En el otoño e invierno de 1970 empecé a sufrir regularmente episodios maníaco-depresivos. Para aliviarlos, bebía. Uno de esos episodios se produjo después de un concierto en el norte cuando, en lugar de irme al camerino después de una enérgica actuación experimental, me perdí entre el público. Tenía ganas de mezclarme, de encontrar cierta conexión con la audiencia para entroncar con la concepción «colectivista» algo subida de tono que había expuesto en mi segundo artículo en Melody Maker. Pero acabé enzarzado en una pelea y me fui a casa conduciendo a toda velocidad. Me perdí, perdí la conciencia y no llegué hasta primera hora de la mañana. Por entonces, dábamos una media de un concierto cada tres días, y si sobraba algo de tiempo enseguida me buscaba algo que hacer. Es probable que fuera presa del agotamiento.
Pete Kameron, un curioso gnomo al que Kit y Chris habían contratado como su propio mánager, se vino de Nueva York para que le explicara la idea de Lifehouse. Tanto Chris como Pete Kameron sugerían que mis complejas ideas para Lifehouse necesitaban en realidad una estructura teatral, y que podría ser de gran ayuda trabajar conjuntamente esas ideas en el Young Vic Theatre.
Al día siguiente tuve mi primer encuentro con el recién inaugurado Young Vic. Frank Dunlop, un amigo de Kit, era su director artístico, y nos entendimos muy bien. Yo seguía algo inestable emocionalmente, y con la cabeza bullendo de nuevas ideas —embrionarias en su mayoría—, traté de disfrutar las fiestas de Navidad y Año Nuevo con la familia. No creo que fuera de gran ayuda.
Hacia finales de 1970 ya tenía casi listo Lifehouse. Había trabajado sin tregua, estaba paranoico, me faltaba dinero en efectivo y, a pesar del respaldo familiar, me sentía solo. Con todo, Lifehouse me estimulaba, y me veía con fuerzas para terminarlo. Mi entusiasmo se intensificaba al explorar el terreno entre la magia espiritual de la música y el funcionamiento de la física. Lamentablemente, la comunicación de todo aquello se truncaba con el lenguaje al que yo recurría, algo de ciencia ficción, un poco de palabrería mística y, como guinda, atisbos visionarios del papel que los ordenadores podrían jugar en el futuro de la música electrónica.
Las maquetas de Lifehouse se grabaron en su mayoría en enero y principios de febrero de 1971. Interpreté cada una de las partes en cada canción, esforzándome particularmente por conseguir un buen sonido de percusión. Unos días antes de empezar las sesiones conjuntas de trabajo en el Young Vic, se publicó mi séptimo artículo en Melody Maker.
La música que tocamos tiene que ser la de mañana, las cosas que decimos deben ser de hoy y los motivos para preocuparse fueron ayer. La idea consiste en crear a la primera superestrella auténtica. La primera auténtica estrella capaz de ponerse en pie y decir que merece ese nombre. La estrella seremos todos nosotros.
El Young Vic se convierte en «Balneario», los Who se convierten en músicos y la audiencia pasa a ser parte de la fantasía. Hemos inventado la fantasía en nuestras cabezas, el ideal, y ahora queremos que se haga realidad. Queremos oír la música con la que hemos soñado, ver que la armonía experimentada temporalmente en el rock se consolide y sentir que lo que hacemos CAMBIE la cara del rock y luego, quizá, a la propia gente.
El primer día en el Young Vic, Kit se presentó y se puso a admirar las enormes pinturas que yo había encargado a mi excéntrico amigo artista John Davis. Cada una de ellas representaba a un miembro de la banda, a sus familias y al modo en que vivían sus vidas. Mientras Bob y yo lidiábamos para hacer funcionar un sistema PA cuadrafónico, Kit desapareció y ya no lo vi más durante aquellas sesiones de taller. Por su parte, Hoppy (John Hopkins), de mi época del UFO Club, no dejaba de sonreír travieso mientras correteaba con su equipo y las cámaras de video: «¡Esto es radical, Pete!».
Hoppy era una voz aislada. Roger, John y Keith parecían completamente fuera de onda. Frank Dunlop, el joven director artístico, estaba junto a Chris con expresión de que le habían timado. Dunlop había reservado una semana entera para aquellas sesiones, y en pocas horas estaba claro que no iban a rendir nada provechoso para nadie.
El segundo día fue tan estéril como el anterior. Conseguimos interpretar algunas canciones con una pista de acompañamiento pregrabada, pero sin producir nueva música. El público que habíamos reunido no tenía acceso a instrumentos electrónicos, ni a una triste pandereta. Cualquier pretensión de crear música que reflejara a la audiencia —no más de treinta personas[10]— tenía que dejarse de lado.
