El recuerdo del señor Bowman me vino de nuevo cuando mamá me habló de él años más tarde. Rosie Bradley había mantenido a mamá informada acerca del estado mental de Denny, que empeoraba. Pasmado ante su comportamiento errático, papá anunció: «Es ridículo: el niño no se puede quedar ahí. Denny ha perdido la chaveta». Y decidieron que Denny viniera a vivir con nosotros hasta que su condición mejorara. A veces pienso que si no hubiera sido por su demencia evidente, quizá nunca habría vuelto de Westgate.
En julio de 1952, mamá vino en tren a recogerme a Westgate, no con papá, sino con Dennis Bowman y Jimpy, a quien estuve encantado de ver. En el tren de regreso, no obstante, pareció evidente que mamá no estaba preparada para tenerme de vuelta. La irritaba que no dejara de moverme, ni de moquear. Nada le parecía bien. Dennis Bowman le dijo con serenidad: «Tienes un hijo encantador. Déjalo tranquilo».
Durante el tiempo que había estado ausente, los niños de mi edad en Acton se habían dividido en dos pandillas. Jimpy era el jefe de la más grande, autoridad que renovaba con la carrera semanal que siempre ganaba. El día en que volví, casi le gano de milagro, y de golpe me vi promovido a lugarteniente. Después de la carrera, me fui al andamio de trepar del parque, que estaba ocupado por un chico de aire amenazador que me soltó despectivamente: «Aquí no te subes, chaval».
Normalmente, me habría rajado, pero un nuevo brío me impelía a desafiarlo. Me puse a escalar, y cuando el chico me empujó, lo empujé yo tan fuerte que se cayó. Mientras se sacudía el polvo de los pantalones, pude ver que ya pensaba en darme una lección, pero alguien le susurró algo al oído. Se alejó quedamente; con casi toda seguridad le habían informado de que yo era amigo de Jimpy. Me sentía feliz y seguro en una pandilla de chicos, protegido por un macho alfa.
Al tiempo que mi infancia mejoraba, las cosas experimentaron una nueva sacudida. Parecía que iba a perder a uno de mis queridos padres. No supe los detalles del caso hasta años más tarde.
«Papá accedió a dejarme ir y que te vinieras conmigo. Y entonces le ofrecieron un trabajo a Dennis en Oriente Medio —me contó mamá—. Dennis era un exoficial de la RAF con buena formación en el extranjero, y a causa del embrollo en que me había metido aquí, firmó para un empleo fuera del país. Al final, le concedieron un puesto en Adén. Mucho dinero».
Luego papá cambió de parecer.
«Tan pronto como Cliff supo que te iba a llevar a Adén, volvió y dijo: “Siéntate, quiero decirte algo”. Yo ya tenía los billetes, el tuyo y el mío. Cliff dijo: “He cambiado de opinión: no te vas a llevar a Peter. Es demasiado lejos. Piensa en ello, ¿de verdad quieres ir?”. Así que pensé en ello, y al final decidí que lo volvería a probar con tu padre».
Me preguntaba qué quería decir mamá con lo del «embrollo» en que Dennis Bowman la había metido. ¿Estaba embarazada? «Sí. Y estaba bastante castigada en ese sentido. —Vaciló—. Había tenido ya algunos abortos. —Hizo una larga pausa—. Abortos provocados». Tras pasar por la experiencia de un aborto clandestino, mamá había decidido que en adelante iba a terminar ella con sus embarazos. «Lo hice cinco veces».
Tenía siete años y era feliz de estar de nuevo en casa, de vuelta al ruidoso apartamento con la letrina en el patio trasero y con el delicioso aroma de la cocina judía en el piso de arriba. Todo aquello me daba seguridad. Por la mañana, al afeitarse, Jerry Cass seguía poniendo su radio —la emisora Third Programme de la BBC: música clásica, orquestal sobre todo— increíblemente alta durante quince minutos. (A mí me sigue gustando despertarme con Radio 3, tal como se la llama ahora). Mientras me acostumbraba a mi vieja rutina, la vida se me antojaba prometedora. Papá seguía ausentándose a menudo, saliendo de gira o para actuaciones de una noche, pero mamá siempre estaba. A veces se la veía algo distraída, pero ya no confiaba mis cuidados a Denny.
