A principios de 1973 hice varias visitas a Eric Clapton, pero nada había cambiado. Un día Lord Harlech, el padre de Alice, se reunió allí conmigo. Fue tenso. Aprovechando que Alice no estaba en la habitación, Eric le contó al padre sus temores de que si él y su hija dejaban de consumir heroína, la relación podría cambiar y su amor echarse a perder. Harlech dejó bien claro que en aquel momento lo único que importaba eran sus vidas. Más tarde me llamó y propuso que para ayudar a Eric debería pedirle que, en enero, actuara en un concierto en el Rainbow para una organización benéfica que respaldaba Lord Harlech.
Eric accedió de entrada, y empecé a armar un grupo. Hablé primero con Ronnie Wood, que se mostró optimista y generoso. Invitamos a Jim Capaldi, el batería de Traffic, y a Steve Winwood. Rich Grech, de Family, a quien adoraba, sería el bajo. Él me introdujo en el nitrito de amilo en forma líquida, dijo que era inocuo, que ni siquiera se trataba de una droga. Yo llevaba desde 1967 sin consumir drogas, y mi tolerancia era escasa. Me impresionó la potencia que se desataba por la mera aceleración de la sangre afluyendo al cerebro.
Empezamos los ensayos en casa de Ronnie Wood, The Wick (una casa que me entusiasmaba y que soñaba con poseer). Stevie Winwood no apareció. Speedy Aquaye, que tocaba las congas con Georgie Fame, se sumó a Jim Capaldi a la batería. Ron Wood tocó como acompañante de Eric, ante todo guitarra slide. Yo hice de guitarra rítmica, acoplándome sin problemas. Eric tenía una idea muy clara de lo que quería hacer y enseguida empezamos a sonar como un grupo. Ensayábamos en una sala oval con tres ventanales que se abrían a un jardín y a un panorama sobre el Támesis. La mujer de Ronnie, Krissy, permanecía sentada en un taburete como un ángel, con su vestido floreado y la melena rubia enmarcándole un hermoso rostro de colegiala que no revelaba ni su espíritu travieso ni su figura imponente. Parecía un idilio de rocanrol más propio de tierras californianas.
Teníamos sólo unos días más antes de trasladarnos a un auditorio apropiado para las pruebas de sonido, y Stevie Winwood seguía sin aparecer. Llamé y lo amenacé con recurrir a métodos indeseables; al día siguiente llegó con su órgano Hammond. A partir de entonces, el grupo se disparó a un estadio estratosférico. Siempre había existido una gran sintonía entre Eric y Stevie; habían tocado juntos en Blind Faith, y se acoplaban intuitivamente.
La prueba de sonido fue coser y cantar. La noche del concierto me acerqué a casa de Ronnie Wood con el Mercedes 600 y nos montamos todos. Se antojaba un acontecimiento épico. Ronnie Lane y su compañera Katie se sumaron a la excursión. Stevie lió un porro, y yo pegué mi primera calada de marihuana en más de cinco años.
El concierto se celebró el 13 de enero de 1973 y se desarrolló sin una pega. La atmósfera fue espléndida. Los asistentes no tenían más que buenas palabras. Ron Wood interpretó un duelo de solos con Eric en «Layla», y alargamos el tema durante diez minutos (la versión se montó para el álbum en vivo). Como no me dediqué a brincar por el escenario, no pasé por el subidón de adrenalina que solía afectarme con los Who, y eso me permitió disfrutar de cada nota a lo largo de la velada. El escenario pareció levitar ligeramente a medida que íbamos concluyendo.
Me había involucrado en la creación de un grupo nuevo desde el comienzo. Me adapté perfectamente bien a mi papel de guitarra rítmica y aporté una contribución valiosa. No había trabajado en esas condiciones desde la primera época de los Who, y la sensación era fantástica.
Una vez terminó el concierto, regresé a mis hábitos borrachines: vino en casa con la familia, y coñac en el estudio cuando componía. Volví a meterme en Quadrophenia, pues la historia seguía incompleta, para hallar un anzuelo con que capturar la trama musical.
Empecé a sentir un bajón por la falta de nitrito de amilo. Me sentía apático, deprimido, tremendista, perdido y sin remedio. En un oscuro y húmedo fin de semana invernal en la maltrecha casita de Cleeve, con el río inundando parte de los prados y el viento que aullaba a través de aquellas precarias puertas y ventanas, la memoria me remontó a una noche de cuando tenía diecinueve años.
