Cuidado con lo que deseas

Tommy estaba destinado a ser una película. Desde 1969, varios productores, guionistas y directores habían expresado su interés por conseguir un guión decente —Joseph Strick era probablemente el de mayor renombre—, pero la cosa había quedado en nada. A su vez, Kit seguía aferrado a su sueño de dirigir, a pesar de que en 1973 estaba consumiendo heroína a diario. Él y Chris se habían peleado.

Seguíamos adorando a Kit. Conseguía que todos le siguiéramos guardando afecto, y nos hacía reír con el propio absurdo de sus exageradas anécdotas. Yo le había perdonado, a pesar de que se respiraba aún cierto resquemor entre ambos. Era gracioso, inteligente y cordial, pero me dolía que el exceso de giras hubiera perjudicado mis proyectos creativos. Y él estaba dolido porque lo había apartado del proceso de grabación.

Una tarde de junio de 1973 iba caminando y grabando por Wardour Street, con la esperanza de capturar un gran momento mod en el Soho, a fin de poder incluirlo en el paisaje sonoro de Quadrophenia: un grito, una conversación al vuelo entre chicos trapicheando con drogas o con sus cuerpos, algo romántico, un soplo sobre las carreras o la noticia del último grito. Llevaba los cascos puestos, una grabadora y un micrófono estéreo. Iba con la cabeza gacha y arrimaba subrepticiamente el micro a los grupos de personas que veía charlando. De pronto, oí una voz familiar por los auriculares. Era Chris. No lo había visto en un par de meses. Estaba hablando de Tommy. Apagué el micro.

Resulta que Chris acababa de asistir a un encuentro con Michael Carreras de Hammer Films; habían tratado de localizarme para que me reuniera con ellos. Chris me llevó a tomar algo y me contó que Kit se oponía a cualquier acuerdo que no lo recompensara por su tratamiento fílmico, pero a pesar de sus amenazas de litigio, las cosas tenían buena pinta. (Aquel tratamiento lo habíamos improvisado juntos en una hora en mi estudio de Twickenham).

Un tiempo después, Robert Stigwood substituyó a Hammer Films como productor. Me pareció una maniobra positiva, no sólo porque Stiggy y Kit eran amigos y aquél podría lidiar con éste, sino por nuestra prolongada relación con el primero. Creo que Carreras había sugerido a Ken Russell para dirigir; yo era fan de la obra de Ken, que abarcaba desde los serios documentales de Omnibus hasta películas irreverentes sobre música y arte realizadas a finales de los sesenta y principios de los setenta. Me gustaban especialmente sus películas sobre Delius y Elgar, y la más reciente El mesías salvaje.

Ken Russell no habría considerado la realización de Tommy si no hubiera sido por la versión orquestal de Lou Reizner. Cuando nos reunimos por vez primera en casa de Ken en Ladbroke Grove, aquel fue el Tommy que escuchamos. Ken quería inspirarme en el empleo de orquesta tanto como de rock para la banda sonora. Como muestra de cuán poderosa y brutal podía ser la música orquestal, me puso los Carmina Burana de Carl Orff, que nunca antes había escuchado. Le dije que podía orquestar mi música mediante sintetizadores, y después de varias visitas al estudio de Ramport, pareció convencerse.

Ken estaba presente durante la grabación de «Drowned» [Ahogado] de Quadrophenia, cuando una lluvia torrencial acabó practicando una gotera en el techo y anegando la cabina del piano.

—Ten cuidado con lo que deseas —dijo Ken, mientras achicábamos agua—. Estás jugueteando con las artes del compositor, Pete: con lo oscuro y lo divino.

Uno de los primeros cambios que quería hacer Ken era aproximar la historia a un cierto tipo de versión moderna de Hamlet, en que el amante de la madre de Tommy matara al padre de Tommy, al revés de como sucedía en el álbum. Al principio aquello me preocupó, pero luego vi que el padre muerto se convertiría para Tommy en símbolo del maestro que ve en sus sueños.

