I can’t explain

Roger consideraba que «I Can’t Explain» era «pop comercial, blando», y afirmó que nunca volvería a grabar algo tan anodino. Quería que nuestro trabajo de estudio reflejara la fuerza de nuestra selección de canciones de R&B. Aunque la vehemencia de Roger me hirió un poco, estaba de acuerdo con él. Nuestras actuaciones eran cada vez más crudas, y eso era lo que necesitábamos grabar en vinilo.

La película que Kit y Chris habían hecho en el Railway Hotel se presentó ante una sala abarrotada. Luego, los Who tocamos en el programa de la BBC Beat Room y, mejor aún, en Ready, Steady, Go! Esta sesión fue especial porque Kit se había hecho amigo de la productora, Vicky Wickham, quien accedió a que cierto número de nuestros fans del Marquee —los llamados «100 Faces»— coparan el estudio. Al salir nosotros, se desmadraron agitando coloridas bufandas universitarias, la tendencia mod de la semana.

Después de cantar «I Can’t Explain» en Top of the Pops, la canción se encaramó al Top 10 de las listas y todas las emisoras piratas de radio emitían el tema. Resultaba flipante conducir por mi barrio escuchando la primera canción que había escrito para los Who e imaginando las ondas radiofónicas emitiendo desde barcos fondeados. Mientras conducía escuchándome en la radio, sentí que mis ideas de la escuela de arte empezaban a marchitarse. Cuando la banda empezó, podía consolarme con la idea de que no duraríamos mucho, y aducir en nuestra caída que mi plan autodestructivo había funcionado. Ahora me veía puesto a prueba. ¿Necesitaba de verdad mostrarme tan severo y solemne? Quizá no estaba tan mal ser una estrella musical. Quizá no era necesario volarlo todo en pedazos en nombre del arte. Y en todo caso, lo que hacía, ¿no era auténticamente creativo?

El viernes 12 de marzo los Who regresaron triunfalmente al Goldhawk, nuestro hogar musical lejos de casa. Para Roger y para mí aquello tenía un significado especial porque habíamos sido miembros preadolescentes del Sulgrave Boys Club, que estaba calle abajo. Muchos de los antiguos miembros —ya adolescentes— asistieron al Goldhawk para exhibir sus nuevos trapos mod, beber cerveza, tomarse unas anfetas, pelearse y ligar con las chicas. Tocamos «I Can’t Explain» una y otra vez, la multitud se puso como loca.

Pasado el concierto, unos cuantos pidieron pasar entre bastidores para hablar conmigo. Encabezados por un irlandés larguirucho llamado Jack Lyons, se plantaron allí y me contaron que les gustaba mucho la canción. Les di las gracias, y pregunté qué les gustaba particularmente. Jack tartamudeó que no podía explicarlo en palabras. Traté de ayudar: la canción trata de la dificultad de dar con las palabras.

—¡Eso es! —gritó Jack; el resto asintió.

Sin mi formación artística dudo que aquel momento me afectara del modo en que lo hizo. Pero cambió mi vida. En la escuela, especialmente en el último periodo de diseño gráfico, me habían «programado» para que me buscara un proveedor, para que me ciñera a un discurso, para encontrar alguien que pagara por mis excesos y experimentos artísticos. Mis nuevos proveedores estaban ante mí.

El discurso era simple: necesitamos explicar lo que no podemos explicar; necesitamos decir lo que somos incapaces de decir. No es que aquella noche me transportara a casa en una nube, pero me sentí vindicado. Seguía enchufado a la idea de fama y notoriedad, no en vano salíamos en radio y televisión y había compuesto un éxito musical, pero ahora sabía que los Who tenían una misión más importante que la de ser ricos y famosos.

Y —por pretencioso que pueda sonar hoy— sabía con absoluta certeza que, al cabo, lo que estábamos haciendo iba a ser arte.

Anya y yo volvimos a tener relaciones una o dos veces, cuando Kit no estaba y yo no trabajaba. La adoraba, era ingeniosa y mordaz; fue la primera persona a la que oí emplear el término «perra» para referirse a un hombre. Pero nunca hablábamos muy en serio ni salíamos a cenar; si lo hubiéramos hecho quizá me habría sentido menos como su juguete sexual. Kit acabó interviniendo ante lo que consideraba vampirismo sexual por parte de Anya, y a modo de penitencia le encargó que me encontrara un piso cerca del suyo para poder asegurarse de que lo mantenía limpio. En abril, encontró un ático en una casa georgiana en Chesham Place, Belgravia. El alquiler era de doce libras a la semana, que me podía permitir sin problemas.

