Substitoot

En primavera de 1966, cuando salió la portada del Observer sobre los Who, yo me había vuelto desconfiado con la prensa. Deprimido y paranoico, había admitido despreocupadamente en la televisión nacional que consumía drogas, aunque a nadie pareció importarle. El mismo artículo del Observer le daba cera a Kit y a Chris, pero el resto aparecíamos como unos fanfarrones, despilfarradores, dandis y bordes. Durante al menos una semana después de su publicación, perdí todo interés en el éxito de los Who. Puede parecer infantil, pero los vaivenes de mi ego —de la gloria artística al amor propio por los suelos— sufrieron una auténtica sacudida cuando llegó a mis manos la crónica del Observer.

Apalabré un piso nuevo en Old Church Street, Chelsea, en el ático de un edificio anexo al estudio de grabación Sound Techniques, pensando que el ajetreo nocturno del estudio sería una cobertura perfecta para mis propias actividades domésticas de grabación. El Támesis quedaba a unos cien metros, y solía pasear hasta allí para contemplar el río gris y revuelto. A menudo conducía para acercarme al club St. James, donde me sentaba en una mesa ante un whisky con cola, rodeado por personajes como Brian Jones y los Walker Brothers. Aquello no iba conmigo, pero me complacía tomar algo entre gente a la que conocía. Brian y yo vimos allí uno de los primeros conciertos londinenses de Stevie Wonder. Transportado por la música, nuestro fervor y su propia adrenalina, Stevie andaba tan alterado que se cayó del escenario.

Una noche, de vuelta a Chelsea, monté en el coche a una panda de juerguistas, y en una exhibición de velocidad bajo la lluvia pegué un grácil patinazo hasta estrellarme contra Hyde Park Corner, donde se me partió el eje delantero. La fiesta prosiguió en taxi hasta mi piso, donde toqué el himno nacional a las cinco de la madrugada. La amenaza de desahucio acechaba de nuevo.

«Substitute» empezó como un homenaje a Smokey Robinson a partir del «19th Nervous Breakdown» de los Rolling. («Substitoot» se había convertido en la acepción total, en boga, desde que Smokey la empleara en su obra maestra «Tracks of My Tears»). Dispuse mis dos grabadoras, ya en estéreo, en el piso nuevo, y me senté a escribir. En mi propia voz oía el conflicto de un joven que desempeña incómodamente su papel, refundiendo música negra de R&B, exhibiéndose con ropa llamativa y mostrándose libre y desenfrenado cuando en realidad seguía necesitando los cuidados de su madre.

Keith y John habían forjado una alianza drogata con un carismático y ajado químico-a-la-par-que-camello parisino. En varias actuaciones en marzo habían aparecido con ojos enrojecidos y brillantes. Roger y yo estábamos fuera de su órbita decadente y éramos también ajenos a una conspiración: resultó que Keith y John estaban flirteando con la idea de dejar a los Who y ponerse a escribir sus propias canciones, con música de inspiración más surfera y una vida más festiva. Formar parte de los Who en 1966 era incómodo, insatisfactorio y —con Kit y Chris enzarzados en pleitos con la discográfica— no particularmente rentable para los otros tres miembros de la banda: hasta cierto punto, yo estaba protegido gracias a los royalties que recibía como compositor. (La sociedad de autores sólo pagaba regalías a los compositores).

El 1 de abril con mi primer cheque intercambié el Lincoln Mark II de 1956 por el más reciente Lincoln Continental descapotable modelo 1963, me compré una lancha de veintiocho pies, que amarré en el Támesis, en Cheswick, cerca de donde había oído música celestial por primera vez en mi infancia. En una de las primeras salidas en el bote nos llevamos a Mike Shaw con su silla de ruedas para una excursión fluvial.

Antes de que el caso Talmy llegara a los tribunales, Kit y Chris trasladaron sus oficinas a un espacio que les facilitó Robert Stigwood («Stiggy»), uno de los primeros productores independientes del país. Allí crearon su nueva productora, New Ikon, como un paso más hacia la constitución de su propio sello discográfico. Yo me sentía parte del nuevo proyecto, y le dediqué mucho tiempo a diseñar un logo que fuera potente.