Había otra serie de cambios: Ken necesitaba darle más cuerpo a la historia e introducir nuevas escenas, lo que iba a requerir música nueva o extender la que ya teníamos. Por mítica, absurda y exagerada que resultara la película en cierto sentido, el desenlace era fiel al álbum y se centraba en los beneficios espirituales derivados de una infancia atribulada. Me intrigaba saber cómo iba a desenvolverse todo aquello.

Una vez que Ken ya disponía de un guión básico y funcional, improvisé algunas letras para las escenas adicionales. A medida que las completaba, se fueron añadiendo al guión que Ken había dispuesto en dos columnas por folio: la acción a la izquierda, las letras a la derecha. Sin diálogos. Ramport era la solución lógica para grabar la música, y Ken deseaba tener lista toda la música antes de filmar un solo plano. Ron Nevison, que había hecho un trabajo extraordinario como ingeniero en Quadrophenia, repetía en esta ocasión. Reuní a grupos diversos de músicos para cada entrada musical. Como Keith estaba pasando una temporada en Los Ángeles, probé con otros bateristas. Solíamos empezar a trabajar por la tarde, a fin de que Ken pudiera asistir, ya que por la mañana se encargaba de un montón de tareas de preproducción. Empezamos a grabar a principios de enero de 1974.

Bill Curbishley se hizo cargo de la gestión de los Who a principios de aquel mismo año. Roger lo adoraba, y a todos nos gustaban sus maneras directas, aunque a mí me llevó algo más de tiempo confiar plenamente en él. La actitud de Bill era insólita y llamativa, recordaba a un entrenador de boxeo educado y belicoso a un tiempo. Enseguida se convirtió en fan de la banda, y fue comprendiendo su funcionamiento y misterios, sin sentirse intimidado ni impresionado por todo aquello como Pete Rudge. En tanto que Chris y Kit no habían impedido que surgieran fricciones entre los miembros del grupo, Bill procuraba tender puentes, y en sus cartas se solía dirigir a nosotros conjuntamente como grupo, al tiempo que repartía copias de todos los documentos importantes.

Si los Who hubieran vivido en un refugio fiscal, en 1969 ya habríamos sido millonarios. Bill Curbishley lo sabía, y su prioridad era que cada uno de nosotros gozara de seguridad financiera. Había dos maneras de mirar a la curiosa dinámica financiera del grupo. Según la primera, nosotros sólo trabajábamos tanto y tan duro porque necesitábamos el dinero; así teníamos contentos a los fans y la banda se mantenía unida. La visión contraria, la mía, era que la presión que nos agobiaba sin tregua para generar ingresos suficientes con que vivir acabaría quebrando a la banda.

Bill se dio cuenta de que tenía que resolver la situación. No pensaba de modo creativo como Lambert y Stamp, pero era un tipo leído, que escribía poesía y contemplaba su gestión como una partida de ajedrez. La diferencia abrumadoramente positiva en favor de Bill respecto de sus predecesores era que éste siempre se aseguraba de que los números estuvieran en orden. Desde el momento en que Bill se ocupó de la gestión, mis preocupaciones de dinero terminaron.

Stiggy y Ken empezaron con la selección del elenco de actores. Y yo empecé a interferir. No estaba de acuerdo con la inclusión del veterano actor Oliver Reed en el papel de padrastro de Tommy, como no lo estaba con las opciones hollywoodienses de Ann-Margret y Jack Nicholson. La explicación de Stiggy sobre el recurso a las estrellas de Hollywood fue escueta y clara: «Hay que ponerlos».

Era consciente de que Oliver Reed no sabía cantar, pero a medida que yo iba trasegando jarras de Rémy Martin mientras lo aleccionaba fatigosamente, verso a verso, acabó por cumplir estupendamente con su parte. Había oído que Jack Nicholson tampoco tenía formación como cantante, pero resulta que lo hacía maravillosamente. (Nunca ha dejado de pincharme por lo asombrado que me quedé cuando se puso a cantar como un gran baladista de los cincuenta).