Era 1964. Había dormido unas horas bajo el muelle de Brighton con mi amiga de la escuela de arte Liz Reid, una bonita chica de pelo rubio rojizo. Después de nuestro bolo, habíamos pasado una noche desfasada en el Aquarium Ballroom; la misma noche en que había estallado una pelea callejera entre mods y rockers en el paseo marítimo. Caminando junto a la playa en la oscuridad, bajo el muelle, tratando de cobijarnos de la lluvia, dimos con una pandilla de mods en sus anoraks. Jugaban y se reían con la marea, mojándose los pies. Nos sentamos un rato con ellos. Ya estábamos de bajón tras la ingesta de «corazones púrpura», las anfetas de moda por entonces.
Mientras pensaba en aquella noche, una sensación de caída, de vértigo me inundó como el caudal del río en la naturaleza, sentía aquel mismo abatimiento y desesperación. Pero sentí también la tierna calidez de adormilarme en el tren de vuelta a casa, con Liz junto a mí, al romper el día. Por unas horas nos habíamos sentido como mods, y había algo maravilloso en ello. También nos sentimos enamorados; sin embargo, jamás volví a salir con Liz. Aquel momento con ella quedó congelado, como un recuerdo mítico.
En la casa de Cleeve, con el río embravecido en la noche, me di cuenta de que había estado yendo, o viniendo, hacia aquel instante de epifanía a lo largo de varios meses. No estaba solo: tenía esposa, hijas y amigos que estaban durmiendo allí mismo. Agarré un cuaderno y, angustiada y precipitadamente, mientras seguía de aquel humor triste y desolado, garabateé la historia que aparece en el interior de la funda del álbum original de Quadrophenia.
Era la historia de Jimmy, un joven mod, desesperado, varado en una roca bajo la lluvia, preguntándose si podría hallar redención de su, hasta entonces, patética existencia mediante el relato de la misma por parte de los cuatro integrantes de la banda que un día había sentido como su reflejo, su banda amada y perdida, al igual que había amado y perdido todo lo que había sido importante para él como mod adolescente.
Quería que Quadrophenia fuera lanzado con sonido cuadrafónico, con cuatro canales que representaran las cuatro facetas de mi héroe Jimmy, cada una de las cuales encarnaría a uno de los integrantes de los Who. A medida que la grabación se desarrollaba quedó claro que, a efectos técnicos, Quadrophenia iba a ser un proyecto audaz y complejo. Tenía intención de emular el álbum de Walter Carlos Sonic Seasonings, con extraordinarios paisajes sonoros entre pistas que aportaran atmósfera a la sencilla historia. Quería captar el mar enfurecido en sonido cuadrafónico.
Mi estudio de Cleeve podía cumplir magníficamente como sala de mezclas para sonido cuadrafónico, pero no podía acomodar a los Who para grabar. Necesitaba un gran estudio profesional cuya sala de control contara con una selección fiable de bafles cuadrafónicos. El caso es que nada de ese estilo existía en Londres, de modo que, al igual que había hecho yo en Cleeve, lo íbamos a tener que construir nosotros. Recurrí a Wiggy.
Wiggy, nuestro dedicado encargado de producción, poseído por la técnica y aparentemente mochales, había empezado su carrera con la banda como chófer de Keith y John (un bautismo de fuego), había pasado a ocuparse de la iluminación, y luego a encargarse de los promotores en las giras, a reservar hoteles, hacer planes de viaje y a pagar las fianzas para sacarnos de la cárcel; eso cuando no conspiraba directamente con nosotros para acabar arrestado como los demás.
Le expliqué que el estudio de Cleeve iría estupendamente para mezclar, pero que la sala de grabación era poco más que un garaje. Me propuso ir a visitar el almacén del equipo técnico y archivo de cintas de Thessaly Road, en Battersea, que resultó ser una gran sala parroquial repleta de material para las giras.
—Lástima que no tengamos tiempo para convertir esto en estudio para grabar las pistas —dije.
Wiggy entrecerró los ojos.
—¿Para cuándo lo quieres?
—Para… ya mismo —repliqué, excusándome.
—Ya mismo —repitió.
—Estaría muy bien, sí.
