Un cambio sutil en el modo en que Karen y yo nos relacionábamos el uno con el otro me hizo reflexionar seriamente. Si en algún momento me iba a tocar ser esposo y padre, y no simplemente jugar a serlo, necesitaba asegurarme de que los Who sobrevivirían a los avatares que solían sacudir a la industria del pop. Quizá debía ser algo más laxo con respecto al arte, y más práctico acerca de cómo vender millones de discos. También había desarrollado un gran sentido de la responsabilidad y del deber hacia los miembros del grupo y del equipo, que, a diferencia de mí, no contaban con ingresos como compositores. Mi trabajo consistía en producir canciones exitosas, y últimamente no estaba cumpliendo.
Con todo, seguía creyendo que todo lo que había hecho hasta ahora —las guitarras destrozadas, los absurdos atuendos, los conceptos artísticos descartados o apropiados, las chicas guapas a las que no había cedido por motivos de orgullo, baja autoestima, moralidad o lealtad hacia Karen, todos los locos experimentos emprendidos por diversión o placer sexual— me había predispuesto a lanzar una gran ofensiva sobre la industria pop. También creía que el público de los Who disfrutaría de obras más largas, aunque sabía que eso me obligaría a batallar con discográficas, profesionales de relaciones públicas, la prensa, promotores y mánagers, todos los cuales tratarían de persuadirme para no complicar las cosas, y asegurarnos de que fueran rentables.
Los Who habían trabajado sin tregua durante casi cuatro años. Habíamos producido varios singles de éxito. Yo había escarbado en mi vida personal y dado lugar a un nuevo tipo de canción que se antojaba como pop superficial, pero que escondía facetas de oscura psicosis o de irónica amenaza. Había desarrollado la facultad de ensartar armónicamente diversas canciones pop. En todo caso, los Who necesitaban un buen surtido de tales canciones si queríamos crecer en el negocio de la música en un momento en que el público estaba expandiendo su conciencia colectiva y el formato álbum estaba usurpando el lugar del single.
Yo tendía a pensar que había empezado a componer el proyecto de Tommy por pura desesperación. Y eso era sólo cierto en parte. Sabía que abonarnos al público más joven ya no iba a funcionar, lo cual me preocupaba. Pero después de mi reciente estancia en California, también sabía que la audiencia potencial del pop se aprestaba a su propia búsqueda espiritual, como yo mismo. Podía contar historias y concebir dramas teatrales en mi imaginación: pero sólo poniéndome a prueba llegaría a saber si era capaz de llevarlos a cabo. En cualquier caso, empecé a pensar en un proyecto del que no iba a permitir que me apartaran.
Karen y yo nos habíamos hecho buenos amigos del bajista Ronnie Lane y su novia Susie. El gran compinche de Ronnie era su colega de los Small Faces, Steve Marriott. A Ronnie le gustaba la misma música que a mí; le gustaba beber y fumar hierba, era gracioso, sincero, artístico, creativo, dotado y sencillo. En cierto sentido, era un tipo característico del este de Londres, del mismo modo en que yo era típico del oeste. Nos llevábamos bien, discutíamos y reíamos mucho, a veces incluso llorábamos juntos, como en una relación masculina moderna. Fue también el primer amigo que atendió a mi interés por Meher Baba sin chotearse.
De entrada, yo fui renuente a meterme muy a fondo en la comunidad vinculada a Meher Baba, y Karen tampoco se mostraba muy partícipe. Ella formaba parte de la escena hippy londinense, a la luz de la cual la red de Meher Baba resultaba minoritaria y extraña. Nuestros pequeños encuentros sobre Meher Baba resultaban estrafalarios, con nuestro anfitrión Mike McInnerney pintando en su mesa a la luz de una bombilla y su esposa Katie poniendo discos de Van Morrison y cocinando su cremoso cocido de ortigas. Había gatos por todas partes, y mi alergia debió de resignarse a mi prolongada amistad con los McInnerney. Sea como fuere, me impactaba vivamente la sensación de que todas las personas a las que conocía en relación con Meher Baba parecían ser alguien a quien ya conocía de otra vida, de algún lugar misterioso conectado directamente con mi vida interior.
Meher Baba había nacido en 1894 y seguía vivo. Residía en Ahmednagar en la India, donde había crecido uno de los héroes de mi adolescencia, Spike Milligan. La coincidencia me parecía una buena señal. Meher Baba era de padres persas. A los diecinueve años conoció a una anciana llamada Hazrat Babajan, reputada como uno de los cinco «Maestros Perfectos». Al besarle en la frente desentrañó el destino del joven y lo convirtió en Dios materializado. Cuando supe por primera vez de esta historia, recuerdo que pensé en el tan imitado como inimitable cómico inglés Tommy Cooper, quien hubiera dicho: «¡Dios materializado! Como si nada». El relato me resultaba difícil de creer.
