Tommy: los mitos, la música, el barro

La grabación de Tommy engendró numerosos mitos. Uno de ellos es que pasábamos mucho tiempo en el estudio discutiendo mis ideas, tiempo durante el cual me ayudaban a solventar problemas. Es algo que sucedía, pero no a menudo. Roger lo recuerda así, pero quizá se deba al hecho de que como cantante a menudo le tocaba esperar largamente hasta que tuviéramos listas las pistas sobre las que iba a cantar. Keith decía que como grupo nos habíamos conjuntado mejor a fin de que Tommy se hiciera realidad. A efectos de grupo es cierto, pero en cantidad de ocasiones yo trataba de explicar los matices más personales de la obra al resto de la banda y su interés era nulo.

Otro mito es que Kit completó y vehiculó el relato de la historia. Él pasó a máquina lo que habíamos acordado, y sólo unos días después de que el álbum estuviera listo y los temas secuenciados. En parte lo hizo para proteger los derechos de autor teatrales[7], y también para desarrollar un tratamiento cinematográfico, algo de lo que yo no era consciente al principio. Sea como fuere, no hay duda de que Kit aportó muchas y valiosas sugerencias. Así, observó que debía componer una obertura convencional en que citara los temas musicales de la ópera (fue la última pieza que escribí), y también señaló que la historia debía cubrir dos guerras en lugar de una, una estructura que Kit y yo impartimos a la serie de canciones una vez que el álbum estaba listo. El propio Kit reconocía el marco general de Tommy como declaradamente biográfico. Por ejemplo, «A Quick One, While He’s Away» es mi propia historia contada como una fábula. Consciente de ese aspecto biográfico, Kit me lo solía recordar arteramente cada vez que mi proceso creativo tendía a desviarse.

Las pistas de Tommy estaban bien facturadas, con un sonido de bajo y percusión compacto y sobrio, un gran sonido acústico, de teclados y voz, pero con unas guitarras rítmicas mal aprovechadas. Yo sentía que contaba con dos puntos fuertes básicos como músico de estudio. Era un buen guitarra acústica y un buen guitarra rítmica con la eléctrica. El caso es que IBC Recording Studios no tenía cabinas insonorizadas, de modo que al acometer las pistas de acompañamiento yo no podía tocar la guitarra acústica junto con Keith y John porque sonaban demasiado fuerte. Kit me había convencido para que supliera las partes acústicas propuestas con un sonido agudo y tenue de guitarra eléctrica, que yo planeaba reemplazar con una combinación contundente de jugosa guitarra acústica y de guitarra rítmica enérgica. Lamentablemente, nunca se hizo.

Kit tenía además un potente programa de arreglos para una orquesta sinfónica. Siempre que lo mencionaba lo interrumpía para dejar una cosa clara: aquello era mi creación y creía que debíamos tratar de tocar todos los instrumentos nosotros mismos. De todos modos, podía ver que en varias canciones Kit no había dejado suficientes pistas vacías para que yo supliera debidamente mi ejecución de guitarra. Nos estábamos quedando sin tiempo. Para mí seguía siendo innegociable que Kit rellenara con una orquesta el espacio que me había obligado a dejar. Chris comentó que quizá aquello era la oportunidad de Kit para impresionar a los amigos de su padre, o burlarse de ellos, mediante una ambiciosa parodia rock de la ópera clásica.

Nos veíamos fuertes, solíamos estar de buen humor y optimistas. La banda mostraba su respaldo por mis ambiciosos planes de ópera rock. Kit también, pero sin duda creía que yo no podría crear una obra realmente orgánica sin que él transmitiera su trazo maestro al proceso. La idea inicial de Kit, con la que estaba de acuerdo, era que yo interpretara el papel de la voz «interior» de Tommy, cuyo estribillo era «See me, feel me, touch me, heal me». Para confundir algo las cosas, también asumí el papel de narrador, con lo que debía cantar «Captain Walker didn’t Come Home» de la obertura, a la vez que desempeñaba el rol de enfermera que asiste en el parto de Tommy y canta íntegramente «Amazing Journey» y «Acid Queen» (Acid Queen es una gitana, prostituta y camella). Disfrutaba cantando esa canción, e interpreté el papel en todas las actuaciones en vivo durante años. Como padre de Tommy, también me tocaba cantar «Christmas».

En aquellas grabaciones iniciales Roger era Tommy de joven. En dichos montajes su primera aparición era «I’m Free», el momento de su identificación con Dios. A medida que la grabación avanzaba, se esmeró en conseguir un suave falsete para cantar el estribillo principal de Tommy —«See me, feel me»— de modo que lo pudiera hacer en mi lugar y las cosas resultaran menos confusas. (En los archivos sonoros de Tommy hay varias versiones en que yo canto como solista antes de que Roger me reemplazara). Cuando lo consiguió por fin, significaba que ya podría cantar todas las partes de Tommy desde su niñez en adelante: era un progreso fundamental.

Una idea que propuse fue incorporar o adaptar canciones que le había visto tocar a Mose Allison: «Country Shack» y «Eyesight to the Blind», cuyas letras incluyen las palabras «deaf, dumb and blind» (sordo, memo y ciego). «Young Man Blues» era una canción a la que siempre quise rendir homenaje como piedra angular de mis primeros temas acerca de la angustia adolescente. Sólo mi adaptación de «Eyesight to the Blind» acabó incorporándose al álbum (el título fue «The Hawker»), algo que iba a rendirle un buen dinero a la familia de Sonny Boy Williamson a lo largo de los siguientes treinta años.

Yo quería mostrar al héroe de Tommy como víctima de abusos en su familia, entre sus compañeros de escuela y por parte de los camellos. No pretendía colar un mensaje explícito; simplemente quería demostrar que mi héroe era, según mi propio baremo, un chaval normal de posguerra. Tras numerosas tentativas frustradas por lidiar directamente con la cuestión del acoso sexual, lo tuve que dejar. Seguía pensado en mi época de crío con Denny y el repulsivo «tío» de bigote hitleriano, pero tras haber expuesto inconscientemente aquella sordidez en «A Quick One, While He’s Away», un tema que pretendía ser liviano, no estaba muy seguro de haberlo abordado debidamente.

Recurrí a John. ¿Podría él componer una canción acerca de «tío» Ernie que abusa de un niño? No hacían falta referencias directas a tocamientos, bastaba una muestra de voyerismo onanista. Dijo que lo intentaría, y se salió con «Fiddle About». Me gustaba mucho: era perturbadora, implacable y enérgica, aunque quizá me dolía que convirtiera en humor negro algo que tanto me había sobrecogido de niño. Pero cumplía su cometido, y me alivió no tener que lidiar más con el tema.

John también se dedicó a escribir una canción para el hijo de Ernie, Kevin, que chulea a Tommy. Mi perspectiva del matonismo difería de la del abuso sexual, pero el tema resultaba igualmente difícil. Yo había participado con algunas pandillas en episodios de acoso escolar, y me resultaba penoso pensar en ello. De nuevo, John convirtió al «primo Kevin» en un tipo tremendamente cómico, con una música esta vez más canónica, a la vez conmovedora y aterradora.

En los últimos días antes de montar, se dio otro par de cambios sustanciales. Uno se debió a que yo sentía que a mi canción «Welcome» le faltaba mordiente. ¿Se estaba simplemente arrullando a los seguidores de Tommy para inducirlos a un estado meditativo, balsámico? ¿La casa de bienvenida de Tommy era como una iglesia silenciosa o un lugar vital y alegre donde los jóvenes disfrutarían viviendo?

Fue Keith quien ingenió el toque maestro pertinente: la casa de Tommy no sería estrictamente una casa, sería un campamento de vacaciones, un retiro a la vieja usanza como aquellos en los que yo había pasado veranos tan felices en mi infancia. Enseguida improvisé un fragmento sobre un campamento de vacaciones y le pasé a Keith su merecido crédito como autor. Para confundir algo más los roles cantados por cada miembro del grupo, Kit utilizó mi maqueta sobre el álbum acabado, de tal modo que asumí brevemente el papel de tío Ernie.