Necesitábamos más tiempo y dinero para que aquello funcionara del modo que habíamos concebido. Acabamos en el pub del barrio, donde Chris me dijo que Kit había tenido que volver a Nueva York para terminar un álbum que tenía a medias. Pregunté sobre la financiación que Universal había prometido para Lifehouse, Chris se mostró evasivo. La versión de «Amazing Grace» cantada por Judy Collins empezaba a sonar en la gramola y Keith pulsó el botón de avance. «¡No vamos a escuchar esta basura!», proclamó. Un parroquiano encallecido volvió la cabeza y le dijo quedamente a Keith que volviera a poner la canción o se atuviera a las consecuencias. Keith obedeció. Así pues, no parecía que fuéramos a producir transformaciones musicales significativas en la audiencia.
La desolación que sentí después del segundo día en el Young Vic fue enorme, al ver que toda mi fabulosa imaginería chocaba con la realidad. Mi literatura grandilocuente, las aparatosas teorías en el Melody Maker, los guiones, la tecnología, las presentaciones para captar dinero de Universal, las canciones, la lucha tortuosa por rendir creativamente al tiempo que no dejábamos de dar conciertos: todo aquello para nada. Los Who hicieron una última aparición de fin de semana en el Young Vic, donde tocamos un montón de viejos éxitos. Entendía que debía abandonar el proyecto de Lifehouse, o empezarlo de nuevo.
Me preocupaba la intimidad de la familia en nuestra pequeña casa, especialmente ahora que Karen estaba de siete meses. Algunos fans habían empezado a llamar a la puerta. A veces, acertaba a mostrarme amable, pero si me interrumpían mientras estaba escribiendo perdía la paciencia, lo que podía desembocar en discusiones aguerridas en el umbral de casa. A menudo, los fans se sentían con derecho a importunarme porque habían logrado localizarme y habían recorrido un largo trecho hasta allí. Nuestra vida privada también había sido perturbada por parte de algunos hippies de la cercana comuna de Eel Pie Island, que parecían verme como fuente de abastecimiento. El caso es que yo no pasaba suficiente tiempo en casa como para aportar seguridad, y tampoco me atraía la idea de contratarla.
Karen trataba de apoyarme, pero la verdad es que yo había estado trabajando en una auténtica burbuja desde el verano anterior. No podía explicarle a nadie cómo me sentía. Seguía padeciendo ataques de ansiedad maníaco-depresivos, oyendo voces y música, sufriendo visiones. Lo único que me ayudaba era el alcohol. Lo más descorazonador era el hecho de que al escuchar mis maquetas, no se me ocurría de qué modo podría escribir algo mejor algún día, por más que lo intentara. Durante el día, paseaba al perro sin parar, arriba y abajo por el sendero del Támesis. Traté de dar algunas entrevistas, pero en lugar de espolearme, sólo empeoraron las cosas. Entre los críticos musicales y yo se había abierto una brecha: yo deseaba su respaldo, pero sólo estaban dispuestos a dármelo si les explicaba mi trabajo en un lenguaje llano.
Que Lifehouse fracasara a la hora de inspirar al grupo de un modo que, a su vez, me inspirara a mí, fue particularmente sorprendente porque había recurrido a las mismas técnicas que había utilizado en Tommy. Esta segunda vez no funcionaron. Un gran factor diferencial era la ausencia de Kit. De algún modo había acabado desempeñando el mismo rol que había ejercido Jimpy en mi infancia: compañero de aventuras y catalizador creativo. Pero Kit le había pasado el relevo a Pete Kameron, y sin el apoyo y entusiasmo de Kit mi confianza en el potencial de Lifehouse se diluyó, del mismo modo en que mi mundo se había ensombrecido con la marcha de Jimpy.
Aunque Chris trataba de defender el fortín en Londres, sin saberlo yo las drogas se estaban ensañando con los Who por los cuatro costados. El personal de management iba siempre anestesiado o colocado. La cosa parecía ya la estampa arquetípica de decadencia rock y delirios de grandeza, y todos los niveles de nuestra estructura se veían afectados.
Kit comentó a la gente de Universal que yo estaba enloqueciendo. Quizá no anduviera muy desencaminado. Pero también les dijo algo totalmente descabellado: Lifehouse sería el título provisional de unos talleres musicales destinados en realidad a la producción de una película sobre Tommy. Aquello era otro clavo más en el ataúd de Lifehouse.
En aquel momento apenas tenía contacto con el resto de la banda. Ni siquiera me felicitaron por la llegada desde Boston de mi nuevo sintetizador de estudio ARP. Me lo entregó el músico y programador Roger Powell, que captaba perfectamente el concepto de Lifehouse y aportó ideas espléndidas al proyecto, pero ya era tarde. Pasé un tiempo jugueteando con el sintetizador, pero al poco perdí las ganas.
Aquella misma semana, recibí una llamada completamente inesperada y amistosa de Kit. Seguía en Nueva York y su entusiasmo chispeaba a través de la línea. Estaba encantado con un nuevo estudio de grabación llamado Record Plant, diseñado por el especialista en acústica Tom Hidley. Decía que me iba a entusiasmar, y sugirió que apañara un ensayo expeditivo de las canciones que tenía ya listas, y luego volara a NY para grabar con él.
