Los Who

En 1964 empecé a tocar la guitarra como siempre había deseado. El sonido por el que me solía decantar hasta entonces era un préstamo más o menos laxo del solo de guitarra que el prodigio americano Steve Cropper practicaba en «Green Onions»: un riff frío, amenazador, sexual. Supongo que así es como me imaginaba yo a los dieciocho años. Ahora, mediante un interruptor activaba la pastilla central —que había colocado casi rozando las cuerdas en mi trucada Rickenbacker 345S— para potenciar la señal al máximo. La guitarra, de cuerpo semiacústico que había tuneado amortiguando las aberturas con papel de periódico, empezaba a resonar.

En el mes de abril estaba tan cansado y distraído en la escuela que el director del curso de diseño gráfico del Ealing, un pez gordo de la publicidad, me preguntó por mi salud. Según él, en mi segundo año de diseño gráfico, el cuarto en la escuela, mi rendimiento era bueno. Le dije que las obligaciones del grupo me tenían agotado.

—¿Te gusta? —preguntó.

—Sí.

—Ya, ¿cuánto ganas?

Cuando le dije que unos treinta pavos semanales, se quedó asombrado. A los diecinueve años ganaba más dinero que él. Sugirió que quizá me fuera mejor si seguía con la banda, y eso fue el principio del fin. Después de los bolos, cada mañana me resultaba más difícil levantarme para ir a clase; finalmente, en algún momento antes de las vacaciones estivales de 1964, dejé la escuela.

Mis convicciones musicales me empujaban ciegamente adelante. Yo sentía que estaba tirando de una banda que no se adecuaba a las ideas que me habían inculcado en la escuela, aunque resultara un vehículo mejor que la vida convencional del diseñador gráfico. No estaba tratando de tocar una música que fuera hermosa, sino que confrontaba a mi audiencia con el sonido visceral, atroz, de lo que sabía que era la única verdad absoluta de nuestra vulnerable existencia: un día un avión soltaría una bomba que nos iba a liquidar en un abrir y cerrar de ojos. Podía suceder en cualquier momento. Así lo había demostrado la crisis de los misiles cubanos de dos años atrás.

En el escenario me ponía de puntillas con los brazos extendidos, como planeando con un avión. Mientras levantaba la tartajeante guitarra por encima de mi cabeza, sentía que estaba sosteniendo el ensangrentado estandarte de siglos de interminables e insensatas guerras. Explosiones. Trincheras. Cadáveres. El aullido escalofriante del viento. Por ahora lo tenía decidido: me dedicaría a la música.

También había llegado el momento de asumir que debíamos comprometernos como músicos o seríamos incapaces de competir con gente como los Stones, los Beatles y los Kinks. El pluriempleo ya no era viable. Y también era esencial que consolidáramos nuestro propio sonido.

Acudí a la sabiduría de Jim Marshall, futuro inventor del «Marshall stack», el sistema de amplificación de elevada potencia empleado por la mayoría de los guitarristas heavys desde mediados de los sesenta. Jim tenía su tienda de música en Ealing Oeste. John Entwistle, uno de sus primeros clientes, estaba encantado con sus cuatro bafles de doce pulgadas para bajo. Mi entusiasmo era menor. John, que ya solía pasarse de decibelios, se convirtió en un escándalo. Me compré entonces unos bafles y les conecté un cabezal Fender Bassman. John, a su vez, compró otros bafles para mantener la ventaja. Pronto lo alcancé con dos amplificadores Fender, el Bassman y un ampli profesional que alimentaba dos bafles de cuatro por doce pulgadas. John y yo habíamos abierto la carrera armamentística del sonido.

Fui el primer guitarrista eléctrico del circuito en emplear dos amplificadores a la vez. Tiempo después supe que mi héroe de por entonces, Steve Cropper, de Booker T & the M.G.’s, en ocasiones grababa con dos amplificadores pegados pero en sentido opuesto. Los factores de distorsión introducidos por cada amplificador resultaban más ricos y elaborados al retroalimentarse recíprocamente. También empecé a apilar un altavoz Marshall sobre otro para emular las condiciones del Oldfield Hotel; allí por primera vez puse un altavoz sobre un piano muy cerca de donde yo tocaba la guitarra, generando así el efecto de acople. Es la configuración que más tarde se conoció como «Marshall stack». Recuerdo que Jim trató de disuadirme, al considerar que aquello podía desplomarse y matar a alguien. Los primeros bafles que tuve iban pegados con grapas para equipaje que me procuró él mismo. Pasados unos meses, persuadí a Jim y a su equipo para que el amplificador no sólo tuviera un sonido más potente sino también más nítido, y fuera capaz de mayor distorsión si lo forzaba.

