Éramos estrellas del rock. Todos —Keith, John, Roger y yo— teníamos motivos para ser felices, y sin embargo cada uno de nosotros pronto iba a pasar por algún tipo de dificultad vinculada a nuestra recién estrenada celebridad. ¿Qué había pasado? Gozábamos de un éxito enorme. Y dicho éxito lo cambió todo tanto para la banda como para Kit y Chris.
A finales de 1969, los Rolling Stones habían sufrido una tragedia terrible que los iba a marcar para siempre. Una pelea estalló en el concierto de Altamont, cerca de San Francisco, y un miembro de los Ángeles del Infierno, que habían sido contratados como seguridad, fue filmado mientras apuñalaba a un joven, causándole la muerte. Parecía como si «Sympathy for the Devil» se encarnara como una maldición. A principios de 1970, los Beatles se separaron. En cambio, los Who parecíamos tener a Dios de nuestro lado.
Mirando atrás, a 1965, cuando yo creía que los Who sólo iban a durar unos pocos años, me asombraba verificar aquel giro de la fortuna. Durante los primeros cinco años de nuestra carrera, los Who habíamos luchado para competir con grupos como los Move, los Kinks, los Pretty Things, Cream, Jimi Hendrix, Free y los Small Faces, y no estábamos en la misma liga que los Stones y los Beatles.
De pronto, ya nos apañábamos por cuenta propia. No quiero decir con ello que estuviéramos en lo alto de la cima, sino más bien que navegábamos en mar abierto cuando muchos de nuestros competidores más serios luchaban por mantenerse a flote entre otros pesos ligeros del pop como Dave Dee, Dozy, Beaky, Mick and Tich o los Herd. Estos grupos eran buenos, pero no tenían la ambición de ir más allá. Sólo deseaban singles de éxito. Pero en 1968, un single de éxito ya parecía algo prácticamente irrelevante —un logro más bien sospechoso—, y no iba a pasar mucho tiempo antes de que los grupos de rock punteros les dieran completamente la espalda a las listas.
Con todo, en la primavera de 1970, después de Tommy y Live at Leeds, sin un proyecto musical inmediato, ni ideas frescas para una obra importante, me sentía emocional y espiritualmente revuelto. Aquel había sido el periodo más intenso, pujante y exitoso de nuestra carrera, y ahora que las cosas empezaban a relajarse, todas las miradas se volvían hacia mí, el compositor.
Aquella atención era un desafío, y sin duda la sentía como un honor. Me estimulaba la necesidad de crear algún proyecto nuevo, excitante, pero al mismo tiempo me angustiaba y asustaba. Ya a partir de entonces, mi vida iba a verse asediada por la paradoja de conjugar éxito y creatividad. En mi batalla diaria con las ideas, buscando a fondo en mí mismo y mi alrededor —el pasado, el futuro, la propia banda, sus fans, la música— para dar con la chispa de la inspiración, a veces mis acciones resultaban absurdas y enajenadas.
Sin que se tratara de un caso clínico, aquello me sometía a vaivenes de humor y a comportamientos compulsivos. Seguía siendo joven, e iba aprendiendo el oficio a medida que progresaba; no entendía las presiones que me acechaban, ni el daño y la confusión que podía causar a las personas cercanas, especialmente a Karen.
Mis anhelos espirituales y mi apego persistente a Meher Baba se veían asediados por ambiciones perfectamente mundanas, minados por una ambigüedad y escepticismo residuales, y puestos a prueba por mis veleidades sexuales. Por entonces no sabía que Meher Baba se habría preocupado algo menos acerca de la cuestión sexual, siempre que mi amor por él fuera sincero y lo aceptara como maestro.
Tampoco las adicciones que me iban a hostigar durante años parecían observar la mínima coherencia, regularidad, lógica. Podía mantenerme sobrio y responsable durante días, semanas, meses, incluso años. Me podía comportar dignamente, asumir compromisos ambiciosos que me conectaban con gente nueva y apasionada, no sólo musicalmente sino también intelectualmente. Y podía empeñarme e incluso encabezar acciones radicales en favor de cambios sociales. Al mismo tiempo, podía mostrarme como un auténtico imbécil.
Al mirar atrás, puedo ver que el cariz desesperado, caótico, cada vez más fragmentario de mi vida a lo largo de los siguientes veinte años ya se presagiaba de un modo inquietante en la letra de una canción que escribiría al cabo de poco tiempo.
