El Ealing Art College fue una revelación en muchos sentidos: social, creativa, sexual y musical. El primer hecho capital que me sucedió fue la visión de una chica especialmente bonita en la otra punta de una clase abarrotada: pronto descubrí, regocijado, que adoraba a Ella Fitzgerald, y que yo también parecía gustarle.
Yo ya tenía un gusto musical definido, y más equilibrado que el de la mayoría de los que me rodeaban. Sin duda, las nuevas tendencias de la música comercial me afectaban, pero sin abrumarme. Elvis estaba bien, pero no era Sinatra. Connie Francis tenía cierto atractivo coquetón pero no era nada comparada con Ella. A mediodía, el Ealing ofrecía sesiones de bebop, dixieland, música orquestal y ópera, que se desarrollaban en el aula magna con un sistema de altavoces completo y de alta calidad. Los más entusiastas soltaban comentarios o también impartían breves y distendidas charlas. Yo asistía a todas. Pero no me limitaba sólo a pensar en la música. También tenía la facultad de crear música onírica en mi cabeza, entrar en trance creativo, experimentar visiones musicales; este don, que había permanecido seis años en estado latente, se reavivó cuando volví a escuchar música orquestal.
Por entonces no tenía una idea clara de qué era toda esa música, ni una mínima noción de los diferentes compositores, pero escuchar a Jerry Cass en la radio y la influencia de mis padres habían estimulado mi imaginación musical.
Aunque apenas podía tocar algo de jazz a la guitarra, le conté a la chica de quien estaba colado que a veces tocaba en un grupo de jazz. Sin duda, exageraba: había tocado en algunas sesiones locales, pero únicamente con bandas de pop que interpretaban un jazz rudimentario al final de las veladas para animar a la gente a que se marchara a casa.
Aquella chica y su novio acabaron teniendo una riña, y ella me buscó para compartir algo de intimidad. Cuando ladeó la cabeza para que la besara, no supe qué hacer. En lo tocante a chicas, la inseguridad seguía atenazándome. Ella acabó recurriendo a otro chaval de la clase como consuelo, y me quedé hecho polvo. El caso es que era perfecta en mi imaginación y, naturalmente, ése era el problema. Yo vivía en aquel estado imaginario, mientras que la chica era una persona de carne y hueso, con las necesidades y deseos de una mujer joven.
A principios de 1962, después de recibir la llamada que había estado esperando, me acerqué a casa de Roger para una prueba con los Detours. Antes de alcanzar la entrada, una rubia abrió la puerta y empezó a andar lentamente hacia mí. Iba llorando, pero al ver el estuche de la guitarra se detuvo y se recompuso.
—¿Vienes a ver a Roger?
—Sí.
—Pues ya puedes decirle esto: o su maldita guitarra o yo.
Llamé a la puerta y le pasé el mensaje a Roger, convencido de que se desharía en lágrimas y echaría a correr tras la celestial criatura con la promesa de que jamás volvería a tocar su guitarra.
—Que le den —dijo—. Pasa.
Subimos directamente a su dormitorio. Se lo veía distraído, y luego resultó que uno de los delincuentes con los que solía juntarse estaba escondiéndose de la policía justo debajo de la cama donde me senté para tocar. La prueba fue muy rápida.
—¿Sabes tocar el acorde de mi? ¿Y de si? ¿Y «Man of Mistery» de los Shadows? ¿«Hava Nagila»? Vale, pues. Nos vemos para practicar en casa de Harry.
Mi primera actuación con los Detours fue a principios de 1962 en una sala cerca de las piscinas de Chiswick. Yo sustituía a Reg Bowen, un guitarrista que deseaba convertirse en el road manager de la banda. Roger trabajaba como chapista durante el día, y aquella mañana se había cortado los dedos, así que desapareció entre bastidores tan pronto como llegamos, y a mí me soltaron como vacilante primer guitarra.
