VEINTE
Kurt abrió los ojos y se sorprendió de continuar vivo. Estaba arrodillado sobre el suelo bañado de sangre de la comisaría. Más allá de la pila de hombres rata que lo rodeaban, Kurt vio la tenue luz del primer amanecer en el Puente de los Tres Céntimos. Era una pena que él y sus hombres no hubieran aguantado el ataque de los hombres rata hasta el alba. Dudaba que los monstruos se hubieran atrevido a permanecer en la superficie después de la salida del sol. Pero esos lamentos ya eran inútiles. Kurt reconoció una suave voz que gimió de dolor cerca de él. Estiró el cuello y vio a diez humanos que los hombres rata habían tomado como prisioneros. Todos tenían una hoja curva maliciosamente apoyada en el cuello, con el siniestro metal ennegrecido pellizcándoles la piel. Sus cuerpos lucían los moratones y la sangre de numeroso golpes. Habían sufrido a manos de los hombres rata, pero continuaban vivos… de momento.
Kurt reprimió las náuseas; por momentos veía borroso. Un dolor atroz en un lado dela cabeza amenazaba con dejarlo sin sentido. Entrecerró los ojos para intentar distinguir los rostros de las personas que tenía delante. Tres de ellos eran mercenarios que no había visto nunca, pero las facciones de los demás le resultaban familiares; eran Gerta, Faulheit, Bescheiden, Holismus, Scheusal, Belladonna y Henschamnn. ¿Por que los habían mantenido con vida? Y más concretamente, ¿por qué los hombres rata no lo habían matado a él? Las respuestas a ambas preguntas no tardaron en revelarse. De repente, los hombres rata que había en la comisaría se irguieron, y sacaron pecho. «Por la dulce Shallya —pensó Kurt—. Están cuadrándose. Entonces, eso quiere decir que…».
—¿Quién está al mando? —inquirió una voz malévola y arcaica. La brusquedad de sus palabras y su marcado acento no evitaron que se entendiera la pregunta.
Kurt se volvió para ver quién había hablado. Un hombre rata anciano y con el cuerpo marcado por las cicatrices entró cojeando en la comisaría. Tenía el pelaje salpicado de vetas grises y plateadas y lucía una armadura más elaborada, ornamentada con múltiples incrustaciones metálicas, sin duda una prueba de los numerosos conflictos en los que había participado. Kurt intentó ponerse en pie, pero sus piernas todavía estaban demasiado débiles para aguantar su peso.
—Yo soy el capitán de esta comisaria —aseveró, contentándose con que su voz conservara su habitual tono autoritario.
—¿Cómo se llama, humano?
—Capitán Kurt Schnell, de la Guardia de Vigilancia Metropolitana de Marienburgo. ¿Y usted?
Uno de los hombres rata que custodiaban a Kurt descargó la empuñadura de su espada contra la cabeza del capitán, que se derrumbó en el suelo, aunque rápidamente volvió a erguirse sobre las rodillas; no quería ceder a las intimidaciones de aquellas criaturas.
—Me llamo Garacin el Fantasma. Soy el skaven más longevo de esta ciudad. ¿Dónde está el corazón de la piedra?
Kurt frunció el ceño. No estaba seguro de lo que le preguntaba.
—¿El corazón de la piedra?
Otro golpe atroz lo arrojó al suelo, pero Kurt se negó a que lo obligaran a permanecer postrado.
—Estamos buscando el corazón de la piedra, la esquirla perdida, el fragmento desaparecido de nuestra arma más poderosa. Ha permanecido alejado de nuestras manos durante mucho tiempo, privado de nuestra vista por culpa de las maliciosas artimañas de los elfos. Conseguimos que nuestros aliados atrajeran hasta nuestros dominios a un grupo de elfos jóvenes y estúpidos, con la confianza de que alguno de ellos encontrara lo que se nos mantenía oculto. Y ocurrió lo que esperábamos, pero el corazón de la piedra continuó fuera de nuestro alcance. Sabemos que ha estado cerca de este lugar estos últimos días, que lo han guardado entre estas paredes. ¡Entréguenoslo!
—No sé de qué habla…
Kurt se llevó un tercer golpe, esta vez más brutal que el anterior.