Wiggy contrató a una brigada de treinta currantes de un circo, y seis semanas después, también gracias a la inestimable ayuda de John Alcock de Trackplant, pudimos trasladarnos al estudio. La sala era óptima, perfectamente insonorizada, toda revestida de madera, con dos cabinas, una para piano de cola, otra para guitarra acústica, y un pasillo que servía como cabina para la voz. La disposición era perfecta para nosotros. Creo que Ramport, como se conocía el estudio, fue el primero en Londres con tres cabinas insonorizadas de ese estilo. Y ello significaba que podíamos grabar simultáneamente batería, bajo, piano y guitarra acústica, con la voz.
El sonido era fastuoso. Alquilamos la unidad móvil de Ronnie Lane y la utilizamos para grabar las pistas básicas hasta que hubiéramos ultimado el trabajo y la acústica de nuestra sala de control.
Para la funda de Quadrophenia pensé que nos hacía falta un tratamiento fotográfico, auténtico y fidedigno. Glyn Johns, que había coproducido Who’s Next, ya sugirió en 1971 que fuera su amigo Ethan Russell quien se ocupara de la foto de portada. Aquella portada de la meada en el obelisco no me había gustado, pero el trabajo de Ethan me encantaba, y sabía que sería perfecto para un foto-reportaje sobre un joven mod.
Barney había reaparecido en mi vida en la época en que Karen y yo probamos el LSD y nos interesamos por Meher Baba, hacia 1967. Él también se convirtió en seguidor del Maestro silencioso. A partir de entonces nos veíamos a menudo, y su criterio en temas relativos a los Who era de gran ayuda. En aquella ocasión, reunió a unos asesores mods y a un grupo de personas que posarían como modelos en la foto de Quadrophenia. Mi hermano Paul y la futura esposa de Simon, Janie, también aparecían. Era como un asunto de familia.
Grabar aquel disco con los Who fue una gozosa experiencia. Al estar sin carné de conducir, me trasladaba en lancha por el Támesis al estudio Ramport en Battersea. Las paredes del estudio estaban llenas de trofeos de los Who: discos de oro, galardones y recuerdos, la mayoría de los cuales no había visto nunca. La cabina del piano disponía de un mueble bar de avión bien pertrechado. Yo me servía los botellines de Rémy Martin en una jarra vieja y pesada que nos habían prestado en el pub. La batería de Keith estaba ante un ventanal entre el estudio y la sala de control, John se disponía a su derecha y yo a la izquierda, tal como solíamos aparecer en el escenario. Cuando Roger estaba presente, ocupaba la cabina de voces junto a la sala de control.
El estudio estaba lleno de instrumentos exóticos que raramente tocábamos: marimbas, glockenspiels, xilófonos, vibráfonos, gongs, baterías y tímpanos. (Keith los derribó todos en la conclusión del álbum). También había un órgano Hammond, pianos eléctricos, un precioso piano Bösendorfer, guitarras, amplificadores y todo tipo de cachivaches. Wiggy los había comprado en la tienda Manny’s de Nueva York, y lo cargó a una de las cuentas para las giras.
La sala de control se terminó en junio, como un mes después del comienzo de las grabaciones, y estaba dotada con grabadoras nuevas Studer, de dieciséis y ocho pistas, y con un par de máquinas estéreo. Cada aparato adicional que se considerara necesario estaba presente por triplicado. Teníamos una fastuosa y extravagante consola azul Helios, de rigor por entonces en el mundo del rock. En lugar de las habituales dos (a lo sumo, cuatro) pantallas de bafles, nuestra sala de control tenía doce JBL modelo 4320. Cuatro pares en la parte delantera, dos pares en la trasera. El nivel de sonido era apabullante.
En la consola había un botón con la advertencia NO PULSAR. Su función no era otra que la de provocar verdadera conmoción, y un ataque al corazón si te descuidabas. Al presionarla un ataque nuclear sacudía la sala a ciento treinta y ocho decibelios, y cualquier persona normal hubiera sido noqueada por el efecto.
Algunas tragedias en la minería y las precarias condiciones de trabajo habían desembocado en masivas huelgas de mineros en el Reino Unido. Éstas seguían vivas durante la grabación de Quadrophenia en 1973, y tuvimos que trabajar en semanas laborales de tres días impuestas por el gobierno para ahorrar energía.