De Ann-Margret no sabía nada, aunque pensaba que su voz era excesivamente de revista musical para Tommy. Pero me convenció en el momento en que empezamos a grabar. Desplegaba auténtica pasión, sentido del absurdo y la facultad de hacer suyas las canciones; cantaba con cierta teatralidad arrastrada —más Ethel Merman que Tina Turner—, pero funcionaba. Y además había hecho una peli con Elvis. Los Who eran migajas en comparación. En cualquier caso, era una mujer muy respetuosa y una trabajadora infatigable.

Trabajar con Elton John, Tina Turner y Eric Clapton ya me fue más fácil, siendo como eran músicos, y los tres lo hicieron muy bien. Tina tenía problemas personales, pero nada de eso se notó: como Acid Queen era electrizante. Roger, un actor natural, creó un nuevo tipo de Tommy que era profundamente convincente como personaje.

La grabación de la banda sonora de Tommy prosiguió en Ramport durante marzo y abril. Visto que Keith tenía un papel (como batería) en la película de Mike Appleton Stardust (una continuación de That’ll Be the Day), recurrí a otros bateristas: Kenny Jones (de los Faces), Mike Kelley (de los Spooky Tooth) y Tony Newman (Sounds Incorporated). Eric Clapton había pasado buena parte del año anterior poniéndose en forma. Parte de su tratamiento había estado en manos de Meg Patterson, la especialista en adicciones cuya terapia neuro-eléctrica reducía el síndrome de abstinencia. Eric aseguraba que no era así, pero siguió trabajando con ella.

Stiggy, el mánager de Eric, lo presionó para que asumiera un rol en Tommy. Eric no lo veía claro, pero lo hizo en parte por mí, ya que le había ayudado con el concierto del Rainbow. Se ocuparía de cantar «Eyesight to the Blind», en la que deseaba crear un nuevo riff para hacer suya la canción. También había pensado que estaría bien acompañarse en la guitarra con un clavinet, el teclado eléctrico que Stevie Wonder había hecho famoso. Resultó que Stevie estaba en la ciudad, así que Eric me llevó a los estudios Island para tratar de convencerle a fin de que interviniera en el tema.

Mientras conducíamos hacia el estudio, le recordé a Eric que Stigwood había sugerido originalmente que Stevie asumiera el rol de Mago del Millón. Ken y yo nos quedamos sin habla ante la propuesta: ¿un músico ciego interpretando a un campeón del millón a quien derrota un chaval sordo, memo y ciego? Lo que no sabíamos era que el propio Stevie se había mostrado interesado en el papel, y lo seguía considerando cuando tuvo noticia de mi renuencia. Su hermano, que gestionaba sus asuntos, le dijo que yo me oponía porque era ciego. Y así era: no tenía ningún sentido, habida cuenta de la historia.

Con todo esto en mente, no me sorprendió que Stevie me ignorara cuando llegamos al estudio. Se mostró cordial con Eric, pero se negó a contribuir en cualquier caso. Nos fuimos con la misma sensación de rechazo que Stevie debió de sentir ante mi negativa. Así las cosas, traté de emular el inimitable efecto wah-wah de Stevie al clavinet, algo que no era fácil en absoluto.

Elton John asumió el papel de Mago del Millón, y pidió que le dejáramos utilizar a su propia banda y productor, Gus Dudgeon, para grabar su tema. Elton llegó al estudio de Battersea con una limusina Rolls-Royce Phantom V, parecida a la de la reina. No había visto ninguna en el mundo del rock desde la de Andrew Oldham en 1967. En todo caso, fue una revelación observar cuán rápida y eficientemente trabajaban Elton y su banda, pues en menos de cuatro horas clavaron una pista con solos, voz y coros.

El rodaje empezó a finales de abril. Ken Russell me parecía grandilocuente, energético, divertido, incansable y sugestivo. Tenía un ojo obsesivo para el detalle y la planificación, algo que creo indispensable para cualquier buen director, junto con la capacidad para adaptarse a circunstancias cambiantes.