En el rock’n’roll la guitarra se estaba convirtiendo en el instrumento melódico básico, haciendo las veces del saxo en el jazz y en la música de baile, y del violín en el klezmer hebreo. Empecé a explotar la retroalimentación de modo más creativo; a veces, mi solo de guitarra se limitaba a un largo y machacón aullido lleno de armónicos y silbidos progresivos. En su inmensidad, descubrí algo eufórico, un sonido lleno de movimiento que se derramaba melódicamente. Es algo que exponentes más tardíos del acople con guitarra eléctrica exploraron con mejores resultados, especialmente Jimi Hendrix.

Curiosamente, durante aquellos episodios de bordoneo sentía también cierto embarazo, pero no porque lo identificara con un acto autocomplaciente de profanación musical. La verdad es que ignoraba el origen de estas emociones contradictorias que sentía al crear aquellos sonidos belicosos. Algo parecía burbujear desde mi subconsciente.

Jim Marshall siempre se esforzó por impresionar a su padre, un boxeador, y fracasó. Por uno de esos extraños caprichos del destino, con ocasión de la última actuación de Jim como batería, mi padre estaba tocando con él en una pequeña orquesta que había montado. El padre de Jim llegó borracho, y empezó a hostigar a su hijo desde abajo. De pronto, perdió los estribos, se abalanzó contra el padre y le arreó una paliza, a pesar de que el viejo era mucho más fuerte. Jim ya no volvió a tocar la batería como profesional.

Yo me dedicaba a experimentar constantemente, tratando de encontrar otras maneras de tocar la guitarra en el escenario, bajo la inspiración directa de Malcolm Cecil. Él ya había desplegado modos inusuales de tocar su contrabajo; en una ocasión lo hizo rompiendo una cuerda; en otra ocasión le desafiaron brindándole una sierra y, sin cortarse, procedió a serrar las cuerdas hasta dañar la superficie del instrumento. Yo me cebé con mi Rickenbacker rasgueándola, golpeándola, flexionándola y forzándola de todos los modos posibles, lo que generaba una retroalimentación acústica apabullante. Alentado también por el trabajo de Gustav Metzger, el pionero del arte autodestructivo, planeé en secreto destruir completamente mi guitarra cuando se presentara el momento oportuno.

Los Who seguían pareciendo una faceta provisional, desechable, de mi plan personal. Pensaba que nos estábamos cortando las alas. Estaba claro que el R&B ya no era para mí una idea nueva; la prensa musical había anunciado esa buena nueva y la mayoría se apuntaba al carro. Sobre el escenario, cada vez me mostraba más anárquico y narcisista; en algunas filmaciones de la época se me ve moviendo las caderas más que pulsando notas. Pero también me dedicaba a copiar buenos solos de Kenny Burrell, el guitarrista de jazz. Si en aquellos años hubiera estudiado debidamente y practicado de modo más convencional, me habría convertido en mejor guitarrista, sin tanto aspaviento escénico.

En aquel periodo solía parecer afeminado. Como nunca había tenido novia fija, empezaron a circular rumores de que podía ser gay. En cierto modo, aquello no me disgustaba. Larry Rivers me había demostrado que un homosexual podía ser feroz, atractivo y osado. Además, la sexualidad de cada cual iba siendo un asunto cada vez menos problemático. Una de las mejores cosas del movimiento mod británico es que el factor macho ya no era el único baremo de la virilidad. Yo mismo no tenía mucho interés en resultar atractivo, y menos aún sexual, sobre el escenario. Al final, todas las experiencias perturbadoras de mi infancia se filtraron en mis composiciones.

Un día vino una chica reclamando todos los álbumes de Cam, con una carta suya en que certificaba su deseo de recuperarlos. Nuestra colección se vio severamente afectada. Algo más tarde, recibimos instrucciones de Tom para empacar sus álbumes y mandárselos a Ibiza. Dos pérdidas seguidas de ese calibre eran difíciles de compensar. Aquejado de abstinencia musical, yo mismo me puse a recopilar discos, y a recuperar todos los que pude hallar, pero muchos eran piezas raras. Barney y yo descubrimos a Bob Dylan y escuchamos con atención sus primeros dos álbumes. Había allí algo extraordinario, pero no estaba seguro de qué era.