La mayoría de los bolos en que toqué los concertaba nuestro batería, Harry Wilson, o su padre. Harry nos gustaba. Cuando se equivocaba solía sonrojarse, cabrearse, disculparse, luego lo analizaba y seguía adelante alegremente. Ensayábamos en su casa de West Acton, e íbamos a tocar con la furgoneta de su padre.
Mi guitarra era una Harmony Stratocruiser de cuerpo sólido con pastillas sencillas, que Roger había pintado de rojo con spray. Solíamos ejecutar garbosas coreografías con las piernas al tocar temas de Cliff and The Shadows (John era muy bueno haciéndolo; Roger, particularmente malo). Nos movíamos por el gran Londres y, ocasionalmente, más allá, para actuar en bodas, eventos empresariales, cumpleaños y pubs. En una de las bodas, un pianista contratado para el entreacto explicó entre risas que cuando estaba borracho —esto es, casi siempre— sólo conseguía controlar su mano izquierda, la empleada para el acompañamiento; en tanto que su mano derecha parecía despedirse buscando la melodía por cuenta propia. Fue una de las actuaciones más graciosas que he visto, y practiqué con empeño para aprender la técnica. En otra boda recibimos cincuenta libras de propina de parte del padre de la novia; con esa suma astronómica ya podíamos pensar en comprar nuestra propia furgoneta.
Aunque los Detours eran la banda de Roger, el cantante por entonces era Colin Dawson, un atractivo joven con una poderosa voz pop. En una fiesta de compromiso, la novia se achispó y se encaprichó de él, y por un momento pareció que el novio iba a liarse a porrazos. Las peleas eran habituales, y si nadie me puso nunca la mano encima fue gracias a Roger. Hasta el más borrachuzo podía darse cuenta de que no convenía provocarle.
Todos los integrantes de los Detours bebían. Cuando la novia de Colin, Angela, cumplió los dieciocho, organizó la primera fiesta adolescente a la que yo asistía. Los invitados llegaban, se tomaban media cerveza y ya simulaban estar borrachos para poder pasar el resto de la velada pegándose el lote con quien fuera que estuviera a mano. Conmigo no funcionaba.
Con todo, una chica de mi clase en el Ealing pareció interesarse por mí, y un día nos vimos y paseamos cogidos de la mano por una galería de arte. Unos días más tarde fuimos a una fiesta, donde se emborrachó enseguida y empezó a besarme. Era mi primer beso, y la verdad es que no sabría decir si lo disfruté. Sentí como si se me comieran vivo. Poco después se besó con otro chico de la clase y desapareció.
El viaje de vuelta en tren fue desolador. Aunque la chica en cuestión era bastante maja, eso tampoco justificaba el inmenso dolor que sentía.
Hacia el final de mi primer año en la escuela de arte, los Detours tocamos en nuestra primera sala de baile, el Paradise Club de Peckham. Vino un nuevo batería, Doug Sandom, y aunque nos sabía mal que Harry se fuera, Doug ayudó a que nos centráramos. Era unos diez años mayor que el resto, y se comportaba como un auténtico profesional. Una noche de verano en Peckham, apiñamos el equipo en torno a su batería, bajamos el sonido general y por primera vez alcanzamos un equilibrio musical decente. Empezaba a sentir que quizá teníamos la posibilidad de ganar algún dinero con los Detours.
Maurice Plaquet, un músico amigo de papá, se estableció como nuestro agente y nos consiguió una actuación en Acton Town Hall para el 1 de septiembre de 1962, como teloneros de la Ron Cavendish Orchestra. En la prensa se nos anunciaba como «The Detours Jazz Group» y la fotografía publicada nos muestra bien juntos, de pie, con traje, corbata y sonrisa profesional. Era mi mejor foto vista hasta la fecha, y pronto comprendí la importancia que tenían estas imágenes: cuando la vio la bonita hermana pequeña de Roger, Carol, empezó a darle la lata para que nos presentara.
En los pasillos del Ealing Art College se exhibían collages de madera interactivos que nuestro director de curso, Roy Acott, había creado de modo que diversas partes de los mismos pudieran ser recompuestas por el espectador. Aquel año se nos iban a abrir los ojos acerca de nuestras ideas preconcebidas sobre el arte, las escuelas y la enseñanza del arte y las varias modalidades del diseño. Me di cuenta de que mis lagunas de formación eran espectaculares.