En 1925 Meher Baba decidió guardar silencio para siempre, aunque siguió comunicándose mediante una tabla alfabética y lenguaje de signos, así como por medio de escritos, libros, poesía. De 1931 en adelante, hizo decenas de viajes a Occidente, donde fundó grupos, proyectos y misiones, especialmente en Estados Unidos, un país que según él iba a ser el crisol espiritual del futuro.
En los años treinta, en una de sus primeras visitas a Inglaterra, Meher Baba visitó a la madre de Delia DeLeon, una joven actriz y una de sus primeras discípulas británicas, en el hotel Star and Garter de Richmond, donde residía. El hotel cuenta con un extenso panorama sobre toda la llanura que se extiende entre Ham y Isleworth, con el castillo de Windsor visible en la lejanía. Meher Baba se quedó largo rato en el balcón contemplando la vista. Al entrar, Delia le preguntó qué había estado mirando y respondió que había estado planificando su trabajo espiritual para los próximos doscientos años.
Hasta 1967, Delia había reunido a un grupo de seguidores que se llamaban a sí mismos los amantes del Maestro. En ocasiones se encontraban en la Poetry Society, muchos de cuyos miembros, hacia los años treinta, estaban decepcionados con la política y empezaban a mirar a Oriente en busca de alternativas al imperialismo y a sus guerras. Un día Michael McInnerney se llevó a un encuentro a una delegación de jóvenes ávidos de saber; fue entonces cuando Delia, que ya contaba sesenta y seis años, se dio cuenta repentinamente de por qué su maestro a lo largo de treinta y cinco años había insistido en que se quedara en Gran Bretaña a esperar sus indicaciones.
Los seguidores de Meher Baba cuentan que su rostro les resulta familiar, o que sienten una profunda conexión con él. La química en mi caso se dio con aquellos que ya eran seguidores. Parecía tratarse de personas excepcionalmente buenas, política y socialmente. Delia me dijo que Tom Hopkinson, director del Picture Post, equivalente británico de la revista Life, era seguidor del Maestro. Aquello tenía su importancia para mí. Yo había crecido con el Picture Post, y sabía de la integridad de Tom. El hecho de conocer a personas inteligentes y racionales que estaban abiertas a ideas espirituales me dio confianza para ir en busca de aquello a lo que el público de los Who podía responder mejor. Algo que podía hacer sin necesidad de sentirme un hippy. En enero de 1968, mientras hacía las maletas para la breve gira a Australia y Nueva Zelanda, que íbamos a compartir con los Small Faces, me llevé una copia de The God Man de Charles Purdom.
En Heathrow, cuando me entregaron el billete a Sidney y vi que era de clase turista me di la vuelta para coger un taxi y volver a casa. Nos habían prometido billetes de primera. John Wolff (conocido como Wiggy), nuestro encargado de producción, me persiguió para convencerme de que entre todos nos íbamos a distraer, y el viaje sería coser y cantar. El trabajo de Wiggy consistía en que llegáramos a los sitios, el cómo no era culpa suya, pero aquel viaje con sus cuatro largas escalas fue un tormento. Al llegar, deshechos después de treinta y seis horas de viaje, nos sorprendió el agresivo interrogatorio a que nos sometió un grupo de periodistas. Por entonces, Roger solía llevar un gran crucifijo colgando del cuello, y uno de los reporteros, claramente borracho, le comentó si no era eso una muestra de hipocresía religiosa. A mí me regañaron por ir desaliñado. «¿No podrías peinarte para conocer a tus jóvenes fans?». No se veían jóvenes fans por ningún lado, sólo a esos plumíferos tarados recién cocidos tras la espera en el bar.
Deberíamos haber estado preparados para aquella eventualidad: músicos bastante menos convencionales que nosotros habían padecido un trato similar. En cualquier caso, nuestras actuaciones resultaron tan chapuceras y sosas como las de tiempo atrás en Suecia. Esta vez contábamos con nuestros amplificadores y guitarras, pero no con el gran sistema PA que empleábamos en casa para la voz de Roger. El sonido no fue bueno. Cuando empezábamos a machacar material, a los técnicos parecía pillarles completamente por sorpresa, y los periódicos empezaron una campaña de ridiculización feroz.