Barney y yo habíamos estado viviendo en condiciones sórdidas, y luego perdimos el alquiler del piso. Mamá, siempre solícita a la hora de arreglar las cosas para los demás, descubrió que el apartamento justo encima de la residencia Townshend en Woodgrange Avenue se iba a quedar vacío. Cerró el trato, y Barney y yo nos mudamos. Era una casa estupenda, llena de rincones. El alquiler era de ocho libras semanales: teníamos cinco habitaciones espléndidas, un baño y una cocina. Empecé a dibujar unos elaborados y ambiciosos planes para acondicionar salas de arte, un estudio de grabación y áreas recreativas. Pero no era fácil desprenderse de nuestros cochambrosos hábitos. No compramos ni un mueble y dormíamos sobre colchones en el suelo. Descubrimos un material extremadamente recio cortado en paneles con el que pretendíamos aislar acústicamente una de las habitaciones y, de hecho, revestimos toda una estancia, pero nuestros grandes planes no llegaron a ejecutarse.

Seguíamos colocándonos y escuchando discos en la cama, dejando que los desechos de nuestra existencia se acumularan, hasta que persuadíamos a alguien para que viniera a limpiar. Periódicos, latas de comida, colillas y tazas de café se desparramaban por la habitación donde dormíamos y recibíamos a los visitantes. Cuando tenía hambre bajaba a casa de mis padres y agarraba lo que fuera de la alacena. La gente iba y venía: colegas de la escuela de arte, chicas a las que conocíamos y, en ocasiones, algún obsequioso fan desamparado. Yo seguía siendo muy tímido y, aunque ninguna chica llegara a quejarse después de un encuentro sexual, nunca me sentí a la altura de los otros miembros de la banda, a quienes veía como auténticos veteranos.

Por entonces desarrollé un vicio bastante enojoso (lo sé porque me lo contaron los propios amigos): devine cada vez más cínico y crítico, y en las discusiones solía distorsionar los hechos para acomodarlos a mi versión. También Barney resultaba más cínico cada día, aunque yo lo adoraba. Quizá fumábamos demasiada hierba: recuerdo nuestro apartamento velado por una mortaja gris. Y el material que comprábamos era cada vez más fuerte.

El cuñado de Rose, Doug Sandom, nos encontró un benefactor en la persona de Helmut Gorden, un soltero con ganas de amenizar su vida. Se convirtió en nuestro mánager, nos compró una furgoneta y nos presentó a algunos agentes importantes que nos conseguían bolos aquí y allá. En general, seguíamos tocando en el circuito de pubs del barrio. Sin nosotros saberlo, Commercial Entertainments, que promocionaba la mayoría de aquellos conciertos locales, había decidido contratar a los Who, pero mis padres rehusaron firmar nada en mi nombre.

Helmut Gorden nos consiguió una audición con Fontana Records, sin saber que Jack Baverstock, presidente de la compañía, era uno de los mejores amigos de mamá. Y mamá nos había recomendado. El responsable de A&R de Fontana, Chris Parmienter, nos había visto tocar en un ensayo y le gustamos, pero consideraba que nuestro batería, Doug Sandom, ya era algo mayor.

Al ver que podía evaporarse nuestra opción de contrato discográfico, anuncié fríamente que Doug no tendría problemas en apearse de la formación. Doug se sintió profundamente herido, sobre todo porque, sin yo saberlo, meses atrás me había defendido ante otro agente que me quiso echar aduciendo que era desgarbado, ruidoso y feo. En cualquier caso, Doug se apeó dignamente, y nosotros conseguimos la oportunidad que buscábamos. Aquél es uno de los actos de mi carrera profesional que más deploro. Doug siempre había sido un amigo y un mentor, y la primera persona que me emborrachó de verdad.

Probamos a un puñado de nuevos baterías, incluido Mitch Mitchell, que acabaría tocando para Jimi Hendrix. Sin embargo, un día se presentó Keith Moon en una de nuestras actuaciones habituales en el Oldfield Hotel de Greenford, y tan pronto como empezó a tocar supimos que era el eslabón que faltaba. Nos dijo que su batería favorito era Buddy Rich, pero también le gustaba Eric Delaney, el director de banda británico que utilizaba doble bombo de pedal. No mencionó hasta mucho más tarde que era un fan aguerrido de la música surfera californiana, aunque podríamos haberlo sospechado: la banda con la que tocaba previamente se llamaba los Beachcombers.

Keith había recibido clases de Carlo Little, el batería de Screaming Lord Sutch y músico vinculado a la anterior oleada de bandas novedosas dentro del reducido circuito de bolos. Intérprete excéntrico, Keith parecía estar exhibiéndose constantemente, con las baquetas apuntando al cielo, inclinado sobre los platillos y con la cara echada hacia delante como asomándose al escenario. En cualquier caso, era duro y pegaba fuerte. Paulatinamente, nos dimos cuenta de que su estilo fluido escondía un verdadero talento para escuchar y acompañar, no sólo para marcar el compás.

