Bebía, lo dejaba, entonces volvía a beber, y luego ya no. Era blanco o negro, ahora sí, ahora no, en casa o de gira. Cuando bebía, bebía mucho, pero raramente la pillaba hasta perder la conciencia. Las opciones que me brindaba el alcohol —animarme, afligirme o insensibilizarme— me ayudaron a pasar años difíciles.
En 1972 Emma tenía dos años y medio y Minta seis meses. Por fin teníamos una niñera, Trisha, que me hacía también de secretaria a tiempo parcial. Trisha era vivaracha y fuerte y le importaba poco quién fuera yo. Era una fan de Bowie, y solía irritarme con las descripciones arrebatadas de su maravilloso maquillaje como Ziggy Stardust. Para devolver el golpe, yo la pinchaba asegurando que Tommy había sido su inspiración.
En la época que planeaba mi viaje a la India y ponderaba el ascenso de Ziggy Stardust, empezamos a pasar los fines de semana en el «Templo» de Cleeve. Nunca había sido pensada como un hogar permanente, ya que no pretendíamos abandonar la pequeña casa jorgiana de Twickenham. La casita de Cleeve era fría, desapacible y algo astrosa, plagada de corrientes de aire. La odiaba. Pero estaba junto al río y encarada hacia los prados del sur y las suaves colinas de Streatley en la orilla opuesta. Cuando salía el sol era bastante agradable. La redimía la proximidad del río, tal como sucedía en Twickenham, donde seguíamos apiñados como sardinas en lata a pesar de que Karen había derribado varios tabiques.
Al vivir modestamente, sentía que podía decir lo que me apeteciera sobre cualquier cosa que me ofendiera de la gente rica, fuera quien fuera. Pocos de nuestros amigos poseían casas ostentosas, nadie en el grupo era rico. Roger compró su casa Tudor por una cantidad ridícula, y buena parte de la restauración la hizo con sus propias manos. La Tara House de Keith era espléndida y delirante, pero él estaba hipotecado hasta las cejas. John no se había decidido a derrochar pasta en una casa, y vivía feliz en un adosado de Ealing, aunque lo compensaba con los Cadillacs y los fármacos que guardaba en la guantera. Nuestros coches, fueran caprichosos, llamativos o ñoños, habían sido comprados a crédito. Habíamos trabajado duramente. Habíamos conseguido éxito y disfrutado de él, pero seguíamos sin un duro.
Mis dos hermanos seguían viviendo en Woodgrange Avenue, en el piso de encima de mis padres, el mismo que Barney y yo habíamos compartido por un tiempo. Mamá había hospedado a un sinnúmero de músicos y le había dado un hogar a mi niñera en sus últimos años. También al tío Jack. Siempre había gente entrando y saliendo y reinaba el buen ambiente. Woodgrange Avenue era una calle sin salida y todos se conocían, los vecinos disfrutaban de mi notoriedad, y podían hablar sobre lo cabroncete que era de niño.
Si aparecían fans de los Who mis padres les daban coba. La verdad es que la puerta estaba siempre abierta. Papá cada vez tocaba menos, y cada vez jugaba más al golf y a snooker, preparándose ya para el retiro. Mamá seguía con la misma energía, y no paraba. Gran narradora, se reía muy a menudo y sus amigos la querían, pero también era capaz de estallidos de ira desaforados. Aprendí mucho observando a mis padres. Entre ambos parecían mostrarme el camino de en medio: la senda budista hacia la liberación interior.
Durante la fiesta de cumpleaños de papá, el 28 de enero, me cameló para que me tomara un whisky. Llevaba un mes sin tomar una copa, pero papá era persuasivo, y un bebedor olímpico.
Al día siguiente, algo resacoso, dio comienzo mi peregrinación a la India.
Fui convocado por Sarosh Irani, el miembro de la familia de Meher Baba que había organizado las celebraciones por la defunción del maestro. Cuando llegué, los reunidos sugirieron que interpretara algunas canciones. En aquella ocasión toqué «O Parvardigar», mi versión de «The Master’s Prayer», y «Drowned», que luego aparecería en Quadrophenia. Mientras tocaba ante la tumba en que yacía el cuerpo de Meher Baba, lo avisté un instante, sentado en un sillón, agitando la mano de lado a lado como un metrónomo. En la grabación que hice, se puede oír cómo pierdo el compás ante la visión.