Nos importaba poco. Los auditorios estaban prácticamente llenos, y nos estábamos divirtiendo. Yo lo pasaba bien en compañía de Ronnie Lane. Steve Marriott conoció a una chica arrebatadora. Cuando tuve ocasión de hablar con ella, me preguntó qué inquietudes tenía. Le conté que había decidido convertirme en seguidor de un maestro hindú casi desconocido llamado Meher Baba, y dijo: «Vaya. Yo también soy seguidora». Se puso la mano en el bolsillo y me dio una chapita con la imagen del Maestro.
Me quedé de piedra. No tenía idea de que Meher Baba había hecho varios viajes a Australia, y resultó que ya contaba con varios centros consolidados allí. Me pareció algo más que una coincidencia, y afianzó dos ideas que andaban arrastrándose en mi cabeza: había tomado la decisión acertada con Meher Baba y me había equivocado con Karen, pues ante mí estaba aquella chavala tan sexy que compartía mi nuevo entusiasmo espiritual. Como no podía ser de otro modo, nos acostamos juntos. Rosie surtió un gran efecto en mí, y escribí una canción sobre ella (que nunca toqué para ella) llamada «Sensation».
She overwhelms as she approaches
Makes your lungs hold breath inside
Lovers break caresses for her
Love enhanced when she’s gone by
[Te abruma cuando se acerca/ y contienes la respiración./ La amansan acariciándola./ El amor se aviva cuando se va]
Los fans de los Who identificarán la letra: la adapté, cambiando el sexo, para aprovecharla en Tommy.
En el vuelo de Sidney a Melbourne la azafata se mostró incómoda con nosotros, y cuando pasó el carrito del café por el pasillo no sirvió a nadie del grupo. Cuando el cantante Paul Jones se quejó, replicó que ya parecíamos servidos con nuestros víveres, aludiendo al músico australiano sentado junto a mí, que bebía satisfecho su propia cerveza. Jones no se arredró, y ella acudió a quejarse al piloto, quien salió de la cabina enojado y resuelto. No sólo defendió a la azafata, sino que nos dijo que tan pronto como el avión aterrizara nos haría arrestar.
Como la verdad del caso no constituía una noticia suficientemente rocanrol, la versión de los medios contaba que yo había sido el gran responsable de los hechos en el avión. Yo sólo fui el primero en abrir la boca cuando la policía nos retuvo tras aterrizar, y los desafié a que nos arrestaran o nos dejaran marchar. Nos dejaron ir. Unos días después, nos entregaron un telegrama del primer ministro australiano en persona, en que nos informaba de que debido a nuestro mal comportamiento iba a retener nuestras ganancias contra posibles daños. También nos pedía que no volviéramos jamás a Australia.
Las noticias de nuestro «mal comportamiento» nos precedieron en Nueva Zelanda. El encargado del hotel en Wellington nos advirtió al llegar de que no iba a tolerar tonterías. Se me negó el servicio de habitaciones, e incluso un tazón, así que me compraba el cereal de desayuno en la tienda de la esquina y me lo comía en el lavamanos.
Hubo momentos más amables. Steve Marriott montó una fiesta de cumpleaños y decidió armarla a lo Keith Moon y arrojar un monitor de televisión desde su balcón. Aterrizó en la calzada justo cuando pasaba un coche de la policía. La policía vino directamente a nuestra habitación, y les abrimos la puerta pensando que de aquella no salíamos. Ante nuestro asombro, se mostraron risueños, ni siquiera mencionaron el televisor, le desearon feliz cumpleaños a Steve y nos dejaron una caja de cervezas «para que no pensáramos que los kiwis eran tan poco hospitalarios como los miserables ozzies».
Cuando nos preparábamos para abandonar Nueva Zelanda rumbo a Hawaii, Rosie se vino abajo: «Todos me dejan cuando vuelven a casa». A mí también me entristecía, aunque me despistó un poco el empleo del «todos». Al llegar a casa decidí que debía cumplir con Karen y con mi palabra —nos habíamos prometido que seríamos completamente sinceros—, contándole lo que había sucedido. Puede que, de algún modo, esperara que aquello le revelara que yo no podía ser un buen esposo, y que quizá debiéramos hacer otros planes.
Cuando le pregunté a Karen si podía hablar con ella de algo importante, se aposentó en nuestro trono mandarín, una espléndida butaca de mimbre que habíamos comprado en Liberty’s, y una de las pocas piezas de mobiliario que habíamos adquirido juntos para la nueva casa. Se sentó con las piernas cruzadas, con aire principesco, temible. Mientras yo balbuceaba, cogió algo de la falda. Era una carta. Supe enseguida que era de Rosie. En un segundo Karen había desbaratado mi pretendida confesión con su perdón. No nos dilatamos innecesariamente, ni hubo lugar a grandes dramatismos ni intimidaciones. Con todo, del tenso intercambio posterior se deducía que era ya hora de dejar de simular y tocaba casarse.