Roger trató de hacerse amigo de Keith, pero Keith mantenía las distancias. Y parecía ver como un desafío el éxito de Roger entre las fans. En aquella primera época, a veces iban tras la misma chica, y nunca tuve muy claro quién llevaba la delantera. Por entonces no me sentía muy seguro acerca de cómo me veía Keith, ni si iba a respaldar mi credo más artístico; el tiempo lo diría. El mejor amigo de Keith en el grupo fue John. Juntos resultaban hilarantes, y compartieron apartamento durante una época. Roger y yo teníamos la impresión de que lo hacían casi todo juntos, incluidas las sesiones de sexo con chicas. Aquello debía de ser la bomba.

A pesar del dolor que provoqué con mi deslealtad hacia Doug, estaba claro que con Keith Moon en el grupo, más un contrato discográfico, teníamos una posibilidad verdadera de abrirnos camino en la escena musical. Yo había escrito un par de canciones decentes, y utilizaba una vieja grabadora para componer otras nuevas al estilo de Bob Dylan. A través de un amigo de Helmut Gorden conocimos a Peter Meaden, un publicista que parecía conocer a todos los directores de revistas musicales juveniles. A Peter le impresionaban los numeritos del mánager de los Stones Andrew Loog Oldham, a quien acompañaba un curtido secuaz que le hacía de gorila. De modo que Meaden se buscó otro para él: se trataba de un tipo al que conocíamos como Phil el Griego, atractivo y elegante, con una vena salvaje. Nos hicimos buenos amigos.

Lo que Peter Meaden hizo por nosotros fue aplicar una idea que Barney y yo ya habíamos intuido en la escuela de arte: todo producto nuevo, incluida cada nueva banda, necesitaba una imagen definida para triunfar. Por tanto, necesitábamos un estilo identificable: indumentaria, corte de pelo y, a ser posible, un nuevo modo de hacer música. Barney, su novia Jan y yo departíamos hasta la madrugada acerca de cómo sacar provecho de aquella coyuntura única: éramos espabilados, y contábamos con una banda que podía triunfar si hacíamos bien las cosas. Barney y Jan parecían casi tan excitados como yo ante la perspectiva de que los Who irrumpieran a lo grande.

Peter Meaden también había hecho hincapié en la importancia que tenía el movimiento mod. Ese era el estilo y la imagen que quería para nosotros. Meaden era uno de los cerebros y artífices del nuevo vocabulario que empleaban los mods, y yo deseaba aprender la jerga, más allá de lo poco que ya sabía por el tiempo en que había salido con Carol Daltrey. Musicalmente, sentía que iba por el camino adecuado. Tanto Barney como Jan me habían insistido en que debía desarrollar mi sonido y los solos de guitarra, y en que debía recurrir a las ideas más descabelladas y pretenciosas surgidas de nuestras clases de arte en el Ealing.

John Entwistle, siempre incómodo por su condición de bajista, también comenzó a potenciar el sonido. Ya tocaba más fuerte que la mayoría de los bajistas, pero ahora empezó a interpretar con más armónicos. Cuando luego descubrió las cuerdas de alambre entorchado, su sonido evolucionó hacia el que conocemos hoy, pero ya por entonces su interpretación era expresiva e inspirada, casi como si se tratara de un segundo instrumento líder. A medida que yo iba desarrollando mi sonido, John hacía lo propio, y actualmente está mucho más clara para todos su función pionera en la interpretación del bajo eléctrico, sobre todo en la confección de cuerdas especiales. Cada cual ocupaba una parte del espectro sónico y, aunque en ocasiones uno trataba de imponerse sobre el otro, el resultado final era que el sonido de John complementaba perfectamente al mío.

Contra las elocuentes líneas de bajo de John y la percusión fluida de Keith, yo recurría cada vez más a acordes poderosos y contundentes. A menudo mis solos eran meros acoples aullantes, o auténticos latigazos, pero nunca lo suficientemente fuertes como para satisfacerme. Un día de 1964, Jim Marshall me pasó un sistema de amplificación con el que me quedé razonablemente contento: un ampli de cuarenta y cinco vatios dotado de un vigoroso sonido americano que al subirlo zumbaba como un Spitfire, esa gran máquina de guerra británica: pulcro, simple, imbatible. Me compré dos, y utilicé uno para alimentar cada una de mis torres de ocho altavoces de doce pulgadas.

Ahora mi sonido no sólo era único; pegaba tan fuerte que sacudía la mayoría de los pequeños locales donde actuábamos. Jim ignoraba que su estructura de amplificación lo iba a hacer rico, y yo ignoraba que iba a hacerme fuerte.

A pesar de mi interés en la composición, Peter Meaden decidió que él escribiría las dos canciones que grabaríamos para nuestra primera experiencia de estudio, la sesión Fontana. Por otra parte, ya nos había convencido de que los Who era un nombre hortera y facilón; sonaba poco enrollado, así que para la grabación nos íbamos a llamar los High Numbers. Numbers era el término empleado por un subgrupo de secuaces mods de rango inmediatamente inferior a los punteros faces (entre los que Peter Meaden se veía como un cabecilla), pero por encima de los tickets, meros comparsas de pista de baile.