En la escuela estaban representadas tanto la vieja guardia como la nueva. La primera, con americana de tweed, estaba integrada por dibujantes, calígrafos, encuadernadores y demás, que solían ser aburridos. La nueva iba de pana, sus miembros tenían entre veinte y treinta años, y eran bohemios. El responsable de nuestra primera clase de dibujo era de la vieja guardia. Nos instruyó sobre cómo afilar los lápices, qué tipo de mina convenía para cada tarea, cómo fijar el papel al tablón, cómo sentarnos, sostener el lápiz y dibujar a escala según diversas distancias.
—Dibujad una línea.
Todos dibujamos una línea y, de ahí, nos vimos sujetos a la más severa de las críticas posibles por parte del profesor: indicó que la primera línea debía ser de arriba abajo, de 15 cm., de grosor uniforme, trazada con un lápiz 3B, sin regla. Toda desviación de la pauta encarnaba una dejadez impropia de los estudiantes del Ealing.
La segunda lección fue impartida por un miembro de la nueva guardia. Era bastante sencillo, un mero test para evaluar el nivel de nuestras preconcepciones.
—Dibujad una línea.
Perfecto. Como en una coreografía, todos dibujamos una línea, de arriba abajo, 15 cm., de grosor uniforme, etc. Nuestro profesor, el joven Anthony Benjamin, abandonó el aula y volvió con el escultor Brian Wall. Empezaron a despotricar por el aula, gritándonos. En un momento dado, Benjamin se sacó un cortaplumas y se pinchó un dedo, dejándolo sangrar por una hoja blanca de papel.
—Esto es una línea. ¿Lo entendéis?
Lo entendimos, claro. Éramos las víctimas inocentes de la disputa entre lo viejo y lo nuevo.
Otro profesor invitado fue Larry Rivers, el primer pintor saxofonista yonqui gay americano que conocí. Con él sentí que conectaba estrechamente con el último Jackson Pollock, parte de cuya obra asombrosa y profundamente caótica había sido exhibida en los pasillos de la escuela durante unas semanas. Más tarde supe que Peter Blake, mi pintor favorito, tenía un estudio en Bedford Park, cerca de la escuela, lo que intensificó más aún mi identificación con él.
Experimenté con el color y la semiótica. Nos juntamos un grupo para construir una gran estructura en la clase, donde pretendimos crear una suerte de barracón experimental. Mi primera tentativa con las instalaciones artísticas tenía un cierto aire de túnel del terror.
En otoño de 1962, nadie de la banda ni de quienes solían acompañarnos tenía idea de qué hacía yo en la escuela de arte, y a los amigos de la escuela tampoco sabía qué contarles acerca del grupo musical. Aunque ya me ganaba un buen dinero con los Detours, sentía que no molaban. Yo seguía viviendo con mis padres, pero se aproximaba el momento en que iba a tener que «exponerme» en ambas facetas de mi vida, ante el grupo y ante mis amigos artistas. Necesitaba verme en perspectiva.
A mitad del primer semestre de mi segundo año, estalló la crisis de los misiles cubanos. Aquel día crítico de octubre de 1962 acudí a la escuela completamente convencido de que la vida había terminado, ¿por qué me molestaba siquiera en asistir a clase? Tras comprobar que el Apocalipsis se suspendía, me alegré de no haber sido presa del pánico, ni haber llorado ni cacareado histéricamente antes de recibir la buena nueva.
En cierto modo, el mensaje que saqué del evento cuasi apocalíptico fue que debía darle una oportunidad a la dedicada y paciente Carol. Nos íbamos a dar paseos, trataba de hablarle de lo que hacía en la escuela de arte, la besaba cuando y cuanto podía en el vestíbulo del hogar de los Daltrey y —a través de su hermana mayor Gillian y de su enrollado novio— supe de una nueva tribu que estaba emergiendo en Londres Oeste, una cuadrilla de clase trabajadora llamada los mods. A principios de los sesenta en Inglaterra, la subcultura adolescente de los teddy boys estaba cediendo ante dos nuevos colectivos: los mods y los rockers. A los mods les iba la moda, el R&B, las scooters y cierto exhibicionismo bailón, en tanto que los rockers exhibían maneras machistas, según el rol de Marlon Brando como motero jefe en El salvaje.