Puede parecer que accedí a casarme con Karen por un sentimiento de culpa, pero lo cierto es que para mí era importante arraigar en la realidad de mi vida londinense. Australia estaba muy lejos. Había sido un insensato. Mi futura esposa era hermosa e inteligente, y hasta entonces habíamos convivido felizmente. Aquello tampoco mermó el placer de mi devaneo con una chica exótica en la otra punta del mundo, pero ya estaba en casa. Miraba a Karen, y me sentía tremendamente afortunado por contar con ella.
Estaba seguro de que las emisoras estadounidenses iban a adorar The Who Sell Out; al fin y al cabo se trataba de un tributo a su poder e influencia. Así las cosas, Joe Bogart, director de WMCA, la emisora más importante de Nueva York, tildó nuestro álbum de «asqueroso», y añadió «dudo seriamente de que alguien lo emita». Parece que me había vuelto a equivocar.
Me sumergí en el trabajo, y me traje a mis hermanos Paul y Simon al estudio —ambos ansiaban convertirse en músicos—, donde los grabé. Grabé también una pequeña joya al estilo de Brian Wilson en Smiley Smile llamada «Going Fishing», en la que sugería que incluso un besugo puede impartir cierta sabiduría si atendiéramos debidamente. Me estaba ablandando un poco. También acudí al canódromo con Chris Morphet, evocando mis días de infancia cuando iba con papá al White City. Al calor de aquella domesticidad, escribí dos canciones, «Dogs» y «Welcome», ésta dedicada al valor de la amistad. Cuando le hice escuchar la maqueta a Richard Stanley, que se alojaba con nosotros por unos días, creyó que con la canción le estaba invitando a participar en un trío.
En los primeros meses de 1968, los Who estuvimos inmersos en las sesiones de estudio, con Kit presionando como de costumbre para que apañáramos algo de la nada. Yo seguí la corriente, pero secretamente ya estaba decidido a acabar con toda aquella insensatez, y a hacerlo pronto.
A finales de febrero, salimos nuevamente de gira por EE. UU., en autobús. En mi cuaderno escribí el primer esbozo de lo que debía convertirse en Tommy. Las primeras actuaciones eran en California, y me fui unos días antes para encontrarme con Rick Chapman, encargado de un centro de información sobre Meher Baba cerca de Berkeley. Me llevó a nuestro primer concierto en San José en su espectacular Lincoln Continental. Durante el trayecto, me contó que Meher Baba prefería que sus seguidores no consumieran marihuana, de modo que empecé a quitarme.
Rick fumaba unos cigarrillos indios llamados bidis, que yo consumí durante años como sustituto de la maría. Olían fatal y sabían casi tan mal como olían, pero la descarga de nicotina era mayúscula. Estuvimos por América hasta el mes de abril, y fuimos por vez primera a Canadá. En Edmonton conocimos a auténticos mods con scooter y en Toronto encontramos cerveza inglesa de verdad.
La vida de autobús me estaba aburriendo soberanamente, por más que alguien del grupo se hubiera traído a una chica extremadamente guapa y loca de atar. Keith la desnudó, la ató a una butaca con unos cables y simuló que la violaba. Cuando intervine, preocupado, la chica soltó: «jódete».
Después de verla corretear desnuda por el autobús durante las siete horas de trayecto entre Toronto y Edmonton, yo me había puesto cachondo. Llegamos al hotel, llamaron a la puerta, era ella y me dejé vencer por la vanidad. De hecho, Keith y John, pensaban que yo me mostraba algo estirado con las groupies, y le habían pagado cien dólares para que compartiera su gonorrea conmigo.
Era preciosa. Y la sesión de sexo fue fantástica. Pillé, efectivamente, la gonorrea y me tuve que vacunar. No me podía permitir ofenderme; se trataba de novatadas de rocanrol, y a su manera me gustaba ser partícipe.
Karen Astley y yo nos casamos el 20 de mayo, el día después de mi cumpleaños. La fiesta se organizó en la casa de campo de sus padres. Allí, Richard Stanley se arrojó vestido a la piscina, pero Keith Moon se comportó decentemente. Mamá vino tocada con el sombrero perfecto. Y dos jóvenes fans mods, Linda y Leslie, fueron los únicos intrusos.
El chófer del viejo Rolls que alquilé para la boda resultó ser mi tío abuelo Pat Dennis, el hermano pequeño del abuelo Maurice. No lo conocía hasta que nos pusimos en marcha, cuando se volvió y se presentó a gritos a través del cristal. En la fiesta pilló una melopea monumental y al final de la noche lo llevé yo a su casa en el Rolls.