Era la primera casa donde vivía solo: puse moqueta, la amueblé con sencillez, la mantenía limpia y ordenada y destiné una de las habitaciones a estudio de grabación. Fue uno de los periodos más ajetreados de mi vida. Cuando me sentía aislado entre los diplomáticos y aristócratas de Belgravia, aquella soledad pasaba a ser el motor de mi afán creativo. Trabajaba sobre todo de noche, cuando podía poner los discos a todo volumen con mis dos pantallas recompuestas de bafles de cuatro por doce, bajas de guerra de mis destrozos escénicos. Los otros apartamentos del edificio estaban vacíos, y el edificio anexo a mi estudio se estaba reconstruyendo como nueva embajada de Lesotho. Por primera vez en mi vida tenía entera libertad para hacer música.

Kit venía a menudo para escuchar las maquetas que grababa, y se convirtió en un auténtico mentor para mi tarea de composición. Siempre seguía un mismo sistema: se fumaba varios cigarrillos sin filtro y paseaba arriba y abajo, escuchando y echando humo. Si había escrito varias canciones, las escuchaba todas antes de soltar ningún comentario, y luego escogía su preferida. Era incisivo, y astuto: nunca decía que algo de lo que hiciera estuviera mal, o pudiera ser mejor, o que sería mejor una vez lo acabara. Aunque una canción no le gustara, encontraba algo bueno que decir de ella.

Así pues, Kit era un experto en arrullar debidamente al artista que había en mí. Se mostraba muy amable, y yo me sentía halagado por nuestra alianza creativa, por aquella sensación de que estuviera invirtiendo en mí. Me trataba como a un compositor serio. Cuando se reía, siempre era por una broma que pudiéramos compartir.

Roger vendió nuestra furgoneta y compró un pequeño camión para transportar el equipo. Siempre quiso conducir uno. Era más bien como una camioneta de mudanzas, sin ventanas ni asientos en la trasera, salvo una banqueta sin atornillar. Era demasiado grande y, de camino, todo el equipo iba pegando bandazos y sacudiéndonos a Keith, John, Mike y a mí, que tratábamos de contener el vómito. También era muy lento, como máximo alcanzaba los noventa por hora en la autopista, de modo que tardábamos unas diez horas en llegar a Blackpool. Como Roger instalaba a su novia en el asiento del copiloto, nosotros íbamos atrás, a oscuras: no quería que le agobiáramos cuando recorría largas distancias. Y como era un pasajero inquieto, raramente permitía que condujera otro.

El 30 de julio, tocamos en el Fender Club de Kenton. Karen Astley, una amiga de la escuela del Ealing, se vino al bolo, e incluso el guaperas de Chris comentó lo atractiva que era: «muñeca» la llamó, un gran piropo por entonces. Se había traído a su mejor amiga, que le tenía ganas a John Entwistle. Me alegró hablar con alguien de la vieja pandilla, y luego salimos todos juntos a tomar algo. Una vez fuera del club, mientras esperábamos un taxi, Karen me echó los brazos al cuello y me besó.

La esencia de la canción «My Generation» ya aparecía de algún modo en la primera versión descartada de «I Can’t Explain», que sólo Barney había escuchado. Esa primera versión era una suerte de blues hablado. El título provenía de Generations, el volumen que reunía las obras de David Mercer, un dramaturgo cuyo trabajo me había impresionado en el Ealing. Mercer era socialista, como Arnold Wesker, tirando a marxista, y su defensa del antihéroe trabajador me brindó más tarde la manera de conectar con los fans del Londres Oeste.

Por entonces, Kit Lambert me prestó un disco que cambió mi vida como compositor. Era justamente el que había estado escuchando durante mi experimento de audición bajo los efectos del whisky: una grabación checa llamada Masters of the Baroque que incluía los principales movimientos del Gordian Knot Untied de Purcell, una suite de cámara barroca, cuya parte más hermosa era la chacona. La interpretación es apasionada, trágica y profundamente conmovedora. Me asombró el uso magistral, suntuoso, de las suspensiones, un clásico de la ornamentación barroca en el clavicémbalo que en manos de Purcell se dilataban en escalas musicales tortuosas y desgarradoras, especialmente en los tonos menores. Empecé a experimentar con aquello, y la primera vez que utilicé exitosamente las suspensiones, en «The Kids Are Allright», fue sobre todo para sugerir una atmósfera barroca.