En 1952, los Squadronaires fueron contratados para actuar en verano en el Palace Ballroom de Douglas, en la isla de Man, y el trato se iba a extender a lo largo de diez temporadas. En aquel primer verano alquilamos un apartamento para todas las vacaciones. Mamá, que todavía andaba desenredándose de su lío amoroso, se hizo con un apartado de correos secreto en la estafeta, donde iba a recoger la misiva diaria de Dennis Bowman.
El apartamento vacacional de una habitación era un semisótano en un bloque grande. Mi cama estaba en la sala, un entarimado junto al comedor. A veces me despertaba y me encontraba a papá descalzo, que entraba a hurtadillas, después de una noche en el bar, o bien que trataba de escabullirse.
Yo quería a Jimpy como a un hermano. Juntos, planeábamos juegos fantásticos e imaginativos. También éramos grandes exploradores. En Douglas, la capital de la isla de Man, donde Jimpy se quedaba con nosotros, descubrimos una vieja mansión ruinosa cercada por un muro alto por el que trepábamos para ir a robar manzanas. La casa parecía abandonada. Conseguimos colarnos en un porche y, escudriñando por el ojo de la cerradura, atisbamos un coche antiguo. A través de otra cerradura vimos una mesa cubierta por lo que parecía ser un tesoro: viejos relojes, herramientas, cadenas. Tratamos de forzar las puertas, pero estaban perfectamente trabadas.
La vida de explorador era divertida, pero lo mejor de todo era ir a las actuaciones de los Squadronaires. Había que vestirse de modo elegante, y mamá nos daba unos chelines para comprar patatas fritas y batidos. Antes de empezar el baile, permanecíamos en medio de la inmensa pista vacía y saltábamos suavemente arriba y abajo: el pavimento se había instalado sobre muelles. Luego éramos libres para merodear, escuchar la música y observar cómo revoloteaban los bajos de los vestidos de las bailarinas adolescentes. A veces practicábamos algunos pasos de baile, por cuenta propia, en el extremo del parqué de roble.
Los domingos había conciertos en el Palace Theatre, junto a la sala de baile, donde los Squadronaires acompañaban a otros intérpretes, algunos bastante especiales: Shirley Bassey, Lita Roza, Eartha Kitt, Frankie Vaughan, Morton Fraser Harmonica Gang, y también a un puñado de humoristas. Creo que incluso vimos a Georges Formby, dándole a su estúpido banjo. Recuerdo la novedad que supuso ver a un músico que rasgueaba una guitarra eléctrica mientras tocaba una pequeña armónica. Tenía un aspecto ridículo, y la armónica sonaba tan estridente que parecía el chillido de un ratón atrapado entre sus dientes. Con todo, se convirtió en un habitual de aquellos conciertos, de modo que casaba bien con aquel público.
Al final, me entraron ganas de aprender a tocar la armónica, y empecé a practicar seriamente con la de papá.
Aquel año en la isla de Man hubo momentos maravillosos. Me enamoré de una rubita más joven que vivía al lado. Un día, mientras jugábamos a papás y a mamás bajo una tienda, la tuve entre mis brazos y por un instante me sentí como un adulto. Recuerdo que, más tarde, su madre me dijo que la niña sería una «rompecorazones» cuando creciera. No tenía ni idea de a qué se refería, a pesar de sentir el pálpito acelerado de mi corazón.