Una plegaria atendida que nunca había formulado. Estaba tan eufórico que, mientras sacaba a pasear el perro, no dejaba de reír y llorar por el parque, aliviado. Kit, mi querido Kit, había venido al rescate. Nueva York. Primavera. ¿Qué mejor medicina podía haber?
El Record Plant era justamente lo que Kit había anunciado. La espaciosa sala de control disponía de una consola impresionante. Tom Hidley había diseñado sus propios bafles con altavoces de agudos de madera; pegaban fuerte y con gran calidad. El estudio contaba con dos cabinas insonorizadas —algo inusual por entonces—, y eso permitía que las pistas de acompañamiento con guitarra acústica en vivo y primera voz se grabaran al mismo tiempo que la sección rítmica.
Las canciones que tenía listas para grabar ya las habíamos interpretado un par de veces durante las caóticas sesiones del Young Vic, así que fue pan comido darles un poco de vida en una sala de ensayo. En vivo todas ellas sonaban estupendamente: «Won’t Get Fooled Again», «Behind Blue Eyes», «Baba O’Riley», «Love Ain’t for Keeping», «Let’s See Action» y «Getting in Tune». Circulaban un par de discos de acetato (luego pirateados) con canciones que no había tenido tiempo de ensayar en Inglaterra, pero que la banda había estado escuchando: «Bargain», «Pure and Easy», «Going Mobile», «Greyhound Girl», «The Song Is Over», «Teenage Wasteland» (una versión alternativa de «Baba O’Riley»), «Mary», «Too Much» y «Time Is Passing».
Jack Adams era el nuevo ingeniero de sonido de Kit. Se trataba de un viejo amigo con quien habíamos trabajado algunas canciones junto a mi amigo Steve Baron, en un pequeño estudio de Nueva York. Jack decía siempre que detestaba el rock duro —prefería el R&B—, así que me sorprendió verlo al mando en aquellas sesiones. Recuerdo cuando nos pedía que la caja sonara como una «polla dura». En todo caso, conseguía un sonido fantástico.
Después de la sesión traté de aplacarme tomando una copa, como de costumbre. Roger se había juntado con uno de sus contactos, y Keith y John se habían evaporado por los clubes de la ciudad. Pasé la mañana siguiente en la habitación del hotel, repasando letras, tratando de hallar el modo de persuadir a Kit para salvar el componente cinematográfico de Lifehouse.
Durante las dos primeras sesiones de estudio, Kit no apareció. Sabía que estaba en el mismo hotel que nosotros, uno de nuestros preferidos: el Navarro, frente a Central Park. Al tercer día, llegó con su asistente Anya Butler. Me sorprendió, pues no sabía que seguían trabajando juntos. Kit iba vestido elegantemente pero con salpicones de comida, como de costumbre, el cigarrillo sempiterno en mano, exhibiendo su sonrisa burlona y listo para la acción. Jack ya tenía pensado el sonido para el grupo, y empezamos con «Behind Blue Eyes», que efectivamente sonaba muy bien.
Por la noche vino Andre Lewis, un teclista que había trabajado con Patty LaBelle, para tocar el órgano en «Getting in Tune». Durante la coda, mientras la banda andaba soltándose a gusto, fuimos testigos de la condición desquiciada de Kit por efecto de las drogas, cuando apareció con un trozo de papel donde había garabateado no sé qué indicación. Se puso a corretear por el estudio, agazapándose como si aquello lo volviera invisible, y nos fue mostrando sus instrucciones a cada uno de los músicos. Cuando estuvo ante mí, me esforcé por leer lo que había escrito. Me lo fue acercando a la cara y, cuando pude leerlo, me caí de culo, entre las risas y el cabreo, al tiempo que la música trastabillaba hasta detenerse. La nota decía: «Es fantástico. Seguid tocando».
Keith parecía el más molesto por la inopinada intervención de Kit. Habíamos alcanzado un cierto clímax, y verte interrumpido en esa tesitura es como un coitus interruptus. Entonces Kit y Jack desaparecieron durante una media hora, mientras un asistente volvía a poner las tres o cuatro tomas de la coda. Yo esperaba poder montar un final a partir de una toma previa, pero todos los tempos diferían levemente.
Cuando volvieron Kit y Jack, este desplegaba su energía habitual, pero Kit parecía otro. Había palidecido y tenía el rostro demacrado; se arrastró hasta una silla, encendió un cigarrillo y cerró los ojos. Una vez que todos los músicos estuvieron de vuelta en el estudio, eché una ojeada y Kit se había evaporado otra vez. Decidí abandonar y regresé al hotel.
Me debatía con sentimientos contrapuestos. Sentía agradecimiento hacia Kit por haber organizado las sesiones en Nueva York con la intención de reavivar la intensidad del grupo y apoyar mis erráticas ambiciones. Con todo, su reciente adicción a la heroína le impedía gestionar las cosas. Aquella noche dormí mal, con vívidos sueños infestados de fantasmas. Del mismo modo que espoleaba los ánimos decaídos durante el día, la energía efervescente de Nueva York parecía nutrirse de la fragilidad humana por las noches.
