Dios se aloja en el Holiday Inn

El viaje de LSD «Owsley» en el avión fue la experiencia más perturbadora que he tenido jamás. La droga nos subió muy pronto, y aunque Karen y yo sólo tomamos la mitad, el efecto fue espantoso. Los consumidores encallecidos siempre me han comentado lo majaderos que fuimos, pero Karen y yo considerábamos que no se podía dejar sólo a Keith bajo los efectos del ácido, y que, caso de ser necesario, ya nos ayudaríamos mutuamente. En cualquier caso, Keith parecía funcionar en abierto desafío a los efectos de la droga, y se limitaba a preguntar ocasionalmente cuánto habíamos tomado para comprobar si él lo llevaba mejor o peor o distinto que nosotros.

En un momento dado, traté de consolar a Karen, aterrada, diciéndole que la quería. «¡Agh!», se mofó Keith, con la cínica complicidad de John. Roger, sentado al otro lado del pasillo debía de contemplar aquello medio divertido, y su sonrisa me tranquilizaba. Pasada media hora, la azafata, con su nariz respingona y algo porcina, se metamorfoseó de verdad en una puerca que correteaba arriba y abajo por el pasillo, gruñendo. Flotaba en el aire una música tenue, y me llegué a preguntar si estaba pasando por una de aquellas alucinaciones musicales de la infancia, pero resultó que el sonido provenía del brazo de la butaca. Me puse los auriculares y sentí que podía escuchar todas las emisoras del avión al unísono: rock, jazz, clásica, humor, melodías de Broadway y Country & Western competían por el dominio de mi cerebro.

Estaba a punto de perder la cabeza, cuando sentí que levitaba hasta el techo, permanecía dentro del armazón y observaba cómo todo iba cambiando de escala. Karen y Pete estaban sentados debajo de mí, agarrados, mientras ella le palmeaba cariñosamente el rostro, pensando que se había dormido. Desde mi nuevo mirador, el viaje de ácido había concluido. Reinaban la paz y el orden. Ahora podía ver con claridad, mis ojos enfocaban de nuevo, mis sentidos se recuperaban, pero yo era completamente incorpóreo.

Miré abajo a Keith hurgándose los dientes, típicamente preocupado, y a John que hojeaba una revista. Mientras asimilaba aquella imagen, oí una voz femenina que decía amablemente «tienes que volver, no puedes quedarte aquí».

Pero estoy aterrado, siento que si vuelvo moriré.

«No te morirás. No puedes quedarte aquí».

Mientras me deslizaba de nuevo hacia mi cuerpo, empecé a sentir que los efectos del LSD pegaban de nuevo, pero lo peor parecía haber pasado: me acomodé en una sensación nueva que, aunque extrema, remitía más a los antiguos viajes. Todo saturado de sonido y color. Karen parecía un ángel.

John Entwistle se casó con su novia del instituto el 23 de junio, mientras el grupo pasaba dos semanas en Londres antes de volver a EE. UU. para una gira de diez semanas acompañando a Herman’s Hermits, en lo que iba a ser su canto del cisne. Durante aquel interludio, Karen y yo decidimos buscar piso, y encontramos uno perfecto en Ebury Street, más cerca de Belgravia. La casa comprendía las tres plantas superiores de una bonita, aunque convencional, casa georgiana de color blanco. El contrato de alquiler era a corto plazo, y resultaba una ganga, pero la casa no estaría disponible hasta otoño, lo que parecía una eternidad.

Karen no me acompañó en la gira —los mánagers de Herman’s no lo permitían—, pero viajó a Nueva York y se quedó con sus amigas Zazel y Van. Cuando el grupo tocaba cerca de allí, procuraba encontrarme con ella. En algún momento, empecé a presentir que alguien había estado tratando decididamente de enrollarse con Karen mientras yo viajaba. Oí el rumor de que un músico o artista amigo del novio de Zazel se citaba con ellas. De entrada, me sentí locamente celoso, pero pronto me resigné a que así eran las cosas. Si uno de nosotros se dejaba arrastrar, no había mucho que hacer.