El 1 de febrero de 1969 estaba trabajando en mi estudio cuando recibí una llamada de Delia DeLeon en que me decía que Meher Baba había «abandonado su cuerpo» y preguntaba si asistiría aquella noche a una reunión especial en el centro del Soho. El encuentro serviría para debatir de qué modo su muerte repentina iba a afectar los planes para el darshan (concentración pública) programado en la ciudad natal de Meher Baba, Ahmednagar, que él había prometido tras un largo periodo de reclusión. Le expliqué que al día siguiente debía conducir hasta Newcastle, un trayecto de unas cinco horas, y que aquella noche no podría asistir.

Baba arrastraba una enfermedad y su muerte no fue del todo inesperada, pero supuso un impacto tremendo. Yo había estado planeando ir a la India con los McInnerney, Ronnie y Susan Lane. Karen estaba en su último mes de embarazo y pensaba quedarse. Habíamos sido seguidores de Meher Baba desde 1967, pero no habíamos podido conocerlo y me dolía haber perdido la ocasión. Le pregunté a Delia qué pensaba hacer, y respondió que naturalmente iría. ¿Y Mike y yo?, le pregunté: ¿debíamos acompañarla? Tan independiente como de costumbre, se burló: ¿Para qué? Puede que también pensara que Meher Baba ya no estaría allí para conocernos, sin tener en cuenta el punto de vista de la familia hindú, según la cual él seguiría estando presente, aunque no de cuerpo.

Con el apremio de finalizar Tommy, aquella mañana cancelamos los billetes a la India con una mezcla de decepción y alivio. Al día siguiente, los Who tocábamos en Redcar, y yo seguía aturdido por el deceso de Meher Baba. Tres miembros de nuestro personal de carretera se vinieron de vuelta conmigo a Londres, en el Volvo. El viaje era largo y reinó un silencio inquietante. Al día siguiente telefoneé a varios amigos y descubrí que el darshan seguía en pie. Se trataba del deseo expreso de Meher Baba. Para mí y Mike ya era demasiado tarde para reprogramar el viaje. De todos modos, la tumba de Meher Baba estaría abierta para los visitantes en marzo, abril y hasta más tarde.

Los Who habíamos pasado seis semanas de los cuatro meses anteriores entrando y saliendo de los estudios IBC para grabar Tommy. El 4 de febrero Kit se trajo a Nik Cohn, el joven crítico del Guardian, para que lo escuchara. Nik y yo nos habíamos hecho buenos amigos (formaba parte del círculo de Kit y Chris), y nos había dado por salir juntos a jugar al millón por las salas de juegos cerca de las oficinas de Track en Old Compton Street.

Nik estaba escribiendo una novela pop llamada Arfur: Teenage Pinball Queen. Un día Nik trajo a Arfur —la chica en que se había inspirado— para que nos conociéramos. Era bajita, de pelo corto y moreno, bonita y algo tosca, vestida con una ceñida chaqueta tejana. Jugábamos al millón ávidamente y sin cuartel; en uno de los millones, dotado con seis juegos de flípers, me destrozó. Después de aquellas sesiones, Nik y yo solíamos aparecer por Wheelers Oyster Bar. Éramos de un pop sesentero incorregible: millón, ostras y Chablis de la casa.

Tras la audición de Tommy, Nik dijo que la ópera le parecía bastante buena, pero que la historia le resultaba algo solemne, falta de humor.

El rostro de Kit se crispó al ver confirmados sus peores temores. ¿Por qué debía Tommy ser un gurú? Aquello estaba muy trillado. Traté de explicarle que Tommy era una suerte de músico divino, que sentía las vibraciones en forma de música y creaba música en el corazón de sus seguidores. La expresión de Nik evidenciaba que lo estaba empeorando.

—¿Así que nos harás una mala crítica? —bromeé.

—Puede que no le dé cinco estrellas.

—¿Y si Tommy fuera un as del millón, y ése fuera el motivo por el que reúne a tantos seguidores?

—En tal caso, se ganaría las cinco estrellas y una bola extra.

Al día siguiente escribí «Pinball Wizard», y apañé apresuradamente una maqueta en mi estudio: en una pista introduje guitarra acústica y voz, y voces de acompañamiento y guitarra eléctrica sobregrabada en la otra. Nik solía emplear los términos «pinball wizard» [mago del millón] y «mean pinball» [demonio del millón] cuando jugábamos. A lo largo de las siguientes tres o cuatro semanas fue relativamente sencillo intercalar «millón» en otros espacios de la secuencia de canciones para Tommy, y recomponer los versos pertinentes.

La verdad es que ejecuté un triple salto al absurdo cuando decidí que el héroe del millón seguiría siendo sordo, memo y ciego. La cosa era tonta, coja y confusa, pero también insolente, desatada e intrépida. No me cabía ninguna duda de que si fracasaba en mi intento de brindar a los Who una obra maestra operística capaz de cambiar las vidas de las personas, con «Pinball Wizard» les estaba entregando algo casi tan bueno: un éxito.

Decidí que Mike McInnerney sería la primera persona en escucharlo. Mike y yo habíamos pasado mucho tiempo compartiendo ideas acerca de la música para Tommy y el modo en que las ilustraciones de Mike podían acompañarla. Meher Baba enseñaba que la vida tal como la conocíamos era «una ilusión dentro de una ilusión», una perspectiva que Mike estaba desarrollando para la funda del disco. La cubierta y una de las caras anteriores mostraban una especie de enrejado a través del cual debían pasar los oyentes a fin de acceder a la música en su interior.

Tommy no había sido concebido como un álbum pop. Mi nueva definición de lo que hacía era «rock». Los músicos y periodistas empezaban a utilizar el término para describir un movimiento juvenil y una actitud, así como la música más popular del momento. Jann Wenner y sus colegas de Rolling Stone ya la empleaban para describir algo más que un estilo de música. Cuando la revista Creem apareció algo más tarde, acuñó la expresión «punk rock» para definir toda una escena en que se daban personajes tan dispares como John Sinclair y Abbie Hoffman de una parte, e Iggy Pop de otra.

Meher Baba había hablado sobre «Dios jugando a canicas con el universo», y ahora Tommy se hacía eco de ello con la introducción del flíper. Mike estaba pensando en una nueva ilustración para la funda que retratara el modo en que la ilusión nos engaña para creer que es verdad lo que vemos, pero el tiempo se nos echaba encima. Su trabajo de ilustración con gouache era meticuloso y prolijo. Así que al final decidió optar por una foto y recurrió a alguien que daría con lo que buscábamos.

El último problema que nos tocaba solventar era qué función iba a desempeñar Tommy ahora que Meher Baba había muerto. Nunca pretendí que la obra fuera un vehículo de captación de adeptos para Meher Baba, pero sí que aspiraba a reflejar ciertos anhelos espirituales en aquella era post-psicodélica. Los movimientos juveniles se dividían y oponían en dos ámbitos: el activismo político y la búsqueda espiritual; yo me identificaba más con lo último. Hablamos sobre si el nombre de Baba debía aparecer en los créditos de la funda, y acordamos que sí, pero únicamente como «Avatar».

A principios de marzo habíamos terminado. El último tema en que trabajamos fue «The Overture», grabada por mí bajo el sopor del agotamiento una vez finalizado todo lo demás.

El preestreno radiofónico de «Pinball Wizard» me apabulló por el encarnizamiento crítico, que se cebaba en la osadía de haber compuesto una canción sobre un niño sordo, memo y ciego. Varios pinchadiscos de la BBC se negaron a poner el tema, y un par de ellos no se anduvieron con remilgos, llamándome «enfermo». Muchos suavizaron su postura cuando salió el álbum y pudieron escuchar la canción en contexto. Pero la aprobación de la prensa musical nunca acabó de cuajar en el caso de Tommy.

A menudo se me describe como «pretencioso» por intentar componer un ciclo de canciones que relata una historia (que a su vez ha sido despedazada miles de veces porque no encaja en los cánones del drama operístico). Llegó incluso a tildarse de «paja mental» por parte de un crítico al que olvidé en la sentina de la memoria. La «ópera rock» ya existía con SF Sorrow de los Pretty Things y «Excerpt from a Teenage Opera» de Keith West; los Kinks habían sacado Arthur el mismo año en que salió Tommy, y ambos grupos empleábamos la expresión «ópera rock», aunque con cierta ironía. Sabíamos que lo que estábamos haciendo le debía más al music hall británico que a la ópera clásica.