Nunca tuve un mal momento con Ken. Durante el rodaje de Tommy sólo dormía unas cuatro horas por noche, lo mismo que hice yo durante las seis primeras semanas. Podíamos quedar para una charla matinal sobre el guion después de una sesión de rodaje que había durado hasta las dos de la madrugada, y el tío volvía a estar en pie a las seis para la reunión del desayuno. Yo sobreviví con coñac. No sé cómo se lo montó él.

Ken exprimía a sus actores y parte del personal acabó agotado, pero durante la filmación yo podía recobrar fuerzas si me convenía; y cuando tocaba filmar nuestras secuencias como los Who me limitaba a comportarme como la arrogante estrella de rock medio borracha que efectivamente era. Eric Clapton no se moría de ganas de salir en la película, pero acabó colaborando. La escena concebida por Ken para «The Hawker», la canción basada en «Eyesight to the Blind», se centraba en el vudú y había sido planeada en una iglesia. Arthur Brown, John Entwistle y yo éramos los acólitos de Eric, todos vestidos con holgadas túnicas. Parecíamos unos cretinos, y yo sentía cierto embarazo por Eric. Mi viejo colega Arthur Brown, cuya canción «Fire» era número uno en Reino Unido, sabía de vudú tanto como un brujo de Nueva Orleans, y parecía sentirse como pez en el agua. Ken abarrotó la iglesia con parapléjicos y discapacitados en sillas de ruedas; yo no las tenía todas conmigo, pero todos lo acabaron pasando bomba en su día de rodaje.

Eric regresó al estudio para completar la grabación. Después de acabar, me dijo que estaba tratando de reunir fuerzas para hablar con Pattie, la esposa de George Harrison y objeto de la canción «Layla», para rogarle que abandonara a su esposo. ¿Me importaría acompañarlo y entretener un poco a George para que pudiera quedarse a solas con Pattie?

No fue muy difícil. George estuvo encantado de hablarme sobre misticismo y música hindú, incluso de su consumo de cocaína. Me costaba un poco seguir su razonamiento según el cual en un mundo de ilusión nada importaba, ni la riqueza ni la fama, el abuso de drogas o el alcoholismo, nada salvo el amor a Dios. Nos sentamos en su espléndido estudio de grabación y hablamos a lo largo de dos horas. Aquella noche me enamoré de George. Su humor de Liverpool, sardónico y flemático resultaba encantador, y su compromiso espiritual era absoluto. En la casa vivían seguidores de Hare Krishna a los que se veía por ahí con su batas naranjas mientras departíamos.

George llevaba una vida plácida. Su casa era enorme, laberíntica, el vestíbulo era como el de un teatro, inmenso, con sus recargadas galerías. Diría que Pattie se sintió más aliviada por huir de aquella casa que por dejar a George; que, por cierto, era un jardinero excepcional. El parque Friar era su gran amor.

Aquella noche Eric trató de comunicarle sus sentimientos a Pattie, y luego contó que fue un momento definitivo en su relación. Al final, Pattie acabó dejando a George por Eric, que celebró aquel triunfo festejándolo por todo lo alto, sin drogas. Pattie parecía feliz, y libre. No la había visto sonreír del modo en que lo hacía con Eric desde que la conocí.

Después de la filmación de la escena de Eric en Tommy, Karen y yo fuimos invitados a un restaurante de Chelsea para cenar con Bob y Mia Pridden, Eric y Pattie. Los cuatro llegaron media hora tarde, borrachos como cubas y disfrazados con máscaras de gorila. Después de tantos años acostumbrado a burradas similares por parte de Keith, mi reacción fue deliberadamente pasota; sin pestañear, pregunté a los cuatro gorilas qué iban a tomar. Eric pensó de entrada que estaba enojado, y se apocó, pero fue fantástico verlo por fin feliz.