Me levanté temprano una hermosa mañana de primavera, resuelto a hablar con Kit. Anya organizó una reunión para media mañana. Me pedí un café y ordené mi fajo de papeles. Kit tenía problemas, pero aquellos papeles revelaban mi propio caos: garabatos, reseñas, revisiones, correcciones, borradores y un batiburrillo de ideas acerca de Lifehouse aparecían todos entremezclados. Mi nuevo plan consistía en olvidar el tema de la película y pedirle a Kit que me ayudara a crear una secuencia de canciones cohesionada a partir de cierta trama unitaria, tal como había hecho con Tommy.
Impaciente, subí por la escalera de incendios hasta la habitación de Kit, unos pisos por encima de la mía. Iba con una hora de adelanto. Anya y Kit tenían estancias anexas y las puertas estaban abiertas para cazar la brisa que corría por el pasillo. Mientras me aproximaba, oí su animada voz de escuela de pago.
—Si Townshend piensa que puede presentarse en mi nuevo mundo como si tal cosa y suplantarme, lo lleva claro.
Estaba tremendamente enojado. Se adivinaba que iba paseándose arriba y abajo.
—Kit —replicó Anya—, la música está muy bien y Pete sólo…
Al entrar en la habitación, Kit me vio y, sin saber si le había oído despotricar, esbozó una sonrisa y se alejó.
—¿Qué pasa? ¿Kit ahora me llama «Townshend»? —le susurré a Anya.
Nunca le había oído llamarme por el apellido. Le tenía en gran estima, y me sentía traicionado. Anya había abierto de par en par las dos ventanas de guillotina y el parque se extendía en la distancia como un lago verde. La música llenaba mi cabeza, y en el aire revoloteaban luces fugaces mientras me acercaba a la ventana para mirar afuera. Me invadía una sensación de ingravidez, y en aquel instante no tenía la menor importancia si vivía o moría. En el momento en que empezaba a precipitarme entre el cielo y el infierno, Anya apareció de pronto, agarrándome de la manga. Me dio la vuelta.
—Pete —gritó—. ¿Qué coño haces?
Recuperando el sentido, escapé de la habitación.
Hablé luego con Roger y le dije que abandonaba las sesiones de grabación. Llamé y reservé un vuelo de regreso. A lo largo de la tarde, la cabeza me siguió dando vueltas. No estaba bajo los efectos del alcohol ni de las drogas, pero en un momento dado imaginé la habitación repleta de agentes y mandamases de Universal y Decca. Les oí rezongar que los había humillado, les había fallado y que lo iba a pagar. A medida que los fantasmas de mis sueños cobraban vida, fui golpeado por dos matones de la mafia… entonces llamaron a la puerta. Me metí en el baño, y la nariz me sangraba. Me limpié a toda prisa y abrí la puerta.
Era Devon, una amiga de Roger y Heather. La había visto un par de veces con Roger, entre bastidores en el Fillmore. Era un bellezón, una chica escultural con una figura asombrosa, y un rostro levemente etíope. Dijo que había venido para ayudarme y se acercó con un pañuelo de papel para limpiarme el goteo de sangre de la nariz. Debía de tener un aspecto patético.
—Lo siento Devon, no puedes ayudarme —dije—. Ando muy jodido.
En aquel momento, Devon extendía los brazos hacia mí. Sólo en sueños podía imaginarme con una chica así, pero la verdad es que me intimidaba. Y también recelaba.
—¿Te manda Roger?
—¿Roger? Hablé con Anya y me dijo que estuviste a punto de arrojarte por la ventana.
Yo seguía confundiendo sueños y realidad.
—Universal ha puesto precio a mi cabeza —susurré—. Estoy amenazado por la mafia, y Kit está detrás de todo.
Devon seguía tratando de abrazarme mientras balbuceaba, pero la rechacé.
Comprensiblemente, se cabreó.
—Oye, yo he aguantado a uno de los mejores putos músicos del mundo hasta acabar con una crisis nerviosa.
Y empezó a contarme de su relación con Miles Davis —que era cierta—, pero yo no estaba para rollos.
—Gracias, Devon. Gracias de verdad, pero tienes que irte.
No dijo una palabra más. Se irguió orgullosa con toda su estatura y salió, mientras yo seguía musitando «gracias».
Al día siguiente estaba en Londres. Los Who todavía teníamos un disco por hacer. Y no se trataba únicamente de una cuestión contractual; más de dos años desde el último álbum era un tiempo excesivo. Intenté reclutar al gran ingeniero Glyn Johns (nuestro antiguo productor y excantante de los Presidents) para que trabajara con Kit en Nueva York, pero Glyn no iba a soportarlo. Él era mi modelo de lo que debía ser un buen productor —alguien que orienta la música y crea el sonido adecuado—, y entre nosotros existía un gran respeto y cariño. Los dos solíamos ser impacientes en el estudio, perfeccionistas y expeditivos. Fue gracias a su trabajo que las primeras sesiones de los Who con Shel Talmy sonaron tan bien.