Había reducido mi ingesta de alcohol y había dejado de fumar hierba. Estaba cambiando. Kit se mostraba abiertamente despectivo con mi interés por Meher Baba; además, empezó a mofarse de Karen y de mí por instalarnos en una nueva casa georgiana en Twickenham, y nos llamaba señor y señora Townshend. Se quejaba de que un día, esperando taxi bajo la lluvia, pasamos ante él con el Lincoln Continental y lo ignoramos mientras nos hacía señales para que nos detuviéramos.
En junio, por el cumpleaños de Karen, le compré un cachorro de Spaniel, al que llamamos Towser. Todos sabemos lo que significa la adquisición de un cachorro por parte de una pareja joven, y efectivamente, poco después, Karen se quedó embarazada. A Kit no le parecía que una vida con niños fuera el mejor de los planes, más bien auguraba el final de mi carrera con los Who. Al pensarlo ahora, yo debería al menos haber previsto el caos que iba a sobrevenir.
Uno de los documentos importantes a los que me solía remitir cuando componía Tommy era un esquema que había esbozado del principio y final de los siete viajes vinculados al renacimiento. Intentaba compaginar dos ambiciosas maniobras: describir la relación entre discípulo y maestro, a la vez que —en una saga de reencarnación al estilo de Hermann Hesse— pretendía conectar las últimas siete vidas de aquel discípulo en un drama operístico que culminaba en perfección espiritual. En «Deaf, Dumb and Blind Boy» tomé prestadas enseñanzas de Meher Baba para apuntalar ideas con las que había estado jugando durante mi psicodélico año previo[4].
Cada vez que el niño-discípulo Tommy renace, regresa con nueva sabiduría interior, pero con nuevas batallas que librar. Dado que la ignorancia del chico acerca de su crecimiento espiritual es una suerte de discapacidad, decidí que mi héroe sordo, memo y ciego podía ser autista. De este modo, cuando quisiera demostrar el glorioso momento de su identificación con Dios, me bastaba con devolverle el uso de los sentidos. Era un buen plan: la privación sensorial del chico funcionaría como símbolo de nuestro propio aislamiento espiritual.
En el mismo momento en que empezaba a captar lo que le convenía a mi historia, los Who despegaron para una extenuante gira por Estados Unidos, lo que me hizo perder mucho tiempo. Yo no tenía problemas para hablar sobre ópera rock con cualquiera que quisiera escuchar y, aunque estoy seguro de que, al igual que con el acople de guitarra, muchos otros andaban jugueteando con la idea, esperaba que fuéramos el primer grupo de rock en presentar un proyecto de ese calado. Pero mientras empezábamos la gira, supe que aquello no ocurriría.
En algunas fotos de la gira se me ve saltando a un metro del suelo sosteniendo la guitarra Les Paul y calzado con botas altas Doc Martens. Yo estaba asombrosamente en forma, y eso me favorecía: en años venideros, mi constitución férrea y atlética, conseguida a base de ejercicio escénico con los Who, iba a ser mi única protección contra los excesos alcohólicos y los sobresfuerzos extremos. Keith, igualmente en forma por su dedicación escénica, había comenzado a recurrir a complejos cócteles de drogas y alcohol. En cualquier caso, uno de los grandes consuelos de aquella aburrida gira era lo gracioso que Keith resultaba casi siempre, como también Wiggy, nuestro encargado de producción, antiguo chófer de John y Keith recién promocionado.
Pobre Wiggy. Su peor momento fue sacarnos de un avión que debía ir de Calgary a Saskatoon, Canadá, porque los encargados del equipaje no lograban introducir nuestro equipo en la bodega. Nos pasamos el día entero sin comida ni bebida esperando a un avión de carga alquilado para que nos llevara a nuestro concierto con todo el material. Al llegar allí, el público, que había debido esperar cuatro horas por culpa de un promotor que se negaba a devolver el importe de las entradas, nos vio desfilar mohínos sobre un escenario donde improvisamos media hora de concierto que, además, se ejecutó con material prestado. Durante años después de aquella velada, Wiggy podía hacernos reír comparando cualquier local en que nos tocara actuar con el episodio de Saskatoon. A decir verdad, cabe romper una lanza en favor de aquella audiencia canadiense por su paciencia e indulgencia.
«Magic Bus» fue lanzada a finales de julio en EE. UU. Al principio no acabó de despegar, pero luego se convirtió en nuestra canción más solicitada en los conciertos, junto con «Boris the Spider», que compuso John. En Detroit me encontré de nuevo con mi antiguo colega de la escuela de arte Tom Wright, que dirigía el Grande Ballroom de aquella ciudad. Vivía en una vieja pista de patinaje, lavaba sus chándales grises en el lavamanos del baño, comía atún en conserva directamente de la lata y nos prestó unos patines para que pegáramos unas vueltas por la pista.