En la primavera de 1970 empecé a pasar del dentista, apenas me cortaba el pelo y jamás visitaba al médico. Trataba de que el grupo siguiera grabando, y en una ocasión los invité al estudio casero para una semana de trabajo. Pero todas las ideas que surgían eran poca cosa comparadas con Tommy. Mis mejores esfuerzos se manifestaron con «The Seeker» y «Naked Eye».
Escribía canciones por mero divertimento; tratábamos todos de pasarlo bien juntos, como grupo. Quizá fue por eso que no me di cuenta de hasta qué punto «The Seeker» —una canción sobre un hombre al que visualizaba perfectamente mientras escribía: el veterano enloquecido que había agarrado a Karen del brazo en nuestra primera ruta turística por Haight-Ashbury— reflejaba el atolladero en que me encontraba.
People tend to hate me
’Cause I never smile
As I ransack their homes
They want to shake my hand
Focusing on nowhere
Investigating miles
I’m a seeker
I’m a really desperate man
I learned how to raise my voice in anger
Yeah, but look at my face, ain’t this a smile?
I’m happy when life’s good
And when it’s bad I cry
I’ve got values but I don’t know how or why
I’m looking for me
You’re looking for you
We’re looking in at each other
And we don’t know what to do
[La gente tiende a odiarme/ porque nunca sonrió/ y mientras saqueo su casa/ quieren estrecharme la mano. Descentrado,/ investigando millas,/ soy un buscador/ un hombre desesperado./ Aprendí a levantar la voz airada/ y mírame, ¿no te sonrío?/ Feliz cuando la vida marcha,/ suelo llorar cuando no va./ Tengo principios, no sé cómo ni por qué./ Me busco,/ te buscas,/ nos miramos/ sin saber qué hacer.]
Mi numerito acostumbrado —brincos, brazos cual aspa de molino, destrozo de guitarras— ya no era más que pavoneo de machito; sin embargo, a cierto nivel psíquico, el rufián airado, el hooligan, se había grabado en mi alma, aunque yo siguiera sin saber de dónde provenía toda aquella energía.
Ese rufián airado había penetrado también de algún modo en el alma de los Who como banda, pero en este caso los efectos eran en gran medida positivos. Los Who eran una unidad, una máquina, una fuerza de la naturaleza. Como compositor estaba empezando a comprender cómo aprovechar la potencia de nuestro sonido escénico, y equilibrarlo con nuevos tonos y matices al grabar un álbum. Curiosamente, esa idea de la variabilidad de la atmósfera y el tono en un álbum pronto iba a ser desechada. Grupos tremendamente exitosos como AC/DC iban a sacar un disco tras otro sin rebajar jamás el nivel tremendo de intensidad.
A medida que se multiplicaban los grandes grupos de rock, cada cual pretendía arrogarse un pedazo del pastel del sonido disponible, y preservarlo celosamente. Cualquier músico que se desviara hacia el territorio de otro era visto como un diletante. Respecto de los Who, existían dos grandes expectativas fácilmente identificables en nuestro público, pero que yo no tenía idea de cómo reconciliar. Una era que para el próximo álbum íbamos a presentar otro proyecto audaz, un nuevo Tommy. La otra era que dicho álbum iba a pegar fuerte del modo en que pegaba Live at Leeds.
Aunque la banda seguía tocando como una unidad, su maquinaria interna y la gestión de la misma parecían estar más a la greña que nunca. Roger y yo, al igual que los fans de los Who, nos sentíamos liberados por la crudeza imponente de Live at Leeds, pero Kit seguía embarcado buscando el grial de la maniobra pop efectista y definitiva. Siempre andaba atosigando a Keith para que facilitara tretas publicitarias más escandalosas, y a mí para que brindara nuevos titulares a la prensa.
En junio de 1970, Bill Graham convenció al director del Metropolitan Opera para que albergara Tommy. Nuestras actuaciones allí no me convencieron mucho, aunque estaba orgulloso de la invitación y convencido de nuestro derecho a estar presentes en aquel auditorio. Durante la semana de actuaciones de 1969 en el Fillmore East, Leonard Bernstein, agarrándome de los hombros, me había mirado a los ojos y preguntado si era consciente de la importancia de lo que habíamos logrado. Aquella misma semana, Bob Dylan vino a vernos. No dijo mucho, pero estaba allí, lo que ya era revelador.