«Substitute» fue el primer single de los Who que no produjo Shel Talmy, y me eligieron a mí para ocuparme. Kit y Chris recurrieron al sello Reaction de Stigwood para lanzarlo el 4 de marzo. El disco entró enseguida en las listas. Shel respondió presentando una demanda contra el distribuidor de Stigwood, Polydor, y aportó una declaración jurada donde aducía su derecho a arrogarse la mayoría de los royalties por haber contribuido significativamente en la orientación musical. Yo había trabajado a partir de mi propia maqueta, al igual que Shel, y en mi propia declaración jurada reclamaba que el tribunal comparara mis maquetas con las de Shel para ver que yo había realizado todo el trabajo creativo, antes de que él escuchara las canciones.

En uno de los muchos viajes de los Who empecé a imaginar que mi espléndida novia Karen me la estaba pegando. Keith había pasado por un episodio más curioso en sus primeros tiempos con su mujer, Kim, una modelo profesional que en una ocasión había sido perseguida por Rod Stewart hasta su hogar en Bournemouth. Esos pensamientos paranoides y desquiciados espolearon la composición de «I Can See for Miles», una de mis mejores canciones de la época. El primer borrador lo garabateé en el dorso de mi declaración jurada para el caso entre Talmy y Polydor. Quizá derive de ahí el tono de inquisición legal que caracteriza esta canción acerca de la locura celosa de un cornudo.

El caso Talmy llegó a los tribunales, y Kit y Chris perdieron. Mis maquetas no fueron aceptadas como prueba, y el contrato de Shel siguió vigente, con lo que seguíamos atados a él y a los exiguos royalties que nos pagaba. Recurrí a Andrew Oldham para que me aconsejara, y éste me llevó a dar una vuelta por Park Lane en su soberbio Rolls-Royce con chófer al volante. Según él, su amigo Allen Klein quizá podría ejercer presión para librarnos de la tenaza de Shel, pero para conseguirlo tal vez debiéramos romper con Kit y Chris. Klein todavía no estaba implicado con los Beatles, pero era el agente de los Stones en EE. UU., así como el mánager del gran Sam Cooke.

Allen Klein me mandó un billete de primera clase a Nueva York, y en junio volé para un encuentro secreto con él. Klein vino a recogerme en su Lincoln Continental, igualito al que me acababa de comprar. Me dejó claro que la única manera que tenía de escapar de las garras de Talmy pasaba por repudiar mi contrato con Kit y Chris. Si le daba permiso, él iniciaría los trámites para que él y Andrew Oldham —todavía mánager de los Stones— pasaran a encargarse de los Who. En el avión de vuelta dormí mal. Debo admitir que estaba considerando seriamente la posibilidad de recomendar al grupo que echáramos a nuestros mánagers. Dejando de lado la amistad, el acuerdo que nos ataba a Talmy había sido una operación criminal.

Guy Stevens, el pinchadiscos del Soho Scene Club que había ayudado a Peter Meaden a lanzar los singles que éste escribió para nosotros, se había convertido en productor discográfico. Le había llegado el rumor de que los Who iban a comprometerse con Allen Klein, de modo que se vino una tarde con su jefe, Chris Blackwell, para rogarme que les dejara a ellos tomar el relevo. Parecían preocupados de verdad. Klein tenía fama de ser alguien que asumía el control absoluto de cualquier producción que tuviera entre manos: en otras palabras, era un productor musical como la mayoría, de modo que tampoco me parecía un drama.

Mientras me contaban por qué debía evitar cualquier tipo de implicación con Klein, sonó el timbre. Era Kit, consternado, tras haber sabido también de mi vuelo a Nueva York. Guy y su jefe se escondieron en mi estudio durante media hora, mientras Kit me atosigaba por los problemas a los que nos enfrentábamos todos y me pedía que le diera la oportunidad de arreglar las cosas. Como guinda al pastel, fui desahuciado del encantador ático en Chelsea por exceso de ruido. Furioso conmigo mismo, me fui a vivir con mis padres hasta que encontrara otra casa.