Glyn escuchó las cintas de Record Plant y coincidió en que eran buenas, pero aseguró que él lo podía hacer mejor. También pensaba que comenzar de nuevo serviría para dar renovada energía al grupo. Estuve de acuerdo. Al otro lado del Atlántico, cierto politiqueo estaba por agriarse con Kit enzarzado en cuestiones de créditos y control de producción, pero Chris limó asperezas. Yo seguía agarrado al clavo de poder secuenciar las canciones de Lifehouse a fin de revelar el sentido de la historia que evocaban. Tenía canciones como para un doble álbum, y letras prometedoras. Sólo necesitaba tiempo para completar algunas maquetas. Imaginaba una funda desplegable donde, al menos, pudiera publicar mi manifiesto acerca de la idea general de Lifehouse.
La grabación con Glyn en los estudios Olympic demostró enseguida que su enfoque era superior al de Kit. Después de un par de semanas teníamos suficientes pistas como para empezar a pensar en darle forma al álbum. Le planteé a Glyn mis ideas para la secuenciación, y fue entonces cuando me topé con su intransigencia. Secuenciar el álbum en favor de una historia socavaría uno de los grandes talentos de Glyn: secuenciar el álbum en favor de la música. Glyn me invitó a café en un bar cercano para que pudiera explicarle Lifehouse.
Lo hice lo mejor que pude, pero aquella no era una idea fácil de presentar en unos minutos. Mi explicación fue mediocre, y Glyn —que había estado escuchando con atención— respondió con su acostumbrada franqueza: «Pete, no he entendido una palabra de lo que has dicho». Su desconcierto añadía un clavo más al ataúd. Por extraño que parezca, mi agotamiento y decepción dieron paso a una gran sensación de alivio.
Poco después de que empezara a grabar con Glyn en abril, los Who teníamos otro compromiso en el Young Vic: una gala benéfica que coincidía con el nacimiento de mi hija Minta. Me fumé un puro en el escenario y anuncié la buena nueva (tal como el mensajero en moto le había anunciado el mío a papá en Alemania): «¡Es una niña!». Por primera vez tocamos «Won’t Get Fooled Again» en público con la grabación de acompañamiento, y produjo un gran impacto. El resto fue un poco un desbarajuste, y encaramos las actuaciones siguientes como pruebas, casi como ensayos para los dos elementos de Lifehouse a los que me había negado a renunciar: sintetizadores y pistas de acompañamiento. Los conciertos se espaciaron con dos o tres días de diferencia, de tal modo que pudiéramos dedicar tiempo al trabajo de estudio y a los ensayos.
En los ensayos quedó claro que el empleo de sintetizadores analógicos sobre el escenario no iba a funcionar. Necesitaba un sintetizador programable para cada canción, pues con los primeros modelos no había modo de recuperar los ajustes. Sin embargo, las cintas de acompañamiento nos habían demostrado su utilidad en el Young Vic, y Keith podía tocar con un tempo pregrabado excepcionalmente bien, algo que cualquier baterista puede hacer hoy día, pero que era algo inédito en 1971. Mientras ultimábamos las sesiones con Glyn, fuimos incrementando gradualmente la frecuencia de las actuaciones, todas ellas en el Reino Unido. Roger decía que trabajar las canciones en concierto antes de grabarlas es su método favorito, y con una o dos tomas Glyn solía conseguir buenas interpretaciones de estudio.
En el mes de julio, lanzamos el nuevo álbum en la casa maravillosamente estrafalaria de Keith en Chertsey. El título Lifehouse se reconvirtió en el patético Who’s Next, y la portada del disco me pareció una broma de mal gusto. En el anverso aparecíamos junto a un obelisco contra el que acabábamos de mear. En el reverso salíamos todos mamados en un camerino después del concierto. La funda casi hedía a orina. La verdad es que me desconcertó sobremanera comprobar que numerosos amigos y fans a los que respetaba expresaban su admiración por el título y el diseño del álbum.
Todo aquello me irritaba, pero me sobrepuse al darme cuenta de que, por algún milagro, Glyn le estaba dando forma a un álbum a partir de los escombros de Lifehouse, y que iba a ser el primero de los Who debidamente grabado en mucho tiempo.
Joseph Strick, el productor, guionista y director americano, vino varias veces a visitarme a Londres. Su película Ulysses gozaba de gran prestigio, y aspiraba a hacer una película con Tommy. Tenía ideas interesantes, oscuras, y muchas ganas de meterse en el proyecto, pero yo disponía de poco tiempo. Los Who teníamos contratada una gira por EE. UU. que empezaba el 29 de julio, y el 16 del mismo mes mi familia iba a viajar a Nueva York en el crucero Queen Elizabeth II.