El trabajo de posproducción en la banda sonora de Tommy estaba resultando de lo más exigente. Hacia el final de la última sesión de grabación en Ramport, que había estado principalmente dedicada al acompañamiento de voces y a la amplificación de escenas multitudinarias, una de las coristas me contó acerca de un acontecimiento benéfico en el Roundhouse para el que Tim Hardin, que había accedido a encabezarlo, había cancelado su participación. El objeto del evento era comprar un autobús para niños necesitados, así que me sumé a la iniciativa pero sin la banda. Decidí servirme de pistas de acompañamiento para unas pocas canciones que quería interpretar y me puse a trabajar en ello. Pertrechado con todo el equipo de mi estudio, avanzaba a buen ritmo. Con todo, me llevó varios días preparar material suficiente para que el concierto resultara interesante. También vivía cierta presión porque, ante la novedad de mi aparición, las entradas se habían agotado.

Aquella fue mi primera actuación en solitario, y me ceñí a unas cuantas canciones que adoraba: «No Face, No Name, No Number» del álbum Mr. Fantasy de Traffic; «Big Boss Man» de Jimmy Reed, y «Amoureuse» de Kiki Dee, que formaban parte de la lista de clásicos de los Who. El gran momento de la gala fue toparme entre bastidores con el gran excéntrico del jazz británico George Melly, y el hecho de que me dijera que le hacía ilusión presenciar mi actuación.

El Roundhouse, que seguía sin restaurarse, transpiraba la atmósfera y el olor de un viejo hangar ferroviario, que es lo que era. El público se mantuvo sentado durante toda la velada, algo que no había visto desde nuestros primeros conciertos en California. Lamentablemente, un borracho sentado no muy lejos del escenario no dejaba de pedir que tocara «Underture» de Tommy. El tío era pertinaz e irritante. Después de gritar su petición por enésima vez, salté del escenario, lo agarré del cuello y estaba por atizarle cuando su amigo, igualmente cocido, pero algo más entero, soltó:

—Tranquilo, tío —farfulló—. Somos fans.

Me calmé, volví al escenario y pedí excusas (por más que el tipo al que había amenazado siguió taladrando con su «Underture» a lo largo de toda la actuación). Borrachos aparte, aquel acontecimiento me marcó. Me sorprendió lo bien que podía mantener la atención del público sin una amplificación excesiva, y estaba satisfecho por lo dignamente que había cantado. Los chavales consiguieron su autobús.

Mientras se filmaba Tommy, Bill Curbishley había estado soñando con que los Who interpretaran su estreno británico en campos de fútbol. Puede que lo espoleara nuestro éxito en Anaheim, California. En cualquier caso, ningún grupo británico, ni siquiera los Beatles, había tocado jamás en un estadio de fútbol del Reino Unido.

Fijó una fecha para el Valley de Charlton, donde había jugado su hermano Alan, que más tarde presidiría el equipo. La actuación en Charlton estaba programada entre el abundante trabajo restante para la peli y cuatro días de conciertos que teníamos contratados en Nueva York. Y sería un día antes de mi vigésimo noveno cumpleaños. El día del concierto salí a actuar con una melopea de órdago. Por suerte todo salió bien.

También dimos un concierto gratis en Portsmouth para todo el equipo de la película. Era la primera vez que Ann-Margret nos veía actuar, y se quedó asombrada. Yo estaba igualmente asombrado, básicamente por el hecho de que hubiera sido capaz de actuar. Estaba medio borracho, pero sabía que teníamos al público en el bolsillo antes de empezar, y estaba contento de entretener a todo el plantel con el que tanto tiempo habíamos trabajado, muchos de cuyos integrantes no nos habían visto jamás. Todo el grupo tocó bien, pero Roger estuvo especialmente brillante. Durante el rodaje se había ejercitado a conciencia y estaba en plena forma. Como de costumbre, se entregó por entero.

Después de la actuación, nuestro abogado Ted Oldman nos mostró un documento para firmar que, según decía, nos aseguraba los royalties de representación de Tommy. Yo no firmé, y Ted esperó a verme suficientemente borracho para ponerme un trozo de papel en blanco sobre el pie del contrato. Firmé, tiré de la hoja en blanco para descubrir la añagaza, arranqué cuidadosamente mi firma y le devolví el contrato[13].