Un agente inmobiliario encargado de buscarme un sitio donde vivir sin vecinos, me encontró un estudio de montaje en la planta superior de una casa en la esquina de Wardour Street con Brewer Street, en el Soho. Era una estancia hermosa y alegre con ventanas de media luna. Un carpintero me instaló una cama y algunos anaqueles para mis grabadoras y aparejos de pinchadiscos, y el piso pasó a ser mi estudio de grabación y nightclub personal, aunque raramente me quedaba a dormir.

Por un tiempo, Karen compartió piso con una amiga en Pimlico, luego su padre le compró un sótano en Ecclestone Square, cerca de Belgravia. Solía pasar mucho tiempo allí, y cuando discutíamos me iba al Soho o a trabajar. Las noches del Soho eran sórdidas y violentas, pero si vivías allí podías moverte sin llamar la atención.

Junto a mi casa estaba Isows, un restaurante kosher pijo cuyo propietario a veces me dejaba desayunar a las cuatro de la tarde, domingos incluidos. En un par de ocasiones traté de integrarme en la panda del Colony Club donde bebían los borrachones del artisteo más militante, y donde podía ver al genio Francis Bacon conversando animadamente con el diarista del Daily Mirror Daniel Farson, en Wardour Street. Los dos eran tipos enrollados, pero la mujer que trabajaba en la barra era una zafia que se metía conmigo, creyéndome un chapero por mis ceñidos pantalones de mod y mi camisa rosa.

En una ocasión, en el piso, estábamos varios fumando hierba y escuchando discos a un volumen ensordecedor cuando, al levantar la vista, nos encontramos a un poli plantado allí. Pensé que nos trincaban, pero sólo andaba buscando a un ladrón que había trepado por el tejado. El imperio de la ley era algo laxo en el Soho, y eso me encantaba.

El estudio era lo bastante grande para que pudiera tocar la batería. También aprendí a tocar el teclado con un rudimentario piano eléctrico Hohner Cymbelet que le había comprado a Jim Marshall. Me empeñé con denuedo en componer piezas orquestales y grabé una composición instrumental a la que llamé «M». Basándome en un segmento con guitarra de doce cuerdas que improvisé de corrido, el tema duraba siete minutos, con altibajos de matices dinámicos reforzados con sobregrabaciones de percusión y una guitarra adicional. Estaba enormemente orgulloso de esta grabación, que destaca como una de las muestras más conseguidas de mi capacidad para improvisar como guitarrista y compositor.

Entretanto, Roger se estaba hundiendo bajo la presión del accidente de Mike y los litigios constantes por el consumo de drogas de Keith. Así, se perdió varios bolos, en los que tuve que substituirle. Hacia el mes de mayo pareció que había decidido abandonar definitivamente a los Who. Mi diario de entonces es vitriólico contra él y el resto del grupo, incluidos Kit y Chris. También me cebo conmigo, y me reto a profundizar en mi estudio de Charlie Parker, Coltrane y Purcell, y a progresar en mi estilo como guitarrista. Son escritos en que se me ve resuelto e infeliz.

El cisma en los Who, que ya había asomado cuando Roger le pegó a Keith en Suecia, iba enconándose. Una noche, Keith y John, junto con Jimmy Page, hicieron una sesión de grabación con Jeff Beck («Beck’s Bolero»), y se difundió el rumor de que planeaban fundar un grupo nuevo, bautizado como Led Zeppelin. Después de este episodio, el primer concierto de los Who fue un modesto bolo en Newbury. Keith y John llegaron muy tarde y muy borrachos. En aquellos días, Roger y yo cargábamos con los compromisos, tocando a menudo sin ellos. Una discusión se desmandó y, harto ya, le arrojé la guitarra a Keith. Trató de replicar con uno de sus bombos, pero se desplomó sobre la batería y se hizo un tajo en la pierna. Estábamos todos asqueados de todos.