Después de un par de semanas de preparación, la grabación del Ramport empezó en serio el 22 de junio. Kit aspiró a ser el productor del álbum durante las primeras semanas. Se presentaba hecho polvo y extremadamente tarde, a veces traía deliciosa comida —que nadie había pedido— del moderno restaurante AD8 de South Kensington, del que era accionista. Seguía garabateando sus notas sobre cartoncitos, y durante unos días impidió que nuestro ingeniero Ron Nevison pudiera trabajar como es debido.
Al final de la segunda semana, perdí la paciencia. Kit había estado perturbando el proceso de grabación, borrando cintas cuando yo no estaba, y acabé estallando. En lugar de arrearle un puñetazo, lo eché del local. Durante semanas, se fueron presentando algunos camellos contrariados que lo buscaban.
Ramport empezó a cobrar nueva vida. Me encantaba trabajar allí. Wiggy y Keith siempre se apañaban para contratar a mujeres despampanantes como asistentas del estudio. Detrás de la ventana de la sala de control se sentaban tres chicas ante la consola, y nos miraban tocar, con los ojos como platos, impresionadas. No había mejor público.
Cuando John empezó a trabajar en la sección de viento, reunió como veinte o treinta magníficas trompetas, trompas y trombones. Era capaz de tocarlos todos, y escribía sus partes en papel de partitura como un compositor, a la vez que trabajaba con denuedo en la grabación hasta que ya no sentía los labios. Era maravilloso trabajar con él, un tipo disciplinado, divertido y agudo. Las piezas que arreglamos y tocamos con una gran variedad de exóticos instrumentos de viento encajaban perfectamente con mis propios arreglos de sintetizador y de cuerda. Los miembros de los Who todavía tenían aquella facultad esencial cuando creábamos música: nos escuchábamos los unos a los otros.
La regla que establecimos durante la grabación fue que se impusiera la rabia musical más enérgica a lo largo de toda la grabación. No necesitábamos pistas de relleno como alivio, tampoco hacían falta luces y sombras, ironía o humor. Un bramido de Roger podía evocar una amplia gama de emociones humanas: tristeza irreparable, autocompasión, soledad, abandono, angustia espiritual, la infancia perdida, así como rabia, frustración, gozo y triunfo.
Es fácil reírse de la angustia de aquellos años adolescentes en que todos nos sentimos incomprendidos, pero es un sentimiento real, que lleva a mi héroe Jimmy al borde del suicidio. Cuando al final de la versión en disco de la historia de Quadrophenia, Jimmy roba un bote y lo lleva hasta una roca en mitad del mar, su grito angustiado pero jubiloso —«Que el amor reine sobre mí»— sugiere que ha sido por fin capaz de fundir sus diversas identidades. Incluso como autor y compositor, me daba cuenta de que no tenía derecho a decidir si Jimmy debía o no acabar con su propia vida. Dejé que decidiera por sí mismo.
La grabación de estudio se completó el 1 de agosto. Empecé a mezclar en el estudio que tenía en un granero dos días después. Estaba emocionado con aquello, y tenía muchas ganas de crear los paisajes sonoros que sentía que podían transformar la música recién grabada en un viaje sonoro asombroso. Cuando terminara, podríamos contar con una obra de ópera rock lo bastante unitaria como para reemplazar —e incluso mejorar— Tommy como eje de nuestro espectáculo escénico.
Pasé parte del verano grabando efectos de sonido: lluvia, tormentas, truenos, trenes, el tráfico y, naturalmente, el mar. También le encargué a un locutor de radio que cubriera las batallas entre mods y rockers que se desarrollaban en las playas, y me grabé a mí mismo caminando por la playa y cantando los primeros compases de «Sea and Sand» para utilizarlos como preludio. Un gran golpe de efecto fue grabar a los pájaros cuando levantaban el vuelo sobre el río, y tuve la suerte de poder aproximarme en el bote a una bandada de gansos. Esta experimentación con el diseño del sonido me resulta casi tan gratificante como componer música.
La fase de mezcla se alargó del 3 de agosto al 12 de septiembre. Hacíamos algunos recesos para cuestiones de negocios, familiares (era época de vacaciones) y para que yo pudiera impregnarme de la tecnología cuadrafónica con la cual esperaba ser capaz de realizar una remezcla cuadrafónica una vez contáramos con la versión estéreo. Aquel periodo constituyó el trabajo de estudio más exigente y creativo que llegué a realizar jamás.