Belgravia, el barrio rico donde las mujeres con abrigos de pieles pasaban ignorándome como si no existiera, no hacía más que manifestar del modo más aparente el abismo generacional que yo trataba de describir. Trabajé en «My Generation» durante todo el verano de 1965, en que salimos de gira por Holanda y Escandinavia (y provocamos altercados callejeros en Dinamarca). Compuse varias letras y tres maquetas muy diversas. El sentimiento que se iba apoderando de mí no era tanto el resquemor hacia aquellos representantes del sistema que se paseaban por el barrio como el temor de que su enfermedad fuera contagiosa.

¿Y cuál era su enfermedad? Era más cuestión de clase que de edad. La mayoría de los jóvenes de aquella zona acaudalada de Londres trabajaba para convertirse un día en clase dirigente, el sistema del futuro. Sentía que todos los camelos de sus inveteradas costumbres y presunciones eran como la muerte, en tanto que yo me sentía vivo, no sólo porque era joven, sino porque estaba vivo de verdad, no me veía lastrado por la tradición, la propiedad y la responsabilidad.

Los Who actuamos en una serie de conciertos estivales, algunos en ciudades costeras, lo que me trajo felices recuerdos de infancia vinculados a la banda de papá. Nos invitaron a actuar en Suecia, donde Chris pensó que podríamos tocar sin nuestro equipo habitual, pero resultó ser una idea descabellada. Tomar material prestado de las bandas teloneras, cuyos miembros apenas hablaban inglés, y tratar de explicarles que, por expreso deseo de nuestro público, debíamos dejar su material hecho añicos, no era viable. Fue una gira descorazonadora. La prensa sueca parecía realmente con ganas de ver guitarras machacadas y no dejó de expresar su descontento.

Volvimos a Suecia para tres conciertos más en octubre, y por una nueva fatalidad del destino nuestro equipo se extravió, con lo que repetimos deslucidas actuaciones con material prestado. Keith, John y yo tomamos muchas anfetas en ese viaje, lo que nos provocaba una charla constante e insensata. En Dinamarca, agotado ante nuestra hiperactividad, Roger acabó por quejarse. Keith se le encaró, y Roger se lió a puñetazos, convirtiendo un pique sin importancia en un melodrama, con Keith sangrando por la nariz.

Un factor importante de este estallido fue la reacción de Keith. En lugar de responder como humillado, pasó a controlarse un poco más. Estaba claro que así pretendía marcar un límite que Roger no pudiera volver a cruzar jamás.

En el calor del momento, Keith y John habían dicho que no querían volver a trabajar con Roger, pero tras un largo periodo de incertidumbre, Chris se encontró con él y le pidió que no volviera a emplear la violencia para resolver una discusión. Roger aceptó, y Keith y John decidieron olvidar el asunto.

Al volver de Suecia grabamos la versión final de «My Generation». Kit había escuchado mi primera maqueta, una versión que estaba notablemente inspirada por el «Young Man’s Blues» de Mose Allison, canción que luego introdujimos en nuestro repertorio. A imitación de Mose, en mi maqueta la voz sonaba relajada, poco enfática, confiada. Kit no veía gran futuro en aquella canción, pero Chris me convenció para que lo intentara en una segunda maqueta con un riff de guitarra más duro. Entonces Kit intervino y apuntó que la música resultaba algo repetitiva y necesitaba algunas modulaciones —cambios de tono— para cobrar vida.

Aquello me preocupaba un poco porque yo veía a Ray Davies como el maestro en el arte de la modulación y no quería que me acusaran de copiarle. Chris se fijó en uno de mis tartamudeos vocales de la segunda maqueta, así que le hice escuchar «Stuttering Blues» (Blues trastabillante) de John Lee Hooker. Roger ya había estado experimentando con el tartamudeo sobre el escenario desde que Sonny Boy Williamson nos había acompañado a la armónica en nuestros primeros conciertos del Marquee; cuando cantaba, Sonny Boy recurría a un tartamudeo rítmico. Antes de completar la tercera maqueta, seguimos experimentando hasta que dicho tartamudeo comenzó a sonar obvio y exagerado. En esta última maqueta también dejamos espacio a Entwistle para un solo de bajo. John se estaba convirtiendo en el gran revolucionario del bajo del momento, y yo deseaba procurarle un vehículo para su increíble talento.