Mis canciones para Tommy también servían como singles pop: para reflejar y liberar, presagiar e inspirar, entretener e implicar. Pero aquella tendencia —la de promocionar los singles aparte del álbum entero— ya estaba finiquitada para cuando sacamos Tommy. Necesitábamos un cambio, y eso también significaba encajar unos cuantos ganchos críticos en la cara. Si las canciones correctas e ingenuas que compuse justo antes de Tommy hubieran sido éxitos, quizá nunca hubiera sentido la necesidad de intentar otra cosa. Puede que mis ambiciones operísticas se hubieran quedado en el cajón. No hay nada que más admire que una serie de canciones honestas, conjugadas por atmósfera y tema a partir de una tesis artística común.

Sin embargo, la «pretenciosidad» de Tommy era necesaria. Sin su audacia y morro para atraer tanto la atención como el oprobio, creo que los Who habrían desaparecido o se habrían sumido en la inanidad. Además, disfruté escribiendo canciones que obedecieran a un discurso determinado. Así es como había empezado, me solía funcionar, y el resultado fueron una serie de canciones que, de otro modo, no se habrían compuesto. Después de Tommy, cada serie de canciones que entregaba para el grupo estaban inspiradas en una idea, historia o concepto que obedecía a cierto tipo de forma dramática, no siempre evidente, pero siempre presente.

El 28 de marzo, con el nacimiento de mi hija Emma, sentí algo muy especial. El doctor llegó al hospital y, después de explicar cómo iría la inducción al parto, ayudó a Karen a romper aguas para que empezaran las contracciones. Cuando acudí a la habitación de Karen para consolarla, la estancia estaba llena de ángeles. No dije nada, temiendo que me estuviera volviendo loco o que pudiera asustarla. Pero mientras me sentaba sosteniendo la mano de Karen y nos sonreíamos, la habitación vibraba con una energía mágica. Por momentos pensé si estaba experimentando un flashback de LSD. Algo después, cuando Emma nació y la tuve entre mis brazos, me quedé alucinado contemplando aquella cosita por primera vez. Parecía atravesarme con la mirada para llegarme al alma.

En aquel momento me vi abrumado por un sentimiento completamente inesperado. Sentí la urgencia de devolverle la niña a su madre, salir al mundo y ganar dinero. Era como si sufriera el primitivo impulso del cavernícola para cazar y matar a fin de proveer alimento para la familia. Unos días después, al llevar a mi hija a casa, decidí jugarme el cuello: haría lo que hiciera falta para lograr el éxito.

Kit había dejado en manos de nuestro ingeniero de IBC Damon Lyon Shaw el primer montaje y la mezcla de Tommy. Cuando escuché el doble álbum por primera vez me quedé algo perplejo. Kit había remezclado todo el álbum de modo que la banda se oía muy por debajo de la voz, y algunos temas parecían carecer de la garra con que se habían ejecutado en el estudio. De todos modos, toda la serie de canciones estaba mejor cohesionada, y tras unas audiciones resolví que Kit le había dado el enfoque correcto. La historia de Tommy era fácil de seguir, y la funda incluía las letras además de algunas ilustraciones sensacionales; prácticamente cada verso se escuchaba con claridad en la mezcla, y, en definitiva, de eso se trataba. El diseño de portada de Mike McInnerney era todo un logro. Añadía coherencia y misterio, una combinación aparentemente imposible. Una vez impresa y en mano, era un artículo bello y aclaratorio.

El 31 de marzo fuimos a ensayar en un auditorio de West Ealing. En cuatro días nos dimos cuenta de que Tommy iba a ser una obra fantástica para tocar en vivo. Después del último ensayo, Keith me llevó a tomar algo, me miró a los ojos y dijo: «Pete, lo has conseguido. Esto va a funcionar». Los ensayos fueron una revelación: la música de Tommy, al interpretarla, incluso en una sala vacía, generaba una energía y fuerza extraordinarias, y parecía dotada de un poder inexplicable que ninguno de nosotros había esperado ni planificado.

Mientras los críticos se congregaban como una jauría de perros gruñones y ladradores, nos preparamos para dar la cara. El único modo de detener los ataques era programar la primera representación londinense de Tommy exclusivamente para el enemigo, la cínica prensa británica. El día D subimos al escenario del Ronnie Scott’s Jazz Club para estrenar Tommy ante un puñado de periodistas musicales medio borrachos ya con los tragos que nosotros pagábamos. Antes de empezar, un par de ellos gritaron: «Townshend, puto gilipollas, machaca la guitarra». Empezaba a hervir el murmullo del público; la situación no se antojaba prometedora, así que ahogamos a los objetores con el volumen de los amplificadores, atronador para aquella reducida sala, y empezamos a tocar.

Cuando terminamos todos estaban en pie. Habíamos triunfado. La música funcionaba.

Históricamente, las actuaciones en vivo de los Who se habían desarrollado según cierta competitividad infantil y ególatra que había funcionado bien entre 1964 y 1968, cuando cada uno de los cuatro, chavales aún, trataba de captar la atención del público a su propia y excéntrica manera. Yo solía brincar, posar como un fantasmón mod, me retorcía, agitaba el brazo como un aspa y la emprendía en mi Marshall stack. Roger sacudía su dorada cabellera y agitaba las borlas del chal o los flecos de la chupa de ante, mientras cantaba y generaba ruido blanco o detonaciones al golpear los platillos de Keith con el micro. Keith tocaba demasiadas notas, no paraba de poner caretos, arrojaba demasiadas baquetas y se caía del taburete con excesiva frecuencia, pero nunca perdía el compás. John llamaba la atención simplemente porque permanecía quieto, los dedos revoloteando como los de una estenógrafa, las notas restallando como una ametralladora.

Sin embargo, cuando empezamos a interpretar Tommy en 1969, esta competitividad se fue diluyendo; trabajábamos mucho más como conjunto, acompañándonos entre nosotros para que el viaje de interpretar y escuchar la obra resultara más completo. Podíamos empezar nuestras actuaciones con rock duro del más escandaloso, y a veces cerrábamos también así, con amplificadores que se desplomaban y baterías convertidas en chatarra, pero mientras interpretábamos Tommy éramos auténticos músicos. Y eso hacía que compartir el escenario con los Who fuera una experiencia mejor, por más que fuera de allí siguiera habiendo facciones.

John se aliaba con Keith sin pestañear, y así se descarriaba a menudo en algunas de sus aventuras más desquiciadas. Roger solía inquietarse por la última chica despampanante, con lo cual no tenía por qué preocuparme, aunque tampoco con quien divertirme. Yo iba por cuenta propia, sosteniéndome con mi trabajo de estudio, Karen y Emma, algunos buenos amigos, así como departiendo con algunos periodistas que me tomaban en serio. Eran básicamente estadounidenses: John Mendelsohn, Danny Fields, Jann Wenner, Dave Marsh y Greil Marcus, me vienen ahora a la cabeza. Pero incluso en Gran Bretaña los críticos de rock empezaban a abandonar el enfoque amarillista. Los directores de revistas musicales empezaban a darse cuenta de que sus lectores se tomaban realmente en serio a los grupos que les gustaban.

La música pop estaba evolucionando y se convertía en el barómetro de muchos cambios sociales. A medida que los periodistas se volvían más confiados para hablar seriamente de música, yo sentía que volvía a pisar un terreno familiar, donde se podía hablar de Bach, Charlie Parker y Brian Wilson como de unos genios, sin temor a resultar petulante. También en la radio aparecían grandes innovadores que me hacían sentir valorado; solía pasar mucho tiempo con ellos, perpetuando los hechos y fábulas de los Who, así como escuchando música e ideas que sentíamos como importantes.

Al salir de gira, sin embargo, no podía desprenderme de la sensación de que había una fiesta en curso a la que no había sido invitado porque no tomaba drogas ni me sentía cómodo entre las groupies. Mi problema con las groupies tenía poco que ver con la moral; simplemente no comprendía qué querían, o qué creían ellas que estaban haciendo. Si resultaba que pasabas algunas noches con Daltrey o Clapton, ¿qué más ibas a hacer para que aquello significara algo? ¿Contarlo a tus amigas? ¿Marcarlo con muescas en tus talones? Una mujer que se acostó a menudo con Eric era hermosa, elegante y tremendamente inteligente. ¿Qué la llevaba a seguir a los grupos por ahí y merodear entre bastidores, a la espera de unas migajas? ¿O es que eran todas una panda de folladoras de famosos deseando algo de fama por asociación, o de prestigio por reputación y misterios ajenos?