De allí, y después de algunos ensayos, en junio nos trasladamos a Nueva York para cuatro días de conciertos en el Madison Square Garden. Nuestro hotel habitual, el Navarro, estaba bajo el acecho de los fans. Algunos críticos que reseñaron el concierto se quejaron de que no habíamos presentado música nueva desde Quadrophenia, y habían pasado nueve meses. Algunos fans de primera fila no me encontraron debidamente enérgico, y empezaron a gritarme que saltara. Aquello me irritaba porque me hacía sentir como un payaso, pero no me alteré. En todo caso, aquellas actuaciones me parecieron satisfactorias.

Aunque el rodaje de Tommy prosiguió mientras estuvimos fuera, tuve ocasión de asistir a las sesiones más importantes: «Acid Queen» con Tina Turner, «Go to the Mirror» con Jack Nicholson y «Champagne» y «Smash the Mirror» con Ann-Margret. Regresé con el tiempo justo para poner al día un montón de trabajo atrasado por cambios de guion y cuestiones musicales.

El último periodo de filmación fue en agosto de 1974. Agotado ya por los arreglos musicales de posproducción, tenía el aspecto de un cadáver y me sentía peor aún. Durante aquellas largas sesiones empecé a darme cuenta de lo mucho que trabajaba cada uno de los miembros del equipo. Entre tanto, Keith y Oliver Reed estaban en un hotel de Portsmouth armando la gorda. Yo traté de hacer lo propio por mi cuenta, al aceptar el reto de un duelo etílico por parte de uno de los técnicos de iluminación. Uno de los duros. La misión consistía en beber medio cubo de Guinness de barril. Mi rival tragó hasta unas dos terceras partes del volumen antes de rendirse. Yo tragué lo mismo aproximadamente, y vomité todo lo bebido en el cubo.

Cuando le conté a Ken que me había comprado un barco, soltó mordaz y ceñudo:

—Hostias. Mi padre tenía un yate: yo me dedicaba a sacarle brillo.

Cualquier persona que haya tenido un barco conoce el proceso: empiezas con un bote fácil de manejar, luego compras otro algo mayor, y sigues con un barco cada vez más grande hasta que la nave resulta ingobernable, la vendes y te vuelves a comprar un bote como aquél con el que empezaste. Yo iba por el segundo. No vendí la lancha motora, sino que se la regalé a papá para que pudiera deshacerse de la achacosa Liz-O, la primera barca que tuvimos juntos (1967) y que se había hundido en su amarre del Támesis. Yo quería un barco de dos camarotes con el que cruzar el Canal de la Mancha. Encontré un modelo de pesca adaptado de unos once metros cuyo propietario estaba dispuesto a quedarse con mi Rolls-Royce cupé como intercambio parcial.

Oliver y Keith tenían ganas de salir a navegar, pero todavía estaban filmando, de modo que acordamos una salida vespertina. Ollie, Keith, Jason (mi nuevo chófer) y su hermosa novia Carla, Barney y yo nos trasladamos al yate a las ocho de la tarde. Con varias botellas de Navy Rum nos considerábamos equipados para la excursión marítima. Una vez a bordo di las instrucciones pertinentes a Jason.

—Vamos a dar una vuelta hasta Cowes —dije despreocupadamente.

La distancia de ida y vuelta era menos de ocho millas.

—Primero, debería consultar la previsión del tiempo.

Parecía nervioso.

—¿No eras un marino experimentado?

—Sí, sí —aseguró—. Sólo quiero contactar al guardacostas.

Resultó que no sabía cómo manejar la radio. Mientras zascandileaba por ahí, Keith soltó el bote neumático y la marea se lo llevó en un santiamén.

—¡Lo siento, chavales! —parecía encantado consigo mismo—. Nos hemos quedado tirados.

Para sorpresa de todos, Ollie lió un porro. Hasta entonces sólo lo habíamos visto beber cerveza y comer curry. Parecía que el ron iba a ser todo para mí. Ni sabía que me gustaba hasta que me descubrí en cueros brindando por Mafuta, mi nuevo barco.