Hasta entonces, mediados de septiembre de 1973, mi plan para la grabación se estaba desarrollando maravillosamente y según lo previsto. Aparte de algunas payasadas de Keith, la banda me había apoyado, me había facilitado espacio creativo y había trabajado espléndidamente en estudio. Necesitábamos otro mes y podríamos acabar las cosas como dios manda. Imaginad el impacto cuando leí en la prensa que la fecha de lanzamiento del doble álbum en el Reino Unido sería el 13 de octubre, a un mes vista, con la primera fecha de la gira para dos semanas más tarde.
Todavía me faltaba completar las mezclas cuadrafónicas que, según mis cálculos, iban a necesitar un mes. Y me había hecho a la idea de que el resto del trabajo que faltaba —masterizar el álbum estéreo en Los Ángeles, masterizar una versión cuadrafónica, preparar pistas de acompañamiento cuadrafónicas para los ensayos en escenario, ensayar y tener listo el espectáculo para la gira— nos iba a llevar hasta el invierno. Pensé que podíamos salir de gira con el disco en primavera de 1974, pero los idiotas de Track no se iban a dejar perder las ventas del periodo navideño, y así forzaron el lanzamiento prematuro.
En defensa de los idiotas de Track debería decir que sus números, como los de los Who, estaban igualmente en rojo, de modo que su decisión fue quizá necesaria para mantener el barco a flote. Construir el estudio Ramport había costado trescientas treinta mil libras de entonces (como diez veces más en dinero de hoy). Roger estaba que trinaba. Hacía tiempo que albergaba graves sospechas acerca de la honestidad de nuestro mánager[11]. El descontrol de gastos, por parte de sus compañeros y de Wiggy para el estudio nuevo, le estaba sacando de quicio.
La tensión también empezaba a hacer mella en mí. Recuerdo que salí disparado de Cleeve a Shepperton con las grabaciones en vivo que me había llevado 48 horas preparar, sin haber dormido, y cuando llegué, Roger anunció que ya había esperado bastante y que se iba a casa. Yo flipé. No era culpa suya, pero la tomé con él y traté de darle con el clavijero de la guitarra como hice en su día con Abbie Hoffman, mientras un equipo de filmación nos iba grabando para la posteridad. Roger me derribó.
Algunos de los presentes comentaron que yo había llegado borracho. En la limusina, Bob y yo habíamos celebrado con brandy la finalización de las grabaciones en vivo, pero mi comportamiento de aquel día se debía más al agotamiento y a la impotencia del momento que a la bebida.
En octubre de 1973, la reacción crítica al lanzamiento de Quadrophenia fue discreta comparada con la aclamación cosechada por Tommy. Con los años, sin embargo, se ha acabado contemplando como superior a Tommy tanto musical como conceptualmente, y también como mi «redención» después del fiasco de Lifehouse[12]. El texto en la funda del álbum finaliza así:
Y por eso estoy aquí, el maldito bote se fue a la deriva y aquí me quedé, varado mientras llovía a cántaros y mi vida parecía proyectarse en destellos ante mí, pero no destellaba, reptaba. Lentamente. Y ahora se ha quedado en los huesos.
Un tipo duro, un bailarín compulsivo./Un romántico: ¿podría ser yo?/Un maldito lunático. Incluso te llevo las bolsas./Un mendigo, un hipócrita, que el amor reine sobre mí./¿Esquizofrénico? Soy un maldito cuadrafónico.
Roger era el bailarín compulsivo; John el romántico; Keith el maldito lunático; y yo, qué duda cabe, el mendigo/hipócrita. Sin embargo, a mí sólo me quedaba ser un concentrado de los cuatro aspectos de la personalidad múltiple de Jimmy el mod. Y siempre lo había sabido.
Me había gastado dinero para crear un sistema PA cuadrafónico parecido al que por entonces utilizaba Pink Floyd. Roger volvía a estar preocupado por el dinero, ya que era particularmente consciente del caos financiero que nos rodeaba. Todos teníamos un litigio pendiente con Kit y Chris por el hecho de que siete años atrás habíamos permitido que nuestro contrato de grabación pasara a manos de Track (en lugar de Polydor). Pensamos que íbamos a ser socios o accionistas, y no fue así. Jimi Hendrix era sin duda su mayor filón, pero yo les había entregado dos números uno como artistas: Arthur Brown y Thunderclap Newman; y tampoco recibí royalties.