En el Metropolitan Opera House ofrecimos nuestra habitual actuación cargada de energía, y lo hicimos dos veces en una noche. También dimos un bis después de la primera, algo bastante inusual en nuestro caso. Después de la segunda actuación (mejor que la primera) concluimos con el acostumbrado estallido final de adrenalina, como corredores de fondo al cruzar la meta. Lo habíamos dado todo: estábamos física, emocional y creativamente exprimidos. El caso es que muchas personas del público habían comprado entrada para ambas actuaciones (las caras que se veían en las primeras diez filas apenas habían cambiado de una a otra), y tras disfrutar del bis en la primera, esperaban ver otro en la segunda. Su griterío no cesaba mientras salíamos con la ropa chorreante y pensábamos ya en retirarnos al hotel.
Bill Graham lo veía de otro modo. Después de quince minutos de vítores y pataleo, decidió que debíamos volver al escenario. Le pedí que le dijera al público que se fuera a casa; se negó, y me encargué yo mismo. Cuando el gentío reparó en lo que estaba diciendo, empezó a abuchear. Arrojé el micrófono al foso y me piré. Sabía que habíamos protagonizado un gran día de trabajo. Al pasar frente a Bill en el pasillo, lo miré desafiante: «Es fácil traernos, Bill —dije—. Sacarnos ya cuesta más». Yo seguía algo resentido por el hecho de que, en 1969, el personal del Fillmore no nos informó del incendio que se había declarado junto al local, en aquella noche infausta por la que acabé en los tribunales a causa de mi patadón al poli.
Bill Graham se me acercó con mirada acerada, luego se relajó, se encogió de hombros y me dejó ganar. Fue generoso por su parte, se trataba de un hombre poderoso, de un púgil que solía ganar sus combates.
No tardamos en volver a la jaula de los locos, y a una bien grande: pasamos del teatro de la ópera por excelencia en EE. UU. a un estadio de béisbol a las afueras de Los Ángeles. Los Beatles habían tocado en el Shea Stadium de Nueva York en 1965, pero aquello seguía siendo una rareza entre los grupos de música. El músico folk John Sebastian abrió nuestra sesión, y fue perfecto para aquel ambiente de picnic y mantas sobre el césped. Era un tipo sociable y talentoso, un consumado intérprete de armónica y buen cantante.
El consejo de Kit en nuestro primer año fue que nos presentáramos en el escenario como si fuera el lugar del mundo en que más deseáramos estar. Nos aconsejó un cierto disfraz escénico y que ejecutáramos movimientos exagerados de modo que nuestra energía en vivo pudiera ser apreciada por los oyentes más alejados. Yo solía decantarme por el blanco o azul claro, y pantalones blancos las más de las veces. Keith hizo eso mismo durante muchos años. Roger se ataviaba con mucho fleco que armonizara con su ondeante melena y que le hacía parecer más fornido. John vestía excéntricos atuendos a medida, trajes hechos con la bandera nacional y, más tarde, uno de piel con un esqueleto pintado a escala natural.
Pero aquello por lo que realmente funcionaban nuestras actuaciones en grandes escenarios, más allá del volumen y el carácter épico de algunos temas, era el vigor atlético que desplegábamos Roger, Keith y yo: Keith arrojando baquetas al aire de pie ante la batería; Roger agitando el micro y aporreando los platillos, yo brincando, pateando y columpiando el brazo como las aspas de un molino. Y entre aquel despliegue frenético, como apuntalando la escena, John se mantenía cual roble bajo el fragor de un tornado.
Nuestras dos actuaciones siguientes fueron en el acogedor Berkeley Community Theater, pequeño, moderno, revestido con paneles de madera pálida y dotado de una acústica vivaz. Aquellos bolos los produjo también Bill Graham, que parecía decidido a limar asperezas con nosotros. No sólo nos ofreció la fondue con ternera más deliciosa del mundo, sino que él mismo preparó un surtido especial para mí.
La primera noche, cuando Roger cantó «See me, feel me, touch me, heal me» bajaron las luces y su cara quedó iluminada por un solo foco. Luego, mientras nos lanzábamos a la elaborada apoteosis, se alzó un telón a nuestra espalda y tres imponentes reflectores Klieg, de los que emplean en Hollywood Boulevard para los estrenos, barrieron sobre el público con su intenso brillo incandescente. Por un instante, la multitud se quedó desconcertada, pero enseguida se fue levantando, como reconocimiento de que la música era tanto suya como nuestra, hasta que todos los asistentes estuvieron en pie. Fue un diseño de luces espectacular.
La auténtica sorpresa estaba por llegar. La segunda noche, tras otro exitoso bolo, Bill me tomó aparte y me dijo que si teníamos espacio en el camión nos podíamos llevar los reflectores. Alquilamos un camión especial para cargarlos. Bill Graham se acababa de redimir.