Mi amiga la artista Johanna Freudenberg nos había reservado una casa para el verano en Bayshore, Long Island. Su familia poseía una casa de vacaciones ahí cerca, e íbamos a estar junto al mar. Además, teníamos varios conciertos a un tiro de piedra de Nueva York. Emma tenía dos años, Minta iba aún en su cochecito. En julio, con la firme idea de combinar gira y familia, Karen y yo llegamos a Nueva York y nos trasladamos a la casa de Long Island.
El primer concierto fue justamente en Long Island, en Forest Hills, a pocos kilómetros de Bayshore. Sobre el escenario aquel día exploté en un desahogo de claustrofobia, rabia, frustración y abatimiento, al tiempo que la música del grupo —y mi forma física— transformaban la emoción repujada por la adrenalina en pasión y júbilo. Aquella noche disponía de una botella de Rémy Martin junto a mi amplificador, y fui trasegándola durante el concierto.
Terminé el espectáculo destrozando dos guitarras, arrojando una al aire y, en homenaje al famoso torneo de tenis del lugar, me serví de otra como de una raqueta. Tras abandonar el escenario, mientras me bajaba la adrenalina, decidí que no tenía ganas de volver a Bayshore. Wiggy había instalado al personal técnico en un hotel cercano ya que teníamos otro concierto allí mismo en dos días. Me apetecía tomarme un par de copas con Wiggy y Bob Pridden, escuchar música y dejar que la adrenalina sedimentara antes de volver a mi mujer y a las niñas. Me eché a descansar en la cama de Wiggy.
En las noticias de la radio oímos que, fuera del estadio, un guardia de seguridad había sido apuñalado hasta la muerte por un fan, irritado por la falta de entradas. La causa de aquel acto fue atribuida a la violencia de nuestro espectáculo. Hasta entonces me había sentido agradablemente achispado, pero me quedé sobrecogido. Y mientras pensaba en regresar a casa, la chica de Maryland a la que había llamado demonio se presentó en la puerta como una aparición angelical. Vestía un holgado vestido estival, con senos recios y firmes bajo la tela liviana.
En pocos segundos, nuestro reencuentro devino reunión sexual. Me había resistido a Devon y pagado el precio de la tranquilidad, según me convenía, pero esta vez decidí ceder y pagar el precio opuesto. Sabía que vivir en la mentira me corroería, como así fue. Mucha gente de mi entorno pensaba que sacaba las cosas de quicio, y al mirar atrás coincido con ellos. Al fin y al cabo, era una joven estrella de rock. Y no es que mis pautas morales fueran muy elevadas, sino que mis convicciones eran una maraña inextricable.
Durante las actuaciones yo tenía mucho saque para el alcohol, sobre todo si me mantenía con el coñac, pero seguía absteniéndome de consumir las drogas que tomaban mis amigos. Entre bastidores la cocaína era la reina, y tanto Keith como John la combinaban con Mandrax, lo que a efectos cardíacos no podía ser bueno. Roger fumaba algo de hierba y bebía alcohol ocasionalmente, pero no solía necesitar mucho más: todas las chicas querían acostarse con él. Al día siguiente fui a Manny’s, la famosa tienda de música en Nueva York y me gasté treinta mil dólares en guitarras, un acto simbólico de desvergonzada autocomplacencia que apenas podía permitirme.
En un concierto en Chicago, mientras Roger trataba de decirme que controlara mi sonido, me puse a pegar vueltas como un derviche, ausente. Se cabreó y pateó mis amplificadores, derribando así a un técnico que estaba detrás. Aquella misma noche, sin yo saberlo, Roger rompió el cristal de una ventana de un puñetazo.
Poco a poco, algunas piezas de Tommy se fueron colando en la chuleta de las canciones, que Roger solía apañar poco antes de cada actuación. Hacia el final de la gira, interpretábamos básicamente un popurrí de Tommy junto con temas más roqueros que habían ganado popularidad con Live at Leeds. No era fácil familiarizarse y consolidar en el repertorio las nuevas canciones de Who’s Next, pero fue un consuelo llegar a casa y ver que el álbum ya era número uno en Gran Bretaña.
Los Who vivíamos ya en el esplendor correspondiente a nuestra condición de estrellas. Keith poseía Tara House, una mole moderna en Chertsey. Roger se compró una hermosa residencia del siglo XVI en Sussex, y no escatimó medios para adecentarla. John adquirió coches caprichosos, docenas de bajos e instrumentos de viento, piezas de equipaje a medida y una casa más bien modesta en Londres Oeste. Karen y yo deseábamos encargar una casa a un arquitecto, y estábamos buscando una parcela cerca de la casa de campo familiar de los Astley, Támesis arriba. Aunque excesivamente pequeña, no teníamos intención de desprendernos de la casa Twickenham porque nos encantaba.