Keith solía juntarse con groupies bien conocidas a las que trataba como princesas y les hablaba con acento pijo de lord mientras les servía Dom Pérignon; era tremendamente divertido y se entendía por qué las chicas disfrutaban de su compañía. John solía adoptar a una chica para toda una gira, y ésta se convertía en una presencia perfectamente familiar para todos hasta que se desvanecía para siempre una vez que la gira terminaba. Yo observaba a los hombres en los bares de los hoteles, viajantes de comercio o invitados a congresos, hablando con mujeres que acababan de conocer, sin importarles que fueran chicas de alterne o solteras que salían a pasarlo bien. Entendía lo que necesitaban y por qué. Pero me costaba entender eso mismo en mis compañeros de grupo.

Algunos músicos del pop y del rock, incluso de segundo orden, han cifrado sus conquistas sexuales aportando números que desafían la imaginación. Mi prioridad era serle fiel a Karen, pero eso también me arrinconaba un poco. Por otra parte, cualquier desconocido que tratara conmigo estaba convencido de que sabía qué hacía yo y cómo vivía: las leyendas apócrifas del rock eran difíciles de refutar. Y tampoco valía la pena perder tiempo contando que, a pesar de pertenecer a un grupo de rock y de destrozar guitarras, yo no consumía drogas e intentaba ser un buen esposo.

Sabía que tenía que volver al tajo, pero dejé el vuelo a EE. UU. para el último minuto. Nuestras tres primeras actuaciones eran en el Grande Ballroom de Detroit, donde habíamos tocado en el mes de julio anterior. Joe Cocker y la Grease Band nos hicieron de teloneros y me encantó verlos tocar. También fue una ocasión para retomar contacto con mi colega de la escuela y mentor Tom Wright, que seguía dirigiendo el Grande.

Cada noche salíamos con Bob Pridden, nuestro ingeniero de sonido, y Tom Wright, que había escuchado Tommy y me brindó su opinión sin rodeos: «¡Pete! —se rio, agitando una botella de J&B—. ¡Una ópera, tío! Una puta ópera. ¿Cómo se te ocurre?». Unos minutos después me miró fijamente, con franqueza: «Acid Queen… ¡tío! ¿Y quién era? ¿Dónde está?».

Los Who se fueron a Boston, al Boston Tea Party de Don Law, donde tocaban una mezcla ecléctica de músicos de rock y jazz. Roland Kirk fue el telonero durante tres noches. (Al año siguiente, añadiría el «Rahsaan» a su nombre después de oírlo en sueños). Yo era un fan declarado, y un año atrás, con ánimo de compartir mi pasión, me llevé a Karen y a una pareja de amigos a verlo tocar en el Ronnie Scott’s Jazz Club. Nos sentamos en una mesa grande a la izquierda del escenario, y contemplamos a Kirk hecho un vendaval de proezas musicales, desplegando un jazz y aptitudes escénicas deslumbrantes. Era capaz de tocar dos o tres instrumentos a la vez. Nos dejó boquiabiertos.

Pasados cuarenta y cinco minutos, Kirk parecía aburrirse y pidió a los músicos, entre los cuales se contaba el bajista Malcolm Cecil —que había impartido brillantes lecciones en el Ealing—, que le trajeran una copa mientras se pasaba al piano. Su facultad para la improvisación era maravillosa; tenía un desenfado y brío que recordaba a un Duke Ellington más juguetón. En un momento dado, susurré al oído de Karen: «Me encanta, pero ojalá volviera a tocar la trompeta». Roland se volvió en dirección a mí. ¡Me había oído! ¿Cómo es posible? Siendo ciego, su oído debía de ser sumamente agudo, pero yo había hablado en susurros.

«Perdona, Roland», grité, pronunciando su nombre con el acento más cockney posible, tal como solíamos hacer en Ronnie’s para hablar de él. Se rio, luego se levantó del piano, se encaminó al centro del escenario y se metió seis trompetas en la boca, que tocó mientras cantaba al mismo tiempo. Miró hacia mí varias veces, como para asegurarse de que ya tenía suficiente trompeta.

Una vez, después de finalizar la actuación de Tommy, me encontraba en el camerino, exhausto, y Roland Kirk irrumpió gritando: «¿Dónde está ese blanco hijoputa que escribió la cosa esta del chaval sordo, memo y ciego?». No dije nada, pero me oyó respirar, vino hacia mí y me dio un abrazo.

—Tú no sabes lo que es, tío, ¡pero nos diste a los ciegos nuestra propia ópera! Aunque yo no soy memo ni sordo.

—Lo siento, Roland —dije, en cockney cerrado.

—¡Hostia! —Roland se volvió hacia mí de nuevo, regañándome en broma—. Tú eres el blanco hijoputa que el año pasado en Ronnie’s quería que dejara de tocar el piano.

Y me abrazó de nuevo, en este caso más bien me crujió. Aquella semana se quedó entre bastidores a escuchar Tommy las tres noches en que tocamos.

Roland Kirk me enseñó que cuando los músicos te muestran respeto no lo hacen necesariamente con aplausos, palmadas o cartitas. A veces se limitan a escuchar. Si resultan ser ciegos, su agudeza auditiva es mayor.

Llevar Tommy a Nueva York, nuestro hogar espiritual en EE. UU., fue un salto emocional para nosotros, pero por entonces ya me sentía más confiado, incluso algo chulo. A principios de 1969 yo concebía la interpretación como siempre lo había hecho; era un músico profesional con una misión: subir al escenario, hacer mi trabajo y volver a casa. Sin bises.

Me había ido decepcionando con el cariz generalmente desorganizado y experimental de los conciertos pop de finales de los sesenta. Muchos de los promotores acababan de salir de la universidad y habían aprendido el oficio en la burbuja de la asociación de estudiantes. Más allá de los pósters psicodélicos y la atmósfera hippy, el modo de funcionar de estos jóvenes resultaba caótico; salvo donde había dinero en juego. Eran los precursores de los ejecutivos hippies del futuro, como Richard Branson y Harvey Goldsmith. A pesar de mi irritación, nunca sentí una rabia violenta, no al menos con aquellos que manejaban el negocio en que yo estaba.

Con todo su bagaje espiritual, Tommy está repleta de violencia. Empieza con un bombardeo, un piloto de la RAF desaparecido en combate (posiblemente capturado como prisionero de guerra), un asesinato pasional, matonismo, abuso sexual, la drogadicción de un matasanos de arrabal, incompetencia médica para con un niño discapacitado y la revuelta de una población agraviada a la que se le prometió el nirvana y en su lugar se le proporciona únicamente una rutina laboral infame. Al interpretar Tommy a menudo tenía la impresión de perder la consciencia. No era un colocón o, al menos, no de drogas. Me mantenía muy centrado. Y me mantenía enchufado a la propia química del metabolismo: endorfinas, dopamina, serotonina y adrenalina inundaban mi organismo.

En Nueva York teníamos tres conciertos programados en el Fillmore East. La noche del estreno, estaba más excitado de lo habitual, y todos nos sentíamos con ganas de brindar un buen espectáculo. En mitad de una fase arrolladora, un hombre se plantó en el escenario, arrebató el micro de manos de Roger y empezó a hablarle al público. No dijo que dejáramos de actuar. De hecho, no se dirigió a nosotros para nada. Estábamos tocando, y de pronto apareció allí y se puso a hablarle a la gente, a mi gente.

Roger trató de recuperar el micrófono, pero el tipo lo empujó. Estando yo en mitad de un solo, fui a saltar sobre él para patearle el culo al vuelo, pero se volvió y mis Doc Martens impactaron en sus huevos. Se dobló sobre sí mismo, y un par de asistentes de Bill Graham se abalanzaron al escenario para llevárselo. Seguimos tocando. Más tarde supe que acababa de golpear a un agente fuera de servicio de la Tactical Police Force, que pretendía desalojar la sala a causa de un incendio que se había declarado en la tienda de al lado.