En Los Ángeles pernoctábamos en un motel con las habitaciones dispuestas en torno a una piscina. John Sebastian, a quien había identificado erróneamente como neoyorquino (sólo había nacido allí), se pasó con su novia a visitarnos. Catherine era una rubia despampanante de ojos penetrantes y una boca deliciosa, siempre sonriente. Parecía demasiado joven para él, de unos dieciocho o diecinueve años, aunque también un complemento perfecto para el carismático Sebastian. Según parece habían comprado una casa en Tarzana, donde compartían su común obsesión por la técnica del teñido anudado. John, azuzado por Catherine, me pidió uno de mis monos blancos para teñir.
John también deseaba interpretar para mí su última canción, en la que seguía trabajando. Agarró la guitarra y arrastró una silla de tal modo que se quedó, sentí yo como inglés, excesivamente cerca. Mirad las fotos de John y del joven Dylan tocando juntos en el inmenso álbum fotográfico de Doug Gilbert Forever Young. Están a unas pulgadas de distancia, mirándose el uno al otro. Comparten un grado de intimidad que yo podía desear, pero con el que era incapaz de lidiar. John me miró, sostuvo esa mirada y empezó a tocar.
Cantó «Welcome Back». La canción era adorable, pero me incomodaba hasta la exasperación, pues sentí que iba dedicada a mí. Pensé entonces en mi amigo Richard Stanley, y cómo había malinterpretado mi «Welcome» de Tommy cuando se la canté. Ahora me tocaba a mí.
Catherine estaba tendida en la cama como una reencarnación de Marilyn. La hubiera observado con gusto, pero la mirada franca de John me tenía atornillado. Al terminar la canción, me preguntó qué me parecía. ¿Deseaba contribuir de algún modo? Yo estaba por ponerme a aullar. Por la razón que sea, este grado de confianza entre músicos y cantantes es algo que jamás he podido compartir. Agobiado por mis escrúpulos, fui incapaz de decir nada. Catherine se levantó, se despidieron cordialmente con uno de mis monos blancos, y adiós.
Solo en mi habitación, aquella noche bebí en exceso. Después de media botella de coñac, me preguntaba por qué me dolía tanto la incapacidad para trabajar a cuatro manos, como coautor. La verdad es que, borracho o sobrio, era una facultad que me era ajena emocionalmente. Soy un solitario, y más si cabe cuando estoy en vena creativa. Me dormí bajo los vapores etílicos y soñé con la novia de John Sebastian.
A la mañana siguiente me revolví en la cama para encararme con la luz del sol que se filtraba por las tenues cortinas del motel. El corazón empezó a palpitar fuerte: había una sombra en la ventana. Había alguien ahí. No. Un cadáver. Alguien, un loco, se había colgado justo enfrente de mi habitación. Podía imaginar la soga atada a la marquesina encima de la puerta, la cabeza bamboleante, el torso, las piernas, los pies. Estuve mirando, tenso, y no percibí movimiento alguno entre las cortinas, salvo por una sombra oscilante; el suave, casi imperceptible balanceo de un cuerpo por efecto del viento. Pensé, esto es lo que pasa cuando andas jodiendo con principios morales, por más que sea en sueños. Salté de la cama, cogí el teléfono y llamé a recepción. «Algo terrible, terrible», es lo único que alcancé a decir.
Cuando oí las pisadas del gerente del motel acercándose, abría la puerta y eché un vistazo a la ventana.
¿Keith? ¿Kit?
Se trataba de mi mono recién teñido relleno de papel de periódico, coronado por una sonriente calabaza de Halloween y un par de botas de trabajo de color naranja.
Los privilegios de la fama no nos seguían a todas partes. En Memphis nos echaron de un avión y amenazaron con arrestarnos. El piloto había salido enrabietado de la cabina preguntando quién había pronunciado la palabra «bomba». Levanté la mano: le acababa de contar a Pete Rudge que Live at Leeds estaba siendo la bomba, cuando la joven azafata me oyó y malinterpretó la expresión. La chica lloraba desconsolada.
Unos días más tarde estábamos en Cleveland con nuestros amigos Joe Walsh and The James Gang, que fueron nuestros teloneros durante cinco actuaciones entre junio y julio. Mi viejo amigo Tom Wright, de la escuela de arte, viajó desde Detroit para los conciertos en Cincinnati. Tengo una grabación de aquella noche, en la que salgo tocando la guitarra acústica con Joe Walsh, intercambiando canciones y emborrachándonos a placer.