El novio de Gillian vestía una gabardina de poliéster e iba en Vespa como un joven romano. Carol Daltrey decía que yo tenía un look realmente «moderno» y me animó también a comprarme una gabardina de poliéster. Aquella conspiración mod se estaba cuajando ante las narices de Roger, de línea más bien roquera. Sentarme con Carol y besarla largamente era especialmente romántico cuando la nieve empezaba a caer anunciando ya las vacaciones navideñas. Mientras me encaminaba hacia casa aquella noche, bajo la nieve, me sentía de lo más feliz, por más que supiera que Carol no era para mí. No era tanto su juventud (yo tenía diecisiete, sólo dos años más que ella), cuanto que ella no podía encajar en mi vida vinculada a la escuela de arte. De hecho, yo mismo no sabía si iba a ser capaz de compaginar dos esferas tan diferenciadas como las artes visuales y la música.
Entretanto, los Detours andaban atareados. Después de la Navidad, Leslie Douglas, en cuya banda había cantado mamá a finales de los cuarenta, consiguió colocarnos en la lucrativa franja vespertina de domingo en el Club de Oficiales Americanos de Queensway, en Londres. Por entonces, ya había cierta cantidad de buenas bandas locales tocando en el circuito por el que nos movíamos: Cliff Bennett and The Rebel Rousers, los Beachcombers y los Bel Airs. Yo empecé a desempeñarme como primer guitarra cuando Roger cogía el micro para cantar su popurrí favorito de Johnny Cash, éxito asegurado entre yanquis con morriña.
Roger compró una furgoneta que yo decoré con mi logo de los Detours, con una flecha en la «o». Hay una foto en que aparecemos los cuatro junto al vehículo, ataviados con chaquetas de cuero negro sin cuello, con pinta de basureros. En enero de 1963, hicimos cinco o seis bolos, pero en febrero el número se incrementó a once o doce, incluyendo nuestra primera actuación en el Oldfield Hotel de Greenford, que se convirtió en un baluarte. Ya en marzo tocábamos diecisiete o dieciocho veces al mes, y mantuvimos esa apretada agenda durante un buen tiempo.
En una buena semana, podía ganarme casi treinta libras, lo que en 1963 era una cifra astronómica. En comparación, mi beca anual de la escuela era de ciento cuarenta libras, a dividir en tres trimestres. Con dinero en el bolsillo, un día me encaminé a Selmer’s, la tienda de música en Charing Croos Road, y me compré un ampli profesional Fender con un bafle de quince pulgadas. Pegaba fuerte, era chillón y sexy. El vendedor que me persuadió era John McLaughlin, que se convertiría luego en una leyenda del jazz fusión.
A principios de la primavera de 1963, conocí a Richard Barnes, al que todos llamaban Barney. Se convirtió en amigo y aliado de por vida, y en el principal biógrafo autorizado de los Who. Enseguida congeniamos y yo adoraba su humor seco y mordaz. Mi impericia y ensimismamiento entorpecían mi aprendizaje de aquellos que me rodeaban, pero Barney era perfectamente indulgente con éste y cualquier otro defecto. Además, Barney era consciente de mi auténtico talento musical, quizá más que yo mismo.
Sufrí mi primera agónica resaca después de que nuestro batería Doug me sometiera a una ingesta industrial de cervezas tras uno de nuestros bolos habituales en el pub White Hart. Después de aquello empecé a pavonearme un poco en la escuela, y llevaba un frasco de cuarto de whisky en el bolsillo trasero de mis Levi’s. En cualquier caso, sabía que yo iba por detrás de mis iguales en casi todo. Los otros chicos de la banda tenían novia, incluso esposa. Yo me había pegado algún lote en la trasera de la furgoneta, pero mis tentativas por consumar alguna gesta sexual habían fracasado.