Aquella noche fui a dormir a casa de mis amigos Steve y Nancy Baron. Mientras discutíamos los planes para que Steve se viniera a Londres a grabar a mi estudio casero, apareció Nancy diciendo que se había expedido una orden de arresto para mí y para Roger. Decidí esperar a la mañana siguiente para entregarme.

En comisaría me pusieron en una celda. La TPF era una unidad especial, muy orgullosa. El comandante, un tipo alto en la cincuentena con una cicatriz en la cara, se dejó caer por allí para dejar sentir su presencia. Salí bajo fianza para comparecer ante el juez el 27 de mayo, en diez días. Lamentaba el incidente, y la reacción de la policía y de la prensa me trastocó: podía ser deportado y que en el futuro se me denegara el visado.

Cuando fui entrevistado por el agente de policía al que había lastimado, me excusé honestamente, pero el asunto ya se había convertido en una cuestión de honor, y el tipo ni me miraba a la cara. En la calle, bajo circunstancias normales, si hubiera pateado a un hombre de sus características, me habría noqueado en un santiamén; o puede que me hubiera disparado, y con todo el derecho. Lo que me resultaba difícil explicar era que, quizá por el exceso de adrenalina sobre el escenario, apenas podía recordar el incidente ni la potencia aplicada al patadón.

Llamé a Karen a Londres y le expliqué lo sucedido.

—Pete, ten cuidado, por favor —dijo—. Te quiero.

Al escuchar su voz, y el temor que celaba, sólo deseé abandonar aquella vida roquera y volverme a casa.

Dimos otros dos conciertos en el Fillmore, y me apañé para ejecutar bien mi trabajo. Luego fue mi cumpleaños, y decidí, como solía hacer en periodos agobiantes, abandonarme a la suerte y recuperar a mi agresivo personaje escénico. Tenía veinticuatro años. Era un hombre. Lo superaría.

Tommy salió en EE. UU. el 17 de mayo y en el Reino Unido seis días más tarde. El 25 de mayo, los Who tocamos junto a Led Zeppelin por primera vez. Tres semanas después, Roger y yo acudimos a una vista preliminar en Nueva York, donde nuestro abogado nos informó de que el asunto ya no iba tan cargado políticamente, y que las acusaciones probablemente se retiraran. Aun así, teníamos que volver a Nueva York para el juicio. Temporalmente aliviado, salimos a actuar en una serie de conciertos que me siguen pareciendo momentos definitorios de nuestra carrera. Nuestras actuaciones siempre habían sido enérgicas y agotadoras, pero para cumplir con Tommy se requería una concentración adicional, más exigente si cabe por la atención a la que estábamos sometidos.

Después de nuestro concierto al aire libre con Led Zeppelin, en Columbia, fuimos a tocar al Kinetic Playground de Chicago. La Buddy Rich Orchestra nos hizo de telonera, y Keith pudo hablar con su ídolo después del primer concierto. El solo de batería de Rich durante aquel par de actuaciones hacía que cualquier otro batería del planeta pareciera un mono. Joe Cocker estaba también en el cartel; escucharlo y tocar con él fue una de las experiencias más entretenidas de mi vida.

En San Francisco, los Who discutimos con Bill Graham, que pretendía que actuáramos dos veces en nuestro primer concierto, algo que no iba a funcionar con Tommy. Pero se mostró intratable. Cumplimos con una primera parte muy breve para desafiar su presunta autoridad; de este modo, también se puso de su lado al contrariado público.

Bill Graham estaba habituado a decir a los músicos lo que tenían que hacer o tocar y por cuánto tiempo, incluso cómo debían vestir. A cambio, aportaba camerinos limpios y un gran sistema PA, y pagaba bien. Bill no sabía qué hacer con nosotros. Era un tipo duro, pero por algún motivo me adoraba, y cuando le planté cara lo dejó correr. Al final, accedió a que integráramos en una sola actuación las dos por noche que nos exigía. Interpretamos Tommy en nuestras dos noches, y desde entonces prácticamente nunca más volvimos a dar dos conciertos en una noche, cualesquiera que fueran las circunstancias.

De vuelta a Nueva York, nuestra comparecencia ante el tribunal fue angustiosa. Se retiraron las acusaciones contra Roger, pero a mí se me acusó de una ofensa, la infracción legal de menor entidad en EE. UU., algo parecido a una «amonestación» en Reino Unido, y tuve que pagar setenta y cinco dólares de multa. Aunque aliviado por fin, secretamente deseé que me quitaran el visado americano para quedarme ya con mi familia y verla crecer. Les conté a los amigos que no quería volver jamás a Estados Unidos.

Antes de volar a casa el 23 de junio, me reuní con nuestro agente en Nueva York, Frank Barsalona, y con el promotor John Morris, en el apartamento del primero. Aquel día Morris me vendió la moto de lo que luego sería Woodstock. La verdad es que sonaba colosal, osado y estimulante, pero faltaban sólo unos meses: demasiado pronto para mí. Rehusé. Acababa de ser padre y Karen había pasado dos meses sola con el bebé en una casa nueva. El arresto la había dejado asustada y yo necesitaba estar junto a la familia.

Frank se animó y me dijo que era de locos rechazar algo así: iba a ser el acontecimiento rock de la década, si no del siglo. Les dije que ni siquiera iba a tomarlo en consideración, estaba decidido. Ya le había plantado cara a Bill Graham, de modo que Frank no me intimidaba. Entonces, se fue hasta la puerta de entrada y cerró con llave, luego se asomó a la ventana y arrojó las llaves a la calle. Me dijo que no podía irme hasta que accediera a actuar. Aguanté sentado aquella situación absurda durante dos o tres horas, mientras John Morris trataba de mediar. Después de perder el vuelo a Londres, simulé que accedía a fin de poder escapar.

Pero Frank ya tenía un contrato para que yo lo firmara. Garabateé mi firma, sabedor de que sólo podía firmar por mí, sin comprometer al grupo. Pero unos días más tarde, sin saberlo yo, Chris Stamp firmó el contrato definitivo para el resto de la banda.

Cuando llegué a casa, Karen estaba extremadamente cansada, como era de esperar. Hice cuanto pude para ayudar con Emma, pero no tenía la impresión de contribuir sensiblemente, la verdad. Delia DeLeon quería que yo conociera a su hermana Aminta, una violoncelista que poseía un Stradivarius y que había formado parte del primer contingente de mujeres jóvenes occidentales reunidas en torno a Meher Baba a principios de los años treinta. A instancias de Delia, Aminta celebró una pequeña fiesta en su jardín para seguidores de Baba; Karen y yo fuimos con Emma en su cochecito. Al entrar en el salón de Aminta, vi el fabuloso Stradivarius. Parecía resplandecer. Entonces, por un reflejo demorado, como se da en los dibujos animados, aprecié otro brillo en la estancia. Junto al chelo estaba sentada la chica de Australia para la que había escrito «Sensation» (que había sido incorporada a Tommy).

Le presenté a mi esposa e hija; no dijo nada, aunque siguió resplandeciendo. Sentía como si la vida conspirara para darme una lección. El hecho de que Karen interceptara la carta de la chica australiana hizo que me encarara con lo que realmente quería de la vida, y con quién quería compartirla. No cabía ninguna duda de que la chica se sentía ahora incómoda, lo lamentaba; al mismo tiempo, el artista egocéntrico que había en mí se congratulaba con que nuestro lío hubiera engendrado una buena canción.

Empecé a pensar que, después de Tommy, ya no volveríamos a lanzar un single de éxito. Sin embargo, con «Something in the Air», escrita por mi amigo baterista y cantante Speedy Keen, había explotado todas mis facultades para perfilar una canción tan radiofónica como fuera posible. La produje para Thunderclap Newman, una banda en la que formaba Speedy, la grabamos en los estudios IBC después de las sesiones de Tommy, y se encaramó casi directamente al número uno en las listas británicas.

Acudí con Thunderclap Newman al plató de Top of the Pops para celebrar su primera aparición en el programa. Me quedé entre bastidores, sintiendo cierta extrañeza por el hecho de que no necesitaba aparecer en televisión para ganarme la paga, pero más bien complacido con la idea. Fue entonces cuando un viejo amigo me llevó aparte y me contó que corría la voz de que Brian Jones había sido hallado muerto. Los detalles alrededor de su muerte tardarían un tiempo en saberse, y la verdad absoluta no iba a ser fácil de establecer. Me quedé sentado, en un silencio petrificado. No podía creer que Brian estuviera muerto. No lo había visto desde la filmación del Rock and Roll Circus, en que se encontraba muy alterado y francamente mal. También sabía que había dejado los Stones recientemente, lo que debió de ser terriblemente doloroso para el hombre que había sido su primer líder.