En Columbia, Maryland, decidí comprar una chulada de autocaravana Dodge de nueve metros y la hice transportar a Inglaterra. Llamé a Karen y se lo conté, asegurando que nos lo podíamos permitir, y que ya encontraría dónde aparcarla en nuestra estrecha calle residencial. Le encantó la idea.
Después del bolo de Columbia, una de las groupies retozonas de John se pegó a mí; bajo el sopor de la borrachera, olvidé decirle que se abriera. De hecho, mi corazón se aceleró por la expectativa. Entre la espada y la pared. Hablamos un rato en mi habitación, era una chica lista y leída, a quien podría haber pedido amablemente que se fuera, pero no lo hice. Cuando se quitó la ropa y la tomé en mis brazos, le dije que era el demonio. ¿Qué debió de pensar que me refería con eso?
Una semana después estaba de vuelta en casa. Había pedido dos semanas de reposo, y Karen había encontrado una casita de vacaciones de alquiler en una isla llamada Osea, en el estuario de Essex. Las viviendas de la isla, incluida la nuestra, estaban en penosas condiciones y el tiempo fue aborrecible. Towser, nuestro Spaniel, se metió en el mar y agarró un pedazo de madera demasiado pesado para él; sin querer soltarlo, empezó a ahogarse, así que me tocó sumergirme para salvarle. En la misión me tragué una de las muchas medusas que acechaban por el litoral.
La casita no tenía tele ni radio, hacía tanto frío que nos apretujábamos para entrar en calor, y hacíamos el amor apasionadamente, pero castañeteando los dientes, como campesinos rusos en una novela de Tolstoi. Karen dijo que nuestra segunda hija Minta fue concebida allí, ayudada quizá por la proteína de medusa.
Aunque aquellos debían ser días de descanso, me había encomendado la tarea de ponerle música a la Plegaria Universal de Meher Baba. Lo conseguí, e interpreté aquello como una señal cósmica. Otra tarea que me había propuesto para aquellas vacaciones era de tipo periodístico. Ray Coleman, el director de Melody Maker, me encargó que escribiera artículos quincenales sobre música y cualquier otra cosa que me interesara. En 1969 ya había disfrutado reseñando algunos discos, alabando los primeros que habían sacado Mott the Hoople y King Crimson. También me había dado por ponerme a escribir cartas a las publicaciones musicales cuando algo me fastidiaba. «¡Pete! ¡Otra vez escribiendo cartas!», me soltaba Ronnie Lane. Keith Richards me garabateó un mensaje preguntando si podíamos ser compañeros de pluma.
Mi primer artículo para Melody Maker, escrito durante las vacaciones en Osea, se publicó poco después: «Empiezo la primera página de este abultado diario en un paraje particularmente extraño… lejos del ruido del tráfico londinense y de Keith Moon, en una isla del estuario de Blackwater llamada Osea». Y proseguí para dar bombo sin reparos a mi colega Joe Walsh, y al James Gang.
¿Por qué me ajetreaba de aquel modo? Tenía mi trabajo en el grupo, y resulta que todo mi tiempo libre estaba hipotecado. Respaldaba a la asociación Meher Baba y asistía a las reuniones; estaba poniendo en marcha Trackplan, una empresa formada con el productor John Alcock para construir estudios domésticos para mis colegas del mundillo; también andaba grabando un disco con Thunderclap Newman; y estaba implicado con una cooperativa de cine llamada Tattooist, para la que componía música de cine y para una de cuyas películas llegué incluso a dar una charla en una escuela de arte. Cuando los Who se hallaban entre un compromiso y otro, me resultaba casi imposible relajarme y pasar tiempo en casa. Estaba enganchado al trabajo, escapaba del presente, probablemente también del pasado, porque algo en mi vida me angustiaba: era un hombre desesperado.
En un periodo en el que podría haber sido plenamente feliz, me sentía avergonzado por mis escarceos adulterinos, y también extrañamente culpable por mi éxito profesional.
Al escribir para Melody Maker me mostraba al menos coherente con uno de mis principales defectos: me encantaba escuchar mi propia cháchara. Pero era también algo más. En su manifiesto pergeñado en la escuela de Ealing, Roy Ascott había empleado la palabra «feedback» en un contexto creativo. El «feedback» o «respuesta», dijo, podía verse como el modo en que un artista podría evolucionar y ahondar en un proyecto creativo mediante la observación de las reacciones de aquellos que contemplaban tu obra o tomaban parte en ella. Con Tommy, este sistema de respuesta había empezado por Kit, e incluyó a Richard Stanley y Mike McInnnerney. Incluso antes de que mis compañeros de grupo fueran conscientes de todo lo que había detrás de Tommy y me ayudaran a materializarlo, yo había mantenido sesiones de intercambio de ideas con dos periodistas inteligentes y avanzados: Jann Wenner y John Mendelsohn de Rolling Stone.