Después de unos inicios fallidos, dimos con «The Temple», una deliciosa parcela ribereña en Cleeve, ocho kilómetros río abajo de la casa de mis suegros. Mantuvimos una casita y algún cobertizo, pero derribamos la casa principal con la intención de edificar algo más personal. Cerca de la casita había tres diques, y el lugar resultaba sugerente. El jardinero nos enseñó un libro sobre la zona donde se describían ciertas líneas ley trazadas entre Stonehenge, Glastonbury y Goring-on-Thames, «donde antiguamente estaba el enclave de un templo cerca del cruce ribereño de varios senderos prehistóricos». El azar me había llevado hasta un enclave prometedor para mi nuevo estudio: un entorno creativo y estimulante, alimentado por antiguas energías.
Tras el fracaso de Lifehouse, Chris estaba decidido a dar con un tratamiento fílmico acorde con el grupo, quería reunirnos, repescar a Kit para el proyecto y que pegáramos otro salto espectacular. Acudió a Nik Cohn, el wunderkind de la crítica rock que había inspirado el motivo del flíper para Tommy y glorificado Live at Leeds en el New York Times. Chris le encargó que nos aconsejara, y se habló también de la posibilidad de escribir un guión.
A finales de verano y en el otoño de 1971, tuvimos varios encuentros con Nik. Durante las conversaciones, yo soltaba alguna burrada y tomaba fotos con mi nueva Nikon. En una de ellas aparecen Chris y Nik en las oficinas de Track en Wardour Street; se los ve jóvenes y sonrientes. Chris, guapo como era, aparece con el largo flequillo echado a un lado. Nik está con su mata de pelo rubio, informe y rizada, las gafas puestas y su careto de marioneta Mr. Punch.
Chris y Nik ya iban enchufados de coca a mitad del día, y aventuraban propuestas ante una pizarra en la que habían escrito el fragmento de una canción de Stephen Stills. Nunca me sentí parte de aquellos debates.
El productor Lou Reizner tenía intención de grabar una versión orquestal de Tommy. Nos reunimos en noviembre y, visto que ya me había olvidado de las propias ambiciones de Kit para una orquestación, le di mi visto bueno a Lou. Cuando Kit supo que había bendecido el proyecto, se sintió profundamente herido, con lo que otra barrera se erguía entre nosotros. Tommy era sustancialmente obra mía, de modo que no tenía por qué sentirme culpable, pero Kit había desempeñado un papel muy importante en su desarrollo.
Antes de que la banda estuviera lista para volar otra vez a EE. UU., tocamos en el estadio de cricket Oval con nuestros amigos los faces. Rod Stewart chutó balones al público y la atmósfera festiva prosiguió muchas horas después del evento, mientras Kit trataba de dar caza al promotor que había huido con el dinero, presuntamente destinado a un fondo benéfico. Para cuando me tocó salir con mi gigantesca autocaravana por los accesos del estadio, donde apenas encajaba el vehículo, ya estaba bien borracho.
La gira empezó en Charlotte, Carolina del Norte. Aproveché para visitar el hogar de Meher Baba en Estados Unidos, que se hallaba en la cercana Myrtle Beach. Uno de los versos de la canción «Who Are You» alude a la experiencia de mi primer paseo por el bosque de aquella residencia.
I know there’s a place you walked
Where love falls from the trees
My heart is like a broken cup
I only feel right on my knees
I spill out like a sewer hole
Yet still receive your kiss
How can I measure up to anyone now
After such a love as this
[Conozco un lugar que recorriste/ donde el amor cae de los árboles./ Mi corazón es una taza rota./ Sólo estoy bien de rodillas,/ reboso como una cloaca/ y aun así recibo tus besos./ Cómo compararme con nadie/ tras un amor como ése.]
Me sentía abrumado. Traté de dormir en una de las cabinas individuales dispuestas en torno a un lago solitario en mitad de la finca. A la mañana siguiente, antes de juntarme con el grupo en Charlotte, me dieron una vuelta por la modesta residencia de Meher Baba. Mi mente andaba revuelta con la actuación pendiente de aquella noche, cuando de pronto la guía abrió la puerta del dormitorio: «Aquí —dijo enfáticamente— es donde nuestro querido Baba dormía. Seguramente querrá quedarse a solas un instante». Salió del cuarto y cerró la puerta.
No tenía idea de cómo comportarme, qué hacer, cómo rezar. Mis amigos que habían visitado la tumba de Meher Baba en la India habían sentido una viva emoción al reposar sus cabezas sobre la lápida de mármol. Así que me arrodillé y posé la cabeza en el borde de la cama. No pasó nada. Aguanté un poco, esperando… no sé muy bien qué. Entonces tuve una visión: Meher Baba como el joven espléndido que había sido yacía boca abajo en su cama, desnudo, y yo era su amante. Aquella visión tenía menos de recuerdo puntual que de sensación familiar, vinculada de algún modo a mi infancia. Me aparté de la cama, consternado y algo avergonzado.