Tocamos varios conciertos con los Troggs, cuyo exitoso single «Wild Thing» habían tomado prestado de Jimi Hendrix. Una actuación con los Doors me permitió conocer a Jim Morrison, que se mostró respetuoso, aun estando muy borracho. Durante la actuación de los Doors una chica saltó al escenario y trató de tocar la cara de Jim. Como le pilló de improviso, éste se volvió de pronto; dos gorilas malinterpretaron el gesto y arrojaron a la chica contra la barrera, lo que le produjo unos cortes en la cara. Jim la volvió a subir al escenario y de ahí se la llevaron entre bastidores, donde algunos tratamos de consolarla. Aquel incidente sirvió de inspiración para mi canción «Sally Simpson», destinada a Tommy.
Por medio de Rick Chapman, conocí a un colectivo de seguidores de Meher Baba radicados en la zona de la bahía de San Francisco. Me impresionó que fueran tantos. Ni les habían sorbido el seso ni exhibían una religiosidad evidente. Habían llevado vidas extremas, consumido drogas, practicado sexo a granel hasta que resolvieron cambiar de marcha para seguir a Meher Baba. Se trataba de gente muy mezclada, a menudo excéntrica (lo que me parecía muy bien), y también auténtica. Cuantos más acólitos conocía y cuanto más aprendía acerca de Meher Baba, más convencido estaba de haber hallado a un maestro genuino.
Una noche en San Francisco estuve departiendo con Jann Wenner en casa de Jack Casady, de Jefferson Airplane. Jack y sus amigos consumían cocaína, y Jann se encontraba allí con su amigo Boz Scaggs. Compartí con él mis pensamientos acerca de Tommy, y aproveché la ocasión para elaborarlo algo más en mi cabeza.
«Es la historia de un chaval que nace sordo, tonto y ciego, y de lo que le ocurre a lo largo de su vida. Los Who interpretan al chico. Está representado musicalmente por uno de los temas que tocamos, que da comienzo a la ópera en sí misma, seguida de una canción que describe al chico. Pero de lo que trata realmente es de un chico que vive en un mundo de vibraciones. Eso permite al oyente concienciarse a fondo sobre el chico y lo que representa, porque resulta ser una criatura generada por la música de los Who a medida que vamos tocando[5]».
«Es algo muy complejo —dije— y no sé si se me entiende».
Jann me aseguró que sí. Hablamos hasta bien entrada la noche. Jann grabó la conversación y se publicó un mes más tarde, repartida en dos números sucesivos de Rolling Stone, la revista más moderna de San Francisco.
En septiembre de 1968, Karen y yo estábamos bien instalados en nuestro hogar de Twickenham. Durante los primeros meses en que vivimos allí estuvimos realmente enamorados de aquella casa, que se había construido hacia 1745. La distribución era tradicional y muy agradable. Una pequeña antesala, encima de una estrecha ampliación de la cocina, se convirtió en mi estudio. La casa era pequeña y yo guardaba todos mis trastos en el sótano. Tenía que habituarme a trabajar en un estudio abarrotado y con recursos limitados, pero Karen y yo estábamos contentos.
En invierno de 1968, experimentamos nuestra primera inundación grave. Una lluvia incesante había provocado la crecida del Támesis, y cuando el agua alcanzó las ventanitas del sótano, empezó a irrumpir en el interior. En la calle había coches flotando, y algunos se deslizaban río abajo. Hubo escenas de pánico, con gente tratando de salvar sus vehículos o de rescatar lo que hubiera dentro, en algunos casos espantosos se trataba de niños o mascotas. Aquel día estaba en casa, más o menos preparado para el diluvio, pero lo peor de la inundación se produjo de noche y el agua no dejaba de entrar.
La situación me impidió seguir con mi pauta de trabajo habitual, ni siquiera podía guardar los instrumentos donde los necesitaba. Estuve de un humor casi apocalíptico durante varias semanas: se preveían nuevas crecidas y una de ellas volvió a anegar el sótano, esta vez sin provocar daños, pues ya lo habíamos vaciado. El tono más bien garboso de los primeros compases de Tommy, con su héroe que trata de hallar el camino entre diversos planos espirituales, al tiempo que va reclutando afectuosos seguidores, se vio reemplazado por una visión más sombría, más áspera y próxima a las duras lecciones de Siddharta junto al barquero.