Hacia el final de estas primeras vacaciones en la isla de Man, mamá se trajo a Denny y me dejó a su cuidado, mientras ella volvía a Londres para poner fin a su lío con Dennis Bowman. Mamá y papá empezaron aquel otoño a restablecer su vida amorosa. Intentaban tener otro hijo para estabilizar la familia y darme un hermano. Ahora sé que el motivo por el que tardaron tanto —mi hermano Paul no nació hasta cinco años después— era el maltrecho sistema reproductivo de mi madre. Si hubiera tenido las ideas más claras acerca del hombre con quien quería estar, no se habría maltratado del modo en que lo hizo.
Debió de ser difícil para mi orgulloso padre volver con mamá, después del episodio con Dennis Bowman. No creo que supiera lo de sus abortos. En caso de que lo hubiera sabido o sospechado, eso ayudaría a explicar su modo de beber y sus ausencias. También podría explicar por qué, después de la reconciliación, se lo solía ver más cómodo con su esposa e hijos cuando estaba achispado. Sólo entonces era capaz de expresar afecto.
En septiembre de 1952, empecé en la escuela primaria Berrymede. Recuerdo llegar a casa y encontrarme a Denny curioseando por la ventana de la terraza como un extraño animal atrapado. Mamá y papá le habían dejado su dormitorio, que ella había inundado con el triste botín de sus años como amante del señor Buss: cepillos de plata de ley, estuches de manicura y encendedores de mesa Ronson. Ojalá pudiera decir que lo sentía por ella, pero creo que no sería verdad.
Fue por entonces cuando me convertí en un pirómano. Iba de puerta en puerta pidiendo cerillas a mis vecinos, aduciendo que mamá se había quedado sin. No le prendí fuego a ninguna casa, sólo a montones de escombros en algún rincón bombardeado, o a coches abandonados. Hubo un día en que calculé mal: levanté una ciudad con bloques de construcción debajo de una furgoneta refrigerada que me pareció abandonada, rellené la ciudad con papeles y le prendí fuego. El ocupante de la furgoneta salió pegando gritos: «¡Gasolina! ¡Gasolina! ¡Nos matarás a todos!».
En otra jornada de propósito destructivo, Jimpy y yo colocamos una pieza enorme de metal sobre las vías del tren, bajo un puente, y nos retiramos. Al aproximarse el tren, huimos esperando oír el estruendo de un accidente ferroviario terrible. Aquello no sólo podría haber herido o matado a gente, sino que podría habernos abocado a una vida bien distinta, a merced del sistema penal. Gracias a Dios que el tren pasó sin descarrilar.
Nuestro gran pasatiempo doméstico era la radio. La televisión había llegado en 1952, pero nuestra familia, como otros millones de familias más, esperó a 1953, a la coronación de la reina, antes de comprar una pantalla. Yo leía también un montón de tebeos y los libros de Enid Blyton con Noddy de protagonista, que habían aparecido en 1949 y seguían en boga. Papá construyó la maqueta de un velero, que algunos domingos nos llevábamos al estanque redondo de Hyde Park. También me llevaba a las carreras de galgos, que me parecían mágicas, sobre todo las del White City Stadium. Y siempre me daba más dinero del necesario.
Berrymede estaba en el vecindario pobre de South Acton, y un día, en mi primer curso escolar, le dije a un niño en el patio que papá ganaba treinta libras a la semana. Me llamó mentiroso —la paga media era menos de una tercera parte de esa cifra—, pero yo me mantuve en mis trece porque era cierto. Casi llegamos a las manos antes de que interviniera un profesor, advirtiéndome de que dejara de contar mentiras: «Nadie gana tanto dinero. ¡No seas tonto!».
Puede que papá ganara bien, pero la cosa se notaba poco en nuestro estilo de vida (ropa de mamá aparte). Yo vestía unos feos pantalones cortos grises y un suéter de lana, largos calcetines grises que se me caían a los tobillos, unos zapatos embarrados y una camisa blanca que nunca lucía blanca del todo. No teníamos coche, vivíamos en un piso alquilado y raramente salíamos de vacaciones o de viaje, a no ser que fuera por el trabajo de papá. Teníamos un gramófono, pero durante toda mi infancia escuchamos siempre la misma veintena de discos, hasta que yo empecé a comprar algunos por mi cuenta.