Mis amigos de escuela Nick Bartlett y Barney vinieron a ver al grupo por primera vez el 29 de marzo en un colegio universitario de Londres. Parecían impresionados. Barney tenía novia estable, Jan, que era muy guapa, con su media melena morena, y unos ojos más impactantes si cabe por la máscara de ojos egipcia. Fue ella quien mencionó por vez primera el éxito de una banda llamada los Rolling Stones. Por cuenta de los Detours, demasiado ocupados para seguir a otros grupos, Barney y Jan se dedicaron a examinar la escena musical más allá de nuestro circuito local de pubs.
Había mucho que explorar, pero de entre el cúmulo de formaciones eran los Stones quienes despuntaban. El distrito de Ealing había sido la cuna del R&B británico un año antes. Alexis Korner, padre del género, realizaba regularmente un bolo en el Ealing, un club de sótano, con el legendario Cyril Davies a la armónica blues. Brian Jones aparecía de vez en cuando para tocar la guitarra slide. Jack Bruce tocaba el contrabajo, en tanto que Mick Jagger cantaba temas de Chuck Berry. En otoño de 1962, los Rolling Stones habían evolucionado como la banda que ya conocemos, y se habían hecho amos de la sesión semanal de R&B del Ealing Club. Ocasionalmente, los estudiantes de arte los veíamos paseándose por allí antes de la actuación. En 1963 los rumores sobre los Stones ya eran leyenda; no había duda de que —Beatles aparte— esta era la banda a la que había que seguir.
En primavera de 1963, dos estudiantes de fotografía empezaron a poner singles de R&B en la gramola del café Sid’s, frente a la escuela. Un tema destacaba por encima del resto: «Green Onions» de Booker T & the M.G.’s. Debí de tocarlo cincuenta veces, y al final apañé una versión para guitarra, en lugar de órgano, que los Detours añadieron a su repertorio. El 17 de mayo de 1963, la banda tocó en el Carnival Ballroom del Park Hotel en Hanwell, cerca del Ealing, así que todos los amigotes de la escuela se presentaron. Algunas chicas guapas de la escuela de moda se pusieron en primera fila brindándome una imitación de alaridos beatlemaníacos; aunque estaban bromeando, muchos quedaron impresionados, y más cuando interpretamos las melodías R&B un poco más rumbosas que yo había colado en nuestro repertorio algo convencional.
Aquél fue un momento formativo para mí. Mis amigos de la escuela podían ver a la banda de la que yo había sido tan reticente a hablar; John, Roger y Doug podían ver a mis amigos de la escuela, y cuán variado era mi círculo de allí. Me seguía incomodando que algunas de las canciones que tocábamos fueran grandes éxitos de los Beatles, Gerry and the Pacemakers, Johnny Kidd y Buddy Holly, pero también tocábamos suficiente material de R&B como para llamar la atención de los melómanos más snobs de la escuela.
Sesenta conciertos después, Commercial Entertainments nos contrató para tocar varias veces en St. Mary’s Ballroom, en Putney. En una ocasión hicimos de teloneros para Johnny Kidd & The Pirates. Eran un grupo compacto, que conseguía un sonido realmente potente con nada más que guitarra, bajo y batería. Decidimos seguir el mismo camino, de modo que Roger me dejó como primer guitarra, visto que él se iba a dedicar enteramente a cantar, y me vendió su guitarra Epiphone de cuerpo sólido. A partir de las lecciones del método Chet Atkins, empecé a dominar la técnica del fingerpicking propia del rockabilly de los Pirates, aplicada por su guitarra Mickey Green. Empecé a practicar simultaneando como guitarra rítmica y guitarra líder —lo que dio en llamarse como «acordes de quinta»—, y sumando el tañido de una cuerda al aire para añadir color al sonido.