Unos días después, olvidada ya la pelea, conducía por la autopista M1 a primera hora de la mañana cuando me topé con un accidente que se había producido diez minutos antes. No habían encendido las luces de alerta y en un instante fatal —confundiéndolo con un autoestopista— ignoré a un hombre que hacía señales con una linterna. Al pisar los frenos, se bloquearon y el coche pegó un patinazo; el tiempo pareció detenerse. El derrape concluyó con la cola del coche impactando contra un Jaguar boca abajo en el que había dos ancianos que esperaban a la ambulancia. Ya habían sufrido diversas heridas y el choque empeoró su maltrecha condición. Me sentí fatal por ellos, avergonzado por haber desarrollado aquella costumbre de pisar a fondo con las carreteras vacías. Me imputaron por conducción temeraria y me multaron onerosamente, pero no me retiraron el carné.

La batalla legal con Talmy se había perdido, pero sólo en el Reino Unido. Allen Klein deseaba tener otro encuentro conmigo, así que el 27 de junio de 1966 volé de nuevo a Nueva York, esta vez con nuestro abogado, Edward Oldman. El encuentro tuvo lugar en un yate alquilado que navegaba dando la vuelta a Manhattan mientras escuchábamos «Mandy» de Barry Mann y otras canciones de autores bajo el manto de Klein. Era la primera vez que iba en un yate de lujo, y no imaginaba que pudiera albergar aquellos soberbios camarotes en el piso inferior. La noche neoyorquina centelleaba de vida, y aunque recelara de Allen, reconozco que todo aquel aparato me cautivó.

Tuve otro atormentado vuelo nocturno de regreso, y pronto empezó a hacer mella en mí el cóctel de frustración y agotamiento. Tras aterrizar, me dirigí a un concierto en Sheffield, olvidando lo lejos que estaba. Cuando llegué a las diez de la noche, el resto de la banda se había hartado de esperar y se había ido a casa. Yo también me volví a casa. En ayunas e insomne, me dormí al volante y desperté boca abajo en una zanja, con gasolina goteando en mi cara y un agente de policía que preguntaba si estaba bien. Como recompensa por sacarme de la zanja le regalé la Rickenbacker de doce cuerdas al hombre de la grúa.

Mi viaje a Nueva York y el interés evidente de Allen Klein dejaba claro que algunos ejecutivos avispados pensaban que pronto íbamos a triunfar en América. Ted Oldman informó a Kit y Chris de que Klein pretendía quedarse con la banda, así que negociaron un acuerdo extrajudicial con Talmy. Éste ya no produciría a los Who: éramos libres para tratar con la discográfica que deseáramos. Esto mejoraba las cosas para todos los interesados. Los Who se quedaban con un pedazo mayor del pastel, y Shel se llevaría una comisión de todas las grabaciones futuras, así como de aquellas hechas durante el periodo de su contrato original, sin tener que trabajar ni financiar nuestras sesiones.

El trato permitía a Kit y a Chris mantener el control de la banda, pero por entonces no sabíamos nada del oneroso acuerdo que Kit tuvo que firmar con Shel. El verano se arrastró con nuestras payasadas escénicas que ya resultaban una parodia de autodestrucción bajo el humo y los flashes. El colofón, en el Festival de Jazz y Blues de Windsor, lo protagonizó Keith asomándose al escenario con un látigo y una actriz rubia en atuendo de cuero.

En agosto grabamos «I’m a Boy» y «Disguises», con Kit como productor. Nuestro nuevo acuerdo discográfico fue con Track Records, fundada por Kit y Chris con la promesa de adjudicarnos participaciones, así como los royalties debidos. Trabajar con Kit era una gozada; conseguía que nos divirtiéramos en las sesiones, y también nos sacaba un sonido más musical, aunque Roger y yo siguiéramos vinculados al sonido rudo y áspero que habíamos desarrollado en nuestros bolos en vivo.

Entretanto, yo me estaba obsesionando con una idea grandiosa: ¿podía componer una auténtica ópera?