Uno de los pocos discos infantiles que había era The Teddy Bear’s Picnic, con el tema «Hush, Hush, Hush! Here Comes the Bogeyman!» que interpretaban Henry Hall y la BBC Dance Orchestra. Lo ponía muy a menudo, pero incluso entonces ya prefería el sonido de las big bands modernas, como las orquestas de Ted Heath, Joe Loss y Sidney Torch, con quien mamá había sido vocalista invitada antes de casarse. Mi vida con Denny en Westgate me dejó un poso de antipatía por las melodías de Broadway: los inquietantes acordes de «Bali Hai» del musical South Pacific crepitaban a diario desde la gran radiogramola de Denny, que el señor Buss le había regalado. Por entonces sólo había una canción de South Pacific que me gustara: «I’m Gonna Wash that Man out of My Hair», aunque por culpa de la brutalidad con que me aseaba Denny, incluso ésta adquirió cierto matiz siniestro.
1953 estaba siendo uno de los años más felices de mi vida, pero entonces Jimpy se mudó de casa. Aunque ya no íbamos a la misma escuela, había sido el centro de mi vida hasta el momento. Y ya no estaba. Mis padres decidieron sustituirlo por un cachorro de Springer Spaniel. Recuerdo un soñoliento despertar en el día de mi cumpleaños, cuando me fue presentado este adorable y adormilado cachorro, ovillado en un sillón. Le llamamos Bruce.
Bruce se convirtió en mi mayor alegría, aunque era descaradamente desleal. Si algún amigo de la pandilla o un vecino lo llamaba —«¡Bruce!»—, el desvergonzado animal acudía a él inmediatamente; hiciera lo que hiciera, se negaba a venir a mí. A nadie de la familia se le ocurrió jamás entrenar al perro, y de resultas de ello Bruce pasaba mucho tiempo merodeando y ladrando por el barrio.
Un día de verano, un fotógrafo del barrio tomó una fotografía, publicada en la Acton Gazette, en que Bruce y yo aparecíamos reclinados contra un muro, al sol vespertino, casi sesteando. En aquellos días, la acera era como un banco infinito en el que sentarse. Como aprendices de vagabundos, dondequiera que nos sentáramos por el barrio, parecía que nos dedicáramos a controlar a los pasantes.
Nuestras aventuras de pandilla eran cada vez más osadas. Cuando fuimos algo mayores, empezamos a sentarnos bajo el puente de West Acton, sobre la línea férrea principal en dirección oeste, la GWR. Siempre dejaban abierto el acceso en Twyford Avenue, y bajo el puente, a resguardo de la lluvia, podíamos esperar a que los rápidos West Country y Welsh provenientes de Paddington se fueran aproximando hasta pasar retumbando ante nosotros a toda máquina. Una vez en que se acercaba un tren, arrojé distraídamente un palo por encima de las vías. Bruce —con instinto de perro cobrador— brincó tras él, la locomotora atronó al pasar por encima, y yo tuve la certeza de que lo había matado. De pronto, con el palo entre los dientes, apareció entre las grandes ruedas motrices, cabeceando arriba y abajo por efecto del eje de transmisión, y se las apañó para saltar por en medio sin lastimarse. Depositó el palo a los pies de Peter S., su vecino favorito, mientras yo lo contemplaba atónito, tanto por su invulnerabilidad como por su deslealtad.
Un día llegué a casa y Bruce ya no estaba. Lo habían devuelto a su perrera de origen, dijo mamá. Yo sabía, en el fondo, que lo habían liquidado, pero le seguí el juego a mi madre para que mi disgusto no la disgustara. Traté de consolarme pensando que si mamá no lo hubiera hecho sacrificar, tampoco habría tardado en morir.