Estaba escuchando gran cantidad de música nueva. Londres era un hervidero de tiendas de discos especializadas, y me las recorrí todas. Un momento álgido de aquel verano fue la publicación en el Reino Unido de la grabación en vivo del concierto de Miles Davies en el Carnegie Hall, en 1964, donde aparecía su fabulosa interpretación de «My Funny Valentine». De ahí pasé a otro disco de Miles, Sketches of Spain. También encontré Gesang der Jünglinge de Stockhausen, y escuché por vez primera algunas operas de Wagner. Lo mejor de todo, no obstante, fue encontrar dos discos fantásticos de los Everly Brothers: Rock and Soul y Rhythm and Blues. Tras apreciar el viraje hacia el R&B y el soul entre los grupos británicos que invadían EE. UU., los Everly Brothers, con cuyo soberbio caudal de éxitos yo había crecido entre finales de los cincuenta y principios de los sesenta, se habían plantado en el estudio con músicos increíbles de Los Ángeles y Nashville para mostrarnos a todos la mejor manera de interpretar aquella música.

Los Everly Brothers tocaban algunos clásicos del R&B, pero lo que me parecía excepcional era su material original, o algunas piezas ignotas que habían versionado. «Love Is Strange» es una canción algo fantasmal de bluegrass que ellos convirtieron en una briosa muestra de tintineantes guitarras eléctricas y voces nasales. Su composición «Man with Money» es igualmente magnífica, como lo es su interpretación de «Love Hurts» de Roy Orbison. A Roger, John y Keith les gustaron los nuevos temas tanto como a mí, de modo que incorporamos las tres canciones a nuestro repertorio. Los Everly Brothers eran de los pocos artistas que los cuatro respetábamos y con los que disfrutábamos.

Perdí el contacto con Barney. Lo extrañaba, y también al resto de amigos de la escuela, pero pensé que nuestro alejamiento sería breve. Seguía imaginando que la banda tendría una vida corta, y luego se iría al garete, con lo que podría volver a mis estudios, instalaciones y a mi futura vida como artista. Como poniendo las cosas en perspectiva para todos, un día nuestro querido encargado de producción Mike Shaw se quedó dormido al volante de un monovolumen, mientras transportaba unos focos para otra banda de Kit y Chris que tocaba en el norte. En el accidente se fracturó el cuello, dejándolo paralítico de hombros para abajo.

Acudí con la asistenta personal de Chris, Patricia Locke, a visitar a Mike al hospital Stoke Mandeville. A pesar de no sentir nada de cuello para abajo, Mike insistió en que necesitaba sentir los pechos de Patricia, algo que ella trató valerosamente de facilitar y que él intentó valerosamente conseguir. Su sentido del humor y del absurdo le fue de gran ayuda para soportar los penosos años que debió pasar para habituarse. En cualquier caso, el efecto de su discapacidad sobre los Who, Kit y Chris fue terrible. Todos lo adorábamos, y ninguno había experimentado una tragedia parecida hasta entonces.

El día 2 de noviembre, en un festivo bolo de regreso al Marquee, tocamos las tres canciones de los Everly Brothers junto con la última versión de «My Generation», que interpretábamos en vivo por primera vez después de su publicación.

Tenía ya veinte años. Muchos de mis amigos estaban casados, algunos tenían hijos. Pero yo seguía falto de coraje para ligar y exponerme así al rechazo.

Keith, John y yo compramos un Packard V12 de 1936 por treinta libras, condujimos de vuelta desde Swindon y lo aparcamos ante mi casa. Un día desapareció. Temí que lo hubieran robado, pero cuando informé a la policía, me dijeron que se lo había llevado la grúa. Alguien importante se había quejado.

De la nada recibí la llamada de un hombre que deseaba comprar el Packard. Según parece, había sido incautado a petición de la reina madre. Decía que pasaba por delante de él cada día, y se lamentaba porque le recordaba al funeral de su marido. La multa por recuperar el coche era de doscientas libras, una cantidad absurda, pero el comprador se ofreció a pagarla a cambio de quedárselo. Acepté y, resentido, dediqué «My Generation» a la reina madre.

Me compré un Lincoln Continental Mark II de 1956. No sabía nada de aquel coche, pero me encantaba: un cupé de dos puertas negro y bajo que parecía un Ford Thunderbird a gran escala. No tenía idea de que Elvis y Sinatra adoraban y poseían ese mismo coche. Poco después de comprarlo, se le cayó el morro, pero mi cariño por aquel vehículo no decreció.

El 11 de noviembre, los Who tocamos «My Generation» en Top of the Pops. Dos días después volamos a París para actuar ante una audiencia rutilante en La Locomotive, con presencia de glamurosas estrellas francesas de cine entre los fans. El single estaba en cuarta posición en las listas cuando, el 27 de noviembre, me llamó Karen Astley, la amiga de la escuela que me había besado a la salida de un concierto. Mantuvimos una larga, graciosa, mágica conversación y decidimos empezar a salir. Me gustaba sentirme de nuevo artista.