Cuando el capitán se recuperó, Garacin hizo una señal a la línea de hombres rata que custodiaban a los diez prisioneros. Una malvada hoja curva rebanó la garganta de un mercenario, le rebanó las cuerdas vocales y silenció sus gritos. El asesino a sueldo murió sobre el charco de su propia sangre mientras los hombres rata se regocijaban con los espasmos de su cuerpo sin vida.
—Entregue el corazón de piedra o entregará la vida de sus colegas humanos —masculló Garacin.
—Lo haría si pudiera —respondió Kurt.
La veterana alimaña hizo otro gesto y esta vez fue el turno de Faulheit, cuyos ojos suplicantes miraban fijamente a Kurt mientras la hoja culminaba su sanguinario trabajo. El tajo que le propinó el hombre rata fue tan profundo que la cabeza de Faulheit se desprendió del tronco y salió rodando por el suelo en dirección al capitán, hasta detenerse junto a sus rodillas.
—Todos sus amigos morirán de la misma manera a menos que nos dé lo que queremos —le advirtió Garacin.
Kurt no dijo nada; tenía la mirada clavada en los ojos de Henschamnn. El rostro del jefe del crimen estaba totalmente lívido por el miedo, y una mancha oscura se extendía hacia abajo desde la entrepierna de sus pantalones. El hombre rata, cansado de esperar una respuesta de Kurt, asintió con la cabeza a su subalterno y el segundo mercenario murió, seguido inmediatamente por el último de los asesinos a sueldo. Eso dejaba con vida únicamente a Kurt, a Gerta, a cinco Gorras Negras y a Henschamnn.
—Quizá le importen más las mujeres —dijo Garacin—. La joven, más guapa, será la próxima en morir, a no ser que nos entregue el corazón de piedra.
—Puedo conseguírsela —dijo Kurt—. Sé dónde está.
—¿Dónde?
—La tiene mi predecesor. Escondí la esquirla en su vestimenta antes de que los cazadores de brujas se lo llevaran. Puedo recuperarla… Sólo necesito un poco de tiempo.
—Eso es un lujo del que no dispone —masculló Garacin—. Mata a la chica.
—¡No! —gritó Kurt—. ¡Si la matas, te garantizo que nunca encontrarás lo que estás buscando!
El viejo hombre rata lo miró fijamente.
—No le creo. Sólo quiere ganar tiempo. Sabe que debemos retirarnos antes de que salga el sol.
El capitán sonrió.
—Intento ganar tiempo, es cierto, pero no hasta la salida del sol.
—¿Entonces? —inquirió Garacin. Su voz sonó como un silbido lleno de odio, y fue lo último que dijo antes de que una flecha se hundiera en su cuello y lo matara de manera fulminante.
Los demás hombres rata se volvieron buscando el origen de aquel ataque mortífero y más flechas surcaron el aire y derribaron a todas las criaturas que custodiaban a los prisioneros menos a una. Mientras el monstruo más cercano a Kurt se desplomaba, el capitán le arrebató la hoja y la arrojó contra el hombre rata que mantenía a Belladonna a su merced.
—Estaba esperando refuerzos —espetó Kurt, con una leve sonrisa de satisfacción en los labios.
Una docena de elfos irrumpió en la comisaría desde el Puente de los Tres Céntimos, encabezados por Tyramin Silvermoon, a quien Otto seguía de cerca. Los elfos iban armados con arcos y espadas, y arrasaron las líneas de los hombres rata, que se habían quedado conmocionados por la repentina muerte de su líder. La llegada súbita de los elfos puso en fuga a las criaturas. Un puñado de hombres rata se enzarzó con el nuevo enemigo mientras los demás emprendían una retirada precipitada cargando con los cadáveres de sus camaradas.
Kurt congregó a sus hombres para incorporarse a la batalla y manejaron las armas abandonadas por sus enemigos para cazar a los hombres rata que quedaban. La lucha fue cruenta y vertiginosa, aunque la resistencia de los hombres rata no se alargó. Un agudo chillido rasgó el aire y las horribles criaturas echaron a correr y se lanzaron por las ventanas para escapar de los elfos y de los humanos extenuados por la batalla. La mitad de los elfos salió en su persecución, mientras que la otra mitad se quedó en el interior del edificio, entre ellos Tyramin. Kurt paseó lentamente la mirada por la comisaría, asombrado de que siguiera en pie, asombrado de que su exigua fuerza hubiera aguantado todo lo que les habían echado encima desde la puesta del sol. Entonces se desplomó, totalmente exhausto.