A través de mis artículos de 1970 para Melody Maker, esperaba reanudar esa dinámica, pero con mayor clarividencia. La respuesta de que había gozado con Jann y John sería reemplazada por la de los fans de los Who que leyeran mi surtido de ideas y se implicaran en ellas. Reproduciría sus réplicas en los artículos, y de este modo se formaría un fértil bucle creativo que nutriera el próximo gran festín de los Who.
En todo aquello yo había pasado por alto un factor importante. Con lo que me costaba compartir mis ideas con los miembros del grupo, dada su resistencia a entrar en el juego de mi proceso creativo peculiar y algo hermético, ¿cómo esperaba que los fans me ayudaran? Los periodistas con los que había trabajado estaban acostumbrados al intercambio de ideas y a asumir riesgos. Y cuando los Who pasaron a protagonizar espectaculares actuaciones en vivo de Tommy, ellos cerraron el círculo, remachando mis metas originales, dándome a entender que yo siempre había sabido adónde me encaminaba con Tommy, cuando de hecho todo había sido un salto a lo desconocido. Yo podía acceder a los fans a través de Melody Maker, pero ¿cómo me iban a contactar ellos?
Concebí la idea de Lifehouse en agosto de 1970 en mi nueva autocaravana, donde me quedé unos días después de tocar en el tercer Festival de la isla de Wight. Aunque la historia completa no acabó de perfilarse hasta pasado un año, se trataba básicamente de una distopía, de un escenario global de pesadilla, una versión moderna de Un mundo feliz de Aldous Huxley. El héroe de Lifehouse sería un hombre bueno, un alma avanzada que cometería un gran error e iba a sufrir sus repercusiones «kármicas». En el tenebroso futuro que imaginaba en Lifehouse, la humanidad sobreviviría al irrevocable desastre ecológico en trajes tipo cápsula con aire acondicionado, y el gobierno la mantendría entretenida con una sofisticada programación. Al igual que con Tommy, el aislamiento de la gente se revelaría como la condición para alcanzar una trascendencia definitiva.
En mi borrador, trataba algunas de las grandes preocupaciones de la época. Cuando el ecosistema terráqueo se desintegrara, sus habitantes iban a tener que recortar drásticamente la explotación de los recursos planetarios. El sometimiento a la policía estatal sería el único seguro de subsistencia. Los gobiernos aliados del mundo unirían sus fuerzas para exigir a la población que aceptara un largo periodo de hibernación al cuidado de ordenadores, a fin de permitir que el planeta se recuperara.
¿Qué iba a permitir que la hibernación forzada, facilitada por la conexión a un ordenador central llamado la Red[8], fuera soportable? Únicamente la experiencia virtual brindada por la tecnología digital. ¿Qué podría liberar a la gente de dicha hibernación forzada? La música en vivo y Lifehouse, «el balneario». La música rock pronto sería tachada de problemática por los guardianes de la Red. Visto su potencial para despertar a las masas adormecidas, el rock sería estrictamente prohibido.
Un grupo de rebeldes y friquis organizaría un concierto de rock en que experimentaría con un complejo sistema de intercambio entre público y músicos, y acabaría accediendo ilegalmente a la Red. Gente de todas partes se vería atraída hacia el balneario, donde cada persona cantaría su propia y única canción para acabar generando la música de las esferas, una armonía sublime que se convertiría en lo que yo denominé «la nota perfecta». Cuando las autoridades irrumpieran en el balneario, todos se habrían desvanecido en una suerte de nirvana musical.
The Mysticism of Sound, un libro escrito en los años veinte por Inayat Khan, músico que devino maestro espiritual sufí, fue mi inspiración para el desenlace musical de la historia. El núcleo de mi concepción era que todos podíamos escuchar música, componerla: bastaba que escucháramos debidamente.
La idea de aquella desolación distópica que sólo podía redimirse mediante la fantasía creativa entroncaba con una raíz personal muy honda. En mi personalidad existía una faceta maníaco-depresiva, un balanceo psicológico estacional entre periodos de gran tristeza (hibernación forzada) y de frenética actividad creativa (el balneario) que me arrancaba del vacío. Siempre había confiado en mi imaginación y creatividad para salir de los baches, de los días oscuros de mi infancia, en la escuela, en los estudios de arte y durante los primeros compases de los Who. Había acabado confiando en este mecanismo para sobreponerme a la ira y la depresión, como una unidad de rescate aéreo en busca de un náufrago a la deriva.