En mi sumisión espiritual ante la tumba de Meher Baba pasé por los mismos apuros que había sentido junto a su cama en la casa de Myrtle Beach: sólo se me ocurrían pensamientos obscenos. Sigo sin saber de dónde salían, pero en cualquier caso me impedían integrarme como el resto de peregrinos. Aparte de este inconveniente, estaba fascinado, no sólo por los discípulos y seguidores del maestro, sino por la India.
Me alojé en la villa de Sarosh —un lujo, habida cuenta del entorno—, y su esposa Viloo cuidó de mí solícitamente. Pero el viaje fue un no parar. En Myrtle Beach había sentido con mayor hondura la presencia de Meher Baba. Aunque conocer a tantos de sus discípulos hindús significó mucho para mí, lo que más llegué a disfrutar en aquel viaje fue que resultara tan natural, amable, auténtico y familiar.
De vuelta a Londres, Lou Reizner empezó en abril a grabar su álbum orquestal de Tommy. Yo no veía claro que Roger protagonizara el papel de Tommy —según pretendía Lou—; sentí que perdíamos la ocasión de presentar una voz diferente y nueva. Pero tan pronto como oí las primeras pruebas, cambié de opinión. Roger había crecido tremendamente como cantante, y escucharle con una orquesta demostraba que era la elección idónea.
Lou reclutó además a un buen surtido de celebridades para que tocaran con nosotros. Yo no trabajé con los arreglistas, y sólo asistí a la primera y última sesión en el estudio Olympic. La primera me pareció espantosa. Cuando David Meesham empezaba a dirigir a la Orquesta Sinfónica de Londres, con el legendario ingeniero Keith Grant al mando, irrumpieron una batería y un bajo de rock con su enorme amplificador. Los detalles orquestales se perdían bajo aquel fragor, y el efecto era atroz.
Aunque Keith Grant hizo todo lo que pudo, aquello era insalvable. La grabación se realizó en unas pocas tomas, pero nada me parecía de provecho. Lou Reizner echó al arreglista musical por su inclusión de batería y bajo eléctrico en vivo y le pasó el testigo a Will Malone. El cambio fue extraordinariamente positivo y los temas sonaban mucho más a rocanrol auténtico. Con todo, ya no volví a las sesiones hasta la última.
Las primeras actuaciones en público de la orquestación de Tommy iban a ser unos meses después.
Una vez que Karen, las niñas y yo estuvimos debidamente instalados en la casita de Cleeve en junio de 1972, pensé en equipar mi estudio. Tenía una consola de mezclas Neve lista para funcionar y deseaba ocuparme yo mismo de la instalación, tal como había hecho previamente con mis estudios caseros. La instalación acústica era un trabajo tedioso y el cableado, sumamente complejo. En lugar de ocho canales, ahora lidiaba con dieciséis, tenía una consola más grande y, con sus conexiones añadidas, la maraña de cables resultaba inextricable. Trisha sugirió presentarme a su amigo Rod Houison, un músico e ingeniero de sonido que podría encargarse de la instalación del estudio, y ejercer también de chófer y de escolta.
Rod me gustó enseguida. Para facilitar el trayecto de Twickenham al estudio, me compré una limusina Mercedes 600. Este extraordinario vehículo de seis puertas, con ventanillas ahumadas y televisión, se convirtió en el utilitario de Rod. Trabajaba seis días a la semana, conduciendo a Cleeve y de vuelta: una media de unos mil seiscientos kilómetros a la semana.
Con Rod al volante, podía salir tranquilamente con amigos y emborracharme. Me sentaba en la trasera como un huevón, bebiendo coñac, dictando cartas de respuesta a los fans y poniendo música bien alta. En ocasiones, para dejar claro que el coche lo ocupaba un rufián del rock —y no un potentado, papa o dictador—, bajaba la ventanilla y sacaba mi bota Doc Marten.
Aquel mes de junio experimenté otra revelación, menos enrevesada que la que había dado origen a Lifehouse, aunque igualmente arriesgada a título personal. En cualquier caso, si debía proveer a los Who de nuevo material, tenía que asumir el control absoluto. Sabía que iba a ser duro, pero ya me había recuperado suficientemente de Lifehouse para embarcarme en un nuevo álbum. Intentaría evitar cualquier complemento fílmico, y me centraría en la música y la historia: sucinto, simple y efectivo.
