Ácido en el aire

A lo largo de 1966 circulaban rumores acerca de una nueva droga llamada LSD, que prometía las experiencias más sensacionales. Inspiraba cierto respeto, pero sonaba estimulante. Conseguí algunas píldoras de Sandoz; Karen, dos amigos de la escuela de arte y yo nos tomamos una cada uno y esperamos a ver qué pasaba.

Cuando la droga surtió efecto, pasada una hora más o menos, mi primera sensación fue de pánico. Luego noté el subidón, fui perdiendo el control y experimentando alucinaciones, que duraron otra hora más. Después la cosa se relajó y aterricé en un estado mucho más placentero. Me sentí de nuevo como un niño, y pasé las cuatro o cinco horas siguientes redescubriendo todas las cosas que daba por sabidas: las estrellas, la luna, los árboles, los colores, los autobuses de Londres. Recuerdo que me maravilló lo guapa que era mi novia. Poco a poco, fui recobrando la normalidad.

Karen y yo sólo nos pegamos uno o dos viajes más de ácido, y en total yo tuve cuatro. El segundo empezó en la víspera de Año Nuevo de 1966 en Notting Hill. Desde allí nos encaminamos hasta Roundhouse esperando a que la droga surtiera efecto. Para cuando llegamos —los Who debían tocar hacia las tres de la madrugada—, yo estaba de bajón. Parece que mi actuación de aquella noche fue destructiva y rabiosa, pero yo me sentí querido, de modo que seguramente no me aparté mucho de mi patrón habitual.

El 6 de enero de 1967 me perdí uno de los pocos conciertos de mi carrera por causa de las drogas, cuando me permití otro viaje de ácido y me di cuenta de que era imposible conducir 500 kilómetros hasta Morecambe, donde debía tocar. En su lugar me fui a ver a Pink Floyd, que tocaban por primera vez en el club UFO. Syd Barrett era maravilloso, como el resto de la banda. Me enamoré de Pink Floyd y del propio club, sobre todo de John Hopkins («Hoppy», como era conocido), que dirigía el local y gestionaba el acceso.

Volví la noche siguiente, esta vez sin ácido, y me llevé a Eric Clapton para que viera a Syd. Éste se subió al escenario (hasta las cejas de ácido), tocó un solo acorde y lo demoró como una hora sirviéndose de una cámara de eco Binson. Pasada esta sesión, su interpretación posterior resultó una auténtica inspiración. Roger Waters tenía una presencia escénica bestial, era tremendamente guapo y estaba claro que a Karen le gustaba. A mí me infundía cierto miedo. Sin duda, iba a ser el motor principal de Pink Floyd. Lo que nadie podía saber, visto que la banda tampoco había grabado nada, era cuán espléndida iba a ser buena parte de su música, una vez que la influencia más experimental de Syd se atenuara.

Una noche, un grupo de mods mostraron sus partes a Karen y sus amigas mientras bailaban, algo idos por efecto del ácido. Yo iba ataviado con una túnica psicodélica, y uno de los mods me dijo que los había decepcionado. Repliqué que el movimiento mod estaba acabado, pero me entristeció que, en lugar de discutir conmigo, él y sus colegas se limitaran a abrocharse la bragueta y se fueran.

En 1967, la primavera hizo brotar prematuramente los árboles en el inmenso parque comunitario de Eccleston Square. La familia de Karen poseía una casa Támesis arriba y pasábamos los domingos allí, disfrutando del paso del tiempo, de la tranquilidad del río y del campo, de largas caminatas y conversaciones sobre cualquier cosa.

El nuevo espíritu de los vibrantes sesenta —amor libre, la píldora y toda la peña en Londres comportándose como estrellas—, agravó mis temores de ser abandonado por Karen. Un día volví tarde de un bolo y me encontré a un tipo hablando con ella en su dormitorio. Se notaba cierta intimidad entre ellos, y a ella se la veía especialmente guapa y colorada. Después de ahuyentar al hombre, sentí mis celos como de vieja escuela: todos compartían a su compañera con quienes ellas querían.

