DIECINUEVE
Todos los hombres que se encontraban en el sótano, tanto los guardias como los mercenarios, oyeron el horripilante sonido de los gritos antes de ver a los responsables de aquella terrible cacofonía. Hombres hechos y derechos lloraban y berreaban en la superficie, y suplicaban clemencia gritando con un horror abyecto. La gente confinada en el subsuelo los oía con incredulidad, y no podían dar crédito.
—Por la dulce Shallya —musitó Scheusal mientras improvisaba un vendaje alrededor de su herida en el brazo izquierdo—. ¿Qué está sucediendo arriba?
El mercenario de la perilla envió a uno de sus hombres para que investigara. El asesino a sueldo regresó instantes después, pero ahora tenía el rostro lívido y le temblaban las manos como a una viejecita asustada.
—Monstruos —dijo entrecortadamente al líder de los mercenarios—. ¡Hoffman, los monstruos están haciendo una carnicería con ellos!
—¡Tonterías! —replicó Hoffman—. ¿Qué aspecto tienen esos monstruos?
—Imagínate unas ratas del tamaño de un hombre —señaló Scheusal—, pero que se yerguen sobre las patas traseras. Unas alimañas vestidas con armaduras, blandiendo espadas y dagas con las hojas bañadas en algún tipo de veneno diabólico. Criaturas arrancadas de tus peores pesadillas y convertidas en carne y hueso, con los ojos brillantes como diamantes negros.
—Sssí…, son así —dijo gimoteando el aterrorizado mercenario—. ¿Co… cómo lo sabes?
—Los llaman hombres rata —respondió el guardia—. Los vi una vez, cuando era niño, en Bretonia, y desde entonces me persiguen en mis sueños. Además, hay un grupo de ellos detrás de Hoffman.
El jefe de los mercenarios se dio media vuelta y descubrió media docena de hombres rata que emergían de la otra celda de la cara sur. En aquella oscuridad apenas eran unas figuras borrosas, y sólo se alcanzaba a vislumbrar algunos detalles de su aterrador aspecto: la armadura y los colmillos, los hocicos que emitían un silbido al respirar y sus malvados ojos, y las hojas que aferraban en sus negruzcos puños y garras. Eran unos bichos que se mantenían de pie sobre las patas traseras, como los humanos, criaturas voraces y encolerizadas. Eran la personificación del demonio, el miedo y el odio hechos carne, la peor de las pesadillas hecha realidad.
—¡Por los dientes de Taal! —exclamó Hoffman, enarbolando su espada corta y decapitando a los primeros dos hombres rata y cercenando los brazos de otros dos.
Los monstruos mutilados chillaron de dolor y las cabezas arrancadas, todavía sacudiendo las mandíbulas y con los dientes rechinando con avidez, cayeron al agua, que ya cubría a los hombres por la cintura.
Scheusal dio un salto adelante para ayudar a Hoffman y rebanó con su hacha al siguiente hombre rata, antes de hundir el arma de doble hoja en el último monstruo. Extrajo el hacha del cuerpo de la criatura destrozando la armadura de su víctima, que no pudo soportar la ferocidad de la acometida del guardia. Mientras tanto, Hoffman había dado buena cuenta de los hombres ratas mancos; les había seccionado los peludos y siniestros hocicos, y había clavado la hoja en sus corazones. Incluso muertos, el líder de los mercenarios siguió despedazándolos con su espada.
—Reserva tus energías —le dijo Scheusal—. Vamos a necesitarlas para salir de aquí.
Hoffman cesó en sus arremetidas y trató de recuperar el aliento entre resuellos.
—¿De dónde han salido?
—De las catacumbas —respondió Holismus, que se dirigió hacia ellos tambaleándose y agarrándose la herida del costado con una mano, mientras que con la otra aferraba la empuñadura de una espada corta con la hoja todavía bañada con la sangre de los mercenarios—. Fijaos en sus pies.
Todos siguieron la línea del brazo del Gorra Negra, que señalaba el cuerpo del hombre rata que flotaba sobre la turbia agua de la crecida. Entre los dedos de los pies tenía unas membranas que probaban que habían habitado generación tras generación la red de cloacas y de cámaras anegadas que se extendía bajo el suelo de Marienburgo.