—Bien hecho, Pete —dijo Ollie, mirándome el paquete.

—Por fin alguien que hace algo razonable —respondí.

Esperé que todos siguieran mi ejemplo, con la esperanza de ver a Carla desnuda, supongo.

Keith tenía una idea mejor.

—Voy a nadar hasta la orilla —exclamó iluminado, como en un chispazo de idiotez propio de un relato de Woodehouse. Antes de que nadie pudiera detenerlo, abandonó el salón y se zambulló. En unos segundos se perdió de vista entre la negrura del embarcadero.

La marea estaba bajando a unos 5 nudos, y me preocupé. Ollie sabía qué hacer: saldría a rescatar a Keith. Visto y no visto, desapareció.

Mi reacción fue ejemplar: me fui a la cama.

Cuando me levanté a la mañana siguiente, sólo seguía conmigo el leal Barney. Yo seguía agradablemente borracho de ron, y bien alegre. Barney me contó que Keith había llegado a la orilla, había tomado prestado un bote y había regresado para llevarse a los otros. Mi propio bote neumático había sido rescatado por alguien del club marítimo, que muy amablemente lo había amarrado al barco. Así que Barney y yo remamos hasta la orilla.

Llegamos a la filmación justo a tiempo para encontrar a Roger sentado en el tejado, hablando en lenguaje de signos ante la concentración de acólitos convencidos de que debían simular ser sordos, memos y ciegos si querían seguir a Tommy. Fue una escena conmovedora, rodada casi enteramente en silencio hasta que se dejó oír el tañido de una autoarpa al sol matinal.

—Qué música más bonita —dije, olvidando que la había compuesto yo.

El contraste entre Roger y yo a estas alturas era brutal: él estaba guapo, moreno, saludable, vivo, alerta; yo estaba hecho polvo, amodorrado y resacoso. Para empeorar las cosas, resultaba que la parte más dura de mi tarea en Tommy seguía pendiente, al menos en la parte técnica.

Mi carga de trabajo, una vez que la fase de posproducción empezó en serio, era inimaginable, pero estaba decidido a infundir sentido musical a las escenas nuevas por medio de orquestaciones, solos de guitarra y nuevas combinaciones vocales. Alguien sugirió que la película se doblara en sonido envolvente, y yo respaldé la idea enseguida. Para un doblaje cuadrafónico necesitábamos una consola especializada, así que recurrí a la Neve que tenía en Cleeve. Siempre acababa revolviendo la cosa para cualquier proyecto que tuviera entre manos.

Terry Rawlings, nuestro editor de sonido, me presentó a John Moseley, que dirigía Command, un estudio de grabación cerca de Piccadilly Circus. Éste se juntó con Ray Dolby, el famoso inventor de la reducción de ruidos Dolby, a quien yo conocía a través de Trackplan y de los paseos por el Támesis. Moseley podía ser imperioso y difícil, pero era técnicamente brillante e ingenioso, y nos ayudó a crear configuraciones envolventes apropiadas. Entendía de qué modo había que disponer las cosas entre altavoces recurriendo a la cancelación de fase entre canales.

A Ray Dolby le resultaba delicado trabajar con John Moseley, que pretendía incorporar el sistema Dolby a su propia patente de sonido envolvente (Quintaphonic), cuando sin duda Ray debía de tener otra idea. Cuando se enemistaron, recurrimos a un sistema de reducción de ruidos DBX para nuestras pistas. En los teatros donde estrenamos nos funcionó de perillas para transmitir la dinámica rock apropiada.

El doblaje concluyó a mediados de diciembre. Durante cierto tiempo, aparte de Fantasía, Tommy fue la única película con sonido envolvente de cinco canales y tecnología Matrix. Trabajando en aquellas sesiones aprendí más sobre sonido y montaje cinematográficos de lo que necesitaba saber. Enfrentarse a las cuestiones técnicas fue un reto estimulante, aunque agotador al fin y al cabo: me prometí no volver a trabajar jamás en una banda sonora. Algo que nunca habría podido hacer sin la asistencia de Terry Rawlings.