Una noche volví a escuchar la maqueta de «I Can See for Miles». No había mucho más que pudiera hacer para mejorarla. Me avergonzaban los celos que la habían inspirado, pero contemplaba la canción como un arma secreta: cuando se grabara debidamente y fuera lanzada como single de los Who, pensaba que iba a desbaratar toda oposición. Sabiendo que pronto grabaríamos un tercer álbum, empecé a pensar en qué tipo de canciones deseaba reunir.

Durante el invierno de 1966-67 estuve escuchando un disco del saxofonista de jazz Charles Lloyd; se trataba de Florest Flower, una grabación en vivo de su extraordinaria actuación en el Festival de Monterrey de septiembre de 1966. Florest Flower, como la obra maestra estéreo de los Beach Boys Pet Sounds, parecía ajustarse perfectamente a los tiempos. Keith Jarrett era el pianista de Lloyd, y hay un momento en que empieza a aporrear el piano y a puntear y acariciar las cuerdas. Ahí sentí que había un alma musical gemela, que tocaba cada instrumento de manera desacostumbrada.

Keith Jarrett había nacido el mismo mes que yo y su modo de interpretar me predispone a veces al llanto que suele acompañar a la soledad del borracho. Vendería mi alma por tocar como él, y no lo digo a la ligera. Mientras escuchaba su genio musical, yo lidiaba con el piano que había encajonado en el dormitorio de Karen; y lenta, tortuosamente, trataba de hallar una vía para expresarme sobre las ochenta y ocho teclas negras y blancas (una cantidad que en mi niñez me solía parecer insuficiente).

Mi amistad con Eric Clapton se había consolidado gracias a nuestras salidas conjuntas para rendir homenaje a Jimi Hendrix, que aquella primavera estaba protagonizando sus primeros sensacionales bolos londinenses, en los que ponía a prueba algunas de sus ideas líricas. Un amigo de Eric, el pintor y diseñador Martin Sharp, le ayudaba a escribir canciones, y las letras de Martin eran elaboradas y poéticas. Atrapado entre dos talentos emergentes de la composición, me veía desafiado a progresar.

Ver tocar a Jimi en sus primeros conciertos también me planteaba un reto como guitarrista. Jimi tenía los dedos ligeros y experimentados de un concertista de violín; era un auténtico virtuoso. Aquello me recordaba a papá y sus prácticas incansables: todo el tiempo que pasaba para alcanzar un nivel en que la velocidad de la interpretación pareciera difuminar las notas. Pero había algo más en Jimi: había abrazado el blues con el gozo trascendente de la psicodelia. Era como si hubiera descubierto un nuevo instrumento en un mundo nuevo de impresionismo musical. En el escenario desplegaba todo ese poderío y virilidad, pero sin atisbo de violencia.

Era un intérprete hipnótico. Dudo un poco al describir lo extraordinario que era verlo actuar, porque no quisiera que sus legiones de jóvenes fans sintieran lo que se han perdido. Todos nos hemos perdido algo. Yo me perdí a Parker, Ellington y Armstrong. Y si uno no vio a Jimi en vivo, sin duda se perdió algo muy, muy especial. Verlo en carne y hueso evidenciaba que se trataba de algo más que un gran músico. Era un chamán, al tocar parecía que un brillo luminoso y colorido emanara de las puntas de sus dedos largos y elegantes. Cuando fui a verlo tocar, no tomé ácido, ni fumé o bebí, de modo que puedo informar en honor a la verdad de que obraba milagros con la Fender Stratocaster, que tocaba invertida (Jimi era zurdo).

Después de ver a Jimi en vivo, me costaba disfrutar de las grabaciones, que palidecían en comparación. Las excepciones eran «All Along the Watchtower» y «Voodoo Chile», ambos temas de una sesión de 1968. Eddie Kramer había sido el ingeniero de sonido de todos los discos de Jimi, pero las sesiones de Electric Ladyland fueron las primeras, en Nueva York, donde Jimi y Eddie sintetizaron aquella sonoridad etérea indefinible con que los poderes chamánicos de Jimi podían expresarse finalmente en vinilo.