—Deben de haber salido a la superficie nadando, ayudados por la marea, y habrán esperado a que anocheciera para lanzar su ataque protegidos por la oscuridad —explicó Holismus.
Scheusal estiró el cuello para oír los gritos de los hombres congregados en la calle.
—También deben de haber llegado al puente. Si tenemos suerte, éstos sólo serán una unidad aislada que han enviado aquí para vigilar el sótano.
Hoffman se limpió el rostro con la mano. El miedo era evidente en sus ojos.
—Y si no tenemos suerte…
—Esta media docena compondría una partida de exploradores y varios centenares más podrían venir de camino detrás de ellos. —Scheusal se volvió a sus colegas—. ¿Quién puede caminar?
Holismus se limitó a asentir con la cabeza.
Faulheit levantó una mano débil, mientras que con la otra se apretaba el orificio que una daga había abierto en su voluminosa barriga.
—Voy contigo —respondió—. No pienso morir aquí abajo, en este agujero.
—Bien —dijo Scheusal, y dirigió la mirada hacia el otro Gorra Negra—. ¿Willy?
Bescheiden, con el rostro lívido, estaba encogido en un rincón junto a Cobbius. Le temblaba todo el cuerpo.
—Sssí… Estoy… li… listo —balbuceó.
—¡Entonces, en marcha! —ordenó Scheusal—. ¡Tenemos un motivo para luchar, chicos!
Hoffman agarró del brazo al guardia.
—¿Adónde vas? —inquirió.
—Arriba. La marea no deja de subir y este lugar es una trampa mortal.
—Pero ¡esas… cosas… están arriba!
—Los hombres rata también están aquí abajo, por si no te habías dado cuenta —contestó Scheusal—. Mi capitán está arriba y él decidirá una estrategia para derrotar a estos seres. Nuestro sitio esta a su lado. Tú y tus hombres podéis venir con nosotros y ayudarnos o buscar una salida por vuestra cuenta…; eso depende de ti.
Hoffman señaló al aterrorizado prisionero, que continuaba encadenado a la pared y los miraba, enmudecido por el miedo.
—¿Qué pasa con Cobbius?
Scheusal echó un vistazo al hombre que había torturado y asesinado a Mutig, entre otras muchas personas.
—Espero que los hombres rata se lo coman vivo. ¡Vamos! ¡Subamos por la escalera!
* * *
Un minuto después de que cayeran muertos los primeros mercenarios, el Puente de los Tres Céntimos estaba atestado de hombres rata. Las figuras negras emergían de la oscuridad armados de escudos y espadas, hojas y hondas, y en su avance dejaban una estela de mercenarios que se desplomaban. Algunos asesinos a sueldo, asustados, balbuceaban atropelladamente, mientras que otros gritaban maldiciones y miraban con desdén a los hombres rata, desafiándolos a que los atacaran. Henschamnn ordenó a sus matones que formaran un escudo circular alrededor de él y de su carruaje; todavía albergaba esperanzas de salir indemne de aquella amenaza indescriptible, a pesar, incluso, de que su conductor había sido el primero en perecer. ¡Por Sigmar, él mismo conduciría el vehículo si se veía obligado a hacerlo! De lo que no tenía ninguna intención era de morir allí.
—¡He dicho que os coloquéis en círculos concéntricos! ¡Quiero por lo menos tres filas de hombres entre esos monstruos y yo! —bramó a los mercenarios.
La primera arremetida de los hombres rata fue rápida y despiadada. Un centenar de criaturas cargaron contra el primer círculo de mercenarios, emitiendo un grito de guerra chirriante que ensordeció a los hombres y encogió todavía más sus corazones. A medida que se aproximaban al escudo humano, también se hacía más notorio el repugnante hedor que emanaba de su inquietante pelambrera y de su ávido aliento, un tufo que revolvía el estómago y que era peor que el olor de un cadáver en estado de putrefacción. Las criaturas llegaron por fin al círculo de mercenarios y se arrojaron contra el anillo que formaban los asesinos a sueldo, sin miedo a las espadas y las dagas que despuntaban de la circunferencia. Los hombres respondieron con hojas y arcos, con flechas y coraje, y masacraron una oleada tras otra de alimañas voraces. Aun así, no dejaban de llegar hombres rata de manera constante, y su ataque no se apaciguaba a pesar de la rapidez con la que caían.