Los Who partimos de Londres a principios de julio de 1967 y no regresamos hasta mediados de septiembre. Así nos doctoramos en la América real. Recalamos en casi todas las ciudades importantes, así como en bastantes lugares donde nunca volveríamos a poner el pie. A lo largo de la gira escuchamos el Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band y poco más. El impacto que produjo desafiaba a todos los interesados; nadie creía que los Beatles pudieran superar aquello, o molestarse siquiera en intentarlo. Para mí, el Sgt. Pepper y el Pet Sounds de los Beach Boys redefinían la música del siglo XX: atmósfera, esencia, penumbra e idilio se combinaban de modos que uno iba redescubriendo una y otra vez. Ninguno de los dos álbumes planteaba a fondo cuestiones políticas o sociales, no eran tanto las ideas lo que importaba. Escuchar música se había convertido en una droga en sí mismo. Keith Moon se convenció de qué él era el «Mr. K» de la canción «For the Benefit of Mr. Kite» del Sgt. Pepper. La ponía sin parar, y su ego empezó a desquiciarse. Aquel tema podía aludir igualmente a Murray the K.

San Francisco hervía de gurús psicotrópicos y Nueva York era seguramente la capital del mundo, pero entre medio se abría un espacio lleno de enclaves reaccionarios. En el sur nos prohibieron acceder a las piscinas sin gorro de baño porque llevábamos el pelo demasiado largo; en una ocasión casi recibimos una paliza por parte de unos hombres ofendidos por lo que les parecía un despliegue de homosexualidad manifiesta. Muchas mujeres mayores también se apuntaban al escarnio. La verdad es que los prejuicios de la América media nos cogieron por sorpresa.

También pasaban otras cosas: en un motel de Florida, Herman (Peter Noone) se acostó a la vez con una hermosa fan y con su hermosa madre. Cuando las dos mujeres salieron juntas de su habitación, nos quedamos estupefactos. En una piscina, una rubita en bikini revoloteaba nerviosa en torno a mí; empecé a charlar con ella, entonces Roger me apartó y me susurró: «No querrás ir a la cárcel». La verdad es que en bikini me parecía mayor.

En los escasos días libres, ocasionalmente nos emborrachábamos con ganas. Un día Keith y yo íbamos caminando por el balcón de la segunda planta de un Holiday Inn, cuando Keith se encaramó a la barandilla y se dejó caer a la piscina. Seguí su ejemplo, pero calculé mal y vi que me iba a estrellar en el borde; durante la caída, me revolví para acabar en el agua, con aparatosos rasguños en la espalda y un brazo. Me podría haber roto el cuello, o el espinazo. Borracho o no, era imperdonable emular las majaderías de Keith.

Roger y su novia americana Heather, que había salido antes con Jimi Hendrix y Jeff Beck entre otros, contrajeron una relación de rock principesca, y a Roger se le empezó a ver más seguro de sí mismo, y más cómodo como cantante. Las tensiones del pasado parecían amainar. En aquel viaje, ya no sentí la responsabilidad de actuar como el artífice principal de los Who. Me limitaba a tocar la guitarra durante nuestros doce minutos de calentamiento previos a la aparición de Herman’s Hermits. Aquellos conciertos reflejaban un curioso choque de culturas: nosotros vapuleábamos nuestras guitarras y gritábamos sobre nuestra enajenada generación, mientras Herman cantaba sobre un padre con una hijita adorable, y que él era Enrique VIII, que lo era.

Durante la gira estuvimos más ociosos de lo que hubiéramos querido. Yo leía a Heinlein y a Borges y trataba de estar centrado. Aunque hoy esto me suena como un plan perfecto, no lo parecía en aquel momento. Durante la primera mitad de la gira, no llevé grabadora. Para entretenerme empecé a dibujar esquemas de mi estudio de Londres, y a considerar nuevos enfoques para grabar. Más tarde, vine a saber que muchas de las ideas que iba garabateando ya estaban convirtiéndose en secretos de la industria, gracias a los esfuerzos de ingenieros que trabajaban con Brian Wilson y George Martin, el productor de los Beatles.