Lo que estaba sucediendo en el movimiento mod partía de planteamientos pioneros de moda y baile introducidos por los faces locales, que eran inmediatamente copiados por el resto de chicos en cualquier local. Meaden quería favorecer dicha transmisión a partir de mensajes codificados en nuestras canciones. Su idea encajaba tan bien con lo que me habían enseñado en la escuela de arte que enseguida accedí a que tirara adelante. Fuimos a la casa de Guy Stevens, un face y el pinchadiscos líder del exclusivo Soho Scene Club, el baluarte mod más moderno de todo Londres. Guy le prestó a Peter un par de raros (por entonces) álbumes de R&B que nos gustaron a todos, y Peter fusiló lo que le pareció bien, cambiando las letras por las suyas propias.

Nuestra inspiración por entonces derivaba en gran medida de gruñonas canciones de R&B interpretadas por Bo Diddley o Howlin’ Wolf. Las dos canciones de Peter estaban bien, pero les faltaba el ímpetu rítmico del R&B con su aristado sonido de guitarra. El acople de guitarra, un rasgo característico de nuestros conciertos en vivo, estaba ausente en ambos temas compuestos por él. En «Zoot Suit», que se basaba en «Misery» de los Dynamics, yo aportaba un sonido jazz poco vigoroso, y mis dotes para el solo permanecían inéditas. El disco no tuvo éxito, a pesar del asalto de Peter Meaden a las revistas pop del momento. Creo que vendió unas cuatrocientas copias. El problema era el sonido, poco original. Con la ayuda de Peter habíamos desarrollado una imagen, pero el rompecabezas musical seguía sin encajar.

Al mirar atrás, resulta sorprendente pensar que Peter Meaden, el gran artífice del estilo de vida vinculado al movimiento mod británico, pasara por alto que nuestro sonido estaba abriendo nuevos caminos. Pero así fue. Detestaba mis acoples de guitarra, el demente bombardeo de Keith a los platos, los bramidos de viejo prisionero negro de Roger y a John repicando al bajo como Duane Eddy. Aquello debía de parecerle chusco. Sin embargo, cuando tocamos nuestros primeros conciertos en auténticos bastiones mod, donde se daba un manifiesto trapicheo de anfetas y de jóvenes y atildados chaperos, nuestro atuendo mod sumado al sonido agresivo nos aliaban con un perfil novedoso y potente de la cultura pop: el rufián sofisticado, disciplinado, con dinero, estiloso y peligrosamente andrógino.

¿Qué buscaba yo con ese ímpetu por crear una banda exitosa? Sólo tenía dieciocho años y mis motivaciones obedecían a visiones artísticas tanto como a fantasías de estrella: dinero, fama, un cochazo y una novia despampanante. Acabábamos de grabar nuestro primer disco para un sello importante, y yo me había desvirgado poco antes. Para mí las conquistas sexuales de Roger, John y Keith resultaban tan extraordinarias e inalcanzables, como mis teorías de autodestrucción para ellos. Barney y Jan emergían a veces de su dormitorio para nuestros rituales de intercambios de ideas, después de aplicarse en una larga y sudorosa sesión sexual que apenas podía imaginar. ¿Cómo podían aguantar más de una hora?

Sin duda, yo debía lidiar con problemas psicológicos que mis amigos más cercanos y colegas de grupo no compartían. Yo sufría una honda vergüenza sexual a raíz de mis tratos con Denny, a pesar de que había relegado los detalles fuera del alcance del recuerdo. ¿Por qué debería sentir vergüenza una víctima de abuso infantil? Sigo sin tener la respuesta a esa pregunta, pero la causa puede estar en nuestra tendencia a cargar con las culpas cuando somos niños. Quizá obedezca a la pretensión de que tenemos cierto grado de control sobre nuestras vidas, ya que aceptar lo contrario podría volvernos locos.

En aquella época no tenía idea de cuántas personas debían lidiar con sentimientos parecidos. En los años de la inmediata posguerra en Gran Bretaña había tantos críos que habían experimentado traumas terribles que resultaba habitual cruzarse con jóvenes tremendamente confundidos. La vergüenza conducía al secretismo; el secretismo, a la alienación. De todos esos sentimientos brotaba en mí la convicción de que los daños colaterales infligidos a los que crecimos en la posguerra debían confrontarse y expresarse a través de todas las formas populares de arte; no sólo de la literatura, de la poesía o del Guernica de Picasso. También de la música. En el camino hacia la verdad, el buen arte no puede más que desbaratar la negación.