También conocimos a nuestro futuro ingeniero y productor Glyn Johns. Cantaba con los Presidents, que eran populares en el local, y se mostraba muy animoso con la nueva y más sobria formación. Roger conoció a su futura primera esposa Jackie en aquel bolo, y empezaron a verse regularmente. Por un tiempo, yo estuve saliendo con su mejor amiga, una chica vistosa, y cuando metí las manos en su blusa por primera vez, me creí en el cielo. Un día tratamos de hacer el amor en casa de su primo (que estaba redecorando su tío). Yo llevaba mi mejor atuendo mod, con un nuevo par de estupendas botas de gamuza. Me puse encima de la chica mientras ella jugueteaba con mis pantalones, pero de pronto se me helaron los pies, literalmente: había metido mis preciosas botas nuevas en un cubo de cola para empapelar.
Jackie se quedó embarazada en invierno, y Roger se casó con ella en marzo de 1964, cinco meses antes de que naciera su primer hijo, Simon. Nick se veía con Liz Reid, una escocesa rubia y guapa, estudiante en la escuela de moda. Unos meses antes había estado saliendo con una irlandesa de bandera, también de la escuela de moda. Como la cosa había terminado, un día salimos los cuatro a comer a un chino. Aquella noche en el metro de vuelta a casa, me susurró al oído que quería acostarse conmigo. Luego, al salir de la parada de Ealing Common, fumamos hierba: mi primera vez. Sentí, recuerdo, que acababa de descubrir algo importante, sin estar muy seguro de qué.
En mi dormitorio a oscuras, Nick y Liz se echaron en mi cama. Yo me tendí en el suelo con la chica irlandesa. Aquel era mi primer auténtico encuentro sexual, de modo que los ingredientes de sexo y drogas propios del rock’n’roll los probé simultáneamente. Mi orgasmo se demoró unos segundos. A la mañana siguiente, a pocas mesas de distancia en el café Sid’s, pude oír a la chica irlandesa que se reía afectuosamente sobre mi inexperiencia sexual, pero no me importó. La pericia no importaba por ahora, tenía todo el tiempo del mundo. Por fin había llegado.
Deseaba ser escultor, pero la escuela Ealing perdió su certificación como centro homologado de bellas artes y escultura, con lo que mis padres empezaron a preocuparse de que saliera de ella sin título alguno. La banda me seguía pareciendo una actividad extra, de modo que empecé a pensar en trasladarme a otra escuela. Estaba particularmente interesado en la escultura cinética: instalaciones que combinaran colores vistosos, iluminación, pantallas de televisión y compleja música codificada. Todo aquello, imaginaba, debía ser interactivo, y dotado de animación por medio de los ordenadores de los que solía hablar Roy Ascott[1]. Sin embargo, sabía que iba a extrañar a mis amigos si abandonaba el Ealing, así que, junto a Barney, decidí pasarme a diseño gráfico.
Todo cambió cuando conocí a Tom Wright, el hijastro de un oficial de las Fuerzas Aéreas Americanas destinado en las cercanías. Resultó que él y su mejor amigo Cam habían sido los responsables de añadir singles de R&B a la gramola del café Sid’s. Eran conocidos por haber introducido marihuana en su círculo, y por su inmensa colección de discos. Uno de sus colegas me había oído tocar blues en clase y se fue a buscar a Tom para que me oyera.
Yo ya poseía un puñado de discos de blues: Leadbelly, Sonny Terry, Brownie McGhee y Big Bill Broonzy. Había oído a Chuck Berry, pero sólo su material más comercial. Tom y Cam tenían álbumes de Lightnin’ Hopkins, Howlin’ Wolf, John Lee Hooker, Little Walter, Snooks Eaglin y otros músicos de blues enteramente desconocidos para mí. Tom y Cam me dejaban volver por su casa a condición de que les tocara la guitarra de vez en cuando. Cada disco era una revelación, pero los auténticos tesoros de la colección eran piezas más recónditas: Mose Allison aparecía junto a Joan Baez; Ray Charles pegado a Bo Diddley; Jimmy Smith con Julie London.
