Yo seguía tocando la armónica, y mejoraba cada día, pero estaba claro que el instrumento fetén era la guitarra. Jimpy y yo nos quedamos cautivados con Rock Around the Clock, y la banda de Haley sólo contaba con un saxofonista. Marcaban su legado Country & Western con una guitarra pedal steel (guitarra de acero con pedal), y aquel swing resultaba vivaz y sumamente alegre, casi frenético. A menudo las letras eran un sinsentido. Hoy día casi todas las letras del rock primerizo se suelen interpretar en cierta clave sexual secreta, pero yo nunca me di cuenta de eso.
Bill Haley me gustó sólo unos cuantos meses; Jimpy, en cambio, se había pillado del todo y se compró varios discos suyos y de Elvis. Mientras seguía conmigo en la isla de Man, él y una chica mona llamada Elaine —de quien los dos nos habíamos encaprichado— empezaron a cantar juntos canciones de Elvis. Yo me descolgué: Elvis me sonaba cursi, un bobo que cantaba sobre perros con voz arrastrada. No me cabía en la cabeza. Lamentablemente, yo me había perdido sus primeros grandes lanzamientos como «That’s Allright Mama» y «Heartbreak Hotel», y había caído directamente a manos de «Hound Dog» y «Love Me Tender», una canción que me daba ganas de vomitar, sobre todo cuando Jimpy y Elaine se la canturreaban el uno a la otra. En sus películas (aparte de El rock de la cárcel), Elvis confirmaba la imagen de memo que tenía de él.
Después de las vacaciones, empecé mi segundo año en la escuela Acton County, preparatoria para secundaria. Para gran alegría de mis padres, mi madre por fin se quedó embarazada y dio a luz a mi hermano Paul. Papá hizo planes de mudanza a un piso más grande, y encontró uno en la misma calle donde seguían viviendo sus padres, en Uxbridge Road. La cosa tenía buena pinta. En el nuevo piso, en Woodgrange Avenue, me sentaba en un escalón del comedor vacío y me ponía a tocar la armónica. Sabía que allí seríamos afortunados. Tenía mi cuarto con su puerta, y tenía a Paul, el hermano que siempre había querido.
Aquel otoño, papá nos consiguió entradas a Jimpy y a mí para ir al concierto de Bill Haley en el viejo cine Regal, en Marble Arch. Yo fui más que nada por acompañar a Jimpy. Teníamos asiento en el gallinero, al fondo de todo, rodeados de bulliciosos adolescentes algo mayores que nosotros. La estructura de la sala estaba dañada por los bombardeos de la guerra, y cuando el público brincaba alborozado toda la grada vibraba. (El edificio fue demolido meses más tarde).
Varios chavales de la escuela habían pillado el gusanillo del rock, pero su interés parecía limitarse a silbar cualquier disco que fuera número uno en las listas del momento. Jimpy consiguió que su padre le hiciera una guitarra. Posaba delante del espejo, meneándose como Elvis y rasgueando aquellas cuerdas de piano desafinado con que su padre había equipado la improvisada guitarra. Un día agarré aquella caja de madera y, sin saber muy bien cómo, le saqué una melodía de oído. Jimpy se quedó patidifuso. Fue a la habitación donde nuestros dos padres estaban bebiendo y los trajo para que me escucharan. Papá no dijo gran cosa, pero Fred Beard dijo: «Si es capaz de tocar con eso, lo podría hacer muy bien con una guitarra de verdad».
Papá no estaba convencido. Le di la lata, pero como nunca había seguido su consejo de aprender a leer música, no se tomaba muy en serio mis aspiraciones. (Sin un piano en casa, tampoco sé cómo pretendía que aprendiera).
Curiosamente, fue Denny quien intervino en mi favor. Me compró una guitarra que vio colgando en la pared de un restaurante, cuyo propietario era amigo suyo. Era un instrumento atroz, casi más duro de tocar que el que Fred le había hecho a Jimpy, pero yo estaba encantado. Después de encordarla debidamente, empecé a aprender algunos acordes. Al poco, tres cuerdas se habían roto y el mástil empezaba a torcerse, pero reduje la tensión y me apañé con las tres cuerdas restantes.