Hacía escasos minutos, los mercenarios habían gozado de superioridad numérica respecto a los Gorras Negras que defendían la comisaría del Puente de los Tres Céntimos. Ahora la situación había dado un vuelco y un número incalculable de hombres rata rodeaba el anillo de mercenarios y los embestía implacablemente.
Henschamnn contemplaba cómo el primer círculo se deshilachaba poco a poco y de manera inexorable por la mera superioridad numérica del enemigo. Sobre su cabeza, la luna aparecía detrás de las nubes de tormenta que empezaban a disiparse y bañaba el puente con una pálida luz azul que ennegrecía el color de la sangre. Henschamnn pensó que era una metáfora que se ajustaba perfectamente a lo que acontecía en aquella desigual batalla. Sus guerreros luchaban con aplomo, y sus armas y su destreza eran las idóneas para enfrentarse a la ferocidad y el número de los hombres rata que tenían delante, pero no tardarían en desanimarse. Habían acudido allí con la expectativa de una sencilla batalla que duraría unos minutos y a la que seguiría una opulenta y merecida celebración de la victoria. El capitán Schnell había frustrado sus planes con una estrategia defensiva bien organizada y ejecutada a pesar de la inferioridad de sus efectivos. Y ahora se encontraban con aquel nuevo enemigo que aparecía de las catacumbas con la intención de masacrarlos.
¿Qué querrían los hombres rata? Henschamnn sabía que la clave radicaba en la respuesta a aquella pregunta. Habían permanecido bajo el suelo de Marienburgo durante generaciones, quizá desde hacía varios siglos, y rara vez se aventuraban a la superficie. Pero ahora habían salido en tropel y concentraban todos sus esfuerzos en el Puente de los Tres Céntimos… ¿Por qué? El jefe del crimen se maldijo a sí mismo por haber permitido que un idiota como Abram Cobbius negociara con los hombres rata. ¡Por la dulce Shallya, vaya desastre! Henschamnn prefirió dejar de lado las reprimendas; ya habría tiempo para ellas, o, en el caso de que no lo hubiera, ya no importarían los errores que hubiera cometido y que lo habían conducido a aquel lugar en aquel momento. Tenía que encontrar la manera de escapar de aquel lío; ahora ésa era su única prioridad.
Se tambaleó hacia un lado, arrastrado por el círculo de mercenarios que lo rodeaba y que se desplazaba por la superficie del puente como un cangrejo presionado por los ataques de la horda de hombres rata. Henschamnn se dio cuenta de que sus matones estaban alejándose del carruaje, su mejor opción de huida, así que gritó a sus hombres que invirtieran la ofensiva del enemigo, pero nadie lo escuchó. Los mercenarios estaban demasiado ocupados luchando por salvar sus propias vidas para preocuparse de lo que dijera la persona que los había contratado.
En cuestión de segundos Henschamnn abandonó el carruaje a su suerte y se puso a cavilar una nueva estrategia. Si Schnell y sus guardias habían sido capaces de defender la comisaria contra una fuerza infinitamente superior, ¿por qué no podrían ellos hacer lo mismo? Henschamnn acababa de llegar a esa conclusión cuando una docena de hombres encabezados por Schnell irrumpió en el puente desde el interior de la comisaría, armados con hojas y antorchas llameantes.
—¡Henschamnn! ¡Tienen que refugiarse en la comisaría! ¡Usted y sus hombres no tienen ninguna oportunidad ahí fuera! ¡Entren en la comisaria! —gritó el capitán para que le oyera por encima del tumulto.