Al tiempo que me sentía algo encallado ante el genio psicodélico de Jimi, también me veía fuera de onda cuando el tema de las drogas se planteaba como una cuestión política en el mundo del espectáculo; por ejemplo, cuando Paul McCartney salió en televisión diciendo que la marihuana debía legalizarse. Puede parecer que me sentía amenazado por las figuras de talento, o por aquellos lo bastante osados como para vivir una vida al límite, y hay cierta verdad en ello, pero ante todo yo no estaba en la misma sintonía, iba unos pasos por detrás. Esta sensación ya venía de mi primera adolescencia, cuando solía estar rodeado por hombres mayores y más experimentados. Con todo, mi retraimiento ante los mayores se vio puesto a prueba cuando Mick Jagger y Keith Richards fueron detenidos por un asunto de drogas.

En aquella ocasión parecía realmente que el sistema pretendiera sentar un precedente ejemplar mandando a Keith Richards a la cárcel. Aquello generó el que fue quizá el único acto de solidaridad política de Keith Moon, que junto a su novia permaneció ante las puertas del tribunal con pancartas que reclamaban justicia. Todo aquello me impresionaba. Psicodelia, drogas, política y cuestiones espirituales parecían mimbres de una misma trama, y yo procuraba no perder el hilo.

Para cuando Jimi Hendrix dio sus primeros conciertos londinenses en enero y febrero de 1967, el par de viajes de ácido que había experimentado habían cambiado definitivamente el modo que tenía de percibir las cosas. Los árboles desnudos en invierno, por ejemplo, empezaban a parecerse a aquellas maquetas de anatomía en las que se veían todas las venas y arterias dentro del pulmón; y, así, de pronto veía los árboles como lo que realmente eran: aparatos respiratorios planetarios. No es que fuera un colgado lisérgico, sólo que mi manera de mirar estaba evolucionando.

Por aquella época, Karen y yo fuimos a ver a unos nuevos amigos, el ilustrador Mike McInnerney y su esposa Katie, a los que había conocido en un concierto de Pink Floyd. Su casa estaba en Shaftesbury Avenue. Por entonces Mike estaba pintando el cartel para The Flying Dragon, una tienda de ropa que pretendía rivalizar con Granny Takes a Trip. Me puse a perorar sobre cosas que me habían revelado Ron y Ralph, miembros de los Blues Magoos, quienes me habían introducido en las conspiraciones extraterrestres de George Adamski. Mike me pasó un libro titulado The God Man escrito por el eminente periodista británico de los años treinta Charles Purdom.

Abrí el libro y vi una fotografía de un tipo extraño y carismático con una gran nariz achatada, larga melena oscura y un bigote generoso. Era un maestro hindú, Meher Baba, que significa «padre compasivo». Leí unas pocas líneas, y me pareció que todo lo que decía se ajustaba a la perfección con mi visión del cosmos. Seguía vivo por entonces, y Mike me dijo que un grupo de amigos suyos esperaban viajar pronto a la India para poder conocerlo.

En la pared del dormitorio de Karen había tres postales victorianas en blanco y negro donde aparecían tres actrices escasamente vestidas. Una de ellas era la tristemente célebre Lily Langtry, amante del príncipe Eduardo, más tarde rey Eduardo VII. Una tarde soleada en que Karen estaba en el trabajo, garabateé una letra inspirada en aquellas imágenes e hice una maqueta de «Pictures of Lily». Mi canción pretendía ser un comentario irónico sobre la frivolidad sexual en el mundo del espectáculo, especialmente en la música pop, un mundo de imágenes de postal para alimentar las fantasías de chicos y chicas. «Pictures of Lily» acabó siendo, como es bien sabido, acerca de un chaval rescatado de su creciente frustración sexual por medio de unas postales guarras que le entrega su padre para que pueda masturbarse.