Dos días después, el 5 de julio de 1969, los Who tocaron en el Royal Albert Hall en las primeras «Pop Proms». Estábamos en cartel junto a Chuck Berry. Hubo cierta fricción con él por quién debía encabezar el cartel, y acordamos que él cerraría la actuación de las 17:30 y nosotros la de las 20:30. Me había llevado a mi hermano Simon, de ocho años, y lo dejé al cuidado de David Bowie. Al otro lado de la calle, en Hyde Park, los Stones habían dado su primer concierto sin Brian Jones, con Mick Taylor a la guitarra. Tocaron por la tarde, así que, luego, buena parte del público, ya algo intoxicado, se acercó a nuestro concierto.

A medida que los rockers empezaban a desmadrarse, arrojando objetos al escenario, Roger cogió una moneda y vino hacia mí.

—Está afilada, Pete —dijo—. Como una navaja.

Conseguimos terminar la actuación, esquivando peniques y sin sufrir daños, pero fuimos vetados en el Royal Albert Hall durante largo tiempo. Debieron de pensar que habíamos azuzado a los rockers, a pesar de que todo el tumulto sobrevino antes de que empezáramos a castigar nuestro material.

Después del espectáculo, fui a buscar a Simon. Tanto él como Bowie dijeron lo mismo: «Yo me dedicaré a esto». David se refería a que pretendía componer discos conceptuales basados en personajes imaginarios. Y Simon quería simplemente ser músico de rock. Mientras me lo llevaba escaleras abajo, me crucé con la chica australiana, que me había estado buscando. Mantuvimos una conversación breve y embarazosa en el rellano, mientras los técnicos iban de aquí para allá. Le pregunté qué tal estaba.

—Tenía ganas de volverte a ver —dijo—. Y claro, en la fiesta de Aminta, con esposa, hija…

Mi esposa e hija estaban en casa aquel día y, repentinamente, sentí que no podía esperar para verlas de nuevo. La chica resplandeciente de Australia iba a ser la última con la que me acostaba antes de mi boda. Sinceramente, pretendía no volver a engañar a Karen nunca más.

Tuve que darle a Karen la noticia sobre el inminente regreso de los Who a EE. UU. Acordamos que iríamos juntos con Emma, para evitar pasar tanto tiempo separados. Volamos hasta Nueva York, y de ahí fuimos en coche a Woodstock.

Los Who debíamos tocar el segundo día de festival, los últimos por detrás de Sly and the Family Stone y Janis Joplin. Alguien sugirió que, debido a problemas en las carreteras, era conveniente salir pronto hacia el enclave del festival. Karen y yo decidimos que la niña necesitaba calma y silencio, de modo que iría yo solo. Me puse las Doc Martens y el mono blanco, y nos subimos a una limusina. El chófer nos dijo que los helicópteros habían cesado su actividad cuando la empresa se dio cuenta de que no iba a cobrar. Las orejas de Wiggy despertaron como antenas. Era el encargado de recaudar nuestros honorarios.

Nos llevó noventa minutos recorrer tres kilómetros por un camino tan embarrado que, a veces, debían empujarnos los asistentes. El camino estaba plagado de coches y motos desparramados, algunos con tiendas en su interior y otras pertenencias. Parecía como si la gente hubiera huido de un ataque aéreo. John y Keith se comportaban de modo extraño: no habíamos pasado más que quince minutos en el hotel y ya habían pillado droga.

La escena que nos recibió en la zona del backstage era horrenda. Toda el área de aparcamiento era un cenagal espeso y gelatinoso, que había cubierto al personal técnico hasta las cejas en su penoso vaivén entre el lodo. Al salir del coche, resbalé y me hundí hasta las rodillas.

No había camerinos, así que entramos en una tienda que disponía de una máquina de agua caliente, sobres de té, café instantáneo y un termo de café. Me serví y a los pocos minutos me di cuenta de que habían echado ácido en el agua. Estaba bastante diluido, pero cuando el viaje de baja intensidad empezó a dejarse notar, veinte minutos después, vi una foto de Meher Baba colgada en un poste telegráfico. Fue un instante hermoso. Por entonces, la imagen era ubicua: un Meher Baba joven, guapo, con el pelo largo, a la manera de Cristo. Lo vi como una señal de que todo iba a salir bien.

Y entonces sucedió una tragedia. Mientras miraba la foto, un joven, descalzo y descamisado, completamente fuera de sí, saltó al techo de una ambulancia aparcada bajo el poste telegráfico y se puso a trepar ágilmente por él, unos diez metros. Al tocar la foto, pegó un grito y se precipitó de espaldas, aterrizando sobre la ambulancia. El poste telegráfico era, de hecho, del tendido eléctrico. Los servicios sanitarios se apresuraron a atender al joven inconsciente. Cuando acudí a la tienda de primeros auxilios para informarme, fue como adentrarme en el plató de la película M*A*S*H. Estaba repleto de literas donde yacían jóvenes que habían pillado un mal viaje, algunos heridos, y principalmente niños aterrados.

Fuera de la tienda vi las caras de John y Keith que observaban desde la ventanilla trasera de un monovolumen y saludaban risueños; luego supe que sus pollas andaban metidas en las bocas de dos chicas.

Me encaminé solo hasta el margen del prado donde se concentraba la mayoría del público. Se decía que más de un millón de personas había venido a Woodstock, y parecía como si la mitad de esa cifra anduviera desparramada por la colina. La luz se iba atenuando mientras me adentraba en una escena de bosque encantado: hadas desnudas bailando entre los árboles, camellos con bandejas de porros ya confeccionados, secantes de ácido, hachís, hierba y papel de liar.

Mientras cruzaba el bosque aparecí en la explanada por donde se esparcía la mayoría de los campistas. Miles de ellos estaban sentados escuchando la música que resonaba de la colina desde el escenario, como en un anfiteatro natural. El sistema de sonido no estaba mal, pero tampoco estaba concebido para cubrir un área de aquella extensión. En ocasiones, alguien trataba de captarme o engatusarme; podía ser un alma perdida en pleno viaje, sonriente y cordial, o un chaval pasado de vueltas, como el del poste, exigiendo dinero o drogas, amenazador, que luego se piraba corriendo entre risas como un espíritu del bosque.

El clímax de aquella noche fueron Sly and the Family Stone, que habían espoleado a la multitud a un cenagoso frenesí con el tema «I Want to Take You Higher». Más que ácido, probablemente estaban tomando coca: la música era apremiante, oscura y potente. En aquel momento, a primera hora de la mañana, Janis Joplin estaba acabando su bis, «Ball and Chain», que coronaría aquella última parte antes de entrar nosotros. En Monterrey había estado fabulosa, pero aquella noche no estaba en su mejor forma, debido probablemente al prolongado retraso y, probablemente también, al alcohol y heroína consumidos durante la espera. Pero, incluso en una noche floja, Janis era increíble.

A medida que se acercaba nuestro turno, me preocupaba perder el efecto de las luces escénicas. Le pregunté a alguien a qué hora iba a salir el sol. Mientras disponíamos nuestro equipo y empezábamos a tocar, algunos de los asistentes empezaron a frotarse los ojos y a incorporarse de sus sacos de dormir. Como de costumbre, yo andaba aporreando como un poni desbocado, tratando de mantener afinada la Gibson SG y jugueteando sin parar con los amplificadores.

El técnico de luces había elegido focos blancos para Roger, de modo que su melena rizada parecía arder como fuego dorado. Cantaba con los ojos muy cerrados. De pronto alguien apareció a sus pies con una cámara cinematográfica. Roger casi trastabilló, así que empujé al intruso al foso de la prensa frente al escenario. Resultó ser Michael Wadleigh, que filmaba el documental que sancionaría la leyenda definitiva de Woodstock.

Más vulnerable que de costumbre, Roger se movía de un modo que parecía apelar a algo más hondo. El revoloteo con el micro y sus poses míticas sugieren frustración y dolor, al tiempo que el sudor le daba cierta pátina angelical como retratada por un maestro del Renacimiento. Por el contrario, John y Keith aparecían relajados. Habían tomado ácido y confraternizado con un par de más que amigables fans, y la cosa se notaba. Pero como músicos avezados que eran, podían seguirme perfectamente.