Una de las ideas consistía en registrar un solo de guitarra en una cinta de dos pistas, reemplazar los espacios del solo con cinta virgen, invertir la cinta y tocar otro solo que se ajustara al anterior, pero al revés. Otra idea consistía en un reproductor de acordes manejado con pedales; el muestreo de cinta ya se había inventado con el Mellotron, una suerte de órgano que utilizaban los Beatles y en que la cinta del casete se activaba por medio de un teclado convencional de piano. También sugerí grabar cintas de ruido blanco y «sintonizarlas» para conseguir un resultado musical. Además, describo técnicas para producir efectos extremos de reverberación con el uso de retrasos modulados más cámaras de eco, así como reverberaciones mediante bafles giratorios y amplificadores de guitarra con la unidad de vibrato encendida. Todos estos efectos pasaron a formar parte del arsenal creativo de mi estudio doméstico.

Encargué un radiotransmisor de baja potencia que simulara auténtico sonido de radio para comprobar la calidad de mis grabaciones en caso de ser emitidas. Yo ya estaba experimentando con el efecto «flanger» en estéreo, mezclando y desfasando dos pistas idénticas para crear un efecto psicodélico. También me ingenié un bafle con una caja pequeña, le pegué un tubo y me lo puse en la boca, de este modo era capaz de «hablar» música. Frank Zappa se me arrimó una vez en plan cómplice en el club Speakeasy de Londres y me describió este nuevo invento, yo fui discreto y evité contarle que ya lo había descubierto.

En Nueva York, los Who dieron un concierto en Long Island, y luego fuimos al Village Theater para respaldar al grupo Blues Project de Al Kooper. También actuaba Richie Havens, un tipo intenso, cautivador, y un intérprete efervescente, único. Solía afinar su guitarra acústica en un acorde específico, y cantaba a pleno pulmón con tanta energía que sonaba como una banda entera. Mi antiguo colega Tom Wright decía que cuando le dabas la mano a Richie, tenías que deshacerte del apretón si no querías pasarte una eternidad contemplando su radiante sonrisa.

Cuando la gira de los Hermit’s llegó a Baton Rouge, el responsable de la gira nos advirtió de que recientemente se habían producido disturbios raciales: había que portarse bien, y con ojo avizor ante posibles problemas. También existía la posibilidad de que la actuación se cancelara. Todos estábamos inquietos, pero no se apreciaba una tensión manifiesta, ni la inminencia de altercados. Éramos conscientes de que la cuestión racial estaba al rojo vivo en el sur, pero aquella guerra nos era ajena por entonces.

En agosto volvimos a Nueva York para grabar: «Mary Ann with the Shaky Hands», algunas sobregrabaciones para «I Can See for Miles» y una versión de «Summertime Blues». Durante el proceso empecé a cuestionar algunas decisiones técnicas de Kit por primera vez; él trataba de mantenerme ajeno al proceso de grabación, pero ahora ya sabía mucho al respecto, y tenía mucho que ofrecer. Algunas de las decisiones técnicas me parecían de aficionado, y Kit parecía presionar a los ingenieros para que rebajaran sus criterios de calidad a fin de aumentar el volumen en la copia maestra, generando distorsión al forzar todos los indicadores al máximo. Como resultado, muchas de nuestras grabaciones de la época no suenan tan nítidas como deberían.

No esperábamos en ningún caso ganar dinero con esta gira. Todavía no éramos muy conocidos, y hacíamos básicamente de acompañantes. Muchas de las actuaciones se desarrollaron en escenarios con menos de media entrada; algunas se cancelaron. También sé que reclutamos algunos fans por el camino, y probablemente se difundió el rumor de que éramos una pintoresca y excéntrica formación británica. Con todo, diez minutos de bolo, más una bomba de humo y el destrozo del material conformaban una estampa muy pobre sobre el potencial de los Who.

¿En qué deseábamos convertirnos? ¿Consistía mi misión en embellecer los viajes de ácido de un público al que ya no le importaba cuándo empezaba o terminaba una canción? ¿Las canciones en sí se habían convertido en una mera frivolidad? Qué bonitos colores. Me encanta fumar marihuana y escuchar mis álbumes favoritos, Sgt. Pepper y Pet Sounds, y siempre que lo hago encuentro alguna novedad, pero me gustaría poder decir que estaba escuchando algo importante. Estos dos grandes discos marcaban el futuro, pero no brindaban herramientas, códigos o procedimientos que condujeran a una puerta. Yo anhelaba algo más que una señal indicando el futuro, que es lo que aquellos álbumes eran para mí.