* * *
Hoffman y Scheusal se quedaron los últimos en el sótano. Habían permanecido en la retaguardia hasta que el resto de los guardias y los mercenarios subieron a la planta baja de la comisaría. Iban a darse media vuelta para enfilar la escalera cuando las huestes de hombres rata emergieron del agua. Más de una docena de criaturas se lanzaron por el pasillo anegado. Sus dientes castañeaban con avidez y un odio maligno refulgía en sus ojos negros.
—¡Vamos! —esperó Hoffman a Scheusal, que estaba más cerca de la escalera—. ¡Muévete!
Unos destellos metálicos surcaron el aire y el Gorra Negra se agachó instintivamente y eludió por escasos centímetros las estrellas que habían volado hacia él. Los proyectiles se clavaron en la pared que se levantaba más allá de su cabeza y el veneno verde que contenían empezó a comerse la piedra. Scheusal se volvió y vio a Hoffman con una de las estrellas hundida en el pecho; el veneno ya estaba devorando las carnes del mercenario.
—¡Vete, maldita sea!
Scheusal huyó y dejó al asesino a sueldo entreteniendo el avance de los hombres rata. En cuestión de segundos, los gritos de Hoffman retumbaron por la escalera, hasta que cesaron de manera abrupta. Scheusal apretó el paso; consciente de que los hombres rata le pisaban los talones, subió apresuradamente la escalera y emergió en la planta baja de la comisaria.
—¿Es usted el último? —inquirió una voz.
Scheusal se volvió para ver quién le había preguntado y descubrió con asombro que tenía a Henschamnn al lado.
—¿Es usted el último? —repitió, levantando la voz, el jefe del crimen.
—Sí —respondió entrecortadamente Scheusal—. Los hombres rata han matado a los demás.
—¡Está bien! ¡Es el último! —gritó Henschamnn a un grupo de mercenarios—. ¡Selladla!
Los asesinos a sueldo empujaron una barricada levantada con muebles desvencijados hasta la escalera y bloquearon el progreso de los hombresrata. Scheusal echó un vistazo a la escalera que descendía al sótano por el otro extremo de la comisaría y vio que ya estaban bloqueadas con las puertas arrancadas de los calabozos. El resto de las barricadas habían sido emplazadas de nuevo en las puertas y ventanas dela comisaría. Alrededor de treinta mercenarios vigilaban los parapetos, mientras que Schnell y el resto de los Gorras Negras estaban reunidos en el centro de la sala. Scheusal avanzó pesadamente para unirse a ellos.
—¡Fantástico! ¡También lo han logrado! —exclamó el capitán cuando vio a Scheusal acercándose al grupo—. ¿Dónde está Jan?
—El sargento está muerto —dijo sollozando Bescheiden.
—¿Jan está muerto? —balbuceó el capitán, tambaleándose hacia atrás, como si hubiera recibido una cuchillada en el corazón—. ¿Cómo?
—Yo lo maté —gimoteó el guardia.
La mano de Schnell se deslizó hacia la daga que llevaba enfundada en un costado.
—¿Por qué?
—No lo mató él —aclaró Scheusal—. Al menos no del modo que usted cree. El sargento encontró un pasadizo secreto que estaban utilizando los mercenarios para introducirse en el sótano, de modo que se quedó en el túnel y ordenó a Willy que bloqueara y cerrara herméticamente la puerta de entrada. El sargento se sacrificó para salvarnos a los demás.
El capitán fulminó con la mirada a Bescheiden. Sus ojos refulgían de ira.
—¿Es eso cierto?
—Cerré la entrada al pasadizo —confesó—. El sargento murió por mi culpa.
—Sólo cumplías órdenes —insistió Scheusal, intentando consolar al guardia, que seguía llorando.
—Eso no cambia que lo que hice estuviera mal —berreó Bescheiden, y se desplomó sobre el suelo.
Gerta estaba atareada atendiendo a los agentes heridos con los escasos recursos de los que disponía. Arrancaba tiras de tela de sus enaguas para vendar las puñaladas y los cortes, pero era una batalla perdida.
—Tengo que llevar arriba a Faulheit —dijo la cocinera—. Yo no le extraería esa daga del vientre; podría morir desangrado. Necesitamos un curandero y un boticario si queremos que sobreviva.