Cuando empezamos a tocar «Acid Queen» me metí en mi personaje: me imaginaba como el gitano desalmado que había prometido a Tommy sanarle de su condición autista, pero que era en verdad un monstruo sexual y recurría a las drogas para doblegarlo. Mientras me dirigía al micro, alguien se plantó ante mí, intentando detener la música. Era Abbie Hoffman: «Todo esto es una puta mierda», gritó al micro, agitando los brazos frente al público. «Mi amigo [el poeta de Detroit] John Sinclair está en la cárcel por un porrillo y…». No fue más allá.

Mientras yo seguía con la intro de «Acid Queen», sintiéndome perverso, le pegué con el clavijero de la guitarra para apartarlo. El extremo de una de las cuerdas debió lastimarle la piel porque reaccionó como si lo hubieran picado, y se retiró a sentarse de piernas cruzadas a un lado del escenario. Me perforaba con la mirada, y le sangraba el cuello.

Terminé la canción y me acerqué a él.

—Lo siento —dije.

—Jódete —replicó, y abandonó el escenario.

Siempre me mostraba absurdamente territorial con nuestro espacio escénico. Puede que aquello lo hubiera mamado de niño con la banda de mi padre, los Squadronaires; sea cual fuera el motivo, el escenario era sacrosanto.

Para cuando tocamos «I’m Free», la mayor parte del público estaba en pie. Casi sin darnos cuenta, Roger se había puesto a cantar «See me, feel me, touch me, heal me» ante oleadas de jóvenes que sintonizaban con Tommy como música concebida, sin saberlo, para aquel tipo de festival, para aquel momento particular, para ellos. En un momento dado, Keith gritó: «¡Santo Dios, Pete! ¡Basta!». Yo me ensimismé en un largo solo de guitarra con acople, al tiempo que el cielo por detrás de la colina empezó a palidecer con las primeras luces del alba. Pletórico pero fatigado, golpeé varias veces la guitarra contra el suelo, la arrojé a la audiencia y los Who nos volvimos a Londres.

Tenía que pasar algo de tiempo antes de que nos diéramos cuenta de que nuestra actuación en Woodstock —que podría fácilmente no haber existido— nos iba a aupar al Olimpo del rock americano, donde íbamos a permanecer un año tras otro, hasta entrado el siglo XXI. Todos los que habían acudido a Woodstock disfrutaron de sus músicos preferidos. Muchos que no estuvieron sentían de verdad como si hubieran estado. Woodstock —una puta mierda según el parecer de dos gruñones que estuvieron sobre el escenario: Abbie Hoffman y yo— acabó representando una revolución para los músicos y los amantes de la música. Hoy en día se celebran cuatrocientos cincuenta festivales musicales al año sólo en Gran Bretaña. Woodstock devino un modelo para lo que podían ser estas concentraciones. Y fue el documental maravillosamente montado de Mike Wadleigh lo que consolidó su legado para siempre. Hasta el barro se veía bonito.

A medida que los sesenta tocaban a su fin, cada miembro del grupo había desarrollado su propia modalidad de supervivencia, dentro y fuera del escenario. Éramos felices, y con razón. El habitualmente cáustico Albert Goldman, crítico musical del New York Times, escribió el 30 de noviembre de 1969 a propósito de nuestras actuaciones en el Fillmore de Nueva York que los Who «habían entrado en el escenario mundial del rock, aureolados de fama, gloria y oro».

Después de Woodstock, sobre todo después del estreno del documental, nuestros conciertos generaban grandes expectativas. Roger se había convertido en una estrella. Una de aquellas expectativas era que yo destrozara la guitarra en el escenario, pero a veces no me daba la gana y la reclinaba tranquilamente al acabar el espectáculo, cosechando así un clamor de contrariedad. Seguía dándose la impresión de que los Who era una banda fantasmona —en que la bandera nacional y las camisetas Pop Art habían sido reemplazadas por las melenas y el destrozo de material—, y muchos músicos no nos consideraban una banda seria de inspiración blues como podía ser Cream.

Después de Tommy viví un momento de receso creativo, provocado por la avalancha de conciertos después del lanzamiento, luego Woodstock, más la creciente oleada de entusiasmo generada por el documental del festival. No tenía tiempo para idear canciones, y después del trabajo no me quedaba mucha energía para dedicarme a tocar la guitarra. Con todo, al final de cada uno de nuestros conciertos, solía interpretar algún fraseo de fingerpicking, a menudo posando una rodilla en el suelo, con el público en silencio, esperando el estallido. Al unísono, Keith y John intervenían enérgicamente, tocando como si la improvisación hubiera sido largamente ensayada. Sonábamos compactos, coordinados y ejecutábamos los riffs de tal modo que Roger no tenía más que añadir cuatro gemidos y aullidos, posar estilosamente, y aquello era un trueno.

Cualquier cosa que resultara provechosa, la podíamos repetir en otras actuaciones. Luego, Roger y yo apañábamos algunas frases apropiadas para ser cantadas. De este modo, estábamos creando canciones nuevas sobre el escenario; y también inventábamos un nuevo tipo de rock, aunque por entonces no lo teníamos muy claro. Led Zeppelin explotó más tarde una fórmula parecida, no sé si con la misma soltura que nosotros, pero el efecto era similar.

La discográfica nos pedía colaboración para controlar las grabaciones piratas de nuestras actuaciones. Lo que ellos no entendían es que las grabaciones clandestinas eran obra tanto de los fans como de los promotores. Bill Graham lo grababa casi todo, a menudo sirviéndose de un estudio in situ. Bob Pridden, nuestro ingeniero de sonido, encontró en ocasiones clavijas insertas en el tendido de cables que conducían a unos boxes de grabación improvisados. Uno de aquellos estudios, en un compartimento del Fillmore en Nueva York, no había recibido el beneplácito de Bill Graham, que era el promotor, así que agarró el costoso equipo de grabación y lo arrojó por la escalera de incendios, junto con los responsables. No creo que ninguno de nosotros en el grupo supiera, o le importara, lo que iba a pasar con toda esa música al cabo de cincuenta años. Graham sabía que era importante, incluso llegó a filmar discretamente algunos conciertos.

Por boca de un fan supe que circulaban varias grabaciones piratas de los Who: seis canciones interpretadas en Monterrey en 1967; la segunda noche de las dos que tocamos en abril de 1968 en el Fillmore (la noche en que nos echaron de nuestro hotel favorito de Nueva York, cuando Keith hizo explotar unas bombillas en el ascensor ante la presencia de la esposa del gerente); una sección de nuestro teloneo a los Doors en Nueva York; otra en Central Park, diez conciertos de diversa calidad e interés de 1969, incluida la actuación del Fillmore en que pateé a un policía fuera de servicio; y Woodstock, donde también agredí a Abbie Hoffman y repelí a Michael Wadleigh.

Las maquetas de Tommy habían sido parcialmente grabadas en mi estudio casero de Ebury Street, en Londres, y finalizadas en el nuevo, y abarrotado estudio de Twickenham. Mis grabaciones domésticas quizá empezaran a sonar tan bien como las producidas en un estudio profesional multipista, pero el equipo seguía siendo caro, voluminoso y, sobre todo, delicado. Dos de nuestras grabadoras estéreo Vortexion —dos sólidos aparatos británicos con piezas de maquinaria militar— eran lo bastante recias como para que le sugiriera a Pridden que nos lleváramos una con que grabar las actuaciones de la gira americana. Sólo contaríamos con una mezcla estéreo, pero podía refinarse a lo largo de la gira, y así podríamos contar con una actuación realmente buena para entregar a Decca, adelantándonos así a los piratas.

En septiembre de 1968, antes de que saliera Tommy, y haciéndose eco de rumores que yo mismo había soltado relativos al lanzamiento de un álbum en vivo antes de que saliera otro de estudio, Decca se apresuró a sacar una extraña compilación de temas llamada Magic Bus: The Who on Tour. Era un refrito destinado a aprovecharse de los rumores, y no contenía un solo tema en vivo; un mero surtido de singles, caras B y algunos temas escogidos un poco al azar.