«Pictures of Lily» estaba lista para salir, pero no tenía otro material a punto. Kit había escuchado la maqueta de «Glittering Girl», y pensó que podía convertirse en single. También tenía un puñado de letras sobre amores truncados. Siempre había dicho que nunca escribiría canciones de amor; en cualquier caso, las que escribía no solían ser buenas.

Mientras trabajaba en la maqueta, un crítico de jazz de Playboy me llamó para preguntar si podía traerse a Keith Jarrett para utilizar mi piano durante unas horas. Me negué. Es curioso pensar que rechacé la posibilidad de gozar de uno de los mejores conciertos privados de mi vida, pero en aquel momento estaba bastante seguro de que tenía un éxito a mano, y no quería que me importunaran. Keith Jarrett me llamó entonces y me preguntó acerca de mi método de grabación de maquetas. Le dije que interpretaba todas las partes implicadas, y eso pareció inspirarle para practicar algo parecido. En Restoration Ruin, el álbum que produjo al año siguiente, y que salí ansioso a comprar, Keith cantaba, tocaba la guitarra, la armónica, el saxo, piano, órgano, flauta, bajo, batería y percusión con gran facilidad. Aunque sin duda es su libérrima interpretación al piano lo que le hace tan admirado; al igual que Jimi, Keith se deja transportar por la fluidez de los propios dedos.

La aparición de Jimi Hendrix intensificó mi necesidad musical de demarcar un terreno propio. Hasta cierto punto, las actuaciones de Jimi eran deudoras de las mías —el acople, la distorsión, la teatralidad escénica—, pero su genio artístico radicaba en el sonido que había creado él mismo: soul psicodélico, o lo que yo llamo «blues impresionista». Eric hacía algo parecido con Cream y, en 1967, la banda de Stevie Winwood, Traffic, iba a lanzar Mr. Fantasy, que planteaba otro reto asombroso. Los músicos que me rodeaban parecían estar elevándose en una colorida nave espacial alimentada por la nueva inspiración musical de Jimi, Eric y Stevie; y, con todo, las composiciones psicodélicas de Jimi, Eric y Stevie seguían hondamente arraigadas en su formación de blues y R&B.

Durante seis años, en nuestro circuito de pubs y clubes teloneamos primero y luego tocamos junto a grupos sumamente dotados. Cliff Bennett and the Rebel Rousers eran una banda tan genuina de R&B que resultaba difícil creer que no fueran americanos. Los Hollies, Searchers, Kinks y Pirates alteraron el panorama del pop británico, por no hablar de los Beatles o los Stones. El éxito de los Searchers de 1964 «Needles and Pins» generó el tintineante sonido de guitarra que luego adoptaron los Byrds. Los Kinks introdujeron sonidos orientales en el pop británico ya en 1965 con la belleza hipnótica de «See My Friend». Y había muchas más aportaciones que transformaron el mundo de la música.

Como muchos otros compositores, también yo escuchaba jazz para inspirarme y cazar nuevas ideas. Un tema breve de Cannonball Adderley titulado «Tengo Tango», tan compacto y vivaz, me volvía loco. La versión de Herbie Mann de «Right Now» era un clásico del jazz suave, y Eastern Sounds del flautista Yusef Lateef, con la hipnótica pieza «Plum Blossom», donde tocaba la ocarina, me producía un gran efecto[3].

¿Qué había pasado con las raíces blues de los Who? ¿Las habíamos tenido alguna vez? ¿Sentían John y Keith una estrecha conexión con el blues y el jazz? ¿Roger estaba únicamente interesado en el estilo duro de R&B que complementaba su angustia viril? A pesar de que disfrutábamos con nuestras sesiones de grabación, los Who parecíamos sumirnos en el solipsismo como inspiración. Mis canciones eran como un anecdotario pop sobre temas tan amplios como el porno suave y la masturbación, la crisis de identidad sexual, el modo en que malinterpretamos los factores aislantes de la enfermedad mental y —ya bien consolidados— las crisis de identidad adolescente y la escasa autoestima.