También me di cuenta de que en el tratamiento de Nik de Rock Is Dead había algo importante que había pasado por alto. Los cuatro miembros de la banda éramos muy distintos y, a estas alturas, notablemente excéntricos, a pesar de nuestra juventud. Esto brindaba accesos distintos a nuestra música por parte de los fans. El tratamiento de Nik ayudaba a identificar a los Who como «transmisores» para sus fans. Las actuaciones en vivo nos llenaban y vigorizaban; los fans nos transmitían esa energía y nosotros la explotábamos para recargar nuestra actuación. Sin los conciertos dejábamos de tener función alguna.
Con el grupo empecé a sentir una curiosa dualidad. Me podía ver como el guitarrista de la banda. Hacía mi trabajo, raramente lo hacía mal, y recogía mi parte de los laureles. Verme en igualdad de condiciones como integrante de un colectivo me infundía la humildad necesaria. Existían una docena de guitarristas mucho mejores que yo. En todo caso, durante las entrevistas de prensa asumí de pronto el rol de guía de la orientación musical de los Who. Era una voz nueva la que empezaba a hablar y, como un individuo poseído, a menudo me sorprendía lo que decía. En mayo de 1970, por ejemplo, había declarado esto a la revista Rolling Stone:
Creo que el rock puede con todo, es el vehículo definitivo para cualquier cosa. Es el vehículo definitivo para decir lo que quieras, para cargarte lo que quieras, para construir lo que quieras, para matar y crear. Es sin duda el vehículo definitivo para la autodestrucción, que es lo más increíble del mundo, porque nada hay tan efectivo como eso, no en términos de arte, en todo caso, o de lo que llamamos arte. No puedes ser de la misma eficacia autodestructiva como escritor, por ejemplo, o como pintor, no puedes llegar a estar seguro de que no volverás a levantar la puta cabeza; mientras que como estrella del rock sí puedes.
La dualidad proseguía cuando cerraba la puerta del estudio y me ponía a escribir y a grabar canciones nuevas; entonces los Who pasaban a ser una especie de cliente. Y fue con este enfoque que me había embarcado en Rock Is Dead. El atisbo que me había procurado Nik sobre los cuatro personajes extremos que conformaban los Who era todo con lo que contaba. ¿De qué modo podía escribir algo nuevo y grande para los Who y, al mismo tiempo, hacer que cada uno de los miembros se sintiera parte integrante del proceso?
Mi idea consistía en llevar al grupo de vuelta a las raíces. Entonces éramos diferentes, nos habíamos integrado en la esfera mod, y necesitábamos volver a pasar por eso. Al menos yo. Ya a los cuatro años formaba parte de una pandilla que callejeaba suelta por Acton. Y cuando estás en una pandilla enseguida te das cuenta de aquello que no encaja por tu parte. Estos defectos aparentes pueden convertirse en activos, son aquellos rasgos que te hacen interesante y útil.
¿Y qué significaba todo aquello para mí? Toda la brasa que me daban en el grupo por seguir a Meher Baba dejaba claro que lo que yo no podía encajar en la pandilla de los Who era mi anhelo espiritual, mi inquietud creciente por la carencia de un propósito. Aquel verano escribí esta reflexión:
El río me lleva a pensar en los viejos tiempos. De algún modo, aquellos días junto al agua fueron los mejores, con un primer amor y todo su potencial. Las cosas deberían de haber salido mejor. Estos sentimientos conducen a una desesperación mayor. No es un problema mental o del corazón o físico, no es frustración. Más bien una honda y empalagosa desesperación espiritual. Empalagosa porque no hay respuesta posible. ¿Qué me importa si debo cortarme el pelo?
Aquel debía ser el primer verso de la canción «Cut My Hair», que surgió a partir de la disonancia cognitiva entre mis inquietudes mundanas y mi desespero espiritual. Me remitía también a Tommy, dejando claro que esta vez quería tratar de permanecer «dentro» de mi héroe durante toda la ópera. Y seguía: «Podemos seguir los últimos años de la adolescencia de un chaval hasta el punto en que pasa por diversas experiencias que le dejan jodido. Asumiré un enfoque a cuatro bandas. El chaval es, de algún modo, quadzrofénico».
Esta es la primera mención de lo que sería el título provisional de Quadrophenia (sin la «z»). En el primer esbozo no elaboraba en absoluto el escenario, que luego resultaría fundamental, pero ya contemplaba a mi héroe como un mod.