Con los Who sentía que tenía la posibilidad de crear una música que se convirtiera en parte de la vida de los demás. Más que el modo en que nos vestíamos, nuestra música daría voz a todo lo que necesitábamos expresar: como grupo, como pandilla, como hermandad, como sociedad secreta, como subversivos. Yo veía a los artistas del pop como espejos de su audiencia, que desarrollaban maneras de reflejar y decir la verdad sin miedo.

Con todo, yo tenía más claro el medio que el mensaje. Dios mediante, esperábamos no acabar cantando sobre enamoramientos o incurables añoranzas. Así pues, ¿qué cabía decir?

Había encontrado un sonido nuevo. Ahora necesitaba las palabras.

En un caso de notable sincronía, dos jóvenes, Kit Lambert y Chris Stamp, habían estado recorriendo Londres para hacer una película sobre una banda maravillosa e inédita surgida de las calles. Kit nos vio actuar por primera vez en julio, en el Railway Hotel, cuando destrocé mi guitarra y describí al grupo como satánico. Persuadió a Chris de que fuera a vernos, y rápidamente decidieron convertirnos en el tema de su película.

Los dos amigos (apodados luego por los medios como «el quinto y sexto miembros de los Who») provenían de ámbitos muy distintos. Chris, del East End de Londres, era hijo de un barquero del Támesis; Kit era hijo de Constant Lambert, el director musical del Royal Ballet de Covent Garden. Chris era guapo a rabiar, más incluso que su famoso hermano actor, Terence. Kit tenía un cierto aire de Brian Epstein, todos pensábamos que era gay. Lo importante, en cualquier caso, es que hacían bien las cosas.

Kit y Chris hicieron su película. (Sólo existe una copia, propiedad de Roger). Entonces decidieron apostar más fuerte, y se ofrecieron a ser nuestros mánagers. Pero Peter Meaden y Helmut Gorden no querían soltarnos. En algún momento de la negociación, Meaden se trajo al mánager de los Stones, Andrew Oldham, para que nos viera tocar en un estudio en Shepherd’s Bush. Le gustamos, pero cuando se mencionó el nombre de Kit, quedó claro que Oldham lo conocía (eran vecinos) y que no pretendía verse envuelto en una lucha de poder en la que Meaden tenía las de perder.

Más tarde, durante un ensayo, Kit y Chris se enfrentaron a Meaden. En aquella ocasión Phil el Griego, el esbirro de Meaden, llegó a sacar una navaja con la que amenazó a Kit. Al final, Meaden se quitó de en medio por la entonces opulenta suma de dos cientas libras, y Kit y Chris pasaron a ocuparse de la banda. Enseguida nos devolvieron nuestro nombre: los Who.

Habíamos empezado a tocar regularmente en conciertos estivales con grandes artistas ya conocidos que contaban con algún éxito en las listas. Teloneamos a los Beatles, los Kinks, Dusty Springfield, a los extraordinarios Dave Berry y Lulu. El público de los Beatles se componía casi por completo de chicas jóvenes que parecían perdidas en su mundo de fantasía mientras sonaba la música. (Los auditorios realmente olían a orina después de los conciertos). A diferencia de los Stones, los Beatles casi parecían de la realeza, distantes y atrapados en su propio influjo fabuloso. Después de que los retiraran tras el concierto, nos quedamos deambulando por allí, y Kit fue asaltado por una horda de chicas que lo confundieron con Brian Epstein, el mánager de los Beatles.

Lulu sólo tenía quince años cuando tocamos con ella en Glasgow; pocos días después fue su cumpleaños y asistimos a su fiesta. Tenía una voz de soul inmensa. En la fiesta, al son de acordeones, casi me enrollo con su mejor amiga. El gran éxito de Dave Berry fue «The Crying Game», y sus actuaciones eran la antítesis del resto. Se movía pausadamente, con movimientos medidos, sosegados, casi como un mimo, pero también se llevaba a las chicas de calle.

Lejos de los baluartes mods de la gran ciudad, estos conciertos eran como pequeños festivales de bandas con éxitos recientes o actuales. Éramos todos jóvenes, pero existía una solidaridad que recordaba al ambiente del mundo del espectáculo de la época de papá. Aprendíamos de todo aquel con quien tocábamos, convencidos también de que nadie iba a sacar provecho de lo nuestro, de nuestras quejumbrosas guitarras y autodestrucción, que eran un coto privado.