Mientras se preparaba el lanzamiento de «I’m a Boy» como nuevo single de la banda, Karen y yo nos fuimos de vacaciones a Cesarea en Israel. Las minifaldas de Karen eran una novedad que llamaba vivamente la atención, sobre todo de los árabes, y me tuve que deshacer de unos cuantos. En una ocasión pedí ayuda a unos transeúntes judíos, vestidos con ropa occidental, que intercedieron y me regañaron luego: «¿Cómo permite un joven judío que una chica guapa se vista tan provocativamente?».

Cuando volví a casa, empecé a preguntar a la gente qué estaba sucediendo en Israel. Uno de mis asesores legales, interesado en política internacional, me contó de la tensión creciente entre Israel y Egipto, así como de la emergente amenaza comunista china, un país cuya población crecía a tal velocidad, dijo, que pronto iba a dominar todo el planeta. Todo ello encendió la mecha de mi primera ópera, que titularía Rael, cuya trama se centraba en la invasión china de Israel. A lo largo del año siguiente desarrollé la historia y pensé en elaborarla como una gran composición operística, independiente de mi trabajo con los Who. Alquilé un piano vertical en Harrods y lo instalé en el dormitorio de Karen de su piso en Pimlico. Allí escribí las primeras orquestaciones para Rael, sirviéndome de un libro, Orchestration de Walter Piston, que sigo consultando hoy día.

Tras un verano de delirio profesional, con nuestra primera aparición en el querido Palace Ballroom de mi infancia, en la isla de Man, completé y reuní las maquetas de varias pistas con que dar salida al segundo álbum de los Who, que todavía no tenía título. Me compré un chelo que toqué en «Happy Jack», una canción sin sentido sobre un tonto de pueblo de la isla de Man. Es la canción de los Who favorita de Paul McCartney; lo que resulta revelador porque se inspiró parcialmente en «Eleanor Rigby», que a mí me parecía una pequeña obra maestra.

Happy Jack wasn’t old but he was a man

He lived in the sand at the Isle of Man

The kids all would sing he would take the wrong key

So they rode on his head on their furry donkey

But they never stopped Jack, nor the waters’ lapping

And they couldn’t distract him from the seagulls flapping

[El bueno de Jack no era viejo, sólo un tipo/ que vivía en la playa en la isla de Man./ Los chavales cantaban que se equivocaba de llave/ y montaban en burro por encima de él,/ pero no pudieron con Jack, ni con el chapoteo del mar/ o el aleteo de gaviotas que distraían a Jack.]

Esa era la letra original, levemente alterada en la versión de los Who. El relato aspiraba a una cierta atmósfera kafkiana.

Kit y Chris lograron un acuerdo para obtener anticipos de edición para New Action, su nueva agencia musical. Me dijeron que el anticipo dependía de que John, Keith y Roger contribuyeran cada uno con al menos dos canciones por álbum. Yo secundé el plan, ya que mis ganancias como compositor de los éxitos del grupo me habían protegido hasta ahora, y me alegraba poder ayudar. Estoy casi convencido de que los miembros del grupo nunca recibieron su parte; se la debieron de tragar las deudas inmensas que habíamos acumulado por entonces.

Le expliqué mi método de trabajo para hacer las maquetas a John Entwistle, que se compró un equipo como el mío y grabó su primera canción, «Whiskey Man», en el diminuto dormitorio de casa de sus padres en Acton, donde seguía estando su campamento base. Una semana después, John añadió «Boris the Spider» a su lista. Me encantaban las dos canciones. En mi estudio del Soho, ayudé a Roger con su tema «See My Way», una pieza en la onda de Buddy Holly con la que resultaba fácil trabajar. Pero Roger no fue más allá de esta canción, aunque más tarde compuso otra más para los Who, y luego escribiría un buen número para su carrera en solitario.