Un día andaba rasgueando cuando el amigo trompetista de papá Bernie Shape me oyó en mi habitación y se asomó. «Bien, Pete, vas bien», dijo. «¿Qué me dices, Cliff?». No hubo respuesta de papá, pero solo en mi cuarto intentando tocar las notas de oído, empezaba a vislumbrar la posibilidad de dejarlo atrás con sus gloriosas tradiciones musicales. En el fondo, presentía que los días de mi padre se acercaban a su fin.
En 1957, Chas McDevitt grabó un éxito nacional con una canción llamada «Freight Train», que oí por primera vez en la BBC, en versión de Nancy Whiskey. Al escuchar aquel sonido skiffle doméstico y entrañable me di cuenta de que con una guitarra y unos pocos acordes se podían componer discos de éxito.
Debido a la amenaza real e inmediata que dicha música skiffle suponía para la carrera discográfica de mi padre —y así, para la seguridad familiar (en la televisión todavía no había visto ni a un saxofonista ni a un clarinetista)—, yo contaba con una perspectiva única sobre los cambios sutiles que se iban registrando en la sociedad. Tras décadas de lidiar con amenazas militares, nuestros padres se enfrentaban ahora al peligro interno. Se le acabó llamando «juventud». Y yo había ido a engrosar las filas de tantos coetáneos al hacerme con una guitarra, aquel instrumento que amenazaba la carrera de mi padre. Quizá por eso lo retrasé un poco y me entretuve un tiempo con el banjo, para tocar jazz dixieland.
El grupo de amigos del colegio con quienes tocaba estaba lleno de potenciales sustitutos de Jimpy. Chris Sherwin estudiaba batería, y con Phil Rhodes al clarinete y John Entwistle a la trompeta nos veíamos cada semana para ensayar como cuarteto, en el que yo tocaba el banjo. El grupo se llamó los Confederates. En la primavera de 1958, cuando empezamos, yo sólo tenía doce años, pero ellos ya eran adolescentes. A John Entwistle lo conocía un poco, y disfrutaba con su sentido del humor. Chris Sherwin actuaba como el líder, en parte porque nuestros ensayos eran en casa de su padre en Ealing Green.
Nuestro primer bolo como los Confederates fue en el Congo Club de la Iglesia Congregacional de Acton, el 6 de diciembre de 1958. Tocamos para unas diez personas. Yo estaba paralizado por los nervios mientras interpretábamos una melodía que habíamos creado juntos a partir de un acorde de do que yo tocaba al banjo. Proseguimos con «Maryland» y «When the Saints Go Marching In», con un solo explosivo de Chris Sherwin a la batería. Después de terminar, observé atónito como John Entwistle y el resto de chicos se ponían a bailar con las chicas. Una de ellas trató de mostrarme los pasos, pero no acertaba a seguirla. Hoy sigo sin poder bailar jive.
Y cuando las luces se apagaron y empezó el besuqueo, me escabullí para casa.
Un día, mientras hurgaba por Miscellanea, la tienda de segunda mano que ahora tenían mis padres, encontré una mandolina, lo que avivó mi interés por los instrumentos antiguos. Papá disfrutaba de la informalidad y el ritmo pausado de la tienda; a menudo cerraba a la hora de comer y se iba al pub. En verano, me fui con él los pocos días laborables en que tocaba en la isla de Man, y para cuando volví me di cuenta de que mientras me dedicaba a progresar con el banjo, otros chicos también se habían estado aplicando con la música.
John Entwistle, Chris Sherwin, Phil Rhodes y Rod Griffiths ensayaban regularmente con el grupo de jazz de Alf Maynard. Alf era un gran tipo, pero tocaba el banjo, de modo que yo estaba de más, aunque nos recuerdo a ambos lidiando con el banjo en un bolo de Navidad por el que la banda de seis miembros cobró dieciocho libras. Por una breve temporada, formé parte de su mundo desenfadado y adulto e incluso me pude permitir mi primera guitarra decente. La compré en la tienda de mis padres por tres libras, estaba hecha en Checoslovaquia y tenía un sonido algo flaco pero agradable.
Mientras tocaba en la banda de Alf, veía menos a John Entwistle, y dejé la música un poco de lado mientras Chris trataba de acompasarme al ritmo de la adolescencia que me envolvía. Me llevó a ver mi primera película X, Peeping Tom (que resultó ser un thriller elegante en lugar de la guarrería que yo me esperaba). También me consiguió una segunda ronda de entrega de periódicos, con la que ganaba treinta chelines a la semana, lo que me parecía una suma fabulosa. Con todo, era una ruta difícil, y me tocaban la mayoría de los bloques alrededor de Ealing Common; en invierno era horrible. Una mañana fría y húmeda me dormí y fui despedido.