Antes de poder completar la historia, los Who estábamos otra vez de gira: diez días de actuaciones por Europa. El primer concierto fue en Múnich; allí, durante el segmento improvisado de «My Generation», empecé a experimentar con un tratamiento completamente nuevo de la guitarra. Pretendía llevar a la banda hacia un terreno musical más profundo, y mis tres compañeros se esforzaban por captar en qué me estaba metiendo. Durante el resto de la gira y otra serie de conciertos en Reino Unido, seguí esforzándome por crear efectos hipnóticos de arpegio con la guitarra, hasta desembocar en animosos y desatados riffs. Bob Pridden pasó a ser como una tercera mano para mí. Creó una serie de complejos efectos de eco palpitante, y, tras escuchar atentamente mis interpretaciones, consiguió introducirlos en momentos perfectamente seleccionados.
El sonido que podía percibir en el escenario era maravilloso, expansivo, embriagador, estratosférico. Un crítico, básicamente benevolente, apuntó que mis maneras desinhibidas se salían por demasiadas tangentes, pero eran justamente las tangentes musicales lo que yo trataba de explorar.
En mi segundo artículo para Melody Maker, publicado unas semanas después del Festival de la isla de Wight, di comienzo a mi experimento de respuesta creativa.
La idea es ésta. Hay una nota, una nota musical que de algún modo conforma la base de la existencia. Los místicos dirían que se trata de OM, pero yo hablo de una nota MUSICAL […] ¿La oís? Diría que sí, sobre todo los presuntos melómanos que leen Melody Maker. Y probablemente todos los músicos y amantes de la música, esto es: personas que sintonizan su aguzado oído. Todos la oyen. Los músicos han aprendido a escuchar antes de saber tocar siquiera. Y opino que es la parte más dura, escuchar. Y quizá sea la razón por la que tanta gente del mundo de la música fuma hierba: ayuda a escuchar[9].
Aquel mismo año, había dado una charla en el Winchester Art College sobre el empleo de las grabadoras por parte de personas que no eran músicos. Entre los asistentes estaba Brian Eno, el músico experimental, quien menciona aquella conferencia como el momento en que se dio cuenta de que podía hacer música a pesar de no ser músico. Yo quería ir más allá. Alentar a la audiencia a integrarse en lo que yo hacía como compositor y autor de canciones, y a contribuir en el sonido que producíamos en el escenario, era un factor importante de la segunda fase de mi idea. Creía que los sintetizadores facilitarían que los profanos expresaran su creatividad musical, pero antes debía familiarizarme completamente con aquella máquina.
Encargué uno de los primeros sintetizadores a una empresa británica llamada EMS. Antes de que me entregaran el aparato (el «Putney»), me dieron un manual, que se convirtió en un recurso de vital importancia. Empezaba con una descripción básica de cómo nace el sonido, cómo viaja a través del aire y cómo se reproduce electrónicamente. Unos gráficos facilitaban la comprensión de la base física del sonido musical. En mis notas, contemplaba la integración de los sintetizadores en el formato común de los grupos de rock.
Imaginaba a los Who tocando con sonidos rítmicos de sintetizador o pistas pregrabadas en cinta. Actualmente, los músicos saben cómo sobregrabar en los estudios, esto es, tocar con música pregrabada, pero en los conciertos en vivo, los bateristas estaban habituados a marcar el tempo y ritmo de las canciones. En mi estudio doméstico le puse a Keith algunas pistas de acompañamiento rítmicas pasadas por el sintetizador. Fue una revelación comprobar lo bien que Keith se acomodaba para acompañar, y me di cuenta de que él siempre lo había hecho así con los Who: siguiendo, más que marcando, el tempo establecido por John y por mí.
Mientras los Who nos arrastrábamos por Europa, tratando de divertirnos con absurdas diabluras de estrella musical, yo cada vez estaba más convencido de que debía crear algo realmente espectacular para nuestro siguiente proyecto. Me llevó tres días escribir Lifehouse, del 28 al 30 de septiembre de 1970. Improvisé un sumario para orientarme y le mandé una copia a Chris. Necesitaba explicar la idea general subyacente a Lifehouse, sobre todo a Chris, de modo que también desglosé lo que me parecía necesario para darle vida a aquella historia. Describí los sistemas de sonido que necesitábamos, cómo grabaríamos el trabajo a medida que progresábamos, los instrumentos precisos, cómo recopilar los datos necesarios para aportar un reflejo musical de cada asistente y cómo debía plantearse la filmación.