El gran puntal de la discoteca era Jimmy Reed. Tenían todas sus grabaciones, como «Big Boss Man» y «Shame, Shame, Shame», grandes éxitos de R&B en EE. UU., pero inéditos en el Reino Unido. Unos riffs sencillos acompañaban una letra elemental escrita por su mujer. Un tono de graves sostenido, ritmo de traqueteo y estridentes solos de armónica marcaban la escena para la voz quejumbrosa y vacilante, veterana, de Reed. Pero había algo absolutamente inolvidable en aquella música, especialmente si escuchabas varios álbumes seguidos y algo colocado.
También me atraía la faceta más jazz del R&B, sobre todo al principio. Había crecido con Ella, Frank, el Duque y Count Basie, así que me gustaban Ray Charles, Jimmy Smith y Mose Allison. Pero no sabía tocar el teclado, no tenía acceso a ninguno y seguía siendo un guitarrista algo rudimentario. Con todo, no hacía falta ser muy listo o rápido para tocar R&B a la guitarra. Uno debía estar preparado para escuchar con atención, y en última instancia para sentir de verdad la música. Esto parecía menos absurdo para un chico blanco de clase media en 1963 que hoy día, de modo que procedí sin dificultad a aprender a tocar blues, sobre todo blues rítmico. Me encantaba emular a Jimmy Reed, John Lee Hooker y Hubert Sumlin, el guitarrista de Howlin’ Wolf, y empecé a desarrollar mi propio estilo rítmico basado en una fusión de los suyos.
Estaba hecho un lío, y estoy seguro de que al resto de la banda le pasaba lo mismo. Ellos tenían trabajos normales. Doug era albañil, y padre. Roger trabajaba en una fábrica donde cortaban hojalata para cajas de material técnico y para instalaciones de estudio de grabación. John trabajaba en la oficina tributaria local. Yo era estudiante de arte, y me estaba aficionando al consumo recreativo de marihuana, que fumaba varias veces a la semana. En los últimos tiempos, Roger me tenía que sacar de la cama para que acudiera a los bolos. A menudo me mostraba sarcástico acerca de la música que el resto de integrantes quería tocar, y Doug tuvo que interceder por mí un par de veces cuando casi llego a las manos con Roger por cuestiones de orientación musical del grupo. Yo seguía dando la lata porque sentía que si no cambiábamos nunca iba a estar en la onda de mis amigos de la escuela. Por otra parte, las canciones que trataba de componer para nosotros, según los éxitos del momento, eran realmente empalagosas.
Grabamos mi primera canción, «It Was You», a finales de 1963 en el estudio casero de Barry Gray, que componía música para programas infantiles de televisión como Thunderbird y Fireball XL5. Dick James, el coproductor de los Beatles por entonces, oyó «It Was You» y me contrató.
I was a guy who thought love would pass him by.
Then I met you and now I realize
It was you who set my heart a-beating.
I never knew, love would come with our meeting.
[Pensé de chico que el amor me esquivaría./ Te conocí y ahora ya sé/ que eres tú por quien late mi corazón./ No pensé que conociéndote sabría del amor.]
La canción la grabaron los Naturals, una banda de beat británico originaria de Essex, y otro par de grupos. No fue ningún éxito, pero el hecho de que se editara me proporcionó una gran confianza. Me sentía ya con derecho a hablar claro acerca de la orientación musical del grupo, incluso de forma taxativa. Roger era la persona al mando, pero existía una renovada tensión entre nosotros. Ambos ansiábamos el triunfo, pero cada uno tenía sus propias ideas al respecto. Sea como sea, nos profesábamos un respeto rezongón que iba a durar toda la vida.
Además de nuestras tareas diarias, teníamos bolo cada par de días, y a veces varios consecutivos. Nuestro público eran ante todo mods. Algunos locales, como el auditorio de la iglesia de Notre Dame, en el Soho, y Glenlyn Ballroom en Forest Hill, eran auténticos bastiones mod en los que pioneros de la moda, a los que llamaban «faces», exhibían nuevos modelos y bailes como maniquíes de moda. Roger y yo estábamos más enchufados a la movida que la mayoría gracias a su hermana Gillian y a su novio, que formaban parte de la vanguardia mod. Había algunas mods irlandesas adorables que solían ir al Goldhawk, el histórico local en Shepherd’s Bush. De vez en cuando, hasta conseguía intimar sin meter los pies en el cubo de cola.