Esta vez, ya en otoño de 1969, estaba convencido de que tendríamos el álbum que deseábamos. Bob grabaría treinta actuaciones en total. No podía figurarme de qué modo iba a conseguir un buen sonido sirviéndose de una sola grabadora, la consola de mezcla PA y uno o dos micrófonos adicionales, pero lo consiguió. El grupo estaba tocando muy bien, y las grabaciones de Bob eran soberbias tal como pude comprobar al escuchar algunas de las pistas en su habitación del hotel. Trabajando juntos con entusiasmo y planificación, lo habíamos conseguido, técnicamente hablando.

Poco después de la Navidad de 1969, con la temible perspectiva de varias representaciones de Tommy pendientes en los teatros de ópera más finos de Europa, me encontré con Bob. Había estado encerrado en un estudio escuchando a conciencia cada una de las treinta actuaciones que había grabado.

—¿Qué tenemos, pues?

—Hombre, aquí hay un álbum seguro —dijo.

—¿Y qué concierto te parece el mejor?

—Son todos fantásticos, Pete.

—¿Pero cuál destaca más?

—Todos a su manera. Son estupendos.

—Así, ¿que? ¿Cogemos uno al azar? —empezaba a emerger mi vena mordaz—. Echemos un vistazo a tus notas.

La expresión preocupada de Bob revelaba su apuro: no había tomado notas. En definitiva, no se ganaba la vida recopilando álbumes. Le había pedido que los escuchara y me dijera qué pensaba, y eso había hecho. Pero aquello me enojaba; no había tiempo para ponernos a revisar treinta discos otra vez. Y había además otros ocho que Bob había grabado en Inglaterra, entre los que estaba la actuación más reciente en el London Coliseum. Escuchar treinta y ocho discos me llevaría cinco días de estudio. Incluso tomando notas iba a perder el hilo. Aquel disco en vivo se convertiría en una quimera si no hacíamos algo enseguida.

—Después de los teatros de ópera, ¿tenemos algún concierto aquí en Reino Unido que pudiéramos grabar con una unidad móvil profesional?

—Leeds y Hull: el fin de semana de San Valentín —dijo Bob.

—Alquila un vehículo dotado de un equipo multipista, graba los dos conciertos, y yo los mezclaré en casa con mi aparato de ocho pistas, y nos apañaremos con lo mejor de las dos noches.

Yo acababa de mejorar mi estudio doméstico con una grabadora multipista profesional y una nueva consola de mezclas.

A Bob se lo veía nuevamente angustiado.

—¿Y qué hago con las cintas en vivo de la gira?

Aún irritado, tomé una de las decisiones más estúpidas de mi vida.

—Destrúyelas —solté, y antes de abandonar la habitación, le advertí—: Y si algún día me toca escuchar una versión pirata de esas cintas, ya sabré de dónde ha salido.

Aquello era terriblemente injusto para con Bob, el más leal de todos los empleados y amigos de los Who. Era también una decisión necia tanto a título comercial como histórico. Hace largo tiempo que soy el principal conservador del legado de los Who, y aquellos conciertos de verano de 1969 en EE. UU. habrían constituido una serie coleccionable fabulosa, sobre todo como ciclo completo disponible en Internet. Incluían las siete actuaciones grabadas de Tommy durante una semana en el Fillmore de Nueva York, y dos conciertos espléndidos en el Boston Tea Party, aparte de otras noches.

Bob cumplió lealmente con lo encomendado y prendió una fogata con el material en su jardín. Durante el proceso me llamó para preguntar si podía conservar una cinta para la posteridad. Sarcástico e insensato hasta el final, le pinché: «Ah, ¿y con cuál te vas a quedar, Bob?».

Cuando llegué al refectorio de la Universidad de Leeds el día de San Valentín de 1970, donde se iba a proceder a la primera de las dos grabaciones en vivo, me sorprendió no ver unidad móvil de ningún tipo. Tenía la esperanza de que utilizaríamos la que había sido construida recientemente para los Rolling Stones. En su lugar, un joven ingeniero de los estudios Pye se presentó con una camioneta con unas cajas del ejército llenas de cachivaches y piezas sueltas que se dedicó a conectar en una cabina entre bastidores. No se antojaba una gran mejora respecto del equipamiento básico que Bob y yo habíamos soñado para la gira americana. Esperaba que aquello no acarreara problemas.

El refectorio, esto es, el comedor, no era especialmente grande, y la multitud apiñada creaba una atmósfera saturada, de invernadero. El público universitario solía ser irreverente y ruidoso, pero en Leeds respetaron el hecho de que íbamos a grabar, y se comportaron. El sonido en la sala también era bueno. Toqué con mayor cuidado que de costumbre y traté de evitar el exceso de notas discordantes que solía provocar al intentar tocar y brincar al mismo tiempo. Al día siguiente tocamos un bolo parecido en el auditorio municipal de Hull, donde la acústica también era buena para el rock escandaloso, aunque la intensidad ambiental era menor.

Tuve unas semanas libres de compromisos para mezclar y montar las nuevas cintas en vivo, pero me llevó sólo dos días. La primera bobina que puse, la de Hull, no tenía pista de bajo. Si hubiera escuchado el resto, me habría dado cuenta de que aquello era sólo una incidencia intermitente, que a medida que la actuación avanzaba se había ido grabando una parte creciente de la interpretación de John. Pero en el momento parecía tan complejo de subsanar, que pasé al bolo de Leeds. Ahí el problema era que las voces de acompañamiento no se habían grabado correctamente. Así que apalabré una sesión en los estudios Pye, pusimos de nuevo el carrete y John y yo añadimos las voces que faltaban. En una sola toma lo tuvimos resuelto, sin perjudicar así la inmediatez del concierto en vivo.

No comenté con nadie lo que íbamos a incluir en la grabación. Ni estoy seguro de por qué decidí no incluir nada de Tommy. Intercalé unas cuantas interferencias aquí y allá, pero luego me di cuenta de que toda la grabación estaba infestada de chasquidos. Hubo que purgar la copia máster, donde se aplicaron una cincuentena de cortes a tal efecto. Otros ruidos e interferencias de menor entidad, perceptibles en partes calmas de la grabación, no eran subsanables. Chris añadió una nota en el sello del disco donde daba a entender que todo aquello era deliberado. Una de mis decisiones cuestionables fue no tratar de subir el volumen de las aclamaciones. No se había grabado una pista específica para la audiencia, y lo dejé como estaba. El resultado final era un producto imperfecto, pero trabajado.

Nadie en el grupo estaba preparado para la abrumadora reacción positiva que recibió Live at Leeds. Lo habíamos concebido como disco de transición, un relleno para aplacar a Decca y a los fans. Pero aquel disco volvía a proyectarnos a otro nivel. No hay duda de que la energía propulsada por la aspereza de la guitarra en ese álbum (gracias a las canciones de rock duro que decidí incluir), combinada con la arrolladora soltura musical de John, Roger y Keith, inspiraron la revolución del heavy metal que iba a estallar pronto. La improvisada ofensiva de riffs que se desplegaba hacia el final del disco y en los solos de «Young Man Blues» inspiró a un sinnúmero de grupos en los que la fuerza bruta del guitarreo era el ingrediente básico de su música.

Aparte de «Amazing Journey» no había otros temas de Tommy, y también dejamos de lado la faceta más suave, y musical, de lo que estábamos haciendo por entonces. Los Led Zeppelin también estaban trabajando con un sonido escénico atronador, pero Jimmy Page seguía más bien la tradición de Eric Clapton y Jimi Hendrix. A su lado, Live at Leeds resulta más directo y espontáneo. Nuestra intención consistía simplemente en generar un estallido sónico.

Nik Cohn, cuya conversación conmigo ayudó a que Tommy resultara más accesible y menos solemne, escribió en el New York Times: «Tommy es la primera obra maestra formal del rock. Live at Leeds es el holocausto definitivo del rock duro. Es el mejor álbum en vivo que se ha hecho». Era una reseña brutal, pero después del éxito crítico de Tommy, nos volvía a poner el listón por las nubes, y con lo siguiente que resolviéramos grabar iba a tener que superarlo.

¿Podría conseguirlo? Y en caso de poder, ¿qué más iba a tener que demostrar entonces? ¿Qué otro destino podía orientar mi vida?