Resultó que aquella semana debíamos hacer unos ensayos técnicos para probar una infraestructura de luces y una escenografía nuevas. Aproveché aquellos ensayos para presentar Lifehouse al grupo, pero enseguida quedó claro que había empezado con mal pie. Al referirme al sonido del universo entero como una sola nota y sugerir que cuando nos reuníamos para una actuación estábamos dando el primer paso hacia la recreación de aquella nota, les confundí.
Incluso hoy día, algunos entendidos empeñados en negar la posibilidad de que el proyecto Lifehouse pudiera haber funcionado, hablan despectivamente de la idea de «la nota única» sobre la que se fundaba mi tesis en aquel artículo de Melody Maker, y lo relacionan con la noción hippy del acorde universal, algo que yo no había mencionado en absoluto. Los Moddy Blues habían flirteado con este tipo de composición mística, y por entonces me gustaba mucho su arrolladora música melódica, pero lo que yo trataba de evocar en los primeros versos e intercambios de ideas sobre Lifehouse era el estilo de Inayat Khan.
La canción «Pure and Easy» era el eje de Lifehouse, del mismo modo en que «Amazing Journey» lo había sido de Tommy. Pero bajo la poesía emergía un ideal menos apacible y la posibilidad de una realidad más oscura. La canción hace referencia a la nota única, pero también a la muerte de la civilización a causa del deterioro del planeta.
There once was a note
Pure and easy
Playing so free
Like a breath, rippling by
The note is eternal
I hear it, it sees me
Forever we blend
As forever we die
[Hubo una nota una vez./ fácil y pura./ y tan libre sonaba/ que era un aliento, un susurro/ La nota es eterna./ La oigo y me ve./ Nos fundimos para siempre/ como pasa al morir.]
Confundidos por mi presentación, los chicos del grupo no me entendieron. «Es como tratar de explicar la energía atómica a un hatajo de trogloditas», le dije a Karen al llegar a casa. Ella trató de tranquilizarme. «Yo tampoco estoy segura de entenderlo, pero tengo confianza en ti, Pete, y creo que ellos también. Lo que no puedes pretender es embarcarte en un experimento de esta magnitud y que no se presenten dificultades».
Karen siempre se ponía de mi lado cuando despotricaba por mis problemas con el grupo. Pero también daba su opinión, y me ayudaba a entender que aunque mi papel fuera difícil, era también valioso. A menudo me parecía como si desempeñara el mismo papel de apoyo que la mujer de un minero, ofreciendo comprensión a su esposo tras un día en la mina. También procuraba traerme de vuelta al mundo, a los placeres cotidianos de bañar a los niños, pasear al perro, cocinar, compartir una copa de vino y hacer el amor, aunque yo me sentía perennemente apremiado por acudir al estudio y tratar de encontrar el modo de comunicar mis ideas; y con demasiada frecuencia eso es lo que acababa haciendo.
Hoy ya tengo más claro cómo había evolucionado mi proceso de composición por entonces, pero es cierto que yo sólo llevaba seis años componiendo canciones profesionalmente, y seguía tratando de habituarme al enorme salto técnico que había pegado en verano tras incorporar un aparato multipista a mi estudio. Igualmente importante fue el acceso a mi primer sintetizador. Ahora sabía que tan pronto como tuviera una buena idea musical, podía trabajar mucho más deprisa que nunca, y mis composiciones podían ser más ambiciosas.
Dicho esto, necesitaba más tiempo, y no lo tenía. En parte se debía a la presión de las giras constantes; además, por orgulloso que estuviera con la creación de Tommy, como grupo nos estaba pasando factura el hecho de interpretarlo una y otra vez: la demanda internacional se seguía mostrando insaciable. Por si fuera poco, Karen se quedó nuevamente embarazada en otoño de 1970. Tenía veintitrés años, ya era madre de una niña de un año y debía soportar la vida con un músico compulsivo de rock que, además, trabajaba en casa. Yo tenía veinticinco años. Era aún un joven agobiado por la inseguridad y los complejos, que no tenía ni idea de cómo reconciliar una familia en crecimiento con las nuevas exigencias que demandaban los Who. Como resultado me veía viviendo en una burbuja ficticia: les contaba a los del grupo que lo primero eran ellos, y en mi familia decía que ella iba antes. Me negaba a aceptar que si cumplía debidamente con una parte probablemente le iba a fallar a la otra.
Y aunque parezca mentira, dentro de aquella burbuja, seguía acaparando más y más trabajo.