También cubría parte de los gastos diarios de Keith al prestarle dinero, que luego recobraba en las reuniones del grupo con los contables, a las que él raramente acudía. Kit y Chris no intentaban ocultar sus apuros, ni sus adicciones. Habían contratado a dos gestores como lugartenientes. Se trataba de Peter Rudge (que luego se encargaría por un tiempo de la oficina de los Stones en Nueva York) y Bill Curbishley, un amigo de infancia de Chris.
Keith también tenía problemas graves. Todos sabíamos que estaba loco por su esposa Kim; de modo que no entendíamos a qué venía tanto trajín de chicas por el estudio, comportándose como si estuviéramos de gira. Entretanto, mi amigo Barney pasaba mucho tiempo en casa de ambos, sin duda para pasar el rato con Keith, pero resulta que también se había enamorado de Kim.
Cuando Kim dejó el hogar familiar en octubre para presentar una demanda de divorcio, Barney acudió a mí para que le aconsejara. Quería mi permiso para ir a por ella; estaba desgarrado entre su lealtad al grupo y su pasión por Kim. Le pedí que no interviniera en la ruptura, y me ahorrara así el engorro de tener que escoger entre él y Keith. Barney se tomó un tiempo para considerar mi petición, y ahí se le escapó el tren. Kim se fue a casa de Ian McLagan (Mac) de los Faces, y una semana después ya eran pareja. Se fueron de viaje, dejando a Keith profiriendo amenazas de muerte. Barney volvió con Jan.
No era la primera vez que se me ocurría que no había que mirar mucho más allá de mi entorno para dar con el material de una ópera rock, o cuando menos una opereta rock.
Estuve escuchando la parte de Keith en la versión final de Quadrophenia. Su interpretación era estupenda. Pero me empecé a preocupar de verdad: había perdido a su primer gran amor, y estaba seguro de que el golpe a su autoestima iba a ser contundente. Y lo fue.
Cuando por fin salimos de gira por el Reino Unido topamos con grandes dificultades técnicas. Yo esperaba poder usar cuatro pantallas en el escenario en las que pudiera proyectar la historia de algún modo. Hicimos varios experimentos, pero no hubo tiempo para que aquello funcionara debidamente.
También la música daba problemas. Keith, que tan bien lo había hecho siguiendo las pistas de acompañamiento en Who’s Next, no conseguía lidiar con las grabaciones que habíamos preparado para Quadrophenia. El sistema de sonido cuadrafónico también daba guerra. En casi todos los auditorios reducidos del país era difícil hallar un modo seguro de colocar los dos sistemas de bafles posteriores. Había que colgarlos bien arriba y no siempre era posible colocarlos correctamente y a tiempo.
Lo que vino después fueron algunas de las actuaciones más vergonzosas de toda nuestra carrera sobre el escenario. Me sentía perdido: a pesar de que habíamos hecho un gran disco, éste no habilitaba la nueva representación de ópera rock que tanto necesitábamos. Estábamos todos decepcionados, la más terrible de las sensaciones. La rabia que solía desplegar en el escenario había sido en general parte del número, pero mi frustración con las actuaciones en vivo de Quadrophenia estaba llegando al límite. En Top of the Pops perdí la paciencia y destrocé una guitarra predilecta (regalo de Joe Walsh), y en Newcastle derribé todo el equipo de sonido en un arranque de ira.
Pero fue Keith el primero en derrumbarse literalmente. En noviembre, en el Cow Palace de San Francisco, se desplomó en el escenario después de haber ingerido tres pastillas de un calmante para elefantes. Lo tuve que arrastrar de vuelta a la batería cuando volvió en sí; y le dio otro colapso. De entrada pensé que quizá estaba actuando. Al recobrar la consciencia bromeó, y mientras duró el concierto me tomé aquella debacle como una comedia. No fue hasta más tarde cuando me inquieté de verdad, al saber que había ingerido una substancia tremendamente fuerte y potencialmente letal.
Fue la primera actuación de toda nuestra carrera en que tuvimos que abandonar porque uno de los cuatro la cagara hasta ese extremo. La gira americana promocional de Quadrophenia prosiguió después del desvanecimiento de Keith, y tanto Roger como yo sentimos la necesidad de contar la historia antes de cada concierto, en ocasiones entre una canción y otra. Entre las reseñas hubo de todo, la mayoría eran positivas, pero Robert Hillburn en Los Ángeles, siempre efusivo, parecía contrariado por la «impresión de que el gran momento —y, por tanto, la importancia— del grupo se está deshinchando».