Por fin parecía que estábamos llegando a alguna parte, pero la cosa demostraba ser mucho más lenta y dura de roer de lo que las embriagadoras promesas de Meaden sugerían, cuando parecía que el estrellato estaba a la vuelta de la esquina. Pasamos una audición con la BBC, pero fracasamos en otra, y tampoco superamos una prueba para un contrato de grabación con EMI. Nuestras maneras crudas sorprendían a los mayores, incluidos los ejecutivos de las discográficas, y básicamente seguíamos tocando versiones de material R&B. Las discográficas querían grupos que compusieran sus propias canciones.

Los Who seguían trabajando, pero fracasábamos cuando intentábamos irrumpir en la prensa nacional con un éxito rompedor. La audición para Decca Records fue la más alentadora. Russ Conway, amigo de Kit y popular pianista televisivo de boogie-woogie, así como primer inversor de la productora de Kit y Chris, apalabró la audición y persuadió al responsable de A&R John Burgess para que nos tomara en serio. Kit y Chris nos confiaron más tarde que habríamos superado la prueba si hubiéramos tocado composiciones originales. Sabedores de que yo podía escribir canciones, me animaron a sacar material nuevo que se adecuara al grupo.

Se trataba del mayor reto al que me había enfrentado. Me aislé en la cocina del piso de Ealing, donde tenía mi grabadora, y allí me dediqué a escuchar unos pocos discos una y otra vez: el Freewheelin’ de Bob Dylan, el tema «Better Get Hit in Your Soul» del álbum Mingus Ah Um de Charlie Mingus (adoraba a Mingus y estaba obsesionado con Charlie Parker y el bebop), «Devil’s Jump» de John Lee Hooker; y «Green Onions» (a pesar de que mi disco ya estaba seriamente deteriorado). Intenté captar qué era lo que realmente sentía como resultado de dicha inmersión musical. Mi cabeza no dejaba de machacar una misma idea: no puedo explicarlo. No puedo explicarlo. Ése sería el título de mi segunda canción, y con ella empecé a practicar algo que repetiría a menudo en el futuro: escribir canciones sobre música.

Got a feeling inside, I can’t explain

A certain kind, I can’t Explain

Feel hot and cold, I can’t explain

Down in my soul, I can’t explain

[Lo que siento yo, no lo puedo explicar./ Un sentimiento que no puedo explicar./ Siento frío y calor, no lo puedo explicar./ En lo más hondo del alma, no lo puedo explicar.]

Por entonces seguía utilizando una grabadora rudimentaria para registrar mis canciones y para montar una maqueta. Barney la escuchó al llegar de la escuela y le gustó. Recuerdo que la describió como Bob Dylan con algo de Mose Allison.

Kit y Chris, a través de un amigo de su glamurosa asistenta personal, Anya Butler, se reunieron con el productor de los últimos éxitos de los Kinks, Shel Talmy, a su vez productor para Decca en EE. UU., y aceptó escucharnos.

Volví a mi grabadora y me puse a escuchar «You Really Got Me» de los Kinks, aunque la radio no dejaba de emitirla a cada rato. Pulí «I Can’t Explain» y adapté la letra a una temática más amorosa, menos musical, tratando de que sonara al máximo como los Kinks para que gustara a Shel. Y ya tenía el título de la canción que vendría después: «Anyway, Anyhow, Anywhere», palabras que había garabateado en un trozo de papel mientras escuchaba a Charlie Parker.

Tocamos la revisada «I Can’t Explain» para Shel Talmy y nos reservó una sesión en los estudios Pye para grabarla. Shel también se trajo algunos músicos adicionales, algo que Kit ya nos había advertido. Keith, por su parte, le dijo alegremente al batería de estudio que «se pirara», y así lo hizo. Visto que Shel tampoco estaba seguro de que yo pudiera interpretar un solo, le pidió a su guitarrista de estudio favorito, Jimmy Page, que asistiera. Y dado que la banda había ensayado la canción con coros a la manera de los Beach Boys, aunque sin mucha gracia, Shel dispuso que los Ivy League, un trío vocal masculino, gorjeara en nuestro lugar.

Shel Talmy consiguió un buen sonido, compacto y comercial, y aunque no hubiera acoples de guitarra, yo estaba dispuesto a ceder en aras del éxito. No sabríamos si la jugada valdría la pena hasta después de Año Nuevo.

En noviembre, Kit y Chris nos consiguieron las noches de los martes en el Marquee Club, un local de jazz y blues en el Soho, y organizaron una ingeniosa campaña para asegurarse de que la primera noche fuera un éxito. En uno de mis cuadernos de arte, Kit y Chris encontraron un garabato que les gustó como logo de los Who, con la adición del símbolo de Marte que había diseñado para la furgoneta de los Detours años atrás. A pesar de que ya habíamos hecho diversas sesiones fotográficas para algunas revistas, Kit y Chris organizaron otra, donde me tomaron una foto en la que salgo solo, columpiando el brazo.