No veía la manera de escribir sobre LSD, cielos púrpura y amor libre. A pesar de mi admiración por la improvisación en el jazz, no tenía idea de cómo aplicarla a la música de los Who. Ni veía de qué modo los Who podrían convertirse algún día en un grupo admirado por su capacidad musical e ideología, además de por su indumentaria, ideas, recursos efectistas, alusiones al Pop Art y agresividad.

¿Importaba realmente? ¿No bastaba con que hubiera ayudado a descubrir el acople de guitarra? Sin duda, había inventado los acordes de quinta. Con Ray Davies había introducido el acorde suspendido en el pop británico. Pero nada de eso parecía bastar. Algo nuevo y peligroso se estaba cociendo en la música, y yo quería formar parte de ello.

Mientras Jimi Hendrix conquistaba Londres, la primera actuación de los Who en EE. UU. fue casi un evento accidental. Frank Barsalona dirigía Premier Talent, una agencia en Nueva York. Supo de los Who por medio de alguien cercano a Brian Epstein, y lo convencieron para que nos incluyera en el cartel de un festival neoyorquino anual con el famoso Murray the K, el primer pinchadiscos americano que intimó con los Beatles. Murray estaba también sobre la pista de Cream, la nueva banda de Eric Clapton. Los conciertos se iban a desarrollar a lo largo de dos semanas, durante las cuales se esperaba que tocáramos seis veces al día, de modo que nos preparamos para un intenso periodo de trabajo.

Era el primer viaje a Nueva York de mis compañeros de grupo. Después de mis dos estancias allí para tratar la oferta con que Allen Klein pretendía echarnos el lazo, yo ya sentía cierta familiaridad con la ciudad. Keith y John estaban tan agitados que apenas podían contenerse, y enseguida empezaron a vivir a lo grande en el hotel Drake; Keith se pedía champán del más caro y John varias bandejas con diversas marcas de whisky, brandy y vodka. La cuenta fue astronómica, y el camarero reprendió a Keith por la propina de veinte dólares, por lo visto escasa. Allí comimos nuestro primer «chopped sirloin», una gran hamburguesa de solomillo de quince dólares. Y creo que aquella fue mi dieta a lo largo de la estancia.

Las actuaciones de primavera de 1967 en Nueva York fueron un exitazo tanto para los Who como para Cream. A diferencia del coñazo que me esperaba, fueron dos de las semanas más fantásticas de mi vida, que dieron pie a mi enamoramiento de Nueva York, una pasión que ha resistido la prueba del tiempo.

Nos encontramos en el teatro RKO de la calle 58, donde iban a tener lugar los conciertos, para pasar una prueba de sonido y asistir a una arenga por parte de Murray the K. Por entonces ya había perdido su aura de «quinto beatle», con el peluquín algo ajado, y sudaba profusamente. Insistió en que le proporcionaran un micrófono chapado en oro —que sólo él tenía permitido tocar— y el camerino más espacioso, que tampoco fue de su agrado hasta que le colgaron una estrella en la puerta. Su perorata ante los grupos me sacó de mis casillas; detestaba aquella fatuidad absurda, aunque supiera que Murray the K había sido fundamental para la eclosión de la música británica en la radio americana. Padecía delirios de grandeza como showman incomparable. Quizá lo fuera.

Y puede que no estuviera en su mejor momento, pero logró reunir a un colectivo asombroso de músicos. En el cartel estaba Wilson Pickett, que se divertía agarrando el micrófono dorado personal de Murray cada vez que le podía echar mano. Un día Simon & Garfunkel encabezaron el cartel, otro día fueron los Young Rascals. Básicamente, se trataba de un festival de música pop, en el que se fue desarrollando un gran sentido de camaradería, que acabó abrazando al propio Murray.

Lo que resulta más difícil de relatar es lo que sucedió entre el público durante aquella serie de conciertos, sobre todo porque no estábamos en la platea entre los asistentes. Según la leyenda, visto que comprando una entrada podías pasarte el día entero, un gran número de jóvenes presenciaba cada una de las actuaciones, en parte para asistir al momento en que los Who se quedaban sin material para destrozar.