Pasa por toda una serie de tentaciones. Se da cuenta de lo que hace aflorar las cuatro facetas de su carácter. El bueno, el malo, el romántico y el demente se aúnan. Y su victoria es extraña, se siente exultante al ver fundidas todas sus partes. También se entristece por la nostalgia al mirar atrás. Algo le hace desear volver a vivir.
Mi héroe era alguien a quien yo seguía muy apegado.
Tras nuestros fiascos vacacionales en la isla de Osea y Bayshore, Karen y yo decidimos que nos convenían unas auténticas vacaciones en familia. Saldríamos con la autocaravana y nos llevaríamos toda la comida que precisaran las niñas. Queríamos sol, así que nos decidimos por el sur de Francia, y reservamos un espacio donde estacionar cerca de Marsella. En la parte de atrás construí una litera para Minta, cargamos el triciclo de Emma y mi guitarra, y partimos. El viaje nos llevó por el corazón de Francia, y cada parada era una aventura.
A veces conducía de noche mientras la familia dormía. Me reconfortaba cruzar pueblecitos donde, pasada la medianoche, familias enteras se sentaban fuera de sus casas, bajo las luces acogedoras, bebiendo vino, jugando a petanca y disfrutando de la brisa. Cuando íbamos de compra, Karen y yo nos agenciábamos garrafas de vino del lugar —mejor que el burdeos—, y luego hacíamos el amor mientras las niñas dormían. Fueron días felices.
Durante el viaje por Francia trataba de no dar bola a mi nueva idea, pero en los trayectos largos dejaba que emergiera. Quadrophenia. Quería hacer un álbum que marcara el décimo aniversario de los Who. Algo que sustituyera a Tommy en el escenario. También buscaba el modo de dar coba a cuatro egos excéntricos, generar buen ambiente y reunirnos a todos. Creía que tenía una última oportunidad para hacer algo que nos mantuviera unidos. Mis compañeros de grupo ya casi ni me escuchaban.
El 2 de agosto llamó Bob Pridden, algo angustiado por Eric Clapton. La socia de Bob, y su futura esposa, Mia, era buena amiga de Alice Ormsby-Gore, novia de Eric, y estaba terriblemente preocupada por la posibilidad de que la pareja hubiera sucumbido a su prolongado consumo de heroína. Alice, la hija pequeña de Lord Harlech, había empezado a salir con Eric cuando tenía dieciséis años. Bob me pidió si podía ir con él y con Mia para ver cómo estaban las cosas.
Nos encontramos aquella noche en un pub cerca de la casa de Bob en Ripley. Llovía a cántaros, así que hasta la hora de cerrar no salimos para la preciosa casa de campo decimonónica de Eric. Algo borracho, mientras pregonaba el agarre de mi Porsche bajo condiciones adversas, perdí el control en una carretera mojada y casi nos matamos. Acabamos encajados entre dos árboles, habiéndolos esquivado milagrosamente. Llegamos a casa de Eric a las once y media. Qué paradoja sin gracia la de un borracho accidentado ofreciendo asistencia a un yonqui.
Llegamos en el mismo momento que Alice, que había ido y vuelto de Londres para pillar heroína. Eric estaba escuchando a Bill Withers y J.J. Cale, apacible y relajado. La casa era el paradigma de mansión en Surrey; Eric sigue viviendo allí y me sigue pareciendo una de las mejores casas de Inglaterra. Se mostró, como de costumbre, cordial y gracioso. Dos espléndidos bracos de Weimar trotaban a su alrededor mientras añadía unos troncos al fuego.
Alice se adormiló casi de inmediato. Bob, Mia y yo no sabíamos cómo tratar con heroinómanos. Yo sólo sabía que Eric había dejado de actuar y que le resultaba muy difícil grabar. Me mostró su pequeño estudio en el garaje, que tenía una consola Helios y una grabadora de ocho pistas. Una virguería. Me ofrecí a colaborar con él en algunos temas que tenía empezados. Nadie habló de heroína ni comentó el motivo de nuestra visita, pero en el fondo se sobrentendía. Cuando Bob y yo nos marchamos a las cinco de la madrugada, me llevé dos bobinas bajo el brazo y pensaba que quizá Eric reaccionaría si se reencontraba con la música.