Otro amigo grafista del Ealing hizo el póster «Maximum R&B», que ya es legendario como pieza de coleccionista de la parafernalia Who. Kit y Chris empapelaron con él todo el centro de Londres, e hicieron más cosas: aparte de una postal de reparto general, imprimieron ciento cincuenta invitaciones especiales para incorporarse a los «100 Faces», un selecto grupo de mods, y acceder gratis a los primeros martes de nuestras sesiones en el Marquee. Por alguna razón me escogieron a mí como motivo de la imagen, en lugar de seleccionar a uno más guapo de la banda.

Kit contrató a Mike Shaw, amigo del colegio de Chris, para que fuera nuestro encargado de producción. Se convirtió en la única persona que pasó por la esfera Who de la que nadie nunca dirá una mala palabra. Era un sol. Se pateaba todas las salas donde actuábamos para dar con los mods de mejor pinta y pasarles invitaciones. Nuestro público era masculino al noventa por ciento, pero en las primeras noches del Marquee algunas chicas se dejaron ver en primera fila. La asistencia fue creciendo poco a poco hasta acumularse rápidamente y abarrotar la sala.

Tocar los martes de aquel invierno en el Marquee era un acontecimiento que esperaba ilusionado. Me recuerdo con la chaqueta de ante y la Rickenbacker, saliendo de las entrañas de la tierra en la parada de Piccadilly, y sintiendo que no había otra cosa en el mundo que deseara hacer. Era un músico de R&B con un bolo apalabrado. Era una gran aventura y yo rebosaba de ideas. En mis cuadernos dibujaba camisetas Pop-Art, utilizaba medallas, galones y la bandera nacional para ornar chaquetas que luego me pondría. En aquellas sesiones del Marquee sentí, al igual que muchos asistentes, que el fenómeno mod ya era algo más que un estilo: se había convertido en una voz, y los Who éramos su gran medio de expresión.

Un fotógrafo de revista que visitó nuestro piso para unas tomas tuvo que encaramarse a una escalera para sacar su equipo de entre la basura desparramada hasta la altura de la rodilla por toda la estancia, basura que Barney y yo ya ni siquiera veíamos. Después de la sesión de fotos, Kit me dijo en un aparte que él y Chris se habían quedado con una casa-oficina muy elegante en Eaton Place, Belgravia, y que le parecía que debía trasladarme allí. Aquello me preocupaba un poco, pues podía parecer que me iba para acostarme con Kit, pero a la mañana siguiente me despedí de un atónito Barney y me mudé a una habitación exquisitamente pulcra —separada de la de Kit por puertas de cristal—, en una primera planta de techos altos de un edificio georgiano, en la que sigue siendo la calle más pija de Londres. Pegué cuatro imágenes chulas de Pop Art recortadas de revistas, instalé el tocadiscos y viví como un príncipe.

Resultó que Chris no tenía dormitorio en la casa y que Kit jamás trató de seducirme, lo que me decepcionó un poco, por más que seguramente no le hubiera correspondido. Felizmente, fue Anya quien me sedujo. Yo tenía diecinueve años, ella treinta, y aquel revolcón resultó gloriosamente formativo. Mientras me provocaba el éxtasis con sus largas y afiladas uñas, me dijo que había rechazado las insinuaciones de los otros tres miembros del grupo.

Kit y Chris le pidieron a su amiga Jane, esposa de Robert Fearnley-Whittingstall, un viejo amigo del ejército de Kit, que nos gestionara un club de fans. Pasó a ser conocida como «Jane Who», y se dedicaba a ordenar las cartas que nos mandaban y a mantener una lista de contactos. Jane me pasaba la correspondencia sin abrir y, pensando que un día quizá acabaría escribiendo este libro, decidí guardar cerrada una de esas cartas hasta el día en que lo acabara[2].

Por un tiempo viví como un bendito bajo las narices de Kit. Me sentía seguro, protegido, adorado, mimado y valorado, a pesar de que seguía fumando un montón de hierba, algo que, según creo, Kit desaprobaba. Una noche decidí llevar a cabo un experimento: en lugar de mi clásico ritual de escuchar música fumado, empecé a escuchar algunos de mis álbumes favoritos mientras bebía buen whisky escocés. Mientras escuchaba y bebía, escribía lo que me pasaba por la cabeza:

Empiezo a tener miedo. Emerge la autocompasión por mi infancia. Llevo la música dentro. No me da miedo que entre. Encontrar nuevos planos perceptivos. Voy bajo el agua, a poca profundidad. Escribiré con los ojos cerrados. Nadar con los peces. Una emoción inexplicable. Muerte.

Mis demonios seguían conmigo, pero estaba aprendiendo a utilizarlos para canalizar mi proceso creativo.