Mis padres me daban dinero extra por cuidar de mi hermano Paul, pero era un niño fantástico y me lo pasaba bien con él. Denny acechaba por ahí cerca, pero yo le lanzaba miradas ominosas, advirtiéndole de que, mientras yo anduviera por allí, Paul no iba a caer en sus manos de bruja. Su llegada hacía que nos sintiéramos como una familia de verdad, y nadie me iba a arrebatar eso.
Mis padres volvían a ser amantes. Pasaban mucho tiempo en el pub, lo que por entonces no entendía, aunque ahora sé que ambos tenían problemas con la bebida. Papá la necesitaba para sentirse a gusto con su gente, y mamá trataba de aplacar el dolor enquistado causado por el abandono materno. Entonces volvió a quedarse embarazada, y mi hermano Simon nació en casa en octubre de 1960, cuando yo tenía quince años.
En el último curso de la escuela preparatoria —primavera y verano de 1961—, Chris Sherwin seguía siendo uno de mis íntimos amigos. Era muy cariñoso con el pequeño Simon, y sé que tenía un buen corazón, pero empezó también a darme la vara por mis fracasos con las chicas. Un día, mientras volvíamos de la piscina a casa, me sacó de mis casillas y le dije que nos íbamos a pegar. Grandullón como era, se rió y se dio la vuelta.
Entonces, le di con la bolsa de la escuela en la cabeza; para mi sorpresa, se desplomó. Pensando que estaba haciendo el payaso, me fui, enojado. Segundos después sentí que, desde atrás, su puño me impactaba en un lado de la cabeza. «¿Cómo me dejas con ese golpetazo?», gritó. Difundió la nueva de mi «cobarde gesto» por toda la escuela, lo que maculó mi reputación hasta el punto de que John Entwistle parecía ser el único dispuesto a tener trato conmigo.
La cosa empeoró y mi buen nombre se hizo añicos. Un día volvía a casa en bicicleta y pasé ante unos chavales de la escuela que estaban arrojando piedras a la ventana de un anciano. Entonces apareció la policía. Los chicos escaparon y me pillaron a mí. Incriminado por vestir el mismo uniforme escolar que los vándalos, me detuvieron y, con las acostumbradas amenazas de cárcel, me persuadieron para que diera los nombres de aquellos chicos.
A la mañana siguiente, el director hizo llamar a los chicos que yo había nombrado, y luego me llamó también a mí. Naturalmente, todos fuimos azotados con la vara. Y yo caí en lo más bajo cuando circularon rumores de que me había chivado. Mamá me recuerda sentado, abatido, en un parque junto a la escuela; llovía, pero yo era incapaz de entrar. Papá estaba tan preocupado que vino a hablar conmigo, pero yo estaba demasiado avergonzado para contarle mis problemas. Mi rendimiento escolar se resintió, y me recluí en mi guitarra, jurándome que ya me las arreglaría por mi cuenta.
Hacia el final del trimestre de primavera, había electrificado mi guitarra checa y comprado un pequeño amplificador. John había confeccionado su propio bajo, y ensayábamos juntos en mi casa. Solíamos acudir a un puesto de fish-and-chips de Acton y caminar de vuelta a Ealing, compartiendo nuestros sueños con las lenguas escaldadas por el aceite.
Un día Denny irrumpió en mi cuarto mientras estaba tocando con John.
—¡Acaba con la maldita bulla! —gritó.
La miré fríamente sin replicar, agarré mi pequeño amplificador azul y lo arrojé con violencia contra la pared.
—¡A la mierda! —dije, impasible ante el ampli hecho añicos en el suelo.
Denny palideció y salió de la habitación.
—Estupendo —dijo John secamente.
John tocaba el bajo con un grupo que había formado nuestro amigo del cole Pete Wilson, un fan de Cliff Richard and The Shadows. Pete tocaba con entusiasmo pero torpemente, así que cuando me ofrecieron integrarme en la banda, me sentí halagado, pero dudaba. Tras haber madurado mi intención de ser artista, la idea de interpretar canciones de los Shadows no me volvía loco, pero Pete acabó siendo un buen amigo y era un líder natural y animoso.