Brian Wilson estaba enzarzado en su anhelada obra maestra, a la que llamó Smile, pero se perdió por exceso de ambición y por la deriva de su trastorno mental. Los Beatles siguieron trabajando en el prematuramente abreviado Magical Mistery Tour, que suponíamos que iba a ser la versión fílmica del Sgt. Pepper. Ambos eran una maravilla, pero también dejaban claro que estos alquimistas del pop sólo eran capaces de producir oro: no habían suscitado el amor o la pasión de Broadway, ni inspirado el humor o la esperanza de la poesía beat, del bebop o del Hudson River Peace Boat de Pete Seeger.

Mientras los años sesenta se iban consumiendo, yo me sentía como el mensajero de Marte del libro Forastero en tierra extraña de Robert Heinlein, quien asegura que el secreto de toda existencia consiste simplemente en aprender a esperar.

Mi espera tocó a su fin en el lugar más improbable. En la habitación de un Holiday Inn de una población de Illinois llamada Rolling Meadows —con una desmesurada cama vibratoria, un televisor sin señal, sábanas y toallas que desprendían un olor entre cálido y rancio, una terraza que daba a un aparcamiento, las cigarras zumbando entre hierbajos, la sirena lejana de un tren de mercancías, el chirrido cercano de los neumáticos de un Buick, un portazo y el grito de despedida, «¡Adiós a todos!», oí la voz de Dios.

De pronto, en el lugar más anodino en un momento extraordinario, anhelé cierta conexión con un poder más elevado. Fue un instante transcendental, una epifanía: una llamada al corazón.

¿Por qué Dios escogió aquel lugar concreto de América? ¿Por su novedad? ¿Por el día soleado? De manera imprevista, se hizo evidente que yo aspiraba a una conexión trascendente con el propio universo y con su creador. Y el momento era aquel. La era psicodélica le había prendido fuego a mi mente, pero la revelación vino a mí en la quietud y el plácido orden del Medio Oeste americano.

Me veía atraído igualmente por ambos extremos. Ansiaba cierta vida bucólica a la antigua que había dejado en Inglaterra, una vida amable como aplicado estudiante de arte, y que se había visto interrumpida casi antes de empezar por una existencia aislada, apremiante y errabunda lejos de mis amigos y seres queridos.

Mientras procedía en mi búsqueda de sentido, Keith causaba estragos con su pastel de cumpleaños, un coche, la piscina, una lámpara y la cabeza ensangrentada de un joven fan.

Qué divertido pasarse la vida pensando que fue divertido. En realidad, aquel día fue una experiencia desagradable para mí, aunque haya acabado convirtiéndose en una suerte de leyenda para todos los implicados.

Keith estaba decidido a tener su gran fiesta de cumpleaños, espoleado por la pancarta que el Holiday Inn había colgado fuera del hotel: «Felices veintiuno, Keith Moon». De hecho, cumplía veinte. Para cuando me sumé a la fiesta, el pastel ya se había desparramado por los suelos, las paredes y la cara de Keith. En la piscina había un Lincoln Continental que se balanceaba en el borde, a punto de caer. Parece que Keith había soltado el freno y lo había dejado deslizarse hasta allí. Traté de llevármelo a su habitación (ya era presa del furor) cuando se acercó un joven, pidiéndole su autógrafo; Keith le arrojó una lámpara y le dio en la cabeza. También consiguió romperse los dientes, y de tal modo evitó el arresto, visto que ya se lo habían llevado al dentista.

Se nos prohibió volver a un Holiday Inn de por vida.

De vuelta a casa, paramos en Las Vegas. Herman cumplía diecinueve años. Atrapado allí bajo un calor abrasador, escribí algunas letras y grabé tres maquetas con una grabadora Wollensack. Se trataba de «Tattoo», «Boats Are Coming In» y «Touring Inside US» (citando directamente el «Surfing USA» de los Beach Boys). «Tattoo» se inspiraba en un reciente episodio de carretera: ¿éramos hombres, o se trataba de otra cosa?