Bruce había sido más que un compañero. Al desaparecer de golpe, me quedé desolado: no sólo por el perro, sino por aquél a quien se suponía que había reemplazado. Cuando Jimpy vivía con nosotros, nuestra casa parecía un auténtico hogar.
En junio de 1953, contemplamos en directo la coronación en la abadía de Westminster con nuestro recién estrenado televisor de nueve pulgadas. Las imágenes apenas se veían, a menos que apagáramos las luces y corriéramos las cortinas. Hasta entonces, si mis padres querían bajar al pub tenían que llevarme con ellos o contratar a una canguro. Ahora, con la televisión para distraerme, me dejaban solo en casa.
Asustado, solía ver a solas la aterradora serie de ciencia ficción The Quatermass Experiment. Al regresar a la Tierra, el único superviviente de una misión espacial, contagiado por alienígenas, se va convirtiendo de manera gradual y espeluznante en un vegetal monstruoso. Aunque los efectos especiales eran primitivos, su impacto psicológico era real y perturbador, y empecé a sufrir terribles pesadillas. Quizá como acto inconsciente para que mis padres volvieran a casa, solía juguetear con la estufa eléctrica: doblaba recortes de periódico y los encendía en las barras incandescentes. Por suerte, no le prendí fuego a la casa.
Mis padres seguían tratando de rehacer su matrimonio, diría, y el pub y su círculo de amigos eran vitales en el proceso. En aquellos tiempos era más normal dejar a los niños solos, pero eso no implica que me gustara ni que me pareciese normal. También es verdad que mi experiencia de sentirme solo, diferente, ajeno ya era mucho más «normal» de lo que a mí me parecía.
Siempre he sido un soñador. Mi nueva profesora, la señorita Caitling, se daba cuenta y me ayudó. Me pilló un par de veces contando mentiras y me lo hizo saber, pero sin darle gran importancia. El modo como me manejaba esta inteligente mujer me impedía la posibilidad de culpar a una persona de autoridad por la vergüenza que me daba inventar camelos. No tenía más remedio que asumir mi culpa.
La señorita Caitling no era lo que diríamos una mujer hermosa o guapa. Era más bien fornida, de cabello corto y oscuro, algo hombruna, y calzaba zapatos feos de maestra. Sin embargo, sus ojos oscuros estaban llenos de comprensión y calidez. Era una defensora del oprimido, una maestra perfecta para el degradado vecindario en que ya se había convertido South Acton. No era ni una vampiresa frívola (como mamá) ni una bruja malvada (como Denny); era un nuevo tipo de mujer en mi vida.
En cuanto a las chicas de mi edad, yo confiaba enteramente en la orientación de mis compañeros. Pero sabían menos que yo. Ni siquiera papá era de gran ayuda. Una noche, borracho, me contó de qué iba la vida. «Entonces el hombre como que se mea dentro de la mujer», dijo. El resto de los detalles eran explícitos, de modo que no sé por qué maquillaba esa parte crítica. Recuerdo que comuniqué los hechos, tal como los había entendido, a un joven amigo, y recuerdo su pasmo ante el hecho de que la humanidad fuera gestada mediante orina.
El 8 de mayo de 1955, papá estaba tocando en el Green’s Playhouse de Glasgow cuando recibió un telegrama de Norrie Paramor de Parlophone Records, un sello de EMI, que le ofrecía un contrato de grabación como solista. El disco de papá, Unchained Melody, salió el 31 de julio de 1956. Todas las tiendas de discos del barrio aparecieron empapeladas con su atractivo rostro. Aunque nunca fue un gran éxito, Unchained Melody fue versionado por al menos otros cinco músicos, tres de los cuales, creo, aparecieron en las listas de éxitos simultáneamente. ¡Mi padre estrella del pop! Quería ser como él.