* * *
Cuando Kurt volvió en sí, vio a Scheusal y a Belladonna hablando con Otto. Todos los elfos —a excepción de Tyramin, que estaba arrodillado junto a él— habían desaparecido.
—Gracias —masculló el capitán—. Desconozco qué hemos hecho para merecer su intervención y su ayuda, pero gracias.
El elfo esbozó una sonrisa.
—Respondimos a la petición del sacerdote. La casa de los Silvermoon estaba en deuda con él después de la deferencia que demostró con mi hermano fallecido. Además, tengo la impresión de que esas alimañas mataron a Arullen.
—Yo también lo creo —afirmó Kurt, sentándose con dificultad.
La cabeza le daba vueltas y sentía un cansancio en el cuerpo que nunca antes había conocido. Rebuscó en el bolsillo y extrajo el broche hallado junto al cuerpo de Arullen. La diminuta esquirla continuaba en el engaste. Había mentido a los hombres rata con la intención de ganar todo el tiempo que le fuera posible, pues en cuanto esos monstruos hubieran tenido el corazón de la piedra en sus manos, toda la gente que se encontraba en el interior de la comisaría habría estado sentenciada. Y lo que era más importante aún, hubiera permitido a los hombres rata reactivar su arma más poderosa.
Kurt no tenía ni idea de qué arma podía ser, pero no tenía dudas de su objetivo más probable: Marienburgo. Si la ciudad caía alguna vez en manos de los hombres rata, se produciría una reacción en cadena que amenazaba con destruir el Imperio. En esas circunstancias, el sacrificio de unas cuantas vidas en una comisaria de Suiddock no significaba nada. Aun así, estaba feliz por haber sobrevivido al encuentro con las terribles criaturas.
El capitán explicó todo esto a Tyramin y estiró la mano con el broche.
—Creo que su hermano murió porque arrebató este objeto a los hombres rata. Le pido que lo lleve con usted al enclave élfico y se asegure de que nunca abandone la protección de la casa de los Silvermoon. ¿Lo hará, Tyramin, hermano de Arullen?
—Lo haré encantado —respondió el elfo, haciendo una reverencia a Kurt antes de ayudarlo a levantarse.
La extraña pareja de aliados inspeccionó los daños sufridos por la comisaría.
—Usted y sus hombres han luchado de una manera impresionante. Son pocos los que aguantan un ataque prolongado de los hombres rata, y menos aún los que tienen la fuerza de voluntad necesaria para negarse a renunciar a su dignidad al verlos rostros de los muertos a su alrededor. Es una pena que nadie conozca nunca el valor que ha demostrado.
Kurt asintió.
—Los hombres rata han borrado todo rastro de su presencia y voy a ordenar a mis hombres que, por su propio bien, no hablen de lo que ha ocurrido aquí. Además, dudo que nadie creyera una sola palabra de lo sucedido.
—Debo despedirme —dijo Tyramin—. Mencionaré su valor a los patriarcas de mi pueblo. Es bueno saber que hay individuos valerosos y resueltos entre los hombres de Marienburgo.
Kurt inclinó la cabeza, agradeciendo el cumplido, y cuando volvió a alzarla, el elfo ya había desaparecido. Henschamnn tampoco estaba. Belladonna le dijo que el jefe del crimen había huido aprovechando la derrota de los hombres rata.
—Tenía prisa por regresar a su guarida —dijo con una sonrisita. Suavizó el gesto y añadió—: Gracias por salvarme.
—La comisaría ha perdido demasiados Gorras Negras: Jan, Verletzung, Mutig, Faulheit, Raufbold y Narbig… No quería perder a nadie más. —Se pasó la mano por los chichones de la cabeza, estremeciéndose de dolor cada vez que tocaba una de las numerosas heridas que le habían causado los golpes de los hombres rata—. ¿Qué ha pasado con Cobbius?
—Venga a verlo —respondió Scheusal—. No es muy agradable.