—Gracias por los ánimos —dijo el pálido y sudoroso Faulheit desde el suelo.
—De acuerdo —dijo el capitán—. Scheusal, usted y Gerta lleven a Martin arriba.
Scheusal miró a su alrededor.
—¿Dónde está Narbig?
—Ya está arriba —respondió Belladonna—. Le sucedió algo extraño cuando vio a los hombres rata en el puente. Fue como…, como si le hubiera estallado la cabeza. Tuvimos que dejarlo allí.
Mientras Scheusal ayudaba a Gerta a subir a Faulheit por la escalera, el capitán ordenó a Bescheiden que los acompañara.
—Puede quedarse arriba y ayudarla a cuidar de Martin y de Narbig. Scheusal, regrese en cuanto hayan instalado a Faulheit. Necesitamos a todos los hombres sanos aquí abajo.
* * *
Henschamnn estaba ordenando a sus mercenarios que reforzaran los parapetos cuando el capitán y Belladonna se acercaron a él. La horda de hombres rata se lanzaba contra las puertas y ventanas tapiadas, y estrellaban sus cuerpos contra las barricadas con una fuerza terrorífica. Cada arremetida hacía retroceder ligeramente los parapetos y amenazaba con desbaratar la muralla defensiva. Cada nuevo ataque dejaba un estruendo sordo reverberando en el aire, como si los hombres rata, ansiosos por entrar, estuvieran arrojando a sus propios camaradas contra la fachada de la comisaría. El ruido era terriblemente enervante y el edificio temblaba después de cada embestida. Henschamnn se sintió aliviado al alejarse de las barricadas para departir con los Gorras Negras.
—La casualidad hace extrañas alianzas, ¿no le parece?
—Créame, lo último que usted y yo seremos nunca es aliados —replicó Schnell.
—Aun así, gracias por ofrecernos su comisaría para refugiarnos.
—Cuando hubieran acabado de masacrarlos a usted y a sus mercenarios habrían venido por nosotros —dijo el capitán—. La combinación de nuestras fuerzas es un imperativo estratégico…, ni más, ni menos.
—No es de los que saben aceptar los agradecimientos, ¿eh? —comentó a Belladonna.
—¿Y lo culpa? No hace tanto que dio la orden a sus mercenarios de que nos mataran para dar ejemplo al resto de Suiddock y a toda la ciudad. No tenemos muchos motivos para confiar en usted.
—Una observación acertada —reconoció Henschamnn. Paseó la mirada por la comisaría—. ¿Sabe? Creo que nunca había estado dentro de este edificio. No hay mucho que admirar, ¿no?
—Cumple su función —gruñó Schnell—. Como nosotros.
El jefe del crimen suspiró.
—Si bien tengo en gran estima su ira, ¿puedo sugerir que dejemos a un lado nuestras diferencias hasta que resolvamos la actual crisis? Continuar enfrentados no nos será de ninguna ayuda en la presente situación.
—De acuerdo —espetó el capitán—. Pero no espere que le estreche la mano cuando esto acabe.
—Entendido. —Henschamnn miró a su alrededor—. ¿Cuánto tiempo cree que podremos…?
Belladonna levantó una mano para pedir silencio.
—¡Escuchen!
Los hombres rata habían dejado de lanzarse contra la fachada de la comisaría y reinaba una calma extraña e inquietante. Enseguida un nuevo sonido sustituyó al anterior, más perturbador aún que la embestida de los cuerpos contra las barricadas. Un ruido de raspaduras, de arañazos, empezó en un rincón del edificio y rápidamente se expandió, hasta que dio la impresión de que toda la comisaría estaba sufriendo un ataque. Henschamnn y los Gorras Negras corrieron a las barricadas para intentar descubrir lo que estaba sucediendo en el exterior. A través de un hueco en el parapeto, el jefe del crimen pudo ver a un hombre rata royendo la barricada con los colmillos y escarbando en ellas con las garras.
—Están intentando abrirse paso royendo las defensas —advirtió—. ¿El edificio es resistente?
Schnell meneó la cabeza.
—No lo suficiente para soportar un ataque continuado… de ningún tipo.