En verano fuimos como de costumbre a la isla de Man. En una ocasión, mientras la banda tocaba en el Palace Ballroom, dos chicas adolescentes se me sentaron una a cada lado y empezaron a pitorrearse. Iban vestidas con falda larga y enaguas, propias de la época, zapatos bonitos y corpiños escotados. Me sentí como un crío, y los ojos se me iban tras los altibajos de sus escotes, mientras discutían de qué miembro de los Squadronaires se habían encaprichado. Una dijo enseguida que del batería. La otra se lo pensó un poco, y por fin escogió al saxofonista.
—¡Es mi padre! —exclamé.
Su decepción ante el hecho me desconcertó.
El incidente sirvió para dos cosas: me convenció para convertirme en músico, y asentó para siempre un prejuicio contra los baterías y su sexapil de endiablado pedaleo.
En 1956, por música popular todavía no solía entenderse rock’n’roll. Con todo, un programa que papá y yo escuchábamos, The Goon Show, presentado por Peter Sellers, Spike Milligan y Harry Secombe, solía incluir algunas primeras grabaciones de rock registradas por la BBC. Uno de los músicos del programa era Ray Ellington, un joven batería y vocalista inglés, también artista de cabaret. Con su cuarteto solía cantar temas como «Rockin’ and Rollin’ Man», que compuso especialmente —y diría que apresuradamente— para el programa. Aquello se me antojaba una especie de jazz híbrido: música swing con una letra idiota. Pero sonaba joven y rebelde, como el propio The Goon Show.
Mis padres no veían gran talento musical en mí, sólo una voz aguda, nasal, de soprano. Tenía prohibido tocar los clarinetes o saxofones de papá, y debía limitarme a mi armónica.
En mi primera incursión en el ámbito de la pesca en la isla de Man, fracasé contra una trucha enorme y me consolé tocando la armónica bajo la lluvia. Me extravié en el sonido del instrumento, y entonces experimenté una vivencia extraordinaria que me cambió la vida. De pronto, estaba oyendo música dentro de la música: una belleza armónica, rica y compleja que había estado encerrada en los sonidos que yo creaba. Al día siguiente salí a pescar con mosca, y esta vez el murmullo del río desató un manantial de música tan vasto que me pareció estar entrando y saliendo de un trance. Aquello fue el principio de mi conexión vital con los ríos y el mar, y con lo que podría describirse como la música de las esferas.
Sentía gran atracción por el agua. Un amigo de la escuela era Sea Scout, y a los once años me impresionaban su elegante uniforme y sus insignias. Me llevó a conocer al líder de la tropa, y enseguida me enrolaron para un «fin de semana de barracón» a fin de familiarizarme con el campamento. Papá habló con uno de los ayudantes del líder, y le despertó suspicacias. Me dijo que el individuo no sabía ni izar la bandera nacional, y dudaba que alguna vez hubiera estado en la Marina. Cuando lo apremié un poco, papá me dijo que el tipo le parecía «invertido», un término que no comprendí.
Al final, accedió a dejarme ir el fin de semana. La sede de la tropa estaba en el Támesis, donde había un gran cobertizo que hacía las veces de dormitorio, y también una gran barca de remos amarrada: se trataba de un viejo bote salvavidas en el que sacaban a navegar a los chicos. Llegamos el sábado y nos pasamos la tarde practicando nudos marinos con un gráfico de muestra, pero ni los dos adultos presentes lograban apañarse. Tras un almuerzo de fritura mixta, empezó a oscurecer y nos apresuramos para una breve salida en barca por el río.
La marea estaba alta y no era muy seguro remar, así que los hombres montaron un viejo motor fueraborda en la popa y lo pusieron en marcha. Mientras pasábamos ante la Old Boathouse de Isleworth, de nuevo empecé a oír la música más extraordinaria, espoleado por el gemido del motor y el chapoteo del agua contra el casco. Oía violines, chelos, trompetas, harpas y voces, que se iban incrementando hasta que pude escuchar incontables secciones de un coro angelical; fue una experiencia sublime. Jamás he vuelto a escuchar una música parecida, pero mi gran ambición musical siempre ha sido la de redescubrir ese sonido y reavivar su efecto en mí.
