kathy.
—¡No! —dijo, más bien calmo—. Tú te vas a comer una flor —e indicó todo el aparato floral.
No tenía intención de rehuir el desafío. Agarré una flor, me la llevé a la boca y empecé a masticar. Todos me miraron por unos instantes, luego pasaron. Keith seguía observando a modo de juez: era un experto en la ingesta floral.
De pronto me empezó a arder la garganta, se me hinchó y empecé a respirar afanosamente hasta que sólo emitía un jadeo agónico. Sin duda era alérgico a las flores, y estaba por ahogarme. Nadie parecía haberse dado cuenta, salvo Keith, que saltó por encima de la mesa y me sujetó la cabeza.
—¿Qué pasa?
—Me ahogo, joder —resollé.
—Calma —dijo—. Mantén la calma. Que alguien llame a una ambulancia. Está mal.
Todos se pusieron en pie, y algunos salieron a buscar ayuda, pero antes de que llegara, se me empezó a dilatar un poco la garganta.
—Estoy bien —resoplé—. Se me ha inflamado la garganta, pero parece que ya se pasa. ¡La hostia! Qué miedo.
Me miré a Keith. Se le podía ver seriamente preocupado.
—Gracias —dije.
Keith se acuclilló ante mí, observando y asegurándose de que me recobraba, con lágrimas en los ojos. De golpe quedó claro lo mucho que me quería y lo asustado que estaba. Por un momento, pareció una persona reflexiva. Luego se incorporó y se dirigió a la concurrencia.
—¡Champán! —gritó, con su garbo acostumbrado—. Dom Pérignon, 1924.
—Keith —farfullé—. No queremos celebrar que te vayas de los Who.
—Sólo quería fastidiarte, tronco. E impresionar a la adorable Kathy. De hecho, no sabe ni quiénes son los Who. La muy lerda sólo sabe de Hollywood.
Kathy iba mirando una cara tras otra, incrédula, como diciendo: «¿De dónde ha salido esta gente?».