En los estudios Gold Star terminamos «I Can See For Miles» que, junto con «My Generation», tocamos en The Smothers Brothers Comedy Hour. A efectos televisivos, Keith prendió una carga de pólvora brutal que estalló allí mismo ante una Bette Davis aterrada y un Mickey Rooney algo mohíno pero indulgente. Mi pelo fue presa de las llamas y mi oído no volvió a recuperarse. Keith podía ser un auténtico cretino, por más que convirtiera aquel programa de televisión en un momento estelar de la historia del pop.

Ya tenía ganas de volver a casa con Karen, al piso y al estudio nuevos de Londres. Sin embargo, visto que nos habíamos dedicado a desperdiciar el verano, teníamos que recuperar el terreno perdido y, por tanto, debíamos meternos de cabeza en el estudio. Y como dichas sesiones de estudio debían abonarse, nos íbamos a ver obligados a compaginarlas con multitud de conciertos. Nos comprometimos con una gira colectiva en la que participarían un puñado de grupos de pop británicos con éxitos en las listas…, como si no hubiéramos aprendido nada a lo largo de la gira con Herman’s Hermits. Encabezamos un cartel de artistas que creían, todos ellos, que debían encabezar el cartel: Traffic, Herd, Marmalade y Tremeloes, los cuales iban a contar con legiones de fans femeninas aullándoles en la calle noche tras noche.

¿Iba alguien a aullar por los Who?

¿Qué carajo sabía yo? Seguía estando sordo.

El mismo día de septiembre en que aterrizamos, Chris Stamp me pidió que acudiera a verlo a su oficina en Old Comptom Street, donde me enseñó la lista de temas propuestos para el nuevo álbum. Me quedé de piedra. Teníamos «I Can See for Miles», «Rael», «Mary Ann with the Shaky Hands», «Our Love Was», «I Can’t Reach You», «Glittering Girl», «Relax» y una canción de John llamada «Someone’s Coming»; se le podía sumar «Summertine Blues» tal como la habíamos grabado durante la gira. Pero había poco más que fuera de cierto peso, y sólo «I Can See for Miles» se antojaba un éxito potencial.

Durante la gira había escrito muy poco, ya que necesitaba mi estudio para eso. Le dije a Chris que no me parecía que estuviéramos listos para el lanzamiento, necesitábamos más canciones, y a mí me convenía cierto tiempo lejos de Keith y de los Holiday Inn para poder escribirlas. Chris se mostró inusualmente inflexible: aquello era lo que iba a salir. De pronto me di cuenta de que, aparte de mánager del grupo, aquel hombre dirigía un sello discográfico con un programa que cumplir. En cierto modo, se había pasado al otro bando.

Me tomé un tiempo para ponderar el dilema. Había escrito un par de canciones que no estaban en la lista de Chris. Había grabado la maqueta de «Tattoo» en el hotel de Las Vegas durante los tres días de vacaciones, y una canción titulada «Odorono», que era la marca de un desodorante. «Odorono» representaba la idea pop más perfecta de todos los tiempos: convertiríamos nuestro próximo disco en un vehículo publicitario. Cuando llamamos a Kit para contárselo, se animó tanto como nosotros. Sugería que enlazáramos las canciones mediante tonadas publicitarias como las que se oían en algunas emisoras pirata.

John y Keith se sumaron a la idea e, inspirados por «Odorono», empezaron a crear tonadas publicitarias para todo tipo de artículos como crema Medac, baterías Premier y alubias estofadas Heinz. Pero cuando el álbum ya parecía listo para grabar, vimos que seguían faltando temas. El de John no parecía el más apropiado, así que enseguida grabó una maqueta de otra canción llamada «Silas Stingy», que, en honor a la verdad, resultaba igualmente estrafalaria. En cualquier caso, aquel disco iba a ser estrafalario.