En el clímax de mi trance eufórico, el bote varó contra la orilla embarrada frente a la choza de la tropa. La música cesó. Desolado, empecé a llorar. Uno de los hombres me tapó con su abrigo y me llevó hasta el campamento, donde me acomodaron junto a la estufa para que me calentara. Les pregunté a los otros chicos si habían oído cantar a los ángeles, pero ninguno respondió.
Un rato después estaba desnudo bajo una ducha fría instalada detrás del barracón. Era casi de noche, había una bombilla desnuda detrás de los dos hombres que permanecían viéndome temblar bajo el chorro de agua helada. «Ahora sí que eres un Sea Scout de verdad —dijeron—. Esta es nuestra ceremonia de iniciación». El único ceremonial que practicaban esos dos era la paja que se estaban cascando a través de los bolsillos del pantalón. Yo me estaba congelando, pero no me dejaron ir hasta que consumaron su clímax furtivo. La cosa me asqueó, y también me contrarió porque sabía que ya no volvería: nunca iba a conseguir mi uniforme de marino.
Sólo recuerdo una riña terrible entre mis padres. Yo permanecí sentado y aterrado en el comedor, mientras la vajilla se hacía añicos en la cocina; creo que mamá llegó a amenazarlo con un cuchillo. Me inmiscuí llorando como un actor, pero papá me regañó: odiaba el melodrama, al que yo estaba contribuyendo. En casa también se daban fiestas, y papá a veces invitaba a músicos. Su música me impedía dormir, y yo solía importunar y avergonzar a papá al irrumpir llorando en la sala quejándome ante sus amigos por las molestias. Él me regañaba a su vez. El olor a tabaco, cerveza y whisky que flotaba por el pasillo resultaba inquietante para un niño.
Quizá como compensación por tenerme en vela con sus fiestas nocturnas, me regalaron una bicicleta negra, que yo le alquilaba cada día a mi amigo David para su ruta como repartidor de periódicos. Me pagaba seis peniques a la semana, pero un día vi que se subía a las aceras chocando contra el borde, y allí finiquité nuestro trato.
Con una bicicleta podía dar rienda suelta a mi espíritu errabundo: apenas había una calle o callejón que no explorara en un área de entre cinco y siete kilómetros cuadrados. Pero yo era de los pocos que tenía bicicleta en la pandilla, y aquellas excursiones acentuaron mi sensación de soledad. Pedaleando con la bici a menudo me parecía entrar en una suerte de trance. Una vez circulaba con la cabeza llena de voces angelicales y el camión de la basura casi me mata en lo alto de mi calle, cuando viré bruscamente a su paso.
Practiqué con ahínco para aprender el peliagudo tema de armónica «Dixon of Dock Green», interpretado por Tommy Reilly, con mi primera armónica cromática. Nadie se sintió mínimamente impresionado por la hazaña, y me di cuenta de que aquél no era el instrumento más idóneo para aspirar al estrellato.
Como muchos de mis compañeros, solía pasar largas y tediosas horas en el exterior de los pubs, con una bolsa de patatas fritas y un refresco en la mano, preguntándome por qué sólo se me permitían tales caprichos cuando mis padres se estaban emborrachando. En una ocasión me pillaron robando. Había acudido a la librería para comprar unos libros juveniles que entonces coleccionaba. Pagué dos y traté de irme a casa con seis. Lo curioso del caso es que sabía que me iban a coger. Llamaron a la policía, que me interrogó antes de soltarme.
Papá no dijo nada acerca del incidente. Lo que recuerdo es la advertencia más bien amable del agente de policía: «Esta es la primera vez, hijo. Que sea la última: es un camino terrible el que has emprendido». ¿Un camino terrible? Era un buen poli, pero parecía obvio que yo no hacía más que matar el tiempo, aburrido y sin nada bueno que hacer. Para centrarme empecé a coleccionar cosas: maquetas de tren, cochecitos Dinky, tebeos, sellos de correos.