* * *
Tyramin examinó el broche en el camino de regreso a Sith Rionnasänamishathir. No era obra de un elfo, aunque entendía por qué Schnell y los demás lo pensaban. El intrincado diseño de la joya tenía muchos puntos en común con la obra de los orfebres elfos, pero había salido de las manos de otra raza mucho más arcaica, una raza que se remontaba en el tiempo, más allá de donde llegaba la memoria de los hombres mortales. Tyramin sintió que la esquirla de piedra bruja incrustada en el engaste del broche que sostenía en la mano lo llamaba, le decía que tenían que encontrarla, que debía liberarla.
Aquel diminuto y maléfico fragmento había guiado a Arullen y a sus amigos hacia su condena en las catacumbas. De no ser por la valentía de Arullen y la fortaleza de Schnell, el broche estaría en esos momentos en poder de los hombres rata. Tyramin se estremeció al pensar en lo cerca del desastre que había estado Marienburgo aquellos últimos días. La ciudad tenía una deuda enorme con los Gorras Negras del Puente de los Tres Céntimos, aunque nadie, salvo él, lo sabía. Aun así, el verdadero heroísmo no precisaba celebraciones para ser realmente heroico.
* * *
La marea empezaba a descender en el sótano, dejando el suelo inundado de armaduras destrozadas y armas hechas añicos. Cobbius seguía encadenado a los grilletes, aunque de cuello para abajo poco quedaba de él, excepto su esqueleto. Los hombres rata le habían arrancado hasta el último resto de carne de los huesos.
—Veo que han tenido el buen gusto de dejarle la cabeza intacta —observó Kurt—. Será mejor que metamos los restos en una bolsa y los lancemos a las aguas del Doodkanaal. No creo que su primo Lea-Jan quiera que alguien más vea el estado en el que ha quedado el cuerpo de Abram.
Cuando Kurt regresó del sótano, Otto estaba esperándolo.
—Lo siento, no pude llegar antes, aunque me costó convencer a los elfos —explicó el sacerdote. Recorrió con la mirada los cuerpos que se amontonaban sobre el suelo de la comisaría, aunque eran más los que se apilaban fuera del edificio, en el Puente de los Tres Céntimos—. Por lo que veo, estaré ocupado los próximos días. ¿Siempre me irá tan bien el negocio mientras usted esté por aquí?
—Esperemos que no —masculló Kurt—. Quiero que consagre un servicio a la memoria de todos los guardias que cayeron defendiendo este lugar…, especialmente a la de Jan. Se merecen algo mejor que un barcucho funerario.
El sacerdote hizo una reverencia.
—Será un honor.
Kurt llamó a Bescheiden.
—Willy, necesito que ayude a Otto a recuperar el cuerpo del sargento Woxholt del pasadizo del sótano. ¿Podrá hacerlo?
El apesadumbrado agente asintió.
—Es… es lo menos que puedo hacer por él.
—Buen chico —dijo el capitán, posando una mano reconfortante en el hombro de Bescheiden.
* * *
Henschamnn canceló las citas que tenía para ese día y ordenó a Helga que nadie lo molestara bajo ningún concepto. Ni siquiera madame Von Tiezer podía entrar. Cuando estuvo convencido de que su guardaespaldas había comprendido que no estaba de humor para nadie, Henschamnn entró en su despacho y contempló Riddra y el Puente de los Tres Céntimos desde una ventana. Allí permaneció cuatro horas, rechazando todos los Ofrecimientos de comida y bebida que le hacía su asistente, y continuaba junto a la ventana cuando divisó a Kurt dirigiéndose hacia el Club de Caballeros de Marienburgo, poco después del mediodía.
—¡Helga!
—¿Sí, señor? —respondió la mujer, que entró apresuradamente en el despacho.
—El capitán Schnell viene a verme. Déjelo pasar. No pregunte nada ni le ponga trabas.
La guardaespaldas frunció el ceño, aunque sabía que no debía cuestionar las órdenes que recibía.
—Sí, por supuesto —respondió retirándose.
Minutos después, Helga regresó e invitó a pasar al despacho al capitán de la guardia. Henschamnn esperó a que su asistente se marchara y cerrara la puerta para hablar.
—Una noche movida —comentó el jefe del crimen sin moverse de la ventana.
—Las he tenido peores —respondió Kurt, aunque después de una breve pausa se corrigió—: No, puede que no.
—Espero que no.
Los dos hombres permanecieron unos instantes en pie, en silencio, inmersos en sus pensamientos.
—He venido para informarle de que Abram Cobbius está muerto. Los hombres rata lo devoraron.