Tom y Cam fueron pillados trapicheando con hierba, y deportados, dejando toda su colección de discos a nuestro cuidado. Yo por fin me trasladé a mi propia casa con Barney de compañero, y allí nos instalamos como herederos de Tom y Cam. Durante la primera quincena en que compartimos el piso, consideramos que nos apañábamos muy bien con la intendencia, pero luego supimos que el casero dejaba pasar a mamá cada día para que limpiara, aspirara, hiciera la colada y demás. Le gustaba seguir desempeñando un rol protector y maternal en mi vida de un modo que yo, como joven independiente que había ahuecado el ala, me resistía a aceptar. Y puede que no me gustara que viniera a recogerme los calcetines, pero claro, «al menos tenía ropa limpia».
Jimmy Reed sonaba sin parar y también empezaron a aparecer algunas chicas fabulosas. Si Roger ya tenía problemas para controlarme cuando vivía con mis padres, ahora era un engorro. Yo sólo quería colocarme, escuchar discos, tocar la guitarra y esperar a que sonara el timbre. Después de las duras jornadas de escuela, a menudo prefería pasar de la banda, y si Roger hubiera sido menos enérgico me hubiera quedado en casa en medio de una humareda de hierba.
Nos contrataron para telonear a los Rolling en Putney para finales de diciembre de 1963. Yo estaba predispuesto a mostrarme cínico, sin siquiera haberlos escuchado tocar: había resuelto que su reputación se debía a sus cortes de pelo. Pero la actuación arrasó conmigo. Nuestro productor, Glyn Johns, me presentó a Brian Jones y a Mick Jagger, que se mostraron educados, encantadores. Desde un lado del escenario los estuve observando y me convertí en un fan instantáneo y de por vida. Mick era misteriosamente atractivo y sexualmente provocador, quizá el primer gran icono de ese estilo desde Elvis. Mientras Keith Richards esperaba a que se abriera el telón, iba precalentando agitando los brazos como las aspas de un molino. Unas semanas después, los teloneamos de nuevo en el Glenlyn Ballroom, y vi que Keith ya no recurría a la maniobra de las aspas, de modo que decidí adoptarla.
Había un grupo brutal llamado los Yardbirds, donde Eric Clapton ejercía de primer guitarra. Y Roger había visto el ensayo de otra banda llamada Trident, a cuyo guitarrista no dejaba de poner por las nubes, el joven Jeff Beck. En ambos casos se trataba de una competencia real e inmediata.
En febrero teloneamos a los Kinks por primera vez en el Goldhawk. Aunque llevaban el pelo largo, vestimenta estrafalaria, fracs, camisas con volantes, las chicas mods les aullaban igualmente. Su música era potente, y las maneras de Dave Davies a la guitarra eran algo especial. Aquella noche probé algunos de mis nuevos trucos de acople, y resultó que él hacía lo mismo. Ray Davies era casi tan llamativo como Mick Jagger, y por motivos idénticos: era delicado, levemente andrógino y muy sexy. Los Kinks tocaban varios de los mismos temas R&B que nosotros, y de algún modo se apañaban para resultar poéticos, melancólicos, ingeniosos, irónicos y ferozmente irascibles al mismo tiempo. Junto con los Stones, siempre los contemplo como una influencia primordial.
Aquel mes de febrero, John Entwistle se enteró de que había otra banda llamada los Detours, de modo que un día volvimos a Sunnyside Road después de un bolo y empezamos a debatir posibles cambios de nombre. Barney sugirió los Who, yo sugerí los Hair. Yo me aferré a mi opción (¿podía intuir de algún modo que la palabra «Hair» iba a arrastrar a millones de hippies unos años más tarde?). El día de San Valentín de 1964 lo decidimos.
Nos convertimos en los Who.