Decididamente yo no tenía un carácter académico, a pesar de que siempre escribía historias y dibujaba profusamente, sobre todo batallas militares. Me obsesioné con dibujar planos para una flota fantástica de autocares de dos pisos. Los autocares de mi flota contenían aulas, salas de juegos con trenes eléctricos, piscinas, salas de cine, auditorios y, a medida que me acercaba a la pubertad, añadí un espacioso vehículo que albergaba a una colonia nudista, con una sala para los arrumacos.
Durante unos años asistía a la escuela dominical y cantaba regularmente en el coro de la iglesia. Al acostarme solía cantar mis plegarias en la boca de mi bolsa de agua caliente, que sostenía como si fuera un micrófono. Mis padres seguían reacios a aceptar que yo tuviera talento musical alguno. Daba igual, yo era un visionario. ¿Una colonia nudista móvil con sala de arrumacos? ¡A mi edad eso no se le hubiera ocurrido ni a Arthur C. Clarke!
Cuando acudíamos a visitar a Horry y a Dot, no sólo veía a mis queridos abuelos, sino también a la tía Trilby, la hermana de Dot. Trilby era soltera cuando la conocí, y tenía un piano en su apartamento. El único piano que yo tenía ocasión de tocar. Tril era capaz de leer partituras, solía interpretar clásicos ligeros y temas populares, pero nunca le dio por enseñarme demasiado. En lugar de eso, me entretenía leyéndome la mano y con interpretaciones del tarot, prácticas según las cuales yo tenía el éxito asegurado o, cuando menos, la garantía de una «gran» vida.
La tía Trilby me proporcionaba papel de dibujo y me felicitaba por mis rápidos bocetos. Pasado un rato, yo me iba hasta el piano y, tras comprobar que andaba sumida en sus labores o en la lectura, empezaba a tocar. El instrumento nunca estaba bien afinado, pero yo me dedicaba a explorar el teclado hasta dar con la combinación que buscaba.
Un día di con unos acordes que me exaltaron. Mientras los tocaba, sentía vibrar mi cuerpo entero, al tiempo que mi cabeza se llenaba con una música orquestal de lo más perturbadora y compleja. La música parecía elevarse cada vez a mayor altura, hasta que dejé de tocar y bajé de nuevo al mundo.
—Es precioso —dijo Tril, levantando la vista de lo que fuera que estuviera haciendo—. Eres un auténtico músico.
Como Tril tenía fe en mí, me volví algo místico por su influencia. Le rezaba a Dios, y en la escuela dominical acabé por amar y admirar genuinamente a Jesús. En el cielo, donde vivía, era completamente normal la extraña música que yo oía a veces.
La señorita Caitling siguió alentándome para que explotara mis fantasías en un sentido práctico a través de la escritura y del arte. Empezó por invitarme a contar historias por entregas ante la clase, que yo iba inventándome a medida que avanzaba. Al recordarlo, veo que mis compañeros de clase se quedaban atrapados tanto por la emoción de ver cómo desentrañaría mis embarulladas tramas, como por las propias aventuras. En ocasiones, si la cosa se me desmandaba, me limitaba a soltar una bomba atómica sobre los personajes y empezaba de nuevo.
No me incomodaba estar ante el público. También descubrí que podía improvisar con gracia. Si había algo que no sabía, me echaba un farol para sortear el escollo. En el último año que pasé en Barrymede, a los que me preguntaban acerca de mis aspiraciones les decía que iba a ser periodista. En el verano de 1957, en la isla de Man, Jimpy nos hizo una visita y juntos lo pasamos en grande. Papá nos llevó al cine a ver un musical, luego le pregunté qué le había parecido la música y dijo que tenía cierto swing, y todo lo que tuviera swing estaba bien.
Para mí estaba más que bien. Después de haber visto Rock Around the Clock con Bill Haley, ya nada volvería a ser lo mismo.