Hacia el final de la gira veraniega por Europa, convencí a Eric y Alice para que se reunieran con nosotros en París; de este modo quizá se animara y volviera a interesarse por tocar de nuevo en grandes escenarios. Los Who debíamos actuar en un evento diurno colosal, la Fête de l’Humanité, el festival promovido por el órgano oficial del Partido Comunista Francés para recabar fondos. La verdad es que no tenía ni idea hasta que me vi en el escenario ante todas aquellas banderas rojas. Eric y Alice, estilosamente vestidos, permanecieron a un lado del escenario: incluso ciegos, se mostraban elegantes y educados. Pero llegado un momento, quizá porque yo no dejaba de correr y brincar ataviado con el mono y simulando lanzar granadas de mano, Eric se empezó a descacharrar de risa.
—¡Prueba tú a mantener a la puta banda enchufada! —le chillé por encima del griterío.
En 1972, en el plazo de un mes se produjeron una serie de incidentes que deberían haber servido de aviso para que bajara el ritmo. Una noche en que mi chófer Rod se había quedado en casa por gastroenteritis, salí con el Mercedes a toda mecha, la policía me siguió y me arrestó. Pasé la noche en el calabozo. El caso se resolvería en los tribunales. Perdí el permiso de conducir por exceso de velocidad.
En una cena familiar con amigos, alguien comentó que todos los hombres eran iguales. Como respuesta se me ocurrió arrasar con la adorada porcelana de Karen en la cocina. Aunque pretendiera ser un gesto irónico, fue más bien el comportamiento de un capullo.
Después de una cena con la familia de Karen en Moulsford, en el breve trayecto hasta la casa de Cleeve, me enojé con nuestra amiga Johanna Freudenberg porque no había dejado de atosigar a su compañero Chris Morphet por su conducción. Tan pronto como llegamos, me monté en el Porsche y lo estrellé contra un árbol en la vía de acceso. Ni siquiera entonces tuve muy claro qué tipo de escarmiento pretendía darle a Johanna.
Durante una riña familiar llamé cobarde a mi padre por haberse sometido a los designios de mamá. Y una noche en Cleeve, durante un fin de semana en que mis padres vinieron a visitarnos, estuve largando reproches a mamá durante una hora hasta que papá intervino y se acostaron. Yo me senté con la botella de brandy, y me puse a llorar. A la mañana siguiente, Johanna comentó que no me identificaba con esa «emocionalidad latina». Estuvo amable. Yo me había comportado como un gilipollas.
Durante los primeros meses de 1972 ya había pasado tiempo suficiente como para que me recobrara del trabajo excesivo y de las presiones sufridas durante los primeros cinco años de nuestra carrera como grupo. Pero no me había recobrado. Cuando empecé de verdad con Quadrophenia ya estaba agotado. En diciembre, el estreno de la orquestación de Tommy por Lou Reizner en el Rainbow debería haber sido una magnífica velada, pero fue un mero pretexto festivo para beber, y la cosa se jodió.
Para ejercitar la memoria había escrito la letra interminable de «Sally Simpson» en un bloc. Aquella noche, alguien —como gamberrada o por fetichismo— había arrancado la mitad de las páginas. O así me lo pareció. En lugar de remontarme al principio de la canción, tal como había hecho al interpretarla para los asistentes a la fiesta, simulé que me limpiaba el culo con el bloc y lo arrojé a la audiencia. Al hacerlo, las hojas revolotearon en el aire y me di cuenta de que no había mirado hasta el final: las páginas que buscaba estaban algo más adelante.
Toda esa negatividad estaba afectando a mi trabajo. La casita de campo no ayudaba mucho. Cuando el sol se ponía se volvía lúgubre y deprimente. El agua del río ya no arrojaba destellos de luz; de noche imperaba una humedad helada, un viento gélido. No era de sorprender que Jimmy, el mod de Quadrophenia, al emerger de la crisálida en aquellos meses de otoño e invierno, fuera un quejumbroso capullo.
Quadrophenia no es un relato lineal, más bien una visión onírica algo distorsionada. La personificación consumada por Nik de los cuatro miembros de los Who, bautizada como Tommy en Rock Is Dead, pasó a llamarse Jimmy en Quadrophenia, y todo lo que mi héroe necesitaba eran unos cuantos días para sanar de su condición de fan de los Who. Quería que todos los que escucharan el disco se encontraran a sí mismos y encontraran su historia en él, también los integrantes del grupo. Si mi malestar, y el de Jimmy, era espiritual, entonces los miembros de los Who iban a tener que tragar con ese hueso espiritual, porque el malestar de nuestros fans me parecía de ese mismo tenor.
A pesar del revés de Lifehouse, seguía convencido de que nuestros fans podrían instilarnos su energía creativa. Y que en ellos nos encontraríamos.