Roger tenía una maqueta con una buena canción, «Early Morning Cold Taxi». Dijo que la había escrito con nuestro road manager Cy Langston. La grabamos y parecía que iba a entrar en liza, hasta que Cy no pudo contenerse y reveló que la había escrito él. Al saberlo, hablé con Roger y le pedí que se olvidara. Si lo pienso ahora, no sé muy bien por qué lo hice. No había contienda por el territorio. Y yo estaba desesperado por conseguir canciones de donde fuera. Además, tampoco era inusual, ni se veía en ningún caso como falto de ética, arrogarse parte del crédito en la escritura o edición tras haber ayudado al escritor a colocar una canción y grabarla. Pero me preocupaba que Roger quedara mal si se sabía que había contribuido poco o nada al tema; y Cy era un bocazas.

No entendía por qué Roger no escribía más canciones. Cuando trabajé con él en mi estudio para «See My Way», destinada a A Quick One, aportaba ideas con facilidad. Puede que la tecnología de estudio le resultara un engorro. Creo que si Roger y yo hubiéramos logrado intimar más y hubiéramos trabajado seriamente en el estudio, la trayectoria de los Who se habría dilatado algo más. Pero también sé que lo que arrastra a Roger es ser intérprete, la voz, un instrumento. El talento para ser Sinatra o Jack Nicholson difiere mucho del que requieren un Cole Porter o un Orson Welles. Cuando Roger cuenta con el guión apropiado, es un gigante. Y eso ya basta para cualquiera que desee ser reconocido como un pivote en el mundo del espectáculo.

En cualquier caso, Roger andaba preocupado por la dirección en que se encaminaba la banda. Aquel disco nos inquietaba a todos.

Cuando recomenzó la grabación añadimos «Armenia», una pieza de mi asistente Speedy Keen. Era la primera vez que un foráneo contribuía con una canción original para un álbum de los Who, y fue la única. Kit me persuadió para que diera mayor vivacidad a «Sunrise», una balada algo jazz que había escrito para mamá años atrás; cuando se la toqué por primera vez, no hizo comentario alguno, ni encomiástico ni despectivo. Así es mamá.

En este disco acabé cantando más de lo habitual. Keith y John estaban armando un divertido caos en el estudio al tratar de recrear The Goon Show con sus tonadas publicitarias. En algún momento se les ocurrió una para un vendedor de coches, con la esperanza de que les regalara un Bentley. En su lugar, les regaló unas fotos guarras; empezaron a temer que no estaban tratando con el tipo de vendedor que suponían, se olvidaron de su musiquilla y ya no cogieron más sus llamadas.

Chris les había planteado el concepto de aquel álbum a dos estrellas de la publicidad, David King y Roger Law (este último fue uno de los creadores de Spitting Image). Se les ocurrió el ingenioso título The Who Sell Out, con una idea para la funda de la que no supimos gran cosa hasta que nos presentamos en el estudio de David Montgomery en Fulham, para una sesión de fotos. King, Law y Montgomery estaban encantados, y se dedicaban al proyecto con la actitud serena y confiada propia de los directores de arte cuando tienen entre manos un éxito seguro.

La funda debía dividirse en cuatro paneles, en cada uno de los cuales aparecería un miembro de la banda anunciando un producto. Como yo debía salir a torso desnudo con «Odorono», me preocupaba que se me viera tan flaco. Roger debía sentarse en una bañera de alubias estofadas (prácticamente congeladas), donadas generosamente por Heinz. Keith salió aplicándose la pomada anti acné Medac, y aunque era proclive a verdaderas eclosiones de granos, aquella vez la espinilla era falsa. John fue el más favorecido, al posar con una modelo rubia medio desnuda para la academia de culturismo Charles Atlas. Como ya había trabajado en Radio Londres con cancioncillas radiofónicas y en las voces de identificación de emisora, Kit consiguió compactar debidamente el álbum. Tras el montaje y mezcla finales, nos tiramos de cabeza a la publicidad en radio y televisión, anticipando el lanzamiento.