En 1975, mientras yo andaba garabateando canciones por mi cuenta para los Who, los otros tres miembros del grupo se estaban embarcando en las actividades más intensas de sus respectivas carreras. Se trataba de ocupaciones extracurriculares que habían despegado durante la realización de Tommy. Roger accedió a protagonizar la siguiente película de Ken Russell, Lisztomania. John no tenía un papel destacado en Tommy, así que mientras esperaba a que el resto hubiéramos terminado, decidió afrontar una carrera en solitario y fue preparando material suficiente como para sacar dos álbumes prácticamente seguidos. También empezó a producir a otros grupos.

Keith también había grabado un disco en solitario, y, por unos días, se sumó a mí para la gira de regreso de Eric Clapton. Me presentó a su nueva novia, Annette Walter-Lax, una modelo sueca. A él se lo veía feliz, y ella lo adoraba. Era un buen presagio: puede que, al cabo, Keith fuera capaz de superar la pérdida de Kim.

Como banda y como negocio los Who habíamos topado con un obstáculo. Kit estaba ocasionando problemas legales, y tenía a nuestros abogados completamente confundidos respecto a la propiedad de los derechos de Tommy. Keith, por su parte, era desastrosamente irresponsable con el dinero, y a mí me parecía que estaba malgastando el tiempo tratando de convertirse en estrella de cine. A mi parecer, John se mostraba demasiado impaciente y ambicioso para montárselo por su cuenta; cuando la banda empezara de nuevo iba a estar sobradamente ocupado y servido. Roger había trabajado mucho en Tommy y se había convertido en un auténtico actor, pero me irritaba que hubiera aceptado Lisztomania. De pronto, y por motivos egoístas, empecé a pensar que los Who habían dejado de ser prioridad frente a las ambiciones individuales de sus integrantes.

A pesar de mi abatimiento, seguía escribiendo canciones para los Who en mis días libres. Eran temas que luego desarrollaba en mi estudio con la grabadora de dieciséis pistas, pero sólo después de que Roger hubiera dado su visto bueno. No tenía sentido completar maquetas de canciones que luego no pretendiera cantar. Antes del estreno de Tommy, ya contaba con treinta canciones y piezas instrumentales para que Roger las escuchara. Lo visité una noche en Shepperton, donde estaba rodando, y le puse las canciones. Tomamos una copa juntos, y luego le dejé dos cintas para que pudiera volver a escucharlas a su aire.

Llamó al día siguiente, muy animado por lo que había oído. El material que le había preparado era muy variado, con temas más animados, algunos de raíz R&B, otros reggae, algunos muy livianos y otros introspectivos o enrabietados. Me sorprendió que las canciones que más le habían gustado fueran las rabiosas, cínicas y depresivas. En cualquier caso, la música no estaba acabada. De nuevo, lo que me faltaba para toda esta serie era cierto marco definitorio, un tema o concepto.

Aunque Roger seleccionó las canciones que más le gustaron, aquellos temas, que luego fueron descritos como una especie de «nota de suicidio»[14], eran más apropiados para un álbum en solitario. Y no es que mi ánimo fuera suicida, sólo me sentía terriblemente cansado.

Durante una entrevista con Roy Carr en New Musical Express[15], hablaba de cómo, a mi modo de ver, los Who se habían quedado encallados:

«Puedo decirte que cuando los Who salían de bolos por este país a principios del año pasado, yo me sentía completamente deprimido. Mi impresión era que aparecíamos cada noche en el escenario y, como deferencia hacia los fans incorregibles, nos dedicábamos a copiar aquello que habíamos sido en su momento».

Roger concedió otra entrevista como represalia, en la que se defendía y me atacaba por arruinar los conciertos con mis borracheras. Puede que yo la cagara en una o dos canciones, pero nunca en una actuación entera. A la larga, ninguno de nosotros se tomaba estas cosas muy a pecho. Sin embargo, ambos andábamos algo perdidos en lo tocante al grupo.