—Bueno, debe de haber alguna manera de salir de aquí —dijo Henschamnn, con la voz temblorosa por el miedo.
—Ya no, gracias a usted y a sus hombres —señaló Belladonna.
El ruido de los colmillos royendo los parapetos y de las garras arañándolos sonaba cada vez más alto… y más cercano. El jefe del crimen tragó saliva, consciente de que sus hombres esperaban que él los liderara, así que no era el momento de mostrarse débil ni atemorizado, por mucho que se sintiera así en realidad.
—Hay un túnel abajo —dijo Henschamnn.
—Lo sabemos —respondió un guardia que descendía por la escalera—. Pero ahora los hombres rata controlan el sótano.
Schnell señaló la puerta secreta que comunicaba con el burdel adyacente.
—¿Y el templo de Molly?
—Lo comprobé hace un rato —dijo Belladonna—. También oí allí a los hombres rata.
—Puede tomar eso como un no —aseveró el capitán—. No hay forma de salir. Por lo menos vivos.
—¿Qué quieren esos monstruos? —preguntó uno de los mercenarios, con las facciones dominadas por el miedo.
—La esquirla de una piedra —respondió Schnell—. No de una piedra bruja cualquiera, sino de una en particular.
—¿Cómo lo sabe?
—No lo sé… al menos no con certeza. Pero ¿qué otro motivo tendrían los hombres rata para arriesgarse a lanzar un ataque abierto en medio de Marienburgo? Desean esa esquirla más que cualquier otra cosa que podamos imaginar.
—Entréguesela —le dijo Henschamnn—. Cuando tengan la esquirla, estaremos a salvo.
—No tenemos ninguna garantía de que eso ocurra así —replicó Schnell—. A usted no le entregué a Cobbius y no entregaré la esquirla a esos monstruos de ahí fuera. Es una cuestión de principios.
—¡Sus principios harán que nos maten a todos! —espetó el jefe del crimen.
—Quizá, pero no podría entregarles el fragmento de piedra bruja aunque quisiera…; no está aquí. Saqué la esquirla de la comisaría a escondidas poco antes de que sus mercenarios nos atacaran. Sospechaba que los hombres rata vendrían a buscarla. No importa lo que nos pase a nosotros, nunca caerá en sus manos. No sabemos el poder que puede alcanzar la piedra bruja si la completan con ese fragmento, y no tengo ninguna intención de sacrificar todo Marienburgo sólo para salvar mi pescuezo. Sólo los cobardes harían eso, Henschamnn. Es el tipo de trato que ofrecería usted para salvar su enfermiza y retorcida alma… y eso no es algo que valga la pena salvar.
—¡Váyase a la mierda, Schnell!
El capitán sonrió.
—No es necesario, Casanova; ya estoy hundido en ella.
* * *
Belladonna fue la primera en advertir que la pared estaba cediendo. Al principio pensó que el agotamiento estaba jugándole una mala pasada a us cansados ojos, pues un tramo de la pared frontal que daba al Puente de los Tres Céntimos pareció brillar y agitarse al paso de su mirada. Así que miró detenidamente y se dio cuenta de que la superficie se movía, se derrumbaba y dejaba vía libre a los invasores.
—¡Capitán, creo que debería venir a ver esto!
Schnell abandonó la discusión con Henschamnn y acudió rápidamente junto a su agente. Cuando llegó, ya había un hueco en la pared. Las garras empezaban a escarbar la piedra alrededor del diminuto orificio y el veneno verde se esparcía por el borde de la abertura. Belladonna contempló horrorizada cómo se descomponía la pared, cómo se disolvía. No tardó en aparecer el hocico de un hombre rata que trataba de abrirse paso por el hueco; sus largos colmillos ya estaban dentro de la comisaría, pero Schnell descargó su hoja contra el hocico y atravesó con un tajo limpio los huesos, la piel y la carne rancia de la criatura. La sangre negra salió a borbotones de la herida y el hombre rata retrocedió chillando de dolor, aunque otro ocupó su lugar, poniendo todo su empeño en ampliar el agujero de la pared.
Scheusal gritó desde otro lado de la sala, donde estaba produciéndose un ataque similar.