El alcohol ayudaba. Me recuerdo en Miami, levemente resacoso en un Pontiac descapotable, cuando me erguí sobre el asiento para sentir el azote del viento cálido. Una sensación fastuosa: la cabellera al viento, Moby Grape en la radio y Wiggy zigzagueando por entre el tráfico como en las carreras. Después de nuestra primera actuación, un acaudalado amigo del promotor nos invitó a una fiesta en su casa de los cayos, que estaba presidida por una inmensa piscina interior. Yo estaba lo bastante borracho como para nadar desnudo por primera vez en mi vida en compañía de quince o veinte personas, todas jóvenes. Fui a refugiarme a la sauna, y ahí estaba ella: el «demonio» de Columbia. Empecé a preguntarme si me estaba acosando. Pero esta vez, en lugar de tentarme a mí, empezó a acariciar a la chica a la que yo había seguido hasta allí.
Me volví a la piscina y me zambullí para bucear hasta la otra punta donde emergí entre las piernas de otra rubia voluptuosa y sonriente. Francamente, no sabía cómo manejarme con todas las tentaciones adulterinas de la vida roquera.
Sólo había estado una semana alejado de la familia. Cumplí con mi trabajo, hice y deshice la maleta, y esperé poder dormir sin que Keith incurriera en sus repetidos destrozos hoteleros y me despertara. Beber se había convertido en una necesidad cada día en que había concierto, pero sabía que al regresar con la familia podía mesurarme y portarme bien.
Íbamos a dar dos conciertos en Nueva Orleans, donde no habíamos estado aún. Al llegar, me recibió Chris Stamp, que se había traído a Nik para seguir discutiendo una nueva idea de cara a una película en la que participaría todo el grupo. Les planteé un título provisional: Rock Is Dead, Long Live Rock. También llevaba notas escritas para un doble álbum sobre la decadencia del rocanrol en contraste con sus raíces juveniles e idealistas. La verdad es que no me había comido mucho la cabeza, pero a Nik y Chris les pareció bien tener algo con lo que ponerse a trabajar. Nik empezó entrevistando a los otros tres miembros del grupo, y a tomar notas.
En Los Ángeles, ya entre bastidores quedó claro que los Who habíamos alcanzado otro nivel de sofisticación. Glamurosas actrices de Hollywood entraban y salían de nuestros camerinos, y Mick y Bianca Jagger presenciaron la actuación desde el margen del escenario. Yo iba tocado con una corona que había encontrado en una tienda de ropa teatrera y le pregunté a Mick qué pensaba.
—No es fácil tomarte en serio, Pete —dijo afectuosamente—. Pareces un cretino.
Dimos dos conciertos en San Francisco, donde desarrollé algo más la idea para el proyecto Rock Is Dead. En lugar de ceñirme a un doble álbum centrado en «antes y después», cada miembro del grupo escribiría (o se encargaría de) una cara de las cuatro que compondrían el doble vinilo. Aquello nos remitía a 1966, cuando Kit y Chris plantearon que cada integrante escribiera una cuarta parte de las canciones. Entre tanto, Nik y Chris trabajaban secretamente en una adaptación cinematográfica llamada Rock Is Dead (Rock Lives).
La pauta básica de la filmación se resolvió así: presentar a los Who de una manera simple y accesible, en apariciones vivas e ingeniosas. Nik había trabajado mucho en ello, veía que un documental esmerado sobre la banda no sólo sería entretenido, sino que podía en cierto modo explicar de qué modo se gestó el rock. Yo necesitaba ayuda, y Nik me la ofreció. Después de mis empanadas teoréticas con Lifehouse, la nota introductoria de Nik era una lección de brevedad.
Los Who llevan trabajando juntos más tiempo y con mayor denuedo que cualquier otro grupo importante; han tocado ante más gente, durante más noches, en más lugares y bajo mayores presiones que nadie, hasta compendiar casi todo el rock, pasado, presente y futuro, en sí mismos. Así que si alguien atiende a su evolución, ésta no es únicamente la historia de cuatro chicos que crecieron y se hicieron ricos. En parte sí, pero es también la metáfora del rock en general: su público, su contexto y su tiempo. Y a eso, en los términos más sencillos, es a lo que aspira Rock Is Dead: captar a los Who y, al hacerlo, capturar la esencia del mismo rock.
No podría haber esperado un comienzo más prometedor por parte de Nik. De hecho, con el tiempo, buena parte de lo que había previsto se hizo realidad.
Las entrevistas que Nik había realizado en la reciente gira complementaban los cameos que había realizado para cada miembro del grupo. El contenido me dio que pensar, y decidí no compartirlo con mis compañeros por temor al daño que pudiera ocasionar. Retrospectivamente, puede que aquella no fuera la mejor decisión, pero por entonces parecía la correcta. No hay duda de que cualquiera que conociera a los Who por entonces habría percibido humor, absurdo, hipocresía, delirios de grandeza, infidelidad y pathos, todo ello mezclado con poderosas actuaciones musicales en estadios repletos, amplia disponibilidad de mujeres y estratosféricos ingresos en dólares. El tratamiento de Nik, tras su introducción ingeniosa y brillante, conseguía entremezclar todo aquello.
Los Who éramos bastante ridículos. Como artífice principal de la banda yo lo sabía desde siempre. Guardé el trabajo de Nik en un archivo y ya no volví a consultarlo.