Que una casa de aquellas dimensiones fuera un hogar, además de mi estudio de grabación, era mucho pedir. Mi equipo de grabación quedaba apretujado en un rincón de la reducida antesala que constituía mi sala de mandos. En el otro extremo, el piano Bechstein que había alquilado en Harrods apenas encajaba en la pared. En casa tenía el mismo sistema de sonido que el que llevaba de gira: bafles Sound Dimension concebidos para órgano, capaces de generar gloriosos efectos de reverberación, así como de infundir cierta cualidad misteriosa a la guitarra acústica. A veces, toda la casa resonaba mientras estaba grabando. Mis vecinos estaban destinados a pasar los siguientes cuatro años escuchando mis maquetas y grabaciones experimentales, pero se trataba de seres excepcionales: no se quejaron jamás.
Había pasado un año desde que concebí la idea de escribir un ciclo de canciones compacto y único de tema espiritual. Aunque trabajaba con celeridad y eficacia elaborando canciones en el estudio, me sentía atosigado por Kit. Tan pronto como nos disponíamos a grabar, empezábamos a encontrar el sonido deseado y las sesiones iban cobrando fuerza, nos tocaba salir nuevamente de gira.
Nuestras finanzas deberían de haberse equilibrado. Los mánagers a menudo argüían que debían pagar por nuestros destrozos. No es verdad. En cualquier caso, una guitarra machacada cada pocos días sólo añadía unos cientos de libras a la cuenta. No se trata sólo de que se exageraran enormemente el coste de nuestras apoteosis escénicas, sino de que yo pagaba mis propias guitarras con mi dinero y Keith obtenía sus baterías prácticamente gratis del fabricante, una empresa inglesa llamada Premier.
Los mánagers también se quejaban de los gastos de Keith. Solía retirar grandes cantidades de efectivo cuando podía, pero siempre tenía que pedir permiso. Kit era igualmente despilfarrador e impulsivo. El caos financiero que rodeaba a los Who resultaba beneficioso para todos los que trabajaban en nuestro entorno, pero sin duda no era lo mejor para los miembros del grupo.
Kit y Chris habían abierto una cuenta en las Bahamas para nuestras ganancias en el extranjero. Mi suegro, el compositor Edwin Astley, era socio de uno de los primeros refugios fiscales que se fundaron, de nombre Constellation. Con este apaño podía permitirse ser selectivo con los trabajos televisivos en que se embarcaba, así como vivir con las mayores comodidades cuando los impuestos en Gran Bretaña eran los más elevados del mundo. Nuestro plan era una actualización de Constellation, que nos convertía en empleados de una empresa de servicios que nos contrataba para las giras. Los beneficios después de una gira en el extranjero se repartían de tal modo que el tipo de gravamen en Gran Bretaña era el menos oneroso. Lamentablemente, por entonces ya no quedaban ganancias para hacienda.
En todo caso, si las hubiera habido, nuestro objetivo no era engañar al gobierno. Sólo queríamos que cualquier ganancia imprevista procedente de nuestro trabajo en el extranjero se gravara como ingresos progresivos. Como digo, todo esto se barruntaba en teoría, pero a medida que empezamos a grabar Tommy —que enseguida fue tomando forma— me fui concienciando de que cualquier día iba a necesitar toda la asesoría financiera que me pudieran facilitar.
Muchos músicos célebres decidían simplemente abandonar Gran Bretaña, y no sólo por motivos fiscales: EE. UU. era el gran mercado global musical y, en definitiva, el país del rocanrol. Yo mismo me había planteado mudarme allí, pero no quería dejar Inglaterra. Todo lo que soy y he hecho, todo mi trabajo artístico, arraigaba en el modo de vida británico, las dos guerras mundiales y el daño más o menos evidente que habían infligido a cuatro generaciones. Sabía que nunca abandonaría Gran Bretaña. Mis raíces eran demasiado profundas.
Ronnie Lane y yo visitamos a Mick Jagger mientras grababa en el Olympic Studios, a fin de desarrollar una idea de la que ya habíamos hablado. Deseaba embarcarme en una magna gira roquera con todos mis amigos. Era un poco la fantasía que ya había dibujado de niño: autocares con salas de cine, piscinas y salas recreativas. Ronnie soñaba con algo más marcial: tiendas, barro y camaradería de machotes. Mick siempre había soñado en viajar con un circo, con animales, trapecistas y un espectáculo colosal. Tras una hora de intercambiar ideas, resultaba obvio que estábamos hablando de algo que sólo sería posible con una cantidad fabulosa de material y una organización casi inconcebible. Puede que no fuera factible.