—La comisaría está perdida —musitó Belladonna, sin darse cuenta de que estaba pensando en voz alta.
—Lo sé —afirmó Kurt, sorprendiendo a la joven—. Tenemos que retirarnos al piso de arriba. Es nuestra última esperanza. Dígaselo a Holismus y a los demás Gorras Negras antes de subir. No nos queda mucho tiempo.
Cuando Belladonna llegó a las escaleras que le quedaban más cerca, Henschamnn ya estaba subiendo apresuradamente por ellas.
—Quiero tener una visión más amplia del enemigo —explicó, abochornado por haber sido sorprendido huyendo de la planta baja.
—Sí, claro —replicó Belladonna, indignada por su descarada cobardía. Pero todos los pensamientos que le dedicaba se esfumaron en cuanto llegó al primer piso. La razón era muy simple: estaba lleno de hombres rata.
* * *
Kurt tuvo náuseas y notó cómo se le hacia un nudo en el estómago según aumentaba el número de agujeros en la pared de la comisaria. Pocos instantes después de que los hombres rata hubieran abierto el primero, había más orificios en la pared de los que podían defender, ni siquiera con la ayuda de todos los mercenarios de Henschamnn supervivientes. Miró a su alrededor, buscando al jefe del crimen para decidir una estrategia de retirada conjunta, pero Henschamnn no estaba por ninguna parte y Kurt comprendió que ya debía de haber huido al primer piso. Había llegado el momento de que ellos hicieran lo mismo.
—¡Escuchen todos, prepárense para la retirada! ¡Nos trasladaremos al primer piso e intentaremos aguantar!
Los mercenarios no necesitaron que se lo repitieran. La mayoría se dieron media vuelta y salieron a la carrera hacia la escalera, ansiosos por replegarse. En cuanto los hombres se dieron a la fuga las barricadas empezaron a derrumbarse hacia dentro, cediendo al peso de los hombres rata que se agolpaban en el exterior. Kurt se estremeció al ver los colmillos y las uñas de aquellos monstruos voraces que penetraban en la comisaría. «Diente y garra, eso utilizarán para matarnos…, diente y garra», pensó Kurt. Cuando entendió que la defensa de la planta baja era una causa perdida echó a correr hacia la escalera oriental, por la que ya subía el grueso de los mercenarios. Pero los hombres se dieron media vuelta, como si tuvieran más miedo de lo que encontraban arriba que de lo que dejaban abajo, y bloquearon el paso del capitán.
—¡Por el amor de Manann, tenemos que subir! ¡Vamos!
El primer cadáver que pasó sobrevolando las escaleras fue el de Narbig, con medio rostro corrompido. El segundo fue un mercenario que Kurt no reconoció, y a continuación se inició una lluvia de cuerpos desde el primer piso seguida de una ráfaga de estrellas que se incrustaban en los mercenarios amontonados en la escalera. Kurt caminó tambaleándose hacia atrás, sumido en el horror que debía de haberse vivido en el piso de arriba. Los hombres rata habían encontrado una manera de entrar y aquél era el resultado. En ese momento cedió la barricada que había bloqueado la entrada principal de la comisaría y la horda de hombres rata congregada fuera se precipitó al interior del edificio. Kurt hincó una rodilla en el suelo; ya no tenía las fuerzas necesarias en las piernas para sostenerse en pie. Era el fin. Habían sido derrotados y lo único que quedaba era morir. Los hombres rata formaron un círculo alrededor de él y Kurt apretó las manos alrededor de las empuñaduras de las espadas cortas. Musitó una plegaria por las almas de todos los fallecidos en aquella batalla y se arrojó a las criaturas invasoras, golpeando y rajando con sus armas las filas enemigas, arrancando cabezas de los torsos y cercenando extremidades con un desenfreno animal. Pero entonces una maza tronó en un costado de su cabeza y ya sólo conoció la oscuridad. A medida que sus sentidos lo abandonaban, a Kurt le pareció ver a Sara en la distancia, haciéndole señas para que fuera hacia ella.
—Ya voy, amor mío —farfulló—. Ya voy…