Mientras me afanaba entre bastidores con un soldador eléctrico y cola, restaurando mis maltrechas Fender Stratocasters, la base de fans neoyorquina de los Who iba fermentando con un afecto y una dedicación jamás igualados en ninguna otra parte del mundo. Si hoy me instalara en un colchón en la Quinta Avenida, podría vivir el resto de mi vida de la generosidad y lealtad de nuestros fans de Nueva York. De entre aquellos chicos del teatro RKO sigo conociendo a una veintena por su nombre. Puedo identificar al menos un centenar de caras. Sé los nombres de algunos de sus padres. Varios chicos han trabajado conmigo en diversas ocasiones a lo largo de los años, y algunos han escrito libros o realizado filmaciones sobre nosotros. Otros se limitaron simplemente a observar, crecieron e hicieron lo que fuera que se hubieran propuesto con la misma dedicada, compulsiva demencia que vieron en nuestras actuaciones. Habíamos anticipado un nuevo concepto: la destrucción es arte si se sintoniza con música. Marcamos una pauta: caemos y nos volvemos a levantar. Los neoyorquinos adoraban aquello, y los fans de Nueva York portaron aquel estandarte junto a nosotros durante muchos años, hasta que nosotros mismos dejamos de estar a la altura.

En nuestro regreso a Inglaterra me llevé en el coche a Eric Clapton y Gustav Metzger, el artista autodestructivo cuyas ideas me habían inspirado, al Brighton Pavilion donde íbamos a tocar con Cream. Gustav se ocupaba de las luces. En comparación con Jimi, los conciertos largos de Cream resultaban algo áridos. Quería que Eric fuera un poco más allá de sus dilatados y erráticos solos, del mismo modo que de mí mismo esperaba algo más que tontas canciones pop y destrucción escénica.

Aquella fue la primera vez que Gustav contempló en vivo mi versión de la autodestrucción. Le satisfacía haber ejercido tal influencia, pero trató de explicarme que, según sus tesis, yo me enfrentaba a un dilema: se suponía que debía boicotear la propia fórmula del pop comercial, atacar el mismo proceso que me permitía aquella expresión creativa, en lugar de contribuir a él. Estaba de acuerdo. El truco me estaba devorando.

Recuerdo que fuimos a un almuerzo con Barry y Sue Miles. Barry había fundado Indica Bookshop, una librería radical que vendía libros y revistas relacionados con todo lo que fuera psicodélico y revolucionario. Allí conocí a Paul McCartney, con su novia, la actriz Jane Asher. Paul había ayudado en la financiación de Indica, y parecía mucho más enterado políticamente que cualquier otro músico que conociera. Era lúcido y listo, encantador y buena gente. Jane era distinguida, cortés y extremadamente guapa; tras su púdica fachada, hervía una personalidad fuerte, que la igualaba con su afamado novio.

George Harrison llegó más tarde con su novia, Pattie Boyd. Pattie enseguida se mostró abierta y amistosa. Tenía un rostro de ensueño, avivado por el deseo evidente de gustar. Karen se había venido conmigo, y por primera vez me sentí parte de la nueva élite musical londinense. Curiosamente, Karen parecía sentirse más cómoda que yo.

Volví a ver a Paul en el Bag O’Nails, del Soho, donde Jimi Hendrix protagonizaba su festivo regreso. Mick Jagger se pasó un rato y se fue, abandonando inopinadamente a su novia del momento, Marianne Faithfull. Después de su alucinante interpretación, Jimi se acercó sigilosamente a Marianne y, viéndolos bailar más tarde, estaba claro que la estrella del chamán relucía en los ojos de Marianne. Cuando Mick volvió para llevársela en coche, debió de preguntarse de qué iba aquella risueña complicidad. Jimi alivió la tensión tomando la mano de Marianne para besarla, y excusándose para encaminarse hacia donde estábamos Paul y yo. Mal Evans, el adorable asistente y road manager de los Beatles, se volvió hacia mí suspirando enfática e irónicamente: «A eso se le llama intercambiar tarjetas, Pete».