Las reseñas de la época me retratan de un humor perpetuamente agrio, rompiendo guitarras como es natural, pero también dado a estallidos de rabia. A Roger tampoco se lo veía muy feliz sobre el escenario. Puede que todo se debiera al hecho de que, tras una gira de apacibles interpretaciones con los Hermits, volvíamos a contar con nuestro equipo, mucho más escandaloso, o porque John se había comprado amplificadores más potentes. En cualquier caso, estaba contento de haber vuelto junto a Karen.

Años después me daría cuenta de que yo vivía en un estado de rabia psicológica que hubiera precisado de cierta orientación, probablemente de tratamiento. Pero aquella rabia también parecía conectada con algo importante. A menudo sentía que como artista intérprete estaba infravalorado, que mis actuaciones, por encabronadas que se antojaran, se interpretaban mal. Yo quería ser serio en lo que hacía y quería que mi trabajo —incluido el destrozo de guitarras en vivo— se viera como parte de un apasionado compromiso con un estilo escénico en evolución.

Quizá me estaba tomando a mí y a los Who demasiado en serio, pero ¿qué se suponía que debía hacer? ¿Convertirlo todo en una humorada sólo porque el resto del mundo contemplaba la música pop y el arte autodestructivo como una gilipollez? Es posible que nuestro público no comprendiera la significación de la autodestrucción, pero sin duda parecía sentir cierta liberación emocional cuando rompíamos el material al final de las actuaciones. Evidentemente, eso no silenciaba a nuestros detractores, críticos estentóreos que no veían más allá de su nariz y que nos tachaban sin más de rufianes y gamberros.

«I Can See for Miles» no se estaba proyectando a lo más alto de la lista de éxitos, algo que me sorprendió sobremanera: había esperado sinceramente que mi obra maestra nos llevara en volandas a la gloria eterna. Unas semanas después del lanzamiento, el padrino de Kit, el compositor inglés Sir William Walton, me escribió una nota felicitándome por las ambiciosas armonías. Esta vez Kit había hecho un trabajo de grabación fabuloso; la prueba que nos trajimos de los estudios Gold Star en California sonaba espectacular en el single de lanzamiento en versión mono.

Con todo, el recibimiento en Reino Unido fue más bien tibio, y su ascenso en las listas algo medroso. Me preocupaba el hecho de que Track no lo estuviera promocionando debidamente; y si aquel era el caso, ¿a quién debíamos quejarnos? Track era nuestro propio sello discográfico, o así lo veíamos entonces. El single funcionó mejor en EE. UU., pero no a lo grande. El panorama financiero era más bien sombrío. Como ya había supuesto, la gira con los Hermits nos había costado dinero (una eventualidad habitual para artistas en ciernes desde finales de los setenta, pero inédita por entonces). Y ahora tocaba volver a gastarlo en la grabación.

En esta fase de nuestra evolución como grupo, los Who eran descritos como la «banda más escandalosa de la tierra», y aquello era ya nuestra seña de identidad. Entonces empezamos a oír que Vanilla Fudge nos había eclipsado: habían encontrado el modo de amplificar un órgano Hammond potenciando sus decibelios al nivel de una guitarra rock: durante los conciertos, en los viejos auditorios donde tocaban, el yeso se desprendía del techo.

La cosa nos amoscó. Y yo me aturullé tontamente. En octubre, teníamos una actuación concertada en el Saville Theatre de Brian Epstein con Vanilla Fudge, así que empecé a hacer declaraciones en la prensa asegurando que nos guardábamos un as bajo la manga. En retrospectiva, es evidente que me daba miedo otra experiencia frente a frente como la que había tenido con Jimi Hendrix. Llegado el caso, los Who se comportaron como colegiales y Vanilla Fudge consiguió que el techo se viniera abajo: el edificio fue condenado al derribo poco después. Vanilla Fudge eran fantásticos en vivo y no creo que el volumen de su órgano haya sido jamás superado, pero no eran Jimi Hendrix.

Pobre Jimi. Alguien debió de decirle a su mánager que los Who se habían hecho con una audiencia masiva al salir de gira con Herman’s Hermits (¡mentira!), así que lo mandaron para que acompañara a los Monkeys. En todo caso, hoy resulta fácil olvidar lo exitosos que eran los Monkeys. Su álbum había sido número uno durante todo el verano, y su serie de televisión —que parecían disfrutar incluso los intelectuales más ceñudos del mundo del espectáculo— era un triunfo por todo lo alto. Sea como fuere, aquella asociación con Jimi no parecía pegar mucho.