Cuando los Who tocaron más tarde en el Shrine de Los Ángeles en junio, gozamos de un buen intervalo antes de recomenzar en la segunda semana de julio. Mick se encontraba allí con Chip Monck que estaba diseñando un gran aparato escenográfico para la siguiente gira de los Stones, y nos reunimos los tres para seguir debatiendo la cuestión. Mick le había comentado a Chip sus ideas, y Chip mencionó que diversas compañías de circo americanas se hallaban en proceso de quiebra y todo su equipamiento iba a salir a la venta. Sus hospitales, aulas escolares, cines, cocinas, jacuzzis, jaulas; todo en sus lujosos vagones de tren: mi fantasía infantil hecha realidad. El as en la manga de Chip era que varias compañías cinematográficas se mostraban ansiosas por filmar una gira de aquel calibre, y estarían dispuestas a invertir. Mick y yo estábamos ilusionados.
Unas semanas después Chip nos devolvió a la realidad. Debido a las precarias condiciones de las líneas ferroviarias en todo EE. UU., nuestros trenes sólo serían capaces de viajar a siete kilómetros por hora. Una gira de aquellas características a ese ritmo se iba a demorar varios años. Y eso sin contar con que la idea de encerrarnos en un tren tan manso durante meses con Keith Moon haciendo volar por los aires el único retrete disponible o arrojando objetos por la ventana y Keith Richards pillando caballo a los Ángeles del Infierno no era lo que más ilusión nos hacía ni a Mick ni a mí. La posibilidad de que se filmara todo aquel desbarajuste era otro factor disuasorio.
—Quizá deberíamos abandonar la idea —dijo Mick.
—O quizá podríamos montar, no sé, un bolo o algo así —tanteé.
—Un programa de televisión —dijo Mick—. Eso haremos.
El 9 de diciembre, el día antes de la filmación televisiva[6], nos encontramos en el hotel Londonderry House para hablar del espectáculo. Mick dirigía el cotarro; Keith tenía mala cara, pero se lo veía sereno. Recientemente había empezado a consumir heroína a diario. Bill Wyman y Charlie Watts se mostraban entusiastas como de costumbre. Brian Jones no estaba. El director iba a ser nuestro amigo Michael Lindsay, y el sonido lo grabaría Glyn Johns.
En el cartel estaban Eric Clapton, John y Yoko, Jethro Tull y —para gran ilusión mía— Taj Mahal, cuyo primer álbum no había dejado de escuchar durante nuestra última gira. Otro placer inesperado era que Marianne Faithfull iba a interpretar un tema. El único inconveniente, y realmente triste, fue la llegada de Brian Jones. Hacía un año o más que no lo veía. Tenía los ojos inyectados en sangre y lloraba, debilitado por los efectos de un cóctel variado de estimulantes y sedantes.
El 10 de diciembre, primer día de filmación, Yoko estuvo brillante, gritando con John junto a la Dirty Mac Band, y desempeñando un papel como incordio artístico casi análogo a mi propia faceta autodestructiva con los Who. Nuestra interpretación de «A Quick One, While He’s Away» fue muy enérgica. Salimos a media tarde. Sin embargo, los Stones tenían problemas para animar su actuación: habían empezado muy tarde, y sus seguidores habían sido devueltos a casa. Brian estaba hecho un guiñapo. Oí que Mick y Keith expresaban su preocupación al respecto, y el propio Brian me había hablado de ciertos planes más bien erráticos para retirarse del grupo: pensaba en irse a Tánger para grabar a músicos locales.
Mientras los Stones se debatían con su papeleta, recluté a nuestro personal de carretera como público de reemplazo, y ahí estuvimos bebiendo brandy para que el ánimo no decayera. Nos quedamos hasta las cuatro de la madrugada; hasta Marianne parecía triturada al final de la filmación. Todos lo estábamos, salvo Mick. Acababa de pasar varios meses filmando Performance, el oscuro e inquietante cuento de hadas londinense del director de fotografía Nic Roeg y del cineasta Donald Cammell. Aquella película había provocado un gran impacto en todos los que habían participado, y sin duda Mick había madurado de un modo indefinible. Se lo veía algo diabólico, con el pelo teñido de negro, plenamente centrado en el trabajo de cámara, mirando profundamente a través del objetivo a aquellos que un día lo iban a contemplar. Su actuación resulta extraordinaria, de una intensidad pertinaz.
Allen Klein se paseaba por el estudio. Estaba metido a fondo en los asuntos de los Stones y era el productor del evento. Se acercó un momento y me preguntó si estaba ganando dinero, lo que me provocó un ramalazo de cólera. Es verdad que había acudido a él en busca de ayuda, pero eso no le daba derecho a según qué. Me dijo que podíamos contar con él. Asqueado, le repliqué que por más que no ganara dinero, jamás acudiría de nuevo a él. Tenía a los Beatles y a los Rolling Stones, pero que se olvidara de los Who.