Los Who tuvimos varios road managers de Liverpool en aquella época, que parecían obrar con la convicción de que entre Londres y su ciudad natal se abría un abismo moral. Uno de ellos se llevó cinco o seis de mis Rickenbackers rotas para que las reparara su padre, y jamás volví a verlas. Otro desarrolló un afán compulsivo por robar mobiliario de hotel, y llegó a vaciar una habitación entera cuando la banda seguía en el escenario, tocando a la vuelta de la esquina. Se llevó hasta armarios y la cama, que pasaron a engrosar nuestra cuenta. Cuando se les llamó la atención sobre aquellos robos, reaccionaron como si estuviéramos sacando las cosas de madre.

Por el contrario, Neville Chesters, nuestro primer road manager oficial, era un tipo excelente y trabajador. Los Who no éramos una cuadrilla fácil de complacer, y el destrozo de material le obligaba a dedicar parte de su tiempo libre a ocuparse de las reparaciones. Cuando se asoció con Robert Stigwood y se le empezó a ver con trajes elegantes, nos temimos que Stiggy le hubiera hecho una oferta que no pudo rechazar. En cualquier caso, lo perdimos como road manager.

Entonces encontramos al increíble Bob Pridden, que sigue siendo nuestro ingeniero de sonido. Su primera actuación importante debería de haber sido en Monterrey, pero por algún motivo Kit y Chris pensaron que debíamos llevarnos a Neville, para que hiciera su último bolo con nosotros. No lo he visto desde entonces, pero jugó un papel muy importante en nuestros primeros compases, y debería recibir copiosos royalties por todo lo que hizo.

Quizá así salga de nuevo a la luz.

Los Who nos fuimos a Estados Unidos el 13 de junio, el día después del cumpleaños de Karen, para tocar en Ann Arbor, Michigan, nuestro primer concierto fuera de Nueva York. Luego nos trasladamos al auditorio Fillmore de Bill Graham, donde debíamos dar cuatro conciertos en dos días. Cannonball Adderley estaba también en el cartel con su hermano Nat, y por fin les pude expresar mi adoración por «Tengo Tango».

Bill Graham nos dijo taxativamente que debíamos tocar dos tandas de una hora sin repetirnos. Raramente habíamos tocado más de cincuenta minutos, y buena parte de ese tiempo lo copaba el aullido de mi guitarra. De pronto, empecé a pillar el sentido de los solos interminables de Eric. Ensayamos y nos agenciamos material nuevo, y la verdad es que la solicitud del público del Fillmore, más la calidad del sistema PA [Public Adress, sistema de megafonía], compensaron con creces el trabajo extra. Por primera vez sentimos que estábamos interpretando música de verdad.

La atmósfera en Haight-Ashbury (San Francisco) era de paz y amor, con las calles atestadas de jóvenes «viajando». Había que vigilar con los numerosos veteranos del Vietnam, atraídos por la promesa de sexo fácil. A menudo estaban gravemente castigados por la guerra y, a pesar de consumir drogas de efecto presuntamente apacible, podían mostrarse muy agresivos. Una vez, un hombre agarró el brazo de Karen al vuelo, sin soltarla, la miraba como si fuera una aparición de la Virgen. Acabé golpeándole el brazo para desasirlo; por un instante, su expresión se endureció, luego se distendió en una sonrisa y se fue.

El 18 de junio de 1967, en el Festival de Monterrey, Jimi y yo topamos en el campo de batalla. Se trataba de ver quién iba a salir primero, pero no exactamente por las razones que uno presumiría. Cuando Derek Taylor, el antiguo publicista de los Beatles que estaba trabajando para el festival, me dijo que yo saldría justo después de Jimi, dos pensamientos cruzaron por mi cabeza. El primero fue que no sería justo que nosotros fuéramos antes, visto que, musicalmente, Jimi había superado a los Who. Ya por entonces era mucho más sólido artísticamente de lo que yo sentía que llegaríamos a ser nosotros.