Los Who también nos estábamos dando cuenta de que necesitábamos algo muy especial si queríamos aspirar a un éxito mayúsculo. Personalmente, me sentía perdido respecto de qué podía ser ese algo, y nadie de entre las mentes creativas del entorno parecía tener la respuesta.

«Después de perder cantidad de tiempo precioso», escribí el 4 de octubre de 1967, poco después de la sesión de fotos para The Who Sell Out, «creo que ha llegado la hora de sacudirnos el polvo».

Regresamos a EE. UU. para una breve gira, celebrando que «I Can See for Miles» había alcanzado el noveno puesto en las listas, y con la esperanza de darle otro empujón. Probablemente había sido nuestra aparición en el programa de los Smothers Brothers lo que más nos había beneficiado, aunque Monterrey también ayudó. Incluso es posible que la gira con los Hermits resultara positiva, quién sabe. Durante varias actuaciones acompañamos a Eric Burdon and The Animals y a los Association. Ellos tenían mayor tirón en taquilla, pero de nuevo sentía que estábamos respaldando a músicos inferiores a nosotros.

En Nueva York pasé una noche en casa de mi amigo Danny Fields. Estaba agotado pero no podía dormir, así que Danny me pasó una pastilla, probablemente Mandrax, un sedante. Me desperté por la noche, como en trance, y con Danny manoseándome todo el cuerpo, pero no lo repelí. Gocé con lo que me hacía, pero no dejé que me follara.

Cuando me desperté por la mañana y me encaminé por las calles repletas de trabajadores —hubo uno que saludó llevándose la mano a la gorra—, me di cuenta de que había cometido un error. Quería ser alguien capaz de llevar una vida sexual poco convencional, y me daba cuenta de que probablemente era bisexual. No había nada de qué avergonzarse —parece que John Lennon ya había hablado con amigos comunes acerca de sus experiencias—, pero me seguía sintiendo incómodo e hipócrita: no era suficientemente gay como para asimilar con naturalidad mis sentimientos homoeróticos.

La discográfica tuvo que esperar hasta diciembre para obtener autorización de las marcas comerciales que aparecían en The Who Sell Out. A pesar de su ambición, en aquella compilación a medio hacer se incluyó material algo precario y canciones sin garra. Al igual que el Magical Mistery Tour de los Beatles, nuestro álbum se antojaba potencialmente brillante, pero mal acabado. Cuando salió resultó ser el disco peor vendido de los Who en Reino Unido hasta la fecha. Quizá habíamos olvidado a nuestra afición británica.

Fue interesante tocar en algunas universidades por aquella época, era un nuevo tipo de bolo que iba a cambiar las cosas para nosotros en un futuro inmediato. Pero con la Navidad a la vuelta de la esquina, me sentía claramente tristón. Chris pasó por un breve periodo de excitación cuando pareció que nos iban a contratar para una película americana, una comedia negra, pero la cosa se deshinchó. Luego se habló de un cómic sobre los Who. Nuestras sesiones de intercambio de ideas a la manera de las agencias publicitarias seguían desarrollándose en Track Records, pero aquello tampoco me era de mucho consuelo.

Karen y yo estábamos instalándonos en Ebury Street, donde también surgió un pequeño problema. Habíamos estado tratando de encontrar a una señora de la limpieza, pero todas insistían en ver un certificado de matrimonio antes de ponerse a trabajar con parejas jóvenes y modernas; de modo que cuando conocí a nuestros amigables vecinos, apalabré también el servicio de su doméstica, tras asegurar que Karen y yo estábamos casados. Me llevé a Karen a uno de nuestros restaurantes favoritos, donde le conté lo dicho. ¿Necesitábamos casarnos para sobrevivir como miembros de la sociedad bienpensante?

Nos sentamos uno frente al otro, disfrutamos de una buena cena, tomamos una botella de buen vino y decidimos poner buena cara, de momento, o fingir.