John ayudó a Keith para apañar la letra de su canción «I Need You», cuya inspiración provenía de un concierto de los Beatles en el club Ad Lib de Londres, y yo grabé la maqueta con él en el Soho. Dar con la melodía fue una pesadilla, dadas las carencias de Keith como cantante. Su segunda canción, que se limitó a silbarnos, era el plagio de una banda sonora que resonaba en su cabeza. Todos sabíamos que la habíamos oído antes en alguna parte, pero no conseguíamos identificarla (resultó ser «Eastern Journey» de Tony Crombie). Se acabó convirtiendo en «Cobwebs and Strange», una melodía estrafalaria de charanga que fue muy divertido grabar porque mientras procedíamos íbamos marcando el paso por el estudio. John tocaba la trompeta, yo el banjo, Keith un gran bombo y Roger el trombón; muy bien, por cierto. Sobrepusimos nuestros instrumentos a la pista que registraba el desfile, añadí unas flautas irlandesas, y con los platillos de Keith la cosa sonaba como un número de circo.

Me disuadieron de entregar más material para el segundo álbum de los Who a fin de no alterar el equilibrio debido en el nuevo acuerdo de edición de New Action, de modo que ninguno de nuestros recientes singles de éxito apareció en el disco. En el ajetreo de última hora para rellenar aquel hueco añadimos «Heatwave», un tema Motown que solíamos tocar en vivo, pero todavía sobraba un espacio de diez minutos. Kit vino a verme al estudio del Soho y le toqué algunas piezas en las que andaba trabajando, canciones sobre conejos, gente gorda y Gratis Amatis, la ópera dedicada a Kit y a nuestro querido amigo el compositor Lionel Bart. Kit preguntó si podría ensamblar un tema más serio de ópera pop con diversos segmentos, basándome quizá en «Happy Jack». Si lo conseguía, podría rellenar el hueco de una tacada, y el disco estaría listo para salir enseguida.

Rápido, rápido, rápido. «Una rápida» pasó a ser nuestro lema y el título del nuevo álbum. Garabateé algunas palabras y me salió «A Quick One, While He’s Away», que pasó a conocerse como la «mini-ópera». Es un tema lleno de pensamientos sombríos de mi infancia con Denny.

Dado que buena parte de toda esta música parecía emerger como un apremio del subconsciente, me veía expuesto a interpretarla como lo haría cualquier otra persona. La música empieza con una fanfarria; «dang, dang, dang, dang». Dice que alguien «se fue durante casi un año». Esto podría vincularse a la negligencia de mis padres, a ninguno de los cuales veía muy a menudo durante mi estancia con Denny. Como resultado, «tu llanto es un sonido bien familiar». Se trata de mi llanto con cinco y seis años, cuando lloraba noche tras noche por mis padres, por mis amigos, por mi ansia de liberarme de Denny.

Luego, la promesa de un remedio. Te devolveremos a tu amor perdido, «con alas de águila podrá volar hasta ti». En aquel extremo de mi vida personal, Rosie Bradley ya había notado mi sufrimiento y prometió discretamente que llamaría a papá para contarle la locura de Denny; él vendría y me rescataría. De pronto, la letra se ensombrece: «Niña, ¿por qué no dejas de llorar? Voy a hacer que te sientas bien». Aún hoy me resulta sobrecogedor: la amenaza latente de abuso a menos que la criatura coopere. Pero ¿por qué «niña»? Cuando vivía con Denny, en mi cabeza siempre estaba acompañado: mi imaginaria alma gemela era una niña que sufría las mismas privaciones que yo.

Ivor el maquinista podía muy bien representar al pedófilo: «lo arreglaremos, quizá en mi casa», y «mejor pórtate bien con el viejo maquinista». Denny solía traerse a hombres de la cochera de autobuses y de la estación de tren que estaban ante la casa, y yo sigo teniendo pesadillas en las que se abre la puerta de mi dormitorio en mitad de la noche y aparecen un hombre y una mujer en las sombras, que me observan, y un tenue aroma libidinoso flota en el aire.

Al final, resuena la gran orquesta: «chelo, chelo, chelo, chelo»; una fiesta por todo lo alto. Mi salvador ha llegado. De hecho, mi renuente salvador era mamá, con su amante y, a remolque, Jimpy como pacificador. Papá esperaba en casa para ver si mamá cedía, echaba a su amante y lo recuperaba a él, o se le enfrentaba por mi custodia. Mientras se eleva el son de los chelos, el protagonista de la ópera proclama: «Me engañan los ojos, ¿estoy de nuevo en tus brazos?». Me sentía como si me hubieran rescatado del infierno.