Mick Brown, nuestro batería, era un músico competente y una de las personas más graciosas que he conocido jamás. Además, tenía una grabadora, la primera que yo había visto, y enseguida me di cuenta de que aquello podía ser un aparato extraordinariamente creativo. Me hizo mi primera grabación mientras yo tocaba «Man of Mistery» de los Shadows, solo a la guitarra checa. Sonaba bien, y pronto yo también me agencié una grabadora.
Me encantaba dibujar, hacer caricaturas, y me desenvolvía muy bien en las clases de arte de la escuela preparatoria. Además, durante las giras en autocar de mi infancia, me había ganado los halagos de Alex Graham, el creador de las famosas tiras cómicas de Fred Basset. El profesor de arte me alentaba para que tomara clases extraescolares, así que durante mi último curso en Acton County (1961) acudí al Ealing Art College como estudiante de arte a tiempo parcial. Los domingos por la mañana asistía a clases introductorias con mi amigo Martin y su vecino Stuart, con la esperanza de dibujar modelos desnudas y bodegones. Martin lo dejó después de un tiempo, pero Stuart y yo seguíamos llevando nuestras carpetas a la sala de estudiantes, y tratábamos de vestirnos con un aire que nos parecía bohemio.
Para ganar algo de dinero, me puse a trabajar en Miscellanea. Mamá y yo solíamos transportar muebles, a veces casas enteras, y así me hice un físico fuerte y fibroso. También adquirí conocimientos sobre la naturaleza humana aplicables a los negocios. Casi todos los clientes regateaban; algunos, si se hacían con una ganga, solían pavonearse cuando volvían a aparecer por la tienda. Los anticuarios andaban siempre buscando gangas con sigilo.
En las últimas semanas de escuela, después de los exámenes, la atmósfera mejoró. Parecía que todos, salvo Chris, me habían perdonado, e incluso él había dejado de retarme con la mirada. La banda de dixieland de la que había sido excluido, ensayaba antes y después de ir a clase y, visto que Alf no podía entrar en el recinto escolar (era mayor y tenía trabajo), fui invitado a formar parte con mi banjo. Una cosa estaba clara después de los meses que había pasado alejado del grupo: yo había progresado más que el resto. En la escuela, por vez primera, me sentí parte de la humanidad.
Roger Daltrey había sido expulsado por fumar, pero seguía apareciendo sin reparos para visitar a sus colegas. Conocí a Roger después de que éste le ganara una pelea en el patio a un niño chino. Las tácticas de Roger durante la riña me parecieron ruines, y cuando protesté, se encaró conmigo y me forzó a retractarme. A partir de entonces, solía verlo al pie de Acton Hill, cargado con una exótica guitarra eléctrica blanca que se había hecho él mismo. Normalmente andaba con Reg, un amigo al que conocía de la infancia, y que llevaba un amplificador VOX de quince vatios. Cosa seria.
Estaba fuera de la clase hablando con el tutor del último curso, el temible señor Hamlyn, cuando Roger apareció contoneándose con su indumentaria de teddy boy: el pelo peinado en un tupé a lo grande y los pantalones tan ajustados que lucían cremalleras en las costuras. El señor Hamlyn saludó a Roger con la cansina paciencia de quien sabe que sería inútil interrogarle por aparecer en una institución que no quería saber nada de él. Hasta su expulsión, Roger había sido un buen alumno, y creo que Hamlyn lo respetaba a regañadientes.
Algunos chicos nos miraron con interés, con la curiosidad de saber si Roger todavía me tenía ojeriza. Pero éste me informó sin más de que John le había dicho que yo tocaba la guitarra bastante bien, y que si se presentaba la oportunidad de unirme a su banda, ¿me interesaba? Me quedé pasmado. La banda de Roger, los Detours, solía tocar en fiestas. Interpretaban canciones Country & Western, «Hava Nagila», música popular de baile, conga, canciones de Cliff Richard y lo que fuera que estuviera en lo alto de las listas por entonces. Roger mandaba en los Detours con característica mano de hierro. A juzgar por las caras de quienes nos observaban, el mero hecho de que Roger estuviera hablando conmigo significaba que mi vida podía dar un vuelco.
Con toda la calma que logré aparentar, le dije a Roger que estaba interesado. Asintió y se fue, pero ya no supe de él hasta meses después. Por entonces ya me había matriculado en el Ealings Art College.