—No es una pérdida irreparable —dijo Henschamnn—. Era un idiota ambicioso que se pasó de listo. Intentar liberarlo no fue más que una cuestión de principios.
—¿Y el propósito de echar a la Guardia de Vigilancia Metropolitana de Suiddock? —preguntó Kurt—. ¿También era un tema de principios?
—He decidido permitirles que continúen en su pequeño puesto de vigilancia, si aún desea quedarse en el distrito.
—Es usted muy generoso, Casanova.
—No puede perjudicarme excesivamente —continuó Henschamnn, ignorando el insulto de Kurt—. Mis intereses comerciales se extienden mucho más allá de Ríddra, e incluso de Suiddock, y mi influencia llega más lejos aún. Haría falta mucho más que sus exiguos recursos para derribar todo eso. No estoy alardeando, entiéndame, simplemente… doy constancia de un hecho.
Kurt se encogió de hombros, sin ceder al compromiso que hubiera supuesto admitirlo.
—Además —añadió Henschamnn—, usted parece un imán para los problemas. Sospecho que me será más útil en su puesto en el Puente de los Tres Céntimos. Considérelo un cumplido, si así lo desea. Hablaré con su comandante, a ver si puede facilitarle refuerzos. No tiene sentido mantener activa una comisaría en el puente sin una guarnición, ¿no cree?
* * *
Kurt regresó a la ruinosa y destartalada comisaría. El sol empezaba su lento descenso hacia el horizonte. Por algún motivo, él y un puñado de sus agentes habían sobrevivido a todo lo que aquella ciudad les había arrojado y más. Si bien habían perdido demasiados camaradas en el camino, lo peor ya había pasado. Al menos esperaba que fuera así. Sin embargo, la reconstrucción de la comisaría se revelaba una tarea ardua, y el equipamiento de sus hombres era demasiado pobre para acometerla. Kurt meneó la cabeza. Quizá era mejor acudir al comandante con el rabo entre las piernas y reconocer el fracaso. Por una vez, el orgullo del apellido Schnell debería quedar en un segundo plano, al servicio de un bien mayor.
El capitán continuaba enfrascado en estas reflexiones cuando divisó el Puente de los Tres Céntimos. La calle estaba inundada de gente que se agolpaba en la entrada de la comisaría. Kurt apretó el paso, ansioso por averiguar qué nuevo problema había surgido. Cuanto más se acercaba, más denso era el tumulto de personas. Fue abriéndose paso entre el barullo y la gente le daba palmadas en la espalda y lo aplaudía. Era una sensación desconcertante después de haber sido el objeto de tanto odio y de tantas burlas desde su llegada a Suiddock. Cuando por fin llegó a la puerta de la comisaría, Kurt se quedó atónito al descubrir que cuadrillas de ciudadanos estaban reconstruyendo las paredes, las puertas y las ventanas destrozadas del edificio. Scheusal dirigía las obras, mientras que Molly y sus chicas se dedicaban a suministrar bebidas y herramientas a los trabajadores. Terfel se asomó desde la ventana del despacho del capitán y lo saludó agitando alegremente una mano.
Belladonna salió de la comisaría intrigada por los motivos de los aplausos y los vítores de los ciudadanos, y una sonrisa se dibujó en sus labios cuando vio al capitán aproximándose.
—¿No es increíble? ¡Se han enterado de que aguantamos firmes el ataque de Henschamnn y sus mercenarios! ¡Creo que se los ha ganado, capitán!
Kurt meneó la cabeza, todavía incapaz de creer lo que estaba viendo. Quizá algo bueno había nacido de tantos sacrificios, de todo el dolor y el sufrimiento, y de tantos muertos. El tiempo lo diría.
* * *
En las profundidades del suelo sobre el que se levantaba la comisaría, en las largas columnas que sustentaban el Puente de los Tres Céntimos, una piedra en particular palpitaba con avidez. Hacía cinco días que había probado la sangre y acababa de darse un festín con los pedazos de carne cruda que los hombres rata habían arrancado de los huesos de Abram Cobbius.
La piedra lanzó una llamada a la oscuridad que convocaba a otras criaturas monstruosas, una llamada que requería la presencia de los moradores de las tinieblas. Un repugnante resplandor verde que emanaba de ella oscilaba perversamente. La piedra había probado la sangre humana, y quería más…