A su vez, me preocupaba que Jimi saliera, le arreara a la guitarra, le pegara fuego o sacara cualquier proeza de la chistera, con lo que nuestro grupo, al salir luego, se antojara patético. Ni siquiera llevábamos con nosotros las torres Marshall ni los amplificadores «Sound City», ya que los mánagers nos habían convencido para viajar ligero y barato. Jimi había importado su equipo, y yo sabía que su sonido iba a ser mucho mejor.

Derek Taylor sugirió que yo le hablara a Jimi. Lo intenté, pero ya iba colocado. Ni se planteaba seriamente la cuestión de la prioridad e iba trasteando la guitarra. Aunque no recuerdo haberme enojado y nunca le habría faltado al respeto, sí que debí insistir para que me prestara atención. En aquel momento intervino John Philips de los Mamas and the Papas, viendo que nuestra actitud no revelaba «paz y amor». Sugirió que lanzáramos una moneda, y quien perdiera saldría más tarde. Perdió Jimi.

Tras ser presentados por Eric Burdon, los Who atacamos a todo volumen, ofrecimos una actuación burda y acabamos destrozando el equipo. Los técnicos de sonido trataron de intervenir en la conclusión, lo que sólo añadió más confusión. La multitud aclamó, pero muchos parecían desconcertados. Aparentemente, Ravi Shankar se enfadó al verme romper la guitarra. Yo me escabullí para plantarme en primera fila a presenciar el bolo de Jimi.

Resultó extraño ver a Jimi en un ambiente de gran festival después de haberlo visto actuar en pequeños clubes londinenses. Muchos de los recursos escénicos de Jimi eran difíciles de captar desde donde estaba yo. En aquel espacio inmenso el sonido de Jimi no era tan espléndido y empecé a pensar que quizá los Who no salieran tan mal parados. Ya luego, blandió la guitarra y empezó a soltarse: Jimi el mago hacía su aparición. Lo fantástico de Jimi es que, más allá del material que pudiera machacar, nunca se le veía rabioso; sonreía beatíficamente, y todo aparentaba estar bien.

El gentío, aplacado por nuestras gamberradas, respondió ahora efusivamente. Cuando Jimi le pegó fuego a la guitarra, Mama Cass, sentada junto a mí, se volvió y dijo, «Vaya, destrozar guitarras es lo vuestro».

Sobre el griterío reinante, le chillé: «Lo era. Ahora ya es cosa de Jimi». Y lo pensaba en serio.

Cuando Karen, Keith Altham (nuestro publicista) y yo nos encontramos en el aeropuerto de San Francisco para volver a casa, me enteré de que Keith también había estado trabajando con Jimi, quien presuntamente ya le pagaba sus honorarios. Le dejé claro a Keith que nos la había jugado al ocultarnos que en Monterrey iba a dedicarse tanto a los Who como a Jimi. Él negó cualquier infracción, y lo sigue negando hoy.

Jimi se enteró de aquella fricción en el aeropuerto y empezó a mirarme despechado. Me acerqué a él y le conté que aquello no era nada personal. Se limitó a volver la cabeza; parecía muy colocado. Con ganas de mantener la paz, le comenté que había presenciado su actuación y que me había encantado, y añadí que al llegar a casa me gustaría quedarme con un trozo de la guitarra rota: «¿Cómo? ¿Y quieres que te lo firme?».

Karen me sacó de allí, temiendo que explotara, pero la verdad es que me quedé simplemente pasmado. Contrariamente a lo que me habían dicho, aquel intercambio de turnos previo al concierto debió de importunar a Jimi tanto como a mí.

Mientras Karen y yo embarcábamos en el avión, Keith, Roger y John no parecían haberse inmutado por el roce entre Jimi y yo. Nos instalamos en nuestros asientos de primera, que por entonces se disponían unos frente a otros con una mesita de por medio. Keith y John sacaron unas gruesas píldoras de color púrpura que nos había regalado Owsley Stanley, el primer químico underground que producía LSD a gran escala. Keith se tragó una. Aquellas píldoras, conocidas como «Purple Owsleys», habían sido profusamente consumidas durante el festival.

Al despegar el avión, Karen y yo nos tomamos una a medias. En una hora mi vida se volvió del revés.