Luego se da una aclaración: «Te eché de menos, y debo admitir que besé a unos cuantos…». (Una referencia probable a la aventura de mamá).

La frase más perturbadora: «Me senté una vez en la falda de Ivor el maquinista, y luego me eché una siesta con él». Entonces, de improviso, todo el mundo es perdonado, no una vez, sino miles, una y otra vez, como si no hubiera perdón suficiente en una sola mención. Cuando cantaba esta parte en el escenario, me ponía furioso a menudo, vapuleaba mi guitarra con saña, perdonando frenéticamente a mi madre, a su amante, a mi abuela, a sus amantes, y sobre todo a mí mismo.

Durante una de las sesiones de octubre para A Quick One, conocí a Jimi Hendrix, que llevaba una desastrada chaqueta militar con botones de latón y charreteras rojas. Chas Chandler, su mánager, me pidió que ayudara a aquel joven tímido a encontrar unos amplificadores apropiados. Le sugerí unos Marshall o unos Hiwatt (a los que entonces llamaban «Sound City»), y le conté las diferencias entre ambos, que no eran muchas. Jimi compró ambas marcas; yo me reproché a mí mismo haber recomendado unas armas tan poderosas. Cuando lo conocí no tenía idea de su talento, e ignoraba su carisma sobre el escenario. Naturalmente, estoy orgulloso de haber aportado mi grano de arena en la carrera de Jimi. Kit y Chris no dejaron que se le escapara a Track Records, y fue su primer nuevo fichaje.

Aparte de «A Quick One While He’s Away», escribí una canción para el álbum A Quick One, «Join My Gang», que ni siquiera entregué, tras haber superado mi cuota. En su lugar, se la regalé a Paul Nicholas, un cantante de Reaction Records al que entonces se conocía como Oscar y cuyo mánager era Robert Stigwood («Stiggy»). Es una canción ingeniosa y me supo mal que no fuera un éxito. David Bowie, desconocido aún, me paró en la calle por Victoria Station y me dijo que le gustaba, y eso fue antes de que hubiera salido: había escuchado la maqueta en nuestra agencia.

En octubre y noviembre, los Who salieron de gira europea: Gran Bretaña, Suecia, Dinamarca, Francia y Alemania. Recuerdo Berlín aún medio demolida por la guerra bajo una atmósfera perturbadora. Fue justamente en el Hilton de Berlín donde Keith empezó también a destrozar sus habitaciones de hotel. Echaba tanto de menos a Kim, y su paranoia celosa era de tal calibre, que cada noche después del concierto tenía que perder la cabeza para poder dormir; rebosaba una rabia feroz y parecía siempre a punto de estallar.

Después de un programa de televisión en Amsterdam, salimos del estudio de televisión para encaminarnos al coche que nos llevaría al hotel, cuando un joven de aspecto duro me vio y me preguntó si me iría a tomar algo con él. Incluso Keith se quedó atónito y preocupado, gritando que no fuera, pero me marché con el tipo. No llevaba dinero, ni sabía dónde tocábamos al día siguiente en La Haya, ignoraba quién era el hombre y qué intenciones llevaba.

Su primera pregunta fue, «¿te gusta el jazz?». Nos sentamos a escuchar su impresionante discoteca de jazz y me emborraché enseguida. Pasado un rato, la noche quedó envuelta en una bruma. Me mostró un dormitorio junto a la sala donde nos habíamos sentado, y me dormí. Me levanté a la mañana siguiente con un policía ante mí, preguntando quién era yo. La mujer propietaria del piso desconocía quién había sido mi anfitrión. Después de que me permitieran marcharme, encontré la estación, salté una valla y me monté en un tren. Iba lleno de jóvenes reclutas que me ignoraron, vestido como iba de blanco brillante, el rostro embadurnado aún de maquillaje y lápiz de ojos, resacoso y algo asustado.