Con un single en las listas de éxitos y la cobertura televisiva resultante, los Who estábamos muy solicitados. Recuerdo que Kit se trajo un día a Mick Jagger a Chesham Place y le toqué «Magic Bus», en la que estaba trabajando entonces. Aunque Mick era un amigo, me inquietaba la posibilidad de que Kit pudiera estar colaborando con nuestro más serio competidor. También recelaba de que tuviera un devaneo con Mick, y me sentí algo celoso.

Mick es el único hombre al que de verdad quise follarme. Aquel día vestía esos pantalones holgados tipo pijama, sin calzoncillos; se echó hacia atrás un momento y no pude dejar de notar el bulto de la polla pegada al muslo, larga y rolliza. Mick estaba indudablemente bien dotado. Me recordaba a una foto que había visto de Rodolfo Valentino en la que exhibía el paquete de modo parecido. En la banda también empezamos a lucir nuestras partes de aquella manera, sobre todo en el escenario y en las fotos.

Se estaba cociendo una disputa legal entre Kit y Chris con Shel Talmy. Resultaba que el acuerdo de Shel con Decca Records era una sublicencia, de tal modo que los derechos que nos pagaba eran irrisorios. La bronca parecía amenazar nuestra carrera y, sin saber bien de qué iba, me puso los nervios de punta.

Para colmar mi ansiedad, ya no sabía a quién debía pagarle el alquiler de Belgravia, de modo que dejé de mandar los cheques. Como también había perdido las llaves, conecté un cable fino, casi invisible, al interfono de la entrada. Al empalmar los alambres, podía activar el mecanismo del portal y acceder a la casa. Visto que mis idas y venidas siempre se daban de noche, nadie se percató de mis métodos. Cuando cambiaron el cerrojo de la entrada, asumí que alguien había echado el pestillo, de modo que trepé por el andamio de la embajada adyacente y me metí en el piso por una trampilla del techo.

Al final me pillaron dentro de casa. El presidente de la sociedad católica Catenian, propietaria y administradora de la casa, era un tipo decente, y le permitió a Kit pagar los meses atrasados, de modo que pude recuperar mis posesiones, incluidas guitarras y maquetas del «Magic Bus».

A pesar de contar con un disco de éxito, me sumí en el abatimiento. Para empeorar las cosas, el Observer decidió poner a los Who en portada, y mandó un fotógrafo al Jigsaw Club de Manchester donde estábamos tocando por aquellas fechas. Yo llevaba la trenca con la bandera inglesa que había encargado para John, y en el hotel de Manchester donde se iba a desarrollar la sesión de fotos, Chris me colocó al frente del grupo. Por mis clases de fotografía sabía el efecto que podía producir un objetivo gran angular, sobre todo si enfocaba el rostro de cerca: una nariz macro. A medida que la cámara se me iba aproximando, me di cuenta de la intención del fotógrafo: mi nariz, notable bajo cualquier prisma, se vería enorme. Aunque quise mostrarme firme y decirle que se echara atrás, me venció el orgullo. Lamentablemente, esta foto sigue siendo una de las imágenes más representativas de aquella época de los Who.

A principios de 1966 ya no tenía mis primeras guitarras Rickenbacker, la de doce cuerdas y la de seis, y ahora disponía de los restos de otras dos Rickenbacker de seis cuerdas, dos Danelectros y una Harmony. A pesar de mi bravuconería, me empezaba a preocupar el cúmulo creciente de piezas rotas, y decidí tratar de recuperarlas. También estaba armando un equipo de música portátil, una especie de precursor del walkman.

En mi cuaderno hice una lista de los discos o artistas que quería escuchar: «Marvin Gaye, 1-2-3, Mingus Revisited, Stevie Wonder, el Organ Grinder’s Swing de Jimmy Smith, In Crowd, Nina in Concert (Nina Simone), Charlie Christian, Billie Holiday, Ella, Ray Charles, Around Midnight de Thelonious Monk y Brilliant Corners». Dibujé unos planos para unos bafles giratorios, que esperaba usar con mi equipo escénico, así como un complejo sistema de altavoces de sonido envolvente para mi sistema casero de alta fidelidad. Y pensé también esto:

Creo que escribiré un libro. Me llevará un año. Tratará del año en que tenía veintiuno, o sea este año a partir de mayo. Contaré la verdad. Deseo registrar lo que hago porque es muy importante, y por ahora no tengo un amigo íntimo a quien le pueda contar mis inquietudes.