En Montreal, Keith montó una fiesta en una suite elegante del recién estrenado hotel Four Seasons. Nos circundaban bandejas con pilas de comida. En un momento dado, el kétchup, reacio a salir del frasco como de costumbre, acabó pringando la pared. El efecto me pareció estéticamente llamativo.
—Alguien debería enmarcarlo —dije.
Keith se mostró de acuerdo y echó una mirada en derredor. Descolgó un cuadro de la pared, le quitó la pintura de un puñetazo y sostuvo el marco sobre la salpicadura de kétchup. Aplausos. Recordé entonces mi primera clase en el Ealing Art College, agarré un cuchillo de carne, me rajé la mano y embadurné la pared con sangre.
—¡Esto es una raya!
Más aplausos. Y entonces se armó la gorda. Lo que había empezado como una broma acabó con un sofá lanzado por la ventana sobre el bonito jardín del patio del hotel. Mientras hacía añicos el vidrio templado, reflejando estanques, helechos y arbolitos en el jardín, nos quedamos momentáneamente paralizados. Justo enfrente de nosotros estaba la zona de recepción tras una pared de cristal. El personal del hotel nos miraba atónito. Y nosotros miramos igualmente horrorizados, tras recobrar el sentido.
Tres policías francófonos respondieron a la llamada, y una vez en la habitación registraron mi equipaje. Encontraron algunas revistas eróticas que agitaron como si hubieran descubierto un cuerpo descuartizado en un escondrijo. Reconocí haber tomado parte en la destrucción. (Puede que incluso añadiera algún comentario sobre arte, visto que seguía levemente borracho).
—Vaya —dijo uno, en inglés, mirando mi pasaporte—. Tú eres el que pateó al poli.
Y siguió hablando en francés, sin que yo entendiera mucho de lo que decía. Aunque no eran piropos. Me llevaron a un cuarto en el sótano y, cuando empezaron a arrinconarme amenazadoramente, apareció el gerente, que había sido despertado, en la puerta.
—¿Qué pasa aquí? —dijo en francés.
—Es un interrogatorio —ladró uno de los polis.
—La habitación para uso de la policía está arriba —dijo el gerente, con firmeza. Les dio el número de la habitación, esperó hasta que se pusieron en movimiento y cerró el cuarto con llave. Probablemente me salvó de una paliza.
Todos los miembros de nuestra comitiva fueron arrestados y encerrados, también Roger, que ni siquiera había participado en la fiesta. Las celdas estaban abarrotadas, así que me tocó compartir una con el asistente de Keith, Pete Butler. Nos turnamos para poder dormir en un banco. A Mike Shaw, que había viajado con nosotros en su silla de ruedas y no podía entrar ni salir de la cama sin ayuda, lo dejaron en el hotel, pero se llevaron a su enfermera con nosotros.
Peter Rudge, que se había sumado al altercado, consiguió llamar al promotor, que pagó por los daños. Más adelante, cuando vi una foto de la habitación, me quedé boquiabierto. Lo habíamos destrozado todo.
Tan pronto como llegamos a Gran Bretaña, Lou Reizner montó otra gala benéfica con su orquestación de Tommy. Rehusé participar, pero asistí encantado. Era la primera vez que veía a Roger desde la platea. El tío lograba proyectarse sobre la multitud, con la mirada fija en el corazón de la audiencia, al tiempo que se dirigía a todos y cada uno de nosotros. Tenía la técnica de un experimentado actor teatral.
—Es muy bueno, ¿no te parece? —exclamé ante Karen.
Luego tuvimos una pequeña serie de conciertos en Londres, y Navidad estaba ya a la vuelta de la esquina. Las críticas de nuestros conciertos empezaban a mostrarse algo quisquillosas, otras eran directamente malas. Comparados con otros grupos seguíamos siendo buenos, pero estábamos perdiendo la magia.
Y no era porque no lo diéramos todo sobre el escenario, con actuaciones notablemente largas que en ocasiones se dilataban hasta las dos horas y media. Sin embargo, todos nos dábamos cuenta de que por más empeño que le pusiéramos, Tommy había sido el sostén de nuestras actuaciones en vivo entre 1969 y 1972, y también el factor aglutinante de las críticas positivas que habíamos cosechado.
Quadrophenia no había cumplido como Tommy su función de espinazo de nuestras actuaciones en vivo.